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»Y ellos estando en esta habla, sobrevino un burgués de los mayores y más ricos y más poderosos de la villa, y preguntó qué era aquello en que hablaban, y ellos contáronselo todo. "Ciertas", dijo el burgués, "no son perdidos los sus hijos". "¿Y cómo no?", dijeron los otros. "Yo os lo diré", dijo el burgués. "Yo andando el otro día a caza con mis canes y con mi compaña, sentí los canes que se espantaban mucho, y fui en pos de ellos y hallé que iban latiendo en pos una leona que llevaba una criatura en la boca muy hermosa, y sacudiéronsela, y tomé yo la criatura en los brazos y trájela a mi posada. Y porque yo y mi mujer no habíamos hijo ninguno, roguele que quisiese que le porhijásemos, pues no le sabían padre ni madre; y ella túvolo por bien y porhijámoslo. Y cuando fue en la tarde, estando mi mujer a las fenestras con aquella criatura en brazos, vio venir otra criatura muy hermosa del tamaño que aquella o poco menor, llorando por la calle; díjole: 'Amigo, ¿qué es?' Y él no respondió. Y la otra criatura que tenía en brazos viola cómo iba llorando, y diole una voz, y el otro alzó los ojos y viole y fue llegándose a la puerta, haciendo la señal que le acogiesen; ca no sabía bien hablar. Y la mi mujer envió una manceba por él, y subióselo a la cámara. Y los mozos cuando se vieron en uno comenzáronse abrazar y a besar, haciendo muy gran alegría como aquellos que fueron nacidos de una madre y criado en uno y conocíanse. Y cuando preguntaban a cualquiera de ellos: '¿Qué es de tu padre y de tu madre?', respondían: 'No sé'. Y cuando yo llegué a la posada, hallé a mi mujer mucho alegre con aquella criatura que Dios le enviara; y díjome así: 'Amigo señor, ¿veis cuán hermosa criatura me trajo Dios a las manos? Y si a vos hizo merced en esta otra criatura que os dio, tengo que mejor la hizo a mí en quererme hacer gracia y enviarme esta otra. Ciertas creo que sean hermanos, ca se semejan; y pídoos por merced que queráis que porhijemos a esta criatura como hicimos a la otra'. Y yo respondile que me placía muy de corazón, y porhijámoslo."

»"¡Oh nuestro Señor!", dijo el otro burgués, "¡qué buenas nuevas para el caballero si hubiese quién se las llevar". "Ciertas", dijo el otro, "yo quiero andar en su demanda estos ocho días, y si lo hallare decirle he estas buenas nuevas". Y tomó cartas de los hombres buenos de la ciudad porque lo creyese, y cabalgó, y fuese en demanda del caballero. Pero tal fue la su ventura que nunca pudo hallar mandado de él, si era muerto o vivo, y tornose para la ciudad y dijo a los hombres buenos como no pudiera hallar recaudo ninguno del caballero, y pesoles muy de corazón. Y todos pugnaban en hacer merced y placer a aquellas criaturas, y más el padre y la madre que los porhijaron, porque ellos eran muy acostumbrados, maguer mozos pequeños, ca así los acostumbraron y los nudrieron aquella buena dueña que los falsos llevaron en la nave, de que ahora vos contará la historia en cómo pasó su hacienda.»

Dice el cuento que cuando la dueña vio que los marineros movían su nave y no fueron por su marido, tuvo que era caída en manos malas y que la querían escarnecer; y con gran cuita y con gran pesar que tenía en su corazón fuese por derribar en la mar. Y tal fue la su ventura que en dejándose caer revolviose la cinta suya en una cuerda de la nave, y los marineros cuando la vieron caer fueron a ella corriendo, y halláronla colgada; y tiráronla y subiéronla en la nave. «Amiga», dijo el uno de los de la nave, «¿por qué os queréis matar? No lo hagáis, ca el vuestro marido aquí será mucho aína; ca por razón del caballo, que no pudiera más de ligero meter en la nave, roguemos a otros marineros que estaban muy cerca de la ribera con su nave, que lo acogiesen y, y mucho aína será convusco; y no dudéis. Y demás, estos que están aquí todos os quieren gran bien, y yo más que todos». Cuando ella estas palabras oyó, entendió que eran palabras de falsedad y de enemiga, y dio una voz y dijo así: «Virgen Santa María, tú que acorres a los cuitados y a los que están en peligro, y acorre a mí, si entiendes que he mester». Y desí tomáronla y fuéronla meter en la saeta de la nave, porque no fuese otra vegada a se derribar en la mar, y sentáronse a yantar, porque era ya cerca de mediodía.

Y ellos estando comiendo y bebiendo a su solas y departiendo en la hermosura de aquella dueña, la virgen Santa María, que oye de buena mente los cuitados, quiso oír a esta buena dueña, y no consintió que recibiese mal ninguno, según entenderéis por el galardón que recibieron del diablo aquestos falsos por el pensamiento malo que pensaron. Así que ellos estando comiendo y bebiendo más de su derecho y de lo que habían acostumbrado, el diablo metioles en corazón a cada uno de ellos que quisiesen aquella dueña para sí. Y hubo a decir el uno: «Amigos, yo amo aquesta dueña más que a ninguna cosa del mundo y quiérola para mí; y ruégoos que no os trabajéis ningunos de la amar; porque yo soy aquel que os la defenderé hasta que tome y muerte». «Ciertas», dijo el otro, «yo eso mismo haré por mí, porque más la amo que tú». Así que los otros todos de la nave, del menor hasta el mayor, fueron en este mal acuerdo y esta discordia, en manera que metieron mano a las espadas y fuéronse herir unos a otros, de guisa que no fincó ninguno que no fuese muerto o herido.

Y la dueña estaba en la saeta de la nave, y oyó el ruido muy grande que hacían. Y oía las voces y los golpes, más que no sabía que se era, y fincó muy espantada, de guisa que no osaba subir. Y así fincó todo el día y la noche; pero estando haciendo su oración y rogando a Dios que le hubiese merced. Y cuando fue el alba, antes que saliese el sol, oyó una voz que decía: «Buena dueña, levántate y sube a la nave, y echa esas cosas malas que y hallarás en la mar, toma para ti todas las otras cosas que y hallares; ca Dios tiene por bien que las hayas y las despendas en buenas obras». Y ella cuando esto oyó agradeciolo mucho a Dios, pero dudaba que por ventura que enemiga de aquellos falsos, que llamaban para escarnecerla. Y no osaba salir hasta que vio otra voz; y díjole: «Sube y no temas, ca Dios es contigo». Y ella pensó en estas palabras tan buenas y tan santas que no serían de aquellos falsos, y demás que si ellos quisiesen entrar a la saeta de la nave que lo podían bien hacer.

Y subió a la nave y vio todos aquellos falsos muertos e hinchados, y según la voz le dijera tomábalos por las piernas y daba con ellos en la mar; tan livianos le semejaban como si fuesen sendas pajas, y no se espantaba de ellos, ca Dios le daba esfuerzo para lo hacer y la conhortaba y ayudaba. Y ella bien veía y bien entendía que este esfuerzo todo le venía de Dios, y dábale las gracias que ella podía, bendiciendo el su nombre y el su poder. Y cuando vio ella delibrado la nave de aquellas malas cosas, y barrida y limpia de aquella sangre, alzó los ojos y vio la vela tendida; que iba la nave con un viento el más sabroso que pudiese ser. Y no iba ninguno en la nave que la guiase, salvo ende un niño que vio estar encima de la vela. Y este era Jesucristo, que viniera a guiar la nave por ruego de su madre Santa María. Y así lo había visto la dueña esa noche en visión. Y este niño no se quitó de la dueña ni de día ni de noche hasta que la llevó y la puso en el puerto donde hubo de arribar, así como lo oiréis adelante.

La dueña anduvo por la nave catando todas las cosas que en ella eran, y halló y cosas muy nobles y de gran precio, y mucho oro, y mucha plata, y mucho aljófar, y muchas piedras preciosas, y paños preciados, y muchas otras mercadurías de muchas maneras, así que un rey no muy pequeño se tendría por abundado de aquella riqueza. Y bien semejó que había paños y guarnimientos para doscientas dueñas, y maravillose mucho que podría ser esto. Y por esta buena andanza alzó las manos a Nuestro Señor Dios y agradeciole cuanta merced le hiciera. Y tomó de esta ropa que estaba en la nave, e hizo su estrado muy bueno en que seyese, y vistiose un par de paños los más ordenados que y halló, y asentose en su estrado y y rogaba a Dios de día y de noche que hubiese merced y que le diese buena cima a lo que había comenzado. Y bien dijo el cuento que esta hubo gran espanto para catar las cosas de la nave y saber qué eran y las poner en recaudo; y no era maravilla, que sola andaba, y dos meses anduvo sola dentro en la mar desde el día que entró en la nave, hasta que arribó al puerto. Y este puerto donde arribó era la ciudad de Galán, y es en el reino de Orbín.

Y en aquella ciudad estaba el Rey y la Reina, haciendo sus fiestas muy grandes por la fiesta de Santa María, mediado agosto. Y la gente que estaba ribera de la mar vieron aquella nave que estaba parada en el puerto, la vela tendida, y haciendo muy gran viento, no moviéndose a ninguna parte. Maravilláronse mucho, de guisa que entraron muchos en bateles y fueron allá a saber qué era. Y llegaron a la nave y vieron en cómo no tenía áncoras, y tuvieron que era milagro de Dios, así como lo era, y no se atrevía ninguno de subir en la nave; pero uno de ellos dijo que se quería aventurar a subir, a la merced de Dios, a saber qué era; y subió a la nave. Y desde que vio la nave así, y la dueña asentada en un estrado muy noble a maravilla, fue mucho espantado y díjole así: «Señora, ¿quién sois vos, o decidme quién guía esta nave?» «¿Y vos sois caballero?», dijo ella. «Ciertas», dijo él, «no». Y por ende no se quiso levantar a él. «¿Y por qué no respondéis», dijo él, «a la mi demanda?». Dijo ella: «Porque no es vuestro de lo saber ahora quién soy yo». «Señora», dijo él, «¿decirlo habéis al Rey si acá viniere?» «Ciertas», dijo ella, «razón es, ca por él vine de la mi tierra». «¿Y esta vuestra nave», dijo el hombre, «cómo está así sin áncoras ningunas?». «Está así como vos veis», dijo ella, «en poder de aquel que la mantiene y la guía», dijo ella, «aquel que mantiene y guía las otras cosas». «Pues, señora, iré al Rey», dijo él, «con este mandado y con estas nuevas». «Dios os guíe», dijo la dueña. Descendió a su batel y fuese para los otros, que se maravillaban mucho de su tardanza, y preguntáronle que en qué tardara, o qué era aquello que viera allá. «Tardé», dijo él, «por una dueña que hallé allá, de las más hermosas del mundo y muy bien razonada; mas por cosa que me dijese no pude saber ni entender ninguna cosa de su hacienda». Desí fuéronse para el Rey, que estaba en la ribera con la Reina y con muy gran gente a saber qué era aquello.

El que subió a la nave dijo: «Señor, decíroslo he lo que vi en aquella nave». Y contóselo todo cuanto pasara con aquella dueña y cuantas respuestas le diera, en manera que entendió el Rey por las respuestas que esta dueña era de Dios y de buen entendimiento. Y metiose en una galea y otros muchos con él, y otros en otras barcas, y fuéronse para la nave. Y cuando llegaron a la nave maravilláronse de cómo estaba queda, no teniendo áncoras ningunas, y dudaron los que iban allá, y dijeron al Rey: «Señor, no te aventures a cosa que no sabes qué es». Y el Rey era muy buen cristiano y díjoles así: «Amigos, no es este hecho del diablo, ca el diablo no ha poder de retener los vientos y las cosas que se han a mover por ellos; mas esto puede ser hecho por el poder de Dios que hizo todas las cosas y las ha a su mandado. Y por ende quiérome aventurar a lo de Dios, en el su nombre, y ponerme he en la su merced». Y con poca de gente, de aquellos que él escogió, subió a la nave. Y cuando la dueña vio que traía una corona de oro en la cabeza y una pértiga de oro en la mano, entendió que era rey y levantose a él y fue por besarle las manos.

El Rey no quiso y fuese sentar con ella al su estrado, y preguntole quién era. Y ella le dijo que era una dueña de tierra de las Indias que fincara desamparada de su marido y que no sabía si era muerto o si era vivo, tiempo había. Y el Rey de aquella tierra que era muy crudo y muy sin justicia, y que hubiera miedo de él que le tomaría todas sus riquezas; y porque oyera decir de él que era buen rey y justiciero, y que quisiera vivir a la su sombra, y que hiciera cargar aquella nave de todas las riquezas que había, y que se viniera para él. «¿Cómo», dijo el Rey, «viene esta nave sin gente y sin gobernador? ¿No salió de allá gente convusco?» «Ciertas», dijo ella, «señor, sí salió». «¿Y pues qué se hizo la gente?», dijo él. «Señor, hacíanme gran falsedad y gran enemiga», dijo ella, «y por sus pecados matáronse unos a otros queriéndome escarnecer, ca así se lo había puesto el diablo en sus corazones». «¿Pues quién os guía la nave?», dijo el Rey. «Señor», dijo ella, «no sé al sino el poder de Dios y un mozo como hombre se santigua.»

Y él entendió que era el hijo de Dios, e hincó los hinojos y adorolo, y dende en adelante no pareció aquella criatura. Y el Rey envió luego a la Reina que saliese a la ribera con todas las otras dueñas y doncellas de la villa con las mayores alegrías que pudiesen. Y desí tomáronla y descendiéronla a la galea, y mandó el Rey que echasen las áncoras y bajasen la vela de la nave, y dejó muy buenas guardas en ella que guardasen bien todas las cosas. Y vinieron su paso a la ribera, haciendo los de la mar muy grandes alegrías y muchos trebejos; y cuando llegaron a la ribera, y la Reina y muchas doncellas haciendo sus danzas. Y desí salió el Rey de la galea y tenía la dueña por la mano y dijo así: «Reina, recibid estas donas que vos Dios envió, ca bien fío por la su merced que por esta dueña vendrá mucho bien a nos y a nuestra tierra y a nuestro reino». «Y yo en tal punto la recibo», dijo la Reina, y tomola por la mano y fuéronse para el palacio y toda la gente con ellos. Y la Reina iba preguntando de su hacienda y ella respondiendo lo más bien, a guisa de buena dueña y de buen entendimiento, de guisa que fue muy pagada de ella y díjole así: «Dueña, si os pluguiese, dentro en las nuestras casas moraréis conmigo, porque os podamos ver cada día y hablar en uno». «Señora», dijo ella, «como mandares». Y así fincó con la Reina más de un año en las sus casas, que no se partió de ella, y tenía la Reina que hacía Dios a ella y al Rey y a toda su tierra bien por esta dueña. Y señaladamente tenían los de la tierra que la plantía grande que este año hubiera viniera por la oración que hacía esta buena dueña, y por ende la amaban y la honraban mucho.

Y esta buena dueña luego que vino hizo sacar el su haber de la su nave, y pidió por merced al Rey y a la Reina que le diesen un solar de casas donde pudiese hacer un monasterio. Y a cabo de un año fue todo acabado. Y después pidió por merced al Rey y a la Reina que quisiesen poblar aquel monasterio, no porque ella quisiese entrar en la orden, ca esperanza había ella en la merced de Dios de ver a su marido, mas poblarlo de muy buenas dueñas y hacer su abadesa. Y pidioles que le diesen licencia a todas las dueñas y a todas las doncellas que quisiesen entrar en aquel monasterio, que trajesen lo suyo libremente.

Y el Rey y la Reina tuviéronlo por bien y mandaron pregonar por toda la tierra que todas aquellas dueñas y doncellas que quisiesen en aquel monasterio entrar, que viniesen seguramente a servicio de Dios, y que se lo agradecerían mucho. Y vinieron pieza de dueñas y de doncellas, más de cuatrocientas, y ella escogió de ellas doscientas, las que entendió que cumplían para el monasterio, que pudiesen sufrir y mantener la regla de la orden. Y hecha y una abadesa muy hijadalgo y muy buena cristiana, y heredó el monasterio muy bien y dotolo de muchas villas y castillos que compró, de muchas heredades buenas y de mucho ganado, y de aquellas cosas que entendían que cumplían al monasterio, de guisa que no hubiese mengua en ningún tiempo. Y es de la orden de San Benito y hoy en día le dicen el monasterio de la Dueña Bendicha. Y las otras dueñas y doncellas que fincaron y no pudieron caber en el monasterio, casolas y heredolas, y las que casó vistiolas de aquellos paños que en la nave tenía, muy nobles y muy preciados, de guisa que la Reina y las otras dueñas que lo veían se maravillaban mucho de cuán nobles paños eran.

Y viendo la dueña que la Reina se pagaba de aquellos paños, enviole un gran presente de ellos, y de ellos hechos y de ellos por hacer, y mucho aljófar y muchas cosas y otras joyas preciadas. Y la Reina fue maravillada que fuera la razón por que traía tantos paños hechos y adobados, y preguntole: «Dueña, ¿decidme habéis por qué traéis tantos paños?» «Señora», dijo ella, «yo os lo diré. Este monasterio que yo aquí hice de dueñas, cuidelo hacer en mi tierra, y en mi propósito fue de cumplirlo de casadas al tantas como fuesen en el monasterio, y mandé hacer estos paños con miedo del Rey, que codiciaba con codicia, me quería tomar todo lo que hubiese, hube de venir acá a esta extraña tierra». «Bendicho sea Dios», dijo la Reina, «y el día en que vos habéis a venir, y hayáis buena cima de ellos así como vos codiciáis». «Amén», dijo la dueña.

Del día que llegó aquella ciudad y lo hubo hecho, hasta nueve años, muy honrada y muy amada y muy visitada de toda la buena gente de la tierra. Y cumplidos los nueve años, pidió por merced al Rey y a la Reina que la dejasen ir para su tierra a ver sus parientes y sus amigos y morir entre ellos.

Cuando lo oyeron el Rey y la Reina fueron espantados y recibieron muy gran pesar en sus corazones porque se quería ir, y dijo el Rey: «¡Ay!, buena dueña, amiga de Dios, por Dios no nos desamparéis, ca mucho tenemos que si os vais, que no irá tan bien a esta tierra de como fue hasta aquí desde que vos vinistes» Dijo: «Señor, no podría fincar, ca a vos no tendría pro la mi fincanza y a mí se tornaría en muy gran daño. Y heos aquí estas dueñas en este monasterio, muy buenas cristianas, que rueguen a Dios por vos y por la Reina y por endrezamiento de vuestro reino. Y vos, señor, guardad y defended el monasterio y todas las cosas y honradle, y Dios por ende guardará a vos en honra; ca mucho bien os ha Dios a hacer por las oraciones de estas buenas dueñas». «Ciertas», dijo el Rey, «así lo haremos por lo de Dios y por el vuestro amor». «Señor», dijo ella, «mandadme vender una nave de estas del puerto, ca la mía vieja es y podrida es». «Dueña», dijo el Rey, «yo os mandaré dar una de las mías, de las mejores que y fueren, y mandaros he dar todo lo que hubieres mester». «Muchas gracias», dijo la dueña, «mas, señor, mandadme dar la nave y a hombres seguros que vayan conmigo en ella; ca yo he haber asas, ¡loado sea Dios!». El Rey mandó dar la nave y muy buenos hombres que fuesen con ella, y ella hizo y meter y muy gran haber que tenía y muchas joyas, y despidiose del Rey y de la Reina y de toda la gente de la ciudad, y fuese meter en la nave para fincar y la noche hasta otro día que hubiesen viento para mover. ¡Ay, Dios! ¡Cómo fincaron desconhortados el Rey y la Reina y todos los otros de la tierra cuando la vieron ir a la nave! Ca gran alegría hicieron el día que la recibieron, y muy gran tristeza, y muy gran pesar hubieron al partir.

Y otro día en la gran mañana la buena dueña alzó los ojos a ver si hacía viento, y vio estar encima del mástel aquella criatura misma que estaba y a la venida, que guiaba la nave. Y ella alzó las manos a Dios y dijo así: «¡Señor, bendito sea el tu nombre, que tanta merced me haces, y tan bienaventurado es aquel que tú quieres ayudar y guiar y endrezar, así como haces a mí sierva por la tu santa piedad y la tu santa misericordia!» Y estando en esta oración, un hombre bueno que iba con ella a que le recomendara el Rey el gobierno de la nave, díjole así: «Señora, ¿en qué estás, o qué guiador demandas para la nave? ¿Hay otro guiador sino yo?» «Ciertas, sí», dijo ella, «y alzad la vela y endrezadla y dejadla andar en el nombre de Dios». El hombre bueno hízolo así y después vínose para el gobierno tomar, y hallolo tan fuerte y tan recio que no lo podía mover a ninguna parte, y fue mucho espantado, y dijo: «Señora, ¿qué es esto? Que no puedo mover el gobierno». Dijo ella: «Dejadle; ca otro le tiene de mayor poder que vos; e id holgar y trebejar con aquella compaña y dejadla andar en buen hora». Y la nave moviose con muy buen viento que hacía, e iba muy endrezadamente; y todos los de la nave se maravillaban ende y decían entre sí: «Este es el poder de Dios que quiere guiar a esta buena dueña, y por amor de ella hagámosle la honra que pudiéremos y sirvámosla muy bien». Y ella estaba pensando en su marido si lo podía hallar vivo, lo que no cuidaba si no fuese por la merced de Dios que lo podría hacer.

Onde dice el cuento que este su marido cuando se partió de ella de la ribera, halló una ermita de un hombre bueno siervo de Dios que moraba en ella; y díjole: «Amigo, ¿puedo aquí albergar esta noche?» «Sí», dijo el ermitaño, «mas no he cebada para vuestro caballo que traéis». «No nos incal17», dijo el caballero, «ca esta noche ha de ser muerto». «¿Y cómo?», dijo el ermitaño, «¿lo sabéis vos eso?». «Ciertas», dijo el caballero, «es mi ventura que no me dura más de diez días la bestia». Y ellos estando en este departimiento cayó el caballo muerto en tierra. De esto fue el ermitaño mucho maravillado y díjole así: «Caballero, ¿qué será de vos de aquí adelante, o cómo podréis andar de pie pues ducho fuistes de andar de caballo? Me placería si quisieseis holgar aquí algún día, y no os meter a tanto trabajo tan aína». «Ciertas», dijo el caballero, «mucho os lo agradezco; siquiera unos pocos dineros que tengo despenderlos he aquí convusco; ca muy quebrantado ando de grandes cuidados que me sobrevinieron, más de los que había de haber que a la ciudad de Mela llegase». Y desí fincó en aquella ermita con aquel ermitaño, rogando a Dios que le hubiese merced. Y en la ribera de la mar so la ermita había una choza de un pescador donde iba por pescado el ermitaño cuando lo había mester.

En la ribera de la mar, so la ermita, había una choza de un pescador, donde iba por pescado el ermitaño cuando lo había mester. Y estaba y un pescador que tenía un ribaldo, que le servía. Y cuando se iba el su señor, venía el ribaldo a la ermita haber solas con el ermitaño. Y ese día que llegó y el caballero, vino y el ribaldo y preguntole quién era aquel su huésped; y díjole que un caballero andante que llegara y por su ventura; y que luego que y fuera llegado le dijera que se había de morir el su caballo, y que no podría más vivir el su caballo, y luego que cayera en tierra muerto. «Ciertas», dijo el ribaldo, «creo que es algún caballero desventurado y de poco recaudo debe ser, y quiérome ir para él y decirle he algunas cosas ásperas y graves y veré si se moverá a saña o cómo me responderá». «Ve tu vía, ribaldo loco», dijo el ermitaño. «¿Cuidas hallar en todos los otros hombres lo que hallas en mí, que te sufro en paciencia cuanto quieres decir? Ciertas de algunos querrás decir las locuras que a mí dices, de que te podrás mal hallar, y por aventura que te acontecerá mal con este caballero, si no te guardares de decir necedad». «Verdad es lo que vos decís», dijo el ribaldo, «si este caballero es loco de sentido; ca si es cuerdo y de buen entendimiento, que no me responderá mal; ca la cosa del mundo en que más prueba el hombre si es de sentido y loco, sí es en esto: que cuando le dicen alguna cosa áspera y contra su voluntad, que se mueve aína a saña y responder mal, y el cuerdo no; ca cuando alguna cosa le dicen desaguisada, sábelo sufrir con paciencia y dar respuesta de sabio. Y por ventura», dijo el ribaldo, «que este caballero es más paciente cuanto vos cuidáis». «Dios lo mande», dijo el ermitaño, «y que no salga a mal el tu atrevimiento». «Amén», dijo el ribaldo, «pero que me conviene de lo probar, ca no empece probar hombre las cosas, sino si la prueba es mala». «De eso he yo miedo», dijo el ermitaño, «que la tu prueba sea no buena; ca el loco en lo que cuida hacer placer a hombre, en eso le hace pesar; por ende no es bien recibido de los hombres buenos. Y guárdete Dios no te acontezca como aconteció a un asno con su señor». «¿Y cómo fue eso?», dijo el ribaldo. «Yo te lo diré», dijo el ermitaño.

«Un hombre bueno había un perrillo que tenía en su cámara, de que se pagaba mucho y tomaba placer con él. Y había un asno en que le traían leña y las cosas que eran mester para su casa. Y un día estando el asno en su establo muy holgado, y había días que no trabajaba, vio a su señor que estaba trebejando con aquel perrillo, poniéndole las manos en los pechos de su señor, y saltándole y corriendo delante de él; y pensó entre sí el asno, y semejole que pues él más servía a su señor que aquel perrillo, que no hacía al sino comer y holgar, que bien podría él ir a trebejar con él. Y desatose y fuese para su señor, corriendo delante de él, alzando las coces, y púsole las manos en los pechos de su señor, y púsole las manos sobre la cabeza, de guisa que le hirió mal. Y dio muy grandes voces el señor y vinieron sus sirvientes y diéronle palancadas al asno hasta que lo dejaron por muerto. Y fue con gran derecho, ca ninguno no podemos más atrever de cuanto la natura le da. Onde dice el proverbio, que "lo que la natura niega, ninguno lo debe cometer". Y tú sabes que no te lo da la natura, ni fuiste criado entre los hombres buenos, ni sabes razonar; y este caballero parece como de alhaja, y de buen entendimiento, y por ventura que cuidases decir algo ante él y dirás poco recaudo». «Andad, hombre bueno», dijo el ribaldo, «que necio me haría si no probase las cosas. ¿Y no sabes», dijo el ribaldo, «que la ventura ayuda aquellos que toman osadía? Y por ventura que puedo yo aprender buenas costumbres de este caballero a ser bien andante con él». «¡Dios lo mande!», dijo el ermitaño, «y vete y sé cortés en tus palabras, ¡así Dios te ayude!». «Así lo haré», dijo el ribaldo; y fuese para el caballero, y en lugar de decirle: «¡Sálveos Dios!», díjole estas palabras que ahora oiréis.

«Caballero desventurado, ¿perdiste tu caballo y no muestras y pesar?» «No lo perdí yo», dijo el caballero, «ca no era mío; ca lo tenía en acomienda hasta diez días y no más». «¿Pues creas», dijo el ribaldo, «que no lo peches a aquel que te lo acomendó, pues en tu poder murió y por ventura por mala guarda?». «No pecharé», dijo el caballero, «ca aquel lo mató cuyo era y había poder de hacerlo». «Pues así es», dijo el ribaldo, «yo te doy por quito de la demanda». «Muchas gracias», dijo el caballero, «porque tan buen juicio diste, y bien semeja que eres hombre de entendimiento; ca sin buen entendimiento no podría ser dado tan buen juicio». Y el ribaldo díjole: «No me respondes con lisonja o con maestría, cuidando así escapar de mí, ca mucho más sé de cuanto vos cuidáis». «Ciertas», dijo el caballero, «a cada uno dio Dios su entendimiento. Bien creo que pues hombre te hizo, algún entendimiento te dio, y tengo que con entendimiento decís cuanto decís». Y el ribaldo se partió de él muy pagado y fuese para su cabaña.

Y otro día recudió al caballero y díjole: «Caballero desventurado, mal dirán de ti los hombres». «Ciertas, bien puede ser», dijo el caballero, «ca siempre dicen mal los que bien no saben; y por ende con igual corazón debe hombre oír denuestos de los necios». Y el ribaldo le dijo: «Caballero desventurado, pobre eres y muy grave cosa es la pobredad para tal hombre como tú». «Ciertas», dijo el caballero, «más grave soy yo a la pobredad que ella a mí; ca en la pobredad no hay pecado ninguno si la bien sufre hombre con paciencia, mas el que no tiene por abundado de lo que Dios le da, peca por ende. Y cree que aquel es pobre, no es rico, el que más codicia». El ribaldo le dijo: «Caballero desventurado, nunca serás poderoso». «Ciertas», dijo el caballero, «mientras que yo hubiere paciencia y alegría habré poder en mí; y cree que aquel no es poderoso el que no ha poder en sí». El ribaldo le dijo: «Caballero desventurado, nunca serás tan rico como aquel señor de aquel castillo». «Hablas», dijo el caballero. «Sepas que arca es de bolsas de envidia peligrosa; ca todos le han envidia por deshacerle». El ribaldo le dijo: «Caballero desventurado, muchos acompañan a aquel rico». «¿Qué maravilla es?», dijo el caballero; «ca las moscas siguen a la miel y los lobos a la carniza y las hormigas al trigo; mas creas por cierto que aquella compaña que tú ves no servían ni sirven aquel rico, mas siguen la prea y lo que cuidan ende sacar». El ribaldo le dijo: «Caballero desventurado, rico eras y perdiste tu haber». «Ciertas», dijo el caballero, «bienaventurado es aquel que perdió con él la escasedad». «Pero perdiste tu haber», dijo el ribaldo. «Natura es del haber», dijo el caballero, «de andar de mano en mano, y por ende debes creer que el haber nunca se pierde; y sepas que cuando lo pierde uno otro lo gana; y sepas que cuando yo lo hube, otro lo perdió». «Pero», dijo el ribaldo, «perdiste tu haber». «¿Y por qué me sigues?» dijo el caballero, «ca mejor fue en que lo perdí yo, que no perdiese ello a mí». «Caballero desventurado», dijo el ribaldo, «perdiste los hijos y la mujer, ¿y no lloras?». «¿Quién hombre es», dijo el caballero, «quien llora muerte de los mortales? Ca, ¿qué pro tiene el llorar, en que aquello por que llora no se puede cobrar? Ciertas, si las vidas de los muertos se pudiesen por lágrimas recobrar, toda la gente del mundo andaría llorando por cobrar sus parientes o sus amigos; mas lo que una vegada de este mundo pasa, no puede tornar si no por milagro de Dios, así como Lázaro, que hizo resucitar Nuestro Señor Jesucristo. Onde bienaventurado es aquel que supo pasar con paciencia las puridades de este mundo. Y amigo, ¿qué maravilla es en perderse los mis hijos y la mi mujer? Ca se perdió lo que se había a perder, y por aventura que los recibió Dios para sí, ca suyos eran, y así me los tollió Dios para sí. Ca, ¿qué tuerto hace Dios al hombre si le tolle lo que le dio en acomienda mayormente queriendo para sí lo que suyo es? Ciertas cuanto en este mundo habemos, en encomienda lo tenemos, y no se atreva ninguno a decir: "Esto mío es", ca en este mundo no han al sino el bien que haces, y esto lleva consigo al otro mundo y no más». El ribaldo le dijo: «Caballero desventurado, dolor grande te vendrá ahora». «Si es pequeño», dijo el caballero, «sufrámoslo; ca grande es la gloria en saber hombre sufrir y en pasar los dolores de este mundo». «Para mientes», dijo el ribaldo, «ca dolor es cosa muy dura y muy fuerte, y pocos son los que bien pueden sufrirlo». «¿Y qué cuidado has tú», dijo el caballero, «si quiero yo ser uno de aquellos que lo pueden sufrir?». «Guárdate», dijo el ribaldo, «que más dura cosa es el dolor». Dijo el caballero: «Esto no puede ser; el dolor va en pos del que huye, y ciertamente el que huye no huye sino con dolor que siente y tiene ya consigo, y huye de otro mayor que va en pos él». El ribaldo le dijo: «Caballero desventurado, enfermarás de fiebre». «Enfermaré», dijo el caballero, «mas creas que dejará la fiebre o la fiebre a mí». «Verdad es», dijo el ribaldo, «que no puede hombre huir el dolor natural, así como el que viene por muerte de parientes o de amigos, mas el dolor accidental puede huir si bien se guardare». «Ciertas así es como tú dices», dijo el caballero, «mas pocos son los que en este mundo guardados son en todo». El ribaldo le dijo: «Caballero desventurado, morirás desterrado». «No es», dijo el caballero, «el sueño más pesado en casa que fuera de casa, y eso mismo es la muerte; ca a la hora de la muerte así extiende hombre el pie en casa que fuera». El ribaldo le dijo: «Caballero desventurado, morirás mancebo». «Muy mejor es», dijo el caballero, «haber hombre la muerte antes que la codicie; ca no la codicia hombre sino siendo enojado de la vida por razón de las muchas malas andanzas de este mundo; ca a los que viven mucho es dada esta pena, que vean muchos pesares en su luenga vida, y que estén siempre con lloro y con pesar en toda su vejedad, codiciando la muerte; ca si mancebo he de morir, por ventura la muerte que me tan aína viene, me sacará de algún mal que me podría venir mientras viviese; y por ende no he de contar cuántos años he de haber, mas cuántos he habidos, si más no puedo haber; ca esta es la mi edad cumplida. Onde cualquier que viene a la postrimería de sus hados muere viejo y no mancebo; ca la su vejedad es la su postrimería. Y por eso no dices bien que moriré mancebo; antes he de morir viejo y no mancebo cuando los mis días fueren cumplidos». El ribaldo le dijo: «Caballero desventurado, degollado has de morir». «¿Y qué perdimiento ha», dijo el caballero, «entre ser degollado o morir de otra llaga? Ciertas que comoquiera que muchas sean las llagas de este mundo, una ha de ser la mortal, y no más». «Caballero desventurado», dijo el ribaldo, «perderás los ojos». «Cuando los perdiere», dijo el caballero, «quedará la codicia del corazón; ca lo que ve el ojo desea el corazón». «Caballero desventurado», dijo el ribaldo, «¿en qué estas porfiando? Creas que morirás de todo en todo». «Amigo», dijo el caballero, «¡qué pequeña maravilla en morir! Ca esta es natura de hombre y no pena, y creas que con tal condición viene a este mundo, porque saliese de él. Y por ende, según razón no es pena, mas deudo a que soy tenido de cumplir. Y no te maravilles en la vida del hombre, que tal es como peregrinación. Cuando llegara el peregrino al lugar donde propuso de ir, acabar su peregrinación. Así hace la vida del hombre cuando cumple su curso en este mundo; que dende adelante no ha más que hacer. Ciertas, ley es entre las gentes establecida de tornar hombre lo que debe a aquel de quien lo recibe; y así lo recibimos de Dios, y debémoselo tornar. Y lo que recibimos de la tierra debémoslo tornar a la tierra. Ca el alma tiene el hombre de Dios y la carne de la tierra; y por ende muy loca cosa es temer hombre lo que excusar puede, así como la muerte, que no se puede excusar; ca ella es la postrimera pena de este mundo, si pena puede ser dicha, y tornar hombre a su natura que es la tierra, onde es hecho el hombre. Onde debe tomar la muerte, ca maguer la aluengue no la puede huir. Y yo no me maravillo porque he de morir, ca no soy yo el primero ni el postrimero, y ya todos los que fueron antes que yo son idos ante mí, y los que ahora son y serán después de mi muerte, todos me seguirán. Ca con esta condición son todas las cosas hechas, que comiencen y hayan fin; que comoquiera que el hombre haya muy gran sabor de vivir en este mundo, debe ser cierto que ha de morir, y debe ser de esta manera apercibido, que le halle la muerte como debe. Ca, ¿qué pro, qué honra es su fuerza, y sin grado sale de su lugar donde está, diciéndole: "Sale ende maguer no quieras"? Y por ende mejor es y más sin vergüenza salir hombre de su grado antes que le echen de su lugar por fuerza. Onde bienaventurado es el que no teme la muerte y está bien aparejado, de guisa que cuando la muerte viniere, que no le pese con ella y que diga: "Aparejado soy, ven cuando quisieres"».

El ribaldo le dijo: «Caballero desventurado, después que murieres no te soterrarán». «¿Y por qué?», dijo el caballero, «ca más ligera cosa es del mundo de echar el cuerpo en la sepultura, mayormente que la tierra es casa de todas las cosas de este mundo, recíbelas de grado. Y creed que la sepultura no se hace sino por honra de los vivos, y porque los que la vieren digan: "Buen siglo haya quien yace en la sepultura, y buena vida los que la mandaron hacer tan noble". Y por ende, todos se deben esforzar de hacer la mejor sepultura que pudiesen». «Caballero desventurado», dijo el ribaldo, «¿cómo pierdes tu tiempo, habiendo con qué podrías usar de caballería?» «Ciertas», dijo el ribaldo, «yo oí decir que el rey de Mentón está cercado en una ciudad que ha nombre Grades, y dícenle así porque está en alto y suben por gradas allá. Y este rey de Mentón envió decir y pregonar por toda su tierra que cualquiera que le descercase, que le daría su hija por mujer y el reino después de sus días, ca no había otro hijo».

El caballero comenzó a reír como en desdén, y el ribaldo túvolo por mal, ca le semejó que le tenía en nada todo lo que le decía; y díjole: «Caballero desventurado, ¿en poco tienes las mis palabras?» «Dígote», dijo el caballero, «que en poco, ca tú no ves aquí hombre para tan gran hecho como ese que tú dices». «Ciertas», dijo el ribaldo, «ahora no te tengo por tan sesudo como yo cuidaba. ¿Y no sabes que cada uno anda con su ventura, que Dios puede poner al hombre de pequeño estado en grande? ¿Y no eres tú el que me dijiste que te dejase sufrir el dolor maguer que era grave y duro, con aquellos que lo podrían sufrir?». «Sí», dijo el caballero. «¿Pues cómo», dijo el ribaldo, «podrás sufrir muy gran dolor cuando te acaeciese, pues tu cuerpo no quieres a afán en lo que por ventura ganarás prez y honra? Ca bien sabes tú que el dolor siempre viene con desventura, y por ende te dejarás esforzar a bien hacer y a pararte afán y trabajo por que más valieses. Y si ahora, mientras eres mancebo, no lo hicieres, no he esperanza en ti que lo hagas cuando fueres viejo. ¿Y no semeja que estarías mejor con aquella caballería que está en aquel campo, habiendo su acuerdo en cómo descercarían al rey de Mentón?» «Ciertas», dijo el caballero, «tanto hay de bien en aquel campo cuanto yo veo». «¿Y cómo puede ser?», dijo el ribaldo. «Yo te lo diré», dijo el caballero. «En el campo no ha pecado ninguno, y en aquella gente ha mucha falsedad y mucha enemiga, y cada uno de ellos se trabaja por engañar los otros por razón de la honra del reino ganar, y ciertamente en ninguna cosa no se guarda tan mal el derecho ni verdad como por reinar y señorear». «¿Y cómo?», dijo el ribaldo, «¿tú no quieres reinar y ser señor de alto lugar?». «Sí quiero», dijo el caballero, «no haciendo tuerto a ninguno». «Esto no puede ser», dijo el ribaldo, «que tú puedes ser rey ni señor de ningún lugar, sino tirando al otro de él». «Sí puedo», dijo el caballero. «¿Y cómo?», dijo el ribaldo. «Si este rey de Mentón», dijo el caballero, «fuese descercado por mí y me diese la su hija por mujer, y el reino después de sus días, así como lo mandó a pregonar por toda la tierra, así lo podría haber sin pecado. Mas véome muy alongado de todas aquestas cosas para el que yo soy, y cual es el hecho, ca contra un rey otro es mester de mayor poder, para llevar tan gran hecho adelante».

«Caballero desventurado», dijo el ribaldo, «¡qué poco paras mientes a las palabras que te hombre dice! Y ya desamparar me haces el buen entendimiento que me cuidaba que habías. Ruégote, caballero», dijo el ribaldo, «que por amor de Dios no me desampares, ca Dios me puede hacer merced. Si no, sepas que no perderás el nombre de desventurado. Y ayúdate bien y ayudarte ha Dios; ca Dios no quiere hacer ni llevar adelante sino aquel que se esfuerza y lo muestra por obra. Y por ende dicen que no da Dios pan sino en enero sembrado, onde si tú bien te ayudares, cierto soy que te ayudará y llevará la tu hacienda adelante. Y no tengas que tan pequeña es la ayuda de Dios; ca los pensamientos de los hombres, si buenos son y los ponen por obra y los lleva adelante, si los hombres han sabor de seguirlo y lo siguen, acaban parte de lo que quieren».

«¡Ay amigo!», dijo el caballero, «quedan ya tus palabras, así Dios te valga, ca te puedo responder ya a cuantas preguntas me haces; pero creas por cierto iría aquellas partes de aquel reino que tú dices, si hubiese quien me guiase». Dijo el ribaldo: «Yo te guiaré, que sé dónde está cercado aquel rey; y no hay de aquí adelante hasta allá más de diez días de andadura; y servirte he de muy buena mente, a tal pleito que cuando Dios te pusiere en mayor estado que me hagas merced; que soy cierto que Dios te guiará si lo quisieres por compañero, ca de grado acompaña muy de buena mente y guía Dios a quien lo recibe por compañero». «Muy de buena mente», dijo el caballero, «haría lo que me aconsejares; y ve tu vía, y cuando fuere en la gran mañana, sé aquí conmigo». Y el ribaldo se fue, y el caballero anduvo una gran pieza por la ermita hasta que vino el ermitaño. Y el caballero le preguntó que dónde venía. «De aquella villa», dijo el ermitaño, «de buscar de comer. Ciertas halleos una ave muy buena», dijo el ermitaño. «Comámosla», dijo el caballero, «ca según mío cuidar cras me habré a ir de aquí, ca asaz os he enojado en esta ermita». «Y sabe Dios», dijo el ermitaño, «que no tomó enojo con las cosas que os dijo aquel ribaldo que a vos vino». «No tomé», dijo el caballero «antes me fueron solas las sus palabras, y conmigo se quiere ir para servirme». «¿Cómo?», dijo el ermitaño, «¿llevarlo queréis con vos aquel ribaldo malo? Guardaos no os haga algún mal». «Guárdeme Dios!», dijo el caballero.

Después que fue adobada la cena comieron y holgaron; en departiendo, dijo el ermitaño: «Caballero, nunca vistes tan gran ruido como anda por la villa, que quien descercara a un rey que tiene otro cercado, que le da su hija por mujer y el reino después de sus días. Y vanse para allá muchos condes y duques y otros ricos hombres». Y el caballero calló, y no quiso responder a lo que le decía, y fuese a dormir. Y el ermitaño estando durmiendo, vínole en visión que veía el caballero su huésped en una torre mucho alta, con una corona de oro en la cabeza y una pértiga de oro en la mano; y en esto estando despertó y maravillose mucho qué podría ser esto, y levantose y fuese a hacer su oración, y pidió merced a Nuestro Señor Dios que le quisiese demostrar que quería aquello significar. Y después que hizo su oración fuese echar a dormir. Y estando durmiendo vino una voz del cielo y dijo: «Levántate y di al tu huésped que tiempo es de andar; ca cierto sea que ha a descercar aquel rey, y ha de casar con su fija, y ha de haber el reino después de sus días». Levantose el ermitaño y fuese al caballero y dijo: «¿Dormís o veláis?» «Ciertas», dijo el caballero, «ni duermo ni velo; mas estoy esperando que sea cerca el día a que pueda andar». «Levantaos», dijo el ermitaño, «y andad en buen hora, ca el más aventurado caballero habéis a ser de cuantos fueron de muy gran tiempo acá». «¿Y cómo es eso?», dijo el caballero. «Yo os lo diré», dijo el ermitaño. «Esta noche en durmiendo, vi en visión que estabais en una torre muy alta, y que teníais una corona de oro en la cabeza y una pértiga en la mano, y en esto desperté muy espantado y fue hacer mi oración. Y rogué a Dios que me quisiese demostrar qué quería decir esto que viera en visión, y torneme a mi lecho a dormir. Y en durmiendo me vino una voz y díjome así: "Di al tu huésped que hora es de andar; y bien cierto sea que ha de descercar aquel rey y ha de casar con su hija, y de haber el reino después de sus días. Ca él es poderoso de hacer y deshacer como él tuviere por bien, y hacer dél muy pobre rico. Y ruégoos que cuando Dios os trajere y os pusiere en otro mayor estado, que os venga en mente de este lugar"». «Muy de buena mente», dijo el caballero, «y prométoos que cuando Dios a esta honra me llegare, que la primera cosa que ponga en la cabeza por nobleza y por honra, que lo envíe a ofrecer a este lugar. Y vayamos en buen hora»; dijo el caballero, «¿mas dónde podremos oír misa?». «En la villa», dijo el ermitaño.

Y fuéronse ambos a la villa, y mientras ellos oían misa el ribaldo estaba contendiendo con su amo que le diese algo de su soldada. Y húbole a dar una saya que tenía y un estoque y unos pocos de dineros que tenía en la bolsa, que decía que no tenía más. Y el ribaldo le dijo: «¿No me quieres pagar toda mi soldada? ¡Aún venga tiempo que te arrepentirás!» «Ve tu vía, ribaldo necio», dijo el pescador. «¿Y qué me puedes tú hacer?» «Aún vendrá tiempo», dijo el ribaldo, «que habré yo mayor poder que tú». «Ciertas», dijo el pescador, «tú nunca lo verás; ca no veo en ti señal por que esto pueda ser». «¿Cómo?», dijo el ribaldo, «¿tienes que Dios no puede hacer lo que quisiere? ¿Y no sabes tú que a campo malo le viene su año? Comoquiera que yo no sea tan cuerdo como me era mester, que Dios me puede dar seso y entendimiento que más valga». «Sí», dijo el pescador, «mas no tiene ahora ojo para ti para hacerlo». «Véngasete en mente esta palabra que ahora dices», dijo el ribaldo, «ca muy mejor vi yo responder poco ha un hombre bueno a las preguntas que hacían, que tú no sabes responder. Y acomiéndote al tu poco seso, que yo voyme».

Y el ribaldo se fue para el ermitaño y no halló y al caballero ni al ermitaño; y fuese para la villa y hallolos que oían misa. El caballero cuando lo vio, plúgole y díjole: «Amigo, vayamos en buen hora». «¿Cómo?», dijo el ribaldo, «¿así iremos de aquí antes que almorcemos primero? Yo traigo un pez de mar de la cabaña de mi señor». «Cómaslo», dijo el caballero, «y hagamos como tú tuvieres por bien, ca me conviene seguir tu voluntad mientras por ti me hubiese a guiar, pero tiempo no es mi costumbre de comer en la mañana». «Verdad es», dijo el ribaldo, «mientras que andabais de bestia, mas mientras anduviereis a pie no podréis andar sin comer y sin beber, mayormente habiendo de hacer jornada».

Desí fueron a casa de un hombre bueno con el ermitaño, y comieron su pez, que era bueno y muy grande, y despidiéronse del ermitaño y fueron andando su camino. Y acaecioles una noche de albergar en una alberguería donde yacían dos malos hombres ladrones, y andaban en manera de peregrinos, y cuidaron que este caballero que traía muy gran haber maguer venían de pie, porque le vieron muy bien vestido. Y cuando fue la medianoche levantáronse estos dos malos hombres para ir degollar al caballero y tomarle lo que traía. Y fuese el uno echar sobre él, y el otro fue para degollarlo; en manera que el caballero no se podía de ellos escabullir. Y en esto estando despierto el ribaldo, y cuando los vio así estar, a lumbre una lámpara que estaba en medio de la cámara, y comenzó de ir a ellos dando voces y diciendo: «¡No muera el caballero!», de guisa que despertó el huésped y vino corriendo a las voces, y cuando llegó, había el ribaldo muerto el uno de ellos, y estábase hiriendo con el otro, en manera que el caballero se levantó, y el huésped y el ribaldo apresaron al otro ladrón. Y preguntáronle que fuera aquello. Y él les dijo que cuidaban él y su compañero que este caballero traía algo, y por eso se levantaron para degollarle y tomárselo. «Ciertas», dijo el caballero, «en vano vos trabajabais, ca por lo que a mí hallaréis, si pobres erais, nunca salierais de pobredad». Desí tomó el huésped el ladrón delante sus vecinos que recudieron a las voces, y atolo muy bien y hasta otro día en la mañana, que le dieron a la justicia, y fue ajusticiado de muerte.

Y yéndose por el camino dijo el ribaldo: «Bien fuistes servido de mí esta noche». «Ciertas», dijo el caballero, «verdad es; y pláceme mucho porque tan bien has comenzado». «Más me probaréis», dijo el ribaldo, «en este camino». «¡Quiera Dios», dijo el caballero, «que las pruebas no sean de nuestro daño!». «De ello y de ello», dijo el ribaldo, «ca todas las manzanas no son dulces; y por ende conviene que nos paremos a lo que viniere». «Pláceme», dijo el caballero, «de estas tus palabras, y hagámoslo así; y bendicho seas porque tan bien lo haces».

Y a cabo de los seis días que se partieron del ermitaño, llegaron a un castillo muy fuerte y muy alto que ha nombre Herín. Y había y una villa al pie del castillo, muy bien cercado, y cuando y fueron era ya hora de vísperas, y el caballero venía muy bien cansado, ca había andado muy gran jornada. Y dijo a su compañero que le fuese buscar de comer; y el ribaldo lo hizo muy de grado. Y en estando comprando un faisán, llegó a él un hombre malo que había hurtado una bolsa llena de pedazos de oro, y díjole: «Amigo, ruégote que me guardes esta bolsa mientras que yo enfreno aquel palafrén».

Y mentía, que no había bestia ninguna, mas venía huyendo por miedo de la justicia de la villa que venía en pos él por prenderle. Y luego que hubo dado la bolsa al ribaldo, metiose entre hombre y hombre y fuese. Y la justicia andando buscando el ladrón, hallaron al ribaldo que tenía el faisán en la una mano y la bolsa que le acomendara el ladrón en la otra, y apresáronlo y subiéronlo al castillo hasta otro día, que le juzgasen los alcaldes.

El caballero estaba esperando su compañón, y después que fue noche y vio que no venía, maravillose porque no venía. Y otro día en la mañana fuelo buscar y hallar recaudo de él, y cuidó que por ventura era ido con codicia de unos pocos de dineros que le acomendara que despendiese, y fincó muy triste; pero que aún tenía una pieza de dineros para despender, y mayor cuidado había del compañón que perdiera que no de los dineros, ca lo servía muy bien, y tomaba alegría con él, ca le decía muchas cosas en que tomaba placer; y sin esto que era de buen entendimiento y de buen recaudo y de buen esfuerzo.

Y otro día descendieron al ribaldo del castillo para juzgarle ante los alcaldes. Y cuando le preguntaron quién le diera aquella bolsa, dijo que un hombre se la diera en encomienda cuando comprara el faisán, y que no sabía quién era, pero si lo viese que cuidaba que lo conociera. Y mostráronle muchos hombres si lo podría conocer, y no pudo acertar en él, ca estaba escondido de lo que había hecho. Y sobre esto mandaron los alcaldes que lo llevasen a enhorcar, ca en aquella tierra era mantenida justicia muy bien, en manera que por hurto de cinco sueldos o dende arriba mandaban matar al hombre. Y atáronle una cuerda a la garganta y cabalgáronle en un asno, e iba muy gran gente en pos él a ver de cómo hacían de él justicia. E iba el pregonero delante él, diciendo a grandes voces: «Quien tal hace, tal pide.» Y es gran derecho, que quien al diablo sirve y cree, mal galardón prende; comoquiera que este no había culpa en aquel hurto, mas hubo culpa en recibir en encomienda, ca, ciertamente, quien alguna cosa quiere recibir de otro en encomienda, debe catar tres cosas: la primera, quién es aquel que se lo acomienda; la segunda, qué cosa es, catar lo que le da; la tercera es si la sabrá o podrá bien guardar; ca bien podría ser que se la daría algún mal hombre, y que se la daría con engaño la cosa que le acomendase, y por aventura recibiese que no sería en estado para saberlo guardar: así como aconteció a aqueste, que el que se lo dio era mal hombre y ladrón, y la cosa que le dio era hurtado, y otrosí, el que no estaba en estado que lo pueda guardar, mucho debe extrañar de no recibir en guarda depósito; ca de tal fuerza es el depósito que debe ser guardado enteramente así como hombre lo recibe, y no debe usar de ello en ninguna manera sin mandado de él.

Y cuando llevaban a enhorcar a aquel ribaldo, los que iban en pos él habían muy gran piedad de él, porque era hombre extraño y era mancebo mucho apuesto y de buena palabra y hacía salva que no hiciera él aquel hurto, mas que fuera engañado de aquel que se lo acomendara. Y estando el ribaldo al pie de la horca, caballero en el asno, y los sayones atando la soga a la horca, el caballero Zifar, pues que no podía haber a su compañero, rogó al huésped que le mostrase el camino del reino de Mentón, y el huésped, doliéndose de él porque perdiera a su compañero, salió con él al camino. Y desde que salieron de la villa vio el caballero estar muy gran gente en el camino en derredor de la horca, y preguntó al su huésped: «¿A qué está y aquella gente?». «Ciertas», dijo el huésped, «quieren enhorcar un ribaldo que hurtó una bolsa llena de oro». «¿Y aquel ribaldo», dijo el caballero, «es natural de esta tierra?». «No», dijo el huésped, «y nunca pareció aquí sino ahora, por la su desventura, que le hallaron con aquel hurto». El caballero sospechó que aquel podría ser el su compañero, y díjole así: «Amigo, la fe que debéis, aquel es; ayúdame a derecho; aquel hombre sin culpa es». «Ciertas», dijo el huésped, «muy de grado si así es».

Y fuéronse para y donde habían atado la soga en la horca y querían mover el asno. Y el caballero llegando conociolo el ribaldo, y dando grandes voces dijo: «Señor, señor, véngaseos en mente del servicio que os hice hoy a tercer día, cuando los ladrones os venían para degollar!» «Amigo», dijo el caballero, «¿a qué es la razón por que te mandan matar?». «¡Señor», dijo el ribaldo, «a tuerto y sin derecho, así Dios me valga!». «Atiende un poco», dijo el caballero, «e iré hablar con los alcaldes y con la justicia, y rogarles he que no te quieran matar, pues no hiciste por qué». «¡Y qué buen acorro de señor!», dijo el ribaldo, «para quien está en tan fuerte paso como yo estoy. ¿Y no veis señor, que la mi vida está so el pie de este asno, en un "harre" solo con que le muevan, y decís que iréis a los alcaldes a demandarles consejo? Ciertas los hombres buenos y de buen corazón, que tienen razón y derecho por sí, no deben dudar ni tardar el bien que han de hacer; ca la tardanza muchas vegadas empece». «Ciertas, amigo», dijo el caballero, «si tú verdad tienes no estaría la tu vida en tan pequeña cosa como tú dices». «Señor», dijo el ribaldo, «por la verdad os digo». El caballero metió mano al espada y tajó la soga de que estaba ya colgado, ca había ya movido el asno. Y los hombres de la justicia cuando esto vieron, apresaron al caballero y tomáronlos amos a dos y lleváronlos ante los alcaldes, y contáronles todo el hecho en como acaeciera. Y los alcaldes preguntaron al caballero que cómo fuera atrevido de cometer tan grande locura de quebrantar las prisiones del señorío, y que no cumpliese justicia. Y el caballero estando a sí y a su compañero, hiciera aquel hurto, que le metería las manos y que le cuidaba vencer; ca Dios y la verdad que tenía le ayudaría; y que mostraría que sin culpa de aquel hurto que ponían a su compañón.

Y aquel que hubo hurtado la bolsa con el oro, después que supo que aquel a quien él la bolsa acomendó era llevado a enhorcar, cuidando que era enhorcado y que no le conocería ninguno, fuese para allá donde estaban juzgando los alcaldes; y luego que le vio el ribaldo conociolo y dijo: «Señor, mandad prender aquel que y viene, que aquel es el que me acomendó la bolsa». Y mandáronlo luego prender, y el ribaldo trajo luego testigos a aquel de quien había comprado el faisán, y los alcaldes por esto y por otras presunciones que de él habían, y por otras cosas muchas de que fuera acusado, y maguer no se podían probar, pusiéronlo a tormento; de guisa que hubo a conocer que él hiciera aquel hurto, porque iban en pos él por prenderle, que lo diera aquel ribaldo que lo guardase, y él que se escondiera hasta que oyera decir que le habían enhorcado. «¡Ay, falso traidor!», dijo el ribaldo, «que ¿dónde huye quien al huerco debe? Ciertas, tú no puedes huir de la horca, ca esta ha de ser tu huerco, y a ti espera para ser tu huéspeda; y ve maldicho de Dios ca en tan gran miedo me metiste; que bien cierto soy que nunca oiré decir "harre" que no me tome gran espanto. Y agradezco mucho a Dios ca en ti ha de fincar la pena cumplida y con derecho, y no en mí». Y llevaron al ladrón a enhorcar, y el caballero y su compañón fuéronse por su camino, agradeciendo mucho a Dios la merced que les hiciera.

«Señor», dijo el ribaldo, «quien buen árbol se allega, buena sombra le cubre; y por Dios hállome bien porque a vos me allegué; y quiera Dios que a buen servicio aún yo os dé la revidada en otra tal, o más grave». «Calla, amigo», dijo el caballero, «que fío por la merced de Dios que no querrá que en tal nos veamos; que bien te digo que más peligrosa me semejó esta que el otro peligro por que ya somos antenoche». «Ciertas, señor», dijo el ribaldo, «no creo que con esta sola escapemos». «¿Y por qué no?», dijo el caballero. «Yo os lo diré», dijo el ribaldo. «Ciertas quien mucho ha de andar, mucho ha de probar, y aún nos lo más peligroso habemos a pasar».

Y ellos yendo a una ciudad donde habían de albergar, amanecioles a cabo de una fuente; hallaron una manada de ciervos y; entre ellos había cervatillos pequeños. Y el ribaldo metió mano al estoque y lanzolo contra ellos e hirió uno de los pequeños y fuelo a lanzar y tomolo y trájolo a cuestas; y dijo: «¡Ya tenemos que comer!» «Bien me place», dijo el caballero, «si mejor posada hubiéremos y con mejores huéspedes que los de anoche». «Vayámosnos», dijo el ribaldo, «ca Dios nos dará consejo».

Y ellos yendo, antes que llegasen a la ciudad hallaron un comienzo de torre sin puertas, tan alto como una asta de lanza, en que había muy buenas camas de paja de otros que habían y albergado, y una fuente muy buena ante la puerta, y muy buen prado. «¡Ay, amigo!», dijo el caballero, «¡qué gran vergüenza he de entrar por las villas de pie! Ca como extraño estanme oteando y haciéndome preguntas, y yo no les puedo responder. Y fincaría aquí en esta torre esta noche, antes que pasar las vergüenzas de la ciudad». Y con la leña de este soto que aquí está, después que viniere, aguisaré de comer». E hízolo así. Y después que fue aguisado de comer, dio a comer al caballero. El caballero se tuvo por bien pagado y por vicioso estando cerca de aquella fuente en aquel prado. Pero que después que fueron a dormir llegaron tantos lobos a aquella torre, que no fue sino maravilla; de guisa que después que hubieron comido los lobos aquella carniza que fincara de fuera, querían entrar a la torre a comer a ellos, y no se podían defender en ninguna manera, que en toda esa noche no pudieron dormir ni holgar, hiriéndolos muy de recio.

Y en esto estando, arremetiose un lobo grande al caballero, que estaba en derecho de la puerta, y fuelo trabar de la espada con los dientes, y sacósela de la mano, y echola fuera de la torre. «¡Santa María valga!», dijo el caballero, «llevádome ha el espada aquel traidor de lobo y no he con qué defenderme». «No temáis», dijo el ribaldo, «tomad este mío estoque y defended la puerta, y yo cobraré la vuestra espada». Y fue al rincón de la torre donde había cocinado, y tomó toda cuanta brasa y halló, y púsolo en pajas y con leña, y parose a la puerta y derramolo entre los lobos; y ellos con miedo del fuego arredráronse de la torre, y no se llegaron los lobos, y el ribaldo cobró el espada y diola al caballero. Y de mientras que las brasas duraron del fuego a la puerta de la torre, no se llegaron y los lobos, antes se fueron yendo y apocando. Y ciertas, bien sabidor era el ribaldo, ca de ninguna cosa no han los lobos tan gran miedo como del fuego. Pero que era ya cerca de la mañana, en manera que cuando fue el alba no fincó y lobo ninguno. «Por Dios», dijo el caballero, «mejor fuera pasar las vergüenzas de la ciudad que no tomar esta mala noche que tomamos». «Caballero», dijo el ribaldo, «así va hombre a paraíso, ca primeramente ha de pasar por purgatorio y por los lugares mucho ásperos antes que allá llegue; y vos antes que lleguéis a gran estado al que habéis a llegar, antes habéis a sufrir y a pasar muchas cosas ásperas». «Y amigo», dijo el caballero, «¿cuál es aquel estado a que he de allegar?» «Ciertas no sé», dijo el ribaldo, «mas el corazón me da que a gran estado habéis a llegar y gran señor habéis a ser». «Amigo», dijo el caballero, «vayámosnos en buen hora y pugnemos de hacer bien; y Dios ordene y haga de nos lo que la su merced fuere».

Anduvieron ese día tanto hasta que llegaron a una villa pequeña que estaba a media legua del real de la hueste. Y el caballero Zifar, antes que entrasen en aquella villeta, vio una huerta a un valle muy hermoso y muy grande. Y dijo el caballero: «¡Ay, amigo, qué de grado comería esta noche de aquellos nabos, si hubiese quien me los supiese adobar!». Y llegó con el caballero a una alberguería y dejole y, y fuese para aquella huerta con un saco; y halló la puerta cerrada, y subió sobre; los mejores metía en el saco; y arrancándolos, entró el señor de la huerta, y cuando lo vio fuese para él y díjole: «Ciertas, ladrón malo, vos iréis conmigo preso ante la justicia, y daros han la pena que merecéis porque entrastes por las paredes a hurtar los nabos». «Ay, señor», dijo el ribaldo, «si os dé Dios buena andanza, que lo no hagáis, ca forzado, entré aquí». «¿Y cómo, forzado?», dijo el señor de la huerta. «Señor», dijo el ribaldo, «yo, pasando por aquel camino, hizo un viento torbellino tan fuerte, que me levantó por fuerza de tierra y me echó en esta huerta». «Pues ¿quién arrancó estos nabos?», dijo el señor de la huerta. «Señor», dijo el ribaldo, «el viento era tan recio y tan fuerte que me soliviaba de tierra, y con miedo que me echase en algún mal lugar, trabeme a los nabos y arrancábanse mucho». «Pues ¿quién metió los nabos en este saco?», dijo el señor de la huerta. «Ciertas, señor», dijo el ribaldo, «de eso me maravillo mucho». «Pues tú te maravillas», dijo el señor de la huerta, «bien das a entender que no has en ello culpa. Perdónote esta vegada». «¡Ay, señor!», dijo el ribaldo, «¿y qué mester has perdón al que es sin culpa? Ciertas, mejor haríais en dejarme estos nabos por el lacerio que llevé en arrancarlos, pero que contra mi voluntad, haciéndome el gran viento». «Pláceme», dijo el señor de la huerta, «pues tan bien te defendiste con mentiras apuestas.»

Fuese el ribaldo con los nabos, muy alegre porque tan bien escapara. Y adobolos muy bien con buena cecina que halló a comprar, y dio a comer al caballero. Y desde que hubo comido contole el ribaldo lo que le aconteciera cuando fue coger los nabos. «Ciertas», dijo el caballero, «y tú fuiste de buena ventura en así escapar, ca esta tierra es de gran justicia. Y ahora veo que es verdad lo que dijo el sabio, que a las vegadas aprovecha a hombre mentir con hermosas palabras; pero amigo, guárdate de mentir, ca pocas vegadas acierta hombre en esta ventura que tú acertaste, que escapaste por malas arterías». «Ciertas, señor», dijo el ribaldo, «de aquí adelante más querría un dinero que ser artero, ca ya todos entienden las arterías y las encubiertas. El señor de la huerta por su mesura me dijo que luego me entendió que hablaba con maestría. Y no se quiera ninguno engañar en esto, ca los hombres de este tiempo luego que nacen sabedores más en mal que no en bien. Y por ende ya uno a otro no puede engañar, por arterías que sepa, comoquiera que a las vegadas no quieren responder ni dar a entender que lo entienden. Y esto hacen por encubrir a su amigo o a su señor, que habla con maestría y artería de mal, y no por no entenderlo ni porque no hubiese y respuesta que le convenía. Onde muy poco aprovecha el artería al hombre pues se la entienden».

El caballero preguntó al ribaldo: «Amigo, ¿qué te semeja que habemos a hacer, que ya cerca de la hueste somos?» «Ciertas», dijo el ribaldo, «yo os lo diré. El rey de Ester, ese que tiene cercado al rey de Mentón, tiene en poco las cosas, porque es señor del campo; mas la honra y el brío quien ganarlo quiere, con los de dentro que menos pueden ha de estar, para defenderlos y para ampararlos y para sacarlos de la premia en que están. Y ende seméjame que es mejor de meteros con los de la villa que no fincar acá donde no catarán por vos». «¿Y cómo podría yo entrar», dijo el caballero, «a la villa sin embargo?». «Yo os lo diré», dijo el ribaldo. «Vos me daréis estos vuestros vestidos, y vos tomaréis estos míos que son viles; y pondréis una guirnalda de hojas de vides en vuestra cabeza y una vara en la mano, bien como sandio, y maguer os den voces no os deis nada por ello; y en la tarde idos allegando a la puerta de la villa, ca no catarán por vos. Y si estuviere hombre alguno en los andamios, decirle habéis que queréis hablar con el mayordomo del Rey. Y desde que os acogieren, idos para el mayordomo, ca dicen que es muy buen hombre, y demostradle vuestra hacienda lo mejor que pudiereis, y endréceos Dios a lo mejor. Y yo dicho os he aquello poco que yo entiendo», dijo el ribaldo, «si más supiese más os diría, mas no ha en mí más seso de cuanto vos veis; y acorreos de aquí adelante del buen seso.» «Amigo», dijo el caballero, «tomar quiero vuestro consejo, ca no tengo ni veo otra carrera más segura para entrar en la villa.»

Cuando fue en la mañana desnudó sus paños el caballero y desnudó los suyos el ribaldo, y vistiose el caballero los paños del ribaldo, y puso una guirnalda de hojas en la cabeza, y fuese para la hueste. Y cuando entraron por la hueste comenzaron a dar voces al caballero todos, grandes y pequeños, como a sandio, y diciendo: «He aquí el rey de Mentón, sin caldera y sin pendón». Así que aqueste ruido anduvo por toda la hueste, corriendo con él y llamándole rey de Mentón. Y el caballero, comoquiera que pasaba grandes vergüenzas, hacía enfinta que era sandio, y corriendo hasta que llegó a una choza, demandó del pan y del vino. El sirviente venía en pos él a trecho, diciendo a todos que era sandio, y fuese a la choza donde vendían el vino y dijo: «Oh, sandio rey de Mentón, ¿aquí eres? ¿Has comido hoy?» «Ciertas», dijo el sandio, «no». «¿Y quieres que te dé a comer por amor de Dios?» Dijo el sandio: «Querría». Metió mano el sirviente a aquello que vendían mal cocinado, y diole de comer y beber cuanto quiso. Y dijo el sirviente: «Sandio, ¿ahora que estás beodo cuidas que estás en tu reino?» «Ciertas», dijo el sandio. Y dijo el tabernero: «Pues, sandio, defiende tu reino». «Déjame dormir un rato», dijo el sandio, «y verás cómo me iré luego a dar pedradas con aquellos que están tras aquellas paredes». «¿Y cómo», dijo el tabernero, «el tu reino quieres tú combatir?» «Oh, necio», dijo el sandio, «¿y no sabes tú que antes debo saber que tengo en mí que no deba ir contra otro?» «¿Y qué quiere decir eso?», dijo el tabernero. «Dejadle», dijo el sirviente, «que no sabe qué se dice; duerma, ca ya devanea». Y así se dejaron de aquellas palabras y el sandio durmió un poco. Y desde que fue el sol yendo, levantose e hízole el sirviente del ojo que se fuese escontra las puertas de la villa. Y él tomó dos piedras en las manos y su espada so aquella vestidura mala que traía y fuese, y los hombres cuando le veían dábanle voces, llamándole rey de Mentón; así que llegó a las puertas de la villa, y a uno que estaba en los andamios dijo: «Amigo, hazme acoger allá, ca vengo con mandado al mayordomo del Rey». «¿Y cómo te dejaron pasar los de la hueste?», dijeron los que estaban en los andamios. «Ciertas», dijo él, «híceme entre ellos sandio, y dábanme todos voces, llamándome rey de Mentón». «Bien seas tú venido», dijo el de los andamios, e hízolo acoger. Y desde que fue el caballero dentro en la villa, demandó dónde era la posada del mayordomo del Rey, y mostráronsela.

Y cuando fue allá, el mayordomo quería cabalgar, y llegó a él y dijo: «Señor, querría hablar convusco si por bien lo tuvieseis». Y apartose con él y díjole así: «Señor, yo soy caballero hijodalgo y de luengas tierras, y oí decir de vos mucho bien, y véngoos servir». «Bien seáis vos venido», dijo el mayordomo, «y pláceme convusco. Pero ¿que sabréis usar de caballería?». «Sí», dijo el caballero, «con la merced de Dios, si aguisamiento tuviese». «Ciertas, yo os lo daré», dijo el mayordomo. Y mandole dar muy bien de vestir, y buen caballo y buenas armas, y todo cumplimiento de caballero, y desde que fue vestido el caballero pagose mucho el mayordomo de él, ca bien le semejó en sus hechos y en sus dichos que era hombre de gran seso y de gran lugar.

Y estando un día con el mayordomo en su casa en su solas, dijo el caballero: «Señor, ¿qué es esto? Que de la otra parte de la hueste sale uno a uno a demandar si ha quien quiera lidiar con ellos, habiendo aquí tantos hombres buenos». «Ciertas, caballero», dijo el mayordomo, «escarmentados son los nuestros; ca aquellos dos caballeros que vos veis que sale uno a uno son hijos del Rey, y son muy buenos caballeros de sus armas, y aquellos mataron ya dos condes, por que no osa ninguno salir a ellos». «¿Cómo?», dijo el caballero, «¿pues así habéis a estar envergoñados y espantados de ellos? Ciertas, si vos quisiereis, yo saldré allá cuando alguno de ellos saliere, y lidiaré con él». «Mucho me place de lo que decís», dijo el mayordomo, «mas saberlo he antes del Rey mío señor». Y dijo al Rey: «Un caballero extraño vino a mí el otro día que quería vivir conmigo a la vuestra merced, y recibilo, y mandele dar de vestir y aguisar de caballo y de armas; y ahora pidiome que le dejase salir a lidiar con aquellos de la otra parte que demandaban lidiadores; y yo díjele que no lo haría a menos que vos lo supieseis». «¿Y qué caballero os semeja», dijo el Rey, «que es aquese?» «Señor», dijo el mayordomo, «es un caballero mucho apuesto y de buena palabra, y muy aguisado para hacer todo bien». «Veámoslo», dijo el Rey. «Muy de grado», dijo el mayordomo. Y envió por él. El caballero entró por el palacio y fuese para el Rey donde estaba él y su hija, y el mayordomo con ellos, y entró muy paso y de buen continente, en manera que entendió el Rey y su hija que era hombre de prestar. Y el Rey le preguntó y díjole: «Caballero, ¿ónde sois?» «Señor», dijo, «de tierra de las Indias». «¿Y atreveros habéis», dijo el Rey, «a lidiar con aquellos que salen y a demandar lidiadores?» «Sí», dijo el caballero, «con la merced de Dios». «Ayúdeos Dios», dijo el Rey.

Y otro día en la gran mañana aguisose el caballero muy bien de su caballo y de sus armas, así que no le menguaba ninguna armadura, que le dejasen salir y que le acogiesen cuando él quisiese. Cuando comenzó el sol a salir, salió un hijo del rey de Ester a demandar lidiador. El caballero, cuando lo oyó, dijo al portero que le dejase salir, y el portero dijo que no lo haría si no le prometiese que le daría algo si Dios le ayudase. El caballero dijo que si Dios le ayudase acabar su hecho, que le daría el caballo del otro si lo pudiese tomar. Y el portero le abrió la puerta y dejolo salir. Y cuando fue en el campo con el otro, díjole el hijo del Rey: «Caballero, mal consejo hubistes en quereros atrever a lidiar conmigo. Creo mejor hicierais en fincaros en vuestra posada». «No me metáis miedo», dijo el caballero, «más de cuanto yo me tengo, y haced lo que habéis a hacer». Y desí dejáronse correr los caballos el uno contra el otro, e hiriéronse de las lanzas en manera que pasaron los escudos más de sendas brazadas. Mas así quiso Dios cuidar al caballero que no le empeció la lanza del hijo del Rey; y la lanza del caballero pasó las guarniciones del hijo del Rey y echósela por las espaldas, y dio con él muerto en tierra. Y tomó el caballo del hijo del Rey y trájolo y diolo al portero así como se lo prometiera, y fuese luego para su posada a desarmarse.

El ruido y llanto fue muy grande por la hueste por el hijo del Rey que era muerto. El Rey envió por su mayordomo y preguntó quién mató el hijo del Rey. «Señor», dijo el mayordomo, «el vuestro caballero que vino a mí ayer aquí a vos; y habemos ciertas señales ende», dijo el mayordomo, «ca el caballo del hijo del Rey que mató dio a los porteros, y los que estaban en las torres y sobre las puertas». «En el nombre de Dios sea bendicho», dijo el Rey, «ca por aventura Dios trajo a este hombre por su bien y el nuestro. Y ¿qué hace ese caballero?», dijo el Rey. «Señor», dijo el mayordomo, «cierto soy que cras saldrá allá, ca hombre es de buen corazón y de buen seso natural».

La Infante, hija del Rey, había gran sabor de verlo, y dijo: «Señor, bien haríais en enviar por él y halagarle y castigarle que haga lo mejor». «Y si él mejor lo hace», dijo el Rey, «¿en qué lo podremos nos castigar? Dejémosle con su buen andanza adelante».

Y cuando fue otro día en la mañana antes del alba, el caballero fue armado y cabalgó en su caballo y fuese para la puerta de la villa, y dijo a los otros de las torres que si algún lidiador saliese, que se lo hiciesen saber. Y de la hueste no salió ningún lidiador, y dijo uno de los que estaban en las torres: «Caballero, no sale ninguno, y bien podéis ir si quisiereis». «Pláceme», dijo el caballero, «pues Dios lo tiene por bien». Y en yéndose el caballero, vieron salir los de las torres dos caballeros armados de la hueste, que venían contra la villa dando voces si había dos por dos que lidiasen. Y los de las torres dieron voces al caballero que se tornase, y él vínose para la puerta y preguntoles qué era lo que querían, y ellos le dijeron: «Caballero, mester habíais otro compañón». «¿Y por qué?», dijo el caballero. «Porque son dos caballeros bien armados y demandan si hay dos por dos que quieran lidiar». «Ciertas», dijo el caballero, «no he aquí compañón ninguno, mas tomaré a Dios por compañón, que me ayudó ayer contra el otro, y me ayudará hoy contra estos dos». «¡Y qué buen compañón escogiste!», dijeron los otros. «Id en nombre de Dios, y Él por la su merced os ayude».

Abrieron las puertas y dejáronle ir, y cuando fue fuera en el campo, dijéronle los otros dos caballeros muy soberbiamente y como en desdén. «Caballero, ¿dónde el tu compañón?» «Aquí es conmigo», dijo el caballero. «¿Y parece?», dijeron los otros. «No parece a vos», dijo el caballero, «ca no sois dignos de verlo». «¿Cómo?», dijeron los caballeros, ¿invisible es, que no se puede ver?» «Ciertas, invisible», dijo el caballero, «a los muy pecadores». «¿Y cómo?», dijeron los caballeros, «¿más pecadores tienes que somos nos que tú?» «A mi creencia es», dijo el caballero, «que sí; y bien creo que si lo descercaseis que haríais mesura y bondad, y os haría Dios bien por ende». «Ciertas», dijeron los otros, «bien cuida este caballero que descercaremos nos este rey por sus palabras apuestas. Bien creáis que no lo haremos hasta que le tomemos por la barba».

Y de estos dos caballeros era el uno el hijo del rey de Ester, y el otro su sobrino: los más poderosos caballeros que eran en la hueste, y los mejores de armas. Todos los que eran en la hueste y en la ciudad estaban parando mientes a lo que hacían estos caballeros y maravillábanse mucho en qué se detenían; pero que les semejaba que estaban razonando, y cuidaban que hablaban en alguna pleitesía. Y eso mismo cuidaba el rey de Mentón, que estaba en su alcázar con su hija y con su mayordomo mirándolos. Y el Rey dijo a su mayordomo: «¿Es aquel el nuestro caballero extraño?» «Señor», dijo el mayordomo, «sí». «¿Y cómo?», dijo el Rey, «¿cuida lidiar con aquellos dos caballeros?». «Yo no lo sé», dijo el mayordomo. «¡Dios Señor!», dijo el Rey, «¡ayude a la nuestra parte!». «Sí hará», dijo la Infante, «por la su merced, ca nos no lo merecemos porque tanto mal nos hiciesen».

Los dos caballeros de la hueste se tornaron contra el caballero y dijéronle: «Caballero, ¿dónde es tu compañón? Loco eres si tú solo quieres conusco lidiar». «Y ya lo dije», dijo el caballero, «que conmigo está mi compañón, y cuido que está más cerca de que no sois amos uno de otro». «¿Y eres tú, caballero», dijeron los otros, «que mataste el nuestro pariente?». «Matolo su soberbia y su locura», dijo el caballero, «lo que cuido que matará a vos. Amigos, no tengáis en poco a ninguno porque vos seáis buenos caballeros de alta sangre. Ciertas, debéis pensar que en el mundo hay de más alta sangre y de más alto lugar que no vos». «No lo eres tú», dijo un caballero de ellos. «Ni yo me pondría en tan grandes grandías», dijo el caballero, «como pongo a vos, y bien sé quién soy; y ninguno no puede bien juzgar ni conocer a sí mismo. Pero que os digo que antes juzgue a mí que a vos, y por ende no cuidé errar en lo que dije. Pero comoquiera que caballeros buenos sois, y de gran lugar, no debéis tener en poco los otros caballeros del mundo, así como hacéis con soberbia. Ciertas todos los hombres del mundo deben esquivar los peligros, no solamente los grandes mas los pequeños, ca donde hombre cuida que hay muy pequeño peligro a las vegadas es muy grande; ca de pequeña centella se levanta a las vegadas gran fuego, y maguer que el enemigo humildoso sea, no le deben tener en poco; antes lo debe hombre temer». «¿Y qué enemigo eres tú», dijo el hijo del Rey, «para acometernos?». «No digo yo por mí», dijo el caballero, «mas digo que es sabio el que teme a su enemigo y se sabe guardar de él, maguer no sea buen caballero ni tan muy poderoso; ca pequeño can suele embargar muy gran venado, y muy pequeña cosa mueve a las vegadas la muy grande y hace caer». «Pues ¿por derribados nos tienes?», dijo el hijo del Rey. «Ciertas no por mí», dijo el caballero, «ca yo no os podría derribar ni me atrevo a tanto en mí». «En mí querría saber», dijo el hijo del Rey, «en cúyo esfuerzo salistes acá, pues en vos no os atrevéis». «Ciertas», dijo el caballero, «en el esfuerzo de mi compañón». «Mal acorrido serás de él», dijeron los otros, «cuando fueres en nuestro poder». «Bien debéis saber», dijo el caballero, «que el diablo no ha ningún poder sobre aquel quien a Dios se acomienda, y por ende no me veréis en vuestro poder». «Y mucho nos baldonas», dijeron los otros; «este caballero, vayamos a él». Y fincaron las espuelas a los caballos y dejáronse ir contra el caballero, y él hizo lo mismo.

Los caballeros dieron sendos golpes con las lanzas en él, mas no pudieron abatir al caballero, ca era muy cabalgante. Y el caballero dio una lanzada al sobrino del Rey que le metió la lanza por el costado y falsó las guarniciones y dio con el muerto en tierra. Y desí, metieron mano a las espadas el caballero y el hijo del Rey. Y dábanse tamaños golpes encima de los yelmos y de las guarniciones que traían, en manera que los golpes oía el rey de Mentón encima del alcázar donde estaba. Y qué buen abogado había el caballero en la Infante, que si fuese su hermano no estaba más devotamente haciendo sus plegarias a Dios por él, y demandando muchas vegadas al mayordomo y diciendo: «¿Cómo va al mi caballero?», hasta que le vino decir por nuevas que había muerto el un caballero de los dos, y que estaba lidiando con el otro. «¡Ay, Nuestro Señor!», dijo ella, «bendito sea el tu nombre, que tanto bien y tanta merced haces por este caballero. Y pues buen comienzo le has dado a su hecho, pídote por merced que le des buen acabamiento». Y luego se tornó a su oración como antes estaba, y los caballeros se andaban hiriendo en el campo de las espadas muy de recio, en manera que no les fincó pedazo en los escudos.

Y el caballero Zifar viendo que no se podían empecer por las guarniciones que tenían muy buenas y muy fuertes metió mano a una misericordia que traía y llegose al hijo del Rey y púsole el brazo al cuello y bajole contra sí, ca era muy valiente, y cortole las correas de la capellina y un bacinete que tenía so ella, y tiróselas y comenzáronlo a herir en la cabeza de muy grandes golpes con la misericordia sobre el almofa, hasta que se despuntó la misericordia. Y metió mano a una maza que tenía y diole tantos golpes en la cabeza hasta que lo mató.

Y ellos estando en aquella lid, y el ribaldo que venía por el camino con el caballero Zifar estaba mirando con los otros de la hueste qué fin habría aquella lid, paró mientes y semejole en la palabra que el que lidiaba por los de la villa, que era su señor, y cuando el caballero daba alguna voz, que él era de todo en todo. Y porque hubiese razón de ir allá a saberlo, dijo a los de la hueste: «Señores, a aquel caballo del sobrino del Rey que anda por el campo, temo que se irá a la villa si alguno no lo va tomar; y si por bien lo tuvieseis iría yo por él». «Ciertas», dijeron los de la hueste, «díceslo muy bien, y ve por él». Y el ribaldo se fue para allá donde lidiaban estos dos caballeros, y cuando fue cerca de ellos conociole el caballero Zifar en los paños que le había dado, y díjole: «Amigo, ¿aquí eres?» «Señor», dijo el ribaldo, «aquí a la vuestra merced; ¿y cómo estáis», dijo el ribaldo, «con ese caballero?». «Ciertas», dijo el caballero, «muy bien, mas espera un poco hasta que sea acortado, ca aún está resollando». «Pues ¿qué me mandáis hacer?», dijo el ribaldo. «Ve a tomar aquel caballo que anda en aquel campo», dijo el caballero, «y ve para la villa conmigo».

El ribaldo fue tomar el caballo y cabalgó en él. Y el caballero, pues que vio que el otro era muerto, dejolo caer en tierra y tomó el caballo por la rienda y fuese para la villa y el ribaldo con él. Y cuando llegaron a la puerta, llamó al portero el caballero y dijo que los llevasen a una casa donde se pudiesen desarmar. Y cerraron la puerta. Y diole el caballo que traía el ribaldo, que fue del hijo del Rey, y desarmaron el caballero y el caballo que traía el ribaldo. Y el caballero demandó al portero que le emprestase sus vestiduras hasta que llegase a su posada, porque no le conociesen, y el portero emprestóselo. Y cabalgó en su caballo y el ribaldo en el otro y fuéronse por otra puerta mucho encubiertamente para su posada.

Y toda la gente estaba a la puerta por donde entró el caballero, esperándolo cuando saldría por conocerlo, tan bien los condes como los otros hombres grandes; ca tenían que ningún caballero del mundo no podría hacer mejor de armas que este hiciera en aquel día. Y cuando les dijeron que era ido por otra puerta encubiertamente, pesoles muy de corazón y preguntaron a los porteros si lo conocieron, y ellos dijeron que no, que era un caballero extraño, y no les semejaba que era de aquella tierra. Los condes y los hombres buenos se partieron ende con muy gran pesar porque no le habían conocido, hablando mucho de la su buena caballería, y loándolo.

Y esta lid de estos dos caballeros duró bien hasta hora de vísperas; y el Rey y la Infante y el mayordomo, cuando vieron que la lid era ya acabada y el su caballero se tornaba, maravilláronse mucho del otro que venía con el otro caballo. Y dijo el Rey a su mayordomo: «Idos para la posada y sabed de aquel caballero en cómo pasó todo su hecho y quién es el otro que con él vino; y nos entretanto comeremos, ca tiempo es ya de comer. «Muy de grado», dijo el mayordomo. «Venir os habéis luego con las nuevas que supiereis.» «Por Dios, señor», dijo la Infante, «vos yantastes hoy muy bien y hubistes por huésped a Nuestro Señor Dios, que no os quiso desamparar, antes os ayudó contra sus enemigos muy bien, tuvistes victoria contra ellos, y bendito sea el nombre de Dios, que vos tal caballero quiso acá enviar. Fío yo por la merced suya que por este será la ciudad descercada y nos fuera de esta premia.» El Rey se asentó a comer y ella dijo que no lo haría hasta que oyese nuevas de aquel caballero si era sano, ca tenía de tan grandes golpes que hubo como en aquella batalla de la una parte y de la otra, que por ventura sería herido. «¿Y cómo, hija?», dijo el Rey, «¿queréis que él venciese y descercase esta ciudad y nos sacase de esta premia en que somos?» «Señor, querría, si a Dios pluguiese, esto mucho aína.» «¿Y no paráis mientes, mi hija», dijo el Rey, «que a casar os conviene con él?» «Ciertas, señor», dijo ella, «si Dios lo tiene por bien, muy mejor es casar con un caballero hijodalgo y de buen entendimiento y buen caballero de armas para poder y saber amparar el reino en los vuestros días, que no casar con infante o con otro de gran lugar que no supiese ni pudiese defender a sí ni a mí.» «Por Dios, hija», dijo el Rey, «mucho os lo agradezco porque tan bien lo decís, y bien cuido que este caballero de más alto lugar es de cuanto nos cuidamos».

Y ellos estando en esta, he vos dónde venía el mayordomo con todas las nuevas ciertas. Y cuando la Infante le vio dijo así: «¿El mío caballero, si no es herido?». «No», dijo el mayordomo, «loado sea Dios, antes está muy leído y muy sano». «¿Y quién era el otro que venía con él por el camino?» Dijo el mayordomo que le dijera que un su sirviente que viniera con él hasta en la hueste. «Y aún díjome el caballero una cosa que yo antes no sabía: que este su servidor le había aconsejado antes que entrasen en la hueste, que si él quería entrar a la ciudad, que le daría aquellas sus vestiduras y que tomase las suyas que valían poco, y que pasase por la hueste así como sandio, no haciendo mal a ninguno; y que de esta guisa podría venir a la ciudad sin embargo; y aún dijo más el sirviente, que cuando venía por la hueste que le daban voces como a sandio, y llamando rey de Mentón, que así entró en la ciudad». Y dijo el Rey: «Estas palabras no quiere Dios que se digan de balde, y alguna honra tiene aparejada para este caballero». «Dios se la dé», dijo la Infante, «ca mucho lo merece bien». Y él comenzó de reír y dijo al mayordomo que fuese hacer pensar muy bien del caballero. El mayordomo se fue y mandó a su sirviente que pensasen del caballero muy bien, y fuese a sentar a comer, que no había comido en aquel día.

Y cuando fue otro día en la mañana, vinieron los condes y los grandes hombres a casa del Rey, y preguntoles el Rey: «Amigos, ¿quién fue aquel caballero tan bueno que tanto bien hizo ayer? Por amor de Dios, mostrádmelo y hagámosle todos aquella honra que él merece, ca extrañamente de bien me semeja que usó de sus armas». «Ciertas», dijeron los condes, «señor, no sabemos quién es, y bien nos semeja que ningún caballero del mundo no podría hacer mejor de armas que él hace. Y nos fuimos a la puerta de la villa por conocerlo cuando saliese, y salió por otra puerta muy encubiertamente, y fuese, de guisa que no podríamos saber quién era». «Ciertas», dijo el Rey, «cuido que sea Caballero de Dios, que nos ha aquí enviado para defendernos y lidiar por nos. Y pues así es que no lo podemos conocer, agradezcámoslo a Dios mucho por este acorro que nos envió, y pidámosle por merced que lo quiera llevar adelante; ca aquel Caballero de Dios ha muerto los más soberbios dos caballeros que en todo el mundo eran; y aún me dicen que el tercero es sobrino del Rey, que le semejaba mucho en la soberbia». «Verdad es», dijeron los otros condes, «ca así lo apresamos nos a la puerta de la villa cuando allá fuimos, y nunca tan gran llanto vimos hacer por hombre del mundo como por este hicieron esta noche, y aún hacen esta mañana». «Dios les dé llanto y pesar», dijo el Rey, «y a nos alegría, ca asaz nos han hecho de mal y de pesar, no mereciéndoselo». «Así lo quiera Dios», dijeron los otros. Y de y adelante le dijeron el Caballero de Dios.

«Amigos», dijo el Rey, «pues tanta merced nos ha hecho Dios en toller el rey de Ester los mejores dos brazos que él había, y a un su sobrino el tercero, en quien él había gran esfuerzo, y pensemos en cómo podamos salir de esta premia en que nos tienen». «Muy bien es», dijeron todos, «y así lo hagamos».

El Caballero de Dios estando con el mayordomo en su solas, preguntó al mayordomo en cómo podrían salir de aquella premia en que eran porque el Rey los tenía cercados. Ca la ventura ayuda a aquel que se quiere esforzar y toma osadía en los hechos; ca no da Dios el bien a quien lo demanda, mas a quien obra en pos la demanda». «¿Y cómo?», dijo el mayordomo, «ya vemos muchas vegadas atreverse muchos a tales hechos como estos y hállanse ende mal». «No digo yo», dijo el caballero, «de los atrevidos, mas de los esforzados; ca gran departimiento ha entre atrevido y esforzado, ca el corrompimiento se hace con locura y el esfuerzo con buen seso natural». «¿Pues cómo nos podremos esforzar», dijo el mayordomo, «para salir de esta premia de estos nuestros enemigos?». «Yo os lo diré», dijo el Caballero de Dios. «Ciertas de tan buena compaña como aquí es con el Rey, debíanse partir a una parte quinientos y salir por sendas partes de la villa antes que amaneciese, ser con ellos al tiempo que ellos en la su holgura mayor se hubiesen. Y esto haciendo así a menudo, o los harán derramar o irse por fuerza, o los harán gran daño, ca se enojarán con los grandes daños que recibiesen y se habrían a ir: ca mientras vos quisiereis dormir y holgar, eso mismo se querrán ellos. Y aún os digo más», dijo el Caballero de Dios, «que si me diereis quinientos caballeros de esta caballería que aquí es, que yo les escogiese, me esforzaría a acometer este hecho, con la merced de Dios». «Pláceme», dijo el mayordomo, «de cuanto decís».

Y fuese luego para casa del Rey, y cuando el mayordomo llegó preguntole el Rey qué hacía el Caballero de Dios. «Señor», dijo el mayordomo, «está a guisa de buen caballero y hombre de buen entendimiento, y semeja que siempre anduvo en guerra y usó de caballería, tan bien sabe departir todos los hechos que pertenecen a la guerra». «¿Pues qué dice de esta guerra en que somos?», dijo el Rey. «Ciertas», dijo el mayordomo, «tiene que cuantos caballeros y cuantos hombres buenos aquí son, que menguan en lo que han de hacer». Y contole todo lo que con él pasara. «Bien es», dijo el Rey, «que guardemos entre nos aquellas cosas que dijo el Caballero de Dios; y veremos lo que nos responderán los condes y los nuestros hombres buenos y toda la gente que hay aquí cras». «Convusco por bien lo tengo y por vuestro servicio», dijo el mayordomo.

Y otro día en la gran mañana fueron llegados los condes y los hombres buenos y toda la gente de la ciudad en casa del Rey. Y después que llegó y el Rey, preguntó si habían acordado alguna cosa por que pudiesen salir de premia de estos enemigos. Y mal pecado, tales fueron ellos que no habían hablado en ello ni les viniera en mente. Y levantose uno y dijo al Rey: «Señor, dadnos tiempo en que nos podamos acordar, y responder os hemos». Y el Rey con gran desdén dijo: «Caballeros, cuanto tiempo vos quisiereis; pero mientras vos acordáis, si por bien lo tuviereis, dadme quinientos caballeros de los que yo escogiese entre los vuestros y los míos, y comenzaremos alguna cosa porque después sepamos mejor entrar en el hecho». «Plácenos», dijeron los condes, «y vaya el mayordomo y escójalos».

Y envió el Rey por el mayordomo y por el caballero que se viniesen para él. Y desde que vinieron mandoles que escogiesen quinientos caballeros de los suyos y de los otros. Y ellos hiciéronlo así, y cuales señalaba el Caballero de Dios tales escribía el mayordomo, de guisa que escribieron los mejores quinientos caballeros de aquella caballería; y mandoles el mayordomo que otro día en la gran mañana que saliesen a la plaza a hacer alarde, muy bien aguisados y con todas sus guarniciones.

Y otro día salieron y todos aquellos caballeros armados, en manera que semejaba al Rey que era muy buena gente y bien aguisada para hacer bien y acabar gran hecho, si buen caudillo hubiesen. Y un caballero de ellos dijo: «Señor, ¿a quién nos daréis por caudillo?» «El mío mayordomo», dijo el Rey, «que es muy buen hidalgo y es buen caballero de armas, así como todos sabéis». «Mucho nos place», dijeron los caballeros, «y por Dios, señor, lo que habemos a hacer, que lo hagamos aína, antes que sepan de nos los de la hueste y se aperciban». «Agradézcooslo mucho», dijo el Rey, «porque tan bien lo decís, y sed de muy gran madrugada, cras antes del alba, todos muy bien aguisados, a la puerta de la villa, y haced en como mandare el mío mayordomo». «Muy de grado lo haremos», dijeron ellos.

Y otro día en la gran mañana, antes del alba, fueron a la puerta de la villa tres mil hombres de pie con ellos muy bien escudados, que había aguisados el mayordomo. Y aguisose el Caballero de Dios y tomó su caballo y sus armas, pero que llevaba las sobreseñales del mayordomo; y fuese con el mayordomo para la puerta de la villa; y el mayordomo dijo a los caballeros: «Amigos, aquel mío sobrino que va delante, que lleva las mis sobreseñales, quiero que vaya en la delantera, y vos seguidle y guardadle; y por donde él entrare entrad todos; y yo iré en la zaga y recudid conusco, y no catéis por otro sino por él». «¡En el nombre de Dios!», dijeron los caballeros, «ca nos le seguiremos y lo guardaremos muy bien». Y abrieron las puertas de la villa y salieron todos muy paso unos en pos otros.

Y el Caballero de Dios puso los peones delante todos y tornose a los caballeros y díjoles: «Amigos, nos habemos a ir derechamente al real donde el Rey está, ca si nos aquel desbaratamos lo al18 todo es desbaratado». Y castigó a los peones que no se metiesen ningunos a robar, mas a matar tan bien caballos como hombres, hasta que Dios quisiese que acabasen su hecho. Y esto les mandaba so pena de la merced del Rey; y ellos prometieron que cumplirían su mandado. Y cuando ellos movieron tornose el mayordomo, que así se lo había mandado el Rey.

El Caballero de Dios metiose por la hueste con aquella gente, hiriendo y matando muy de recio, y los peones dando fuego a las chozas, en manera que las llamas subían hasta el cielo. Y cuando llegaron a las tiendas del Rey, el ruido fue muy grande y la prisa de matar y de herir cuantos hallaban, pero no era aún amanecido, y por ende no se pudieron apercibir los de la hueste para armarse. Y cuando llegaron a la tienda del Rey, combatiéronla muy de recio, y cortaban las cuerdas, de guisa que el Rey no oyó ser acorrido de los suyos ni se atrevió a fincar, y cabalgó en un caballo que le dieron, y fuese. Y los otros fueron en pos él en alcance bien tres leguas, matando e hiriendo. La gente del real cuando vinieron a la tienda y preguntaban por el Rey y les decían que era ido, no sabían qué hacer sino guarecer e irse derramados, cada uno por su parte. Y el Caballero de Dios con la su gente, como los hallaban que iban derramados, matábanlos, que ninguno dejaban a vida. Y así se tornaron para el real, donde hallaron muy gran haber y muy gran riqueza, ca no lo pudieron llevar ni les dieron vagar, ca los de la villa, después que amaneció y vieron que se iban, salieron y corrieron con ellos.

El Caballero de Dios envió decir que enviase poner recaudo en aquellas cosas que eran en el real, porque no se perdiesen. Y el Rey envió a su mayordomo; y bien podía el mayordomo despender y tener palacio, ca muy gran ganancia era y muy rico fincaba. Pero que con consejo de Caballero de Dios hizo muy buena parte aquellos quinientos caballeros y a los tres mil peones que fueron en el desbarato. Y el Caballero de Dios se vino para su posada mucho encubiertamente que no lo conociesen, y los otros todos para las suyas a desarmar. El Rey estaba en su posada agradeciendo mucho a Dios la merced que les había hecho, y dijo la infanta su hija: «¿Qué os semeja de este hecho?» «Por Dios, señor», dijo ella, «seméjame que nos hace Dios gran merced, a este su hecho semeja, y no de hombre terrenal, salvo ende que quiso que viniese por alguno de la su parte con quien él tiene». «Pues hija, ¿qué será?, ca en juicio habremos a entrar para saber quién descercó esta villa, y aquel os habremos a dar por marido». «¡Ay, padre señor!», dijo, «no que dudar en este, ca todos estos buenos hechos el Caballero de Dios los hizo; y si no por él, que quiso Dios que lo acabase, no pudiéramos ser descercados tan aína». «¿Y creéis vos, hija, que es así?» «Ciertas, señor», dijo ella, «sí, y pláceme, pues Dios lo tiene por bien». Y el Rey envió decir luego a los condes y a todos los otros que fuesen otro día mañana al su palacio, y ellos vinieron otro día al palacio del Rey, y el Rey agradeció mucho a Dios esta merced que le hizo, y desí, los quinientos caballeros que fueron en el desbarato.

Un caballero bueno de los quinientos se levantó y dijo así: «Señor, nos has por qué agradecer a ninguno este hecho sino a Dios primeramente, y a un caballero que nos dio tu mayordomo porque nos guiásemos, que decía que era su sobrino; que bien me semeja que del día en que nací no vi un caballero tan hermoso armado, ni tan bien cabalgante en un caballo, ni que tan buenos hechos hiciese su gente como él esforzaba a nos; ca cuando una palabra nos decía semejábanos que esfuerzo de Dios era verdaderamente. Y dígote, señor, verdaderamente, que en lugares nos hizo entrar con el su esfuerzo que si donde dos mil caballeros tuviese, no más me atrevería a entrar. Y si cuidas que yo en aquello miento, ruego a estos caballeros que se acertaron y, que te lo digan si es así». «Señor», dijeron los otros, «en todo te ha dicho verdad, y no creas, señor, que en tan pequeña hora como nos habemos aquí estado se pudiesen contar todos los bienes de este caballero que nos en él vimos». «¿Pues qué será?», dijo el Rey: «¿quién diremos que descercó este lugar?». «No lo pongáis en duda, señor», dijo el caballero de los quinientos, «que este la descercó de quien ahora hablamos, por su ventura buena». «Mas según esto», dijo el Rey, «seméjame que le habremos a dar la Infante mi hija por mujer». «Tuerto harías», dijo el caballero bueno, «si no se la dieses; ca bien lo ha merecido a ti y a ella».

Un hijo de un conde, y muy poderoso, que era y, levantose en pie y dijo: «Señor, tú sabes que muchos condes y muchos hombres buenos de alta sangre fueron aquí venidos para servirte, y además para mientes a quien das tu hija; ca por ventura la darás a hombre de muy bajo lugar que no sería tu honra ni del tu reino; piensa más en ello y no te arrebates». «Ciertas», dijo el Rey, «yo lo he pensado de no fallecer en ninguna manera de lo que prometí, ni fallecería al más pequeño hombre del mundo». «Señor», dijo el hijo del Conde, «sabe antes de la Infante si querrá». «Cierto soy», dijo el Rey, «que ella querrá lo que yo quisiere, mayormente en guarda de la mi verdad». «Señor», dijeron todos, «envía por tu mayordomo y que traiga al caballero que decía que era su sobrino». Y el Rey envió por el mayordomo y por el Caballero de Dios, y ellos vinieron muy bien vestidos, y comoquiera que el mayordomo era muy apuesto caballero, toda la bondad le tollía el Caballero de Dios. Y cuando entraron por el palacio donde toda la gente estaba, y tan gran sabor habían de verlo que todos se levantaron a él, y a grandes voces dijeron: «Bien venga el Caballero de Dios». Y entró de su paso delante el mayordomo; ca el mayordomo por hacerle honra no quiso que viniese en pos él. El caballero iba inclinando la cabeza a todos y saludándolos, y cuando llegó y donde estaba el Rey asentado en su silla, dijo: «Caballero de Dios, ruégoos, fe que debéis a aquel que vos acá envió, que me digáis ante todos aquestos si sois hijodalgo e hijo de dueña y de caballero lindo». «¿Venís», dijo el Rey, «de sangre real?». Calló el caballero y no repuso. «No hayáis vergüenza», dijo el Rey, «decidlo». Dijo el caballero: «Señor, vergüenza grande sería a ninguno en decir que venía de sangre de reyes andando así pobre como yo ando; ca si lo fuese, aviltaría y deshonraría a sí.» «Caballero», dijo el Rey, «dicen aquí que vos descercastes este lugar». «Descercolo Dios», dijo el caballero, «y aquesta buena gente que allá enviastes». «¿Habemos así a estar?», dijo el Rey. «Vayan por la Infante y venga acá.» La Infante se vino luego con muchas dueñas y doncellas para y donde estaba el Rey, muy noblemente vestida ella y todas las otras que con ella venían. Y traía una guirnalda en la cabeza llena de rubís y de esmeraldas, que todo el palacio alumbraba.

«Hija», dijo el Rey, «¿sabéis quién descercó este lugar donde nos tenían cercados?» «Señor», dijo ella, «vos lo debéis saber, mas tanto sé que aquel caballero que y está mató al hijo del rey d'Ester, al primero que demandó la lid, y bien creo que él mató a los otros y nos descercó». El hijo del Conde cuando esto oyó dijo así: «Señor, seméjame que esto viene por Dios; y pues así es, casadlos en buen hora». «Bien es», dijeron todos.



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