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Renacimiento

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Fernando de Rojas


La Celestina30

CALISTO.-   ¡Pármeno!

PÁRMENO.-   ¿Señor?

CALISTO.-   ¿No oyes, maldito sordo?

PÁRMENO.-   ¿Qué es, señor?

CALISTO.-   A la puerta llaman; corre.

PÁRMENO.-   ¿Quién es?

SEMPRONIO.-   Abre a mí y a esta dueña.

PÁRMENO.-   Señor, Sempronio y una puta vieja alcoholada31 daban aquellas porradas.

CALISTO.-   ¡Calla, calla, malvado, que es mi tía; corre, corre, abre! [...]

PÁRMENO.-   ¿Por qué, señor, te matas? ¿Por qué, señor, te acongojas? ¿Y tú piensas que es vituperio en las orejas de esta el nombre que la llamé? No lo creas, que así se glorifica en oírlo, como tú cuando dicen: «Diestro caballero es Calisto». Y de más, de esto es nombrada, y por tal título conocida. Si entre cien mujeres, va alguno y dice: «¡Puta vieja!», sin ningún empacho luego vuelve la cabeza y responde con alegre cara. En los convites, en las fiestas, en las bodas, en las cofradías, en los mortuorios, en todos los ayuntamientos de gente, con ella pasan tiempo32. Si pasa por los perros, a aquello33 suena su ladrido; si está cerca de las aves, otra cosa no cantan; si cerca los ganados, balando la pregonan; si cerca las bestias, rebuznando dicen: «¡Puta vieja!». Las ranas de los charcos otra cosa no suelen mentar. Si   -58-   va entre los herreros, aquello dicen sus martillos. Carpinteros y armeros, herradores, caldereros, arcadores34, todo oficio de instrumentos forma en el aire su nombre. Cántanla los carpinteros, péinanla los peinadores; tejedores, labradores en las huertas, en las aradas, en las segadas, con ella pasan al afán cotidiano. Al perder en los tableros, luego suenan sus loores35. Todas cosas que son hacen36, a doquier que ella está, el tal nombre representan. ¡Oh, qué comedor de huevos asados37 era su marido! ¿Qué quieres más? Sino que, si una piedra topa con otra, luego suena: «¡Puta vieja!».




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Anónimo


Lazarillo de Tormes38

Estábamos en Escalona39, villa del duque de ella40, en un mesón, y diome un pedazo de longaniza para que se la asase. Ya que la longaniza había pringado41 y comídose las pringadas, sacó un maravedí de la bolsa y mandó que fuese por él de vino a la taberna. Púsome el demonio el aparejo42 delante los ojos, el cual, como suelen decir, hace al ladrón43, y fue que había junto al fuego un nabo pequeño, larguillo y ruinoso, y tal que, por no ser para la olla, debió de ser echado allí. Y como al presente nadie estuviese, sino él y yo solos, como me vi con apetito goloso, habiéndoseme puesto dentro el sabroso olor de la longaniza, del cual solamente sabía que había de gozar, no mirando qué me podría suceder, pospuesto todo el temor por cumplir con el deseo, en tanto que el ciego sacaba de la bolsa el dinero, saqué la longaniza y muy presto metí el sobredicho nabo en el asador, el cual, mi amo, dándome el dinero para el vino, tomó y comenzó a dar vueltas al fuego, queriendo asar al que, de ser cocido, por sus deméritos había escapado. Yo fui por el vino, con el cual no tardé en despachar la longaniza y, cuando vine, hallé al pecador del ciego que tenía entre dos rebanadas apretado el nabo, al cual aún no había conocido por no haberlo tentado con la mano. Como tomase las rebanadas y mordiese en ellas pensando también llevar parte de la longaniza, hallose en frío con el frío nabo. Alterose y dijo:

-¿Qué es esto, Lazarillo?

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-¡Lacerado de mí44! -dije yo-. ¿Si queréis a mí echar algo? ¿Yo no vengo de traer el vino? Alguno estaba ahí y por burlar haría esto.

-No, no -dijo él-, que yo no he dejado el asador de la mano; no es posible.

Yo torné a jurar y perjurar que estaba libre de aquel trueco y cambio; mas poco me aprovechó, pues a las astucias del maldito ciego nada se le escondía. Levantose y asiome por la cabeza y llegose a olerme. Y como debió sentir el huelgo, a uso de buen podenco, por mejor satisfacerse de la verdad, y con la gran agonía que llevaba, asiéndome con las manos, abríame la boca más de su derecho y desatentadamente metía la nariz. La cual él tenía luenga y afilada, y a aquella sazón, con el enojo, se había aumentado un palmo; con el pico de la cual me llegó a la golilla45.

Y con esto, y con el gran miedo que tenía, y con la brevedad del tiempo, la negra longaniza46 aún no había hecho asiento en el estómago; y lo más principal: con el destiento de la cumplidísima nariz, medio casi ahogándome, todas estas cosas se juntaron y fueron causa que el hecho y golosina se manifestase y lo suyo fuese vuelto a su dueño. De manera que, antes que el mal ciego sacase de mi boca su trompa, tal alteración sintió mi estómago, que le dio con el hurto en ella, de suerte que su nariz y la negra mal mascada longaniza a un tiempo salieron de mi boca.

¡Oh gran Dios, quién estuviera aquella hora sepultado, que muerto ya lo estaba! Fue tal el coraje del perverso ciego, que, si al ruido no acudieran, pienso no me dejara con la vida. Sacáronme de entre sus manos, dejándoselas llenas de aquellos pocos cabellos que tenía, arañada la cara y rascuñado47 el pescuezo y la garganta. Y esto bien lo merecía, pues por su maldad me venían tantas persecuciones.

Contaba el mal ciego a todos cuantos allí se allegaban mis desastres, y dábales cuenta una y otra vez, así de la del jarro como de la del racimo, y ahora de lo presente. Era la risa de todos tan grande, que toda la gente que por la calle pasaba entraba a ver la fiesta; mas con tanta gracia y donaire recontaba48 el ciego mis hazañas, que, aunque yo estaba tan maltratado y llorando, me parecía que hacía sinjusticia en no reírselas.

[...]

Visto esto y las malas burlas que el ciego burlaba de mí, determiné de todo en todo dejalle, y, como lo traía pensado y lo tenía en voluntad, con este postrer juego que me hizo afirmelo más. Y fue así que luego otro día salimos   -61-   por la villa a pedir limosna, y había llovido mucho la noche antes; y porque el día también llovía, y andaba rezando debajo de unos portales que en aquel pueblo había, donde no nos mojamos, mas como la noche se venía y el llover no cesaba, díjome el ciego:

-Lázaro, esta agua es muy porfiada, y cuanto la noche más cierra, más recia. Acojámonos a la posada con tiempo.

Para ir allá habíamos de pasar un arroyo, que con la mucha agua iba grande. Yo le dije:

-Tío, el arroyo va muy ancho; mas si queréis, yo veo por dónde atravesemos más pronto sin mojarnos, porque se estrecha allí mucho, y, saltando, pasaremos a pie enjuto.

Pareciole buen consejo y dijo:

-Discreto eres, por esto te quiero bien; llévame a ese lugar donde el arroyo se angosta, que ahora es invierno y sabe mal el agua, y más llevar los pies mojados.

Yo que vi el aparejo a mi deseo, saquéle de debajo de los portales y llevélo derecho de un pilar o poste de piedra que en la plaza estaba, sobre el cual y sobre otros cargaban saledizos de aquellas casas, y dígole:

-Tío, este es el paso más angosto que en el arroyo hay.

Como llovía recio y el triste se mojaba, y con la prisa que llevábamos de salir del agua, que encima se nos caía, y, lo más principal, porque Dios le cegó aquella hora el entendimiento (fue por darme de él venganza), creyose de mí, y dijo:

-Ponme bien derecho y salta tú el arroyo.

Yo le puse bien derecho enfrente del pilar, y doy un salto y póngome detrás del poste, como quien espera tope de toro, y díjele:

-¡Sus, saltad todo lo que podáis, porque deis de este cabo del agua!

Aún apenas lo había acabado de decir, cuando se abalanza el pobre ciego como cabrón y de toda su fuerza arremete, tomando un paso atrás de la corrida para hacer mayor salto, y da con la cabeza en el poste, que sonó tan recio como si diera con una gran calabaza, y cayó luego para atrás medio muerto y hendida la cabeza.

-¿Cómo, y olisteis la longaniza y no el poste? ¡Oled! ¡Oled! -le dije yo.

Y dejele en poder de mucha gente que lo había ido a socorrer, y tomé la puerta de la villa en los pies de un trote, y, antes que la noche viniese, di conmigo en Torrijos49. No supe más lo que Dios de él hizo ni me preocupé de saberlo.





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Lope de Rueda


La carátula50

 

ALAMEDA, simple. SALCEDO, su amo.

 

ALAMEDA.-   ¿Acá está vuesa merced, señor mosamo51?

SALCEDO.-   Aquí estoy, ¿tú no lo ves?

ALAMEDA.-   Pardiez, señor, a no toparos, que no le pudiera encontrar, aunque echara más vueltas que un podenco cuando se viene a acostar.

SALCEDO.-   Por cierto, Alameda, que es negocio ese que se te puede creer fácilmente.

ALAMEDA.-   A no creerme, dijera que no estabais en vuestro juicio; pues a fe que vengo a tratar con vuesa merced un negocio que me va mucho en mi conciencia, si acaso me tiene cilicio.

SALCEDO.-   Silencio querrás decir.

ALAMEDA.-   Sí, silencio será. Pienso que....

SALCEDO.-   Pues di lo que quieres, que el lugar harto apartado es, si ha de haber silencio o cosa de secreto.

ALAMEDA.-   ¿Hay quien nos pueda oír por aquí? Mírelo bien, porque es cosa de grande secreto. Y en topetando que le topeté, luego le conocí que era vuesa merced como si me lo hubieran dicho al oído.

SALCEDO.-   Que te creo sin falta.

ALAMEDA.-   ¿Pues no me había de creer siendo nieto de pastelero52?

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SALCEDO.-   ¿Qué hay? Acabemos.

ALAMEDA.-   Hable quedo53.

SALCEDO.-   ¿Qué aguardas?

ALAMEDA.-   Más quedo.

SALCEDO.-   Di lo que has de decir.

ALAMEDA.-   ¿No hay quien nos escuche?

SALCEDO.-   ¿No te hemos dicho que no?

ALAMEDA.-   Sabed que he hallado una cosa con que podré ser hombre54 de Dios en ayuso55.

SALCEDO.-   ¿Cosa de hallar, Alameda? Tu compañero quiero ser.

ALAMEDA.-   No, no; solo me lo hallé, solo me lo quiero gozar, si la fortuna no me es adversa.

SALCEDO.-   Muestra qué te has hallado: enséñanoslo.

ALAMEDA.-   ¿Ha visto vuesa merced un cernícalo?

SALCEDO.-   Sí, muy bien.

ALAMEDA.-   Pues mayor es mi hallazgo, con más de veinticinco maravedís.

SALCEDO.-   ¿Es posible? Muestra a ver.

ALAMEDA.-   Ni sé si la venda, ni sé si la empeñe.

SALCEDO.-   Muestra.

ALAMEDA.-   A paso, a paso56, mírela tantico.

SALCEDO.-   ¡Oh, desventurado de mí! ¿Qué todo eso era tu hallazgo?

ALAMEDA.-   ¡Cómo! ¿No es bueno? Pues sepa vuesa merced que, viniendo del monte por leña, me la encontré junto al vallado del corralejo este diablo de hilosomía57. ¿Y adónde nacen estas, si sabe vuesa merced?

SALCEDO.-   Hermano Alameda, no sé qué te diga, sino que fuera mejor que se te cayeran las pestañas de los ojos antes que te aconteciera una desdicha tan grande.

ALAMEDA.-   ¿Desdicha es hallarse el hombre una pieza como esta?

SALCEDO.-   ¡Y cómo si es desdicha! No quisiera estar en tu piel por todo el tesoro de Venecia. ¿Tú conoces este pecador58?

ALAMEDA.-   ¿Pecador es este?

SALCEDO.-   Me parece a mí que lo quiero conocer59.

ALAMEDA.-   Yo también.

  -64-  

SALCEDO.-   Dime, Alameda: ¿no tienes noticia del santero que desollaron los ladrones la cara por robarlo, Diego Sánchez?

ALAMEDA.-   ¿Diego Sánchez?

SALCEDO.-   Sí, Diego Sánchez; no me puedes negar que no sea este.

ALAMEDA.-   ¿Que este es Diego Sánchez? ¡Oh, desdichada de la madre que me parió! ¿Pues cómo no me encontró60 Dios con unas alforjas de pan, y no con una cara de un desollado? ¡Eh, Diego Sánchez, Diego Sánchez! No, no pienso que responderá por más voces que le den. Y diga, señor: ¿qué se hicieron de los ladrones? ¿Los hallaron?

SALCEDO.-   No los han hallado, pero sábete, hermano Alameda, que anda la justicia muerta por saber quiénes son los delincuentes.

ALAMEDA.-   Y por dicha61, señor, ¿soy yo ahora el delincuente?

SALCEDO.-   Sí, hermano.

ALAMEDA.-   ¿Pues qué me harán si me cogen?

SALCEDO.-   El menor mal que te harán, cuando muy misericordiosamente se hayan62 contigo, será ahorcarte.

ALAMEDA.-   ¿Ahorcarme? Y después me echarán a galeras... y más yo, que soy algo ahogadizo en la garganta... y aun por averiguado tengo, señor, que si me ahorcasen, se me quitaría la gana de comer...

SALCEDO.-   Lo que te doy por consejo, hermano Alameda, es que luego te vayas a la ermita de San Antón, y te hagas santero, así como lo era el otro cuitado, y de este arte la justicia no te hará mal ninguno.

ALAMEDA.-   Y dígame, señor: ¿cuánto me costará una tablilla63 y campanilla como aquella de aquel desdichado?

SALCEDO.-   No es menester hacerla de nuevo, que la del pasado santero anda vendiendo el pregonero de la villa y se la podrás comprar; mas de una cosa tengo miedo...

ALAMEDA.-   Yo de más de doscientas... ¿Y es la suya de qué?

SALCEDO.-   Que estando solo en la ermita te podría asustar64 alguna noche el espíritu de aquel cuitadillo; pero más vale que te asuste a ti que no que asustes tú a otros colgado del pescuezo, como podenco en barbacana65.

ALAMEDA.-   Y más yo, que en apretándome la nuez un poco, no puedo resollar.

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SALCEDO.-   Pues hermano, anda presto, porque, si te tardas, podría ser que topases con la justicia.

ALAMEDA.-   ¿Y qué se ha de hacer de esta filomancia66, o lo que sea?

SALCEDO.-   Esta, déjala estar, no te topen con ella.

ALAMEDA.-   Pues yo me voy; ruegue a Dios que me haga buen santero. Ahora ¡sus67!, quedad en buena hora, señor Diego Sánchez.

SALCEDO.-   Ahora menester será, pues le he hecho creer a ese animalazo que esta carátula es el rostro de Diego Sánchez, de hacerle una burla sobre ella; y es que yo me quiero ir a apañar68 con una sábana lo mejor y más artificiosamente que pueda, y le saldré al encuentro, fingiendo que soy el espíritu de Diego Sánchez, y veréis qué burla tan concertada será esta. ¡Sus! Lo voy a poner por obra.

 

(Éntrase SALCEDO y sale ALAMEDA, simple, vestido como santero, con una lumbre en la mano y una campanilla.)

 

ALAMEDA.-   ¡Para la lámpara del aceite, señores! Trabajosísima cosa es el hombre santero, que nunca se mantiene sino de mendrugos de pan, que no parezco sino gozque69 de conejero, que lo matan de hambre porque cace mejor a sabor. Y más, que los gozques que solía tener por amigos, como me ven con este traje, me han desconocido, y como ven que de puerta en puerta ando pidiendo y les recojo los mendrugos de pan que ellos solían tener por principal mantenimiento, así se vienen a mí, las bocas abiertas, como el cuquillo70 a las mariposas.

Y lo peor de todo es que no se menea un mosquito en la ermita, cuando luego pienso que es el ánima del santero desollado, y no tengo otro remedio sino, en sintiendo algo, capuzarme71 la cabeza debajo la ropa, que no parezco sino olla de arroz que la tapan porque no se le salga la sustancia de ella. Dios me despene por quien él es, amén.

SALCEDO.-    (Con lúgubre voz de ultratumba.)  ¡Alameda!

ALAMEDA.-   ¡Ay, llamado me han! ¿Hay quien dé, por Dios, para la lámpara de aceite?

SALCEDO.-   ¡Alameda!

ALAMEDA.-   Ya son dos llamadas. ¿Alameda y en mitad del monte? No es por mi bien. ¡Dios sea conmigo!  (Se santigua.) 

  -66-  

SALCEDO.-   ¡Alameda!

ALAMEDA.-   El Espíritu Santo consolador sea conmigo y contigo, amén. Quizá será alguno que me quiere dar limosna.

SALCEDO.-   ¡Alameda!

ALAMEDA.-   Así, así, mucho «¡Alameda, Alameda!», y después me quebrarán el ojo con una blanca72.

SALCEDO.-   ¡Alonso de Alameda!

ALAMEDA.-   ¿Alonso y todo? Ya me saben el nombre de pila. No es por bien esto. Voy a preguntar quién es, con dolor de mi corazón. ¿Quién sois?

SALCEDO.-   ¿No me conoces en la voz?

ALAMEDA.-   ¿Yo en la voz? Ni aun querría. No os conozco, si no os viese la cara.

SALCEDO.-   ¿Conociste a Diego Sánchez?

ALAMEDA.-   ¡Él es, él es! Mas... podrá ser que no sea él, sino otro. Señor, conocí siete u ocho en esta vida.

SALCEDO.-   Pues ¿cómo no me conoces a mí?

ALAMEDA.-   ¿Sois vos alguno de ellos?

SALCEDO.-   Sí soy, porque antes de que me desollaran la cara...

ALAMEDA.-   ¡El desollado es, el desollado es! ¡Dios sea con mi ánima!

SALCEDO.-   Porque me conozcas me quiero mostrar a ti.

ALAMEDA.-   ¿A mí? Yo os lo perdono. Mas, señor Diego Sánchez, aguarde que pase por el camino otro que lo conozca mejor que yo.

SALCEDO.-   A ti soy enviado.

ALAMEDA.-   ¿A mí, señor Diego Sánchez? Por amor de Dios, yo me doy por vencido y me pesa de buen corazón y de la mala voluntad.

SALCEDO.-   ¿Qué dices?

ALAMEDA.-   Estoy turbado, señor.

SALCEDO.-    (Apareciendo envuelto en una sábana blanca.)  ¿Me conoces ahora?

ALAMEDA.-    (Temblando de miedo.)  ¡Ta, ta, ta... sí, señor! ¡Ta, ta, ta... ya le conozco!

SALCEDO.-   ¿Quién soy yo?

ALAMEDA.-   Pluguiera a Dios que nunca lo fuerais. ¿Y no tenéis cara?

SALCEDO.-   Antes solía tener cara, aunque ahora la tengo postiza por mis pecados.

ALAMEDA.-   Pues ¿qué quiere ahora, señor, su merced Diego Sánchez?

SALCEDO.-   ¿Dónde están las notomías73 de los muertos?

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ALAMEDA.-   (A las sepulturas me envía.) ¿Y comen allá, señor Diego Sánchez?

SALCEDO.-   Sí, ¿por qué lo dices?

ALAMEDA.-   ¿Y qué comen?

SALCEDO.-   Lechugas cocidas y raíces de malvas74.

ALAMEDA.-   ¡Bellaco manjar es ese por cierto! ¡Qué de purgados debe de haber allá! ¿Y por qué me queréis llevar con vos?

SALCEDO.-   Porque sin mi licencia os pusisteis mis ropas.

ALAMEDA.-   Tómelas, tómelas, y lléveselas, que no las quiero.

SALCEDO.-   Vos propio habéis de venir, y si diereis el descargo que convenga, os dejarán que volváis.

ALAMEDA.-   ¿Y si no?

SALCEDO.-   Os quedaréis con las notomías en las cisternas75 viejas; mas resta otra cosa.

ALAMEDA.-   ¿Qué es, señor?

SALCEDO.-   Habéis de saber que aquellos que me desollaron me echaron en un arroyo...

ALAMEDA.-   ¡Fresco estaría allí su Magnificencia!

SALCEDO.-   ... y es menester que al punto de la media noche vayáis al arroyo y saquéis mi cuerpo, y le llevéis al cementerio de San Gil, que está al cabo de la villa, y allí junto digáis a grandes voces: ¡Diego Sánchez!

ALAMEDA.-   Y diga, señor; ¿tengo que ir ahora?

SALCEDO.-   Ahora mismo.

ALAMEDA.-   Pues, señor Diego Sánchez, ¿no será mejor que vaya a casa a por un borrico en que vaya caballero su cuerpo?

SALCEDO.-   Sí, ve pronto.

ALAMEDA.-   En seguida vuelvo.

SALCEDO.-   Andad, que aquí os aguardo.

ALAMEDA.-   Dígame, señor Diego Sánchez: ¿cuánto hay de aquí al día del juicio?

SALCEDO.-   Dios lo sabe.

ALAMEDA.-   (Pues hasta que lo sepáis vos, podéis aguardar.)

SALCEDO.-   Venid presto.

ALAMEDA.-   No comáis hasta que venga.

SALCEDO.-   ¿Ah, sí? Aguarda, pues.

ALAMEDA.-   ¡Válgame Santa María! ¡Dios sea conmigo, que me viene siguiendo!




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Baltasar del Alcázar76


Epigramas




En el baile


   Entraron en una danza
doña Constanza y don Juan:
cayó, danzando, el galán,
pero no doña Constanza.

   De la gente cortesana
que lo vio, quedó juzgado
que don Juan era pesado;
doña Constanza, liviana.



   Donde el sacro Betis baña
con manso curso la tierra,
que entre sus muros encierra
toda la gloria de España,

   reside Inés la graciosa,
la del dorado cabello;
pero a mí, ¿qué me va en ello?
Maldita de Dios la cosa.

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    Este nombre Pedro es bueno,
por la memoria estimado
del pontífice nombrado
sucesor del Nazareno.

   Pero si queréis quitadle
la cuarta letra y dejadle,
se resuelve en un suspiro
que ninguno habrá que a tiro
de arcabuz os esperalle.




A uno muy gordo de vientre y muy presumido de valiente


   No es mucho que en la ocasión,
Julio, muy valiente seas,
si haces cuando peleas
de las tripas corazón.




Cena jocosa


   En Jaén, donde resido,
vive don Lope de Sosa,
y direte, Inés, la cosa
más brava dél que has oído.

   Tenía este caballero
un criado portugués...
Pero cenemos, Inés,
si te parece, primero.

   La mesa tenemos puesta,
lo que se ha de cenar, junto,
las tazas del vino a punto,
falta comenzar la fiesta.
-70-

   Comience el vinillo nuevo,
y échole la bendición;
yo tengo por devoción
de santiguar lo que bebo.

   Franco fue, Inés, este toque77:
pero arrójame la bota,
vale un florín cada gota
de aqueste vinillo aloque78.

   ¿De qué taberna se trajo?
Mas ya... de la del cantillo79;
diez y seis vale el cuartillo80;
no tiene vino más bajo.

   Por nuestro Señor que es mina
la taberna de Alcocer;
grande consuelo es tener
la taberna por vecina.

   Si es o no invención moderna,
vive Dios, que no lo sé,
pero delicada fue
la invención de la taberna.

   Porque allí llego sediento,
pido vino de lo nuevo,
mídenlo, dánmelo, bebo,
págolo y voyme contento.

   Esto, Inés, ello se alaba,
no es menester alaballo;
sólo una falta le hallo:
que con la priesa se acaba.

   La ensalada y salpicón
hizo fin; ¿qué viene ahora?
La morcilla, ¡oh gran señora,
digna de veneración!
-71-

   ¡Qué oronda viene y qué bella!
¡Qué través y enjundia tiene!
Paréceme, Inés, que viene
para que demos en ella.

   Pues ¡sus!81, encójase y entre,
que es algo estrecho el camino.
No eches agua, Inés, al vino;
no se escandalice el vientre.

   Echa de lo trasañejo82,
porque con más gusto comas;
Dios te guarde, que así tomas,
como sabia, mi consejo.

   Mas di, ¿no adoras y precias
la morcilla ilustre y rica?
¡Cómo la traidora pica!
¡Tal debe tener especias!

   ¡Qué llena está de piñones!
Morcilla de cortesanos,
y asada por esas manos
hechas a cebar lechones.

[...]

   El corazón me revienta
de placer; no sé de ti,
¿cómo te va? Yo por mí
sospecho que estás contenta.

   Alegre estoy, vive Dios;
mas oye un punto sutil.
¿No pusiste allí un candil?
¿Cómo remanecen83 dos?

   Pero son preguntas viles;
ya sé lo que puede ser:
con este negro beber84
se acrecientan los candiles.
-72-

    Probemos lo del pichel85,
alto licor celestial:
no es el aloquillo tal86,
ni tiene que ver con él.

   ¡Qué suavidad! ¡Qué clareza!
¡Qué rancio gusto y olor!
¡Qué paladar! ¡Qué color!
¡Todo con tanta fineza!

   Mas el queso sale a plaza87,
la moradilla88 va entrando,
y ambos vienen preguntando
por el pichel y la taza.

   Prueba el queso, que es extremo89,
el de Pinto no le iguala;
pues la aceituna no es mala:
bien puede bogar su remo90.

   Haz, pues, Inés, lo que sueles,
daca91 de la bota llena
seis tragos; hecha es la cena,
levántense los manteles.

   Ya que, Inés, hemos cenado
tan bien y con tanto gusto,
parece que será justo
volver al cuento pasado.

   Pues sabrás, Inés hermana,
que el portugués cayó enfermo...
Las once dan, yo me duermo;
quédese para mañana.





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Juan de Timoneda


Sobremesa y alivio de caminantes92


Por qué se dijo: «Qué, ¿búscasle consonante93

Un paje muy gran tronador, estando sirviendo a la mesa de su señor, no pudiendo hacer más, aflojose por abajo. Y él, porque no tuviese de ello su amo sentimiento, comenzó a torcer el pie por tierra, haciendo ruido; pero el señor, sintiendo lo que pasaba, dijo graciosamente:

-Qué, ¿búscasle consonante?




Por qué se dijo: «Ni la una ni las dos»

Una mujer de un rústico labrador tenía amores con un licenciado, el cual era compadre de su marido. Y el labrador convidole un día a un par de perdices. Como la mujer las hubiese asado, y se tardasen, y a ella le creciese el apetito, se las comió. Venidos a comer, no tuvo otro remedio sino dar a su marido la cuchilla, para que la amolase. Estando amolando, acercose al licenciado y díjole:

-Íos presto, señor, porque mi marido ha sabido de nuestros amores, y os quiere cortar ambas orejas; ¿no veis cómo está amolando la cuchilla?

Él, entonces, dio en huir.

Dijo la mujer:

-Marido, el compadre se lleva las perdices.

Saliendo el labrador a la puerta con la cuchilla en la mano, decía:

-Compadre, a lo menos una.

Respondió el licenciado:

-¡Oh, hideputa! Ni la una ni las dos.







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Esteban de Garibay


Cuentos de Garibay

Topando un hombre en la calle a un hombre corcovado94, díjole:

-¿De adónde eres, hombre corcovado?

Respondió:

-De las espaldas.

* * *

Un padre tenía un hijo necio, y queriéndole desposar, encomendole mucho que no hablase, por que no entendiesen que era necio. Y estando todos sentados a la mesa, los parientes de la novia dijeron que parecía el desposado necio, como no le veían hablar; y oyéndolo el desposado, dijo a su padre:

-Señor; bien puedo ya hablar, que ya me han conocido.

* * *

Sirvieron a la mesa del señor unos peces pequeños a un fraile, y al señor, grandes. Estaba a la mesa el fraile, y no hacía más que tomar de los peces chicos y ponérselos al oído y echarlos debajo de la mesa. El señor miró en ello y díjole:

-Padre, ¿huelen mal esos peces?

Respondió:

-No, señor; sino que pasando mi padre un río, se ahogó, y preguntábales si se habían hallado a la muerte de mi padre. Ellos me respondieron que eran muy pequeños; que no, que esos de vuestra señoría, que eran mayores, podría ser que se hubiesen hallado.

Entendido por el señor, diole de los peces grandes, diciéndole:

-Tome, y pregúnteles por la muerte de su padre.





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Melchor de Santa Cruz


Floresta de apotegmas y sentencias95

Fue uno a pedir un asno prestado a un vecino. Dijo que no le tenía en casa. Sucedió que, en diciendo esto, rebuznó el asno. Replicó el que se lo pedía:

-¿Cómo decíais que no estaba en casa?

Respondiole muy enojado:

-Pues, ¡cuerpo de tal!, ¿creéis vos a mi asno más que a mí?

* * *

Fueron unas señoras a un lugar que está a una legua de Toledo, a visitar a la mujer de un escudero que estaba parida. Y para darles colación, llamó el escudero a un mozo que tenía por muy diligente. Y encareciéndole que iría tan presto a Toledo como otro podía ir a la plaza, le mandó que ensillase una jaca y fuese prestamente a la ciudad y comprase dos cajas de diacitrón96. Desde a un rato que el mozo salió de palacio, dijo el escudero:

-Ahora está mi criado en la mitad del camino.

Y desde a un poco replicó:

-Ahora entra en Toledo.

Y de la misma manera tornó a decir:

-Ahora llegó a tal parte.

Y desde a medio cuarto de hora, dijo:

-Ahora entra en casa.

Y llamándole por su nombre, entró donde estaba su criado. Preguntándole:

-¿Qué es de la colación?

Respondió:

-Señor, no hallo el freno de la jaca.





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Juan de Arguijo


Cuentos españoles

El licenciado Morillas, cura de la Parroquia de San Vicente, de Sevilla, fue a pedir limosna por su colación97, Sábado de Pascua, para dar otro día pan y carne a los pobres. Llegó a la casa de un viejo muy rico y muy avaro, el cual le dio un cuarto98, de limosna, de los falsos, que llaman de fraile o de Santo Domingo. No advirtió entonces él qué era lo que recibía; pero después, no pudiendo pasar el cuarto entre otros, ni hallando salida de él, se acordó de quién se lo había dado. Guardolo para restituírselo, y el Domingo de Pascua, yendo el viejo a que le comulgase el mismo cura, disimuladamente le metió el cuarto en la boca, en lugar de la forma.

El hombre, sintiendo la dureza y el frío del metal, quedó turbado, pareciéndole milagro, y no osaba sacarlo de la boca, ni tampoco contar el suceso, por el escándalo del pueblo.

Tomó por expediente decirle muy bajito al cura:

-Padre, no pude pasarlo.

El cual le respondió:

-Tampoco lo pude yo pasar.

* * *

Leyose en Cuenca el edicto de la Inquisición, y entre otras cosas decíase en él que quien supiere de hechicerías y supersticiones las declarase. Una mujer casada fuese otro día a ver a un inquisidor, y díjole muy afligida que se acusaba de haber aconsejado a una vecina suya que, si quería que sus cluecas se sacasen pollos muy crecidos y que se lograsen todos, que les echase encima algunas veces una capa de un cornudo. Díjole el inquisidor:

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-Pues, hermana ¿cómo sabéis vos que es provechoso ese remedio?

-Señor -respondió ella-, helo probado muchas veces con la capa de mi marido y hame salido muy bien.

* * *

En el convento de San Agustín de Sevilla criaban un carnero enano que discurría por toda la casa, dejando poco limpios los claustros, el capítulo y los lugares más frecuentados. Acordaron los padres, por no tenerlo encerrado, que le atasen una taleguilla debajo de la cola, que recogiera lo que caía en el suelo. Para esto ofreció fray Juan de Velasco un saquillo, en que le habían traído de Nueva España un poco de chocolate. Pusiéronselo al carnero, de suerte que vino a caer hacia la parte de fuera el sobrescrito que la talega trajo de Indias, y que no le había borrado, y decía: «Para fray Juan de Velasco».





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Luis de Pinedo


Libro de los chistes99

Un hombre reñía a su hijo porque no se levantaba de mañana y dábale por ejemplo que uno se había levantado de mañana y había hallado una bolsa con muchos dineros.

Respondió el hijo:

-Más había madrugado el que los perdió.

* * *

En Monzón de Campos estaba un hidalgo que había venido de las Indias, y un día, contando cosas de aquellas partes a otros vecinos, dijo:

-Yo vi una berza en las Indias tan grande, que a la sombra de ella podían estar doscientos de a caballo sin que les diese ningún sol.

Dijo otro, criado del marqués de Poza:

-No lo tengo en mucho, porque yo vi en un lugar de Vizcaya que hacían una caldera en la cual martilleaban doscientos hombres, y había tanta distancia del uno al otro, que las martilladas del uno no las oía el otro.

Maravillándose mucho el indiano, dijo:

-Señor, ¿y para qué era esa caldera?

Respondió el otro:

-Señor, para cocer esa berza que acabáis de decir.





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Anónimo100



    Dentro de un santo templo un hombre honrado
con gran devoción rezando estaba;
los ojos hechos fuentes, enviaba
mil suspiros del pecho apasionado.

   Después que por gran rato hubo rezado
las religiosas cuentas que llevaba,
con ellas el buen hombre se tocaba
los ojos, bocas, sienes y costado.

   Creció la devoción, y pretendiendo
besar el suelo, porque pretendía
que la humildad mayor aquí se encierra,

   lugar pidió a una vieja. Ella, volviendo101,
el salvonor102 le muestra, y le decía:
«Besad aquí, señor, que todo es tierra».





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