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-Disculpe, señor Comisario -intervino mirando a Pedrito con una mezcla de graciosa complicidad y agradecimiento, que lo puso a un tris de gritar de nuevo y de atropellar esta vez, a pie, los horcones y vigas del torreón de la capilla-. Yo, sin querer, le asusté la mula.

-¿Ah sí, y por qué entonce gritaba tan juerte cuando venía corriendo... para atajar al animal?

-¡Pero si venía pidiendo socorro, mi Comí! -Intervino de nuevo el que quería ayudarlo.

Una ruidosa carcajada acogió la salida y Pedrito sintió el golpe en su orgullo. Se irguió para negar el hecho, ¡pero Ester hasta le tomó del brazo para contenerlo! ¿Qué importaba la risa, si él flotaba en la beatitud?

-Güeno -sentenció al fin el Comisario-, ya que la dama dice que ella sin querer le asustó a la mula, y por ser ésta la primera y úrtima vez, le vamo a perdonar.

-¡Muy bien, muy bien! -Se adhirió el corro.

-Pero -volvió a recalcar-, que sea la primera y úrtima vez.

-¡Claro!

El arco nuevamente levantado resultó bajo, puesto que con el topetazo se le había roto una base, por cuya razón se hubo de poner un obstáculo que podía saltar cualquier petiso lechero. El pueblo de caballos barrigones, de pezuñas largas, patas peludas, de corvejones gruesos y lomos hundidos, se puso a hacer embestidas y saltitos, medio por risa, medio por broma, con alguna vergüenza, pero contento.

Pedrito quedaba convertido en una moteada mezcla de moretones, punzadas y rasguños, desde el jopo hasta el talón, y la ropita dominguera de mediana pretensión, tenía estropicios de mamarracho de carnaval. Hasta el sombrero «Panamá del país» que se había volado antes del porrazo revelaba la huella de varios pisotones. Por más de que aquí y allí le ardía, que le costaba moverse en alguna forma, y que el corazón le estuviese palpitando caliente en varios lugares de la misma superficie de la piel, allá por dentro sentía una corriente estremecedora que le hacía remolinos y cosquillas por la cavidad del pecho, que soltaba burbujas que corrían para abajo o para arriba, como si alguien estuviera haciendo un «cóctel» con la felicidad. Atilano caminaba a veces... y a veces trotaba por el aire. El andar daba la sensación de deslizarse por toboganes suaves, silenciosos, que empujaban la risa hacia la boca. Y otras veces el mulo daba una vuelta por sobre el techo de la comisaría, se corría hacia la calesita, se balanceaba sobre la banda, o pasaba galopando... galopando todo brisa y libertad, por sobre la torre de la capilla. La música parecía bajar de atrás de una clara nube, con esencia de sueño acariciado en la serenata, brillo de luna y primer beso de amor. El tiempo y la materia escapaban hacia el fondo del infinito y él sentía ese deleite que inicia en el misterio de la eternidad... Un indiscreto se interesó por su salud:

-¿No te lastimaste mucho, Pedrito?

Y él contestó:

-Sí, los huevos suben de precio en la Semana Santa.

-¿No te golpeaste la cabeza?

-El quinielero me dijo que cayó el 07 a la cabeza.

El amigo lo miró con reserva, y se dijo: «Pobre Pedrito»; el simple creía en los beneficios del buen sentido sin excepción.

La fiesta seguía vulgar para los otros; él había logrado para sí una función particular. Nunca se hubiera atrevido a mezclarse en el grupo donde moraba el Hada hechicera de su ventura, pero entre la camisa averiada y la piel, apretaba el glorioso pañuelo del cual brotaba una dulce corriente de inspiración.

Se llevó a cabo una corrida de bandera con un tumulto salvaje de caballos y de gritos; las bombas y los cohetes seguían dando los destellos de la suprema excitación. Había una cantidad discreta de borrachos que no daban lugar a la intervención policial pues hacían constantes «hurras» y vivas al señor Comisario. La banda tocaba impertérrita, y hasta de vez en cuando, dedicado a los entendidos, emprendía algún vals de los trabajosos, muy apreciados por la gente seria. A ratos, alguno de sus componentes, bajaba simplemente el instrumento e iba a buscarse algún desahogo. De vuelta, pegaba un fuerte trago al vaso siempre dispuesto, común al ruedo, y ya reanimado, después de escupir por sí y hacer lo propio al instrumento, se zambullía en la sonatina con máxima seriedad.

Cuando avanzó la tarde y los muchachos se disponían a regresar, Ester aún se puso al habla con su extático caballero:

-¿Me esperás mañana, Pedrito, a la salida de la Academia?

-Sí, sí... ¡sí, señorita! -Respondió atorándose y tragando saliva.

Ellos y ellas se fueron, y a cierta distancia, conducido por el suave paso aéreo de Atilano, lleno de vaivenes y de curvas que le hacían rodar dulcemente de un lado a otro el rabanito, iba el verdulero ignorando a los peatones, hombres y mujeres que volvían a sus hogares, aún a aquellos que llenos de impertinente buena voluntad, se interesaban por los restos de su salud.

Cuando llegó a su casa, la anciana madre puso el grito al cielo:

-¡Jesús! ¿Qué te pasó... te caíste?

-Se asustó la mula.

-¡Por Dios! ¡Estás todo sangrado y rotoso, qué barbaridad! ¡A esta mula mañera hay que darle una tunda, por traicionera!

Y la buena señora, «quieras o no», le puso sebo de vela con sal en cada una de las desolladuras, moretones y sus alrededores. En realidad, a medida que pasaba el tiempo, la cosa se ponía más dolorosa, y Pedrito más rengo y retorcido, tanto que su padre le preguntó:

-¿Vas a poder ir mañana al reparto?

-Sí, papá.

-¿Estás seguro?

-Sí, papá.

-¿Con esta misma maldita mula?

-Sí, papá.

-Bueno, aquí te pongo un mazo de zanahorias especiales que te pidieron en el Sanatorio «El Reumatismo».

-Está bien, papá.

Se fueron todos a dormir, pero Pedrito, ¡de dónde! Cerraba los ojos y se le abría la boca en una sonrisa que a veces se animaba tanto, que emitía unos incontenibles «¡ja, ja, ja!». Entonces, por temor de que le oyeran, apretaba los labios y se ponía serio, miraba la luz de la luna y trataba de controlar sus recuerdos. Volvía a los hechos: el pañuelo que allí estaba doblado como una reliquia, dentro de otra sábana doblada, debajo de la almohada; estaban las sonrisas, las miradas simples, pero llenas de luz, el contacto de su mano... ¡la cita para mañana mismo!, y nada, ya estaban de nuevo comprimiendo en la garganta cosquilleantes «¡ja, ja, jas!».

Se le hizo imposible estarse quieto en una noche tal. Se levantó cojo de un lado, y con la pierna dura por el otro; con un brazo que no podía bajar y otro que no podía pegar al cuerpo, pero, aún así, se puso a pasear a la luz de la luna.

-¡Ay, que noche divina! -Se oyó decir con una desconocida voz de tenor, redonda, dramática, vibrante.

Dando una vuelta se llegó al establo donde dormía Atilano, y no pudo evitar la tentación de despertarlo:

-¿Qué tal compañero?

El mulo paró las orejas y se tiró hacia atrás viéndolo contra la luz en posición estrafalaria.

-No te asustes Atilano, soy yo. -Y se acercó a darle unas palmaditas en el cuello y a arrimarle la mejilla a la cara-. Qué tarde, compañero, qué suerte bárbara, ¿eh? -Y abrazándolo estrechamente se puso a reír de nuevo por lo bajo.

Pero luego se percató de que su alegría era bastante unilateral; la sentía hasta injusta, por cuanto no era compartida. ¡De ninguna manera podía ser así! Fue hasta el carrito, se trajo el mazo de zanahorias especiales, y se las fue pasando una a una con gran cariño y compañerismo:

-¡Que lástima que no tengas novia, Atilano... ni siquiera alguna que te guste! -Le decía pasándole una sucedánea zanahoria, compadeciéndolo hondamente-. ¡O si no, te juro que te llevaba esta misma noche a visitarla!



A pesar del poco sueño y del endurecimiento de sus cardenales, al día siguiente el reparto fue bueno, exacto y rápido. Ninguna queja, porque una amabilidad silbadora y risueña acompañaba cada pesaje y cuenta del afortunado vendedor. Cuando llegó la hora del regreso, la mañana de verano se había puesto una liviana ropita tejida con el viento del este; el aire brillaba pulido sobre la erguida gramilla, y los árboles levantaban las hojas para embeberlas de perfume de selva, en el rico torrente del aura.

Atilano iba, dale que dale con un trotecito alegre, ampliamente satisfecho con la cena de la noche anterior. ¡Esto era vida! La gente que salía a la ruta a tomar el ómnibus, también parecía muy amistosa y ufana. Viendo Pedrito a un par de mujeres jóvenes, aunque ya magulladas por cotidianos viajes en camiones repletos, afablemente se ofreció a llevarlas ya que seguían la misma dirección.

-Ya llegamos, joven -dijo la una, rehusando con amabilidad.

-No conviene forzarle a su burro, joven -dijo la otra con sarcástica sonrisa.

Pedrito creyó necesario rectificar.

-No es un burro, señorita. Atilano es un mulo inteligente.

-¿Cierto? -volvió a decir la misma, mirando medio de lado, con idéntica malicia-, parece inteligente, ni más ni menos que su dueño.

-Gracias, es usted muy amable -contestó y siguió su viaje contento.

Los automóviles de lujo de los ricachones que se deslizaban con la agilidad y el silencio de grandes cucarachas de color, y hasta las cafeteras de los prósperos subjefes, demostraban impaciencia por la confianza y alegre desenfado de su andar. Si alguno desde el volante masticaba palabrotas insultándolo con la corneta, él lo miraba sonriente silbando una canción. Y cuando una señora sacó la cabeza y le dijo:

-¿Por qué se ríe, estúpido?

Él le contestó con una sonrisa mayor. Porque nadie esa mañana podía hacerle daño, ni herirlo, ni alcanzarlo, ni pasarlo; ese día él estaba más allá de toda relación social, y su metálica trama de tiempo.

Ya en casa, su madre le preguntó:

-¿Cómo estás Pedrito, no te duele más la pierna, el brazo, las costillas, la espalda y la cabeza? ¿No querés que te frote con un poco más de sebo de vela?

-Ya no me duele, mamá.

-¡Santo remedio lo que te puse! No hay como el sebo de vela con sal y yuyos. Remedio del tiempo de los Jesuitas. Esos de ahora, pura zoncera...

Después de un baño doloroso y difícil, fue a encerrarse en su pieza y hubo de ir descartando aún la más nueva ropita de diario en sucesivas valoraciones de la ocasión, hasta caer al fin en su traje de casimir azul marino, que se puso con un zapato combinado marrón y blanco, para acompañar. Sabía que el toque definitivo se lo había de dar con la corbata, y se regocijó pensando que justamente tenía una de fondo verde con un hermoso loro estampado al frente, lograda a trueque con un vendedor callejero, por un queso y una docena de huevos. Alto precio, pero la cosa lo valía, así, para una gran oportunidad.

Al fin, bastante conforme consigo, se rubricó a sí mismo con un chorro de perfume elegido en el mercado, y empezó a espiar a su madre para ver si podía salir sin que lo viera, evitándose explicaciones. Cuando al fin lo creyó oportuno, abrió la puerta, y se fue precedido por una nube de olor que invadió la casa como un insecticida.

Pero a medida que se acercaba al lugar de la cita, un miedo estremecedor le iba entumeciendo los más acalorados entusiasmos. Caminaba sudando bajo su pesado traje, por una absurda prisa automática acaso nacida del cuidado. ¿Qué le diría? ¿Cómo sería el saludo?

Sin embargo, advirtió que aún era muy temprano para la hora de salir y se animó a acercarse hasta un árbol próximo a la esquina. Allí se estaba con el cuello tendido hacia la puerta de la academia, cuando de atrás oyó una risita que le hizo brincar.

Y allí la vio, hermosa como un alba, con los ojos verdes profundos y próximos, llenos de sugestión de horizontes.

-¡Qué temprano viniste Pedrito... -aspiró con profundidad- y qué perfumado... ja, ja, ja, y qué paquete!

Pedrito se sacó el sombrero embarullándose la mitad de la cabeza y emitiendo sonidos ásperos y raros.

-¿Te pusiste toda esa paquetería para venir aquí? -continuó Estercita con una ironía suave, que se parecía a una disimulada emoción.

-Je, je, no... sí, señorita.

-¿A quién más tenías que ver entonces?

-No... y a usted señorita -Pedrito se balanceaba destrozando entre sus manos mantenidas a la espalda su otro sombrero «Panamá del país».

-¿Y a nadie más?

-No, y a usted no más, señorita. Si tengo tiempo, ahora después le he de ver a ése gringo.

-¿Qué gringo?

-A ese gringo doctor de caballos... Atilano me parece que anda un poco mal... tiene bichos, se asusta de balde.

Una alegre carcajada desorientó aún más al galán.

-Yo voy a pasar, señorita.

-¿Adónde, no venías a verme?

-No, y como usted tiene que ir a su escuela.

-Me voy un poco más tarde. Tengo que ir a la casa de una amiga. ¿No querés venir conmigo?... Quería pedirte una cosa.

Y se fueron hacia una calle aún más sosegada, donde el tránsito volvía al senderito, los árboles se salían de los cercos y la tierra guardada por sombras y hojas secas mantenía fragante humedad.

Pedrito no se sostenía al lado de su amiga. Era un yuyito de azotea, en las garras de un temporal. Diez veces se hubiera corrido de nuevo, de no mediar la expresión concreta de algo que se le había de pedir. ¿Serían semillas de alguna flor rara, o de alguna sandía colosal? ¿Huevos de raza? ¿Tomates seleccionados? ¿Hongos para los ravioles de papá? Le preocupaba, y así, en el primer silencio en el que se atrevió a hablar, formuló su pregunta:

-¿Qué cosa quería pedirme, señorita?

-Ah, sí, quería pedirte que fueras al baile del Club Social.

-¿Al baile?... pero yo no sé...

-¿No sos socio?... Lo de menos, yo te consigo una invitación.



Don Cayetano estaba decidido a jugarse su última carta con la máxima habilidad y en las mejores condiciones posibles. Era su lance postrero, mas con la suprema ventaja de que a él llegaba con la concepción clara de un deseo y con la experiencia de anteriores fracasos. Una o dos veces pensó si todavía no hubiera sido mejor buscar círculos más elevados en la misma capital, por intermedio de algún paisano amigo que ya hubiera llegado a la prosperidad. Pero su análisis le puso frente a objeciones graves; en primer término podía ser que por apostar muy alto perdiese el control del juego. Nadie iría a garantizar que por allí la niña no encontrase algún extranjero atractivo y pobretón, venido al país favorecido por el cambio, que la llevase a cualquier infierno para su servicio, y que por Año Nuevo le enviase una tarjeta postal; ¡o podía ser también que el mismo amigo a quien pidiera el favor, administrase en provecho propio el beneficio!, o también que la carta fuese descuidada y pereciese, no lo permita San Antonio, en las manos de un fullero. ¡No!, elevar la puntería hasta donde diese la posición del tirador, pero no más... ni menos.

Estaba pues bien dado el paso de hacerse socio del Club Social, y justamente ahora se daba la ocasión de un gran baile de importancia local, y que por eso mismo tenía la virtud de atraer a mucha gente de la ciudad; hijos del pueblo que se habían trasladado al consolidar el progreso, pero que siempre guardaban una sentimental fidelidad al «valle» nativo; otras familias que venían especialmente invitadas, y en fin, los jóvenes de coche que querían divertirse, y que para el caso contaban con toda la buena voluntad de las chicas y ni qué hablar de las mamás.

Para asistir con vestimenta elegante, don Cayetano debió realizar varias sesiones y conferencias con Quispe, hasta que al fin, apretándose heroicamente el cinto, no prendiéndose el saco y dando hasta la última hebra a las costuras, quedó convertido en un burgués próspero, y si a esto se suma la prolija afeitada, la estratégica movilización de los cabellos y su cara de satisfacción conduciendo del brazo a su hija, cualquiera le calculaba una saneada cuenta bancaria de cinco cifras o seis.

El caso es que allá se iban caminando con cuidado por las aceras terrosas para no ensuciar los zapatos de Ester y para que su impoluto vestido blanco no sufriera alguna suerte de roce devastador. Don Cayetano aprovechaba todas las ocasiones para mirar a su hija, de frente, de perfil, de atrás, y por todos lados la encontraba perfecta, con belleza distinguida, de calidad.

-San Antonio, ya ves todo el sacrificio que me cuesta... Si todo sale bien, cincuenta guaraníes para vos... ¡Eh!, no es poco San Antonio, ¡con todos los gastos que he tenido! -le decía palpándose el bolsillo con su carga de billetes dolorosamente destinados a aguantarse todavía la parada de la noche. El del otro lado, acaso para que la tentación del abogado fuera grande, permanecía chato y sin aliento, como un sobre vacío de avión.

Desde lejos se oía la orquesta, pues un vigoroso juego de altoparlantes extendía a toda la población los beneficios y la envidia ocasionada por la exclusividad de los conjuntos contratados en la capital. La típica de los hermanos Cardozo, alternaba con la jazz Californian Happy Boys de los hermanos Benítez. Frente al Club Social, iluminado con tal refuerzo que todo el resto de la luz pública parpadeaba en agonía, un fuerte cordón de mirones, esencialmente femenino, anticipaba los comentarios y hacía las conjeturas. Todas las personas que entraban eran conocidas, y muchos mozos y damas se detenían un rato para saludar a las amistades y recibir la comidilla previa sobre la gente que ya había venido, y la impresión del propio tocado.

Al llegar Estercita se levantó un murmullo de asentimiento: «¡Muy bien Estercita, estás preciosa! ¡No hay ninguna de esa paqueta de la Asunción que puede salir por vos, mi hija!» La ponderaban, le deseaban bien, se enorgullecían de ella, porque era del pueblo y, sin embargo, podía competir con cualquier producto similar foráneo.

Entraron al gran patio donde se desarrollaría la parte más importante de la fiesta, donde las orquestas actuarían por turnos y se habían instalado mesas para el amable sustento y reposo de las familias; allí ya varias parejas aprovechaban danzando el vacío de los primeros momentos y otras personas se daban al holgorio espirituoso bebiendo con discreción los tragos preliminares.

Al verlos venir, el mismo Presidente, un hombre de cabellera canosa, seco de carnes y porte distinguido, vino a saludarles. Esto envaneció de veras a don Cayetano y le devolvió el aplomo que había perdido un rato al verse mirado por tanta gente.

-Por aquí, estimado consocio; si usted no tiene un compromiso anterior, yo lo invito a venir a la mesa donde estoy con mi señora.

«¡Oh, la fuerza de la belleza, un capital!», pensó don Cayetano oprimiendo instintivamente el brazo de Ester. ¡Se veía su efecto!, de todas maneras, le pareció muy bien sentarse en su primera fiesta social, nada menos que con el Presidente. Contestó con ceremonia:

-Será un honor para nosotros, doctor.

-Para mí el honor, don Cayetano, tener en mi mesa a un honesto industrial y a su distinguida hija.

-Muchas gracias, doctor -se inclinó profundamente a agradecer. Bueno, eso de «industrial», le pareció bastante exagerado, pero tal vez fuera en reciprocidad por aquello de «doctor», que evidentemente, también era excesivo.

Se bailaba en un salón, pero la gente prefería el patio, por el fresco. En las mesas reposaban las señoras, muchas de ellas abandonadas por sus maridos, quienes preferían los círculos más exclusivos donde hablaban de las mujeres que no tenían, de los puestos que quisieran y se consolaban de todo desengaño contando chistes picantes. Sus esposas, con una adecuada ración de pastelitos, croquetas, trozos de sopa «Paraguay», una presa de pollo y cerveza, corrían por su lado la suerte. Algunas también se reunían, otras hablaban de mesa a mesa, familiarmente, con una etiqueta de mentirijillas, como se podría esperar entre comadres que ese mismo día habían estado tomando mate en la humosa cocina. Aún faltaban los principales invitados de la capital, de esos que habían de llegar con automóvil propio. Los otros que habían venido en ómnibus o simple camión, no concitaban el interés social.

El señor Presidente al invitar a su amigo el «industrial», obraba con real inspiración, pues en su mesa radicaba solitaria su consorte a quién las damas hacían vacío por haber hecho publicar sólo las fotografías de sus hijas casadas y emigradas en representación de la sociedad local. ¡Un abuso del cargo! La verdad era que la combatida Presidenta apenas contaba con la voluntariosa adhesión del Secretario de la Comisión Directiva quién era incondicional del matrimonio, y de vez en cuando, se sumaba el discutible apoyo del Tesorero, un contador recién recibido, por lo cual se creía con la obligación y el derecho de hacer constante cuenta de lo que se estaba consumiendo.

-¡Estercita, estás divina! -Exclamó la señora del Presidente levantando las manos regordetas y empolvadas en un revoloteo hasta hacerlas posar sobre la profunda fisura de los pechos duramente comprimidos. La conocía de verla pasar, pero el concurso de circunstancias volcaba ahora sobre ella todo el énfasis de su instinto maternal-. Pero decime, criatura, ¡de dónde sacaste esos ojos, esa boca, esa nariz, por Dios! ¡Tu vestido está precioso... pero también, con esa figura!

-Muchas gracias, ña Faustina. ¡Qué lindo su collar de coral!

-Ah, mi hija, es un regalo de mi agüela, lo único que se salvó de la Residenta.

-Faustina -llamó ceremoniosamente el señor Presidente- aquí voy a presentarte al papá de Estercita, don Cayetano, el dueño de la zapatería «La Suela»

-A los pies de usted, señora -saludó el propietario de la zapatería, haciendo gemir los cuellos, el cinturón y los botines.

-Pero si lo conozco, ¡cómo no lo voy a conocer! ¡Los zapatos de «La Suela» son tan conocidos! -exclamó llena de condescendencia. En realidad no le gustaba gran cosa que un comerciante en zapatos compartiera con ella la mesa. ¡Pero qué se iba a hacer! No estaba en situación de andar con discriminaciones, los tiempos cambiaban, ¡las buenas familias se empobrecían y los gringos y turcos cada vez con más plata!

De todas maneras, ña Faustina vio llegar la hora del desquite; con una mirada comunicó su aprobación a su marido y con otra paseada fríamente alrededor de la desviada concurrencia de señoras, le dijo: «tomá». El Secretario, sensible al cambio de temperatura, apenas contenía las ganas de labrar acta de tan brillante ocasión, y el Contador Público y Tesorero miraba a la recién llegada con instintiva enemistad porque se daba cuenta que esta mujercita transportaba en sí un algo peligroso que inesperadamente conturba el buen sentido, descalabra los balances y esfuma los tesoros. Los otros miembros de la comisión luego reclamaron su olvidado lugar al lado de la Presidencia; los de la Comisión de Fiestas abandonaban sus puestos; el Intendente Municipal solicitó el honor de bailar una polca porque le parecía más político y nativista, aún cuando su edad física y sentimental apenas daba para boleros; el Comisario miraba de lejos, descuidando la vigilancia de los opositores, y en fin, al cabo de un rato la mesa de ña Faustina brillaba por su animación; el mozo iba y venía, las botellas de cerveza, rebasada la capacidad del lugar, se iban colocando en el suelo; había hasta dos botellas de sidra para las señoras que no eran más que dos; ña Faustina rompía con todo su régimen para adelgazar y don Cayetano, que aún en sus momentos de mayor dispendio y felicidad, nunca perdía completamente la cabeza, hacía cuenta mental de este gasto estrepitoso, preguntándose si al momento de zafar la nave se presentarían a bogar los marineros... ¡y sobre todo el capitán!

Estercita, excitada, festejada, requerida para bailar, se sentía liviana, sensible a una dicha que pasaba a su través como una corriente polarizadora. A las nueve, al entrar, se acordó de su invitado, Pedrito; volvió a pensar en él a eso de las diez, de nuevo a las once; él no se le ponía adelante, ella no tenía tiempo de andarlo buscando, ¡y le estaban ocurriendo tan rápidamente las cosas, pero de todas ellas, una de indudable importancia mayor!

La fiesta estaba en su apogeo, la típica y la Californian alternaban a instrumentazos, los cantantes se enroscaban a los micrófonos para expresar las torturas del amor, la etiqueta había dado lugar al entusiasmo, los cuellos duros se ablandaban, el colorete era reforzado por el color natural de la excitación, las parejas, después de las fintas previas, encontraban su acomodo definitivo, cada cual con su cada cual, ya estaban los invitados importantes de la Capital... Estercita, toda arrebolada, había ido a reposar un momento, cuando ña Faustina, tomándola confidencialmente de la mano, le dijo al oído:

-¡Te quiero presentar un candidatazo!... ¡pero un candidatazo -recalcó con todo el énfasis del medio tono- que me dijo que estaba loco de ganas de conocerte!

-¿Quién es? -Preguntó esperando que le mostraran una especie de príncipe azul, pero recibió una clase de respuesta que aún no estaba acostumbrada a oír.

-¡Ay, mi hija, es un candidatazo! ¡Tiene por lo menos cuatro o cinco puestos del Estado, varias firmas comerciales, ha viajado por todas partes, tiene plata, coche, es un hombre joven... pero tan aprovechado!

-¿Pero quién es?

-Es el doctor Próspero Madruga T...., portate bien con él... -se interrumpió ña Faustina para hacer una señal- aquí viene. -Se acomodó la dentadura con un gesto lleno de expectación, y después escogió su mejor sonrisa-: Doctor... ésta es la chica más linda del pueblo, y del Paraguay también... Usted que habrá conocido tantas mujeres lindas, dígame si es o no cierto lo que le digo.

-Pero si es lo que estoy diciendo desde que llegué -afirmó enfáticamente el doctor Madruga T. -Era un mozo rellenadito, llegado a la media edad, de tez trigueña, bien tratada, con unas canas muy sentadoras por el lado de la sien, anteojos de montura invisible, cara redonda y vulgar, pero muy recompuesta por los buenos aires, las tensiones suaves, el hábito del halago y el constante esfuerzo por agradar. El doctor Madruga T. pasó su mano leve, satinada, de uñas varonilmente pulidas, y extendió sobre toda su persona una sonrisa completa de dientes blancos lustrados e iguales, el último grito de la industria USA-. Señorita, no sólo es usted hermosa, sino que parece una artista de cine, una modelo de belleza, una pick up girl como dicen en «Níu Iork» -terminó con suprema elegancia, arrancando un suspiro a ña Faustina y una mirada de respeto y envidia a los pueblerinos presentes.

-¡Ay, pero qué gentil! -exclamó ña Faustina sinceramente emocionada, antes que aún Ester pudiera agradecer la lisonja- pero doctor, aquí está el padre de esta preciosura, don Cayetano, un comerciante...

-E industrial -agregó con diligencia y voluntad el Presidente, sumamente contento e interesado en este gancho magnífico en el que su mujer estaba jugando un papel estelar. ¡Éstos eran los servicios que no se olvidan, que suelen llevar hasta la intimidad y que tienen buena recompensa!

-Cuánto placer, estimado señor -saludó el doctor inclinándose con una cortesía que en el acto ganó el alma del pobre inmigrante, deslumbrado por esta desusada consideración.

-El honor es para mí, doctor -contestó don Cayetano incorporándose con apresuramiento y golpeando la endeble mesa con tal fuerza que el estrépito de botellas y de vasos levantó diecisiete gritos de «¡cuidado!» y el doctor hizo hasta un triple paso corto de torero para proteger su lustrado traje blanco-. ¡Ay, qué torpeza, disculpen! -decía abrumado don Cayetano. Pero el doctor acudió en su ayuda:

-¡No es nada, amigo, si no ha pasado nada... ja, ja, ja! Es una broma tan común en las fiestas, con estas mesitas enclenques... Pero estoy interesado en saber cuál es la industria que el señor desarrolla.

-Produce calzado -informó acucioso el Presidente.

-¡Qué interesante, qué interesante!... el gobierno está muy interesado en fomentar la industria nacional -expresó el doctor con la máxima seriedad oficial-, en esa forma se evita la salida de divisas. Si usted tiene alguna dificultad para conseguir materia prima, como ser clavos, cuero, hilo, cola o lo que sea, recurra a mí. Yo tengo mucha influencia en el Ministerio.

-Muchas gracias, doctor, pero mi zapatería es chica, y cuando falta alguna cosa, me arreglo con los muchachos de la bolsa negra.

-De eso vamos a hablar después -sonrió el doctor Madruga T., condescendientemente.

-Eso es lo que yo digo -intervino ña Faustina- ésta es una fiesta para divertirse, para bailar. ¿Qué espera la juventud? -Y señaló con ambas manos y gesto de exagerada estupefacción a Ester y al afortunado doctor Próspero Madruga T.

Ambos salieron a la pista, y desde ese momento ningún otro candidato se atrevió a interferir porque, en primer lugar, el Presidente y la señora se encargaban activamente de apartar abrojos y en segundo término, ¡vaya uno a competir con el doctor! Inmediatamente hizo servir a la rueda costosos licores, whisky del bueno, champaña, desterrando la proletaria cerveza, con tal esplendidez y suficiencia que los pobres consumidores de caña, salus y naranjín, o se fueron a ventilar el rabo a otras partes o se acogieron a su generosidad entrando a defender sus intereses. Y hasta el mismo don Cayetano, que desde entonces ya ni tenía noción de los gastos, se encargaba de protegerle y conservarle, deslumbrado por esta abundancia que daba vértigo.

¿Y Pedrito?, pues Pedrito fue avistado por Ester a eso de media noche en el grupo tonto de los sin pareja, de los aburridos, de los aletargados, de los desbancados, de los desdichados, con medios cortos para animarse cuando menos con una buena consumición. Allí estaba sudando y temblando con su traje de casimir azul, mudo con su corbata de loro parlante y zapato de doble color. Ella buscó varias veces su mirada, pero nada, ya ni podía levantar la vista de tanta infelicidad. No lo volvió a ver; se acordó de nuevo de su amigo humilde a las tres, y después, ya con el alba, justamente al empezar a dormir.



El pobre Pedrito no sabía luchar por aquello que quería. El simple sentimiento no le daba la habilidad para requerir con éxito. Para más, en este caso la pretensión se había de hacer con danzas, requiebros, con saludos y sonrisas cortesanas, con experiencia y una cierta sabiduría del modo en que fluye la vida social entre la apretada trama de intereses, costumbres y lazos afectivos. Él era un ser elemental cuyo amor podía manifestarse en adoración callada o en actos de fuerza, de valor, de aguante al sufrimiento, de ese primer tosco grado del impulso humano para satisfacer un deseo. Por ejemplo, si hubiera sido lícito arrimarse al «anteojo» de traje blanco y sacarlo a puntapiés por el balcón, ¡entonces qué lindo hubiera sido! Pero el terreno era otro, y el arruinado cajetillo que jamás hubiera podido competir con él ni en una pulseada, lo tenía paralizado en un rincón en tanto que por su parte gozaba con la dama.

Salió del baile sin mirar a nadie, sin ver a nadie. Era poco más de media noche. Mientras Ester cumplía aquí y allá con todos, le pareció posible que en un momento lo viese, que lo llamase y hasta se puso en una o dos ocasiones en su camino, pero ella parecía no ver, era una burbuja en la marejada rápida de emociones superficiales. Pero cuando irrumpió el «anteojo» con sus esplendideces y se apoderó de ella, entonces percibió el sabor definitivo de la derrota. Sintió la atmósfera de admiración y de respeto que rodeaba al personaje, el servilismo con que se le abría camino, la ancha sonrisa con que se devolvían sus miradas. El otro aquí era un señor, ¡no sería el verdulerito confidente de Atilano quién se le atravesaría en el camino!

Se fue caminando por las calles obscuras por donde no transitaba un alma, ni había siquiera un trozo de luna que enfriara la pena con una perspectiva de eternidad. Los perros viéndole algo raro en el andar, le arremetían por grupos y se entregaban los unos a los otros la consigna de denunciar su paso. Por los cercados se advertían camas tendidas al aire, en espacios libres de ramazones, para entregarse al sueño mirando la suave apariencia del vertiginoso misterio estelar.

Al encontrarse en una de las últimas aceras, antes de entrar en las desigualdades del suburbio, quiso sentarse un rato a dolerse mejor de su tristeza, para tratar de comprenderse y para sosegar la persecución de los perros implacables. Instintivamente sacó un pañuelo y lo tendió sobre el cordón de la vereda para preservar de suciedades su sagrado traje de casimir azul. Se sacó el saco, le ardía la cara y sentía los recios dientes del escarnio mordiéndole su orgullo juvenil, cebándose en la ingenuidad del sentimiento.

-¡Para qué me dijo que viniera, si me iba a hacer esto -exclamó a media voz haciendo silbar las palabras por entre los dientes rechinantes-, si yo ya vivía tranquilo, ni me acordaba más de ella... puf!... «Te voy a conseguir la invitación»... ¡Jha! ¿Y para qué, para que la vea bailar? ¡Maldita sea, así son las mujeres, la perdición! -Y quedó callado apretando la boca, negándose con la cabeza, mientras le asaltaban oleajes inexpresables de furia y despecho. Después pasó de la mujer y sus traiciones al beneficiario de las veleidades. Evidentemente nada se podía decir de él. No tenía la culpa... el «anteojo» con su sonrisa de queso nuevo, con sus cabellos engrasados, con su corbata moñito como suciedad de mosca, no tenía la culpa, no... pero un odio cavernario le hizo emitir un rugido que espantó a los perros, les hizo dar un tremendo salto a escape, para volver después con mayor alarma y brío.

Fue entonces cuando de atrás oyó una risita que le fue parando todos los pelos. No sólo sintió miedo de quien lo veía sin que él lo viese, sino que también vergüenza, se sintió descubierto en su intimidad.

Se volvió con moderada rapidez para no revelar excesivo sobresalto, y allí, a pocos pasos, tendido en el umbral de una puerta, pudo ver a un chiquilín que no se encogía para caber entre las jambas.

Mita'í, mita'í! -llamó por confirmar si había sido él.

-¿Que querés? -le respondió una vocecita de niño, sin levantar la cabeza, ni incorporarse en lo mínimo.

-¿Que estás haciendo allí?

-Estoy durmiendo.

-¿Por qué no te vas a tu casa?

-Estoy esperando el camión de la madrugada.

-¿Te vas a Asunción?

-Sí, a las tres.

-¿Para qué tan temprano?

-Para vender diario.

Callaron ambos; de pronto fue el chico quien empezó a preguntar.

-¿Te dejó tu mujer?

-¡Qué vas a saber vos, mita'í!

-¡Isch! ¿Por qué no voy a saber?

-¿Qué es lo que sabés?

-Y eso... que las mujere son jodida.

-¿Quién te dijo eso?

-Don Rosario, el compañero de mamá.

-Tomá, mita'í, cinco y dormí otra vez.

El otro se levantó vivamente a coger el billete. ¡Pero era chiquitísimo!, delgado, endeble; a la luz nocturna, un rubito de facciones agraciadas, vestido con un enorme saco que le llegaba hasta la rodilla, rotoso y descalzo.

-¿Cuántos años tenés?

-Once.

-¿Cómo te llamás?

-Sosa-í -se guardó el billete-. ¡Gracia!, me despertaste châ, con todo los perro que te seguía.

-¿Y por qué no dormís en tu casa?

-No se puede cuando don Rosario viene pintón... Se quiere quedar sólo en la pieza, con mamá y Pastora.

-¿Quién es Pastora?

-Mi hermana mayora.

-¿Cuántos años tiene?

-Doce.

-¿Don Rosario duerme con las dos?

-Sí, algunas vece... algunas vece le hace salir también a mi mamá y se queda con Pastora.

-¿Qué dice tu mamá?

-Nada... -se encogió de hombros-, dice que solamente así va a venir otra vez.

Sintió que le subía un violento impulso de náusea. Entre tanto Sosa-í sacó de la abultada faltriquera de su saco un cigarrillo, hurgó en otra parte por fósforos, escogió uno, lo encendió en la vereda, se dio lumbre y dio una chupada de fumador experto, torciendo la boca al exhalar el humo. Se sentó en el cordón a gozar de la compañía y del vicio... Se hamacaban los aires de la orquesta en el silencio nocturnal.

-¿Qué hace don Rosario?

-Vende lotería... Es mutilado de la guerra, no tiene un brazo.

-¿Hace mucho que anda con tu mamá?

-Sí -dijo, dando a la voz un tonito de imprecisión-, desde que está enferma.

-¿Qué tiene?

-Una enfermedá que se llama lepra, pero no le duele. Yo también tengo, no se siente nada -dijo tocándose la oreja- aquí.

-¿No se va al doctor tu mamá?, ¿no te lleva a vos?

-No, porque entonce te llevan preso; no te dejan má venir a tu casa.

-Pero te dan remedio y comida, para curarte, che ra'y.

-Sí, da remedio y comida, pero se pierde la libertá... -sentenció Sosa-í confirmando con una profunda pitada su preferencia.

Pedrito miraba fumar a su pequeño compañero, olvidándose algo de sí mismo en su noche de punzante amargura. Lo veía salir de una profundidad mucho mayor, de una región de la miseria humana, donde la queja no existe, por inútil. Sosa-í era un inocente insensibilizado al dolor por inmunizaciones masivas de sufrimiento mismo. Pero parece que sus quejas también habían llamado la atención del chico, pues éste volvió a preguntar con desembarazo, de hombre a hombre.

-¿Te dejó tu mujer?

-No era mi mujer.

-¿Se jue con algún arriero?

-Un tipo de Asunción -se confió dolorosamente.

-¿Un tipo de plata?

-Sí.

-¿La llevó?

-No, allí está en el baile.

Siguió una pausa, hasta que de pronto propuso Sosa-í:

-¡Vamo a joderle!

-¿Qué le vas a hacer?

-Vamo a desinflarle la rueda de su auto.

-Cómo, si ni sabemos cuál auto es.

-¡Qué importa!... le desinflamo a todo lo que tienen chapa de Asunción.

-¡Qué bárbaro! -Lo pensó un momento y después se concedió a sí mismo que algo había que hacer a este «anteojo» miserable, que le vertía ácido y fuego en el corazón.

-Vamo...

-Vamos a mirar si se puede.

Volvieron juntos. Sólo el Club ahora mantenía las luces encendidas, el pueblo reposaba sosegadamente en el fresco de la madrugada. Fueron caminando por al lado de la fila de autos. Empezaron por descartar los ómnibus y los camiones en los que habían venido ciertos grupos de compañías cercanas, o simplemente los propietarios de los mismos, a falta de otro carruaje más protocolar. Se pasaron los sulkis y los pacíficos pingos que dormían ensillados esperando que se les acabara el entusiasmo a sus dueños; los otros vehículos de la gente del pueblo fueron reconocidos con facilidad. También quedaron eliminados algunos que solían venir con frecuencia y cuyos propietarios no tenían nada que ver con el «anteojo». Por fin, hacia una esquina, se encontraron con un automóvil oficial de espléndido aspecto, rebosante de salud y de modelo muy reciente, que por el brillo y el lujo, se hacía sumamente parecido al elemento de servicio de un funcionario hábil, diligente y próspero. Pedrito y Sosa-í le dieron una vuelta pensativa con los ojos críticos y el juicio desapasionado.

-Éste ha de ser.

Miraron para todos lados. Nadie. Sin embargo, Sosa-í, como experto, pidió a su compañero que actuase de campana, después hurgó sus bolsillos omnicomprensivos, miró y tentó varias puntas, probándolas reciamente contra la reluciente pintura, optando al fin por un clavo de regular tamaño. Se alejó Pedrito a sus funciones, y Sosa-í entró a actuar con una risita extraña, traviesa y con notas de resentimiento. Al cabo de un rato se le oyó anunciar:

-¡Listo!

Fue a ver. Las cuatro llantas tocando el suelo.

-Vamos.

-El tanque está con llave -informó Sosa-í.

-¿Para qué?

-Para meterle suciedad.

-Ya está bien, vamos.

-Torcele la antena.

-No, vamos.

Pero a Sosa-í se le había desatado un irracional deseo de destrucción; levantó la antena y la dobló empleando todo su peso y energía en el intento de romperla.

-Dejale, ya te dije.

-Esto por mi cuenta.

-¿Por qué?

-Ello tienen plata -había una rara entonación maligna en la voz. Dolor sin remedio transformándose en odio, pero aún era niño el proceso, y siguió una pícara razón infantil-: Dice Pulga que alguna cosa hay que hacerle siempre -se encogió de hombros riendo-, así otro día te paga para que vos le cuides -tomó las tapillas de las válvulas y en lugar de guardárselas en los bolsillos, con profunda experiencia, las arrojó lejos, en la calle, por las dudas.

-Vamos.

Se fueron de nuevo al lugar donde se habían encontrado; por aquí daba la vuelta el primer ómnibus que debía tomar Sosa-í.

-Mirá -le dijo Pedrito cuando llegaron- vos sos mi amigo. ¿Querés que te regale plata o alguna cosa?

-Plata -contestó en el acto- no... -rectificó después pensativamente- alguna cosa.

-¿Querés alguna ropa?

-Sí quiero -se exaltó de nuevo. Después, sonriendo en la obscuridad con una secreta y tímida esperanza-, no, no quiero.

-¿Pero querés o no querés? -se rió.

-Sí, pero no quiero ropa... hay una cosa que quiero -dijo, mirando allá en el fondo de la noche.

-¿Qué es?

-Es un autito de cuerda... está descompuesto, por eso vale barato, pero el dueño es un byro, yo sé cómo se arregla. Hay que juntar no má una parte y eso ya le pregunté al latero que es mi amigo. Él me puede arreglar.

-¿Cuánto cuesta?

-¡Barato!, yo le dije al dueño para pagarle cinco por día, para que me fíe. Entonce yo le pagaba en vez de comer mi pastel. Como pan y un guaraní de aloja.

-¿Cuánto cuesta?

-¡Ah, barato te digo... treinta y dos, pero es lindo!

-Te doy la plata y andá a comprar.

-Allí está la macana... si me das la plata le tengo que dar a mi mamá o si no ella me saca todo del bolsillo. Si vos me comprá y me regalá solamente ella no se va a enojar.

-Mañana mismo te compro y te regalo.

-¿Cierto?, ¡qué formidable!, mirá, la casa queda en la calle Estrella después de un surtidor, allí donde está una casa que se está haciendo. Allí mismo. Entrá no má y preguntá por un autito con cuerda descompuesta, arodinámico, a una señorita medio lindita, con anteojo, pero no le preguntes al dueño que es argel... ¿pero cierto que me va a regalar, don?

-Cierto, mañana mismo.

-¿Me va a regalar gratis, yo no te voy a dar nada?

-Nada.

-¡Piiipu! ¡Oh, mita'í! -gritó Sosa-í sin contenerse en su exceso de alegría y sin importarle un pito de la hora y del dormido vecindario-. ¿Y dónde te voy a encontrar?

-Mañana en el mercado, a las siete y media, ocho por ahí.

-¡Listo! -gritó riendo Sosa-í- pero no me mienta, ¿eh?

-No te apures. Bueno, me voy, hasta mañana.

-Hasta mañana, don. No te apures por ese cajetillo, don... le vamo a poner clavo, vidrio, hasta fósforo en su auto... ¡piiipu!

Pedrito empezó a caminar hacia su casa con cierto apremio para reemplazar a su padre en el reparto que le había quedado confiado por un día, con la esperanza de que su baile fuese muy feliz.

-¡Don... don... dooon! -Le llamó Sosa-í desde una cuadra gritando.

-Qué querés -contestó fastidiado por los gritos.

-¿Cómo te llamás?

-Pedrito.

-Pedrito, oh, ¡don Pedrito, châ!... No deje que te duela tu corazón, don Pedrito. Don Rosario dice que las mujere son jodida, pero hay que tomar un cuarto, y después darle palo no má... ¡No te olvide, don Pedrito! -Le gritó al fin, levantando el brazo mientras lo perdía de vista en la noche.

Y el pequeño leproso volvió a acostarse en su portal, a soñar con un juguete nunca tenido, casi imposible, largamente deseado, intensamente feliz. Pedrito iba a su casa con el amargo sabor de su fracaso, pero su sentimiento había perdido el filo único y mordiente de las primeras horas; se había embotado con un contacto casual. Irrefrenable compasión con su dosis de incomprendida culpa, le inducía a preocuparse por su pequeño amigo, le obligaba a pensar en él, a conjeturar una noción del abismo de fealdad, asco y muerte de donde emergía para darle su extraña ayuda. Le causaban asombro las entrevistas dimensiones del hombre y sus fronteras de vida, extendidas aún del otro lado de su propio principio como ser.



Por esa razón Ester no remató su noche como en un cuento de hadas. Debió volver a pie a su casa y no en la carroza triunfal. A ella la cosa, ni le extrañó, ni le disgustó en lo mínimo, pero el doctor Madruga T. perdió un gran golpe de efecto.

Cuando fueron a tomar el coche con el orondo Presidente y la excitada ña Faustina, el deslumbrado don Cayetano y la dulcemente fatigada Estercita, el doctor Próspero Madruga T. estaba lejos de sospechar el disgusto que le esperaba.

-Siéntese aquí... no, si aquí vamos bien... Como guste, caramba, bueno...

-Pero por qué se molesta, si aquí a la vuelta está nuestra casa...

-¡Si es un placer!, ¡por qué va a caminar si aquí están 300 HP de luxe que pueden tirar el carro y evitar toda molestia... je, je!

-¡Pero doctor Madruga, qué amable! -se desinfló ña Faustina hundiéndose la primera en el asiento y desatascándose del tenso zapato los hinchados pies que gemían por nostalgias de alpargatas.

-¡Qué soberbia máquina! -Exclamó don Cayetano calculando su precio en miles de calzados.

-Sí, éste es un auto que el Poder Ejecutivo pone a mi disposición, ¡je, je!; ahora ya está viniendo otro nuevo para mí, ¡je, je! Es la mejor manera de evitarse las molestias de andar por los talleres... ¡Usted sabe lo que son los talleres!

-¡Claro!

-¡Uf!

Apretó el acelerador y lo sintió pesado, muy pesado. El frío... ¡je, je!... Paró, bajó, miró una rueda y emitió una fuerte maldición; miró la otra y le agregó un sabroso adjetivo, y cuando hubo mirado las cuatro:

-¡Esto está hecho a propósito por alguno de esos infelices, fracasados, vende patria! ¡Esos miserables que todo el día no hacen sino poner dificultades a la obra de reconstrucción del gobierno! -La voz le temblaba pálida, fría, epiléptica de indignación-. No se puede tener ninguna tolerancia con esos individuos, cobardes. ¡No son capaces de respetar la propiedad del Estado!

-¿Que pasó?, ¿qué pasó? -Exclamaba el señor Presidente atemorizado ante las iras de un personaje tan importante. Se bajó apresuradamente a sumar su activa indignación.

-¡Ya ve, ya ve, me desinflaron las cuatro ruedas! ¡Pero este es un pueblo de salvajes, que lo único que merece es palo y mano de hierro!... ¿Y esto? -dijo de pronto viendo la antena retorcida- ¡miserables!..., causar daño por el gusto del daño, eso es lo que no entiendo, ¡es cosa de salvajes! ¡Después quieren democracia, dónde se ha visto!, ¡hacer oposición en esta forma!

-¡Pero ya ve usted qué cosa, qué calamidad, qué barbaridad, qué cosa!...

La señora Presidenta percatándose que de entrada terminaba el dulce paseo, se puso a buscar sus zapatos, mandando en exploración las piernas para uno y otro lado, ya que con el firme corsé en el cual se había embutido, le era completamente imposible doblarse en posturas gimnásticas. «¡Cipriano... Cipriano!», gemía llamando a su marido con un tonito apremiante y avergonzado a la vez, no queriendo delatarse completamente.

-¡Caramba, qué trastorno -creyó oportuno exclamar también con Cayetano-, con la escasez que hay de divisas, las dificultades para importar!

-¡Pero fíjese, la insensatez de estos individuos! Porque yo me pregunto: ¿quién es el perjudicado?... ¡El Estado!, porque a mí, ¿qué perjuicio me hace? ¡Nada! Si se rompieron las cubiertas, ¿quién paga? ¡El Estado!, y si mañana no puedo concurrir a la oficina para atender los importantes asuntos pendientes, ¿quién se perjudica? ¡El Estado!

-Pero qué cosa, qué calamidad, qué barbaridad, qué cosa -repetía el señor Presidente reprobando cíclicamente el acto y en forma indirecta a la oposición. Por fin, parece que el método le condujo a un juicio profundo:

-¡Así no puede progresar el país, una lástima!

En eso se acercó un Agente de policía despertado de su sueño por las luces del automóvil y el disonante coro de voces, pero al no ver ningún muerto ni descalabrado, no caía en la causa del alboroto. Se apoyó meditativamente en la trompetilla de su fusil a conjeturar sobre la extraña discusión de los ricachones, cuyo significado, ni con mucho esfuerzo podía traducir con suficiente velocidad al guaraní. Al fin lo distinguió el doctor Madruga T. y decidió obrar con la eficiencia de un funcionario, para que hubiera constancia documentada y con testigos, del delito de daño, atentado y depredación.

-Aquí, venga aquí, mi hijo... -llamó al agente y mostrándole una credencial-: Yo soy el doctor Próspero Madruga T., funcionario del Ministerio de Justicia, del Ministerio de Hacienda, del Ministerio de Relaciones, del Ministerio de Industria y Comercio y Miembro de la Cámara de Representantes. Mirá, mi hijo, tenés que hacer un parte...

Y entró en detalles con el anonadado conscripto que maldecía la hora en que se aproximó a curiosear. Entre tanto la Presidenta había logrado que el Presidente le encontrara los zapatos y que hasta se los pusiera con manifiesto enojo por el menoscabo de su dignidad masculina delante de tantas personas extrañas e importantes. Don Cayetano y Estercita también estaban en pie, y esperando una ocasión propicia para despedirse del atareado denunciante. Por fin ésta se dio mientras el Agente desenredaba sus conocimientos para escribir los datos del informe.

-Esperamos que pronto lo hemos de tener otra vez por aquí, doctor -expresó emocionado, don Cayetano-. Mi humilde casa, a su disposición, a su entera disposición -agregó estrechando con calor y fuerza su gran mano de obrero honrado y padre lleno de ilusiones.

-Muy pronto voy a venir a visitarlo... disculpe usted el inconveniente -dijo enseñando el obvio trastorno del automóvil-, la otra vez que venga vamos a salir a pasear, ¿verdad Estercita?... ¡je, je, je!

-¿Por qué no, doctor? -prometió sin comprometerse.

El Presidente y su consorte debieron aguardar hasta que el doctor rindió su paciencia ante la sudorosa ineficacia del agente, para transigir al fin con que todo se hiciera al otro día y que entre tanto el hombre quedara de guardia para atender el auto del Estado, hasta que el fatigado usuario pudiera descansar. Y una vez logrado esto, se fue a dormir a la casa de los Presidentes, donde le ofrecieron una cama para reposar, reponerse del disgusto y esperar que se corrijan los trastornos causados al país en su persona.



Aún cuando el verdulerito pensaba que Estercita había obrado con premeditación y alevosía, de que había querido humillarlo, burlarse, aniquilarlo y otras lindezas, la verdad era que el desarrollo de los acontecimientos la habían sorprendido tanto como a él. Cuando se acordó de su invitado le extrañó que no se le hubiera puesto cuando menos adelante, pero pensándolo un poco, lo comprendió todo. Entonces, bajando los ojos, le dedicó una cariñosa sonrisa, de la misma clase que podría usar para un gatito, y colgó la preocupación para después.

Le había resultado agradable su contacto con el doctor Madruga T.; una suerte de experiencia que hasta ahora no había tenido. Sentirse cortejada, rodeada de atenciones por un señor tan importante, cuya compañía daba una jerarquía especial a su propio encanto. Eso lo pudo percibir y gozar de inmediato. Si al principio todos se consideraban con derecho a pedirle un baile, ahora, de un modo misterioso, ese derecho se convertía en un codiciado privilegio, en un paso en la carrera. Hasta las orgullosas señoras que solían pasarla por alto, ahora buscaban su mirada y le hacían halagadoras monerías.

Pero también percibió lo objetable: a medida que las principales damas y caballeros trataban de obtener interesadamente sus sonrisas, los compañeros de charlas y de juegos de la misma edad, se sentían oprimidos y alejados. Apenas uno de los aspirantes a tenores se atrevió a pedirle una pieza, y fueron escasos los guitarristas y otros amigos de las tertulias y la pura alegría que osaron irrumpir y estar en el círculo del privilegio y de intereses, que se formaba sutil y firmemente a su alrededor.

¿Y el doctor Próspero Madruga T.? Pues el doctor le dio en las narices con un raro y nuevo sabor a comida enlatada. Un sabor igual lo suponía apenas por las descripciones de las revistas. Ni se imaginaba que había terceros muy interesados en que le sentara al paladar.



Entre estos, en primer término estaba don Cayetano, quien se sentía muy satisfecho. Apenas llegado a casa, lo primero que hizo fue arreglar cuentas con San Antonio:

-Está bien, San Antonio, está bien -dijo poniéndole en su bolsillo la suma prometida y dirigiéndole una mirada amistosa, llena de admirativo reconocimiento. En realidad, tuvo un breve impulso de agregarle algo más, pero se contuvo pues no tenía por buena política excitar la codicia del abogado.

Las renacidas aspiraciones, con estos vientos, le hacían crujir las velas. Tanto, que de acuerdo a sus resoluciones anteriores de arriesgarse lo menos y emplear en todo un minucioso cálculo, resolvió no perder un minuto, anticipándose a los acontecimientos para que nada lo encontrase desprevenido.

No pudo dormir ni a esa hora, ni con tales exaltaciones. Fue pues a la cocina por unos restauradores y meditativos mates, hasta que se hizo hora no tan indiscreta para una visita a su padrino social y proveedor don Primo Estanislao, a quien consideraba capacitado para un buen informe, y sagaz para un mejor consejo. El amigo lo recibió cordialmente, aunque por naturaleza era algo seco y duro, como su negocio de suelas.

-Don Primo, anoche en el baile, este doctor Madruga T. demostró mucho interés por mi hija. Dice que va a venir de nuevo a visitarla... Usted sabe, la gente dice que es muy inteligente, que está bien con el gobierno, que ya tiene dinero... pero yo quiero saber qué clase de hombre es.

Don Primo empezó con una risita, y terminó sin decir nada, aunque fuese visible que estuviera meditando.

-¿No me dice nada, no le conoce usted, don Primo?

-¡Jum!, le conozco a él, y conozco la clase.

-Eso es lo que quiero saber, si de qué clase es.

-Bueno -dijo hamacándose en la silla y hablando serio-. Es uno de esos individuos que están decididos a sobresalir, a tener dinero y a vivir bien.

-¡Bueno, eso queremos todos!

-Seguro, todos lo queremos, pero hay que ver si qué cosa de nosotros mismos estamos dispuestos a dar para conseguirlo.

-Mire, don Primo, conozco a varios honrados padres de familia que darían el alma sólo por ser ricos.

-Seguro, eso se dice, pero la gente cree que se entrega el alma así como se da un melón, entera, cerrada, de una vez... ¡Ju, ju, jui! -rió de una manera artificial y amarga, desviando los negros ojos congestionados-, no es tan fácil. Nadie se entrega de una vez, hay que irse entregando cada día, ¡y en ocasiones varias veces al día! Además, parece que el alma tiene compartimientos estancos para propia seguridad. Si hay avería por un lado, se producen pecados conexos, en familia; hay quien roba en toda forma, pero no mata o viceversa. Hay coimeros y delatores que se creen honestos.

-¡No me diga que es uno de esos!

-Mire, ése ha entregado el alma por el lado de la ilusión porque la ha materializado. Cambió su facultad de soñar con una alta empresa poniéndose un estricto límite físico. Ama tanto su barro de carne y hueso que ignora el aliento de Dios. Por eso no se respeta como hombre, ni aprecia el honor, la dignidad, la fe. Es de los que tienen amo; pero no uno, sino cualquiera. El que tenga poder es su amo. Éstos son los individuos que hacen posibles las tiranías, y hasta créame, ¡las hacen justificables! -Terminó enardecido don Primo, tanto que su interlocutor se retrajo algo atemorizado.

Pero después de un rato de silencio, se atrevió de nuevo:

-¿Entonces cree usted que no debo permitir que un hombre de esos frecuente a mi chica?

Don Primo se levantó a pasearse con pasos más largos de lo adecuado para su estatura. Hizo como si fuera a coger una botella, pero bruscamente se contuvo y fue a parársele enfrente:

-Tal vez hice mal en decirle todo esto, don Cayetano; puede que pronto me arrepienta... es que personalmente me dan asco -dijo con un acentuado gesto de desprecio-, pero admito que la variedad humana es rica e innumerable la circunstancia. Es imposible afirmar que quien no hace una cosa no hará tal otra al cambiar la ocasión. Yo le hago la caricatura de un hombre, pinto sus rasgos más acusados para simplificar. Usted mira esos rasgos y ve hasta dónde se le aproxima ese original u otro. Estamos obligados a simplificar para entender la vida, pero la vida misma es compleja, complicada, no se deja definir. ¿Verdad? -Y se le quedó mirando.

-Sí... no. La verdad...

-Que no me entiende, bueno, lo que quiero decir es que la felicidad de una pareja no depende de las condiciones ideales que a nosotros se nos ocurran, sino que ambas partes se correspondan, y nada más. Si a ella le gusta y puede convivir con ese sujeto que a mí me choca, ¿qué pitos hago yo con la teoría?... Ahora sí, no deje que la engatuse con paseos y regalos. Haga que lo conozca de cuerpo entero, si lo acepta entonces, yo le daría la bendición.

-¡Gran consejo, don Primo! -dijo levantándose al sentirse afirmado en un concepto-, ya decía yo que de aquí saldría con algo.

Y se fue pensando que lo único que valía de toda la charla era esto último: «si lo acepta, le daría la bendición», es decir, el requisito mínimo, pues sinceramente, como ya le corría mucha prisa por el éxito, instintivamente se estaba echando tierra a los ojos para no mirar ni ver.



Y ese mismo día, cuando aún estaba entregado el doctor a su importante reposo, el servicial señor Presidente urgido desde temprano por su consorte, se fue al puesto telefónico a procurar comunicación con la secretaria capitalina del huésped, para hacerle saber que un pequeño inconveniente demoraría la hora de llegada del jefe, con encargo de que igual aviso se corriera a toda la línea de secretarias que debían hacer los complicados arreglos de las citas. Un taller mecánico movilizó a los cuatro primeros operarios que llegaron para que con gatos, infladores y palancas fueran a reparar el estropicio causado por la oposición, y la abnegada ña Faustina apenas durmió con un ojo para lograr que las primeras y mejores chipas del mercado, leche ordeñada a la vista, manteca importada y reluciente vajilla formaran adecuada mesa para el desayuno de tan ilustre personaje.

Pero aun cuando su descanso no interrumpiera la labor organizada a su servicio, y aun cuando el Estado fuese el único perjudicado con todos sus trastornos, por la mañana el doctor se levantó con mucha prisa. ¡Hombre! ¡Tantos directores, gerentes y asesores detenidos a esperarlo! Estos intereses, si no encuentran un camino, inmediatamente tientan otros. El doctor lo sabía muy bien, y en verdad él era un hombre dinámico, siempre de cita con la oportunidad.

Tomó su desayuno medio a escape y sólo por no desairar a ña Faustina, con cuya benevolencia completa deseaba contar por el momento, se despidió «hasta luego» del Presidente y de un acelerón arrojó diez kilos de piedra y polvo a los embobados que contemplaban su partida. Frenó chillando frente a la comisaría, habló diez minutos con el Comisario, seleccionaron rápidamente una lista de los posibles interesados en perturbar la paz pública desinflando sus neumáticos, y una hora después, mientras irrumpía agitadamente en el primer despacho de su cadena de despachos, otra cadena de presos incomunicados iba a purgar las amarguras que había soportado el doctor, por directa implicación en ellas o por presunción del íntimo gozo y regocijo que el hecho les habría producido.