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ArribaAbajo- IX -

Sin salir de casa en tres días, enfermo del ánimo más que del cuerpo, supe que el Capitán General de Madrid señor Socías, al tener noticia de la huida de Figueras, ordenó a varios Generales y Brigadieres amigos suyos que se pusieran al frente de las fuerzas   —96→   de la guarnición, sin excluir a la Guardia Civil. Pero en tanto, Estévanez ofició a la Benemérita ordenándole que fusilara a los que intentasen arrastrarla a un pronunciamiento. Echáronse a la calle los Voluntarios de la República; prodújose la consiguiente aglomeración de pueblo junto al Congreso y las tan acreditadas aclamaciones al federalismo.

Las Cortes, reunidas en sesión secreta, acordaron nombrar nuevo Gobierno por directa elección de cada uno de los ministros, conforme al sistema de los Intransigentes. Y entonces ocurrió uno de los hechos más singulares de aquellos singularísimos tiempos. La Guardia Civil, que se había declarado sostén de las Cortes Constituyentes, desplegó su fuerza frente al cuartel de la calle de Serrano, y sin meterse a designar personas exigió la inmediata formación del Ministerio. Muchos republicanos de primera fila negáronse a admitir cartera bajo esta presión humillante. Al fin, quitando y poniendo nombres, el laborioso parto dio al mundo la lista del nuevo Gabinete: Presidencia y Gobernación, Pi Margall; Guerra, Estévanez; Ultramar, Sorní; Estado, Muro; Marina, Anrich; Gracia y Justicia, Fernando González; Hacienda, Ladico; Fomento, Benot.

Aparto mi atención de estas cosas y casos, de notoria insignificancia en la vida general de la humanidad, para fijarla en los sucesos que personalmente me incumben, y que considero de suma trascendencia en la pura región del espíritu. Introducida solemnemente   —97→   por Ido del Sagrario, se presentó una mañana en mi despacho presidencial Celestina Tirado, a quien mi chambelán debió de tomar por dama de alcurnia según las zalemas que le hizo al traerla a mi presencia. Venía la buena mujer con rostro alegre a darme las gracias por la colocación de su yerno Pepito Verdugo. Pasmada de la prontitud con que el Ministro accedió a mi petición, no sabía cómo alabarme y enaltecer mi augusto poderío. Estrechome las manos efusivamente, y se sentó en el destartalado sofá, cuyos muelles rotos herían las nalgas de todo visitante que cayera sobre ellos.

Después de los saludos y plácemes recíprocos le pregunté por don Hilario, del cual me dijo que su vejez era una infancia locuaz y juguetona. A ratos se entretenía con los chirimbolos de su investidura episcopal, báculo, pectoral y anillo. En sus accesos de presunción, se encasquetaba la mitra y salía por los pasillos echando bendiciones a fantásticas muchedumbres piadosas. Cansado de este trajín, permanecía largo rato sentadito en su sillón cantando antífonas, mientras con sus dedos reumáticos intentaba tocar castañuelas. Lamentábame yo de esta dolorosa crisis de senectud que desvirtuaba la personalidad de tan grave sujeto, cuando Celestina, no sin cierta cortedad y muequecillas equivalentes al exordio de una cuestión delicada, me habló de esta manera. Atención, amigos, que ello es grave:

«Yo quisiera, señor don Tito, demostrarle   —98→   a usted mi agradecimiento con algún favor tan grande como el que usted me ha hecho. Aunque hace tiempo dejé aquel oficio mío, mal mirado de la gente y como quien dice vergonzoso, de higos a brevas lo ejerzo todavía, cuando se trata de personas de circunstancias a quienes estimo de veras. Ya sé que desde primeros de año no tiene usted mujer, y sin el pasatiempo y halago de mujer, está usted desconsolado, aburrido y...

-Así es, Celestina -le dije sin ocultar mi desabrimiento-. Desde que se me fue Obdulia vivo en tristeza deprimente, sin arrestos para nada. Mi soledad es la causa de esta hipocondría que no tiene más consuelo que el vagar nocturno por las calles. Las alucinaciones terribles que trastornan mi cerebro, provienen de la suspensión indefinida del trato amoroso. El amor es la vida, el amor es la luz, la savia de la existencia. De modo que si usted viene a proponerme una mujercita de buenas condiciones...

-No es mujer ni mujercita -declaró Celestina en tono triunfal-; es una dama».

Al oír dama miré a la corredora de amoríos silencioso, suspenso y turulato... En la confusión de mi mente se destacó la idea de que me ofrecía Celestina un arreglo desigual, inaceptable. No se avenía con mis cortos posibles el disfrute de una señora encopetada por su alcurnia o por su riqueza. A esto contestó la sutil zurcidora que había dicho dama, no precisamente por la posición o el rango que hoy tenía la tal, sino por su nacimiento   —99→   que era muy alto, y así lo declaraban su noble fachada y rostro. Luego añadió que yo encubría mi condición verdadera, haciéndome el modestito y alojándome en una casa de huéspedes de cuarta clase. No me valían tapujos. Mi buena mano para sacar destinos era señal de mi gran poder. «Y en todo caso -agregó la Tirado, mudando de postura en el sofá por el daño que le hacían los malditos muelles-, cuando le dan la breva no pida la berza. Si la señora que le digo se conforma con usted tal como es, ¿a qué viene el ponerle peros? Es como aquel que dijo: doyte el gazapo y pides el sapo.

-Pero vamos a cuentas, Celestina -indiqué yo, dejándome querer-. Esa señora ¿se conforma conmigo tal como soy? Si es así, sin duda me conoce, sabe que...

-Naturalmente, le conoce de vista... Le conoce por la fama de sus buenas partes, de su talento, de su poder. Para mí que se trae alguna pretensión que sólo usted puede conseguir de esos padrotes federales.

-Entendámonos. ¿Se trata de que yo dé mi apoyo a un favor político difícil de lograr, o se trata de un pacto amoroso como los muchos que usted ha negociado felizmente en su larga profesión, que yo no califico de vergonzosa, sino de muy necesaria en la República, como dijo Cervantes?

-De ambas cosas hablo, como que van metiditas la una en la otra. Sé lo que digo. Soy muy ducha, muy corrida en lo tocante al ayuntar las voluntades de hombre y mujer.

  —100→  

-¡Pues aquí está el hombre; aquí está el corazón enamorado! -exclamé yo entregándome al sugestivo juego de la tratante en líos-. Vengan pormenores. Venga el nombre de esa señora.

-¿El nombre?... No debo decírselo todavía. A su tiempo lo sabrá; no vaya usted tan aprisa.

-¿Es bonita?

-¿Bonita?... ja, ja... Con esa palabra no se puede pintar su hermosura. La pinto yo diciendo que es lo mismito que una diosa.

-¿Es alta?

-Lo bastante talluda para no ser baja... Ni delgada ni gruesa. Ojos como luceros, facciones perfectas, boca tan linda cuando calla como cuando habla; blancura que deslumbra; pechos, manos y pies en proporción. Todo es proporción en esa criatura, y por esa igualdad en todas sus partes, incluso en las que tocan al alma, digo que es mujer única... No hay otra como ella».

Oído esto, estalló dentro de mi un súbito incendio, pasión fulminante que me hizo saltar de la silla, y plantándome frente a Celestina, con altas voces y dramático gesto, le dije: «¿Es que ha venido usted a volverme loco, Celestina, o me toma por un visionario capaz de creer esas patrañas de mujeres diosas y criaturas perfectas?».

Levantose risueña la proxenetes, llevándose la mano a la parte lastimada por los rotos muelles del sofá, y me contestó con estas graves razones: «No he venido a volverle   —101→   loco, señor don Tito, sino a proponerle la felicidad. Por hoy no le digo más; esto ha sido poner los primeros puntos al negocio... Déjeme ir. Hago falta en casa, donde he dejado solo a mi obispito. Tenga paciencia. Otro día seguiremos tratando».

Se fue la pícara con paso ligero. Cuando la vi desaparecer, agarré violentamente a Ido por un brazo y le dije: «Esa mujer que sale de casa, ¿es en realidad de verdad Celestina Tirado, o una visión, un engaño de mis ojos?

-Esa pájara deshonesta -me contestó con hueca voz mi patrón- es una tal que hace años vivía del comercio de reses femeninas. La conocí siendo manceba de un amigo mío, don Pedro Polo, cura y maestro de párvulos».

Me encerré en mi cuarto, y largo rato estuve dando vueltas en él como una fiera enjaulada. Hallábame en plena rotación cerebral, atormentado por los singulares fenómenos psíquicos que me rodeaban. ¿Cómo explicarme el hecho de que acudieran a mí sinfín de pretendientes, creyéndome poseedor de influencia omnímoda? Y si esto no tenía sentido común, ¿qué debía yo pensar del loco altruismo con que yo me brindaba graciosamente a sostener y apoyar tales pretensiones? Pues luego venía lo más inaudito, lo verdaderamente milagroso, y era que todos los postulantes obtenían lo que solicitaban, resultando que mi supuesto influjo y poder eran en la realidad verdaderos, sin que   —102→   yo hiciera gestión alguna ni de ello me cuidara. Cuantos confiaron ciegamente en mi soñado favoritismo fueron después a darme las gracias. ¿Qué significaba esto, Señor? ¿Era yo, sin saberlo, un genio benéfico, o actuaba por mí la mano de algún numen recóndito? Y de aquella mujer cuya belleza igualaba a la de las diosas, ¿qué debía yo pensar? ¿Y cómo siendo perfecta de cuerpo y alma solicitaba por tan baja tercería mi valimiento y mi amor?

El giro mental de estas ideas en mi caldeado cacumen fue decreciendo en velocidad a medida que se gastaba el inicial impulso que le dio movimiento. Al parar de la rueda invadió mi ser una fría calma que me trajo todos los resortes de la lógica, y arrojándome en mi lecho razoné de esta suerte mi estado anímico: «En este mundo, que no sé qué mundo es, vivimos rodeados de espíritus benéficos o maléficos que dirigen nuestros actos, estimulan nuestras pasiones, y vienen a ser como una proyección sobrenatural de nosotros mismos. A las veces, no nos dejan hacer lo que queremos; a las veces, hacen ellos lo que nosotros deseamos. Ellos son nosotros, y lo que llamamos nuestro yo es el yo infinito de todos y de cada uno de ellos... Esta es la fija, Tito, y mientras las cosas vengan por el lado benigno y placentero, déjate llevar». Puse término a tales meditaciones afirmando que era imposible distinguir mi conciencia de la conciencia universal.

  —103→  

Meciéndome en el columpio de estas ondulantes filosofías, empalmé las horas del 11 con las del 12 de Junio, hasta que me sacó de mi éxtasis un recado de Nicolás Estévanez, que habiendo cambiado el bastón de Gobernador Civil por la cartera de Guerra, me llamaba al Palacio de Buenavista. Por ocupaciones perentorias en mi oficina de Gobernación tardé dos días en visitar a mi grande amigo. Cuando fui a verle, advertí desde que nos saludamos que en el nuevo y peliagudo cargo no había perdido el hombre su simpática jovialidad, contenida siempre dentro de la discreción y el buen gusto. Después de reiterarle mis felicitaciones, díjele que todos esperábamos grandes cosas de su iniciativa en Guerra, y él me contestó con buena sombra: «¡Pero hijo mío, si he venido precisamente a no hacer nada! Así me lo dijo Castelar cuando quisieron traerme a este beaterio. Bastante trabajo será defenderme de los enemigos que me han salido desde que vine a Guerra. El General Socías, que nos ha querido obsequiar con un golpecito de Estado, anda celoso porque no le dieron esta cartera, que según dice le corresponde.

-De don Fernando Pierrad, Subsecretario y Ministro interino, se dijo que no le daría a usted posesión como no se la pidiese a tiros.

-No hay tal. Enteramente solo vine a tomar posesión, y Pierrad me hizo entrega del cargo de una manera correctísima. Se miente mucho. El público apetece el folletín histórico. Quiere sangre, jarana, duelos, motines,   —104→   y nosotros tratamos de ir escapando sin darle nada de eso. Nuestra República, recién nacida y un poquito enclenque por haber venido al mundo antes de tiempo con auxilio de comadrones inexpertos, requiere cuidados exquisitos. Resulta que la Madre España no puede darle la teta; su leche es escasa y mala. ¿Le daremos biberón? ¿Podrá ser amamantada por una loba como Rómulo y Remo? Yo, si me dejaran, iría a los desiertos de África en busca de una buena leona tetuda, rolliza y feroz, que nos criase a la Niña... Pero no están los tiempos para bromas, Tito, y aunque aquí no debo hacer nada, me paso el día firmando...».

Entró el Coronel Carrafa, Subsecretario, amigo íntimo del Ministro; entraron otros jefes cargados de papeles, y yo me arrimé a los cristales de un balcón y me distraje mirando los árboles del parque. Ya comprenderéis que desde mi entrevista con la Tirado, mi pensamiento se escapaba a cada instante en persecución de la imagen de aquella hembra misteriosa, que me pedía protección ofreciéndome sus divinos pedazos. Ante los amenos jardines, y el trozo de caserío, y el grande espacio de cielo que veía desde el balcón de Buenavista, hice a Celestina Tirado esta ardorosa pregunta: «¿Pero cuándo he de saber el nombre y condición de esa diosa?». Y algo más pregunté a la maldita corredora: «¿Es casada, es viuda o soltera?».

La Celestina con quien yo hablaba era una nube, cuyos bordes reproducían el perfil aquilino   —105→   de la Tirado. Naturalmente, la nube no me contestó, y continuaba fija sobre la torre y veleta del palacio de Alcañices. Terminado el despacho, me dijo el Ministro que en el Gobierno Civil había dejado firmada la credencial para Serafín de San José, añadiendo que su mayor gusto era complacerme en todo, pues me tenía por uno de sus amigos más leales...

No necesito indicar que salí muy satisfecho de la visita... Aquella noche y al día siguiente, en el café, en la calle y en algún sitio de recreo, no cesé de recibir expresiones de gratitud y ofertas de recompensar mi favor con cuantos servicios pudieran prestarme los agradecidos. Sebo, Alberique y otros muchos, paisanos, militares, curas y aun diputados del montón, excitaron en mí de una manera loca lo que don Basilio llamaba el fanatismo del yo... Al retirarme a casa, ya muy tarde, sentí en mi alma el retroceso del entusiasmo vanidosillo creado por éxitos tan fabulosos: «Guarda, Tito -me dije-, y no te deslumbres hasta ver en qué para esto».

Cavilando a toda hora en los manejos de aquellos vagorosos espíritus que me favorecían con su amistad, pasé lo restante del mes de Junio, entre San Antonio y San Pedro. No fueron para mí muy divertidos aquellos días, los mayores del año y los que más inducen al placer de vivir. Mientras mis convecinos reían, yo rabiaba. Cuantas veces intenté obtener de Celestina concretas noticias de la dama que conmigo quería entenderse, quedé   —106→   defraudado. A mi anhelo de saber el nombre de mi bella incógnita no quiso dar satisfacción, alegando razones que más bien eran ridículos pretextos. ¡Por la cornamenta de Luzbel, ya me estaba cargando la mensajera de amores! ¿Se divertía conmigo mostrándome una piedra preciosa y apartándola de mi mano cuando yo quería cogerla?

De estas ansias mías, entremezcladas con lentas horas de tedio, me consolaba asistiendo a las sesiones de Cortes, más que por gusto mío, por ayudar a unos buenos muchachos que hacían el extracto y crónicas parlamentarias para varios periódicos. Presencié la embestida que dio el General Socías a mi amigo Estévanez; si destemplado estuvo el General, el Ministro hizo alarde de una moderación que algunos creyeron excesiva. Oí religiosamente y extracté el discurso de Pi exponiendo el programa de su Gobierno. La síntesis era esta: no podían de ningún modo emprenderse las reformas económicas mientras no estuviera hecha la Constitución Federal a que había de ajustarse el nuevo Presupuesto; las políticas de más trascendencia serían consignadas en la Constitución; mas era necesario ir derechos a separar la Iglesia del Estado, establecer la enseñanza gratuita y obligatoria, reorganizar el régimen colonial y abolir la esclavitud en Cuba. Respecto a cuestiones sociales afirmó la necesidad de implantar las mejoras ya realizadas en otros países, y las que fueran necesarias para proteger a las mujeres, regular el trabajo de los niños y vender   —107→   los bienes nacionales en beneficio de los proletarios.

No fue del agrado de los Intransigentes esta última parte del discurso de Pi, y el Marqués de Albaida no se mordió la lengua para mostrar su enojo, añadiendo que ya desconfiaba de las Constituyentes y que se iba a su casa. Por segunda o tercera vez le oí su familiar alegación contra el cuarto del cartero, el estanco del tabaco, la Lotería, los Aranceles judiciales y los Consumos... Las Cortes eligieron Presidente a Salmerón. No estaba yo aquel día para discursos, y antes de que acabara el suyo don Nicolás, salí pitando hacia la calle de San Leonardo, con el alevoso pensamiento de estrangular a Celestina si no me decía... ¡Y con qué mala pata llegué, Señor!...

El pobrecito don Hilario estaba gravemente enfermo... Entré; le vi en su lecho, con dos curas por cada lado, que sin duda le hablaban de la deliciosa eternidad que en el Cielo se le tenía dispuesta... Aprovechando un momento propicio, saqué a Celestina al pasillo y le dije: «Estoy en ascuas. Vengo a que me diga usted de una vez...

-¡Por la gloria de este santo varón, señor don Tito! -replicó con acento lacrimoso-. ¿Le parece que estoy yo ahora para tratar de cosas tan mundanas, tocantes al deleite, como quien dice?

-Una palabra no más, Celestina. ¿Es casada, viuda o soltera?

-¡Dale con el melindre, dale con que si le sobra o le falta! De esta boca pecadora no   —108→   quiere salirme la respuesta, porque tengo el pensamiento en Dios y en el alma de ese venturado que ya quiere subir a la Gloria... ¡Ay, Gloria, para mí te deseo!... Hoy le traeremos a Su Divina Majestad, y en esta hora solene no está una para que le hablen de pecados ni de...». No acabó la frase. Llamada con fuerte voz por uno de los clérigos, corrió a la estancia... Comprendiendo la inoportunidad de mi visita, presuroso cogí la calle.

Las sesiones parlamentarias me proporcionaron en días sucesivos no pocos ratos de interés. Los Intransigentes armaban grescas cada martes y cada lunes. Una tarde leyó el diputado Bernardo García un pasquín o cartelón que los federales del bronce habían fijado en las puertas de los Clubs y en muchas esquinas. El cartel decía: «Pueblo Soberano: la República peligra. Los diputados de las Constituyentes no tienen valor cívico ni abnegación patriótica para salvar a España. Si hoy mismo no se forma un Gobierno valiente ¡salva tú a la Patria, Pueblo Soberano!». Protestas, apóstrofes duros y espantable chillería.

Días adelante, después de diferentes controversias enconadísimas, de un gran discurso de Pi planteando a las Cortes la cuestión de confianza, de otro discurso de Castelar, de un conato de crisis, y de veinte mil desazones y trapatiestas, los diputados Armentia, Echevarría, Olave, Taillet y otros que no recuerdo, se subieron a las barbas de don Francisco Pi, proponiendo a las Cortes que se declarasen   —109→   en Convención Nacional, y eligieran de su seno un Comité de Salud Pública. Esta proposición fue desechada, y los Intransigentes presentaron luego otra y otras.

Hastiado de tanto delirar, me volví a lo mío, y lo mío fue que, según informes que tuve la víspera de San Pedro, don Hilario no se murió del grave arrechucho que parecía definitivo pasaporte para recibir el premio de sus virtudes y de sus facultades procreadoras... Acudí allá, y me le encontré sentadito en su cama, risueño, vividor, jugando con dos gatines muy monos... Corrí a la cocina, donde estaba el ama de gobierno machacando en el almirez. Llegar a su lado y espetarle mis preguntas, fue obra de segundos. Y ella, machaca que machaca, me dijo con retintín: «Sí, sí; contenta tiene usted a la señora».




ArribaAbajo- X -

Mi perplejidad al oír la frase de Celestina duró segundos no más. Luego la emprendí con ella en esta forma: «¿Qué es eso, se burla usted de mí? Pues sepa que no lo aguanto. Ándese con cuidado, que tengo mal genio.

-¡En buena ocasión viene usted con sus rabietas! -me dijo secamente, poniéndose en jarras-. ¿Le parece al don Fuguilla que está una para incomodarse y para reñir en un día como este? Sepa el cascarrabias que hoy,   —110→   para celebrar la mejoría de mi santo señor, he ido a confesar y he tomado la comunión. Conque pocas bromas, amigo. No se me hable hoy de nada que me encienda la cólera, ni de nada que tenga olor de pecados. Ya, cuando le vi entrar, cometí sin pensarlo un pecadillo de habladuría al soltar el chisme de que la señora... tal y qué sé yo...

-Me dio usted a entender que estaba descontenta de mí.

-Pues con toda mi alma en la boca y con toda la limpieza que hoy, gracias a Dios, llevo en mi conciencia, le digo al pequeño don Tito que la señora tiene ya noticia de sus trapicheos con María de la Cabeza, la Felipa, la Lucrecia, la de Durango, esta otra que vende cajas de muertos, la Obdulia, y eche usted céteras y céteras... En todo esto no ve la señora más que el melindre de usted y su fuego natural. Por lo que no pasa es porque sea usted, como le han dicho, un hombre de creencias ateístas, o verbigracia, anticatólicas. Si quiere usted agradar a la señora, váyase a misa todos los días, que ella lo sabrá, sin que nadie se lo cuente, por los duendes angélicos...».

Me entró tal arrebato que agarré la tabla de picar carne, y a punto estuve de estampársela en la cabeza... Afortunadamente me contuve a tiempo. Valía más tomarlo a risa; tales desatinos no merecían mi cólera.

«Hoy no está usted en sus cabales, Celestina -le dije-. La santidad, tomada en ciertos días a grandes tragos, como hace usted,   —111→   suele subirse a la cabeza. Me voy, no sin advertirle que como siga usted burlándose de mí ya le ajustaré las cuentas». Desde la cocina a la puerta saludé a dos curas que entraban, y oí la voz cascada de don Hilario cantando Alleluia, Alleluia...

De este arrechucho me alivió el desastre del Ministerio, que fue como si cayera de manos de un niño la caja de juguetes de barro, rodando por el suelo las figuras desportilladas. No me causaba pena Estévanez, pues bien conocía yo sus ganas de soltar la carga, ni José Fernando González, hombre de gran mérito que habría hecho mucho si le dejaran mimbres y tiempo; sentí la catástrofe por el insignificante, honrado y candoroso Ladico, que pasó por Hacienda sin pena ni gloria. A ese buen señor, por cuatro palabras que dijo una tarde en el banco azul, le arreé un desmesurado bombo en las Crónicas que yo hacía para no sé qué periódico. Quedó el hombre tan agradecido, que me buscó en los pasillos de la Cámara, hizo que me presentaran a él, y me dio las gracias con extremadas demostraciones de amistad. No es necesario decir que despachó favorablemente todas las recomendaciones que mis espíritus familiares le hacían en nombre mío...

Del origen de su candidatura para Ministro se contaron cosas chuscas. Vagaba el hombre, solitario, por el Salón de Conferencias, acordándose de su patria lejana (Mahón) y de su establecimiento comercial,   —112→   cuando llegó un amigo y le soltó esta bomba: «Ladico; acaban de elegirle a usted para la Cartera de Hacienda». Por de pronto no dio crédito a lo que oía; mas cuando se persuadió de que era cierto, la sorpresa le tuvo suspenso y mudo largo rato... Su primer cuidado fue poner un telegrama a su esposa, y al día siguiente, un mallorquín amigo de la familia recibió otro despacho concebido en estos términos: «Estoy en una ansiedad muy grande. Dígame si mi marido se ha vuelto loco. Me asegura que le han hecho Ministro de Hacienda». Era don Teodoro Ladico un buen hombre, sencillo y modesto; entendía de negocios, y manejaba los libros de contabilidad como experto comerciante.

La salida de Benot fue ciertamente lamentable. Varón recto y de poderosas iniciativas, de seguir en Fomento hubiera hecho mucho más que las Leyes regularizando el trabajo de las mujeres y los niños, y la creación del Instituto Geográfico y Estadístico... Ved ahora la lista de las nuevas figuras con que Pi y Margall sustituyó a las que habían rodado por el suelo: Maisonnave 2, Estado; Gil Berges, Gracia y Justicia; General González, Guerra; Pérez Costales, Fomento; Carvajal, Hacienda; Súñer y Capdevila, Ultramar. El único que quedó del Gobierno anterior fue Anrich, Ministro de Marina, el cual, poco después, tuvo a bien pasarse a los carlistas. El programa de Pi y Margall, al presentar a las Cortes el nuevo Gabinete, se condensaba en estas dos palabras: Orden, Gobierno.

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Aterrado por el crecimiento de la insurrección carlista, el Gobierno solicitó el asenso de las Cortes para tomar desde luego todas las medidas extraordinarias que exigiese la gravísima dolencia de la Nación. Sólo halló resistencias en el grupo de los Intransigentes, que ante la idea de ver suspendidas las garantías constitucionales, pusieron el grito en el cielo, acusando a Pi de atentar contra la Democracia y el principio Federal.

En las enconadas discusiones que con este motivo se produjeron, tuvo el Gobierno un brioso refuerzo con la súbita presencia en Madrid del diputado Antonio Orense, hijo del Marqués de Albaida. Se daba el caso extraordinario de que este noble anciano acaudillase el grupo más demagógico de la Cámara, y el hijo, mozo y muy baqueteado ya en la política y en la guerra, fuese uno de los gubernamentales más convencidos y discretos. En la guerra franco-prusiana batalló en la legión de garibaldinos. Ya proclamada la República en España, organizó un batallón para combatir a los carlistas, y en esta campaña tuvo ocasión de apreciar hechos mil de que eran responsables los Intransigentes por su conducta ante la indisciplina militar.

Fuerte con los datos que le dio la realidad por él observada, Antonio Orense refirió casos vergonzosos, y revolviéndose contra los federales fanáticos arrojó sobre ellos estas tremendas acusaciones: «La Patria se pierde; se pierde también la República. ¿Sabéis por qué? Porque habéis venido a demostrar que cuando   —114→   aquí reinaban los Borbones nadie se atrevió a levantar la cabeza, y todos eran siervos humildes, mientras ahora que se nos ha dado la República, todos se atreven a insurreccionarse. ¡Ya sé yo que si estuviéramos bajo el yugo oprobioso de las dominaciones Borbónicas, no tendríamos tantos héroes de barricada!».

Trinaron y tronaron los Intransigentes con agrias y roncas voces; mas la filípica de Antonio Orense llevó la persuasión a todos los diputados, menos al padre del orador y a la partida de locos furiosos que le tenía por jefe y profeta. El que más alborotaba con la palabra y con el gesto era Casalduero, diputado por Brihuega. Entre los más inteligentes debo señalar a Díaz Quintero y a Ramón Cala, ambos amigos míos. Tal vehemencia y furor empleaban en su acción parlamentaria, que los que no les conocían juzgábanles como hombres atrabiliarios y feroces, absolutamente intratables en sociedad. Nada menos cierto. Tanto Quintero como Cala eran fuera de la política caracteres de dulce trato, fáciles a la amistad, esquivos para todo lo que no fuera correcto y digno. Detrás de sus vociferaciones no lució nunca la menor chispa de ambición. Mantuviéronse incorruptibles en toda su vida política: ni por nada ni por nadie cedían un ápice de su intransigencia huraña. De ellos decía Nicolás Estévanez que eran los energúmenos más angelicales que había conocido.

En tanto, los Voluntarios de la República,   —115→   vistiendo de continuo innecesariamente el uniforme, se paseaban por Madrid arrastrando los sables, y sin que nadie los llamara se metían en el Congreso a pasar la tarde, como si aquello fuera un Casino. Por no sé qué inconveniencia del Gobernador civil don Juan Hidalgo se armó recia trapisonda en las Cortes. Vino luego la votación definitiva del Proyecto de Ley que el Gobierno creía indispensable para dominar la guerra carlista. Terminado el acto, pidió la palabra con solemnidad pontifical el Marqués de Albaida, y habló así: «Me levanto únicamente a decir que, visto lo que sanciona esta Cámara y la conducta del Gobierno, la minoría se retira de estos bancos». Los diputados vieron con más jovialidad que indignación el éxodo aparatoso de treinta señores, precedidos por el honrado patriarca de la Intransigencia don José María Orense.

El mandadero de las Servitas de la calle de San Leonardo, Cástulo Verdugo, consuegro de Celestina, me trajo una mañana la noticia de que había muerto a media noche el santo varón don Hilario de la Peña... El pobrecito cura había pasado tranquilo la prima noche, acompañado de sus amigos los clérigos de la vecina parroquia. De pronto le entró comezón de risa, ganas de juego; pidió que le llevaran los gatitos, metidos dentro de su bonete. Luego le dio por llorar. Atribulada, Celestina le hizo el dúo, y los sacerdotes amigos rezaron quedito. Uno de ellos, don Mariano Medialdea, varón docto, perito en muertes,   —116→   anunció que su querido amigo llegaría dentro de pocos instantes a la presencia del Señor. En efecto, tranquila y dulce fue la agonía del cura venerado y amable que supo cumplir sus deberes, y si se excedió generosa y humanamente en el amor, no dio jamás entrada en su alma grande a ninguna clase de rencores.

Sin alteración intensa en la faz, risueña la boca, fatigoso el aliento, pronunciando retazos de locuciones infantiles y truncadas palabras de indescifrable sentido; haciendo caricias con inquietos dedos a las cabezas y patitas de los graciosos gatines, fue resbalando hacia la negra divisoria entre la vida terrena y la eternidad... Cuando le trajeron la Extremaunción, que recibió sin enterarse de ello, los buenos amigos sacerdotes juzgaron decoroso retirar de las manos del moribundo los mininos, que tanto en sus últimos días le divirtieron y embelesaron... Momentos antes de expirar se vio que los dedos trémulos arañaban la sábana, requiriendo su juguete... Don Mariano Medialdea le acercó uno de los animalitos, y en la última vibración muscular de los dedos yertos de don Hilario quedó prendida la blanda oreja del micho travieso... Oyose un leve mayido, y... Requiescat.

Como no podía ir al entierro porque en la oficina se nos había ordenado asistencia puntual, visité antes de las dos la casa mortuoria. En la biblioteca, convertida en capilla ardiente, yacía el difunto don Hilario vestido con lujosa ropa sacerdotal. Su rostro expresaba   —117→   el infinito sosiego del sueño de un hombre justo. Las llamas oscilantes de la doble hilera de hachones repartían su triste claridad entre el varón muerto y las innumerables personas que lo velaban. Conté como unas veinte mujeres enlutadas, luctuosas; algunas, jóvenes y bonitas, otras, adolescentes, casi niñas. Entre ellas vi, sentados o de rodillas, unos cuantos hombres de cierta edad, y mocetones guapos, acompañados de algunos pequeñuelos.

Todo esto lo contemplé silencioso desde la puerta, pues no quise internarme en la biblioteca por no turbar el tranquilo dolor de aquella buena gente. Cerca y de espaldas a mí estaba una mujer que al ponerse en pie mostró un cuerpo esbeltísimo, perfecto, de una proporción exquisita... No pude ver más. La hermosa figura, cuyo rostro me era desconocido, avanzó internándose, y desapareció al otro lado de la cama imperial. En esto salió Celestina, lacrimosa, afilada la nariz y afiladas todas las facciones de tanto llorar. Retirándonos al pasillo hablamos un momento:

ELLA.-  ¡Qué desdicha, don Tito! Aunque hace días lo veíamos venir, yo no tengo consuelo. Créame usted, era un santo.

YO.-  Un santo, sí. Ahora se aprecia todo el bien que hizo. La casa está llena de gente agradecida y piadosa.

ELLA.-  Todos los que usted ve son familia del señor.

YO.-  Ya está claro, Celestina. Por familia   —118→   se entiende los hijos y las hijas del patriarca que ha fenecido anoche.

ELLA.-  No he dicho hijos mismamente... mas tampoco negaré que lo sean los más y las más que aquí se ven. Y, en fin, sea lo que fuere, yo vuelvo a decir que era y es un santo. Muchos de los que están en los altares no sirven para descalzarle el zapato.

YO.-  Estamos de acuerdo. Yo también digo que...

ELLA.-  Basta ya, que no es ocasión de habladurías... Váyase a su Ministerio, y no falte al funeral, que será lucidísimo. Mañana habrá misas en San Marcos. Véngase.

Allá me fui tempranito, no precisamente movido del deseo de sacar pronto del purgatorio el alma de don Hilario (pues si este era un santo, los sufragios holgaban), sino más bien cediendo a la irresistible atracción de un interés profano. Entré en la parroquia. En diferentes capillas se celebraban oficios de difuntos. Reconocí los que me interesaban por la asistencia de algunas personas que había visto el anterior día en la casa mortuoria. No cesaba yo de atisbar las mujeres vestidas de negro, arrodilladas de espaldas a mí. La escasa luz del templo no favorecía mis investigaciones. Por fin, se aclaró el recinto. El sol vino en mi ayuda despejando el cielo y metiendo rayos de luz por los altos ventanales... Allí estaba: era ella, la figura estatuaria que vi en la cámara ardiente. No podía ser otra. Adquirí la certeza cuando se puso en pie terminadas las misas. Aguardé   —119→   ansioso la salida para poder verla de frente; pero tardó un rato, porque se puso a charlar con otra señora; luego se agregaron dos niñas y un monaguillo.

Cuando observé que el grupo parecía próximo a disolverse tomé posiciones, calculé distancias para coger al paso a la incógnita y aún no bien vista belleza... Llegó el momento. La ideal figura enlutada describió una suave curva para recorrer el camino desde la capilla a la puerta de la calle. ¡Ay de mí! Cuantas perfecciones había forjado mi fantasía pensando en ella, resultaron desvirtuadas por la realidad. ¡Qué asombro de mujer! Como dijo Celestina, el secreto de su extraordinaria belleza era la extraordinaria proporción.

Presa de un vértigo de galantería, de cariño, fui andando junto a ella, y luego me adelanté algunos pasos para poder ofrecerle agua bendita. En este acto quise poner tanta finura como respeto, y me resultó la comunicación más espiritual y ultraterrena que yo pudiera soñar. Tomó ella el agua, y se cruzó la frente con la cabritilla negra que forraba sus dedos. No puedo asegurar que me miró. Con una ligera inclinación de cabeza diome las gracias. Cuando abrí la puerta del cancel para que saliera, llevose a la boca el devocionario, como queriendo ocultar una leve sonrisa con que se dignaba obsequiarme. Fue una chispa de luz caída del cielo a la tierra.

Salí tras ella y la seguí con ojos ávidos.   —120→   ¡Qué talle, qué manos y pies! ¡Qué discretas anchuras donde la naturaleza, no el indumento, las ponía! ¡Qué cabeza, qué andares, qué aire de diosa!... Aceché su paso por la acera de enfrente, sospechando que volvería el rostro para mirarme. Me equivoqué... Al verla doblar la esquina de la calle de San Bernardino, metime de nuevo en la iglesia. Todo mi anhelo era apoderarme de Celestina Tirado, que charlaba con el sacristán y unas viejas santurronas. Esperé un ratito... le eché la zarpa. Olvidado del respeto que a la santidad del lugar debía, la llevé aparte, y con toda la fogosidad de mi alma, le dije: «Ya la he visto. Tenía usted razón. No es mujer; es una diosa.

-Cállese la boca, don Tito -me contestó poniéndose máscara de humildad compungida-. Repare que estamos en la iglesia. ¿Le parece a usted que es este sitio propio para hablar de diosas y embelecos mundanos? Ya que no tiene devoción, tenga recato y respete mi conciencia... que hoy la llevo tapadita con crespones.

-Sólo una cosa le preguntaré, Celestina. ¿Es hija del difunto?

-¡Ay, ay! ¡Por Jesús vivo, no me ruborice, no me hable de hijos, porque hablar de hijos es hablar de pecados! Hasta que pase el novenario, ni en mi pensamiento ni en mi boca hallará usted idea ni palabra que me recuerden aquel oficio... ¡Fuera de mí toda la tercería infame! Quiero ser buena. ¡Señor, déjame ser buena!...».

  —121→  

Creyendo que el aire de la calle disiparía sus escrúpulos la saqué de la iglesia, tirándole de un brazo... En la calle me dijo: «No sea terco... Repito que no sé si es hija o no es hija.

-Las facciones de la dama reproducen las del padre... Lo he visto.

-¡Huy, huy! ¡Vaya con la sarta de pecados que este hombre mundano me quiere restregar en la conciencia!

-Digame una sola cosa. ¿Dónde vive?

-¡Jesús; San José bendito! ¡Ya quiere ir...! No, no; nada sé. Mientras dure el novenario no me llamo Celestina, me llamo andana. Déjeme en paz».

Diciéndolo se metió en su casa, y apretó a correr portal adentro y escaleras arriba. Entré yo detrás de ella, y desde los primeros peldaños la despedí con desaforados gritos: «¡Farsante, hipócrita, corredora del Infierno! Lo que tú callas, Dios o el diablo me lo dirán».



ArribaAbajo- XI -

Desorientado anduve algunos días, sin que mis investigaciones me dieran la luz que deseaba. Envuelta en tinieblas permanecía la dama incógnita, pues ni el sacristán de San Marcos, ni las beatas de la parroquia, ni el mandadero de las Servitas, ni ningún bicho viviente supo señalarme el rastro por donde podía encontrar la hermosa res que se me   —122→   había perdido. Vagas noticias adquirí del testamento de don Hilario. La casa en que este murió pasó a ser propiedad de una doña Leonor Ruiz del Macho, toledana, cincuentona, al parecer sobrina del santo varón. Lo primero que hizo esta buena señora fue plantar en la calle a Celestina Tirado. A otra heredera joven de buen ver, aunque algo paleta, le tocaron dos casas en Toledo y un Cigarral. Los cuantiosos bienes raíces que el cura poseía en los términos de Illescas y Torrijos los repartió entre individuos de ambos sexos y de diferentes edades, cuyo parentesco con el testador no estaba claramente definido.

Aprisionado mi espíritu en el afán de aquel ojeo amoroso, abandoné Cortes, amigos, oficina, para volver de nuevo ante la esfinge sutil, burlona y rufianesca, a quien encontré en la travesía de la Parada, no en su antigua casa (donde subsistía el obrador de zurcidos y enredos, bajo el gobierno de una que llamaban la Bernardona), sino en la taberna de la misma calle, propiedad de su hermano Ginés Tirado. Sorprendiome ver a la mala hembra despojada ya de su traje de luto y con un pañuelo rojo por la cabeza. Junto a un velador tabernario, en compañía de otra mujer y de un cochero de punto, charlaba entre vasos de cerveza y caña. Al verme llegar, sus contertulios dejaron libres las dos banquetas. En una me senté yo, y entablé con Celestina este diálogo vivo:

«Terminado el novenario -le dije-, ya   —123→   puede usted abrir la boca y no tenerme en el aire, como el zancarrón de Mahoma.

-¡Ay don Tito de mi alma! -exclamó echando un gran suspiro que trajo a mi nariz vapores vinosos-. No puede usted hacerse cargo de la pena que me ahoga. Figúrese... El señor que está en gloria, y yo se la deseo por toda la eternidad, no se ha portado con esta fiel cristiana como era debido. Por los servicios que le presté, cuidándole con tanto mimo como lo hubiera hecho con los hijos de mis entrañas, esperaba yo que lo menos, lo menos que podía dejarme era un par de Cigarrales de los cuatro que en Toledo poseía y que, según dicen malas lenguas, los afanó de una vieja ricacha con quien tuvo que ver... ¡Ay, Dios mío! Mi congoja y amargura por esta ingratitud y esta desconsideración son tales, don Tito, que me paso los días llorando y rabiando, y no encuentro mejor alivio de este sofoco que un par de copitas por mañana y tarde, y de añadidura unos traguitos de caña, que le recomiendo si tiene pesares y rencorcillos que ahogar... Pues verá... Por todos mis trabajos y sacrificios, por todas las porquerías que le limpiaba... y hay que ver, don Tito, lo que es un viejo con los muelles flojos... por la honradez mía en el gobierno de la casa y demás, me ha dejado, ¡pásmese usted!, la cochinada de cuatro mil reales. Cuando lo supe me volé; eché de mi cuerpo el luto; no he vuelto a pisar la casa, ni la parroquia, ni el convento de las monjitas... que son unas bribonas, para que usted   —124→   lo sepa... pues cuando ya estaba el pobre señor con una pata en el sarcófago, por medio del capellán, que es otro pillastre, le sacaron un legado de diez mil duros. ¿Qué le parece? ¡Oh mundo falaz, mundo hipócrita y contraproducente!

-Por lo que voy viendo, Celestina, le ha resultado a usted fallido el cambiar el corretaje de amores por la vida beata.

-Lo hice no más que por casar a la niña, bien lo sabe Dios. Don Hilario fue el que me metió en cristiandad. Me escarabajeaba la conciencia, fui a confesarme con él, y me catequizó. La verdad, no me pesa haber dado a mi alma un limpión general con el zorro y plumero de tanto rezo y tanta penitencia. Pero ya no más. Casé a la niña. Gracias a usted que me colocó a Pepito, ya están los dos como dos ángeles, comiendo de la leña y de los pastos de La Granja. ¡Dios se lo premiará a usted, don Tito!... Y ya hemos hablado bastante de lo mío... Ahora, usted dirá.

-Debe comprender que estoy loco, Celestina. Me tiene usted en horrible incertidumbre, sin contestar a nada de lo que le pregunté.

-Pues ahora ¡ay qué pena! no puedo decirle nada que sea de su gusto. Le ofrecí lo que sabe porque en aquellos días creía tenerlo en mi mano pecadora. Ya no lo está, don Tito; ya se nos ha escapado la diosa.

-Explíqueme eso, yo se lo suplico. Empiezo por no saber el nombre de...

  —125→  

-La llaman Floriana... ¿Tiene usted noticia de una señora gorda que ha heredado la casa del difunto cura y vive ya en ella, una tal doña Leonor Ruiz del Macho? Pues esa, que fue ama de don Hilario a poco de cantar misa, y después tuvo que ver con un canónigo de Toledo, otro de Ciudad Real y con varios figurones de Madrid, dedicándose ya vieja a parear corazones por todo lo alto, ha colocado a Floriana con un señor muy rico, carcunda él y Mayordomo del Alumbrado y Vela».

Quedé pasmado, no muy convencido de la veracidad de lo que aquella pícara y rencorosa mujer me decía. Necesitaba más explicaciones. ¿Dónde vivía Floriana? Vaciló un rato Celestina y apuró despacio medio chico de vino, como si se tomara tiempo para encontrar la respuesta. Por fin, estirando el concepto, me dijo: «Dónde vivía puedo decirle; dónde vive no. Pero antes ha de saber usted una circunstancia que se me había olvidado: Floriana es maestra de escuela. Estudió en la Normal con buenas notas y sacó título. Diéronle la escuela de niñas de la calle de Rodas. A más del sueldo tenía la pensioncita que le pasaba don Hilario. Hacía vida recogida y honesta, desasnando chiquillas. Alguna vez me mandaba allá mi amo a llevarle la pensión y algún regalito. Era su hija según decían. Yo no lo aseguro, porque la madre, una marquesa viuda y guapa de alto copete, amiga espiritual del curita, se divertía también con un caballero   —126→   muy elegante, diplomático y qué sé yo qué... Una de las veces que fui a ver a Floriana de parte de mi señor, me habló de usted con mucho retintín. Por ella supe que es usted el hombre de más poder en la política y el de mayor metimiento en los despachos de todos los Ministros. Luego me dijo: «Si yo conociera a ese señor, le pediría que hablase por mí en Fomento para que me dieran colocación en un colegio de los buenos...».

-Acabe usted, Celestina. Esa vida laboriosa y modesta, que tiene para mí mayores encantos que la hermosura, ¿ha terminado ya?

-Sí, señor; antes de que muriera don Hilario, voló la pájara. De ello no me pida usted cuentas a mí, sino a esa doña Leonor, que es una tal y una cual.

-Según eso, ¿ya no encontraré a Floriana en la calle de Rodas?

-Búsquela usted en algún palaciote o en un principal de mucho lujo, con la mar de balcones a la calle».

Aturdido y meditabundo, me anegaba en un mar de pensamientos melancólicos. En buena parte del cuento de Celestina advertí color y acento de verdad; pero algo había que me pareció mentiroso. Sospechaba que no fue doña Leonor, sino la propia Celestina, quien hizo el negocio de tercería con el caballero beato. Silencioso clavé en ella una mirada inquisitiva, y con el pensamiento le dije: «Yo sabré la verdad, hembra satánica, y si me has engañado me lo pagarás con tu vida».

  —127→  

Dos días invertí en indagaciones que creía precisas antes de abocarme nuevamente con la sagaz Tirado. En la escuela de la calle de Rodas no encontré más que albañiles, porque estaba el edificio en obra, y en vacaciones la maestra y las niñas. Nadie me dio razón de Floriana. Recorrí las calles inmediatas Peña de Francia, Santiago el Verde y Huerta del Bayo, interrogando a las porteras donde las había, o pegando la hebra con las mujeres que tomaban la fresca en las aceras de sombra, rodeadas de sus chiquillos. Entre tantas comadres parleras encontré algunas que me dieron noticias de una maestra muy guapa que regentó la escuela del barrio. Faltábame saber a dónde se había ido la profesora bonita, y sobre esto, los informes eran tan vagos como contradictorios. Aquí me dijeron que había pasado a otra escuela, en Maravillas; allá, que había heredado algunos miles y estaba en tierra de Toledo; acullá que, asediada por los novios impertinentes que acudían como moscas a la miel de su hermosura, se había metido monja...

Con estos elementos anecdóticos me personé a prima noche en la taberna de Ginés Tirado. La concurrencia de parroquianos era extraordinaria. Celestina no estaba; pero su hermano, asegurándome que bajaría pronto, me llevó a una mesa desocupada, en el ángulo más obscuro del establecimiento. Entre los concurrentes reconocí a muchos con quienes hice conocimiento y breve amistad en la jornada bullanguera del 23 de Abril. Allí charlaban   —128→   y bebían Antonio Merino, profesor de esgrima, Cerrudo, maestro de obras, Botija, corredor de vinos, Vicente Morata, cajista, Perico el de los Mostenses, y otros que sólo conocía de vista.

Cerca de mí, un sujeto leía en alta voz, en ruedo de bebedores, el folleto de Roque Barcia El Papado ante Jesucristo, escrito en conceptos bíblicos que eran la forma usual de aquel desatinado evangelista. Comentaban los oyentes con risas o alabanzas las frases de latiguillo que eran la salsa del folleto. Al terminar la lectura, el vocero de don Roque se fijó en mí, y acudiendo a saludarme, me dijo: «Amigo don Tito, dispénseme, no le había visto. Estaba leyendo a estos señores la más grandiosa filípica que se ha escrito contra la Curia Romana. Usted la conocerá.

-Sí, sí; me la sé de memoria -contesté yo, y al decirlo recordé en él a uno de los Maestros Masones con quienes tomé café en el de las Columnas, la tarde que hice conocimiento con Candelaria. Era el que en Masonería llevaba el nombre simbólico de Licurgo. Sentándose junto a mí sacó un fajo de folletos, y alargome uno con estas corteses palabras: «Tengo el gusto de ofrecer a usted el que acaba de imprimirse, y aún no se ha puesto a la venta. Es precioso, interesantísimo. Vea usted qué título: ¿Quieres oír, pueblo? o La cabeza de Barba Azul».

Cogí yo el papelejo, y dando a Licurgo gracias expresivas, le prometí leerlo inmediatamente, pues me agradaba sobremanera la   —129→   prosa hebraica del nuevo profeta don Roque. No seguimos porque tuve la suerte de que la entrada súbita de Celestina cortase un coloquio que no podía serme agradable. El tábano de Licurgo se fue, zumbando de mesa en mesa, hasta llegar a una donde se apiñaba el grupo más ruidoso de la patriotería del barrio. Solo ante mi corredora, me faltó tiempo para desembuchar lo que tenía que decirle. En efecto, Floriana no vivía ya en la calle de Rodas. Respecto a la ausencia de la linda moza daban las vecinas distintas explicaciones. Ninguna indicó que se hubiera liado con un ricacho carcunda.

«¿Qué tengo yo que ver con las habladurías de aquel barrio, que es el mentidero de la tía Cotilla? -respondió la Tirado, tomando el primer sorbo de un medio chico del blanco de Méntrida-. Créame a mí, y siga el consejo que le voy a dar: Desaparte ya su pensamiento de esa mujer, que no será para usted como no ponga toda su influencia con el Gobierno para que le caiga el premio gordo de la Lotería. La Floriana es y será siempre gala para hombres ricos. Si ha de seguir usted en su vida modestita y a la pata la llana, con influencia y todo, arréglese ya de asiento con esa doña Calendaria que es mujer barata, pues ella se mantiene con versos, que algunos llaman berzas, se desayuna con periódicos, y se viste con las percalinas amarillas y encarnadas que se usan para colgar los balcones en días de patriotismo».

Oí con desprecio las exhortaciones de la   —130→   liosa mujer, y sintiéndome fatigadísimo y con dolor de cabeza, me retiré a mi casa. Pasé la noche compartiendo mis horas entre el sueño y el delirio, atormentado por visiones de la realidad y espejismos de un mundo ilusorio y fantástico. Dolencia grave del ánimo debo más bien llamar a mi pasión ardiente por aquella mujer, apenas vista, y más adorada cuanto mayor era el espacio entre su persona y mis brazos amantes. En la hermosa Floriana veía yo la cifra y resumen de mi existencia, el reposo definitivo de mis ansias de amor, lanzadas a prueba en mil ocasiones sin hallar nunca la ideal satisfacción de ellas.

Entre los disparates con que me mareó Celestina, brilló con fulgor de relámpago una idea práctica. ¿Por qué no utilizaba yo en provecho propio mi omnímodo poder en la esfera oficial? Si a los demás hacía yo felices, ¿por qué no agenciaba para mí la felicidad de ser rico, que me daría la más fácil solución del problema de amor? Tal fue mi vertiginoso delirio en aquella madrugada. Por más vueltas que daba yo en mi abrasado cerebro a la idea y propósito de traer a mis manos el premio gordo de la Lotería, no hallé la manera y forma de entenderme con mis espíritus familiares para que estos dieran positiva realidad a mi loco ensueño. Cuando las luces del nuevo día despejaron mi cabeza, vi con claridad que mi solo recurso era encomendarme con alma y vida a mis aéreos protectores, y ellos me sacarían de penas, ellos me traerían la   —131→   mujer ideal empleando las divinas artes de su potestad sublime, ultraterrena.

Como en aquellos días no iba yo al Congreso ni parecía por la oficina, apenas pude enterarme de las graves sublevaciones que amenizaron la vida nacional en diferentes provincias. Nicolás Estévanez, única persona que yo visitaba entonces, me contó lo de Málaga que fue, no del tenor, sino del barítono siguiente, como decía en su guasón estilo mi amigo Roberto Robert. Los inquietos federales malagueños, ávidos de campar por sus respetos, rompieron todo lazo con el poder central, declarándose francamente autónomos. Cabeza de la insurrección fue un hombre de más osadía que inteligencia, llamado Eduardo Carvajal, tío del Ministro de Hacienda. Con las armas viejas requisadas en la Ciudad y las que quitaron a los pocos soldados que el Gobierno envió como guarnición de la plaza, se pusieron en pie de guerra. El travieso jefe de aquel movimiento tenía sin duda relaciones más que amistosas en el mundo oficial de Madrid, porque obtuvo de un empleado secundario de Guerra, sin conocimiento del Ministro, una orden para que le entregase cuatro cañones el Parque de Sevilla. Las cosas que entonces se veían en España no se vieron jamás en parte alguna.

Compinchado con amigos de Sevilla se dirigió Eduardo Carvajal a esta ciudad con una partida de mil hombres, entreteniéndose por el camino en cobrar contribuciones y en el merodeo de víveres y caballos. En su marcha   —132→   siguió sublevando pueblos y afanando fondos municipales hasta regresar a Málaga, donde le recibieron con aclamaciones de triunfo. Su primer cuidado fue establecer el Cantón malagueño. No pudo conseguirlo. Quiso entablar negociaciones con el Gobierno, y como este no le hiciera caso, fue a buscar más ancho campo de acción en Cartagena.

Los intransigentes de Sevilla, imitando el ejemplo de sus hermanos de Málaga, se sublevaron atacando con ardor el Parque, del cual sustrajeron las armas inservibles y viejas que allí existían. Fácilmente se sobrepusieron a la escasísima guarnición de la plaza, y proclamaron con gran solemnidad la independencia de la provincia de Sevilla, formando la indispensable y tan acreditada Junta Provisional de Gobierno. Pero los de Utrera no se avenían a depender de Sevilla. Esta mandó contra Utrera una columna que fue rechazada en recio combate, en el cual sufrió cuatrocientas bajas entre muertos y heridos. Por la otra banda, Sanlúcar constituyó también su Cantón, nombrando un Comité de Salud Pública, y Cádiz, donde era alcalde el austero patriota Fermín Salvoechea, hizo lo propio. Siguió ardiendo por toda Andalucía el reguero de pólvora, y Osuna, Antequera, Leja, Granada, proclamaron con solemne desahogo y algarabía su santa independencia.

Aunque de mí os burléis, amados lectores, he de deciros que esta descomposición de la patria, este desorden convulsivo, traían a mi alma un regocijo intenso, porque en mi propio   —133→   ser sentía yo el frenesí de independencia; yo era también obstinado rebelde, y el impulso centrífugo me lanzaba fuera del régimen de mansedumbre y rutinas putrefactas de puro viejas. Yo era también Cantón o quería serlo, fundándolo en el único pacto que mi mente concebía, el trato de amor con la mujer amada.

Érame odioso el pesado matalotaje de leyes que por todas partes nos cercan y aprisionan. Infecto me resultaba el llamado Orden Social, atmósfera demasiado espesa y malsana para mis pulmones. Así, para juzgar los arrebatos facciosos de las ciudades andaluzas, yo ponía mañosamente a un lado la reflexión, y me iba derecho al asunto con mi fantasía sin freno y con el centelleo de la pasión que me abrasaba.

En aquellos días de soledad ensoñadora, mi única placidez era el nocturno ambular por las calles, sin dirección fija. Mis piernas se volvían de acero. Al término de mi excursión no me era fácil decir por dónde había pasado, como no fuera la calle de Rodas y adyacentes, a las que consagraba largo tiempo de mis caminatas. No ponía ya gran atención en los grupos ni en los diálogos, natural expresión de la vida en los lugares de mi tránsito. Más que lo de fuera veía yo lo que en mi interior llevaba, y más que el lenguaje del pueblo me impresionaron, una vez y otra, voces pronunciadas sólo para mis oídos, aliento y susurro de seres invisibles que en torno a mi cabeza revoloteaban.

  —134→  

Una noche, después de dos horas de voltijeo inconsciente por una parte de los barrios bajos y otra parte de los medios, me encontré en una calle que reconocí como la que antaño se llamó de la Inquisición y hogaño de Isabel la Católica. Allí fueron más recias y claras las voces que murmuraban en mis oídos. No podía dudar que los familiares espíritus me decían: «Búscala, búscala... Adelante, pobre Tito». Seguí, seguí... Por la calle del Álamo llegué a la de los Reyes, y como allí sonara de nuevo el Búscala, pensé que mis invisibles amigos querían guiarme a la calle de San Leonardo. Allá me fui como una flecha. Recorrí la calle de arriba abajo y de abajo arriba, deteniéndome varias veces frente a la casa que fue de don Hilario, con la extraña particularidad de que mientras yo contemplaba en éxtasis el edificio, cerrado y sin claridad en sus huecos, las voces misteriosas callaron.

Al ponerme de nuevo en marcha hacia la calle de San Bernardino escuché como un reír gracioso, y luego estas palabras bien claras: «Sigue, Titín enamorado, Titín picaruelo». Obedecí metiéndome en las calles de Juan de Dios y Limón, alentado por las risueñas voces. Sin saber cómo salí al callejón del Cristo y a la calle de Amaniel, y allí mis aéreos tutelares clamaban, con jácara bulliciosa: «Sigue, Tito; que te quemas, que te quemas». Así llegué a la plazuela de las Comendadoras de Santiago, y ante la fachada grandota del convento me paré, mirando primero   —135→   las altas rejas, después la pesada y ostentosa mole de la iglesia. En este punto, las voces que a tal sitio me guiaron resonaban en torno a mis oídos con cháchara de risas, mezcladas de sílabas y modulaciones fugaces. Creí encontrarme dentro de una pajarera.

Pensé que si allí estaba Floriana no sería en calidad de monja, sino de señora de piso, que así llaman a las damas principales que en aquel santo retiro buscan sosegado alojamiento y viven recogidas y libres, pudiendo salir a la calle y comunicarse con el mundo. Tras larga expectación me dominó de tal modo la fatiga que no podía ya con mi alma. Pero como al propio tiempo me sujetaban con invencible atracción aquellos lugares, me senté en uno de los escalones del pórtico. Minutos no más transcurrieron entre sentarme y tenderme a lo largo, apoyando mi cabeza en un gastado sillar... La dureza de mi cama no impidió que me sumergiera en un sueño profundísimo... De aquel sopor me sacaron manos vigorosas, que tirando de mí obligáronme a tomar la vertical... Me vi entre dos guardias de Orden Público. Uno de ellos pronunció alborozado mi nombre. Era Serafín de San José.



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ArribaAbajo- XII -

Dejeme conducir hacia la calle Ancha por mi protegido, a quien vi transformado por el uniforme. De su rostro había desaparecido la expresión famélica, y su mirada y gesto eran de un hombre satisfecho de la vida. Agarrado a su brazo le dije: «Amigo Serafín, el apoyo que te presté espero que me lo pagues ahora con un servicio... fíjate... con un servicio que te agradeceré mientras viva. Quiero que me averigües... fíjate... que me averigües... pero pronto, hoy mismo si puede ser... fíjate en lo que te digo... que me averigües si en el convento de las Comendadoras de Santiago vive una señora de piso, joven y hermosa, que se llama... fíjate... que se llama Floriana».

Observé que Serafín me oía con atención cariñosa mezclada de lástima. Sin duda, juzgando mal lo entrecortado de mis conceptos y la repetición del fíjate, creía que me había sorprendido durmiendo una jumera. Antes que él me revelara su pensamiento, yo me arranqué con estas explicaciones: «No soy bebedor, bien lo sabes. Mi sueño era de cansancio, no de embriaguez. Y si mi habla es un tanto premiosa, atribúyelo a la debilidad de mi estómago y que tengo el caletre un poquito trastornado... porque... fíjate... ¡me pasan unas cosas!... Esta madrugada   —137→   han venido siguiéndome por las calles unos espíritus... espíritus buenos y amables que se interesan por mí...».

Por lo que dije de mi trato con entes invisibles y por lo que antes hablé de mi desfallecimiento, el bueno de Serafín, movido a mayor lástima, me invitó a entrar con él en una excelente buñolería de la calle de la Palma, donde daban chocolate además de café económico. Acepté gustoso, que buena falta me hacía reparar mi desmayado cuerpo. Lo primero que me sorprendió al entrar en el cafetín fue la persona del buñolero, en quien reconocí a Indalecio García (Pajalarga), Miliciano de los que cercaron el palacio de Medinaceli la noche del 23 de Abril y que luego concurrió a nuestra cena y tertulia en la taberna de Juan Niembro. Estuvo el hombre finísimo. Mandó hacer para el guardia y para mí dos chocolates machos, y nos los sirvió con churros exquisitos. La parroquia del establecimiento no era escasa. Vi dos mozas del partido, soñolientas, tres o cuatro chulos aburridos, con altas gorras, y unos trabajadores que tomaban en pie la mañana. Llegaron luego algunos silbantes, trasnochadores de prostíbulos y chirlatas, y empezaron a consumir buñuelos y copas de lo fuerte.

En torno a nuestra mesa se formó un ruedo de habladores en el cual descollaba Pajalarga, no sólo por su estatura sino por su vena oratoria. Era un parlamentario terrible. En los Clubs le rompían a fuerza de tirones la chaqueta, para hacerle callar. Mi presencia   —138→   le alentó a dirigir su voz a las masas, y dando un puñetazo en la mesa, tomó así la palabra: «Yo, señores, soy Federal desde el vientre de mi madre. Ni don Francisco Pi ni el propio Roque Barcia me ganan en federalismo. No me asusto de que los pueblos, viendo que las Cortes se tumban en el surco y el Gobierno espera que las ranas críen pelo para federalizarnos; no me asusto, digo, de que los pueblos se acantonen de por sí, formando sus Consejos particulares de la Salud Pública. ¡Viva Sevilla, viva Málaga, donde hay hombres de coraje que rompen el vínculo y la víncula del unitarismo funesto, incomunicativo y contradictorio! Por lo que no paso, señores, es por lo que están haciendo los falsos Robespierres de Alcoy. Y ya que tengo el honor de recibir en este establecimiento al sabio corifeo don Tito, yo le ruego nos diga lo que piensa de esos vituperios que deshonran la Causa...».

Le interrumpí para decirle que ignoraba lo de Alcoy. ¿Cómo había yo de saberlo si acababa de llegar del extranjero? Fraccionada en retazos que salían de diferentes bocas, oí la historia de lo acaecido en la ciudad levantina, que fue como sigue: Los trabajadores de Alcoy, afiliados en su mayor parte a la Internacional, pidieron que se les aumentara el salario en un cincuenta por ciento y que se les declarase dueños de los telares en que trabajaban. Surgió la huelga. El alcalde, señor Albors, que había sido diputado, republicano en las Constituyentes del 69, declaró en   —139→   un bando la libertad de los huelguistas y de los no huelguistas; es decir, que podía cada cual hacer lo que le viniera en gana... El motín estalla, los trabajadores arrollan la escasa guarnición; pegan fuego al Ayuntamiento, asesinan a todas las personas que odian, matan a trabucazos al alcalde, y arrastran ferozmente su cadáver...

«Gracias que llegó una columna de Voluntarios valencianos, mandada por el General Velarde -dijo Pajalarga, arrebatando el vocablo a las demás bocas-. Con esto apretaron a correr aquellos que no son republicanos sino públicos forajidos; pero ya les alcanzará el Velarde y pagarán su culpa esos traidores, renegados, vendidos, señores ¡ah! vendidos al oro de la reacción.

-Para Cantones bien formados, el de Valencia -afirmó un silbante-. En la Junta Cantonal figuran el Arzobispo y el Marqués de Cáceres, jefe de los Alfonsinos.

-También se han acantonado Castellón y Murcia -agregó un albañil-. Lo sé por el ordinario.

-Poco a poco -saltó una de las mozas del partido, metiéndose en el ruedo-. Mi pueblo, que es Alhama de Murcia, no quiere depender de la capital, y ya tiene su Cantoncito para él solo».

Recobrado mi equilibrio con el lastre de chocolate y churros, me dispuse a marchar a mi casa. Con oficiosa esplendidez, Pajalarga no quiso cobrarnos el gasto, y sacándome del ruedo me metió en el rincón más obscuro   —140→   de la trastienda, donde misteriosamente me dijo: «No me oculte usted, señor don Tito, que ha ido al extranjero con una encomienda de don Francisco, para que los Gobiernos repúblicos de la Francia y de la Suiza metan mano a los carcas y no les dejen pasar la frontera». Sin negar ni afirmar nada, mi sonrisa bonachona dio a entender al buen Pajalarga que estaba en lo cierto; pero tuve cuidado de añadir que el asunto era delicadísimo, y la reserva me obligaba a ser sordo y mudo. Ya hablaríamos, ya hablaríamos...

Hasta la puerta nos acompañó, a Serafín y a mí, el elocuente buñolero. Volviendo a la calle Ancha tomamos el tranvía de Estaciones y Mercados, para ir a la Puerta del Sol. Aproveché la obsequiosa compañía de Serafín, que no me quería dejar hasta mi casa, para reiterarle una y otra vez el encargo de averiguar lo referente a la señora de piso, añadiendo el dato importantísimo de que había sido maestra de niñas en la calle de Rodas.

En mi casa encontré a Ido y a toda la familia en grande alarma por mi ausencia. Díjeles que había estado en una reunión política de suma gravedad. Las magulladuras de mi cuerpo, por la dureza del lecho granítico, me pedían a voces la blandura de mi cama, y en ella me metí, sirviéndome de ayuda de cámara el bueno del patrón. Como de costumbre, le dije: «¿Qué hay de cosas, amigo don José?». Y él, alargando su chupado rostro, me contestó con voz funeraria: «Francamente, naturalmente, señor de Tito, poco   —141→   puedo yo contarle que usted no sepa. Los males que afligen a España se reducen a uno solo, es a saber, que todo lo que sufrimos sería poca cosa si no padeciéramos ese cáncer, esa peste, ese cólera morbo que llamamos indisciplina militar. Yo me horripilo cuando me cuentan que los soldados gritan a sus jefes ¡que bailen, que bailen! y ¡abajo los galones!

Pausa. Suspiros de ambos. Ido prosiguió así: «Vea usted el caso del Teniente Coronel de Llagostera. Entra indisciplinado en Murviedro el batallón de Cazadores de Madrid. Su jefe, hombre de tesón y coraje, dice: 'Aunque me juegue la vida, yo meto a estos en cintura'. Alardeando de arrojo temerario, ordena a los cabos, sargentos y oficiales que le dejen solo con la fuerza. Después de poner en el suelo su sable y su revólver manda formar el cuadro. Arenga a los soldados con palabras ardientes, invocando el honor, la bandera, la patria, y cuando ya cree tenerlos dominados con su noble entereza, suena un tiro; luego otro y otros. El bravo Martínez Llagostera cayó acribillado a balazos.

-Como ese caso, aunque no tan graves, hay muchos en toda España.

-Y yo pregunto, señor don Tito: sin Ejército disciplinado, ¿cómo vamos a terminar las guerras civiles?

-El tiempo, amigo Ido, que es la cifra y compendio de la disciplina, pues nada puede alterar el régimen pausado de sus horas, sus días y sus años, se encargará de poner término   —142→   a esas calamidades... Las guerras civiles, combatidas por el cansancio, que es también una forma de disciplina, se acabarán por sí mismas, y todo volverá a su ser y estado natural. ¿Cuándo? A esto no puedo contestarle. Los que vivan mucho lo verán».

No seguimos porque Ido me recomendó el reposo, y mis nervios y mi cerebro me pedían también disciplina. Al despedir a mi patrón, le dije: «Es posible que duerma todo el día. No dejen entrar a nadie, con una sola excepción. Si viene un guardia de Orden Público que se llama Serafín de San José, despiértenme en seguida. Me traerá un parte, un despacho, un aviso, de más importancia para mí que todas las cuestiones políticas, así nacionales como internacionales o del mundo entero».

No interrumpió mi descanso la voz deseada de Serafín de San José; pero al llegar la noche, fuí sorprendido por otra voz siempre grata para mí. Era Nicolás Estévanez, que se me presentó en casa con propósito fírmísimo de llevarme a comer con él. Intenté formular delicada resistencia a la invitación de mi amigo; pero este la repitió con tonos tan terminantes y autoritarios, que me rendí a su bondad un tantico despótica...

Comiendo en Levante, solicitó mi colaboración para un trabajo literario y periodístico. Un diario de París de los más poderosos, le había encargado una información extensa y concienzuda de lo que en España ocurría, y singularmente de los debates parlamentarios.   —143→   Pagaban con largueza, y exigían que diariamente se mandase un determinado número de cuartillas. «Necesito un ayudante -añadió-, y ese ayudante eres tú. Desde mañana nos vamos al Congreso, yo a los escaños, tú a la tribuna, distribuyéndonos previamente el trabajo. No hay que decir que partiremos también... el oro francés, que no nos vendrá mal».

No sabía yo cómo excusarme de admitir una colaboración que había de serme penosísima por el estado de mi cabeza. Por fin, echando resueltamente por la calle de enmedio, rompí el secreto de mis íntimas aprensiones, ensueños y amorosas ansias, y le conté la fábula poemática o mitológica de la dama invisible, angélica o endemoniada, que era mi ilusión y mi suplicio. La risa que soltó don Nicolás al oír mis peregrinas confidencias me desconcertó más, poniendo mi pensamiento a inconmensurable distancia del suyo.

«Ahora sí que no te suelto, Tito -dijo Estévanez apretándome fuertemente el brazo-. Estás enfermo, y yo soy el médico que ha de curarte. Padeces un romanticismo agudo, que puede ser principio de chifladura crónica. Tu dolencia se manifiesta bien clara en tu estado de languidez babosa, de inquietud delirante, de sutileza del oído que se empeña en traducir al lenguaje vulgar los silbos del aire que pasa, los ruidos de las puertas, y el pisar de los transeúntes. Desde esta noche harás lo que yo te mande: te sujeto al trabajo. El remedio heroico de tu enfermedad   —144→   es tener tu atención sujeta siempre a cosas prácticas, externas, ajenas a todo lo que compone el reino mentiroso de la imaginación».

Como lo decía lo hizo desde la mañana siguiente muy temprano. De acuerdo con Ido, me secuestró apenas tomado mi desayuno, y echándome la garra me llevó consigo, antes que pudiera yo largarme a mis habituales correrías. Movido de una intención benéfica y paternal me hizo su esclavo, y yo, sintiendo el hierro que me oprimía, no pude maldecir la mano dura y generosa del amigo entrañable.

Vedme otra vez en el Congreso, amados leyentes míos y hermanos en la comunidad de la Historia; vedme en la Tribuna, rasgando el papel con lápiz velocísimo, para transmitir a luengas tierras lo que a mi parecer no merecía salir de aquel que a cada paso llamaban augusto recinto. Extractaba yo los vanos discursos sin poner en ellos más que una fugaz atención mecánica. Casi todos los grupos de la Cámara eran hostiles al Gobierno, por la inacción en que éste permanecía frente a las escandalosas insurrecciones cantonales, y al creciente empuje de los Carlistas. A cada momento salían de los escaños voces de arbitristas proponiendo enérgicas panaceas para curar, con rápido tratamiento, los males de la Nación.

El simpático diputado por Cabuérniga (Santander) don Antonio Fernández Castañeda, propuso que se autorizara al Gobierno para   —145→   organizar treinta mil voluntarios; el señor Ocón, diputado por Segorbe, pidió que se decretase un impuesto extraordinario de 110 millones de pesetas y que se nombraran comisiones de diputados vasco-navarros y catalanes, investidos de facultades extraordinarias, que acompañasen a los generales en la campaña del Norte. Otro saltó pidiendo que se revisaran las hojas de servicio de los generales, jefes y oficiales...

Con indignación y dolorido acento patriótico trataron de los sucesos de Alcoy, en las sesiones del 11 y 12 de Julio. Aura Boronat y Maisonnave 3, ambos diputados levantinos. Las Cortes ordenaron (textual) al Gobierno que procediera con inexorable energía. Los Ministros pusieron sus carteras en manos de Pi y Margall, y dos días después, mientras este se ocupaba en amasar y cocer un Gabinete de Conciliación, el señor Prefumo abordó el terrible asunto del alzamiento de Cartagena, precipitado por la flaqueza o traición del Gobernador de Murcia señor Altadill y por la indolencia del Gobierno.

A Pi y Margall se le censuraba casi unánimemente porque, investido por las Cortes de facultades extraordinarias para dominar la situación, no quiso aplicarlas en momentos tan críticos. Ante la pavorosa insurrección cantonal, limitábase a dirigir por telégrafo a los gobernadores y alcaldes amonestaciones patrióticas, o saludables máximas de buen Gobierno y de respeto a la ley. Era el hombre inflexible; era la ley misma. Pensaba   —146→   como yo (lo digo sin vanidad) que la Razón y el Tiempo, las dos fuerzas eternamente disciplinadas e incontrastables, reducirían a los rebeldes a la obediencia, y devolverían a los pueblos su placentera normalidad.

A la defensa de Pi, ausente de las Cortes en aquellos días, salió Carvajal, Ministro de Hacienda, que con toda su elocuencia no pudo amansar las iras del señor Prefumo; acudió a la liza el Ministro de Ultramar, señor Súñer y Capdevila, y aquí fue Troya. Empezó diciendo que estaba dispuesto a castigar con mano dura, inexorable, a los revoltosos, a los incendiarios y a los asesinos. Un aplauso unánime acogió estas palabras, y aquel hombre talludo y frío, sectario furibundo, que desmintiendo su honrada condición ponía siempre en sus palabras una ironía mefistofélica, prosiguió de esta manera: «Pero, señores, cuando se trata de luchar y de derramar la sangre de mis amigos y de mis correligionarios, declaro que hasta aquí no llega mi heroísmo». Un diputado le interrumpió preguntando: «¿Y si son facciosos?». El Ministro contestó: «Para Su Señoría serán facciosos...». Espantable vocerío y protestas unánimes le obligaron a callar.

Restablecido el orden remató así Súñer su infeliz perorata: «Una cosa es considerarlos facciosos y otra luchar con ellos. Aquí no hay más que dos políticas: o la de ataque o la de concesiones. Pues bien, yo declaro desde este banco que soy partidario para con mis correligionarios, sublevados en Cartagena y en   —147→   cuantos puntos puedan levantarse, de la política de concesiones». Nuevo escándalo. Habló Pi, que acababa de llegar al Congreso, y no convenció a nadie. La sesión terminó con borrascosas disputas. La crisis se imponía, y para resolverla, las Cortes dejaron de celebrar sesiones los días 15 y 16 de Julio, usando el artificio de figurar falta de número para poder abrirlas.

Me vinieron muy bien los dos días de asueto, pues ya me fatigaba la ímproba labor de comunicar al mundo los alborotos del divertido gallinero de mi patria. Pero mi amigo y médico don Nicolás Estévanez, atento a que mi espíritu no se desligase de las cosas externas para volver a cabalgar locamente por los espacios imaginarios, teníame bien sujeto; llevábame a comer a su casa o al café, y a la caída de la tarde, paseando agradablemente por las afueras, me refería sucesos cómicos y dramáticos en que él intervino; con fácil trazo descriptivo hacía la semblanza de los primates del republicanismo, y de ellos contaba casos y rarezas que desmentían la opinión vulgar de sus caracteres.

De cuanto le oí en aquellas tardes se me ha quedado muy presente el perfil biográfico de Figueras y una interesante anécdota. Reproduzco con la mayor fidelidad posible las propias palabras de Estévanez.



  —148→  

ArribaAbajo- XIII -

«Don Estanislao es el hombre más generoso y bueno del mundo. En él no se admira tan sólo la virtud pasiva que consiste en no hacer el mal. En su corazón arde el sentimiento de caridad en su grado más efusivo. No acude a él ningún necesitado que no halle consuelo y socorro. Los perseguidos por la justicia que solicitan su compasión, le ven entrar en el Saladero llevándoles el sustento y la esperanza. En los casos difíciles habla con los jueces, revuelve toda la Curia, y no descansa hasta conseguir la libertad del preso. Si para los extraños es misericordioso, para los amigos no tiene límite su bondad. Practica el principio cristiano en toda su pureza, desentendiéndose en absoluto de la liturgia; por lo que resulta, según el criterio de los neos, un ángel impío, un santo anticlerical.

»Ahora te hablaré de su mujer, la pobre doña Josefa Madrignac, que murió en Abril, días antes del 23. Era una señora excelente, un modelo de esposas, modelo también de modestia y candor. Amaba tiernamente a su marido, sin que atenuara este cariño la diferencia de ideas religiosas. Su beatería y misticismo la inducían a procurar que su marido, elevado a la Presidencia de la República, dejase en paz a las personas y corporaciones   —149→   religiosas. Pero Figueras se mostraba reacio. Cansada la angelical señora de sermonear al marido hereje, y no pudiendo, por su sordera, enterarse de las razones que este le daba, escribíale cartitas dulces, cariñosas, impregnadas de piedad, y cuidadosamente se las ponía en los bolsillos de la levita o en el forro del sombrero de copa... No dejaban de afectar al Presidente las esquelitas cuando daba con ellas. Ocurrió que en un Consejo de Ministros se acordó la exclaustración inmediata de algunas monjas, y este acuerdo fue apoyado por Figueras con toda su energía. A la semana siguiente tratose del mismo asunto en otro Consejo, y don Estanislao, variando de opinión, se mostraba condolido del daño que se iba a causar a las pobrecitas religiosas. Pi y Margall, que le había descubierto el juego, se sonrió diciéndole: Vamos, Estanislao, ya has recibido carta de la familia. ¿Me dejas registrarte el bolsillo de la levita? Negó Figueras, un tanto confuso. Aquella misma tarde, al retirarse del banco azul tomando su sombrero, cayó del forro de este una esquelita. Sonrisa general en todo el Ministerio.

»La muerte de la virtuosa y angelical doña Pepita, que así la llamaban familiarmente sus amigos, causó grande aflicción a Figueras, que estuvo largos días encerrado en su casa de la Calle de la Salud, cuyo rótulo fue sustituido por este otro, kilométrico: Calle del Primer Presidente de la República Española... Te contaré ahora cómo fue curado de su dolor el Jefe del Estado por la medicina del   —150→   Tiempo, reparador solícito de las desdichas humanas. Añadiré, para tu total conocimiento del personaje, que además de bueno, misericordioso y caritativo en grado heroico, es Figueras un romántico hasta la médula de los huesos; romántico digo, como tú, y como tú gustoso de la variedad de los afectos que más halagan al hombre. Antes de su viudez se prendó de una bella señorita, y viudo ya y enlutado, el Presidente del Poder Ejecutivo rondaba la casa de la damisela, y acechaba en la esquina próxima para verla entrar o salir. Pasión ardiente prendió en aquel hermoso corazón que en todo ha de ser grande. Ni sus canas ni sus deberes políticos le contenían en el violento retorno a la edad juvenil. ¿Qué quieres que te diga, Tito? Yo admiro a Figueras tal como es, sin meterme a dilucidar si sus extravíos son aciertos, o sus errores cualidades excelsas. En él todo me parece bueno...

»Si ahora me preguntas qué influencia tuvieron estas que algunos llaman debilidades en la fuga del Presidente, te diré que lo ignoro. No tuve bastante intimidad con él para desentrañar el misterio psicológico de su deserción. Quizá sintió el hombre con extraordinario ardor el ansia de libertad; tal vez su alma vio en la libertad individual un bien altísimo y soberano, superior a cuantas satisfacciones podía darle la vida política en un país ingrato, voluble, predestinado a ser eterno juguete de la tiranía o de la demagogia».

Las últimas frases del cuento de Estévanez   —151→   sugirieron en mí estas reflexiones amargas. Si mi amigo elogiaba el romanticismo de Figueras, y por ser este un grande hombre le absolvía de sus delirios, ¿por qué a mí, romántico también, aunque pequeño y de condición insignificante, quería curarme con medicamentos un tanto crueles? Si la libertad individual es el mayor tesoro de los humanos, ¿por qué había de ser concedido a los altos y negado a los humildes?

Debo declarar que el tratamiento de Estévanez no había sido ineficaz para mí, y que yo sentía muy atenuado mi frenético espiritualismo por la acción de la vida ramplona y pedestre. No obstante, cuando Estévanez me dejaba solo en mi casa, escapábame yo hacia el ideal preguntando a Ido si había estado a buscarme el guardia Serafín. Como la respuesta de mi patrón era siempre negativa, hube de añadir esta nota interesante: «Si viniese el guardia por la tarde, adviértale que me encontrará en la Tribuna de la Prensa del Congreso».

Desganado y sin ninguna ilusión periodística volví a las tardes de las Constituyentes, bajo la severa autoridad de mi amigo y médico. Testigo del inenarrable barullo que precedió a la designación de nuevo Ministerio, lo transmití todo a la prensa extranjera. Pero a vosotros, amados lectores, me guardaré muy bien de ofreceros los detalles de aquellas zaragatas, que habrían de marearos y confundiros. En una sesión que empezó a las ocho de la mañana, se leyó el Proyecto   —152→   de Constitución Federal de la República Española.

Reunidos por la noche en el Senado los padres de la patria con el señor Pi y Margall, este se dio por vencido; sólo el Centro unido a la Derecha podía resolver la crisis. Al día siguiente, 18 de Julio, las Cortes designaron a Salmerón para formar Gobierno. El 19 leyó don Nicolás la lista de los nuevos Ministros: Soler y Pla, Estado; Moreno Rodríguez, Gracia y Justicia; Oreiro, Marina; Fernando González, Fomento; Palanca, Ultramar; Carvajal, Hacienda; González Iscar, Guerra; Maisonnave 4, Gobernación.

Apenas empezó Salmerón su discurso programa, yo, que fácilmente me distraía, miré a la puerta de la Tribuna, y vi en ella el rostro fláccido de mi guardia Serafín de San José. Como atraído por irresistible fuerza magnética salté de mi asiento, dejándome en el pupitre papel y lápices... No sé si agarré a Serafín por el brazo o por el pescuezo... Llevele al pasillo, y antes que yo le preguntara, su boca rasgada en sonrisa placentera me soltó estas palabras dulcísimas: «Señor don Tito, vengo a decirle que está usted servido.

-Explícate. Dime pronto...

-Ahora verá usted que Serafín es hombre agradecido. Por usted sacrifico yo todo lo que tengo, mi destino y hasta mi vida...

-Bueno, bueno; pero dime...

-He podido encontrar... ¡ay qué fatigas, qué ajetreo, qué ir y venir!... ¿He tardado, verdad?... ¿Pero qué importa la tardanza, si al fin   —153→   este pobre guardia viene a usted con la satisfacción inmensísima de haber encontrado a la señorita Floriana?».

La voz de Serafín me pareció celestial. No sonaron mejor en mi oído los coros angélicos. Mi polizonte prosiguió así: «Créame; ha sido como sacarla de las entrañas de la tierra. Verá usted: estuvo tres semanas en las Comendadoras con unas damas maduras que no sé si son tías, madres o abuelas putativas. Para averiguar esto tuve que hacer el amor a la cocinera de las señoras de piso. Por ello supe que Florianita saldría pronto de Madrid. Yo soy muy lince; camelé a la prójima, y la puse tan tierna que al fin logré que llevara un recado a la señorita, de parte de don Tito Liviano. Pasaron tres, cuatro, seis días sin respuesta ni razón alguna. Desesperado estaba ya, cuando la cocinera me dijo que doña Floriana se había dignado concederme audiencia. Subí al convento y me aboqué con la señorita, cuya hermosura medio me cegaba como si estuviera mirando al propio sol. La divina mujer me acogió risueña, y sin más, me dijo: «Mañana a esta hora búsqueme usted en la calle de Rodas, número 13. Es una escuela donde están de obra. Allí hablaremos. Basta ya».

Al llegar a este punto estaba yo medio loco; las sienes me latían, mis orejas echaban lumbre, el corazón se me quería saltar del pecho. Cogí a Serafín por un brazo, y le dije: «Paréceme que se nos cae encima el techo del Congreso. Vámonos a la calle». Temía   —154→   que nos escucharan, que me detuvieran, que los amigos de la Prensa se conjurasen contra mí... Bajamos rápidamente, y a media escalera tuve que volver a subir, porque se me había olvidado el sombrero en la percha del guardarropa... Al fin me vi en la calle, llevando a mi confidente cual si yo fuera el policía y él un criminal... Como fugitivos llegamos hasta la calle de la Greda. Allí me paré, y disparé contra Serafín esta pregunta, que fue como un tiro: «Imbécil, ¿cómo no has ido ya a la calle de Rodas?

-De allí vengo, señor... ¿Por quién me tomaba? ¿Cree que soy capaz de hacer las cosas a medias?... Pues por mor de usted y de su novia he tenido que faltar hoy al servicio.

-Bien, Serafín; me vuelves el alma al cuerpo... Eres un hombre, un grande hombre... Eres mi mejor amigo. En fin, habla. ¿La encontraste? ¿Qué te dijo?

-Apenas traspasé la puerta, me salió al encuentro en el local de la Escuela, vacío enteramente de chiquillos. La obra no ha terminado; pero los albañiles trabajan en el revoco del patio...

-¡Déjate de albañiles y de revocos, hombre! A ver, ¿qué te dijo?

-Repetiré sus acentos divinos. ¡Ay qué ángel! Oiga usted; lo recuerdo palabra por palabra: «Dígale al señor don Tito que mi gratitud será eterna por el favor que me ha hecho. He recibido el nombramiento de directora de un Colegio de niñas de reciente   —155→   fundación. Estoy contentísima. Dígale también a ese señor tan bueno y amable que no puedo darle mis adioses porque salgo esta noche para tomar posesión de mi nueva plaza».

Quedé absorto, alelado, encantado... Quedeme también a media miel.

«¿Y nada más, Serafín?

-Sí señor, hay más. Este humilde criado de usted sabe rematar la suerte. Como no me satisfacía que me diese el recado por lo verbal, le supliqué que me pusiera, en cuatro letras escritas de su mano, todo eso de la gratitud y de lo contenta que está.

-¿Y escribió, Serafín, escribió?

-Corrió hacia adentro; trajo tintero, pluma y papel, y... tris tras... con linda mano y más linda escritura... En fin; sosiéguese, señor: aquí está el papelito».

Con mano trémula tomé lo que el mensajero del cielo me entregaba, y en medio de la calle, a la luz del sol, leí:

«No me engañó quien me dijo que es usted poderoso.

Por su mediación ha obtenido más de lo que pretendía esta humilde maestra.

Salgo esta noche para la nueva y feliz residencia a donde me lleva mi Destino.

Adiós, adiós, y que no sea para siempre.

Si es grande su poderío, no es menor la gratitud de -FLORIANA».

La tempestad de impaciencia que estalló en mi alma no me dio tiempo ni para besar la divina esquela, trazada con perfecta y elegantísima   —156→   escritura. Arreando a Serafín subí a Cedaceros, para tomar la Carrera de San Jerónimo. Al atravesarla para entrar en la calle del Baño, un terror pánico me cortó el aliento. ¿Qué sería de mí si en aquella encrucijada se me aparecía Estévanez y me secuestraba...? Apreté a correr, diciendo para mi sayo: «Ahí te quedas, Nicolás amigo. Me escapo como Figueras... hacia el ideal».

Cuando íbamos por la calle del León dije a Serafín: «Adelántate, vete a mi casa, y dile a Ido o a su mujer que me pongan en la maleta que uso para los viajes cortos toda la ropa interior que quepa, y las botas nuevas... Yo no voy a casa por temor a que me entretengan o den parte a mi tirano... Vuela, Serafín. Te doy diez minutos para esta comisión. Te espero a la entrada de la calle de la Magdalena. Si tardas, me voy solo...». El tiempo que esperé se me hizo larguísimo. La impaciencia me devoraba. Viendo el declinar de la tarde, temía no llegar a tiempo. Esto sería horrible, esto sería peor que la muerte. Por fin apareció el guardia jadeante. En Antón Martín tomamos un coche. Calculé que si este nos llevaba a la calle de Rodas en diez o quince minutos, llegaríamos mucho antes de que Floriana partiera para la estación. Por el camino pregunté a Serafín: «¿Pero tú no sabes a qué estación va?». Respondió que la señorita no había hablado de estaciones.

«¿Y no viste allí baúles, sacos de viaje...?».

  —157→  

-No vi nada de eso, ni junto a la divinidad apareció persona humana».

Cuando el coche paró junto a la puerta de la escuela, sentí en todo mi ser un retroceso frío y súbito de aquel impulso temerario. Por un momento me asaltó la idea de retirarme. ¿No era descortés, no era impertinente que yo, sin ser invitado a ello, me presentase a Floriana poco antes de la hora precisa para emprender su viaje? La timidez y la delicadeza, que por algunos segundos paralizaron mi actividad, fueron pronto vencidas por la pasión. «Adelante -clamó esta dentro de mí-, adelante siempre». Ordené a Serafín que entrase antes que yo, como enviado extraordinario para prevenir mi visita, suplicando a la señora que antes de partir me concediese el honor de ofrecerle mis respetos... Viendo que mi embajador tardaba en volver más tiempo del que yo había calculado, bajé del coche y me metí en la casa. Recorrí el local de la escuela, donde no vi alma viviente ni oí ruido alguno. Acerqueme a una puertecilla del fondo, y tampoco vi nada. Ya la impaciencia y ansiedad derramaban fuego por mis venas, cuando apareció Serafín, trémulo y desencajado.

«Señor, señor -me dijo-. En esta casa hay duendes.

-¿La has visto?

-Sí, señor; está esperando a usted. Dice que pase al momento.

-¿Pero qué has dicho de duendes; estás tú loco?

  —158→  

-Después de hablar con la señorita Floriana, volvía yo hacia acá, cuando de una puerta lateral salieron llamas verdes y amarillas, con terrible olor de azufre... Vea, toque, señor. Me han chamuscado el pelo y la ropa... Y al tiempo que asoplaban las llamas, oí risas y cháchara de mujeres burlonas...

-Acabemos. Toma estas pesetas. Paga al cochero, tráeme mi maleta, y lárgate si quieres.

Segundos después, Serafín me entregaba la maleta diciéndome: «De veras, don Tito de mi alma, ¿no tiene usted miedo?

-¡Yo qué he de tener miedo! Tú lo tienes porque eres un simple, un pobre diablo que ignora los fenómenos de la vida suprasensible... ¿Has dicho que Floriana me espera?... ¿Dónde?

-Siga usted por ese pasillo adelante. Después tuerce a la derecha, y que Dios y la Santísima Virgen le acompañen.

-Abur, Serafín. Si no vuelvo, nos encontraremos y nos daremos un abrazo... en el valle de Josafat».

Me colé a toda prisa por el pasillo obscuro, sin que me cortaran el paso llamas azules ni verdes. Sentí un tufo como de quemazón de pez y piedra alumbre... Al extremo de aquel corredor torcido vi un cuadro de claridad que era el marco de una puerta. En el centro de esta, Floriana me aguardaba. Era como una estatua de imponderable belleza. Vestía traje blanco, de forma helénica netamente   —159→   escultórica. Desde que la vi a larga distancia me descubrí, avancé despacio abrumado por la emoción, y cuando aún no había vencido la distancia que de la Diosa me separaba, su voz sonora y dulce me habló de esta manera: «Le esperaba, señor don Tito. Ya sabía yo que vendría usted. Por esperarle me he detenido unos minutos. Me han dicho que le tendré por compañero de viaje. Su compañía me será muy grata».

De tal modo me anonadaron las palabras de la divina Floriana, que no supe qué decirle ni qué hacer ante su augusta presencia. Creo, mas no lo aseguro, que hinqué una rodilla en tierra y le besé la mano. Traté de sacar de la mente a los labios la fraseología galante que yo manejé siempre con arte y desenvoltura; pero la usual galantería no me valió en aquel caso, y todo el vocabulario pasional y erótico que prevenido llevaba, se quedó en mi lengua avergonzado de sí mismo. Las únicas expresiones que pudo emitir mi boca fueron estas, tímidas y balbucientes: «Sólo aspiro a ser su siervo, su esclavo, Floriana... ¿Qué soy yo más que un insecto miserable, indigno de mirar a este sol de hermosura...?». Advertí que sonreía como denegando graciosamente lo que afirmé en desdoro mío y en alabanza de ella.

En esto, una mano muy bonita me quitó la maleta... y digo una mano, porque la mujer a quien aquella pertenecía yo no la vi. Floriana habló así: «Pase usted y sígame.   —160→   Voy delante para guiarle en este camino, que es áspero, largo y difícil. Cuando se canse, me avisa y pararemos un ratito».




ArribaAbajo- XIV -

Guiado por la creatura bella, bianco vestita, entré, no en una estancia sino en una caverna. A los pocos pasos el suelo descendía con rápido declive, y entrábamos en una especie de catacumba de paredes y techo labrados en la dura arenisca de Madrid. El soterrado pasadizo no era recto; ondulaba a izquierda y derecha. El piso, empedrado con desiguales cantos y morrillos, no permitía un andar ligero. Delante de la Diosa vi las llamas de una docena de hachones; los portadores de ellos no se veían. Oía, sí, un parloteo festivo de mujeres. A ratos, hacia mí se volvía Floriana y me alentaba con una sonrisa y un gesto gracioso. Cuando yo tropezaba en los pedruscos, sosteníanme brazos de seres invisibles. Como una hora duró, según mi cálculo, el tránsito por aquella mina lóbrega y pendiente... Apagáronse los hachones.

Al término de la caminata fatigosa nos encontramos en un rellano bastante extenso. Elevé mis ojos hacia arriba, y no vi cielo, sino una inmensa bóveda pétrea. Miré hacia abajo, aproximándome a los bordes de aquella especie de terraza, y vi un abismo insondable. Quedé suspenso, mudo, absorto; pero   —161→   lo que colmó mi estupefacción fue que allí no había sol, ni luna, ni estrellas, y sin embargo había claridad, una luz tenue, dulce, desconocida para mí.

Sentose Floriana en el suelo, que era de finísimo guijo, señalándome un puesto a su lado. Las vaporosas mujeres, ninfas, espíritus o lo que fuesen, que formaban el cortejo de la Diosa, nos sirvieron en platos de cristal una delicada merienda, de cuya suavidad, gusto y dulzura no puedo dar idea. Componían la parte sólida de aquella comidita unos bizcochos blandos y gruesos, no diré borrachos sino ligeramente embriagados con un néctar delicioso. Apenas los metía yo en mi boca, se deshacían, y al ser tragados diríase que comunicaban súbitamente a todo el ser un calor tenue, vigorizando la vida nerviosa y muscular. No sé cuántos bizcochos me comí; me sabían a gloria; no me cansaba de alabar tan sabrosa y sutil repostería. Agua cristalina y fresca nos dieron luego las ninfas, que al aproximarse a servirnos perdían en parte su invisibilidad. Yo no cesaba de mirarlas cuando de la penumbra iban saliendo hacia la claridad, y en una de las que más se nos aproximaron, reconocí el rostro picaresco de Graziella.

«Andando, andando -dijo Floriana poniéndose en pie con agilidad aérea. Y yo, que en aquel antro sublime y ante el misterio de aquellas divinas hembras no sabía decir más que palabras de una inocencia paradisíaca, concluí de este modo el concepto de   —162→   Floriana: Andando, sí, que es tarde». Volviose a mí la Diosa, y entre risas delicadas me dijo: «Borre usted de su mente, señor don Tito, las palabras tarde y temprano; que aquí no existe esa forma de apreciar el tiempo. En estos valles no hay día ni noche; no amanece ni anochece. Si lleva usted reloj, no se cuide de darle cuerda, que mejor está descansando, con todas sus ruedecillas dormidas».

Emprendimos la marcha por un sendero estrecho, entre pedruscos conglomerados. Precediéndome a mí iba Floriana, acompañada de cuatro o cinco mujeres cuyas formas indecisas excitaban mi curiosidad. Delante de ella y detrás de mí iban las demás del cortejo, apreciables tan sólo al oído por un murmullo alegre, como conversación de avecillas picoteras. Sosteniendo mi marcha al compás de la comitiva, mis ojos ávidos no hacían más que observar el inmenso antro por donde caminábamos. Floriana lo llamó valle, y estructura de tal en parte tenía. Formaban la cavidad dos grandes escarpas montuosas, en las que pude apreciar una altura aproximada de doscientos o trescientos metros. Del fondo, donde los costados del valle tenían su cimiento, venía un rumor como de aguas precipitadas de peña en peña. Las que llamo escarpas afectaban en algunos trozos formas de colinas o laderas tendidas suavemente, en otros eran vertientes riscosas o paredones cortados casi a pico. Por el lado izquierdo del valle se escurría tortuoso el angosto sendero por donde íbamos.

  —163→  

Fáltame describir lo más extraño de aquel paisaje por mí nunca visto ni soñado. Las cimas de las dos grandes escarpas eran apoyo de la colosal bóveda o techumbre que unía una parte con otra. Traté de apreciar la distancia entre la clave máxima y el fondo del valle; pero mi mente, confusa ante tan grandioso espectáculo, no pudo determinar tal altura, que a veces me parecía inconmensurable, a veces comprendida en las dimensiones que resultarían de colocar dos o tres Giraldas, una sobre otra.

Ahora relataré lo que produjo en mí más que asombro terror. En el punto donde se confundía la cima de las vertientes con el arranque de las bóvedas creí distinguir agujeros, covachas, y apenas me hice cargo de esto, vi que de las oquedades salían cuerpos movibles, animales felinos del mismo color de aquel terrazgo amarillento. Se me erizó el cabello al oír espantosos rugidos... No podía dudarlo: de los peñascales areniscos salían tigres, panteras y otras alimañas rampantes, cuyo aspecto y bramidos pondrían pavor en los pechos más animosos...

Al ver esto, noté que se alejaba rápidamente el rumor de las ninfas que iban delante. Comprendí que corrían. Corrió también Floriana. Las ninfas que iban detrás de mí se precipitaron monte arriba lanzando silbidos penetrantes. De otro lado venían sonidos roncos como de trompas de caza. El terror me paralizó, y no sabía por dónde tirar en busca de un sitio seguro... Sentí pasos, y me dije:   —163→   «¿Vendrá alguien a socorrerme?». Mis ojos no se apartaban del lugar por donde aquellos pasos sonaban. No eran pisadas de hombres, sino de gigantes... ¡Ay, ay; tampoco eran de gigantes, sino de...!

Imaginad, amigos del alma, cuál sería mi espanto al ver venir hacia mí un toro... ¡ay, madre mía!... un toro tan grande que a mi parecer era mayor que los más corpulentos elefantes, colorado retinto, por su porte y lámina de genuina casta española, con una cornamenta que a Dios llamaba de tú... Al suelo caí exánime, diciéndome: «Esta fiera me engancha en un tris, me voltea y me manda volando hasta el mismísimo techo». El animal acercose a mí despacio... Vi llegada mi última hora... me olfateó, echando sobre mí un resoplido de huracán, y siguió adelante.

No tuve tiempo de alegrarme, porque apenas pasó el primer toro vi venir otros dos, luego cinco, ocho... ¡Dios mío!... una inmensa piara inacabable: todos del mismo color y estampa: parecían hermanos. A medida que iban pasando sin hacerme caso, cual si vieran en mí un gusanillo despreciable, mi miedo declinaba, y se me alivió por completo cuando advertí que las ninfas, espíritus, ángeles, demonios o lo que fueran, volvían corriendo con grande algazara de silbidos y alilíes. Esto me confortó el ánimo. Ya respiraba. Señal inequívoca de que se me había despejado la cabeza fue que vi a los toros en su tamaño y proporción naturales.

  —165→  

Aún no había pasado el imponente rebaño taurino, cuando me llamaron mis compañeros de viaje con voces cariñosas. Acudí al reclamo por sendero distinto del que llevaban los cornúpetas, pues aún no las tenía yo todas conmigo. Por zanjas y barrancas llegué a un terreno casi llano, con verdor de pradera, y allí me salió al encuentro Floriana burlándome delicadamente por el mieditis que pasé. «Estos fieros animales -me dijo- son mansos como corderos para mí y para cuantos van conmigo. No tema usted nada». Al decir esto la Diosa, los toros, en número tal que no podía ser contado, prorrumpieron unánimes en mugidos espantosos. No creo que orejas humanas hayan oído nunca un coro semejante. Pensé que no sonarán con más estruendo las trompetas del Juicio Final. Mil truenos corriendo a lo largo del valle no imitarían la repercusión prolongada de aquel mugir estentóreo. Cuando vino el silencio, se oyeron lejanos los bramidos de las panteras y demás alimañas feroces, que amedrentadas se recogían en sus altas guaridas.

Estupendas cosas había yo visto en aquel mundo dantesco; pero aún me esperaban nuevos motivos de asombro. Floriana, que de un cercano matorral había cogido una varita y jugaba con ella blandiéndola en el aire, me dijo: «Ahora, señor don Tito, podremos seguir nuestro viaje con más comodidad. En este paso no faltan peligros; pero ya ve usted que los he sorteado con mis bravos y generosos   —166→   animales». Acarició el testuz de un gallardísimo toro que a su lado estaba, y apoyando sus manos en el morrillo, de un brinco quedó montada a flor de mujer sobre el lomo del vigoroso bruto. Viéndome indeciso, hablome así: «No tenga usted miedo. Escoja el que más le guste y monte sin cuidado». Así lo hice, a horcajadas. No sé quién me dio una varita... Todo el mujerío grácil y susurrante siguió el ejemplo de la Diosa, entre risotadas alegres y una ligera porfía retozona, disputándose los toros en que habían de cabalgar.

Púsose en marcha la extraña procesión, semejante, según mi criterio artístico, a los bajo-relieves que son memoria y emblema de la civilización asiria. Al moderado andar de los toros avanzamos valle abajo, y este, pasadas dos o tres grandes curvas, nos presentó aspectos más risueños. En algunas colinas vi manchas de vegetación montuna y baja. La luz siempre era la misma, y la temperatura inalterable, dulcemente cálida... Si como dijo Floriana, no había noche ni día en aquella parte del mundo, los cuerpos sustituían aquellas relaciones del tiempo con la necesidad alterna del velar y del dormir... Cuando en toda la comitiva se manifestó la querencia del sueño, hicimos alto, nos apeamos, y la Diosa nos encaminó a una grande y limpia caverna, donde permanecimos entregados al descanso... ¿Cuántas horas?... No seré yo quien os lo diga.

Lo que sí os diré, lectores amadísimos, es   —167→   que los toros quedaron pastando en las verdosas márgenes del cercano arroyo; que el suelo de la caverna era una finísima alfombra musgosa y blanda; que las bullangueras ninfas, a ratos visibles, a ratos no, nos sirvieron bizcochones más suculentos que los de la merienda: creyérase que eran de una pasta parecida al chocolate, mezclada con lo que llaman ambrosía o manjar de los dioses...

Algún resquemor me causó que la Diosa, al retirarse con las que llamaré sus damas a un extremo de la caverna, no solicitara mi compañía, ni tan siquiera me diese las buenas noches, o lo que se usara donde la palabra noche no tenía sentido... En el opuesto lado de la cueva-dormitorio, donde me rodearon las sílfides inquietas, a mi oído llegaba su confusa charla jovial, que se iba desvaneciendo en el sueño. No acababa yo de explicarme por qué no había entre ellas alguna que se vistiera de su carne mortal, y a mí se arrimara blandamente para estimularme a más dulce reposo. Pensando que aquel mundo en que había caído era un tantico monótono y sosaina, me dormí profundamente... Y heme aquí soñando con lo que había dejado en el otro mundo. Así lo llamo por no saber si el otro era aquel en que me encontraba, o si me habían traído efectivamente al que allá llamábamos el otro. ¡Sueño de sueños!

Pues señor, me vi en el Congreso (Tribuna de la Prensa) oyendo un discursazo de   —168→   Salmerón, magnífico, elocuente. Cuando terminó, todos decían: «Ya hay Gobierno en la República española». Aquello se me representaba como un teatro de niños con figurillas diminutas que se movían con alambres... Luego soñé que pedía la palabra Ríos Rosas. Prodújose un tumulto porque alguien pretendió que no se dejara hablar al orador monárquico... Yo salí a la calle, y en la esquina de Floridablanca, unos silbantes pegaban un pasquín que decía: ¿Quién es Ríos Rosas? Yo les dije: «Imbéciles; es el león de la elocuencia. Dios os libre de caer en sus garras...».

Volví a verme en la Tribuna, y escuché la fiera voz del león, que así clamaba: «El tercer Pretendiente al trono de España será confundido y aniquilado como su tío, como su abuelo. Esta Nación desgraciada puede sufrir hasta la anarquía por un período de tiempo; lo que no sufrirá jamás es el despotismo de don Carlos ni de sus descendientes; lo que no sufrirá jamás es la Inquisición. Jamás, jamás consentiremos a don Carlos ni a los satélites de la antigua tiranía. Todo menos eso. (Aplausos delirantes.)... Para llegar a ser Gobierno de la Nación -decía dirigiendo sus palabras al banco azul- aquí tenéis una mayoría, no muy numerosa, no os importe el número; aquí hay cohesión, convicciones, patriotismo... Con esta mayoría podéis salvar la República, restablecer el orden, restituir a la sociedad sus condiciones de asiento y de vida. Así seréis Gobierno de la Nación, energía prepotente que combata,   —169→   que aterre y mate las fuerzas rivales».

Cambiados rápidamente los espejismos de mi sueño, me vi en la esquina de la calle de las Huertas, donde unos chicos pegaban un cartel que decía: Salmerón es el Presidente de los monárquicos... Quise ir a mi casa, y de pronto me encontré en la tienda de María de la Cabeza, a quien vi muy acaramelada con su esposo Serafín de San José, y cuando ambos me saludaban apretándome tiernamente la mano, el atronador mugido de los toros me despertó.




ArribaAbajo- XV -

Un ratito estuvo mi pensamiento meciéndose en el balancín de esta duda: ¿La realidad era lo de allá o lo de acá? ¿Eran este y el otro mundo igualmente falaces o igualmente verdaderos? Sin llegar a dilucidarlo, me vi conducido al punto en que me esperaba mi cabalgadura. En ella monté, y la caravana siguió su camino. Grandemente me desconsoló el ver que la Diosa iba muy delantera, dejando entre su persona y la mía buena parte de su séquito. Junto a mí marchaban las sílfides más juguetonas y parlanchinas.

Entre ellas vi a Graziella, manifestándose claramente en su encarnadura mortal. Debajo de una falda vaporosa vestía pantalones, y a horcajadas montaba en un toro voluntarioso y saltón, al cual gobernaba y regía con   —170→   arte que envidiaran las más hábiles artistas de circo en el otro mundo. Hostigándole con una varita flexible, le hacía juguetear como un ágil caballo. Cuando se cansaba de este recreo, sentábase la diablesa en el testuz del animal, echando las piernas a un lado y otro del hocico, y agarrándose a las astas entonaba cantos báquicos, a que el toro respondía con sonoros resoplidos. Embelesado con tan extraordinarios ejercicios, pasé un rato agradable. Luego, la que fue mi amiga en otros tiempos, tomó de nuevo la forma natural de equitación, y emparejando su toro con el mío, me habló de esa manera:

«¿Qué tal, Titín, vas a gusto en el torito? Si no te enfadas te diré que te has metido en este laberinto subterráneo por un extravío de tu temperamento, por tus malas mañas de pícaro redomado, y por tus pretensiones de virote conquistador de cuantas hembras se te ponen por delante. Te enamoraste de la Maestra por artilugios de una corredora, y creíste que esta perfecta hermosura podía ser tuya, como lo fueron tantas otras de baja y villana estofa, entre ellas yo. Pues ahora te digo: picarón, impuro, lascivo, adúltero, vicioso, ladrón deshonesto, monstruo de disipación y libertinaje: en el momento en que dirijas a nuestra Maestra y Señora la menor solicitación o requerimiento de amor liviano; en el momento en que aspires a poseer un átomo de la carne divina con apariencias de mortal vestidura, quedarás muerto si no te convierten en un inmundo y hediondo bicharraco».

  —171→  

Ya se había hecho de tal modo mi espíritu a las cosas inauditas, descomunales y absurdas, que las palabras de la diabla no me causaron el efecto que ella sin duda pretendía obtener. Siempre la tuve por un ser esencialmente burlón y sarcástico. Díjele que al entrar en aquel mundo me había cortado la coleta de Tenorio y hecho voto de castidad. Apartose de mí, indicándome que tenía que ocupar otro puesto en la caravana, y yo, imposibilitado de trabar conversación con las indecisas figuras que me rodeaban, entretenía mi tedio observando los cambios del paisaje adusto y pavoroso. Conforme adelantábamos, el valle presentaba aspectos menos áridos: junto a las masas pedregosas veíanse alcores verdeantes; crecían las aguas con el aflujo de arroyuelos que brotaban de las altas peñas. En algunos sitios las bóvedas goteaban como si rezumasen el agua de caudalosos ríos que sobre ellas corrían. Llegó un momento en que la lluvia era tan intensa que sentí miedo. Una sílfide que a mi lado iba, me miró risueña diciéndome: «No se asuste, caballero, del agua que cae ni del ruido que se siente por allá arriba. Es el Júcar que pasa».

Esta observación de la ninfa llevó mi pensamiento al mundo exterior o cortical, digámoslo así, donde yo había nacido, y de la superficie volvió a la profundidad intra-telúrica en que a la sazón me encontraba. El ir y volver de mi pensamiento engendró una idea tristísima: «Seguramente -me dije- los que   —172→   discurrimos por estas soledades, sin días ni noches, somos personas que murieron allá arriba, y muertas descienden a esta región para vagar siempre en ella purgando sus culpas». La verdad, lectores míos muy amados, lo de ser yo ánima del Purgatorio no me hacía maldita gracia.

Mucho más allá del sitio en que vi la filtración de las aguas del Júcar, se oyeron en lo alto rugidos de bestias feroces; mas no eran en tanto número como las que aparecieron en los comienzos de la expedición, y al mugido de los toros se metían asustadas en sus cubiles. Por la parte baja dejáronse ver enormes gatos monteses de pintado pelo, que a nuestro paso salían huyendo rocas arriba, con maullidos estridentes. La veloz huida de las terribles alimañas era celebrada por nuestras sílfides con algazara de silbos y greguería triunfal. No participaba yo de estos gozos, y me dije: «Por vida de San Proteo, mi patrón, que están apañadas las ánimas que vengan a este Purgatorio sin agregarse al séquito de alguna Diosa».

Largo trecho adelante, se me acercó Graziella cautelosa, juntando su toro con el mío, y deslizó en mi oído estas palabritas: «Farsante, me han prohibido hablar contigo.

-La farsante eres tú. ¿Cómo me explicas que siendo como eres el espíritu del sainete, de la farándula y de la picardía bufonesca, te admiten en esta grey donde todo es discreción, comedimiento y seriedad taurina y silfidesca? Cada vez entiendo esto menos. ¿A   —173→   dónde me conducen? ¿Qué pito toco yo aquí apartado de la Diosa, que no quiere llevarme a su lado? ¿Esta caverna sin fin se formó con la osamenta del paganismo, muerto y sepulto miles de años, o es un conducto de ansiedad mística que nos encamina a los eternos goces?...».

Me azotó la diablesa con su varita, diciéndome en voz muy queda: «Pobre mentecato, sigue, déjate llevar y llénate de paciencia. Este es el reino de la paciencia, de la castidad, de las virtudes calladas, y de la educación para la vida futura. En este reino, como en todos, las almas necesitan un poquito de alegría para dar amenidad a las horas austeras, y esa alegría, soy yo. Cierra el pico y no me busques el genio. Ya me conoces: Soy Graziella, la que te zarandeó de lo lindo y te dio gusto y pena, llevándote siempre de lo malo a lo bueno, y de lo bueno a lo mejor. Por mí conociste a la Maestra de Maestras, a la grande Mariclío, que hizo de ti su auxiliar preferido, su muñequito donoso y sutil».

Oír el nombre de Mariclío y arrebatarme de júbilo y entusiasmo fue todo uno. Empecé a dar voces... Graziella me fustigó con fuerza, incitándome al silencio. Sus últimas palabras fueron: «Dentro de un buen rato descansaremos para comer otra bizcochada sabrosa, y van tres... Adelante hasta la bizcochada siguiente. Más paciencia, Titín salado, y después de la quinta comidita verás a la Madre gloriosa y eterna». Dicho esto arreó su toro, y haciéndole brincar como un cabrito,   —174→   desapareció entre la turbamulta caminante.

Las gratísimas esperanzas que me dio la diablesa desenvuelta y marimacho, devolvieron la tranquilidad a mi espíritu. Pensaba yo que llevando cuenta de las etapas que me indicó Graziella, acortaría el tiempo y la distancia que me separaban del bien anunciado. El valle intra-telúrico estrechó considerablemente cuando pasamos de la tercera bizcochada, y después de la cuarta, descendía en rápido declive, y ondulaba con recodos violentos. Las escarpas eran rocosas, afectando las formas más extrañas que pudiera imaginar un escultor en pleno desvarío. La humedad aumentaba, y en las peñas vi légamos verdosos donde se deslizaban culebras de pintada piel, inofensivas. Luego, al término del largo descenso, el valle ensanchaba gradualmente y la bóveda que lo cubría era más alta, con tendencias a la forma ojival.

La quinta merienda y descanso fue en un lugar anchísimo en el que se podían apreciar vegetaciones más lozanas y espesas. La impaciencia que llenaba mi alma me quitó el sueño. Despierto deliraba. Quiso mi buena suerte o la voluntad de la Diosa que esta y yo reposáramos a corta distancia. Hablamos. Yo le reiteré las expresiones más nobles de mi acatamiento, y ella elogió la calma resignada con que yo la seguía en tan larga, triste y lenta peregrinación. Declaré que en aquel mundo pálido, como en el otro lleno de luz, yo sería siempre su más adicto siervo.   —175→   Antes de recostarse en el blando césped para dormir, rodeada de sus ninfas camareras, me dijo así: «Con tales disposiciones a la obediencia, usted y yo iremos muy lejos. Pronto, señor don Tito, llegaremos a donde pueda yo decirle buenas noches y buenos días». Desvelado y en éxtasis, no me cansaba de contemplar el cuerpo ideal de la Diosa, tendido de espaldas cerca de mí. Conque mis brazos tuvieran doble tamaño del natural, hubiera podido llegar a tocarla y darle unas palmaditas en semejante parte.

A poco de emprender la nueva jornada, distinguí a lo lejos resplandor de luces. Los toros apresuraron el paso, lo que me indicó que ellos sentían como yo la comezón de la llegada. A medida que nos acercábamos, advertí el enorme ensanche de lo que habíamos dado en llamar valle. Era ya más bien un campo, y la magnitud de la techumbre exigía grandes soportes de roca, distribuidos con más variedad que orden, torcidos unos, derechos otros, esbeltos o jorobados, simulando gigantes cuerpos en violentas posturas. De ellos arrancaban las desiguales bóvedas en que se fraccionaba la gran techumbre pétrea. Era, en resumen, un recinto muy semejante al de una inmensa Catedral hecha a mojicones y puñetazos. Cuando entramos en él, aprecié su magnitud, advirtiendo que todos los toros y el personal de la caravana tenían allí holgada cabida.

Me desmonté, y acudí por entre cuernos duros y blandas formas de mujer al espacio   —176→   donde veía la profusión de luces, el cual era como estrado con honores de presbiterio. Allí me colé de rondón, esquivando toda ceremonia. Vi divinidades risueñas, vestidas de clámide, calzadas de coturno, y con las sienes ceñidas de laurel. Vi a Mariclío, grande como el Tiempo, hermosa como la Verdad, plácida y grave como el genio de la Historia... Descendió del presbiterio a las anchas naves, donde los toros se atropellaban frente a ella, y proferían cariñosos mugidos. Con tiernas y sentidas voces les acarició, rascando suavemente sus testuces, manoseando sus afiladas cornamentas, y ellos alargaron sus hocicos húmedos lanzando sobre la Diosa calientes resoplidos.

Acerqueme a la Madre y le oí decir: «Bien venido seas a mí, pueblo viril y manso, sufrido y fiero. Te conozco desde que el viejo Túbal me trajo a la feraz Hesperia. Reposa, solázate en las praderas, y hártate de cuantas golosinas hemos dispuesto para ti: avena en grano, algarroba, chícharos, habas, tan frescas hoy como las que para ti sembraron mis primeros amigos los felices Iberos. Cuando comas y descanses, espárcete por estas encañadas donde encontrarás a tus hembras, las amantes vaquitas, y con ellas puedes refocilarte cuanto quieras...». Partieron y se dispersaron con alegre confusión los hermosos animales, y entonces Mariclío, al volverse, encaró conmigo, y ambos lanzamos una exclamación de júbilo.

«Ven acá, Titín -me dijo levantándome   —177→   en vilo para besarme. Por la diferencia de estaturas, no hubiera podido hacerlo de otro modo sin inclinarse más de lo que su dignidad permitía. Cortado y confuso, tan sólo supe responderle con frases balbucientes: «Señora y Madre mía... Soy dichoso... Siglos me habéis tenido huérfano...

-Has venido, buen Tito, en cuanto te lo mandé. Eres obediente a mi atracción sutil... A flor de tierra te he visto mil veces; tú a mí no... Está aquel mundo muy revuelto y no quise dejarme ver. He repartido allí no pocos zapatazos con mi recia sandalia. Mas no me han hecho caso. Una y otra vez quise ponerme al habla con tus grandes hombres; pero ni siquiera supieron oír mis pasos formidables. Tú solo te asustaste de ellos. Creo que los directores poseen inteligencia y buena intención, lo que no basta para que pueda yo darles la inmortalidad en mis anales. Pasarán días, años, lustros, antes que junten y amalgamen estas dos ideas: Paz y República».

Algo se me ocurrió que creí digno de ser dicho; pero de tal modo me conmovía y deslumbraba la majestad de la Madre, que de mi boca no pudo salir más que un suspiro. Avanzando por lo que he llamado presbiterio, entre grupos de sílfides reclinadas, Mariclío prosiguió así: «No hace mucho me anunciaron su visita mis hermanas... Ya sabes que somos Nueve, y que las Nueve nacimos en un mismo día... La presencia de mis hermanas ha sido un grande alivio de mis amarguras.   —178→   Vinieron con la idea de que, desembarazado este pueblo de la balumba de su realeza caduca y estéril, podrían ellas cultivar y extender aquí libremente las nobles artes que cada una preside y enseña. ¡Ay!... yo les digo que es muy pronto para que las Nueve ejerzamos por acá, en combinada maestría, nuestras funciones. Ya llegará la ocasión. Ello será cuando estos caballeros, todavía un poco inocentes, den el segundo golpe... más seguro será cuando den el tercero».




ArribaAbajo- XVI -

Las ninfas o sílfides, dudosamente revestidas de carne mortal, así como las sacras figuras majestuosas, hallábanse sentadas en el césped formando grupos sin clases ni jerarquías, y se regalaban con manjares de sutil delicadeza y aroma. La charla graciosa esparcía de grupo en grupo un franco y dulce contento. Tuvo la Madre el acierto, que le agradecí mucho, de no presentarme a sus hermanas, ante las cuales el pobre Tito turbado y confuso no habría sabido qué decir. Con Mariclío había adquirido yo cierta confianza, pero las otras me anonadaban con el resplandor de su presencia. Busqué con mis ojos a Floriana, y la vi junto a una que me pareció Polimnia, maestra de la Oratoria y la Pantomima. Poco después creí verla con Urania, soberana de los astrónomos. Y si no estoy   —179→   equivocado, la vi luego reclinada en el regazo de Euterpe, profesora de Música de toda la Humanidad.

Senteme yo junto a Mariclío, y no lejos de mí estaba Graziella con otras sílfides, cuyos rostros pude yo distinguir y apreciar en el curso del viaje y en las estaciones de reposo. Debo decir que comí de cuanto me dieron, y que sentía regenerada mi sangre y alentado todo mi ser con la ingestión de los divinos manjares. De la general conversación llegaban a mí jirones o ráfagas que pasaban dejando en mi oído frases inteligibles, entre otras que no podía comprender por ser pronunciadas en extraños idiomas. A la derecha de Mariclío vino a sentarse su hermana Calíope, gobernadora del mundo de la Poesía, y de lo que ambas hablaron con viveza y animación no entendí ni jota. Por ciertas inflexiones me pareció que hablaban en griego para mayor claridad...

Ya llevábamos un gran rato engullendo las célicas viandas, cuando del sitio donde estaba Euterpe vino una música de tal suavidad y tan lindamente concertada en giros melodiosos, que al oírla sentíamos como si manos angélicas nos levantasen en vilo y al mismo cielo nos transportaran. Vi a la propia Euterpe tañendo una flauta de oro, cuyo son acompasaba y regía el de otras tañedoras de flautas, caramillos y chirimías, agrupadas a la derecha de la Musa. Al opuesto lado, otras musicantes tocaban liras y laúdes, y con tan exquisito arte se acoplaban las diferentes voces   —180→   del aire vago y de las cuerdas vibrantes, que resultaba un perfecto trasunto de la armonía de las esferas.

El dulce comistraje, a cuya preparación no era extraño sin duda el amigo Baco, y el más dulce ritmo de la celeste música, nos llevaban suavemente a un estado letal. Luché con el sueño; pero al fin me dormí como un tronco... Soñé que estaba, no en las Cortes, no en las calles de Madrid, sino en el Olimpo, habitual residencia de los Dioses que fueron y que quizá lo eran todavía. La impresión que recibí fue la que produce un lugar visitado ya en tiempos muy remotos.

El Padre Júpiter pareciome algo aburrido, y se desperezaba en su trono de nubes; la Madre Juno había engordado tanto, que su ponderada hermosura era ya un verdadero mito. El águila de él y el pavo de ella se habían hecho amigos y dormían juntos en el suelo. Minerva, Ceres y demás familia conservaban su gallardía de antaño; sólo el amigo Marte me pareció rebajado algunos puntos en su bizarría, como un general que ha pasado a la reserva... Soñé que penetraba yo allí con la timidez propia de un intruso mortal, y cuando hacía grave reverencia a los venerables Dioses, vi entrar a Martos en traje olímpico, con lentes y corona de laurel. Habló con Mercurio... Comprendí que trataban de sustraer un rayo del haz que Júpiter a su lado tenía.

Cuando yo hice por acercarme al Padre de los Dioses para prevenirle contra los rateros,   —181→   sentí que me tiraban de un pie. No hice caso. Los tirones arreciaron, como si alguien quisiera arrastrarme... Desperté... Era que la maldita Graziella, llegándose a mí sigilosa, quería divertirse cortando mi olímpico sueño. «Tito, Tito desatentado y escandaloso -me dijo soltando la risa-, se permite dormir; pero no está permitido roncar en presencia de las Diosas inmortales. ¿Te parece que es decente atronarnos con esos bramidos de gañán? ¡Menudo concierto de trombón nos has dado! Despabílate, tontaina, que aquí estamos cuatro sílfides aburridas con deseos de entrar en conversación y pasar el rato».

Restregándome los ojos me incorporé, y viendo que ya no estaba a mi lado Mariclío, pegué la hebra con las compañeras que pedían palique. Observé que Morfeo imperaba sobre todo el cotarro divino, semi-divino y semi-humano. No tardé en formar ruedo con las amigas, y yo fuí el primero en tomar la palabra. «Ya sé -les dije- por qué estáis tan aburriditas. En toda la caravana que vino del otro mundo, y en todo el señorío mitológico que hemos encontrado en este, no hay más que mujeres. ¡Mujeres, Señor; todas mujeres y ningún hombre!... pues yo, traído aquí en calidad de ser incorpóreo y contemplativo, apenas me llamo varón».

Rompieron a reír las cuatro, y una de ellas, bonita y graciosa, dijo: «Fastídiate, perdulario; bastante te has divertido allá». Y otra, rubicunda y metida en carnes, intervino así: «¿Pues qué querías, que te dejáramos traer a   —182→   doña Cabeza, a Candela o a Delfinita la funeraria?». La tercera de aquellas pícaras metió la cucharada en esta forma: «No conoces bien este mundo, que se parece al otro más de lo que tú crees. Penitencia y soledad hallarás aquí; mas esto no es eterno. La Madre es la misma sabiduría, y a las que pedimos cierta libertad nos concede lo que ordena el fuero de Naturaleza».

Resumió las opiniones Graziella con esta peregrina observación: «Entre las que aquí vamos, aluvión de mujeres, las hay de todas castas: santas, semi-santas, místicas de moco y baba, románticas, espiritadas; haylas también tiernas de corazón y místicas al revés o contemplativas en la esfera de lo corporal. A las que formamos esta pandilla, la Madre bondadosa nos convierte en vacas y nos deja ir por esas encañadas».

Saltó una de las otras diciendo con viveza: «Has revelado el arcano, trastrocando la verdad con alguna indecencia. Lo que debe saber Tito es que muchos de los toros que ha visto son hombres.

-Lo he dicho al revés -afirmó Graziella sin dejar de reír-, para que lo entienda mejor».

Estos y otros disparates que oí de aquellas bocas desaprensivas, llenaron mi ánimo de tal confusión que no sabía qué juicio formar de aquel mundo en que había caído. ¿Era un mundo de guasa mitológica con ribetes picarescos, un fermento trasnochado del paganismo, traído a la vida moderna como levadura   —183→   para poder amasar y cocer el nuevo pan de la civilización? ¿Las Musas que vi eran las verdaderas hermanas de Apolo, o figuras de teatro modeladas artísticamente por hábiles maestras de aquella comunidad andante, donde iban hembras de tan diferentes castas y aptitudes?

De esta desilusión pesimista sólo exceptuaba yo a Floriana y a la excelsa Mariclío, sagrario que guarda y custodia la verdad de los hechos humanos... A mí se llegó la buena Madre, apartándome de la compañía y coloquio de aquellas a quienes juzgué como dislocadas marionetas, y me llevó consigo rodeando los grupos de durmientes. Llegamos a un punto donde vi la boca de una caverna de medianas anchuras, y me dijo: «Por aquí iréis vosotros a donde yo he dispuesto».

El iréis vosotros lo entendí como si dijera Floriana y , y así se lo manifesté. Luego añadió ella: «El camino es corto y menos ingrato que el ya recorrido. Durante la travesía no me veréis. Pero allá nos encontraremos». Esto me alegró lo indecible. La dulzura risueña con que me habló la Madre, me hizo vislumbrar que del mundo de pesadilla pasaríamos a la vida real, y que Floriana sería nuevamente la belleza corpórea que vi por primera vez en la parroquia de San Marcos.

Atento a la brevedad, omito los incidentes que precedieron a nuestra partida. Extinguiéronse las luces, disemináronse las figuras de aspecto divino y de apariencia humana. Las Musas se fueron con la Música a otra   —184→   parte, a otra parte con la Tragedia y la Comedia, a otra parte con la Épica, la Oratoria y la Danza, a otra parte con la Astronomía y la Poesía Popular. No pude apreciar la dirección que tomó la Madre Historia. Aparecieron de nuevo los toros, no en tanto número como antes. Advertí que entre ellos venían no pocas vacas. Tocome oprimir los lomos de una de estas, por cierto muy ágil y bizarra.

Emprendimos la marcha por un valle menos ancho que los de las primeras etapas, de alta bóveda y suelo mullido y húmedo, en el cual no vi otras alimañas que las saltonas ranas entonando a nuestro paso el nocturno croá croá. La luz era la misma que antes nos alumbrara. Floriana y otra hembra, cuarentona y adusta, que en la última cena hablaba íntimamente primero con Mariclío y después con Calíope y Talía, montaban a mujeriegas un toro arrogantísimo. Detrás fui yo largo trecho, hasta que Floriana, llamándome a su lado con dulce acento, me dijo: «Ya descendemos, amigo Tito, hacia la vida vulgar. Es ley divina que esto acabe siempre en aquello y aquello en esto, pues nunca se verá el fin definitivo de las cosas».

Mientras contestaba yo como Dios me dio a entender a estas palabras sibilíticas, advertí que la ideal doncella no vestía ya la túnica helénica, alba y ceñida, sino un obscuro traje, de color no bien definido por la escasa luz, y de forma semejante a los que usan a flor de tierra las señoras. Con mayor asombro noté que sus lindos pies no calzaban sandalias,   —185→   sino zapatos y medias. «Veo, señora mía -le dije gozoso-, que nos vamos humanizando. Esto me regocija porque yo soy humano hasta la médula de mis huesos».

Continué desarrollando mi tesis, y cuando yo estaba en lo más entonado de mi oratoria, me cortó la palabra un ruidoso trotar de jinetes o jinetas que detrás venían. Pasando con veloz carrera junto a nosotros, se nos adelantaron con alegre algazara hípica. Eran Graziella y un sinfín de picaronas de su laya, que corrían a tomar la delantera. Con risueña tolerancia, Floriana me dijo: «Adelántese usted, don Tito, y vea de apaciguar a esas locas harto impacientes por llegar al fin. Exhórtelas a la mesura, y amenácelas con mandarlas a la cola si no son juiciosas».

Con mis talones y la varita avivé el paso de mi vaca, y pronto llegué al grupo de las alborotadoras desmandadas. Al recorrer toda la caravana, advertí con júbilo que la invisibilidad había desaparecido casi en absoluto. Ya no había espíritus, ni peri-espíritus, ni formas equívocas. La carne y el hueso, la sangre y la vida, recobraban su imperio. Metido entre la turba de revoltosas, hice otra observación que confirmó mi alegría. Los trajes de ellas eran lindos y vaporosos, sin más que la tela precisa para llegar al término medio entre la ropa y la desnudez. Su alegre vocerío no era la salmodia clásica y desabrida de los himnos báquicos, píthicos o délficos, sino canciones de la vida mundana, con letra y   —186→   música que yo había oído la mar de veces en los teatros populares.

Graziella nos dio un número de circo, divertidísimo, haciendo mil piruetas sobre los lomos de su cabalgadura, y luego una plancha imponente agarrada a las astas del toro, a quien llamaba Perico. Terminado el ejercicio, hízome montar a su lado, y entonces las otras diablesas se abalanzaron a mí, acometiéndome con pellizcos y tirones de orejas. Una de ellas me dijo: «¿Te acuerdas, pillín, de aquella noche... cuando te llevamos por las calles hasta la plazuela de las Comendadoras, diciéndote búscala, que te quemas?». Otra saltó con esto: «Yo y esta amiga mía éramos las que te mandábamos los pretendientes de destinos para que te marearan y volvieran loco.

-¡Ah, bribonas! -exclamé-. Y luego ibais de ministerio en ministerio embaucando a los Ministros para que me concedieran todo lo que yo no les había pedido.

-No, tontín; esa función no era nuestra. Sacaba los destinos, con artes muy sutiles que nosotras no entendemos, la Madre Mariclío, que es la que corre con todo lo tocante a la intriga de lo divino en el terreno de lo humano, asistida, según creemos, de una dama cabalística que tiene a su servicio.

-Y esa dama ¿es la que Floriana trae a su lado?

-No, simple -dijo Graziella-. La que viene montada con Floriana en el toro Padre es Doña Gramática... Tú de todo te asombras.   —187→   A cada palabra que te decimos pones esa cara que parece la del bobo de Coria... Déjame que te explique: Para regir el alma de Floriana en las funciones atañederas a la instrucción de los pueblos, hay un Consejo de sabias o sibilas que se llaman Doña Gramática, Doña Geografía, Doña Aritmética, Doña Caligrafía y otras tales... Las has visto. Van cerca de Floriana.

-Decidme, diablas -exclamé fuera de mí-. ¿Estoy dormido o despierto? Sacadme pronto del dédalo de estos mitos que enloquecerían a la razón misma, si la razón con su luz vivificante no los ahuyentara.

Cuando esto decía, advertí un cambio súbito en la intensidad y color de la claridad que nos iluminaba. Las mujeres, que otro nombre no debo darles, prorrumpieron en clamores de júbilo: «¡Ya llegamos a la luz del sol! ¡Ya tenemos día, ya tendremos noche! ¡Horas, venid; venid, voladores minutos! ¡Dulce Tiempo amigo, compañero y compás de la vida, abrázanos!». En tanto, mi cabeza se despejó súbitamente de visiones, mitos, ensueños, delirios aéreos y telúricos, y de todas las fantasmagorías que se habían metido en ella por obra y arte de la razón de la sinrazón. ¡Realidad, qué hermosa eres!



  —188→  

ArribaAbajo- XVII -

Estábamos en un anchuroso espacio, que era también encrucijada de donde partían diferentes caminos subterráneos. Desmontáronse todas las hembras, y las más traviesas despidieron a sus toros con cariñoso vapuleo de las varas, dándoles los familiares nombres de Perico, Gonzalo, Ventura, Zalamero, Manrique, Lázaro, y otros que se me han ido de la memoria. Las que fueron sílfides o silfidonas graves, hicieron lo propio con sus cabalgaduras, aplicándoles motes más apropiados a la condición taurina. Personas, habla, trajes, todo era real, verdadera resurrección de la carne vivificada por el espíritu. Como yo también había dejado de ser silfo vaporoso, halléme en la plenitud de mi agudeza mental, y pude reconocer por su noble madurez y serio continente a Doña Caligrafía y otras señoras académicas, que iban mezcladas con la muchedumbre llevando libros o fajos de papeles.

Pedibus andando, seguimos nuestro camino estimulados por la luz solar, que cada vez era más viva. Todo mi anhelo era encontrar a Floriana para juntarme a ella. Detuve el paso... Al fin la vi venir acompañada de Doña Gramática, que al salir del estado silfidino era una matrona un tanto maciza, con aire de institutriz o profesora de casa grande. La que   —189→   habíamos llamado Diosa vestía con elegante sencillez, cubriéndose con un abrigo ligero, holgado y muy airoso. Al verla, sentí en mi cerebro una reversión fugaz hacia los desvaríos mitológicos, representándomela como una Musa de origen olímpico ataviada al uso moderno. Alegrose de verme, requirió mi compañía, y hablamos con la naturalidad y llaneza de amigos bien probados. Empezó ella recordándome mi entrada en la escuela de la calle de Rodas, y yo, desenrollando la cinta de mis recuerdos, le dije: «Si mil años viviera, Floriana, no olvidaría la primera vez que vi a usted cara a cara, al salir de las misas por el alma del santo don Hilario...

-Sí, sí; fue una mañana triste. Yo iba de luto riguroso.

-En mi espíritu la había visto a usted mil veces, no enlutada, sino revestida de una blancura celestial.

-¡Por Dios, no se ponga usted tonto! -dijo ella sonriente-. Olvide ahora que a su espíritu me llevaron las mentiras de aquella mujerona que sirvió a mi padre con ideas de lucro.

-Cierto; a mi espíritu vino usted por caminos de mentira; pero ¿qué importa eso? La Naturaleza, Dios si usted quiere, nos trae a veces la luz por caminos obscuros».

La disminución lenta de la claridad solar nos anunciaba la noche. Llegó un instante en que hubimos de retrasar la marcha para evitar tropezones. Las muchachas delanteras cantaban alegremente para dar ánimos a la   —190→   femenil muchedumbre caminante, y hacerle menos pesado el fatigoso andar en medio de tinieblas. Cuando estas llegaron a su completa densidad, ofrecí mi brazo a Floriana, que sin reparo lo aceptó. «Vaya usted tranquila -le dije-. Yo cuido de tantear el suelo para evitar malos pasos». En el mismo instante, Doña Gramática, pasando por detrás de mí, se me colgó del brazo izquierdo, excusándose con estas delicadas expresiones: «Perdone usted, don Tito. Con la obscuridad, no tiene usted más remedio que sostenerme a mí por esta otra banda. Peso un poquito; pero estimo que su amabilidad y galantería superan a mi pesadumbre, y por ello, agarradita a su fuerte brazo, me creo bien segura.

-Bien segura va usted -le respondí-. Mi vigor muscular corre parejas con la cortesía que debo guardar a las damas.

-Ya lo veo, ya lo sé -dijo Doña Gramática con melindre-. Aunque no de gran estatura, es usted un hombre de poder, y no le arredra el peso de dos señoras... ni aunque fueran cuatro. Además, es usted muy amable. Sinceridad por delante, no vacilo en decir que por dondequiera que va el señor don Tito sabe captarse, por su talento y discreción, las simpatías de todo el mundo».

Después de darle las gracias volví la cara, y noté que Floriana se llevaba una mano a la boca para sofocar la risa. «Apañado quedaré -pensaba yo-, si al término de tan endemoniado viaje, Floriana no me quiere y esta vieja pedante me hace el amor».

  —191→  

Pasado un ratito, Floriana se dignó comentar graciosamente las antedichas alabanzas de mi persona: «Posee usted el arte dificilísimo, señor don Tito, de poner a su modestia un granito de sal, la sal de la jactancia. Eso me gusta. Yo creo que las personas que tienen un mérito no deben rebajarlo con afectaciones de humildad. Usted no tiene un solo mérito, sino muchos, y el más digno de admiración para mí es su bondad sin límites, el interés que pone en servir, amparar y proteger a los desfavorecidos por la fortuna que solicitan un empleo, un medio de vivir, un adelantamiento en esta o la otra carrera...

-¡Ah, señorita! -exclamé yo con efusión, dándole el tratamiento que imponía la realidad visible y palpable-. Es que en mi ser domina el corazón, el amor a la humanidad, el desvivirme por el bien ajeno antes que por el propio. Confúndese en mi alma con este sentimiento otro de la misma calidad y estirpe, y es mi adoración de la belleza. Soy un bienhechor y un enamorado. ¿Halla usted, Floriana, en estas dos cualidades alguna diferencia?

-Alguna tal vez habrá; mas yo no la veo. Pienso que el bueno no puede ser totalmente bueno si no ama. Si los enamorados no entraran en el cielo, el cielo estaría vacío».

Estas hermosas palabras me subyugaron, me embelesaron... Desbordeme en clamores de admiración ardiente, que fueron cortados por un gruñido que sonó de la otra parte. Pesando excesivamente sobre mi brazo, Doña   —192→   Gramática dijo con agria voz: «Por la Virgen, Tito, vaya usted con más tiento... ¡Ay! por poco me caigo en un hoyo. Parece que nos lleva usted por donde hay más pedruscos». Di mis excusas con brevedad, y atendí a la voz de Floriana que me decía: «Refrénese, don Tito, y guarde sus hipérboles para mejor ocasión, que no ha de faltarle seguramente, pues yo sé que ha sido usted muy afortunado en amores.

-¡Ah, no, Floriana!... Afortunado no fuí... He sido buscador infatigable del bien que soñaba. Mi ambición, que es mucha, no se contentaba con menos que con el sol de la belleza. Busca buscando, encontré varias estrellas, y, como dijo Calderón, entretúveme con ellas -hasta que el sol mismo vi».

Mientras Floriana me reía la frase, obsequiome Doña Gramática con este otro gruñido: «¡Jesús, que he metido el pie en un charco!... Haga el favor, don Tito, de poner alguna atención por esta parte.

-Muy alto pica el amigo -dijo Floriana entre risas-. No le censuro por eso, que la ambición es la cualidad que hace grandes a los hombres. Para los ambiciosos es el sol, no para los tímidos y apocados».

¡Oh felicidad! Ya no podía dudar que la ideal criatura me daba permiso delicadamente para manifestarle mi pasión. Igualándola en delicadeza, no dije palabra; tan sólo apreté ligeramente mi brazo contra mi costado derecho, creyendo que así me apropiaba el calor de su mano. La iniciación del idilio por   —193→   una parte, y por otra la displicencia de Doña Gramática, eran la prueba palmaria y definitiva de que estábamos en plena Humanidad.

De súbito, vino de la plebe delantera un clamor estruendoso, como el ¡Tierra! de los navegantes, como el ¡Ujijí! con que anunciaban su paso los primitivos montañeses. «Han visto ya la boca de salida -me dijo Floriana. Miré hacia adelante. Vi tan sólo un punto de claridad. Aumentó el vocerío... Siguieron canciones, coplas, palmoteo... Un rato más, y el punto de claridad era ya un semicírculo luminoso, azul; era el cielo, la noche. Apresuramos el paso apretujándonos para llegar pronto a la salida. Doña Gramática, con refunfuños de impaciencia, tiraba de mí. Tuve que soltarla para no cuidarme más que de la comodidad de Floriana...

El medio punto llegó a ser tan grande como el arco de una catedral. Cerca ya de la boca, vi la muchedumbre de estrellas que tachonaban la inmensidad azul. Al pronto no pude hacerme cargo de la parte de cielo que teníamos delante; pero observando mejor, comprendí que mirábamos al Oriente. Floriana fue la primera en reconocer las espléndidas constelaciones zodiacales de Taurus y Géminis.

Fuera de la boca de la caverna, extendimos nuestra vista sobre la inmensidad estrellada. Ya en terreno abierto y llano, la femenil muchedumbre se diseminó y no parecía tan grande. Acompañada de Doña Aritmética se   —194→   me acercó Doña Gramática, y con retintín profesional me dijo: «Señor don Tito, usted que sabe tanto, ¿podrá determinar, por la altura de los astros sobre el horizonte, la hora que es?». Mis conocimientos astronómicos eran nulos; pero no quise dar mi brazo a torcer, y respondí sin vacilar: «Son las once y media».

De pronto, vi una inmensa superficie de agua quieta y bruñida, sobre la cual se destacaban las recortadas siluetas de dos o tres islas habitadas tal vez por ninfas oceánicas. «Este lago es lo que llamamos el Mar Menor -dijo una señora delgaducha que me pareció Doña Caligrafía-. ¿Ve usted aquella luz?... No la confunda con una estrella. Es la farola de Cabo Palos. Aquí, por la derecha, tenemos a Balsicas, que es camino para Cartagena».

Cuando creí que se habían acabado los prodigios, tuve una sorpresa que me dejó estupefacto. Una mujer desconocida me entregó mi maleta y desapareció corriendo. No dije una palabra. Las alborotadoras delanteras seguían cantando a mucha distancia de nosotros. A los diez minutos de marcha nos aproximamos a un caserío que debía de ser Balsicas. Nuevo asombro mío. Aparecieron dos señores bien vestidos que saludaron cortésmente a Floriana y a las matronas que iban con ella. La Diosa se desprendió de mi brazo. Seguíla yo a corta distancia, y pronto llegamos a donde vi no sé si tres o cuatro tartanas. Nada me sorprendía ya, ni aun el ver que unas mujeres y dos o tres chiquillos colocaran en aquellos vehículos las maletas de Floriana   —195→   y de sus compañeras. Y yo ¿qué hacía, a dónde iba?

De esta confusión, que llegó a ser ansiedad, me sacó uno de los corteses caballeros, el cual se llegó a mí para decirme: «Usted puede venir en esta tartana. Uno de nosotros le acompañará, y le llevaremos a una buena fonda. En mala ocasión vienen ustedes. Cartagena está revuelta. El Cantón nos trae locos». Con movimiento simultáneo, Floriana y yo nos aproximamos uno a otro para despedirnos. No tuve tiempo de decirle las mil finezas que brotaron de mi mente. Con prontitud y afecto, estrechándome la mano, la divina mujer me dijo: «Adiós, Tito, hasta mañana. ¡Ay qué dolor! Hemos venido a un volcán. Adiós, adiós».

Ocupamos las tartanas. A mí me tocó ir en compañía de Doña Gramática, Doña Aritmética y dos señores. Muchas de las que fueron sílfides y ya eran hembras de diferentes cataduras, se quedaron en el pueblo esperando que vinieran más vehículos. Cuando las tartanas echaron a andar una tras otra, pasamos junto a la pandilla de las alborotadoras, que animosas se lanzaban a seguir a pie hasta Cartagena, amenizando el viaje con la regocijada algarabía de sus cánticos y vivo parloteo. Entre ellas vi algunos mocetones a los que llamaban Perico, Zalamero, Ventura, Lázaro, Manrique, Gonzalo y demás...

El trayecto desde Balsicas a Cartagena fue para mí muy triste. Desconocía la comarca, y no podía prever las derivaciones vitales   —196→   que me traería mi Destino en la ciudad facciosa. Por lo que hablaban mis compañeros de coche, comprendí que no eran afectos al Cantón. Uno de ellos me pareció funcionario Centralista, destituido por las autoridades del Estado Cartagenero; el otro se reveló como comerciante, dolido de la paralización de los negocios. Doña Gramática, en quien el lector ha podido apreciar, por lo antes relatado, una fuerte propensión a la verbosidad entonada, pidió a los señores informes precisos de la sublevación cantonalista, y ambos contestaron entre risas y lamentaciones varios conceptos que pueden resumirse así:

«¡Ah, señora! Aquí tenemos una pequeña nación con todos los requilorios de una nación vieja y grande... Tenemos Comité de Salud Pública, Generalísimo de los Ejércitos de mar y tierra, Tesorería... sin un cuarto; y para que nada falte, piensan acuñar moneda...». Acogía Doña Aritmética estas noticias con aspavientos de asombro, y Doña Gramática las comentó con gravedad, deplorando los conflictos que podrían sobrevenir. Luego, señalándome en la forma habitual de las presentaciones, lanzó una caprichosa insinuación que no me hizo maldita gracia: «Pues para contarle a España y al mundo las atrocidades que aquí pasan, y las que seguirán si Dios no lo remedia, ha venido expresamente de Madrid con nosotras este ilustre historiador, don Tito Liviano, que pondrá todas las cosas en su punto, y a cada uno de estos malandrines dará su merecido».

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Ligeramente sonrojado me incliné. Algo quise decir; pero la matrona me cortó la palabra, prosiguiendo así: «No disfrace su mérito con antifaz de modestia, señor don Tito. Madrid entero reconoce a usted como el erudito más concienzudo que cuenta en su seno la Academia de la Historia... Y sepan estos señores que esa misma Academia de la Historia es la que acá le manda para que relate y aprecie, día por día y hora por hora, los acaecimientos del dislocado Cantón.

-Pues tenga cuidado -indicó uno de los caballeros- con que se le escape algo que no sea del gusto de esta gente. No le arriendo la ganancia si no compone sus Historias al son de lo que quieran el Cárceles, el Contreras y el Antoñete Gálvez».

Sin dejarme meter baza, Doña Gramática siguió despotricando de esta manera: «¡Ah, no saben ustedes lo que es este don Tito con la pluma en la mano! Posee el secreto de la imparcialidad, sin agraviar a nadie. Crean ustedes que hará una obra maestra, añadiendo una página a la Historia de esta ilustre Ciudad, que los antiguos, como ustedes saben, llamaron Cartago Espartaria, por el achaque del esparto que producía este terruño. Sabrán también que fue Asdrúbal el que la hizo capital de su Gobierno en la Península, cambiando el nombre que antes dije por el de Cartago Nova».

Asintieron con cabezadas los buenos señores; pero bien se les conocía que no sabían jota de tales antiguallas... Picando en diferentes   —198→   temas que se relacionaban con la trapatiesta cantonal, llegamos a la población al romper el día, traspasando la muralla por una puerta en que vi guardia de Milicianos. Momentos después pararon las tartanas en una plazuela, donde descendieron todas las mujeres, incluso Doña Gramática y Doña Aritmética. Uno de los caballeros bajó también, y con el otro seguí en el coche hasta llegar a mi albergue, que según supe después se llamaba Fonda Francesa.

Mi acompañante, cortés y obsequioso, no se separó de mí hasta dejarme instalado en la habitación, y reiterándome que anduviera con pulso en mis Historias, ofreciose como amigo, guía y consejero en la turbulenta ciudad. En pleno día me acosté, movido de un hondo cansancio; mas no pude conciliar el sueño por la nerviosa excitación que llenaba de espinas las sábanas hospederiles. En mi mente volteaba esta fatídica interrogación: ¿Era verdad o mentira, realidad o sueño, mi largo transcurso por las entrañas de la tierra?