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ArribaAbajo- 61 -

Letra para el comendador Angulo, en la cual se tocan muchas buenas doctrinas y avisos, en especial de cómo se han de haber los hombres recién casados


Muy notable señor y desconsolado viudo:

En la villa de Pincia, en las tres calendas de Jano, en el oráculo de los minoritas, a la hora matutina, me dieron una letra vuestra, escripta en esa ciudad de Auca, la cual, aunque trahía pocos renglones y no muchas razones, todavía representaba en sí vuestra gravedad y nuestra amistad. He tomado inmenso placer en saber que estáis ya bueno, que habéis dexado la guerra, que habéis tornado a vuestra casa, y que salistes ya de Navarra, porque para mí tengo la gente de aquella tierra por peligrosa de conquistar, y trabajosa de gobernar. Como haya días que no nos hemos visto, y ha ya tres años que andáis fuera del reino, tenía pena en no saber de vuestra persona, y tenía también deseo de saber cómo os iba con la fortuna, porque los vaivenes y desmanes que da de sí fortuna, ni a los naturales perdona, ni con los estrangeros disimula. Cicerón, escribiendo a Áthico, dice y afirma que no es obligado el amigo de desear a su amigo salvo tres cosas, es a saber, que viva sano, esté honrrado y no ande necesitado. En verdad que Cicerón dixo la verdad, porque el hombre que tiene un día yvito (sic), ¿para qué quiere más en este mundo? Pues si hablamos del bien del cuerpo, ¿qué le falta al que salud no le falta?; ¿qué puede haber perdido el que la honrra no ha perdido? Ni yo, señor, para vos, ni vos para mí queráis que quiera, ni quiero que queráis otra cosa alguna más de que tengamos salud para los cuerpos, algo con que vivamos y honrra de que nos presciemos, «pues todas las otras cosas desta vida no las da la fortuna para honrrarnos, sino para afrontarnos. Contentaos, señor, con lo que Dios os ha dado; contentaos con lo que con vos ha repartido, y contentaos con haveros de tantos peligros librado, porque tanto debemos a Dios por los peligros que de nosotros desvía, como por las grandes mercedes que cada día nos hace.

Como Dios Nuestro Señor es tan bueno, y nos ama tanto, siempre nos requiere, siempre nos da algo, siempre nos visita, y aun siempre nos regala, porque Él no nos trata como lo quiere nuestra culpa, sino como lo demanda su misericordia. Con mal estaríamos nosotros, los pecadores, si con la vara del pecado varease Dios el castigo, porque es tan inorme cosa el pecar, que a la hora que nos tomasen con el primer hurto, seríamos sepultados en el infierno. En los altos y profundos secretos de Dios, muy bien cabe y se permite algunas cosas disimular, y otras perdonar, y otras castigar, y no usa Dios de poca misericordia con el que esta vida castiga, porque sólo aquél se puede llamar de Dios azotado, que no ha llegado a su casa. Darnos nuestro Dios tristezas, enfermedades, calamidades, muertes y sobresaltos no son éstas cosas con que nos castiga, sino con que nos visita, pues su fin no es de robarnos, sino de avisarnos; no de quebrarnos, sino de aderezarnos; no de entosicarnos, sino de purgarnos, no de lastimarnos, sino de enmendarnos; porque Él es tan bueno, que no nos da lo que pedirnos, sino lo que Él querría que le pidiésemos. Como nosotros podemos tan poco, somos tan poco, sabernos tan poco, pensamos algunas veces que nos están bien algunas cosas, y sabida la verdad, nos son dañosas y aun perniciosas; a cuya causa, usando Dios de su inmensa misericordia, quítanos las con que le ofendemos, y danos las con que le sirvamos. De una manera se ha Dios con el pecador christiano, y de otra con el hombre justo: es a saber, que al pecador, perdónale el pecado, y al que es justo, quítale las ocasiones del pecar, y de aquí se puede colligir cuánto debemos más al que no nos dexa caher, que al que nos ayuda a levantar.

Viniendo, pues, al propósito, quiero, señor, que sepáis en cómo no por más de por daros el pésame de la muerte de vuestra muger he traído todo este rodeo y he hecho tan luengo preámbulo; porque si vos habéis llorado su muerte como buen marido, yo la he sentido como fiel amigo. Siendo como ella era generosa en sangre y patrimonio, dispuesta en su persona y muy afamada en su vida, parésceme a mí que aún es poco el sentimiento que por ella hacéis, según la gran razón que tenéis, porque la muerte de una muger buena es pérdida que muy tarde se cobra. Por muy dichoso y assaz fortunado se ha de tener el hombre que le cupo por suerte muger que le hace dulce compañía, y no que le es carga pesada, porque llevar la condición de una muger siempre y para siempre es una cosa tan pesada y aun apesarada, que, si muchos no la sacuden de sí, no es porque no quieren, sino porque no pueden. Bien conoscí a la señora doña Aldonza, vuestra muger, y bien conoscí de su condición que no era con vos rebelde, con los vecinos presuntuosa, con los cuñados desabrida, ni aun con los pobres cruel; por lo cual tengo para mí creído que, pues a todos fué grata su condición, está en vía de salvación. Ya que esto es hecho, ya que ella es muerta, ya que no podemos resuscitarla, lo que resta a sus devotos y a vuestros amigos es rogar a Nuestro Señor que dé a ella gloria y a vos dé paciencia. Más quiero, señor, que penséis en vuestra vida, que no en la muerte de la señora doña Aldonza, pues es de creer que si a ella Dios llevó allá, fué para que descansase, y si a vos dexó acá, fué para que os emendásedes, porque al hombre que da Dios larga vida es con intención que haya en él alguna emienda.

Muchas veces lo he dicho, muchas veces lo he escrito, y aun muchas veces lo he predicado, y es que los clamores que tocan las campanas en las iglesias, no son por los que mueren, sino por los que viven, las cuales nos dan a entender que hemos de morir como aquellos murieron, nos han de enterrar como a aquellos enterraron, y aun nos han de olvidar como a aquellos olvidaron; de manera, que con más razón podemos decir que tañen a vivos que no que tañen a muertos. Pues el que tañe las campanas es vivo, el que paga al campanero es vivo, y el que las oye tañer es vivo, y el que las mandó tañer es vivo, ¿qué tiene que ver con ellas el muerto? Los clamores de las campanas nos llaman a que demos cuenta, nos llaman a que oyamos sentencia, y nos traen a la memoria aquella postrera hora, en la que querríamos entonces haber sido, no emperadores, sino pastores.

Dexado aparte lo que toca a la señora doña Aldonza, vuestra muger, y lo que toca a la emienda de vuestra vida, parésceme, señor, que debéis de tener paciencia, y aprovecharos de vuestra cordura en este caso que os ha sucedido, y este desastre que vos ha venido, teniendo por cierto que si Dios Nuestro Señor llevó a vuestra muger, no es porque ella no os merecía, sino porque vos no merescíades a ella. Las cosas que los hombres hacen podémoslas afear, podémoslas contradecir, y aun podémoslas resistir; mas lo que Dios manda hase de cumplir, y todo lo que él quiere hemos de aprobar, porque es imposible mande cosa injusta aquel que es suma justicia. Ya que sintáis la muerte de la señora doña Aldonza, decidme, assí os ayude Dios, ¿a quién pediréis el daño de su muerte, si no es a esa misma muerte? Agora tenéis por saber que la muerte es un tan crudo tirano, que ni de las lágrimas tiene clemencia, ni de sospiros hace caso; burla de los sollozos y mofa de los apasionados; a los reyes derrueca y a los reinos asuela; mata a los heredados y sublima a los abatidos; no perdona a los viejos, ni aun ha piedad de los mozos, y lo que más de espantar es, que con todos tiene cuenta, sin nadie le osar pedir cuenta.

Preguntado el philósopho Secundo qué cosa era muerte, respondió: «La muerte es un sueño eterno, un espanto de ricos, un apartamiento de amigos, un deseo de pobres, un caso inevitable, una peregrinación incierta, un ladrón del hombre, un fin de los que viven y un principio de los que mueren». Es la muerte tan libre y es en todo el mundo tan libertada, que se entra a do quiere sin llamar, condena a cualquiera sin le oír, lleva lo que quiere sin lo pedir, mata a quien quiere sin avisar, hace lo que quiere sin nadie le contradecir, y lo que es más grave y gravísimo de todo, que le hemos de agradescer lo que dexa, y no quexarnos de lo que lleva.

Pena y mucha pena os dará agora la falta del servicio, la soledad no acostumbrada, la crianza de los hijos, la guarda de las hijas, el gobierno de la casa y el tratamiento de vuestra persona; mas, pues se ha de pasar, hazedle buen rostro a lo sufrir, porque en esta enojosa vida más son las cosas que nos espantan que no las que nos dañan. Llorar mucho, sospirar contino, cargaros de luto, estar en las tinieblas, aborrescer la conversación y amar la soledad, cosas son éstas en un hombre grave, como vos, más para las reprehender que no para las aprobar, porque así como la mucha alegría enajena al corazón, así la sobrada tristeza acarrea desesperación. Ni porque sea muerta doña Aldonza, vuestra muger, os debéis de descuidar de mirar por vuestra casa, procurar por vuestra salud, mejorar vuestra hacienda, conservar vuestra honrra y gobernar vuestra familia, porque las grandes ansias y tristezas del corazón no se curan con nuevos daños, sino con largos tiempos. El mayor trabajo que tenemos en esta mísera vida, que las tristezas y congojas entran en el corazón de súbito, y después no quieren salir sino poco a poco. La pena y tristeza que tiene el corazón atribulado no se ha de importunar que la dexe, sino rogarle que la temple, porque en los principios de su pérdida más descansa el corazón en contar su daño que no en hablar de su remedio. Cuando el amigo viere el corazón de su amigo triste y lastimado, debe por entonces ayudarle a llorar, y después entender en le remediar, porque los socrocios del corazón atribulado no son sino el tiempo y el olvido.

Ni porque estéis, señor, viudo y apasionado, no debéis de descuidaros de la crianza de vuestros hijos, porque no es pequeña locura llorar a los muertos que no se pueden cobrar, y no remediar a los vivos que se pueden perder. Al hombre muerto no soy yo obligado a le resucitar; mas al amigo vivo, téngole de ayudar, y aun remediar. Por vida vuestra, señor, no seáis como vuestro vecino y amigo Rodrigo Sarmiento, el cual, enviudando, puso capirote sobre la cabeza, traía loba arrastrando, no comía en manteles, no se servía con plata, no se asentaba en silla, no abría ventana, no se lavó dos meses el rostro y dormió medio año vestido. Acá me han dicho muchas estremidades que habéis hecho, y no pocas que agora hacéis, acerca de las cuales, ni a Rodrigo Sarmiento quiero condenar, ni tampoco a vos salvar, sino que para mí tengo creído que todo hombre estremado tiene una punta de loco. Uno de los grandes bienes que un hombre en esta vida puede tener es que ni la adversa fortuna le mude, ni la gran prosperidad le levante, sino que sea como es el árbol bien arraigado, el cual, aunque de todos los vientos es combatido, de ninguno es derribado. Dado caso que la adversa fortuna haga alguna mudanza en la hacienda, no se sufre que la haga en la persona, y mucho menos en la cordura, porque el hombre vergonzoso, y el corazón generoso, mucho más pierde en perder lo que merescía que no en perder cuanto tenía. No tengo yo por pérdida la del que, perdiendo la hacienda, recobró su bondad y cordura, porque no ha de pensar que halló poco el hombre que halló a sí mismo. Cosa es de maravillar, y no menos de escandalizar, de que si un hombre pierde una cosa, por pequeña que sea, vemos la diligencia que pone en buscarla, y no menos en pregonarla, y si por caso pierde la vergüenza, la paciencia, la continencia y aun la consciencia, ni muestra pena por la perder, ni aun se da nada por la buscar. ¡Oh inadvertencia de la naturaleza humana, en la cual se nos da poco por errar, y muy menos por acertar, y, lo que es peor de todo, que después de aver errado el camino, y estar caídos en el ventisquero, no sólo no queremos buscarnos, mas aun ni vemos que estamos perdidos. Todas las cosas que en este mundo tenemos, por muy pequeñas que sean, no sólo las guardamos, mas aun buscamos quien nos las ayude a guardar, excepto nosotros mismos, porque no abasta que no nos queremos guardar, mas aun buscamos compañías que nos ayuden a perder.

No quiero en esta materia más os escrebir, ni con mi letra importunar, sino rogaros y importunaros cumpláis luego lo que vuestra muger mandó en el testamento, y lo hagáis con ella como buen marido, porque si amor verdadero le teníades, no sólo lo habéis de mostrar en traer muchos lutos, sino en entender en sus descargos. Con tal que paguéis sus deudas, descarguéis con sus criadas, hagan por ella limosnas y le digan algunas misas, en todo lo demás muy poco se le dará a ella que comáis en mesa, os asentéis en silla, ni que os vayáis a caza. También os quiero avisar, y aun rogar, no dexéis de confesaros, comulgaros, visitar hospitales, oír misas y iros a los sermones, porque más os habéis de presciar de ser buen christiano, que no remirado viudo.

No más, sino que Nuestro Señor sea en vuestra guarda y a mí dé gracia que le sirva.

De Logroño, a XI de agosto de MDXXIII.




ArribaAbajo- 62 -

Letra para don Pedro Girón cuando estaba desterrado en Orán. Es letra muy notable para todos los hombres que están desterrados y atribulados.


Ilustre señor y desterrado caballero:

No en novelas de Iuan Bocacio, ni en las tragicomedias de Calisto, sino en las altas visiones del alto propheta David, se dice y escribe de cómo dos ángeles debatieron y se contradixeron delante de Dios, en que el uno defendía ser bueno no libertar a los hebreos, porque se convertiesen a los persas, y el otro porfiaba que los libertasen, porque sacrificasen y reedificasen el templo de Hierusalem, de lo cual se puede collegir que a lo que entre los malos llamamos porfía, entre los buenos es celo. Digo esto, señor don Pedro, porque Archidona, vuestro camarero, me dió dos cartas juntas, una de vuestro padre, el Conde, y otra de vuestra merced, y, entre dos estremos, no sé cuál era el mayor: es a saber, la sobrada tristeza del padre, o el ánimo generoso del hijo; porque el Conde siente vuestro destierro como padre piadoso, y vos, señor, lo tomáis como caballero magnánimo. Si al Conde, vuestro padre, le pluguiera de veros desterrado, y a vos, señor, pesara por veros desterrar, él negara el oficio de buen padre y vos, señor, el de animoso caballero; mas pues padre y hijo cumplís con lo que debéis, no desconfiéis de lo que deseáis.

No estoy desacordado de cuando me fuistes a ver a Ávila, en el camino que César os enviaba desterrado a la frontera de Orán, y allí me mandastes, y sobornastes, os escribiese y, si pudiese, os visitase, el cual trabajo yo quisiera antes tomar, que no pararme a escrebir, porque más me consolara yo en vuestra presencia, que no vos, señor, os consolaréis con mi carta. Por cumplir con el amor que os tengo, y por satisfacer a lo mucho que os debo, os escribiré algunas cosas en esta carta, las cuales no os harán daño que las leáis, ni aun que las cumpláis, porque os diré en ellas las verdades como amigo y os consolaré como a desterrado. Yo, señor, os tengo por sabio, por cuerdo y por esforzado, y pues así es, agora tenéis a do lo emplear, y dello os aprovechar; es a saber, de la cordura para os gobernar, del esfuerzo para pelear y de la sabiduría para os consolar; porque sin estas tres cosas, en Osuna estaríades desterrado, y con ellas, en Orán ternéys paraíso.

La palabra del amigo mucho consuela al corazón del amigo, mayormente cuando es más lo que siente que no lo que dice; porque al fin al fin, las ansias que están asentadas en el corazón no se olvidan sino con ansias de otro corazón. A Diomedes, el griego, muriósele un hijo que tenía solo, y que era su único y real heredero, y como concurriesen de diversas partes diversas personas a le visitar y consolar, hallóse allí presente una muger pobre que le venía a pedir justicia; la cual, como callase y llorase, y los otros hablasen y no llorasen, díxoles Diomedes: «Las palabras que vosotros, amigos, me habéis dicho, hanlas oído mis orejas; mas no han llegado a mi corazón; solas las palabras de esta pobre muger me han mucho consolado, por ver que de corazón mi pena ha llorado». Si esto es verdad, como es verdad, justa cosa es, señor don Pedro, que de voluntad me oyáis, y de corazón me creáis, porque en verdad y de verdad vos juro, señor, a ley de christiano, y a ley de amigo, que, como siempre os tuve en mi corazón, y os amé de corazón, así siento vuestros trabajos de corazón.

Acordándome del deudo que nos hemos, de la amistad que nos tenemos, de los secretos que de mí habéis fiado y aun de las mercedes que me habéis hecho, y si como tengo la voluntad tuviera la libertad, vos viérades y conosciérades que, aunque no fuí vuestro compañero en la desgracia que hecistes, lo fuera yo agora en el destierro que padescéis. Oxalá pluguiese a Dios que, como es en vuestra mano el repartir la hacienda, fuese también el repartir la pena y tristeza, porque vos, señor, veríades entonces cómo entre todos vuestros amigos yo podría ser mejorado en tercio y quinto, no en los dineros que tenéis, sino en los trabajos que sufrís. No niego que no me hayáis hecho obras de señor, ni aun tampoco me negaréis que no os las haya hecho de amigo, pues en Valladolid os avisé, en Villabráxima os desengañé, en Peñafiel os visité, en Victoria os ayudé, y agora os escribo, y a doquiera que me hallo, por vos torno.

No quiero más hablar por rodeo, sino venir a lo que hace al caso, porque los muchos ofrescimientos han de ser para los estraños, y las buenas obras para los verdaderos amigos. Bien sé que os dará mucha pena en ese vuestro destierro el pensamiento que tendréis de lo que de vos pensarán en la Corte, y dirán acá por el reino, es a saber, vuestros enemigos, para se gloriar, y vuestros amigos, para les pesar, y desto no me maravillo, porque todas las veces siente el hombre más el placer que sus émulos toman, que no el trabajo que él padesce. Plutarco, en sus Apotematas, dice de Aristón, capitán que fué muy famoso de los esparciatas, al cual, como se quexase uno de Athenas que hablaban muy mal los de su exército, contra los athenienses, respondióles él: «Si los athenienses mirasen primero lo que hacen, no tomarían pena de lo que los esparciatas dellos dicen». Digna es esta palabra de notar, y aun a la memoria encomendar, porque, según decía el sancto Job: «Factus sum mihi metipsi gravis».

Los grandes y graves y verdaderos trabajos que padescemos, nosotros mismos nos los buscamos. Digo esto, señor don Pedro, porque si tomárades mi parecer en Valladolid, y aun del buen condestable, vuestro tío, en la Coruña, vos ahorrárades del destierro que padescéis, y de la afrenta que sentís. La empresa que vos, señor, tomastes, no la habíades de fundar sobre tan pequeña ocasión, ni sobre tan gran pasión, ni aun en aquella sazón, porque muchas veces pide la razón que se haga alguna cosa, la cual no consiente el tiempo por entonces que se haga. Muchos negocios se pierden en esta vida, no porque no son justos, sino porque no los negocian en sus lugares y tiempos; porque tan sazonado ha de estar el negocio para se despachar, como la huerta para se sembrar.

Si acción y derecho pretendíades tener al ducado de Medina Sidonia, mucho más seguro y aun más honesto os fuera pedirle en el Consejo por justicia, que no encomendaros al obispo de Zamora, que, como, señor, os dixe en Villabráxima, los tiranos ponen sus derechos en las armas, y los justos no sino en las leyes. A la hora que os vi acompañando con el obispo de Zamora, imaginé que toda vuestra negociación iba perdida, porque el pobre señor y obispo, por poder vengarse del conde de Alba de Lista, alborotó el reino, desacató a César, engañóos a vos, y echóse a perder a sí.

He querido, señor, traheros a la memoria todas estas cosas, no para consolaros, sino para reprehenderos, y aun para que si estuviéredes triste, no sea por lo que padescéis agora, sino por el yerro que hecistes entonces; porque más quiero veros por mano de César desterrado en África, que veros en su desgracia duque de Medina. El caballero que presume de cuerdo y sabio, debe trabajar de ser a su rey acepto y con buenos servicios substentar su estado, y fuera destas dos cosas, si por caso viere que en el reino o en la corte se levantan bandos, envidias, pasiones, competencias y disensiones, yo le doy licencia que pueda en ellas hablar, y aun a hurtas murmurar, mas no en ellas se entremeter, porque negocios de república muy poco se vadean y mucho menos se marean. Dexada aparte la fe, deve el buen caballero, a tuerto o a siniestro, cerca o lejos, contra amigos o enemigos, en el reino o fuera del reino, a toda ley servir y seguir a su rey, porque menos mal es al caballero perder la vida y el estado que tiene, que no poner mácula en la fidelidad que a su señor debe. No inconsideradamente dixe que los negocios de la república, ni se vadean, ni se marcan, pues no vemos otra cosa cada día sino a muchas repúblicas alteradas, y a muy pocas reformadas, porque, naturalmente, la gente común es muy fácil de levantar y muy difícil de apaciguar. Mucho trabajo tuvo Cathilina de reformar a Roma, Sócrates a Athenas, Esquines a Rodas, Ligurguio a los esparciatas, Tholomeo a Penthápolis, Promotheo a Egipto, Theoponto a los argibos, y Platón a los sículos; mas al fin de sus empresas todos estos ilustres varones escaparon muertos o desterrados, y sus pueblos se quedaron como de antes perdidos. Y porque no es razón de renovar viejas llagas ni de más hablar en cosas pasadas, vengamos a hablar en vuestro destierro, y en los remedios del hombre desterrado, en la cual materia, si no os agradare lo que dixere, tomad, señor, en cuenta lo que os querría decir, porque, así Dios me salve, querría yo más remediaros que consolaros.

Notables palabras para el hombre desterrado.

En ese vuestro destierro de Orán daros ha mucha pena el acordaros que sois de España, y veros desterrado en África, que, como decía Sertorio el romano, esnos tan natural el amor de la patria, y somos tan amigos de nuestra naturaleza, que si se acaba con la cordura de un hombre que la dexe, no se acabará con su corazón que la olvide. Cuando el buen rey don Alonso estaba en Nápoles rodeado de muchos príncipes, y le loaban la generosidad de Roma, la grandeza de Venecia, la riqueza de Florencia y la opulencia de Milán, respondía él: «Loo y apruebo ser eso todo bueno; mas yo para mí más querría hallarme en Carrioncillo». Carrioncillo es una aldehuela pagiza, una legua de Medina del Campo, a do el buen Rey siendo niño se crió, y siendo mozo residió. En hablando uno de su naturaleza, luego dice que su tierra es más fértil, la gente mejor acondicionada, el sol más claro, el aire más limpio, las aguas más sanas, las carnes más sabrosas, el pan más sustancioso, los vinos más odoríferos, y los hombres menos maliciosos. Cosa por cierto es de ver cuán de corazón cada uno dice, encarama, blasona y aun porfía las cosas de su tierra o doquiera que sea razón cada uno dice y se halla, y lo que más es de todo que hay personas tan apasionadas en esto, que antes consentirán que les digan a ellos alguna injuria, que no oír decir mal de su naturaleza. Toda esta flaqueza viene de no querer pensar los hombres que son tierra, nascieron de tierra, andan en la tierra, y se han de tornar tierra, y que no tienen ninguna tierra, porque sólo aquello es del hombre proprio, que lo puede llevar consigo al sepulchro. Entre los altos documentos de Sócrates, uno dellos era que ningún discípulo suyo osase decir «ésta es mi tierra», ni «aquella es mi patria»; porque, según él decía, por evitar de decir «esto es mío» y «esto es tuyo», no quiso Naturaleza darnos pluma con que nos cubriésemos, ni casas a do morásemos, sino que después acá los hombres ambiciosos y cobdiciosos, la tierra, que es común a todos partieron entre sí mesmos. Del verdadero Hércules, el thebano, cuenta Plutarco en el libro de Exilio que, preguntado por los sidonios, que de donde era natural, respondió: «Ni soy de la gran Thebas, ni de la nombrada Athenas, ni aun soy de Licaona, sino natural de toda Grecia». Mucho, y aun mucho más, estimaron los griegos quererse Hércules llamar natural de toda la Grecia; mas en mucha más se tuvo después, lo que respondió Sócrates: «Ni soy de Thebas, como Thesiphonte; ni soy de Athenas, como Agesilao; ni soy de Licaonia, como Platón; ni soy de Lacedemonia, como Ligurguio; sino que soy nascido en el mundo y natural de todo el mundo». Plutarco cuenta y dice que en la isla de Cobdo, que es en la Grecia, hubo antiguamente un linaje de hombres griegos, que se llamaban los agitas, los cuales se presciaban descender del muy famoso capitán griego que se llamó Agis el Bueno, a diferencia de otro Agis, que fué muy gran tirano. Estos insulanos agitas eran en toda la Grecia tenidos por hombres muy cuerdos, y no poco esforzados, y ordenaron entre sí mismos que ninguno se osase llamar natural de aquella isla si no hubiese primero hecho alguna notable hazaña, porque, según decían ellos, la tierra es la que se ha de presciar de tener tales hijos, que no los hijos de ser más de una que de otra tierra.

Conforme a esta ley de los insulanos agitas, diría yo si osase, señor don Pedro, que mucha más razón hay para que vos os presciéis de capitán africano, que no de caballero español, pues la honrra que en España perdistes, en África la cobrastes. Y porque no parezca que hablamos de gracia, y que nuestra pluma escribe lo que se le antoja, cotegemos lo que acá, en España, hacíades con lo que agora allá en Orán hacéis, y veréis y conosceréis en vos muy claro en cómo si alguna pena tenéis en vuestro corazón, más es por la opinión que tenéis que por la vida que pasáis. Acá, señor, en España érades muy bien afamado y nombrado de montero famoso, de bolar una garza, matar un puerco, jugar a la primera, servir a una dama, escrebir requiebros, hacer banquetes, frecuentar palacios, regocijar la corte, acostaros a la una y levantaros a las once. Todas estas cosas, aunque son exercicios de mancebos cortesanos, no lo son por cierto para caballeros animosos, porque los mayorazgos y grandes estados de España no los ganaron nuestros antepasados dándose a recrear en la caza, sino sirviendo a sus príncipes en la guerra. El exercicio que nos dicen que tenéis ahí en Orán es levantaros de mañana, almorzar en pie, tener siempre ensillado, descansar sobre la lanza, hacer de antenoche mochila, tocar muchas veces al arma, rondar la muralla, salir a las escaramuzas, hablar siempre de guerra, pelear con los moros, animar los soldados, traer la lanza ensangrentada o la cabeza descalabrada. Ved, pues, señor don Pedro Girón, cuál de estas dos cosas os está muy más honrrosa para vuestra fama, o más provechosa para vuestro estado, es a saber, presciaros de caballero esforzado o de cortesano enamorado.

Estando acá, en España, no podíades contar sino de hechos agenos; mas agora que estáis en África, todos tienen por acá qué decir de las hazañas que haréis y de los peligros en que andáis, que, como decía el cónsul Mario, los escriptores han de decir «en tal tiempo se hizo esto»; mas el buen caballero no ha de decir sino «en tal guerra me hallé en esto». Destierro que tan felicemente os ha sucedido, a lágrimas y dineros le habiedes de haber comprado, pues os ha sido ocasión a que no sólo emendásedes vuestro aviesso, mas diésedes en el hito de punta en blanco. Decidme, señor don Pedro, cuando fuéredes ya viejo, y que plega a Dios lleguéis allá, ¿de qué os alabaréis más delante vuestros hijos y otros caballeros: de haberos hallado en una boda de Osuna, o de haber peleado con los moros de África? Mucho me cahe en gracia, aunque ello es una muy gran desgracia, es a saber, cuán de reposo y entonado se pone un caballero a contar a do voló una garza, a do mató un puerco, a do hirió un venado, a do hizo un banquete, a do sirvió una dama y aun a do danzó una baxa, las cuales cosas todas súfrese que un caballero las haga, mas no se sufre que de ellas se precie. El cónsul Annio Silvano, que fué de la parcialidad de los Silanos, y grande enemigo de los Marianos, como en el senado motejase al cónsul Mario de que era muy ambicioso de honrra, para ser tan baxo en el linaje, respondióle Mario: «Yo confieso, Silvano, que desciendes de mejor linaje que no yo; mas no me podrás negar que no soy yo mejor hombre que no tú, porque en tu casa no tienes pintadas más de las armas que heredastes de tus pasados, mas yo tengo colgadas las banderas que gané de los enemigos». Esto digo, señor don Pedro, para que os tengáis por dicho y os presciéis de ese destierro, pues estándoos acá en España, no fuérades más de Silvano, y en haber pasado en África os habéis tornado Mario, pues si fuisteis con armas pintadas, volveréis con banderas ganadas. No es justo que os quexéis del destierro de África, pues por él os hará mi pluma de inmortal memoria, que, como, señor, sabéis, yo soy chronista de César, y amigo vuestro, y sed cierto que, si escribiere las desgracias por que fuisteis desterrado, también os engrandesceré las grandezas que hizistes en el destierro.

De muchos varones ilustres que les fué bien en el destierro.

Muchos antiguos varones que quisieron ganar renombres de altos príncipes, aunque no fueron desterrados por manos de otros, se desterraron ellos mismos a sí mismos, porque, según decía Alcibiades, el famoso griego, de los hombres que siempre se están en sus naturalezas, a pocos hemos visto famosos, y aun a muchos viciosos. La experiencia nos enseña que los vinos alexados, y los árboles traspuestos son muy mejores que no los otros. Quiero, por lo dicho, decir que los hombres generosos y vergonzosos siempre son mejores en tierras estrañas que no en las suyas proprias, porque más quieren morir allí pobres, que volver a sus tierras afrontados. En la propria naturaleza muy pocas veces alcanzan los hombres gran fama, y de aquí es que los príncipes muy afamados en tierras estrañas se afamaron. ¿Por ventura no nasció en la isla Meothida el rey Datirso, al cual después llamaron Datirso el scita, porque en Asia venció a los scitas? ¿Por ventura no nasció en la isla de Mileto el famoso capitán Geloncio, al cual después llamaron Geloncio el Sículo, porque venció a los sículos? ¿Por ventura no nasció en una aldea de Athenas el rey Piro, al cual llamaron Piro el Epiroto, porque venció a los epirotas? ¿Por ventura no nasció en una aldea de Campania el gran Scipión, al cual llamaron Scipión el Africano, porque venció a los africanos? ¿Por ventura no nasció el emperador Severo a una legua de Numidia, al cual después llamaron Severo el Párthico, porque triunfó de los parthos? ¿Por ventura no nasció el buen Octavio Augusto en la aldea de Belitre, y después le llamaron el Octavio el Germánico, porque venció a los germánicos? ¿Por ventura no nasció el justo Trajano en la ciudad de Gades, que agora es Cádiz, el cual se llamó después Trajano el Daco, porque venció a los de Dacia? ¿Por ventura no nasció el buen Titho en una pobre aldea de Campania, al cual después llamaron Titho el Palestino, porque venció a los palestinos?

Como hemos dicho destos pocos, pudiéramos decir de otros muchos, los cuales, con un ánimo heroico y con un corazón denodado, en tierra estraña alcanzaron para sí immortal memoria. ¡Oh, cuántos y cuántos fueron en los siglos pasados, los cuales en sus propias tierras eran baxos en condición, obscuros en linaje, ignotos en la fama y pobres de riqueza, y después que fueron desterrados de sus tierras propias esclarecieron su linaje, honrraron su patria, afamaron sus personas y aun alcanzaron grandes riquezas! El famoso Themístocles y el gran capitán Phalarero, con grande inominia de sus personas y gran pérdida de sus haciendas, fueron desterrados de Athenas, y aun echados de toda la Grecia, a los cuales sucedió tan bien aquel destierro, que no sólo merescieron ser privados del rey Tholomeo en Alexandría, mas aun después tornar muy honrrados y ricos a su tierra propria. Plutarco cuenta, en el libro de Exilio, deste Themístocles, que solía decir a su muger y hijos, cuando estaban desterrados: «Perieramus omnino nisi perisemus». Las cuales palabras quieren decir: «Si no nos perdiéramos, hubiéramonos del todo perdido. Altas y muy altas palabras son éstas, que dixo aquel griego, las cuales, aunque las dixo uno, se pueden aplicar a muchos, pues no vemos otra cosa cada día sino que se ha con los desterrados la fortuna como se ha con los arcaduces la añoria, a los cuales si los abaxa y derrueca, no es su fin de los empozar y quebrantar, sino de los hinchir y sublimar.

Joseph, hijo de Jacob, el desastre de ser vendido de sus hermanos le fué ocasión a que viniese a ser señor de todo Egipto, y a remediar el pueblo hebreo. Quiero, por lo dicho, decir que de haber acontescido a alguno algún notable infortunio le fué después ocasión de ser bien fortunado, porque así como muchos pensando que van bien, yerran, así otros pensando que van errados, atajan. El muy famoso capitán Camillo, por un desastre que le acontesció en Roma, fué desterrado de Roma a Campania, y como en breve se levantase una peligrosa guerra a causa que los gallos fueron a cercar a Roma, sucedióle a Camilo también en aquel destierro que en breves días tornó a la, ciudad, no como malhechor, sino como buen triumphador. El justo y ilustrísimo emperador Trajano, desterrado estaba de toda Italia en la ciudad de Agripina, cuando el emperador Nerba, su tío, le crió en Augusto, le envió la insignia del imperio y le adoptó por su hijo. Burlando Trajano con sus familiares amigos, en este caso, les decía: «El destierro a que me envió desterrado Domiciano fué el alcahuete de mi imperio».

He querido, señor don Pedro, traheros tantos exemplos, y contaros tantas historias, así de los que se desterraron por alcanzar fama, como de los que se desterraron por alguna culpa, para que con ellos os consoléis y os esforcéis y aun los imitéis, y porque muy poco aprovechará seguirlos en el destierro que padescieron, si no les paresciésedes en el grande ánimo que tuvieron. Yo espero en Nuestro Señor y espero en vuestro buen ánimo que por defender esa ciudad de los moros, y por augmentar la fe de los christianos, haréis tales y tan nobles proezas ahí en África, que volváis tan ilustre a España como volvió Camillo a Roma. En esa guerra de África, a do se halla vuestra persona desterrada, aconséloos, señor, que os mostréis largo en el gastar, paciente en el sufrir, animoso en el pelear, sobrio en el comer, comedido en el hablar y aun christiano en el vivir, porque todos los que acá les pesó de lo que hezistes se prescien agora de lo que hacéis. Como al philósopho Diógenes le dixesen unos amigos suyos que los senopenses le desterraban de la isla de Epiro para la isla de Ponto, respondióles él: «Decid a los senopenses que si ellos me diestierran a mí de Epiro para Ponto, que yo los destierro a ellos de Ponto para Epiro. Mayormente que al hombre animoso y virtuoso no pueden con verdad decir que le desterraron, sino que le mudaron». Sería, pues, yo de parescer que os aprovechásedes, señor, de esta doctrina de Diógenes para con los que os tienen enemistad, y no buena voluntad, y aun amenazándolos, que pues ellos os destierran de España en África, vos los desterráis a ellos de África en España, mayormente que en torno de poco tiempo ellos os tendrán envidia a lo que haréis, y vos a ellos mancilla de lo que oiréis. Mucho os ruego, y aun os aconsejo, que en las palabras que dixéredes allá, y en las cartas que escribiéredes acá, no mostréis estar del Rey quexoso, ni tener en esa tierra ningún descontento, porque a vuestros émulos y enemigos más les placerá saber que andáis aborrido que no de veros desterrado.

De los previlegios que tienen los hombres desterrados.

Los hombres que están desterrados tienen algunos muy notables y preheminentes previlegios, los cuales es mucha razón, señor don Pedro, que los sepáis, y aun que los guardéis, porque, entrando en tan generosa cofradía, justa cosa es juréis las ordenanzas de ella.El primer previlegio de los tales es que al hombre que está desterrado, y fuera de su tierra, ninguno sea osado de le tener envidia, sino todos mancilla, porque la verdadera y natural envidia es al hombre que tiene la vida holgada y la hacienda sobrada.

Es previlegio del hombre desterrado que en todo tiempo que durare su destierro nadie se descomida a pedirle ningún dinero prestado, porque [cosa] es muy notoria a todos que el hombre que está desterrado de su patria le sobren los sospiros y le falten los dineros.

Es previlegio del hombre desterrado que sin ninguna conciencia, ni aun vergüenza, pueda pedir, importunar, rogar y aun cohechar, a los con quien trata todo lo que ha menester, porque so color que están de sus casas muy lexos, y que fueron sus bienes confiscados, puédenles decir y jurar que, si no los quieren socorrer, se han de dar a hurtar.

Es previlegio del hombre desterrado que pueda escrebir desde donde estubiere a todas las partes que quisiere muchas nuevas y aun muchas novelas, como a él se le antojare, o mejor a él le estuviere, y la causa de esto es que, como para probarle una mentira han de ir muy lexos a hacer la probanza, puede el tal mentir, y aun a todos desmentir, estándose él a pie quedo, y quedándole el brazo sano.

Es previlegio del hombre desterrado que sin nadie te pedir cuenta, ni menos le acusar la rebeldía, pueda escrebir a su tierra que está malo, aunque esté bueno; que no se halla, aunque esté contento; que sospira por su casa, aunque no se acuerde della; que está muy pobre, aunque le sobren los dineros; lo cual, por ventura, él hará, porque más ayna sea del rey perdonado y de sus amigos socorrido.

Es previlegio del hombre desterrado que no sea obligado a hacer covnites, ni banquetes, ni aun andar costosamente vestido, y para mayor defensa suya puede decir y afirmar, y aun blasonar, que allá en sus tierras tenía las mesas muy espléndidas y las arcas llenas de ropas.

Es previlegio del hombre desterrado que no sea obligado a responder plazo que dió, ni pagar deuda que se obligó, y para esto puede decir, y se escusar, que las obras que hacen los amigos por sus amigos, cuando los veen desterrados, que cumplen por entonces con agradescérselas, y después que tornaren a sus casas, pagárselas.

Es previlegio del hombre desterrado que con su conciencia, y aun con su vergüenza, acabe de andarse solo, y tener poco más de un criado, y ansí Dios a mí me salve, señor don Pedro, que con este previlegio querrían hoy ser muchos previlegiados, porque si no tuviesen criados, de la despensa ahorrarían muchos dineros, y del corazón quitarían muchos cuidados.

Es previlegio del hombre desterrado que pues está desterrado en tierras estrañas, no sea obligado a mantener su casa, ni morar con su muger, del cual previlegio osaría yo afirmar que desean gozar todos los hombres libres, como los que están desterrados; porque muchos hombres hay que por no poder sufrir la mala condición de la muger, y las muchas travesuras de los hijos, sin hacer porque los destierren, buscan ocasión con que se vayan.

Es previlegio del hombre desterrado a que no sea obligado a pagar portazgo, ni montazgo, ni martiniega, ni alcabala, ni moneda forera, ni aun pecho, ni empréstido, porque a la hora que diga a las cogedores y alcavaleros que es forastero y desterrado, no le empadronaran para que pague tributo.

Es previlegio del hombre desterrado que no sea obligado a servir ni acompañar a los hombres parciales, bandoleros, enemistados y amotinados; del cual previlegio querrían muchos gozar, y dél se presciar, porque hay muchos que responden por muchos, siguen a muchos, gastan por muchos y aun se pierden por muchos, no porque su voluntad se lo lleva, sino porque su vando a ello le obliga.

Es previlegio del hombre desterrado que no sea obligado en todo tiempo de su destierro de festejar, convidar, banquetear, regocijar, ni hospedar a nadie en su posada, ni fuera de ella, y a fe de hidalgo que este previlegio no es menos deseado y provechoso que el otro, porque muchas veces hospeda hombre en su casa, o asienta a su mesa algún vecino o pariente suyo, no por el amor que tiene a su persona, sino por el miedo que tiene a su lengua.

Tenéis, pues, señor don Pedro, doce previlegios y doce libertades de que podéis gozar los que estáis desterrados allá en África, y de que carescemos los que estamos acá en España, aunque para mí tengo yo de vos creído que querríades más una licencia del Rey para tornaros a Archidona, que cuantos previlegios tenéis en África. Ni quiero que dexéis de tener pena por estar desterrado, ni quiero que perdáis la esperanza de que se os alzará el destierro, por manera que debéis esperar en Nuestro Señor que os consolará, y en el buen César que os perdonará.

En este monesterio de frailes del Val he predicado toda esta Semana Santa, y la Pascua al nuestro César, en el cual tiempo el Condestable y yo le hemos hablado en vuestro negocio, por lo que debéis estar muy cierto que el Condestable os hace obras de buen tío y yo de buen amigo. Ahí, señor, os envío unas aprobadas reliquias que traigáis, y un notable libro en que leáis, y para mi bien tengo creído que quisiérades vos más una libra de oro que jugar, que no al mi buen Marco Aurelio para leer.

No más, sino que Nuestro Señor sea en su guarda, y le torne con salud a su tierra.

De España, a XVI de abril de MDXXIIII




ArribaAbajo- 63 -

Letra para don Enrrique Enrríquez, en la cual el auctor cuenta la historia de tres enamoradas antiquísimas, y es letra muy sabrosa de leer, en especial para los enamorados.


Muy magnífico y engañado señor:

A la hora en que quise responder a vuestra carta tuve en la mano suspensa la pluma más de media hora, debatiendo con mi gravedad y vuestra amistad si os respondería, o disimularía, porque el amor que os tengo convidábame a que lo hiciese, y vuestro descomedimiento constreñíame a que os lo negase. Yo, Señor, leí vuestra carta y vi las tres imágenes que me enviastes con ella, y fué tanto el enojo que rescebí, y la afrenta que sentí, que, si como sois grande amigo mío, fuérades mi muy propincuo deudo, el deudo os negara, y jamás letra os escriviera. En los rostros vergonzosos y en los corazones generosos sin comparación vale más una onza de amistad que una arroba de consanguinidad; lo cual paresce claro en que la enemistad que nasce entre parientes dura mucho, mas la que se levanta entre los verdaderos amigos acábase luego. Pisistrato, rey y tirano que fué de los athenienses, como un sobrino suyo que había nombre Trasilo fuese en cierta conjuración contra el tío, escribióle una carta en que decía estas palabras: «Acordarte debrías, sobrino mío Trasilo, no que te crié en mi casa, no que eres mi sangre, no que te admití a mi conversación, no que te fié mis secretos, no que te casé con mi hija, no que te di la mitad de mi hacienda, sino que te amé como amigo y te traté como a hijo. Hasme salido aleve, y hasme hecho traición, sin yo de ti tal pensar, ni menos te lo merescer, a cuya causa quisiera poder acabar conmigo que, como te niego el deudo, te pudiera negar la amistad; mas no lo puedo hacer, ni con mi fidelidad acabar, porque la sangre que contigo tengo puedo la sacar, pues está en las venas, mas no el amor con que te amo, porque está en el corazón». He querido traheros este exemplo a la memoria para que, pues vos, señor, habéis sido Trasilo en me enojar, seré yo Pisistrato en os perdonar, haciendo, como hago, muy gran caudal, no tanto del deudo que me tenéis, como de la amistad que os tengo.

Viniendo, pues, al propósito, y contando cómo acontesció el caso, digo que yo, señor, rescebí una letra vuestra aquí, en Granada, habrá diez y ocho días, y con ella rescebí unas muy ricas tablas, en las cuales estaban unas imágines, assaz bien pintadas, y no menos bien tratadas. Querríades agora vos saber de mí qué es lo que me paresce de la pintura, y qué misterios tiene su historia, jurando y perjurando que os costaron mucho y las tenéis en mucho. A esto, señor, os respondo y digo que, si vos tenéis aquellas imágines en mucho, yo señor, las tengo en muy poco, y más y allende desto digo que si comprastes lo que no sabíades, os acuso por no cuerdo, y si supistes lo que comprastes, os condeno por mundano. Dixe que os condenaba por mundano, y no por liviano, no porque no lo merescía vuestra culpa, sino porque no cabía en mi crianza. La poca edad, la poca sciencia y la poca experiencia que tenéis del mundo os excusa del yerro que habéis hecho y del descomedimiento que comigo habéis tenido; que, hablando la verdad, yo estoy corrido, y aun afrontado, que tales imágines me enviásedes, y sobre tales liviandades me consultásedes. En mi hábito, por ser de religioso; en mi sangre, por ser de caballero; en mi profesión, por ser de theólogo; en mi oficio, por ser predicador, ni en mi dignidad, por ser de obispo, no se sufre semejantes vanidades preguntar, ni menos platicar, porque el hombre de bien, no sólo ha de mostrar su gravedad en las obras que hace, mas aun en las palabras que dice y en las pláticas que oye. El buen philósopho Diógenes vió en la plaza hablar muy despacio a un discípulo suyo, con un mancebo que era tenido por liviano, y aun por travieso, el cual, como le preguntase en qué hablaban, qué concertaban, respondió él: «Decíame que esta noche pasada había hecho una muy gran travesura, y que había muy gran miedo no fuese descubierta. Oído todo esto, Diógenes mandó llamar al otro mancebo y dixo a ambos a dos: «Yo mando que en el amphiteatro del foro, que igualmente os den a cada uno cuarenta azotes: a él, por lo que hizo, y a ti, por lo que le escuchaste; porque tanto merece el philósopho por no tener atapadas las orejas, como el secular en no tener las manos quedas.»

Yo, señor don Enrrique, ni sé qué me haga, ni sé con quién me cumpla; que por una parte querría hacer lo que me rogáis, pues sois mi amigo, y por otra parte estoy temeroso de Diógenes el philósopho, porque si él sabe lo que vos me consultáis, y atina a lo que yo os respondo, no es menos sino que desta hecha vos o yo quedamos desterrados, y no menos azotados. Aunque sea en detrimento de mi gravedad, y en ofensa de mi honestidad, determínome de responder a vuestra carta, y declararos el misterio de vuestra dubda, con que prometo y protesto que no lo hago por serviros, sino para confundiros, porque veáis y conozcáis que esa vuestra tabla de imágines no es para poner en los altares de los sanctos, sino en las cámaras de los locos.

Es, pues, el caso que en las tres tablas que me enviastes estaban tres imágines de tres mugeres a maravilla hermosas, y por extremo muy bien pintadas, los rétulos de las cuales decían así: «Sancta Lamia», «Sancta Flora» y «Sancta Layda». Queríades agora vos, señor don Enrrique, saber de mí quiénes fueron estas tres mugeres, de dónde fueron, en qué tiempo fueron, a do murieron y qué martirio pasaron; porque, según me escribís, las tenéis en vuestro oratorio colgadas y les rezáis cada día ciertas avemarías. Yo, señor, lo quiero hacer, y a vuestro ruego condescender, aunque no sin mucha pena y gran vergüenza, no de vos, que lo habéis de leer, sino de aquellos a quien lo habéis de mostrar, porque todos dirán, y no sé si con razón, que vos, señor, sois agora vano, y que en algún tiempo yo fuí mundano.

Notable historia de tres enamoradas.

Esta Lamia, esta Flora, esta Layda, que vos, señor, tenéis por sanctas, fueron las tres más hermosas y más famosas rameras que nascieron en Asia, se criaron en Europa, y aun de quienes más cosas los escriptores escribieron, y por quienes más príncipes se perdieron. Destas tres se dice y escribe que fueron dotadas de todas gracias: es a saber, hermosas de rostros, altas de cuerpos, anchas de frentes, gruesas de pechos, cortas de cinturas, largas de manos, diestras en el tañer, suaves en el cantar, polidas en el vestir, amorosas en el mirar, disimuladas en el amar y muy cautas en el pedir. Destas tres se dice y escribe por excelencia que nunca a príncipe amaron que las dexase, ni jamás cosa pidieron que se la negase. Destas tres se dice y escribe que nunca a hombre hicieron burla, ni jamás de hombre rescibieron afrenta. Destas tres se dice y escribe que la Lamia enamoraba con el mirar; la Flora, con el hablar; la Layda, con el cantar; y los que una vez de sus amores se prendían, tarde o nunca se libraban. Destas tres se dice y escribe que fueron las enamoradas más ricas del mundo mientras vivieron, y que dexaron de sí mayores memorias cuando murieron, porque en los pueblos les pusieron estatuas, y los escritores escribieron dellas grandes cosas. Y porque no parezca que hablamos de gracia, contaremos aquí destas tres enamoradas la historia, protestando primero que no diremos más de cada una de sola una palabra, porque para deciros, señor, verdad, no es esta historia tan honesta y limpia para que ose emplear en ella mucho tiempo mi pluma.

La más antigua destas tres enamoradas fué la que llamaron Lamia, la cual fué en el tiempo del rey Antígono, criado de Alexandro el Magno, del cual Antígono escriben los que dél escribieron que fué príncipe muy belicoso, y poco venturoso. Este rey Antígono dexó un hijo heredero, el cual se llamó Demetrio, el cual fué menos belicoso, aunque más fortunado que no su padre, y fuera él muy esclarecido príncipe, si en su mocedad supiera cobrar amigos, y en la vejez no se diera tanto a los vicios. Este rey Demetrio tuvo por amiga a esta enamorada Lamia, a la cual únicamente amé, y largamente dió. Fué el rey Demetrio, en amar a su Lamia, más loco que enamorado, porque olvidaba su gravedad y autoridad, no sólo le daba cuanto ella quería de su hacienda, mas aun no hacía vida con su muger Euxonia. A esta Lamia preguntó una vez el rey Demetrio que cuál era la cosa con que más se convencían las mugeres, a lo cual ella le respondió: «No hay cosa que más ayna haga a una muger caer que ver a un hombre de corazón por ella penar, porque de querer amar los hombres de burla vienen después a quedarse burlados». Ítem le preguntó Demetrio: «Dime, Lamia, qué es la cosa por que más aborrecéis las mugeres a los hombres?» A esto le respondió Lamia: «La cosa por que una muger aborresce a un hombre es cuando se alaba de lo que no hace y no cumple lo que promete». Ítem le preguntó Demetrio: «Dime, Lamia, ¿qué es la cosa de que más os contentáis del hombre?» A esto le respondió Lamia: «La causa por que una muger más ama a un hombre es cuando le vee que es discreto en lo que dice, y secreto en lo que hace». Ítem le preguntó Demetrio: «Dime, Lamia, ¿por qué son los hombres mal casados?» A esto le respondió Lamia: «Es imposible que sean bien casados cuando en la muger hay necesidad, y en el marido necedad». Ítem le preguntó Demetrio: «Dime, Lamia, ¿cuál es la causa por que más aýna se deshace el amor de entre dos enamorados?» A esto le respondió Lamia: «No hay cosa por que más aýna se desamen los que se aman que por ser el enamorado derramado en el amar y la enamorada muy importuna en el pedir». Ítem le preguntó Demetrio: «Dime, Lamia, ¿cuál es la cosa con que más penan los hombres enamorados?» A esto le respondió Lamia: «La cosa que más atormenta al corazón del hombre enamorado es el no poder alcanzar lo que desea, y pensar que ha de perder lo que goza». Ítem le preguntó Demetrio: «Dime, Lamia, ¿cuál es la cosa que más al corazón de una muger lastima?» A esto le respondió Lamia: «No hay cosa con que más una muger se sienta y se entristezca que con llamarla fea y desgraciada, y saber que la tienen por mala».

Era esta muger Lamia de muy delicado juicio, aunque en ella estuvo mal empleado, y así es que a todos atraya con la lengua, y enamoraba con la persona. Antes que ella viniese a poder, o por mejor decir, a perder al rey Demetrio, anduvo mucho tiempo por las achademias de Athenas, a do ganó muchos dineros, y aun echó a perder muchos mancebos. Plutarco cuenta, en la vida de Demetrio, que como los athenienses le presentasen doscientos talentos de plata para ayuda a pagar su gente de guerra, todos se los dió a su amiga Lamia, sin que entrase ninguno en su casa, de lo cual quedaron los athenienses, no sólo enojados, mas aun afrontados, no tanto por habérselos dado, cuanto por haberlos él tan mal empleado. Cuando el rey Demetrio quería alguna cosa encarescer, o algún negocio arduo con juramento afirmar, nunca juraba por sus dioses, ni juraba por sus antepasados, ni aun por la vida, ni salud de sus hijos, sino que siempre juraba en esta manera: «Ansí yo permanezca en la gracia de mi Lamia, y así ella y yo acabemos juntos la vida, como pasa esto y esto».

Un año y dos meses antes que muriese el rey Demetrio, murió su enamorada Lamia, y sintió el enamorado rey tanto su muerte, que disputaban y aun dudaban los philósophos en Athenas cuál de dos cosas fuese mayor: es a saber, las lágrimas que por ella lloró, o las riquezas que en sus obsequias gastó. Fué esta enamorada natural de Argos, nascida de bajos padres, y anduvo mucho tiempo por Asia la mayor, assaz absoluta y disoluta, y al fin, como muriese en Fenicia, y la mandase enterrar el rey Demetrio junto a su casa, debaxo de una ventana de su cámara, y le preguntase un privado suyo que por qué lo había hecho, le respondió: «Amóme tanto, y quísela tanto, que no sé con qué le pagar lo mucho que me quería, y lo mucho que le debía, si no es con depositarla en tal lugar, a do tengan mis ojos cada día que llorar y cada hora mi corazón que penar».

La segunda enamorada de las tres que arriba contamos se llama Layda, y fué su naturaleza de la isla Bithrita, que es en los confines de Grecia, y, según della escriben sus chronistas, fué hija de un sumo sacerdote del templo de Apolo, que citaba en Delphos, varón muy docto en el arte mágica, mediante la cual alcanzó la perdición de su hija. Esta enamorada Layda nasció y floresció en tiempos del muy nombrado rey Pirro, príncipe y señor que fué muy deseoso de alcanzar honrra, y no muy dichoso en saber conservarla. Siendo el rey Pirro mancebo de dieciséis años, vino en Italia por hacer guerra a los romanos, y déste dicen y cuentan los escriptores de su tiempo que fué el primero príncipe, que dió orden en ordenar los campos, repartir las batallas y hacer escuadrones; porque todos los de antes dél, al tiempo de dar una batalla, juntamente arremetían y confusamente peleaban.

Esta enamorada Layda anduvo mucho tiempo en el campo del rey Pirro, y con él vino a Italia, y con él tornó a Grecia, y désta se dice y escribe que a todos los que podía hacía placer, mas que con un solo hombre se quiso amigar. Fué esta enamorada Layda tan amorosa en la conversación, y tan hermosa en la disposición, que si quisiera ella sus amores recoger, y a un solo señor se allegar, no hubiera príncipe en el mundo que por ella no se perdiera y cuanto quisiera no le diera.

Después que Layda volvió de las guerras de Italia a Grecia, retráxose a vivir en la ciudad de Corintho, y fué allí tan servida y requestada, que no hubo hombre rico en Asia que a sus puertas no llamase, ni quedó rey ni príncipe que allá no entrase. Aulo Gelio dice que el buen philósopho Demóstenes fué una vez disfrazado desde Grecia a Corintho por la ver, y aun con ella se revolver; y como ella, antes que le abriese la puerta, le enviase a pedir docientos sestercios de plata, respondió Demóstenes: «No quieran los dioses que yo gaste mi hacienda, ni aventure mi persona, en cosa que apenas la habré hecho, cuando della esté arrepentido». Esto pienso que dixo Demóstenes, por lo que dice el Philósopho, es a saber: «Quod omne animal post coitum tristatur»

Desta enamorada Layda se dice lo que nunca de muger leí, ni aun en muger tampoco vi, es a saber, que nunca mostró amor a hombre que la sirviese, ni nunca fué aborrescida de hombre que la conosciese. Puédese desto colligir cuán bien fortunada fué esta enamorada Layda, pues nadie la aborrescía, y cuán mal acondicionada era, pues a nadie ella amaba. Si la enamorada Lamia fué sabia, no fué, por cierto, Layda necia, y si fué aquélla aguda, ésta fué reaguda, porque en el arte de amores excedió a todas las mugeres de su oficio, en saber amar y en saberse de los amores aprovechar. Como un mancebo corintho preguntase a Layda qué haría y qué diría a una muger, por la cual él andaba muy penado, y aun cuasi desesperado, respondióle ella: «Dile a esa muger que amas, que pues no te quiere remediar, que te dé licencia para por ella penar, y si diere la tal licencia, ten esperanza que alcanzarás su persona, porque somos de tal condición las mugeres, que cuando con el enamorado soltamos alguna palabra dulce, ya le hemos dado primero el corazón».

Como un día en su casa hablasen, y en su presencia alabasen a los philósophos de Athenas de muy sabios y muy honestos, dixo Layda: «Ni sé qué saben, ni sé qué entienden, ni sé qué aprenden, ni aun sé qué leen estos vuestro philósophos, pues yo, con ser mujer y sin haver estado en Athenas, los veo venir aquí, y de philósophos los torno mis enamorados, y ellos a ningunos de mis enamorados veo que tornan philósophos». Preguntó un caballero thebano a Layda que qué haría un hombre para alcanzar una muger que mucho quisiese, y bien le paresciese, al cual respondió ella: «El hombre que quiere alcanzar una muger, debe seguirla, servirla y sufrirla, y algún tiempo olvidarla» porque una muger de bien, después que le han levantado el corazón, más siente los descuidos que con ella usan que agradesce los servicios que le hacen». Preguntada por uno de Achaya que qué haría con una muger de la cual tenía sospecha, respondióle Layda: «Dale a entender que es buena y quítale las ocasiones con que puede ser mala, porque si sabe que lo sabes y disimulas, primero la verás muerta que no emendada». Otro mancebo de Palestina le preguntó otra vez que qué haría con una muger que servía, la cual ni le agradescía el amor que le tenía, ni le daba gracias por los servicios que le hacía. Responde Layda: «Si la dexases de servir, no sienta de ti que cesas de la amar, porque naturalmente las mugeres somos tiernas en el amar, muy duras en el aborrescer». Preguntada por otra vecina suya que qué enseñaría a una hija suya para que fuese buena, respondióle Layda: «El que quisiere que su hija sea buena, enséñela desde niña a que tenga temor de salir y vergüenza de hablar». Preguntada por una muger que también era su vecina y amiga que qué haría a una hija suya que tenía, la cual se le encomenzaba a levantar y a enamorar, respondióle Layda: «El remedio para la moza alterada y liviana es no la dexar estar ociosa ni le consentir que ande bien vestida».

Murió esta enamorada Layda en la ciudad de Corintho, en edad de sesenta y dos años, cuya muerte fué de muchas matronas deseada y de muchos enamorados llorada.

La tercera muger enamorada fué una que se llamó Flora, la cual no fué tan antigua como lo fueron Lamia y Layda, ni aun fueron de una nación y patria, porque ella fué de Italia, y las otras de Grecia; lo que Lamia y Layda excedieron a Flora en antigüedad, les excedió ella a ellas en sangre y generosidad, porque fué de sangre muy limpia, aunque no de vida muy casta. La naturaleza desta enamorada Flora fué de Nola, de Campania, y descendía de linaje de unos romanos llamados Fabios Metelos, que fueron de los primeros cónsules romanos, varones que fueron en el Imperio romano assaz esclarecidos en la guerra y muy señalados en la república. Cuando los padres de esta Flora murieron, quedó ella en edad de quince años, cargada de mucha riqueza y dotada de gran hermosura, y muy sola de parentela, porque ni le quedó hermano que la recogiese, ni aun tío que la riñese.

Fué, pues, el caso de la triste moza de Flora que, como la mocedad, libertad, riqueza y hermosura sean grandes alcahuetes para una muger se descuidar, y aun resbalar y caherse, fué a la guerra de África, a do puso en almoneda su persona. Floresció esta Flora en los tiempos del primero Bello Púnico, es a saber, cuando el cónsul Mamillo fué enviado contra Carthago, el cual gastó más dineros en los amores que tuvo con Flora, que no con los enemigos de África. Esta enamorada Flora tenía escripto en su puerta: «Rey, príncipe, dictador, cónsul, censor, pontífice y questor, pueden llamar y entrar. En el calendario de sus enamorados no puso Flora a emperadores, ni césares, porque estos dos tan ilustres nombres muchos tiempos después fueron por los romanos criados. Esta enamorada jamás consintió gozar, ni aun llegar a su persona, sino a hombre de sangre esclarecida, o que en dignidad fuese muy honrrado, o de riquezas muy dotado, porque, según decía ella, la muger hermosa en tanto será servida en cuanto se tuviere ella.

Layda y Flora fueron en las condiciones muy contrarias, porque Layda primero se hacía pagar que se dexase gozar, y la Flora, sin hacer mención de la paga, se dexaba tratar la persona, y como en este caso fuese preguntada, respondió: «Por eso me allego a varones ilustres, porque lo hagan ilustremente comigo, que por la diosa Venus vos juro que jamás hombre me dió tan poco que no me diese más de lo que yo pensaba, y aun el doble de lo que yo le pidiera». Dicen que decía esta enamorada Flora: «La muger que es cuerda y sagaz, no ha de pedir al que bien quiere precio por el placer que le hace, sino por el amor que le tiene, porque todas las cosas del mundo tienen precio, si no es el amor, el cual no se paga sino con otro amor».

Todos los embaxadores del mundo que venían a Italia, tanto llevaban que contar de la hermosura y generosidad de Flora como de toda la república romana; que en la verdad era cosa monstruosa ver la riqueza de su casa, el acompañamiento de su persona, la hermosura de su cara, los príncipes que la seguían y los dones que le daban. Esta enamorada Flora siempre tuvo respeto a la buena sangre que heredó, y a la nobleza en que se crió, porque, si vivía como enamorada, siempre se trataba como señora. El día que ella cabalgaba por Roma, dexaba qué decir un mes en toda ella; es a saber, contando unos a otros los señores que la seguían, los criados que la acompañaban, las damas que la miraban, los vestidos que traía, la hermosura que llevaba, los estrangeros que la seguían y los galanes que la hablaban.

Como esta Flora fuese ya vieja y se quisiese casar con ella un mancebo de Corintho, hermoso y generoso, díxo1e ella: «No quieres tú casar con sesenta años que ha Flora, sino con docientos mil sestercios que tiene ella en su casa. Huelga, pues, amigo, y ha placer, que a las de tal edad como la mía más las honrran por ser ricas que no por verlas casadas». Jamás hubo en el Imperio romano ninguna muger enamorada en quien concurriesen tantas gracias como concurrieron en Flora, porque fué generosa en sangre, hermosa en rostro, elegante en el cuerpo, discreta en lo que le cumplía y no pródiga en lo que tenía. Expendió esta Flora lo más de su mocedad en África, en Germania y en la Gallia trasalpina, y como no se dexaba servir sino de personas ricas, ni se dexaba tratar sino de personas generosas, dábase muy buena mafia en disfrutar a los que estaban en paz, y aun en pelar a los que andaban en guerra.

Murió esta enamorada Flora en edad de setenta y cinco años, y dexó por su único heredero de todas sus joyas y riquezas al pueblo romano, y fué tanto el dinero que hallaron y las joyas que vendieron, que abastaron para edificar los muros de Roma, y aun para desempeñar a la república. Por haber sido esta Flora romana, y por haber dexado sus riquezas a la república, hiciéronle en Roma los romanos un solemnísimo templo, al cual, en memoria de Flora, llamaron Floriano, en el cual cada año celebraban la fiesta de la enamorada Flora, el mismo día que había muerto ella.

Suetonio Tranquilo dice que la primera fiesta que celebró el emperador Galba en Roma fué la fiesta de la enamorada Flora, en la cual fiesta podían hacer todos los romanos y romanas tales y tan feas cosas, que tenían entonces por más sancta a la que aquel día era más deshonesta. Como aquel templo Floriano estaba dedicado a la enamorada o ramera que fué Flora, teníanse por dicho las damas romanas que todas las que iban allí aquel día en hábito de romeras, se habían de volver rameras.

Son autores de todo lo sobredicho Pissanio, el griego, y Mamilo, el latino, en los libros que escribieron de las ilustres mugeres y famosas enamoradas.

He aquí, pues, señor don Enrrique, declarada vuestra tabla y cumplido vuestro deseo; mas porque conozco vuestra condición, que es de mozo, y aun vuestra inclinación, que es de hombre travieso, osaré deciros y escrebiros que si fueran aquellas tres enamoradas en vuestro tiempo, o vos fuérades en el suyo, holgárades antes de verlas vivas, que no agora tenerlas pintadas. Días ha que yo sé en cómo soléis ir a jubileo de las christianas y aun tener novenas con las moriscas, porque desde muy niño os avezastes a beber de todas aguas, y aun otras veces a escoger como en peras. Yo confieso que fuera a mí más honesto, y aun más honrroso, escrebir las vidas de tres sanctas que no las historias de tres rameras; mas quiéroos, señor don Enrrique, tanto y déboos tanto, que, por condescender a vuestra condición, niego a mi profesión. Allá os torno a enviar las tablas de estas tres enamoradas, las cuales pienso que, si hasta aquí teníades en mucho, las tendréis de aquí adelante en mucho más, porque todos los que entraren en esta vuestra recámara tendrán que mirar en la pintura, y vos, señor, que les contar en la historia.

En merced de la señora doña Francisca me encomiendo, y a los señores, sus hijos y mis sobrinos, me manden recomendar, pues en sangre les soy deudo y en amor amigo.

No más, sino que Nuestro Señor sea en su guarda, y a mí dé gracia que le sirva.

De Granada, a XVI de mayo de MDXXII.




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Letra para don Fadrique de Portugal, Arzobispo de Zaragoza y viso rey de Cataluña, en la cual el autor le envía una carta de Marco Aurelio, no de las cartas de amores, las cuales muestra pena por haberlas traducido


Muy ilustre señor y cesáreo cónsul:

En el infelice año que el triste de Hieremías se quedó en Hierusalén lamentando la gran captividad de su pueblo llevado en Babilonia, estaba y reinaba el atheruense Dracón, en su reino de Bitinia. Fué este rey Dracón varón sabio en lo que hacía, cuerdo en lo que decía, y esforzado en lo que entendía; aunque, junto con esto, era, por otra parte, muy desabrido en la condición y muy riguroso en la gobernación. Las leyes que dió este rey Dracón a los athenienses y bitinios, dado caso que ellas eran en sí assaz buenas y provechosas, las penas que ponían en ellas eran atroces y inhumanas. Mandaba Dracón en sus leyes que todo hombre que no fuese niño, o viejo, o enfermo, que, si por caso le probasen que era ocioso y se andaba por el reino vagamundo, que al tal hombre públicamente le apedreasen, o otra cruda muerte le diesen. Mandaba también Dracón en sus leyes que, si por caso algún vecino rescibiese de otro vecino algún beneficio, que si después, andando el tiempo, le probase que del tal beneficio había sido a su bienhechor ingrato, que el tal muriese por ello. Como por el quebrantamiento de cualquiera ley no puso Dracón otra pena sino perder la vida, dixo Platón en los libros de su República que las leyes de Dracón no fuesen escriptas como las otras, con tinta, sino con sangre humana.

Todo esto he dicho, reverendísimo señor, para que, consideradas las mercedes que yo he rescebido de vuestra señoría, yendo y viniendo con César a Italia, si por algún descuido yo fuese en todo ello ingrato y desconocido, juntamente merescía ser con la ley de Dracón muy bien castigado. Al hombre que es de suelo generoso y de rostro vergonzoso, no hay para él igual injuria en el mundo como llamarle mal criado y desconocido, porque son palabras muy inhonestas y vergonzosas de oír, y muy lastimosas para sentir. Podráme vuestra señoría argüir que sé poco, puedo poco, tengo poco, valgo poco; mas nunca quiera Dios que me acuse de ser ingrato, porque si las mercedes que he rescebido de mis señores y amigos no las puedo pagar, a lo menos no las dexo de conoscer y, cuando puedo, reconoscer. Fuera de llamarme mal christiano, de ninguna cosa tanto me injurio como es llamarme desagradecido; porque, hablando la verdad, con el hombre ingrato no puede nadie andar sino sospechoso. Dexado esto aparte, acuérdome, señor, que ahí en Barcelona, estando en la cámara de César, me tomó vuestra señoría mi mano con su propria mano, y allí me heciste jurar y prometer que no os negaría lo que pidiésedes ni me escusaría de lo que me rogásedes. Muchas veces después acá, yo mismo a mí mismo me corro y reprehendo de haber jurado sin saber lo que había de cumplir, y de haber prometido lo que no sabía que había de dar, por manera que aquel día estuvo vuestra señoría muy importuno, y yo muy grande necio. Lo que entonces me mandaste como a vuestro siervo y me pedistes como a vuestro amigo fué que si me había quedado alguna carta del buen Marco Aurelio, fuera de las que puse en su libro, tuviese por bien de quererla traducir y con ella os servir. Esto fué lo que entonces me pedistes, en la cámara; que lo demás que, callando, me pedistes a la oreja, no es menester repetirlo en esta carta, pues yo lo tomé todo de burla, y pienso que no me lo dixistes, señor, de veras.

Para deciros, señor, verdad, a mí me quedaron pocas cartas de Marco Aurelio, digo de las que son morales y de buenas doctrinas; que de las otras que escribió, siendo mozo, a sus enamoradas, aún tengo razonable cantidad dellas, las cuales son más sabrosas para leer que no provechosas para imitar. Muchas veces he sido importunado, rogado, persuadido y aun sobornado, para que publicase estas cartas, y a ley de bueno le juro que no ha faltado caballero que me daba una muy generosa mula porque le diese una carta de alguna enamorada, diciéndome que se la había pedido una dama y le iba la vida en complacerla. Mil veces me he arrepentido de haber romanzado aquellas cartas de amores, sino que el conde Nassao y el príncipe de Orange, y don Pedro de Guevara, mi primo, me sacaron de seso, y me hicieron hacer lo que yo no quería ni debía. Siendo, como yo era, en sangre limpio; en profesión, theólogo, en hábito, religioso, y en condición, cortesano, bien escusado fuera a mí oficio de enamorado; es a saber, en pararme a escrebir aquellas vanidades, o aquellas liviandades; por lo cual, yo, pecador, digo mi culpa, mi gravísima culpa, pues ofendí a mi gravedad y aun a mi honestidad. Muchos señores, y aun señoras, se paran a lisongearme y alabarme del alto estilo en que traduxe aquellas cartas y de las razones tan delicadas y enamoradas que puse en ellas, y mejor salud les dé Dios que yo tomé dello gloria, ni aun vanagloria, porque así me afrento cuando me hablan en aquella materia, como si me echasen una pulla. Si por traducir yo aquellas cartas amatorias, y haber puesto en ellas razones tan vivas y requebradas, algún enamorado, o alguna enamorada, han pecado, «cogitatione, delectatione, consensu, visu, verbo et opere»; otras y otras mil veces pido a Dios perdón de lo en que le ofendí, y del exemplo que de mí di. Sin menos vergüenza y con mejor conciencia pudiera yo traducir los libros de consideración de Sant Bernardo, y las medicaciones de Sant Agustín, y los colloquios de Sant Anselmo, que no las epístolas de amores de Marco Aurelio, la obra de las cuales plega al Rey del cielo que abaste haber sido para mi confusión, sin que sea para mi dannación.

Dexado esto a parte, yo, señor, he mirado y remirado mis libros viejos y mis memoriales antiguos, en los que topé con esa carta del buen Marco Aurelio, la cual luego traduxe de mi propia mano, y esto lo menos mal que pude y lo mejor que yo supe. Pues vuestra señoría me mandó traducirle esta carta, no emperece de verla y leerla, y aun notarla, y verá en ella que para ser gentil, y no christiano, el buen Marco Aurelio qué fidelidad debía tener a sus amigos, cuando de tanta caridad usaba con sus enemigos. A ley de christiano le prometo, y a fe de caballero le juro, que la carta va al pie de la letra traducida, y muy fielmente sacada. Y si digo esto, señor, es porque no es justo pierda su buen crédito el buen Marco Aurelio, si no me agradare mi bajo estilo. Ésta es la carta:

Letra del emperador Marco Aurelio para Popilión, capitán de los parthos.

Marco Aurelio, único emperador romano, a ti, Popilión, capitán de los parthos, salud y consolación en los dioses consoladores. No puedo negar la gloria de la gloria que alcancé en esta batalla, ni puedo absconder la pena de la pena que tengo de tu desdicha, porque los corazones humanos tanta compasión han de mostrar a los vencidos como placer con los vencedores. Tú eras caudillo de los parthos, y yo lo era de los romanos; en ti había buen ánimo para resistir, y en mi faltaba esfuerzo para pelear; y, al fin, tú perdiste la batalla, y yo llevé la victoria, y eso no pienses que fué porque en ti faltó ánimo y en mí sobró el esfuerzo, sino porque las victorias y los triumphos danse las más veces no a los hombres que mejor pelean, sino a do los dioses más se inclinan. Acordarte debrías que Darío contra Alexandro, Pompeyo contra César, Hanníbal contra Scipión, Marco Antonio contra Augusto, y Mitrídates contra Silla, sin comparación tenían mayores exércitos que no los tenían sus enemigos; de lo cual se puede colegir que contra la ira de los dioses soberanos poco aprovechan los grandes exércitos.

Dime, Popilión: hombre tan generoso en sangre y valeroso en persona, rico en hacienda y alto en estado como tú eres, ¿por qué has sentido tanto el perder esta batalla, pues sabes que en ninguna cosa es más incierta la fortuna que en las cosas de la guerra? Dícenme que andas por los montes, huyes de los hombres, te quexas de los dioses, te apartas de los amigos y te quexas de tus tristes hados. Tal extremidad y esquividad como ésta, no sólo en ti no había de caber, mas ni aun en otros la consentir, porque al hombre generoso y valeroso nunca le hace menos de lo que es el faltarle la fortuna, sino el faltarle cordura, juntar grandes exércitos, oficio es de príncipes; gastar bien los tesoros pertenece a magnánimos; herir en los enemigos es de capitanes esforzados; mas sufrir los infortunios pertenesce a hombres heroicos; porque el mayor bien de los hombres es que ni en la prosperidad se ensoberbezcan, ni en la adversidad desesperen. Los que muestran gran sentimiento de verse abatidos, señal es que tenían certenidad de estar siempre prósperos, lo cual es vanidad pensarlo, cuando más esperarlo, porque las honrras y bienes de fortuna no tienen cosa más cierta que ser inciertas. El día que te dimos y nos diste la batalla, tú ordenaste el campo como capitán cuerdo, elegiste el sitio como hombre sabio, y nos tomaste el sol gomo varón experto; y pues esto es así, quéxate de la fortuna, pues no te acudió, y no de la cordura, pues no te faltó.

Cata, Popilión, que de hombres prudentes y cuerdos es que, si no pueden lo que quieren, quieran lo que pueden. El buen varón no ha de tomar tristeza porque no alcanzó lo que quería, sino porque quería lo que no debía. Mira bien por ti, Popilión, y la fama que ganaste en aventurar muchas veces tu persona, no la pierdas agora, por no querer hacer rostro a la fortuna; porque son tan delicadas las cosas de la fama, que no abasta a un bueno que haga lo que puede, sino que ha de hacer también lo que debe. Acá he sabido que andas amontado, con temor que, si fueses de los míos preso, serías de mí mal tratado; y si esto es ansí, yo me maravillo de te lo hacer nadie creer, y mucho más de tú lo pensar; porque los príncipes romanos, con los que se nos rinden mostrarnos nuestra largueza, y con los prisioneros, nuestra clemencia. Contra los príncipes superbos, y exércitos aparejados, y hombres armados, y ciudades cercadas, tomamos armas los romanos, y no contra los caudillos vencidos y fugitivos como tú, porque el generoso capitán ha de pelear contra el que le resiste y disimular con el que le huye. El hombre cuerdo no debe querer más de su enemigo, sino conoscer del que le ha miedo; que, habiéndole miedo cosa es cierta que estará dél seguro, porque los corazones flacos y temidos, ni osan esperar, ni menos acometer. Mayor venganza toma el hombre de su enemigo en hacerle que huya, que no en quitarle la vida, porque el cuchillo acaba a uno en un día, mas el temor atormenta el corazón cada hora. Grave cosa es morir a hierro; mas muy grave cosa es tener el corazón lastimado; porque el hierro no hiere sino las carnes; mas los enojos rasgan las entrañas. Si tú, Popilión, huyes de mi presencia, por pensar que no hay en mí piedad ninguna, esto, ni de mis palabras lo has colligido, ni en mis obras lo has visto, porque jamás negué clemencia a quien me la pidiese, ni afronté a quien de mis manos se fiase. El temor que agora tienes, antes le hablas de tener, no de mi persona, sino de lo que suele hacer fortuna, la cual nunca emplea sus crueles flechas sino en las personas que están de sí más seguras. La condición de la fortuna es descuidarse con los que están sobre aviso, por los asegurar, y andarse tras los descuidados, por los engañar; de manera que es tan esenta la fortuna, que, no dando ella a nadie cuenta, tiene con todos cuenta. Digo de verdad, amigo mío Popilión, que temo agora más a la fortuna, que la temía antes de la batalla, porque la fortuna no se prescia de tomarse con los vencidos, sino de vencer a los vencedores.

Dexado, pues, aparte lo que toca a mí, y hablando en lo que toca a ti, dígote de verdad que seguramente puedes venir a mi presencia sin tener sospecha que peligrará tu persona; porque, hablando la verdad, ninguna otra se puede llamar verdadera victoria si no es aquella que trae consigo alguna clemencia. Hombre sanguinolento y riguroso no se puede, con verdad, llamar victorioso, porque Alexandro, y Julio, y Augusto, y Thito, y mi señor Trajano, más fama alcanzaron por las clemencias de que usaron con sus enemigos, que no por las victorias que alcanzaron en reinos estraños. Séte decir que el vencer es cosa humana, mas el perdonar es cosa divina, y de ahí viene que a los dioses inmortales no los engrandescemos por lo que suelen castigar, sino por lo que quieren perdonar. No niego que los príncipes romanos no tenemos por gran victoria el vencer una batalla; mas junto con esto, te hago saber que más nos presciamnos de perdonar a los que nos ofenden, que no de castigar a los que nos resisten. Si huyes de mi presencia por temor de los daños y muertes que hice en los romanos, eso que te hace desconfiar te había de poner mayor confianza para luego te a mí venir porque tanto es mayor la clemencia cuanto en el culpado fué mayor la culpa. Aquello sólo se puede llamar perdón famoso, al cual precedió injuria atroz y famosa, porque las injurias que son comunes y ligeras, con más razón podemos decir que las disimulamos, que no que las perdonamos.

Lo que me convida a querer tu amistad es que en las treguas guardabas lo capitulado, y en los recuentros peleabas como capitán bellicoso; de lo cual tengo colligido y creído que, pues me fuiste cruel enemigo en la guerra, me serías también buen amigo en la paz. De perdonar Alexandro a Diomedes el tirano, y Marco Antonio al orador Tulio, y el buen Augusto a Herodes, yo sé que nunca se arrepintieron, ni de perdonar yo a ti, fui cierto que nunca me arrepentiré, porque el hombre virtuoso y generoso, aunque tenga ocasión de quexarse de la ingratitud del amigo, no tiene licencia de arrepentirse de la buena obra que le haya hecho. La largueza en el dar, la clemencia en el perdonar, cuanto es más indigno aquel con quien se usa, tanto es más de loar el que la hace. Só1o aquello se puede decir con verdad ser dado, que el que lo da, lo da sin ningún respeto; porque el hombre que lo da con pensamiento que también a él le darán, no le llamaremos benéfico, sino hombre que da a logro.

Tú sabes muy bien que, en el tiempo que anduvo más encendida la guerra, nunca hecimos cosa que a civilidad nos fuese notada, y pues esto es así, no deves creer que, si fuimos piadosos cuando te guerreamos la tierra, que seremos rigurosos teniéndote en nuestra casa. Si conosciste en nosotros clemencia, cuando derramabas nuestra sangre, ¿piensas que te faltará cuando comieres nuestro pan? Los prisioneros de tu exército, ellos te dirán si fueron bien tratados, los heridos bien curados y los muertos sepultados; si esto hacíamos con los que nos querían matar, ¿qué piensas que haremos con los que nos vienen a servir? No te digo más, Popilión, sino que si vinieres, serás bien recebido, y si me sirvieres, serás bien galardonado. Los dioses sean en su guarda y nos aparten de la siniestra fortuna.




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Letra para el almirante don Fadrique, en la cual el auctor toca la manera que tenían los antiguos en las sepulturas, y de los epitaphios que ponían en ellas. Es letra notable y graciosa


Muy ilustre almirante y curioso señor:

Con vuestra señoría, ni me aprovecha enojar, ni callar, ni blasonar, ni quexar, ni aun dexarle de responder, sino que todavía me ha de combatir con sus cartas y enviarme a que le absuelva sus dubdas. Pues no ha quince días que os respondí a una carta, y no ha un mes que os envié absuelta una dubda, estoy en mí determinado de no responderos a otra carta, ni declararos ninguna dubda, hasta que los del Consejo de Zaratán lo vean, y los de Villarrubia lo determinen. Para cumplir con lo que me pedís, y para hacer lo que me mandáis, no puedo negaros, señor, que no he visto mucho, oído mucho, pasado mucho y aun leído mucho; mas, junto con esto, debéis, señor, de pensar que soy ya viejo, estoy cansado, ando muy ocupado y que mis ocupaciones son de necesidad, y vuestras dubdas de voluntad. Ya yo, señor, os he dicho y escripto muchas veces que, como sois pequeño de cuerpo y tenéis ese ánimo tan generoso, os sería mucho descanso trocásedes vos y Alonso Espinel, es a saber, que él os prestase un poco de más cuerpo, para a do os cupiese ese corazón, y vos le prestásedes un poco de corazón para aquel tan grandazo cuerpo. Considerada la floxedad de Alonso de Espinel, y la sobrada viveza vuestra, no pienso que me engaño en llamar a vuestra señoría alma sin cuerpo, y llamar a él cuerpo sin alma. Una cosa me consuela, y es que, según vuestra señoría es ya viejo y yo también soy viejo y enfermo, serán pocas las veces que nos escrebiremos, y menos las que nos veremos; porque, según decía el divino Platón, los mozos a las veces se mueren presto, mas los viejos no pueden vivir mucho. Poco o mucho, mucho o poco, plega al rey del cielo que lo que viviéremos, lo vivamos a su servicio, porque no hemos de hacer cuenta de lo que vivimos, sino de como lo vivimos. Dexadas aparte sus burlas y mis quexas, yo, señor, estoy determinado de aquí adelante de responder con toda brevedad a sus cartas, y declararle todas sus dubdas, que, como dice Horacio, el poeta, de hombres sabios es mostrar buena voluntad en lo que se ha de hacer de necesidad.

Viniendo, pues, al caso, mandáisme, señor, que os escriba la manera que tenían los antiguos en hacer sus sepulturas y sepulchros, y la orden que tomaban en poner sus epitaphios y letreros, porque, según paresce, queréis entender en vuestra sepultura y ordenar el letrero que habéis de poner en ella. Desde agora digo y adevino que todos los que vieren la respuesta que diré a vuestra demanda, se han de maravillar, y aun por ventura se reír, porque me ha de ser forzoso relatar aquí historias muy peregrinas y costumbres nunca oídas.

Plinio, en el principio de su séptimo libro, contando las grandes miserias con que el hombre nasce, y los inmensos trabajos con que vive, dice ansí: «Entre todos los animales que Natura crió, sólo el hombre llora, sólo es él ambicioso, sólo él es soberbio, sólo él es avaro, sólo él es supersticioso, y sólo él desea mucho vivir, y hace sepultura a do se enterrar». En verdad que Plinio dice la verdad; porque todos los otros animales, ni les ensalza la riqueza, ni les entristece pobreza, ni curan de ganar, ni trabajan por allegar, ni lloran cuando nascen, ni se entristecen cuando mueren, sino que solamente trabajan por vivir, sin tener cuidado de adonde se han de sepultar. Sólo el loco del hombre es el que trae mármol de Génova, y alabastro de Venecia, pórfido de Candia, hueso de Gelofe y marfil de Guinea, no para más de para hacer una superba capilla y una rica sepultura, a do se sepulten sus huesos, y royan sus entrañas los gusanos. No desfeo yo ni reprehendo, sino que antes lo admiro y alabo, edificar buenas iglesias, levantar grandes capillas, dotar buenas memorias, pintar hermosos retablos y hacer ricos ornamentos; mas junto con esto digo que tengo por más seguro trabajar el hombre de hacer buena vida, que no rica sepultura. ¡Oh, cuantos pobres están enterrados en los cimenterios, cuyas almas están descansando en los cielos!, y ¡oh, cuántos están enterrados en los ricos sepulchros, cuyas ánimas están penando en los infiernos!

La noche que ardía Troya, como Eneas rogase a su padre, Anchises, que se saliese fuera, siquiera por que no caresciese de sepultura, respondió el viejo: «Facilis iactura sepulchri». Como si dixera: «No hay para el hombre menor pena que carescer de sepultura». Bien dixo el rey Anchises en lo que dixo, pues vemos a un hombre vivo quexarse de una mosca que le muerde, y de una pulga que le pica; mas a un hombre que sea muerto, jamás le vimos quexarse de no haber por él mucho tañido, o de no haberle puesto en sepulchro honrrado. Si Homero y Pisistrato no nos engañan, los scithas fueron los que más pomposamente enterraban a los muertos, y los que en más reverencia tenían sus sepulchros. Xenophón el Thebano dice que, yendo los scithas huyendo del rey Darío, como Darío les enviase a decir que hasta adónde habían de huir, respondieron ellos: «No se nos da cosa a los scithas de perder las casas, ni los campos, ni los hijos, ni aun a nosotros mismos, a respeto de tocar en los sepulchros de nuestros pasados, a los cuales, cuando llegares tú, ¡oh rey Darío!, allí verás y conoscerás en cuánto más tenemos a los huesos de los muertos que no a las vidas de los vivos». Los salaminos enterraban a sus muertos bueltas las espaldas contra los agarenos, que eran sus mortales enemigos; de manera, que la enemistad que se tenían, no sólo duraba en la vida, mas aun mostraban en la sepultura. Los masagetas, en muriendo el hombre o la muger, les sacaban toda la sangre de las venas, y, juntos aquel día todos sus parientes, bebían la sangre y después enterraban el cuerpo. Los hircanos lavaban los cuerpos de los muertos con vino, y untábanlos con aceite precioso, y después que los parientes habían llorado y enterrado los cuerpos de los muertos, guardaban aquel aceite para comer y aquella agua para beber. Los caspios, en acabando de espirar el defunto, le echaban en el fuego, y cogidas las cenizas de los huesos en un vaso, las bebían después poco a poco en el vino, de manera que las entrañas de los vivos eran los sepulchros de los muertos. Los scithas tenían en costumbre de no enterrar a ningún hombre muerto sin enterrar con él otro hombre vivo, y si por caso no había quien de su voluntad se quisiese con el muerto enterrar, compraban por dinero un esclavo y enterrábanle por fuerza con el muerto. Los batros, que era una gente muy bárbara, curaban al humo todos los cuerpos, como se curan agora las cecinas, y después entre año, en lugar de cecina, echaban un pedazo del cuerpo muerto en la olla. Los thiberinos curaban de industria unos perros muy ferocíssimos, los cuales, en acabando el muerto de espirar, llegaban los perros a le comer y despedazar; de manera que las entrañas de los perros eran a do los thiberinos enterraban a sus difuntos. Y porque no parezca que hablamos de gracia, leed, señor, a Sant Hierónimo contra Joviniano, y a la Polintea, en el título de sepultura, a donde hallaréis todo lo que hemos dicho, y aun muchas más cosas que dexamos aquí de decir.

De la sepultura de Bello, y de la de Nino, y de la de Semíramis, y de la de Promotheo, y de la de Ogiges, y de las de otros reyes de Egipto, cuenta tantas y tan fabulosas cosas Diodoro Sículo, que será muy más sano consejo callarlas que escrebirlas, por a él no deshonrrar y a mí no cansar. Los scithas, a sus muertos, enterraban en el campo en uno ataúdes de palo de citha, que es madera incorruptible. Los hebreos enterraban a sus muertos en sus heredades o viñas, y encima dellos echaban una grande losa muy labrada, y de piedra muy escogida. Comúnmente se enterraron los antiguos dentro de sus casas, o en medio de sus posesiones, y así parece agora en Italia, que a doquiera que hay algún muy alto túmulo de tierra y piedra, es señal que allí había una honrrada sepultura. Cuatro sepulturas había en Roma riquísimas y superbísimas; es a saber, la del grande Augusto, que es agora la Aguja; la de Adriano, que es agora el castillo, de Santángelo; la del muy buen Marco Aurelio, que estaba en el Campo Marcio, y la del valeroso Severo, que estaba en el Vaticano. Muchos príncipes griegos, latinos, romanos, persas, medos, argivos, hebreos y germanos hicieron y edificaron muchos y muy superbísimos templos; mas de ninguno leemos que jamás se mandase sepultar en ellos, sino que ellos se enterraban en los campos, y sus templos dedicaban a los dioses. Más de trecientos años había que estaba fundada la fe christiana, y nunca se había enterrado ninguno dentro de alguna iglesia, y de aquí es que en ningunas leyendas de los antiguos mártires se dice, sino que le enterraren al tal mártir en el cimenterio de Pretexato, o de Calisto, o en la casa o heredad de algún fiel christiano. Mucho tiempo después del gran Constantino, se introduxo esta costumbre en la Iglesia Católica de ganar sepulturas dentro della, y es de creer que más fué por la devoción de los fieles que no por algún interese de los eclesiásticos.

Decís también, señor, en vuestra carta, que me tenéis por hombre cuidadoso y curioso, por cuya causa tenéis en pensamiento que de las veces que con César he pasado en Italia, y de lo mucho que he andado por España, terné algunos epitaphios de sepulturas colligidos, dignos de ver y notables para sacar. No puedo negar que, a manera de borracho que huele a do hay buena taberna, así a mí se me van los ojos a do hay una sepultura antigua, para ver si hallare allí alguna letra que leer, y algún letrero que sacar. Como he andado muchas y diversas tierras y provincias, he visto muchas y muy antiguas sepulturas, en las cuales he hallado algunos letreros grandes y graves, otros agudos, otros devotos, otros maliciosos, otros graciosos y aun otros necios, por manera que algunos dellos son para notar, otros para mofar y otros para reír. Si yo pensara que había de ser alguno tan curioso en pedírmelos como yo había sido cuidadoso en buscarlos, hubiéralos tenido en más estima, y aun puesto en ellos mejor guarda, porque dellos he prestado, dellos he dado, dellos he perdido, dellos me han hurtado y dellos he hallado. Será, pues, el caso que yo enviaré a vuestra señoría de todas las maneras de epitaphios; es a saber, de los que son graves, de los que son maliciosos, de los que son necios y de los que son graciosos, porque en los buenos tengáis, señor, que notar, y con los otros tengáis que reír.

A un hospital de los incurables que está en Nápoles fuí con César una fiesta allí a misa, y vi en la capilla mayor una sepultura de un caballero mancebo, en la cual su madre vieja le había puesto este muy lastimoso epitaphio:


Que mihi debebas supreme munera vite:
infelix solvo nunc tibi nate prior.
Fortuna inconstans lex et variabilis eui
debueras cineri iam superesse meo.

En el mesmo reino y en la mesma ciudad de Nápoles fué César otra fiesta a missa a un monesterio muy superbo, que hay allí de monjas de Sancta Clara, en el cual vi una sepultura de una dama desposada, la cual vino a morir la semana que se había de casar, y los padres pusiéronle este muy lastimoso letrero:


Nate, heu miserum misero mihi nata parenti
unicus ut fieres, unica nata dolor.
Nam tibi dum virum tedas talamumque parabam
funera et inferias anxius ecce paro.

En la ciudad de Capua, queriendo yo decir misa en una iglesia, vi una sepultura vieja y muy vieja, y aun casi deshecha, en la cual estaban estas letras esculpidas; las cuales, aunque son breves, son muy compendiosas:


Fui non sum,
estis non eritis.

En la ciudad de Gayeta, que es una de las más fuertes marítimas que hay en Italia, estando allí con César, topé una sepultura, no muy vieja, en la cual estaban estas palabras escritas:


Silvius paladius
ut moriens viveret:
vixit ut moriturus.

Yendo a ganar las estaciones en Sant Pablo, de Roma, andando mirando muy por menudo toda la iglesia, topé con una sepultura en el suelo, muy vieja, en la piedra de la cual estaban estas palabras esculpidas:


Hospes, qui sim vides;
quid fuerim nosti;
futurus ipse quid sis, cogita.

En el monesterio de la Minerva, que es de la Orden de los Predicadores, oyendo allí llos oficios divinos la semana santa, vi en una sepultura escritas estas palabras:


O mors, o mors, o mors.
Erunnarum portus
et meta salutis.

Estando César en la guerra de África, murió el visorey de Cicilia, que se llamaba el conde de Mandilón, señor que era de Calabres, y como degolló por justicia al conde Caramátor y a otros muchos con él, queríanle muy mal los cecilianos por ello. Fué, pues, el caso que como se depositase en Sant Francisco de Mecina, pusieron de noche este rétulo en su sepultura, según me dixo allí el guardián de la casa:


Qui propter nos homines
Et propter nostram salutem
descendit ad inferos.

En el año de mil y quinientos y veinte y tres, viniendo de Francia por Navarra, fuíme a oír misa una mañana a una iglesia pequeña que estaba en un lugar que se llama Viana, no lejos de Logroño, y vi un epitaphio sobre la sepultura del duque Valentín, el cual no escrebí, sino que le medio tomé en la cabeza, y pienso que decía así:


Aquí yace en poca tierra
el que toda le temía,
el que la paz y la guerra
por todo el mundo hacía.
O tú, que vas a buscar
dignas cosas de loar;
si tú loas lo más digno,
no cures de más buscar.

En la guerra de Lombardía murió un antiguo soldado, el cual era bien esforzado, y medianamente rico, y enterráronle sus amigos en un lugar pequeño, que está entre Placencia y Voguera; en la sepultura del cual vi escriptas estas palabras:


Aquí yace Campuzano,
cuya ánima llevó el demonio
y la ropa el señor Antonio.

En Alexandro de la Palla hallé otro soldado enterrado en una iglesia que está en la fortaleza, en cuya sepultura, es a saber, en la pared della, vi escriptas de carbón estas palabras:


Aquí yace Horozco el Sargento,
el cual vivió jugando
y murió bebiendo.

En la ciudad de Aste, cuando César iba a la guerra de Francia, estuvimos algunos días, y como enterrasen a un soldado en el monesterio de Sant Francisco, y según paresció después, siendo él muy pobre, hizo testamento como rico, vi un letrero que le puso en él otro soldado, que decía así:


Aquí yace Billandrando,
el qual jugó lo que tenía
y mandó lo que no tenía.

En la ciudad de Niza enterramos a un soldado honrrado, que había sido capitán, y esto fué a la mañana; y cuando a la tarde volvimos a hacerle decir las vigilias, vi de carbón, escriptas en su sepultura, estas palabras:


Aquí yace el soldado Billoria,
el cual mandó el cuerpo a la Iglesia
y el corazón a la amiga.

Sea a do fuere, que en un lugar de España topé con una sepultura de una señora, la cual, por ventura, era parienta mía, en la cual estaban estas palabras escriptas:


Aquí yace la señora doña Marina,
que murió treinta días antes que fuese condesa.

En el año de diez y ocho, siendo yo guardián de la ciudad de Soria, yendo yo a predicar al campo de Gómara, hallé en una aldea pequeña una sepultura muy vieja, en la piedra de la cual estaban estas palabras escriptas:


«Aquí yace Juan Husillo Calbo,
el cual enseñaba a nadar a los mozos
y a bailar a las mozas».

En tierra de Campos, en un valle que se llama Añoza, me hallé ha muchos años pidiendo limosna como pobre fraile, porque a la sazón moraba con unos religiosos del monesterio de la Misericordia de Paredes, y allí, en una iglesia pequeña, hallé estas palabras en una sepultura:


«Aquí yace Pedro Calbo, zapatero,
maestro de obra prima
y gran pescador de vara».

Este año pasado, andando yo a visitar mi obispado de Mondoñedo, hallé en el arcedianazgo de Trasancones, en una iglesia pequeña de una aldea cabe la mar, una sepultura muy antigua, que decía ser de un hidalgo natural de allí, en la cual estaban escriptas estas palabras:


«Aquí yace Vasco Bello,
home boo y fidalgo,
que, trazendo espada,
a ningem mató co ela».

Yendo por custodio de mi provincia de la Concepción a un capítulo generalísimo, juntamente con unos religiosos portugueses de mi Orden, que ivan también allá, entre los cuales iba un guardián de Sanctarem, hombre cuerdo y varón docto, y como él sintió de mí que era amigo de cosas antiguas, díxome que en su monesterio de Sanctarem estaban escriptas estas palabras, en una sepultura de un portugués muyto fidalgo, que decían así:


«Aquí yaze Basco Figueyra
muyto contra su voluntade».

Tan alta sentencia, tan delicadas palabras y tan cierta verdad como ésta, así Dios a mí me salve, señor Almirante, que no podía proceder, ni se había de inventar, sino por hombre alto de juicio y de muy delicado ingenio. Ellas se dixeron en Portugal y en monesterio de Portugal, y para hombre portugués, y las dixo portugués; de lo cual para mí tengo colligido que los nobles de Portugal es gente cuerda en lo que hacen y agudos en lo que dicen. A mi juicio, a mi apetito y a mi gusto, hasta hoy tengo por oír, y aun por leer, cosa tan graciosa como es la letra de aquella sepultura; porque no se puede decir otra mayor verdad que es decir que Basco Figueira, y otra cualquiera persona, están contra su voluntad en la sepultura. ¿Qué sepultura hay en el mundo tan rica en la cual esté alguno de buena gana? ¿Cuál hombre es tan insensato que no quiera más vivir en una estrecha choza que no en una sepultura ancha? No sólo Basco Figueira yace en la sepultura contra su voluntad, mas aun los Macabeos en sus pirámides, Semíramis en su polimita, el gran Ciro en su obelisco, el buen Augusto en su columna, el nombrado Adriano en su Mole Magna, y el superbo Alarico en su Rubico, a los cuales, si pudiésemos hablar, y ellos nos responder, jurarían y afirmarían que sin ellos lo querer fueron muertos, y contra su voluntad están enterrados. Desde agora os adevino, señor Almirante, que si Basco Figueira yaze contra su voluntad morto en la sepultura, que de mala gana os dexaréis vos enterrar en la vuestra, aunque a la verdad la capilla es rica y la sepultura superba.

He querido, señor, alargarme tanto en esta carta para que tengáis de qué os maravillar, y aun con qué os reír, con protestación que hago que si de aquí a medio año me tornáis a escrebir, no os tengo de rescribir, porque tengo entre manos ciertas obras mías para luego las imprimir, y después las publicar.

No más, sino que Nuestro Señor sea en su guarda.

De Valladolid, a XXX de marzo de MDXXXIIII.




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Letra para el regidor Tamayo, en la cual se toca que el hombre honrrado no deve tener su casa infamada


Descuidado señor y señor regidor:

Cuando Roma estaba en su gran prosperidad, ningún romano podía entrar ni sacrificar en el templo de la diosa Minerva, sino solas las matronas de Roma, y estaba tan guardado y tan honesto, que las imágines de los hombres cubrían cuando las mugeres allí sacrificaban. Fué pues, el triste caso que el malvado de Clodio corrompió allí a la matrona Obelina estando a solas orando, y como fuese acusado de este gran sacrilegio y incesto, dióse tan buena maña en el negocio, que corrompió a los jueces con dineros, y así fué suelto del adulterio. No contento Clodio con dar a los jueces dineros, prometióles de les hacer haber las más hermosas mugeres de Roma para sus deleites, y así como lo prometió, así lo cumplió; de manera que el traidor de Clodio, no sólo pecó, mas aun fué alcahuete para que otros pecasen. Más pena le dieron y más los romanos se escandalizaron del infame Clodio, por hacer a otros pecar que no por ser él pecador, porque lo uno es humanidad y lo otro maldad.

El fin porque os escribo, señor, esto, es para avisaros y amonestaros, y aun reprehenderos de que en esa vuestra casa no sólo vuestros hijos son inhonestos, mas aun son encubridores de otros viciosos como ellos, lo cual es para ellos gran culpa y para vos grande infamia. Si lo sabéis y disimuláis, es gran yerro, y si, por caso, no lo sabéis, es muy gran descuido, porque el hombre que presume de ser hombre como vos más cuenta ha de tener con la honrra de su casa que con el dinero de la bolsa. El gran sacerdote Heli no fué castigado por los pecados que él cometió, sino por los que a sus hijos disimuló; y a la verdad, ello fué justamente hecho, porque el padre que quiere que sea bueno su hijo, hale de criar bien siendo niño, y castigar mucho cuando mozo. Ya que sean vuestros hijos disolutos y inverecundos, abasta que lo sean para sí mismos, y entre sí mismos, sin que procuren mugeres para otros; porque de otra manera, si fuesen discípulos de Clodio en la culpa, habían de ser sus compañeros en la pena. Mirad, señor, por vuestra honrra; velad sobre vuestra grey, corregid vuestra familia y desinfamad a vuestra casa, porque así Dios a mí me salve que me han dicho y certificado que no es el hospital de Burgos tan frecuentado de romeros como lo es vuestra casa de rameros. Por mi amor, no pase la cosa más adelante, ni se dé más que decir a los extraños, ni qué murmurar a los vecinos, porque dende ahora os aviso que os tengo de ver emendado si me habéis de tener por amigo.

Dexado esto aparte, escrebísme que estáis ya viejo, y andáis muy cansado, porque os paresce que ha mil años que habéis nascido, según lo que habéis visto y oído. Si vos me queréis a mí creer, no habéis de contar la vida por los años que habéis vivido, sino por los trabajos que habéis pasado, porque a la sensualidad paréscele poco vivir cient años, y al triste corazón paréscele mucho vivir cient momentos. A lo que decís que estáis muy viejo, a esto vos respondo que no abasta que lo parezcáis, sino que lo seáis, porque sólo aquél se puede llamar viejo que pone fin a los males vicios. Poco aprovecha tener la cabeza llena de canas, y la cara llena de arrugas, si por otra parte es el tal en los vicios mozo, y en el seso mochacho; y de aquí viene que a los viejos viciosos y disolutos la vida los cansa y la muerte los espanta. Los viejos malos y de mal vivir no andan tristes y desconsolados por otra coia, sino porque veen que para gozar de sus vicios les quedan ya pocos años; porque si siempre y para siempre los dexase Dios vivir, nunca por nunca cesarían ellos de pecar.

Escrebísme también, señor, que tenéis el estómago tan flaco que no podéis comer bocado, ni tomáis sabor en ello. A esto vos respondo yo que plega a Dios de dar a vos salud y a mí librar de enfermedad, aunque para deciros verdad, tengo conmigo alguna sospecha que vuestra hambre es más de tener que no de comer. Habrá un año que me dixistes en Medina del Campo que teníades mil hanegas de trigo para si no llovía el mayo, y las queríades llegar a dos mil, si llovía por aquel tiempo; de lo cual tengo colligido para mí que es muy mayor el apetito de vuestro filo, que no es el hastío de vuestro estómago.

Yo, señor, os pido perdón si os he enojado con esto que os he escripto; que, como sois amigo mío y os quiero mucho, he tenido intento de avisaros, y no de lisonjearos.

No más, sino que en merced de la señora su muger y hijas me encomiendo.

De Arévalo, a XI de noviembre de MDXXII.




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Letra para el alcayde Hinestrosa Sarmiento, en la cual se toca que de no castigar los padres a sus hijos salen después traviesos.


Pariente señor y alcayde animoso:

Para mí, bien tengo creído, que no me engaña mi memoria, de que habrá más de los veinte y cinco años que, pasando unos libros antiguos, vi, leí y noté en las leyes de Solón Solonino estas notables palabras: «Ploratus et lamentaciones in alieno funere Solon legislator prohibuit. Nec subsidia nec alimenta filius patri deberet, a quo non arte esset aliqua ad usum vite institutus». Como si, más claro, dixera el philósopho Solón: «Mando por especial decreto que ningún hombre ni muger llore enterramiento ageno, sino que en tal caso y mortuorio llore cada uno su daño proprio, sin que le ayude a llorar su vecino o amigo. Ítem quiero y mando que si algún padre no oviere enseñado a su hijo algún oficio mechánico, en que gane de comer siendo mozo, que en tal caso no sea obligado el hijo a substentar a su padre cuando fuere viejo». En el tiempo que Tarquino el superbo imperaba en Roma reinaba también en Egipto el rey Amasio, el cual mandó por edicto público que ninguno en todo su imperio se anduviese ocioso, ni osase de vivir de sudor ageno, so pena que al hombre que no quisiese trabajar, ni oficio aprender, le azotasen públicamente en la plaza, y le desterrasen después de su república. Para saber este buen rey Amasio quiénes eran los que trabajaban y quiénes los que holgaban, mandó en todo su reino que todos los días primeros del año viniesen sus vasallos delante sus justicias ordinarias y allí diese cada uno cuenta a do vivía y de qué vivía, so pena que el que no mostrase después la cédula de haberse aquel año registrado, perdiese la vida o dexase la tierra.

Viniendo, pues, al propósito, he querido contaros, señor, todos estos exemplos para que sepáis allá de cómo sabemos acá la perdición de vuestro hijo, y el desatino que agora ha hecho, de lo cual a mí me ha pesado mucho, así por vuestro enojo como por vuestro daño. Para deciros, señor, la verdad, a todos los que he oído hablar en esta cosa os echan a vos la culpa, no porque no os pesa de ser él travieso, sino porque otras travesuras le habéis disimulado, de las cuales si él fuera corregido, por ventura no hiciera este escándalo. No queriendo vos, señor, enviar a vuestro hijo a Palacio, ni ponerle al estudio, ni enseñarle algún oficio, sino dexarle andar paseándose por las plazas, vanqueteando por las huertas, jugando por las casas y requebrándose con las mozas, de tales romerías, o ramerías, ¿qué podía sacar sino semejantes veneras? En este infame caso tanto me pesa de la circunstancia como de la culpa, es a saber, de la ofensa de Dios, del escándalo del pueblo, de la perdición de la moza, del peligro del mozo, del enojo vuestro y, sobre todo, en acertar a sacar a la hija de Juan Carrillo, vecino que era vuestro y grande amigo mío. Irse una moza de quince años con un mochacho de diez y ocho, ¿a do pensáis que pueden ir: a tener novenas, o a ganar las estaciones, si no es a la feria de Medina o al Azoguejo de Segovia?

Muchos días ha que vino a mi noticia ser ese vuestro hijo atrevido, y desvergonzado, y mal criado, de lo cual antes os podemos nosotros acusar, que no vos escusar, porque ningún hombre se puede con verdad llamar cuerdo a la hora que consiente a su hijo que sea vicioso. No podemos negar que no dañen mucho a los mozos las inclinaciones malas; mas para mí por muy peor tengo no se allegar a compañías buenas, porque al fin, al fin, la mala inclinación puédese resistir, mas la mala costumbre tarde o nunca se puede dejar. El padre que quiere criar bien a su hijo débele ir cada hora a la mano, y no lo dexar salir con su apetito o siniestro, porque la juventud de los mozos es muy tierna para resistir los vicios, y muy incapaz para recebir consejos. En muchas cosas son de peor condición los hombres racionales que no los brutos animales, es a saber, en que un animal, por do una vez tropezó o se entrampó, rehúsa de más por allí pasar, y el insensato del hombre, no una, sino muchas y muchas veces, torna en una mesma cosa a caher. Muchas cosas feas hacen los hombres en esta presente vida, el castigo de las cuales guarda Dios para la otra, excepto la culpa de criar mal un padre a su hijo, de lo cual el proprio hijo es de su padre verdugo, porque cuantos vicios le disimuló en la mocedad, tantos enojos le da después en la vejez.

Osaría yo afirmar, y aun jurar, que ningún hombre de bien tiene tan crueles enemigos como el triste padre que soporta en su casa hijos viciosos, porque los daños de los enemigos son en la hacienda, mas las travesuras de los hijos tocan en la honrra. No inconsideradamente dixe, y torno a decir, que es muy peor el mal hijo que no el cruel enemigo, porque muchas veces acontesce que a un hombre de bien no le puede en diez años matar su enemigo, y después le mata su propio hijo con algún enojo. Los enojos que pasa el hombre con los estraños tómalos como estraños, y los que pasa fuera, caen de fuera; mas los que pasa en su casa, y de dentro de sus puertas, éstos son los que le allegan a las entrañas. El padre que usa con el hijo vicioso de piedad, consigo mismo usa de crueldad, porque el día que quita a su hijo la disciplina, aquel día hace justicia de su persona, y pone en la horca su fama. Había entre los romanos una ley que se llamaba Falcídica, la cual disponía y mandaba que por el primero delicto cometido fuese el hijo avisado; por el segundo, fuese castigado, y por el tercero, que fuese el hijo ahorcado, y el padre, desterrado. Si la ley Falcídica hasta agora durara, y en estos tiempos se guardara, yo vos juro y prometo que no cometiesen los mozos tantos vicios, ni hobiese en sus padres tantos descuidos; mas como los padres no los castigan, y las madres los encubren, vienen después a cometer tan atroces delitos que se pueden llorar, mas no remediar.

No más, sino que Nuestro Señor sea en vuestra guarda, y a mí dé gracia que le sirva.

De Burgos, año de MDXXXIIII.




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Letra para el canónigo Íñigo Osorio, en la cual se toca cuán poco es lo que sabemos de lo que nos está bien ni mal en esta vida


Reverendo canónigo y cuartanario señor:

Cornelio Rufo, que fué en los tiempos de Quinto Cincinato, habiéndose una noche acostado sano y bueno, soñó que perdía la vista de los ojos y que le adestraban como a ciego, y así le sucedió como lo soñó, porque otro día amanesció sin ninguna vista, sin que jamás viese cielo ni tierra. Phaleto el Thebano, como estuviese enfermo de una grave enfermedad de pulmón, acordó de entrar en una batalla, en la cual, como le diesen una muy feroz lanzada, quiso su buena dicha y fortuna que escapó de la herida y sanó de la enfermedad. Mamillo Búbulo, rey que fué de los etruscos, como le diesen en una batalla con una saeta por la garganta y se le quedase dentro de la garganta el cazquillo de la saeta, fué tan bien fortunado y tan dichoso, que, como un día andando a caza, diese del caballo una tan grandísima caída, echó por la boca el cazquillo de la saeta y quedó muy sano para toda su vida. Puédese de lo sobredicho colligir cuán poco saben todos los mortales qué es lo que han de elegir ni qué es lo que han de desechar; pues vemos que Cornelio Ruffo, estándose dormiendo en su cama, perdió la vista, y Phalero el Thebano, con una lanzada sanó del mal que tenía, y el rey Mamillo, por ocasión de una caída, echó por la boca una saeta. Todas las cosas de esta vida no tienen en sí más mal, ni más bien, de como suceden: es a saber, que si tienen prósperas salidas, las tenemos por buenas, y si hay en ellas algunas desgracias, las tenemos por malas; de manera que ninguna cosa hemos de esperar, y por ninguna desesperar, hasta ver qué es nuestra ventura, y qué es lo que hace fortuna.

He traído todo este rodeo para daros el parabién de vuestra, salud, y del buen suceso en ese vuestro mal es a saber, que habiendo estado tres continuos años cuartanario, os sucedió un tan grande enojo y tristeza, que fué bastante de echar de vuestra casa la cuartana. Por ocasión de, vuestro exemplo, torno otra vez, y otra vez, a decir y me afirmar en que no sabemos lo que pedimos, ni atinamos a lo que nos está bien ni mal, porque muchas veces buscamos aquello de que habíamos de huir, y huimos de aquello que habíamos de buscar. Entre los altos, documentos del divino Platón, uno de ellos fué que con los dioses no nos pusiésemos a decir «dadnos esto», o «dadnos estotro», sino que les rogásemos y importunásemos que nos diesen aquello con que ellos fuesen más contentos y nosotros quedásemos mejor librados. Habiéndose los hebreos gobernado por jueces muchos tiempos, pidieron a Dios que les diese rey que los mandase y gobernase; lo cual, como Dios hiciese más por importunidad que no por su voluntad, dióles un rey tan astroso, que más valiera nunca le haber pedido.

Sea, señor, lo que fuere, o suceda lo que sucediere, que yo os torno a dar el parabién de la cuartana que se despidió, y del enojo que la alanzó, aunque es verdad que jamás lo oí a persona, ni lo leí en escriptura que su merced de la señora tristeza haya sido causa de alguna buena obra. Pues yo os doy mi fe, señor canónigo, que si todos los enfermos sanasen como vos sanastes, es a saber, con tristeza y enojos, que valiese más barata la tristeza que no vale la caña fístola. Si por gemidos, lágrimas, sospiros y sollozos diesen en las ferias dineros, muchos hombres y mugeres habría ricos y bien aventurados; porque es a todos tan común la pena y tristeza, que no hay rincón, ni aun cantón, a do no se halle. De mí os sé decir, señor, que si los sospiros que he dado y las desgracias que me han acontescido valiesen a otros por medicina o para quitar la cuartana, yo me obligaría de poner una tan gran botica que bastase para toda España y aun Francia. A muchos he visto en este mundo faltar a unos los ojos, a otros los pies, a otros las orejas, a otros las manos, a otros las casas, a otros la hacienda y aun a otros la capa; mas a ninguno vi con tanta pobreza que le faltase pena y tristeza, porque no hay casa en el mundo tan rica do no falten los dineros y sobren los enojos. El espíritu triste seca y deseca los huesos, dice Salomón; lo cual no fué así en vos, pues la pena y tristeza, no sólo os desecaron los huesos, mas aun os sacaron del cuerpo los humores malos. Si de aquí adelante os fuéremos a visitar por enfermo, no os podremos hacer mayor servicio que daros muy grande enojo. Yo, señor, Canónigo, maldigo a vuestra complisión y aun reniego de vuestra condición, pues para haberos de sanar os hubieron de enojar, porque los hombres que presumen de racionales, y que no son bestiales, suelen redemir los enojos a dineros, y comprar los placeres y descansos. Si me queréis creer, y a mi consejo allegar, alegraos de haberse os quitado la cuartana, y no digáis que se os quitó con un enojo o tristeza, porque a ley de amigo vos juro os infamen luego todos de que sois colérico, adusto o mal acondicionado. «De hoc: hactenus sufficit».

De esta Corte hay mucho que escrebir, y poco que decir, porque el murmurar hácese a solas, mas las cartas pasan por muchas manos, y como, no las saben entender, ósalas cada uno glosar.

No más, sino que Nuestro Señor sea en su guarda, y a mí dé gracia que le sirva.




ArribaAbajo- 69 -

Letra para el capitán Cerezeda, en la cual se ponen las señales del hombre que se quiere morir


Noble capitán y lastimado señor:

No sé si estos vuestros criados han sido correos, o vienen de vos amenazados, o quedan allá enamorados, porque vienen cada vez tan apriesa, y danme tanta importunidad por la respuesta, que no me dan lugar a buscar lo que pedís, ni aun responder a lo que me escrebís. Es el donaire que para darles luego la respuesta me dan vuestra carta mojada, rota y borrada, de manera que para haberla de entender la hube primero de construir. Y pues vuestra carta viene tan maltratada, y yo lo estoy peor de la cuartana, pidos, señor, de especial gracia, me tengáis en servicio, no lo que os respondiere, sino que os respondo. Ha diez meses que estoy cuartanario, y ando con ella tan desabrido y desganado, que ni estoy para matar moro, ni que moro mate a mí, porque, hablando la verdad, bien le llama ella cuartana, pues a todos los que con ella mora y trata, cuartea. Aunque quiera, no puedo responder a vuestra carta, sino muy breve y aun brevísimo, así por no responder de mi mano, como por no escrebir sobre pensado, lo cual yo no suelo hacer ni aun a mis amigos aconsejar, porque jamás escrebí carta de importancia de que no hiciese primero la minuta.

Escrevísme, señor, que os escriba si he oído, o leído en algún libro de philosophía, o en el arte de medicina, qué sean las señales más evidentes para atinar en un enfermo peligroso si ha de vivir, o si ha de morir, porque tenéis una hija muy mala, y querríades saber qué será en esta enfermedad della. Para deciros, señor, la verdad, esta cuestión y demanda más era para el doctor de la Reina y para el doctor Cartagena, que no para don Antonio de Guevara, porque yo oí Theología, y no Medicina, y aprendí a predicar y no a medicinar. Lo que en este caso osaré deciros, como christiano, y juraros como caballero, es que, si Dios Nuestro Señor quisiere, vuestra hija vivirá, y si no es su voluntad que viva, ella morirá, porque no sólo es Él el que nos da la vida, mas aun es nuestra vida.

Conforme a mi Theología, mas que no Avicena, debríades, señor, hacerla confesar, comulgar y con el olio sancto ungir, y aun algunas oraciones devotas por ella rezar; lo cual hecho y cumplido, decidle a Dios que de ella y de vos haga lo que fuere más servido, que con aquello seréis vos más contento. Pues sois christiano, creed a mí que soy pecador, y no dudéis y es que sólo Nuestro Señor, y no otro alguno, puede darnos la muerte y quitarnos la vida, porque todos los otros hombres desta vida puédennos curar, mas no sanar, y puedénnos amenazar, mas no matar. A muchos he visto en esta vida después de oleados vivir, y a otros muchos después de convalescidos morir, lo cual no depende de errar o acertar el médico, sino de tenerlo la Providencia divina así ordenado. Desahuciado estaba de los médicos el rey Ezechías, y muerto estaba el hijo de la mesonera de Samaria, y por quererlo Dios mandar, el mochacho resuscitó, y Ezechías sané.

Dexado esto aparte, que es hablar como christiano, y respondiendo a vuestra demanda como philósopho, digo, señor, que algunos escriptores antiguos, así médicos como philósophos, pusieron en sus escriptos y por ellos algunas notables señales en el enfermo, mediante las cuales se puede congeturar más que no conoscer, si puede el tal escapar, o si ha de morir. Estas señales que aquí agora yo porné, teneos, señor, por dicho que no pecaréis mucho, aunque las creáis, ni será caso de inquisición, aunque las dexéis de creer, porque vemos en muchos que muchas veces aciertan y también en otros que algunas veces faltan. Plinio, libro séptimo, capítulo cincuenta y uno, dice que cuando algún hombre está muy malo de algún mal que sea furioso y frenético, si por caso vieren al tal enfermo alegrarse algo y dar grandes risadas de súbito, es gran señal que morirá presto. También se escribe del hombre que está malo de algún humor melancónico, es a saber, que huelga estar a solas en lo obscuro, triste y callando, que si el tal enfermo se pone a mirar a otro de hito en hito, es muy evidente señal que morirá presto. También se escribe del hombre que está malo de tener asma en el pecho, y le sobrevienen hipos en el estómago, y se echa boca abaxo, es gran señal que el tal no vivirá mucho. También se escribe del hombre que está malo de fiebres agudas y coléricas que si al tal le vieren andar el pulso agudo y interpolado, es a saber, que anda un poco y se para otro poco, es señal que morirá presto. También se escribe del hombre que está malo de alguna profunda modorra que si al tal mísero enfermo vieren cuando está en la cama asir de la sábana, doblar la ropa, arañar la colcha, es indubitable señal que se le va acabando la vida. También se escribe que si algún hombre vieren haber estado mucho tiempo malo, y que se va ya a entrar en la tercera especie de hético, que si al tal vieren cerrar y abrir a menudo los ojos, y apretar recio los dientes y la boca, que al tal se le acaba también la vida. También se escribe del hombre que está herido, Dios nos guarde de pestilencia inguinaria, es a saber, de nascidas en las tripas o en las ingles, que si al tal enfermo vieren que estando medio despierto y amodorrado habla y departe consigo mismo, es señal que no vivirá mucho. También se escribe del hombre o muger que pasando de los ochenta años, que si por acaso les sobrebiene de súbito alguna hambre canina, que a cada hora quieren comer y beber, es gran señal que se quieren morir. También se escribe que si algún mochacho o niño es muy parlero, sesudo, de manera que en su respuesta parezca más viejo que niño, es muy evidente señal que no vivirá mucho.

He aquí, pues, las señales más evidentes que en caso de morir o vivir escriben los naturales, acerca de las cuales torno a decir y me afirmar que morirá el enfermo cuando Dios quisiere, y vivirá cuanto a Él le pluguiere.

No más, sino que Nuestro Señor sea en vuestra guarda, y a mí dé gracia para que le sirva.

De Valladolid, a VI de mayo de MDXXII.