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Razonamiento hecho en Villa Bráxima a los caballeros de la Junta, en el cual el auctor les requiere con la paz en nombre del Rey y les dice muchas y muy notables cosas.


Magníficos y estremados señores:

A Dios que me crió invoco y por este templo sancto juro que en todo lo que aquí entiendo de decir no es mi intención de a nadie lastimar, y menos engañar, porque el hábito religioso de que estoy vestido, y la sangre delicada de que yo me prescio me dan lugar que sea malicioso en las entrañas y doblado en las palabras. Algunos de los que aquí estáis ya conoscéis mi condición, y aún mi conversación, y también sabéis la libertad que suelo tener en el hablar, y la osadía en el predicar, y cómo en el lisongear suelo ser frío, y en el reprehender absoluto. Ayer, que fué día de todos sanctos, prediqué a los gobernadores, y a todos los grandes del reino que estavan allí con ellos, y como les dixe tan ásperamente lo que habían de hacer, y en el reino de emendar, mandáronme hoy venir acá, con esta carta de creencia, para que os diga en qué erráis, como a ellos dixe en lo que no acertaban. También, señores, traigo una larga instrucción firmada del Cardenal, y del Almirante, y del Condestable, en la qual se contiene lo que el Rey os envía decir, y ellos de su parte a ofrescer, porque, vista su escritura y oída mi plática, desde agora quede del todo rota la guerra o asentada paz. En diez y seis días he venido aquí a hablaros siete veces, y porque los gobernadores no me han de mandar acá más venir, ni en estos negocios más platicar, es necesario que hoy en este día nos resumamos, y por amigos o por enemigos nos declaremos, porque de otra manera, estando, como estáis, tan cerca, de necesidad os habéis de dar unos a otros la batalla. Yo, señores, diré lo que siento y diré lo que me es mandado, para que oído lo uno y visto lo otro, sepáis lo que me habéis de responder y os determinéis en lo que habéis de hacer.

Ante todas cosas, me quiero quexar de vuestro capitán Larez, el qual me prendió y maltrató, así en obras como en palabras, sabiendo él bien que el medianero que va de un exército a otro, por do quiera suele pasar seguro. No es justo que Larez me traiga a mí preso como a ladrón y empujando me como a traidor, pues yo vengo en nombre del Rey, y por mandado de sus gobernadores, a traer la paz y a estorbar la guerra, mayormente que si estuviera yo en el mundo, se tuviera él por dichoso de ser mi escudero.

Dexando esto a parte, yo, señor, quiero contaros lo que por mí ha pasado, y en los desastres que me he hallado, después que el Rey se absentó, y la comunidad se levantó, porque tengáis de mí creído que todo lo que os dixere aquí no lo he adevinado ni soñado, sino con mis propios ojos visto.

Ya sabéis que de vuestra comunidad el inventor fué Hernando de Ávalos, el capitán don Pedro Girón, el caudillo Juan de Padilla, el letrado el licenciado Bernardino, el acessor el doctor Zúñiga, el alférez Pedro de Mercado, el capellán el Abad de Compludo y el metropolitano el señor Obispo de Zamora. Yo me hallé en Segovia en el primero alboroto que hubo en el reino, cuando a veintitrés de mayo, miércoles después de Pascua, sacaron de la iglesia de Sant Miguel al regidor Tordesillas, y le llevaron a la horca, a do le ahorcaron entre dos porquerones, como a Jesuchristo entre dos ladrones. Yo me hallé también en Ávila cuando se juntaron allí todos los procuradores de la Junta, en el Cabildo de la Iglesia Mayor, y allí juraron todos de seguir y morir por el servicio de la comunidad, excepto Antonio Ponce y yo, que no quesimos jurar, por cuya causa a él mandaron derrocar la casa y a mí salir de Ávila. Yo me hallé en Medina del Campo, a veinte y dos del mes de agosto, un martes de mañana, cuando Antonio de Fonseca amaneció sobre ella con ochocientas lanzas, y no le queriendo dar el artillería del Rey, quemó la villa y monasterio de Sant Francisco, y no salvamos otra cosa sino fué el Santo Sacramento en el hueco de una olma que estaba cabe en la añoría. Y me hallé también allí cuando se levantó el tundidor Bobadilla, con otros como él, y echó por las ventanas abaxo del regimiento al regidor Nieto y mató a Téllez el librero, y luego tomó casa y puso porteros, y se dexaba llamar señoría, como si fuera ya señor de Medina o fuera muerto el rey de Castilla. Yo me hallé cuando Valladolid se levantó, en quemándose Medina, y puestos todos en armas, anduvieron toda la noche, a derrocar casas, trayendo por capitán a Vera el Frenero, y los frailes de Sant Francisco, con el Sacramento, para evitar el fuego. También me hallé en Valladolid cuando el Cardenal huyó por la puente, el presidente se metió en Sant Benito, el licenciado Vargas salió por un albañar y al licenciado Zapata sacamos en hábito de fraile hasta Cigales, y el doctor Guevara, mi hermano, fué, en nombre del Consejo, a Flandes. A todos los otros señores del Consejo Real no los vi prender, mas vilos después presos, y véolos agora huídos, que ni se osan juntar ni justicia hacer. Este otro día vi en Soria que ahorcaban a un procurador de la ciudad, pobre, enfermo, viejo, no porque había hecho algún mal, sino porque le querían algunos mal.

Decíros, señores, cómo echaron al Condestable de Burgos, al marqués de Denia de Tordesillas, al conde y a la condesa de Dueñas, a los caballeros de Salamanca; a don Diego de Mendoza, de Palencia, y cómo, en lugar de estos caballeros, han tomado por adalides y capitanes a freneros, a tundidores, a pelejeros y a cerrajeros, es grande afrenta contarlo y lástima oirlo. Los daños, las muertes, los robos y escándalos que en este reino agora se hacen diría yo que de esta tan gran culpa todos tenemos culpa, porque es Nuestro Señor tan recto juez, que no permitiría fuesen todos castigados si no fuesen todos culpados.

Han venido las cosas de este reino a tal estado, que no hay en todo él camino seguro, no hay templo previlegiado, no hay quien are los campos, no hay quien traiga bastimentos, no hay quien haga justicia y no hay quien esté seguro en su casa, porque todos confiesan rey y todos apellidan rey, y es el donaire que ninguno guarda la ley, y ninguno sigue al Rey. Creedme, señor, que si vuestra gente reconosciesen rey y tuviesen ley, ni robarían al reino, ni desobedescerían al rey, mas como no han miedo al cuchillo, ni temen a la horca, hacen lo que quieren, y no lo que deben. Yo no sé cómo decís que queréis reformar el reyno, pues no obedecéis al Rey, no admitís gobernadores, no consentís Consejo Real, no sufrís chancillerías, no tenéis corregidores, no hay alcalde de Hermandad, no sentencian pleitos, ni se castigan los malos, por manera que a vuestro parescer el no haber en el reino justicia es reformar la justicia.

No sé yo cómo queréis reformar el reino, pues con todo vuestro favor no hay súbdito que reconozca perlado, ni hay monja que guarde clausura, no hay fraile que esté en monesterio, no hay muger que sirva a su marido, ni hay vasallo que guarde lealtad, ni hay hombre que trate verdad; por manera que so color de libertad vive cada uno a su voluntad. No sé yo cómo reformáis vosotros la república, pues los de vuestro campo fuerzan las mugeres, sosacan las doncellas, queman los pueblos, saquean las casas, hurtan los ganados, talan los montes, roban las iglesias; por manera que si dexan de hacer algún mal, no es porque no osan, sino porque no pueden. No sé yo cómo queréis reformar la república, pues por vuestra ocasión se ha levantado Toledo, alterado Segovia, quemado Medina, cercado Alaejos, encastillado Burgos, amotinádose Valladolid, estragádose Salamanca, desobedecido Soria y aun apostatado Palencia. No sé yo cómo queréis reformar la república, pues Nájara se reveló al duque, Dueñas al conde, Tordesillas al marqués, Chinchón a su señor; pues, Ávila, León, Toro, Zamora y Salamanca no hacen más de lo que quiere la Junta. Tal sea mi vida como es, señor, vuestra demanda, es a saber, que no salga el Rey del reino, que mantenga a todos en justicia, que no lleve fuera del reino moneda, que se hagan las mercedes a naturales, que no se inventen tributos nuevos y, sobre todo, que no se vendan los oficios, sino que se den a los hombres más virtuosos.

Estas y otras semejantes cosas tenéis, señor, licencia de pedirlas, y sólo el Rey tiene autoridad de remediarlas; porque pedir a los príncipes con la lanza lo que ellos han de proveer por justicia, no es de buenos vasallos, sino de desleales servidores.

Bien sabemos que quedaron en estos reinos muchos pueblos quexosos de la nueva gobernación de los flamencos, y hablando la verdad, la culpa no estuvo en todos ellos, sino en la poca experiencia suya y en la mucha envidia nuestra. Hablando aquí la verdad, no tienen tanta culpa los estrangeros como la tienen los naturales, pues ellos no sabían las tenencias que habían de pedir, las encomiendas que habían de procurar, ni los oficios que habían de vender, sino que de los nuestros eran avisados, y aun en las astucias instructos; por manera que si en ellos abundó la cobdicia, en nosotros sobró la malicia. Ya que Musior de Xebes y los otros tuvieron alguna culpa, no sé yo qué culpa tiene nuestra España para que en ella y contra ella levantáis la guerra, porque la medicina que vosotros habéis inventado para el remedio de este mal, no es para purgar, sino para matar. Pues queréis, señor, hacer guerra, averigüemos aquí contra quién es esta guerra: no contra el Rey, pues su tierna edad le excusa; no contra el Consejo, que no paresce; no contra Xebes, que ya está en Flandes; no contra los gobernadores, que agora tomaron el oficio; no contra los caballeros, que no han hecho mal; no contra tiranos, que el reino estaba pacífico; es, pues, la guerra contra vuestra patria y contra la triste de vuestra república. No abastaba el descuido del Rey, ni la avaricia de Xebes, para que viésemos, como vemos, levantarse pueblo contra pueblo, padres contra hijos, tíos contra sobrinos, amigos contra amigos, vecinos contra vecinos y hermanos contra hermanos, sino que nuestros pecados merescieron que fuésemos así castigados y los vuestros merescieron que fuésedes nuestros verdugos.

Hablando más en particular, no os podéis escusar de culpa por inventar, como inventaste la Junta de Ávila, del Consejo de la qual ha emanado toda la guerra, y de verdad que luego allí lo adeviné, y aún prediqué; es a saber, que nunca hubo monipodio de reino del cual no naciese algún notable escándalo. El reino ya está alterado, el Rey es desacatado y el pueblo ya está levantado; el daño ya está comenzado el fuego ya está bien encendido y la república ya se va a lo hondo; mas, al fin, si vosotros queréis, puédese tomar algún medio de do salga todo el remedio, porque hemos de tener por fe que antes oirá Nuestro Señor a los corazones que le piden la paz, que no a los pífaros y atambores que pregonan la guerra. Si vosotros queréis olvidar algo de vuestro enojo, y los gobernadores quieren perder algo de su derecho, yo lo doy todo por acabado, que hablando aquí la verdad, en las guerras ceviles y populares, más pelean los hombres por la opinión que toman, que por la razón que tienen. Mi parecer sería, en este caso, que os juntásedes con los gobernadores a platicar en los agravios y a entender en los remedios dellos, porque de esta manera en vosotros habría más madureza para lo que hablades de pedir, y en el Rey nuestro señor habría más facilidad en lo que hubiese de conceder. Si quisiéredes, señores, dexar las armas y dar fe a mis palabras, en fe de christiano os juro, y por la creencia que traigo os prometo, que seréis del Rey perdonados y de sus gobernadores bien tratados, para que jamás seáis por lo hecho castigados, ni aun con palabras lastimados. Y porque no parezca que vuestro celo ha sido en vano, y que los gobernadores no desean el bien del reino, quiero os agora aquí mostrar lo que ellos por el reino quieren hacer, y por parte de Su Magestad merced os hacer, que son las cosas siguientes:

Lo primero que prometen es que ninguna vez que salga Su Magestad fuera del reino se pondrá gobernador en Castilla que no sea castellano, por razón que la autoridad y gravedad de España no se sufre gobernar por gente estrangera.

Item os prometen que todas las dignidades, tenencias, encomiendas y oficios del reino y corte se darán a naturales, y no a estrangeros, atento que hay muchas personas nobles que lo tengan bien merescido y en quien esté bien empleado.

Item os prometen que las rentas reales de los pueblos se encabezarán en un honesto y mediano arrendamiento de manera que las ciudades ganen bien y la corona real no pierda mucho.

Item os prometen que si en el Consejo real se hallare algún oidor o fiscal, o otro oficial, aunque sea el presidente, que no fuere cuerdo para gobernar, y docto para sentenciar, y honesto en vivir, que Su Magestad le absolverá del oficio, y le dará de comer en otro cabo, atento que son hombres como los otros, y se pueden afectionar a unos, y aun apasionarse con otros.

Item os prometen que de aquí adelante mandará Su Magestad a los sus alcaldes de corte y chancillerías que no sean en lo que mandan tan absolutos, ni en lo que castigan tan rigurosos, atento que algunas veces son en algunas cosas temerarios, porque sean más temidos, y aun tenidos.

Item os prometen que de aquí adelante mandará Su Magestad reformar su casa y cercenar los gastos demasiados de su despensa, atento que los desordenados gastos acarrean muchos tributos.

Item os prometen que por estrema necesidad que tenga el Rey nuestro señor, no sacará ni mandará sacar ningún dinero de estos reinos para llevar a Flandes ni a Alemania, ni a Italia, atento que luego paran los tractos en los reinos que no hay dineros.

Item os prometen que no permitirá el Rey nuestro señor en que de aquí adelante hierro de Vizcaya, alumbre de Murcia, vituallas de Andalucía, ni sacas de Burgos, se carguen en naos extrangeras, sino en naos de Vizcaya y de Galicia, atento que los extrangeros no puedan robar, y los naturales tengan en qué ganar de comer.

Item os prometen que no dará Su Magestad, de aquí adelante, fortaleza, castillo roquero, casa fuerte, puente, puerta, torre, sino fuere: a hijosdalgo, llanos y abonados, y no a caballeros poderosos, para que en tiempos revoltosos se puedan alzar con ellos, atento que en los tiempos antiguos ninguno podía tener artillería, ni casa, ni fortaleza, sino el Rey en Castilla.

Item os prometen que de aquí adelante Su Magestad no mandará dar cédulas de sacas, para sacar pan de campos para Portugal, ni de la Mancha para Valencia, atento que muchas veces el poderlo llevar allá lo hace encarescer acá.

Item que con toda brevedad mandará Su Magestad ver el pleito que trae Toledo con el conde Belalcázar, y el de Segovia con don Fernando Chacón, y el de Jaén con la villa de Martos, y el de Valladolid con Simancas, y el de doxi Pedro Girón con el duque de Medina, atento que los que poseen dilatan y los desposeídos se quexan.

Item os prometen que el Rey mandará refrenar los trajes, tasar los casamientos, dar ley a los convites, reformar a los monesterios, visitar las chancillerías, reparar las fortalezas y fortificar las fronteras todas, atento que en todas estas cosas hay necesidad de reformación, y aún de correction.

Si vosotros, señores, sois los que os pregonáis ser por toda Castilla, es a saber, que sois los redemptores de la república, y restauradores de la libertad de Castilla, he aquí os ofrescemos la redempción y aún la resurrección della, por tantas ni tan buenas cosas como son éstas, ni os acordárades de las pedir, ni aún las osáredes suplicar. Ya, señores, es llegada la hora en que se conosce si es uno lo que decís, y es otro lo que queréis; porque si queréis el bien general, ya se os da, y si pretendéis vuestro interese particular, no se os ha de consentir; que, hablando la verdad, no es justo, sino injusto, que con sudores de la pobre república quiera cada uno mejorar su casa. Sea, pues, la conclusión que pues estamos en esta iglesia de Villa Bráxima, yo, señores, os suplico por mi parte de rodillas, y os requiero de la parte de los gobernadores, y os lo mando de parte del Rey, dexéis las armas, desagáis el campo y desencastilléis a Tordesillas; donde no, dende agora rompo la guerra y justifico por los gobernadores su demanda, para que todos los daños y muertes que de aquí adelante se sucedieren en el reino sean sobre vuestras ánimas, Y no sobre sus consciencias.

Como yo me hinqué de rodillas al tiempo que dixe estas palabras postreras, llegóse luego a mí Alonso de Quintanilla y Sarabia, los cuales, quitadas las gorras, y con buena crianza, me ayudaron a levantar, y me forzaron asentar. Durante el tiempo que yo decía todo lo sobredicho, fué cosa de ver y digna de contemplar en cómo los unos dellos me miraban, otros pateaban, otros oxeaban, otros voceaban y aun otros me mofaban; mas yo ni por eso lo dexé de notar, ni paré de hablar.

Después que hube acabado mi razonamiento, ellos todos a una voz dixeron y rogaron al obispo de Zamora me dixese su parescer, y que después ellos verían todo lo que les convenía hacer.

Luego el obispo me tomó la mano, y en nombre de todos me dixo: «Padre Fray Antonio de Guevara: vos habéis hablado assaz largo, y aun para la auctoridad de vuestro hábito, como hombre atrevido, mas como sois mancebo, y poco experimentado, ni sentís lo que decís, ni sabéis lo que pedís. O vos os metistes frayle mochacho o vos estáis apasionado, o vos sabéis poco del mundo, o vos sois falto de juicio, pues tales cosas os dexáis decir, y nos queréis hacer creer. Como vos, padre, os estáis en vuestro monesterio, no sabéis las tiranías que en el reino se han hecho, y lo que los caballeros tienen del patrimonio real tiranizado, a cuya causa será rescebida vuestra intención, aunque no creydas vuestras palabras. Oído había yo decir que érades atrevido en el hablar, y áspero en el reprehender; mas junto con esto tenía creído que pues los gobernadores os traían consigo, que teníades buen celo y no falta de juicio; mas pues ellos sufren vuestras locuras, no es mucho que nosotros suframos vuestras palabras. Dios os ha hecho la costa en no se hallar aquí algún capitán de la guerra, que según los desatinos que habéis dicho, primero os quitaran la vida que acabárades la plática, y entonces fuera en nuestra mano pesarnos, mas no remediaros. Cuando otro día hablardes delante de tanta auctoridad y gravedad como son los que están aquí, habéis de ser en lo que dixerdes muy medido, y en la manera del decir más comedido, porque vuestra plática más ha sido para escandalizarnos que no para mitigarnos, pues habéis querido condenar a nosotros y salvar a los gobernadores. Y pues nosotros no somos más de capitanes para executar, y no jueces para determinar, conviene que nos déis por escrito, y de vuestra mano firmado todo lo que aquí habéis dicho, y de parte del rey prometido, para que lo enviemos a los señores de la sancta Junta, y allí verán ellos lo que a nosotros han de mandar, y a vuestra embaxada responder.

A la hora hicieron correo a Tordesillas, que estaba allí la Junta con la creencia que truxe, y con la plática que hice; los cuales dieron por respuesta que tan fría embaxada y tan descomedida plática no merescía otra respuesta sino ser bien reprehendido y aun agramente castigado. Luego, pues, a la hora me mandaron salir de Villabráxima, sin querer darme letra, ni decirme qué dixesse a los gobernadores ni sola una palabra, sino fué el obispo, que me dixo: «Padre Guevara, andad con Dios, y guardaos no volváis más acá, Por que si venís, no tornaréis más allá; y decid a vuestros gobernadores que si tienen facultad del Rey para prometer gobernadores que mucho, no tienen comisión para cumplir sino muy poco».

Esto hecho y dicho, yo me torné a Medina de Rioseco, maltratado y peor respondido, y como de lo que yo dixe, y el obispo me respondió, cuando ya del todo rota la guerra, nunca más se habló en la paz. Mucho les pesó a don Pedro Girón y a don Pedro Lasso de las palabras feas que se me dixeron, y de la mala respuesta que sus consortes me dieron, porque a la verdad ellos quisieran mucho reducirse al servicio del Rey, y que asentara la paz del reino. Don Pedro Girón salió a mí al camino, cuando me tornaba, y allí platicamos tales y tan delicadas cosas, que de nuestra plática resultó que él retirase el campo hacia Villapando, y que los gobernadores marchasen hacia Tordesillas, y así fué y así se hizo; que de aquella jornada fué la Reina nuestra señora libertada y los de la junta presos.




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Letra para el comendador Alonso Xuárez, corregidor de Murcia, en la cual el autor le responde al parabién que le enviaba del obispado. Y tócanse en la carta muy notables cosas.


Magnífico señor y censor cesáreo:

La carta que me escrebistes desde Murcia rescebí aquí, en Ocaña, la cual, sin venir firmada de vuestra mano, la conosciera yo luego en el estilo vuestro, porque sois breve en las palabras, y grave en las razones. Son me tan gratas vuestras letras, que las leo y releo, y torno otra vez a leer, porque traen consigo una urbana elocuencia y una cortesana crianza. En tres cosas se conosce el hombre loco, o el hombre cuerdo: es a saber, en refrenar la ira, en gobernar su casa y en escrebir una carta; porque estas tres cosas son tan difíciles de alcanzar, que ni se pueden con hacienda comprar, ni aún por amistad emprestar. Platón el griego, Phalaris el argentino, Cicerón, el romano, y Lucio Séneca, el hispano, fueron los que en esta arte de escrebir cartas más florecieron, y que más alto estilo alcanzaron. Aunque de muchas personas y de diversas partes me trahen letras, con ningunas me alegro como con las vuestras, porque, hablando os la verdad, traen consigo un no sé qué que me alegra, y aun un bien sé qué que me avisa. Una de las cosas que en un hombre es digna de loar, o de desloar, es saber bien una carta notar y al propósito escribir, porque allí es a do los hombres muestran su abilidad y aún su necesidad.

Dexado esto a parte, escrebísme, señor, que me enviáis una muy buena mula, y que así querríades enviarme toda vuestra hacienda; a lo cual yo os respondo que acepto el deseo que tenéis, y no la mula que me enviáis, porque a otros tengo yo para que suplan mis necesidades y a vos, señor, para que me déis buenos consejos. Teniendo, como yo tengo, salario de la Inquisición, salario de predicador, salario de chronista y agora que soy electo en obispo, si bien me queréis, ¿para qué más desto me deseáis? Pocas veces, y aún en pocas personas, falta esta regla, y es que en la casa a do sobran las riquezas, hay grande hambre de virtudes, porque entre los continuos regalos es a do se crían los hombres viciosos. El hombre conténtase con que no le falte; mas el vano y loco quiere que le sobre, y de aquí que muchas veces les acontesce a los tales que la sobrada abundancia les hace caer en infinita pobreza. Gran pena es al pobre procurar lo que le falta, y también es muy gran trabajo al rico guardar lo que le sobra, porque en allegar las riquezas es él sólo, y en hurtarselas hallan se muchos. Otro daño trae consigo la opulenta fortuna, y es que si cresce la autoridad a palmos, cresce la necesidad a codos; por manera que no está ya el trabajo en mantener la casa, sino en substentar la locura. Dado caso que cada uno es obligado a procurar lo necesario, débese también guardar de no se empachar en lo que es superfluo, porque muchos hombres hay a los cuales si no les sobrasen los dineros no serían ellos tan viciosos. No loo tampoco, ni apruebo, ose nadie descuidarse de procurar lo necesario para pasar esta mísera vida, y substentar cada uno su casa, porque el hombre necesitado jamás puede vivir contento. ¡Oh cuánta y cuánta merced hace Dios al que le da una honesta pasada y le libra de la vergonzosa pobreza, de manera que al tal no le falte para se substentar, ni le sobre para se perder!

También he sabido el placer que mostrastes, la alegría que tomastes y las albricias que distes por mi nueva promoción a ser obispo; y en esto también, como en lo otro, acepto vuestro deseo y no consiento en vuestro regocijo, porque si supiésedes, como yo sé, qué cosa es gobernar ánimas, antes me fuérades a la mano que no me diérades el para bien de ello. Creedme, señor, y no dudéis que es de tal calidad el oficio de regir repúblicas, cuanto más iglesias, que dado caso que le deseen muchos, aciertan en él muy pocos. Requiérese en el que gobierna que sea sabido, para saber lo que hace; que sea prudente, para atinar cómo lo hace; que sea cuerdo, para ver cuándo lo hace; que sea justo, para mirar lo que hace, y que sea paciente, para enmendar lo que errare; porque de otra manera porná en trabajo a su persona, y en peligro a la república. Todas estas condiciones puédense en un hombre desear, mas tarde o nunca se pueden hallar; porque, hablando la verdad, y aun hablando con libertad, por muy bueno y rebueno que sea uno, siempre hay en él faltas que emendar y aun flaquezas que remendar.

Llamar con verdad y no con lisonja a un hombre virtuoso, es darle el mayor ditado de todo el mundo, y por eso decimos y afirmamos que este título de virtuoso es de muchos deseado y de muy poquitos merescido. Mucho me caen a mí en gracia las quexas que dan muchos hombres vanos y mundanos, los cuales catan homecillo a los que les escriben cartas si no les ponen en los sobre escriptos dellas «a los muy ilustres, o muy poderosos, o muy altos, o muy magníficos, o muy nobles, o reverendísimos señores», tomando por grande afrenta si los llaman «muy virtuosos», diciendo que aquel título no es de caballeros, sino de pobres escuderos. Para escrebir a uno «muy alto señor» requiérese que sea rey; para llamarle «muy poderoso», que sea visorrey; para llamarle «muy ilustre», que descienda de sangre real; para llamarle «muy magnífico», que tenga grande estado; para llamarle «muy noble», que sea notable caballero; para llamarle «reverendísimo», que sea grande perlado; mas para llamarle «muy virtuoso», ha de ser hombre muy bueno. En mucho más ha de estimar un señor que te llamen virtuoso, que no ilustre, ni reverendísimo, porque lo uno le llaman por la dignidad que tiene, y lo otro por la virtud que usa. Esto digo, señor, por lo que arriba dije y torno otra vez aquí a decir: y es que este título de llamarse uno virtuoso es de muchos deseado y de pocos alcanzado.

Tornando, pues, al propósito, creedme, señor, y no dubdéis que estoy tan harto y aún ahito de entender en gobierno, y de ser obispo, que si como lo tengo acabado con la razón, lo tuviese con la opinión, de tan buena gana lo renunciaría yo como lo aceptarían otros, porque mi natural inclinación más es de philosophar que no de gobernar. Esto que aquí digo, yo mismo contra mí mismo lo escribo, pues ya yo y los otros vanos y mundanos semejantes a mí no emplean su saber y poder en buscar solamente lo que han menester, sino en satisfacer a lo que de ellos pueden decir, de manera que se andan, no tras la razón, sino tras la opinión. Muchas personas hay en este mundo, los cuales si no hubiesen de contentar más de a sí mismos, aun de lo poco que tienen les sobraría algo, mas como todo su fin es de satisfacer a lo que sus vecinos pueden decir, y no a lo que ellos son obligados a hacer, ni les abasta lo que heredaron de sus pasados, ni aún los empréstidos de sus amigos.

Enojoso, peligroso y costoso es el estado de los príncipes y grandes señores, pues las riquezas han de ganar ellos solos, y el repartirlas ha de ser a voluntad de muchos. No estoy en un dedo de llamarlos tributarios, y aún no sé si diría pecheros, pues de todo lo que ganan ellos son los que menos dello gozan, porque, dado caso que tengan grande estado y posean mucho oro, no pueden al fin comer más de por uno. El buen Marco Aurelio, escribiendo a su amigo Pulión, dice estas palabras: «Hágote saber, amigo mío Pulión, que algunas veces le está bien al hombre hacer lo que él no querría hacer, mas nunca le está bien hacer lo que no debría hacer, porque hacer guerra a los hombres, a las veces es gloria; mas hacerla a la razón, siempre se atribuye a locura. También quiero que sepas, Pulión, que hay muchos géneros de hombres locos, y el mayor loco de todos es el que teniendo en su casa reposo, busca enojos y ruidos, de manera que no saca otro fruto de los oficios sino pasar a cada paso mil trabajos. ¿Quién no dirá que ser uno emperador de Roma es la mayor bienaventuranza que puede tener en esta vida? Mira, pues, Pulión, lo que pasa, y verás cuán contrario es de lo que allá piensas, que pues eres tanto mi amigo, quiero te hablar en todo, y por todo, muy claro, no tanto porque tú lo deseas saber, cuanto porque yo descanso en te escrebir.

»Es, pues, el caso que el emperador Antonino Pío puso los ojos en mí, para que yo fuese su yerno, y él fuese mi suegro, y dióme por muger a su hija y en dote a su imperio, y se te decir, amigo mío Pulión, que son estas dos cosas para mí muy honerosas y aun no poco escandalosas, porque el estado del imperio es muy penoso de gobernar y Faustina, mi muger, es muy mala de guardar. No te maravilles de esto que te escribo, sino de cómo ha tanto tiempo que lo sufro, porque los trabajos del imperio me consumen la vida, y la soltura de Faustina me asuela la honrra. Faustina, mi muger, como es hija de emperador, y muger de emperador, y junto con esto se vee rica, se vee hermosa, se vee poderosa y aun generosa, usa del previlegio de la libertad, no como debe, sino como quiere, y lo que es peor de todo, no lleva emienda este yerro, sin muy gran perjuicio mío. Con tal vida como ésta, y con tal muger como Faustina, más sano consejo me fuera a mí tornarme labrador que no ser emperador, porque al fin no hay tierra tan brava que resista al arado, y no hay hombre tan manso que quiera ser mandado. Nunca fuí tan bien servido como cuando no tenía más de un siervo, y fuí lo mucho mejor cuando no tenía ninguno; y agora que soy emperador, llámanse todos mis siervos, siendo yo el que sirvo a todos, de manera que si ellos me han de obedescer, Yo los tengo a ellos de regalar.

»Has de saber, Pulión, que la diferencia que va del que soy al que solía ser es que siendo philósopho andaba muy contento y agora que soy emperador ando muy hinchado, por manera que olvidé la sciencia que sabía, y aun la virtud de que me presciaba. Antes que tornase el imperio todos ponían en mí los ojos, y agora que soy príncipe, todos emplean en mí sus lenguas, por manera que de los altos príncipes nunca falta qué decir, ni tan poco falta en los súbditos qué castigar. Todo esto escribo, Pulión, para que tengas envidia a lo que fui, y mancilla de quien agora soy, pues ya no tengo tiempo de comunicar los amigos con quien me crié, ni de gozar la sciencia que aprendí».

He aquí, pues, señor, en cómo al para bien que me distes del obispado os respondió el buen Marco Aurelio, de cuyas palabras se puede collegir quánto más seguro camino es a los hombres religiosos y letrados cómo procurarse en estudiar que no darse a gobernar. De mí le hago saber que de cuando en cuando me toca al arma la gota, y Dios sabe que yo no querría militar debajo de su bandera, ni aun tener que medicarme con el doctor Mexía, porque cuanto más yo me estoy quexando, tanto más él se está riendo.

Ahí está mi tío, el señor don Carlos de Guevara; pido os señor, por merced, hayáis por encomendadas allá sus cosas, como yo terné acá las vuestras, porque es caballero en quien concurren auctoridad, gravedad y verdad.

No más, sino que en merced de la señora doña Inés me encomiendo y en la de todos sus hijos me recomendo.

De Granada, a IV de deziembre. Año de MDXXXI.




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Letra para el doctor Melgar, médico, en la cual se toca por muy alto estilo el daño y el provecho que hacen los médicos.


Muy reverendo doctor y cesáreo médico.

Rescebí una carta vuestra y la recepta que dentro de ella venía, y si hablé o no hablé al presidente en vuestro caso, veréislo por el despacho, y por lo que os dirá vuestro mozo, de manera que vos lo habéis hecho conmigo como médico, y yo con vos como amigo. Cuál de nosotros lo haya hecho mejor, es a saber: vos en me curar o yo en os despachar, véanlo los hombres buenos, pues yo me quedo con mi gota y vos os lleváis buena libranza. Yo, señor, mandé buscar aquellas yerbas y sacar aquellas raíces, y al tono de vuestro arancel las saqué, y las molí, y aún las bebí, y mejor salud dé Dios a vuestra ánima que ellas aprovecharon cosa alguna a mi gota; porque me escalentaron el hígado y resfriaron el estómago. Yo os quiero confesar que como en este mi mal no sólo no acertastes, mas aún me dañastes, cada vez que con la frialdad de mi estómago comienzo a regoldar, luego digo que nunca medre el doctor Melgar. Pues mi mal no está de la cinta arriva, sino de la espinilla abajo, y yo no pedía que me pergásedes los humores, sino que me quitásedes los dolores, y yo no sé porqué castigastes mi estómago, teniendo la culpa el tobillo. Al doctor Soto hablé, aquí en Toledo, acerca de una ciática que me dió en un muslo, y mandóme dar dos botones de huego en las orejas, y el provecho que sentí fué dar a toda la corte que reír, a mis orejas que sufrir. Hablé también en Alcalá con el doctor Cartagena, y él ordenóme una recepta, en que de boñigas de buey, de freza de ratón, y de harina de avena, y de hojas de hortigas, y de cabezas de rosas, y de alacranes fritos hiciese un emplasto y le pusiese en el muslo, y el provecho que dél saqué fué que no me dexó dormir tres noches, y pagué al boticario que le hizo seis reales. Agora digo que reñego de los conejos del conciliador de los amphorismos de Yprocas, de los fines de Avicenas, de los casos de Ficino, de los compuestos de Rasis y aun de los cánones de Erophilo, si en sus escriptos y por ellos se halla aquel maldito emplasto, el cual, como no me dexase dormir, y menos reposar, no sólo le quité, mas aún le enterré, porque por una parte me hedía y por otra me quemaba.

Acuérdome que en Burgos, año de XXI, me curó el doctor Soto de unas fiebres erráticas, y hízome pascer tanto apio, y tomar tanto ordeate, y beber tanta agua de endibia, que caí en un hastío tan grande, que no sólo no podía comer mas aún ni lo oler. No pocos años después fuí a ver al mismo doctor Soto, que estaba en Tordesillas malo, y vile comer una naranja, y beber una copa de vino blanco y oloroso al tiempo que le dexó el frío y le comenzó la calentura, de lo cual como yo me maravillase y casi escandalizase, díxele medio riendo: «Decidme, señor doctor, ¿en qué ley cabe, ni qué justicia lo sufre, que curéis vos con vino de Sant Martín a vuestra calentura, y por otra curéis con boñigas de bueyes a mi ciática?» A esto me respondió él con muy buena gracia: «Ha de saber vuestra merced, señor Guevara, que nuestro maestro Ypocrás mandó a todos los médicos sus sucesores que, so pena de su maldición, curásemos a nosotros con agua de fumus cepa, y a nuestros enfermos con agua estilada». Aunque el doctor Soto me dixo esto de burla, creído tengo yo que pasa ello así de veras, porque vos, señor doctor, me dixistes una vez en Madrid que en todos los días de vuestra vida tomastes purga compuesta, ni probastes a qué sabía el agua estilada. No hay arte en el mundo que me haga perder los estribos, o por mejor decir los sentidos, como es la manera con que curan los médicos, porque los vemos cobdiciosos de curar y enemigos de ser curados. Y porque me escrebís, señor doctor, y aun me juráis y conjuráis, por el siglo de don Beltrán, mi padre, que os escriba qué es lo que siento de la Medicina, y qué es lo que he leído de los inventores y nascimiento de ella, yo haré lo que me rogáis, aunque no lo que otros querrían, porque es materia con que holgarán los médicos sabios y darán a vos y a mí al demonio los médicos necios.

De los antiquísimos inventores de la medicina.

Si Plinio no nos engaña, en ninguna arte de todas las siete artes liberales se trató menos verdad, y hubo más mutabilidad, que fué en el arte de Medicina, porque no hubo reino, gente ni nasción notable en el mundo a do no fuese rescebida, y después de rescebida que no fuese alanzada. Si como es medicina fuera persona, inmensos fueran los trabajos que nos contara que había padescido, y muchos, y aún muy muchos los reinos que había andado, y las provincias en que había peregrinado, no porque todos no holgaban de ser curados, sino porque tenían a los médicos por sospechosos. El primero que en los griegos halló el arte de curar fué el philósopho Apolo, y su hijo Esculapio, el cual, por ser tan ilustre en la Medicina, concurrían a él como a un oráculo de toda la Grecia. Fué, pues, el caso que como este Esculapio fuese mozo, y por desastre le matase un rayo, como no dexase ningún discípulo que supiese sus secretos, ni hiciese sus remedios, juntamente murieron el maestro que curaba y peresció el arte de curar.

Cuatrocientos y cuarenta años estuvo el arte de la Medicina perdida, en manera que no se hallaba hombre en todo el mundo que públicamente curase, ni médico le llamase, porque tantos años corrieron desde que murió Esculapio hasta que nasció Arthaxerges el segundo, en cuyo tiempo nasció Ypocrás, Strabo y Diodoro, y aún Plinio, hacen mención de una muger greciana que en aquellos antiquísimos tiempos floresció en el arte de Medicina; de la cual cuentan cosas tan monstruosas y insólitas que a mi parescer son todas o las más dellas ficticias o hablillas, porque a ser verdad, más parecía resuscitar los muertos que no curar los enfermos.

En aquel tiempo se levantó en la provincia de Aclaya otra muger médica, la cual comenzó a curar con ensalmos o palabras, sin aplicar ninguna medicina simple ni compuesta, lo cual, como fuese sabido en Athenas, fué condenada por decreto del Senado a apedrear, diciendo que los dioses y naturaleza no habían puesto el remedio de las enfermedades en las palabras, sino en las yerbas y piedras.

En los tiempos que no había médicos en Asia, tenían en costumbre los griegos que cuando alguno hacía alguna experiencia de Medicina y sanaba con ella, era obligado de escrebirla en una tabla y colgaría en el templo de Diana, que estaba en Epheso, para que en semejante caso usase el que quisiese de aquel remedio. Trogo y Laercio, y aún Lactancio, dicen que la causa porque los griegos se substentaron tantos tiempos sin médico fué porque cogían en mayo yerbas odoríferas, que tenían en sus casas, y porque se sangraban una vez en el año, y porque se bañaban una vez en el mes, y porque no comían más de una vez al día. Conforme a esto, dice Plutarco que preguntado Platón por los philósophos de Athenas si había visto alguna cosa notable en Tinacria, que agora se llama Sicilia, respondió: «Vidi monstrum in natura, hominem bis saturum in die». Que quiere decir: «Vi a un hombre monstruo en naturaleza, el cual se hartaba dos veces al día». Lo cual él decía por Dionisio el Tirano, el cual fué el primero que inventó comer a medio día, y después cenar a la noche, porque en los antiguos siglos usaban cenar, mas no comer. Curiosamente lo hemos mirado, y en mucha variedad de libros lo hemos buscado, y lo que en este caso hallamos es que todas las nasciones del mundo comían a la noche, y sólo los hebreos a mediodía.

Prosiguiendo, pues, nuestro intento, es de saber que el templo más estimado de toda la Asia era el Templo de Diana, lo uno por ser muy superbo en edificios, lo otro por ser servido de muchos sacerdotes, y lo más principal por estar allí colgadas las tablas de las medicinas con que se curaban los enfermos.

Strabo, De situ orbis, dice que once años después del bello Pelopenense nació e,gran philósopho Ypocras, en una isla pequeña, que se llamaba Coe, en la cual también nascieron los muy ilustres varones Ligurguio y Brías, capitán que fué de los athenienses, y el otro, príncipe de los lacedemonios. De este Ypocras se escribe que fué pequeño de cuerpo, algo bizco, la cabeza grande, hablaba poco, laborioso en el estudio y sobre todo de muy alto y delicado juicio. Desde los catorce años hasta los treinta y cinco se estuvo Ypocras en las academias de Athenas estudiando, philosophando, y leyendo, y dado caso que en su edad florescían muchos philósophos, él era el más nombrado y estimado de todos. Después que Ypocras salió de los estudios de Athenas, anduvo peregrinando por diversos reynos y provincias, inquiriendo y pesquisando de todos los hombres y mugeres qué es lo que sabían de las propiedades y virtudes de las yerbas y plantas, y qué experiencias habían visto de ellas, lo cual todo lo escrebía y encomendaba a su memoria. Buscó también Ypocras con grandísima diligencia si había algunos libros escritos en Medicina por otros philósophos antiguos, y dícese que halló algunos libros escritos, en los cuales escrebían sus autores, no medicina que se hiciese, sino las que ellos habían visto hacer.

De los reinos y provincias por do anduvo desterrada la Medicina.

Once años continuos anduvo en este trabajo y peregrinación Ypocras, después de los cuales se retraxo al templo de Diana, que estaba en Epheso, y allí trasladó todas las tablas de medicinas y experiencias que allí estaban desde grandes tiempos colgadas, y puso en orden, lo que estaba confuso, y añadió muchas cosas que él habla hallado, y otras que había experimentado. Este philósopho Ypocrás es el príncipe de todos los médicos que fueron en el mundo: lo uno, porque él fué el primero que tomó la pluma para escrebir y poner en orden la Medicina; lo otro, porque se lee de él que jamás erró en prenóstico que dixese, ni enfermedad que curase. Aconsejaba Ypocrás a los médicos que no curasen al enfermo desordenado, y a los enfermos aconsejaba que no se curasen con físico mal fortunado, porque según él decía, no se puede errar la cura a do el enfermo es bien regido y el médico es bien fortunado.

Muerto el philósopho Ypocrás, como sus discípulos comenzasen a curar, o por mejor decir a matar a mucha gente enferma de Grecia, a causa que era muy nueva la sciencia y muy menor la experiencia, fuéles mandado por el Senado de Athenas, no sólo que no curasen, mas aún que de toda la Grecia se saliesen. Después que los discípulos de Ypocrás fueron alanzados de Grecia, estuvo el arte de Medicina desterrada y olvidada ciento y sesenta años, la cual ninguno osaba aprender, ni menos enseñar, porque tenían en tanta reputación los griegos a su Ypocrás, que afirmaban haber la Medicina con él nascído y con él haberse muerto.

Pasados aquellos ciento y sesenta años, nasció otro philósopho y médico llamado Chrisipo, en el reino de los siciomios, el cual fué tan esclarecido entre los argibos, cuanto lo había sido Ypocrás entre los athenienses. Este philósopho Chrisipo, aunque fué muy docto en la Medicina, y muy fortunado en las experiencias della, fué por otra parte muy opinativo, y de juicio muy remontado, porque en todo el tiempo que vivió y leyó, y en todos los libros que escribió, no fué otro su fin sino de impugnar a Ypocrás en todo lo que dixo y probar ser verdad sólo lo que él decía; por manera, que él fué el primero médico que sacó la Medicina de razón y la puso en opinión. Muerto el philósopho Chrisipo, hubo muy grande a alteración entre los griegos, sobre cuál de las dos doctrinas seguirían: es a saber, la de Ypocrás o la de Chrisipo, y al fin fué determinado que ni la una se siguiese ni la otra se admitiese, porque decían ellos que la vida y honrra no se había de poner en disputa.

Bien estuvieron los griegos otros cient años sin tener médicos, hasta que se levantó el philósopho Aristrato, nieto que fué del gran Philósopho Aristóteles, el cual residió en el reino de Macedonia, y allí levantó y resucitó otra vez de nuevo la Medicina, y eso no tanto porque fué más doto que sus pasados, sino porque fué más fortunado que todos. Este Aristrato comenzó a cobrar fama a causa que curó de una enfermedad del pulmón al rey Anthíoco el primero, en albricias de lo cual le dió el príncipe, su hijo, que se llamaba Tholomeo, mil talentos de plata y una copa de oro, por manera que ganó la honrra en toda Asia y riqueza para su casa. Este philósopho Aristrato fué el que más infamó la Medicina, a causa que él fué el primero que puso la Medicina en precio y que comenzó a curar por dinero; porque hasta su tiempo todos los médicos curaban unos por amistad y otros por caridad. Muerto el médico Aristrato, suscediéronle unos discípulos suyos más cobdiciosos que sabios, los cuales, como se diesen mejor maña en el robar las bolsas que en el curar las enfermedades, fuéles prohibido en el Senado de Athenas que ni osasen leer la Medicina, ni menos curar a alguna persona.

De otros trabajos que pasó la Medicina.

Otros cient años estuvo en Asia olvidada la Medicina, hasta que la resucitó el philósopho Euperices, en el reino de Trinacria; mas como él y otro médico altercasen sobre curar al rey Chrisipo, que a la sazón reinaba en aquella isla, fué por todos los del reino determinado que curasen solamente con medicinas simples, y que no fuesen osados de mezclar unas con otras. Grandes tiempos estuvo el reino de Sicilia, y aún la mayor parte de Asia, sin saber qué cosa era el arte de la Medicina, hasta que en la isla de Rodas remanesció un gran médico y philósopho llamado Herófilo, varón que fué en su siglo assaz docto en la Medicina y muy instructo en la Astrología. Muchos dicen que este Herófilo fué maestro de Tholomeo, y otros dicen que no fué sino su discípulo; y sea lo que fuere, que él dexó en Astrología escriptos muchos libros y doctrinados assaz discípulos. Este Herófilo tuvo por opinión que el pulso del enfermo no se había de tomar en el brazo, sino en las sienes, diciendo que allí nunca faltaba y que en las muñecas algunas veces se abscondía. Fué de tanta auctoridad este médico Herófilo entre sus rodos, que substentaron esta opinión de tomar el pulso en las sienes, todo el tiempo que él vivió, y aún sus discípulos, los cuales todos muertos, la opinión se acabó, aunque él no se olvidó. Muerto Herófilo, nunca los rodos se quisieron más curar ni en su tierra otro médico admitir; lo uno, por no ofender la auctoridad de su philósopho Herófilo, y lo otro, porque naturalmente eran enemigos de gentes estrañas, y aún no amigos de nuevas opiniones.

Después que esto pasó, bien estuvo adormecida la Medicina otros ochenta años, así en Asia como en Europa, hasta que nasció el gran philósopho y médico Asclepides, en la isla Metilena, varón assaz docto en el saber y muy estremado en el curar. Este Asclepides tuvo por opinión que el pulso no se había de buscar en el brazo, como agora se busca, sino en las sienes, o en las narices, y esta opinión no fué tan apartada de la razón que muchos tiempos después dél no se aprovecharon de ellas los médicos de Roma y. aún de Asia.

En todos estos tiempos no se lee haber nascido ni venido médico ninguno a toda Italia, ni tampoco a Roma, porque los romanos fueron los postreros de todo el mundo que rescebieron reloxes, truhanes, barberos y médicos. Cuatrocientos años y cuarenta y seis meses se pasó la gran ciudad de Roma sin que entrase en ella médico ni cirujano, y el primero que se lee haber venido a ella fué uno que se llamó Antonio Musa, de nación griego y en oficio médico. La causa de su venida fué una enfermedad de ciática que tuvo el emperador Augusto en un muslo, al cual, como Antonio Musa le curase y del todo le librase, en remuneración de tan gran beneficio hiciéronle los romanos una estatua de pórfido en el campo Marcio, y más y allende estos que gozase de ser ciudadano romano. Inmensas riquezas había allegado, y renombre de gran philósopho había alcanzado Antonio Musa, si con aquélla se quisiera contentar, y el arte de su Medicina no exceder. Fué, pues, el caso de su triste hado que, como se diese a curar de Çurugía, así como de Medicina, y en aquella arte sea algunas veces necesario cortar pies o dedos, romper carnes podridas o dar botones de fuego, los romanos, que no estaban avezados a semejantes crueldades ver, ni tan enormes dolores sufrir, en un día y en una hora apedrearon a Antonio Musa, y le arrastraron por toda Roma.

Desde que en Roma apedrearon al sin ventura de Antonio Musa no consintieron haber más médico, ni aún çurujano, en toda Italia, hasta en tiempo del malvado Nero, el emperador; el cual, a la vuelta que volvió de Grecia, traxo a Roma muchos médicos, y aun muchos vicios. En los tiempos que imperaron el emperador Galba, Octo y Bitello, floresció mucho la Medicina, y triunfaron mucho los médicos en Roma; mas después de aquellos príncipes muertos, mandó el buen emperador Thito alanzar de Roma a los oradores y a los médicos. Preguntado el emperador Thito que porqué los desterraba, pues los unos abogaban en los pleitos, y los otros curaban los enfermos, respondió: «Destierro a los oradores como a destruidores de las costumbres, y también a los médicos, como a enemigos de la salud». Y dixo más: «También destierro a los médicos por quitar las ocasiones a los hombres viciosos; pues vemos por experiencia que en las ciudades a do residen muchos médicos siempre hay abundancia de vicios».

De una carta que escrebieron desde Grecia, para que se guardasen de los médicos que iban a Roma.

El gran Cathón Uticense fué muy grande émulo de todos los médicos del mundo, en especial para que no entrasen en el Imperio romano, el cual desde Asia escribió una carta a su hijo Marcello, que estaba en Roma, en esta manera: «En ti y en mí se conosce claro ser mayor el amor que tiene el padre al hijo, que no el hijo al padre, pues tú te olvidas aun de escrevir, y yo no me descuido de te escrevir, ni aun de tus necesidades proveer. Si no mequisieres escrevir como a padre, escríbeme como a un amigo, cuanto más que lo debes a mis canas, y aun a mis buenas obras. En lo demás, hijo mío Marcello, ya sabes cómo yo he estado aquí en Asia cónsul cinco continuos años, de los cuales el más tiempo he residido aquí, en la ciudad de Athenas, a do toda la Grecia tiene sus notables estudios, y sus muy esclarecidos philósophos. Y si quieres saber lo que me paresce destos griegos, es que hablan mucho y obran poco, llaman a todos bárbaros y a sí solos philósophos, y lo peor de todo es que son amigos de dar a todos consejo y enemigos de tomarlo. Las injurias saben las disimular, mas nunca perdonar. Son muy constantes en el aborrescer, y muy mudables en el amar. Son muy tenaces en el dar, y muy cobdiciosos de allegar. Finalmente, hijo Marcello, te digo que de su propio natural son superbos en el mandar, y indómitos en el servir. He aquí, pues, lo que en Grecia leen los philósophos, y lo que aprenden los populares, y si te escribo esto es para que no tomes trabajo de venir a Grecia, ni te pase por pensamiento de dexar a Italia, pues sabes tú y lo sé yo que la gravedad de nuestra madre Roma ni puede sufrir mocedades, ni aun admite novedades. El día que los padres de nuestro sacro Senado permitieren que entren en Roma las artes y letras de Grecia, desde aquel día da por perdida a toda nuestra república, porque los romanos préscianse de bien vivir, y los griegos no sino de bien hablar.

En estos reinos y ciudades a do las achademias están bien corregidas y por otra parte están las repúblicas mal gobernadas, dado caso que las veamos florescer, muy en breve las veremos acabar, porque no hay en el mundo cosa que con verdad se puede llamar perpetua, sino la que sobre verdad y virtud está fundada. Aunque todas las artes de Grecia sean sospechosas, perniciosas y escandalosas, sé te decir, hijo Marcello, que para la república de nuestra madre Roma es la peor de todas la Medicina, porque han jurado todos estos griegos de enviar a matar con médicos a los que no han podido vencer con armas. Cada día veo aquí a estos philósophos médicos tener entre sí grandes altercaciones acerca del curar las enfermedades, y el aplicar de unas a otras medicinas, y lo que más de espantar es, que haciéndose lo que el un médico manda y el otro aconseja, vemos al enfermo padescer, y aun a las veces morir, por manera que si altercan entre sí, es no sobre cómo le curarán, sino con qué medicina le matarán. Avisarás, hijo Marcello, a los padres del Senado que, si aportaren por allá seis philósophos médicos que se han partido de acá de Grecia, no les dexen leer Medicina, ni curar la república, porque es una arte esta de Medicina tan peligrosa de exercitar, y tan delicada de saber, que son muchos los que la aprenden y muy poquitos los que la saben.

De siete notables provechos que hacen los buenos médicos.

He aquí, señor doctor, declarado el origen de vuestra Medicina, y de cómo fué hallada, y de cómo fué recopilada, y de cómo fué perdida, y de cómo fué desterrada, y de cómo fué rescebida, y aun de cómo anduvo la triste peregrinando de república en república. Pedísme por vuestra carta, señor doctor, que os escriba, no sólo lo que de la Medicina he leído, mas aun lo que de ella siento, lo cual quiero hacer por haceros placer, y aun porque se vea de cuánta utilidad son los buenos médicos, y cuán dañosos son los malos.

De loar es la Medicina, pues el Hacedor de todas las cosas la crió para el remedio de sus criaturas, poniendo virtud en las aguas, en las plantas, en las yerbas, en las piedras y aun en las palabras, para que con todas estas cosas los hombres se curasen y con la salud le sirviesen. Mucho se sirve Dios con la paciencia que tienen los enfermos, mas mucho más se sirve con la paciencia y caridad y hospitalidad en que se exercitan los sanos. Cosa es religiosa y aun necesaria procurar la salud corporal, aun para servir a Dios, porque el enfermo, si tiene los deseos buenos, tiene las obras flacas; mas el que está sano y es virtuoso tiene los deseos buenos y las obras buenas.

De loar es la Medicina cuando ella está en manos de un médico que es docto, es grave, es prudente, es atinado y experimentado; porque el tal médico, con la sciencia conoscerá la enfermedad, con la cordura buscará la medicina y con la mucha experiencia sabrá aplicarla.

De loar es la Medicina cuando el médico no usa de ella sino en enfermedades agudas y muy peligrosas: es a saber, en un dolor de costado, en una esquinencia, en una nascida, en una fiebre aguda o en una modorra, porque en tan atroces casos, y tan peligrosos peligros, todas las cosas por la salud se deben probar, y en todo y por todo el buen médico se debe creer.

De loar es la Medicina cuando es tan cuerdo el médico, que a un pujamiento de sangre cura lavándole; a un dolor de jaqueca, con un sahumerio; a un dolor de estómago, con un saquito; a un escalentamiento de hígado, con una unctión; a un escozimiento de ojos, con agua fría; a una replectión de vientre, con una melezina, y a una calentura simple, con buena dieta.

De loar es la Medicina cuando yo viere que el médico que a mí me cura se aprovecha más de las medicinas simples que crió naturaleza, que no de las compuestas que inventó Ypocrás; de manera que pudiéndome me curar con agua clara, no me hace beber de agua de endibia.

De loar es la Medicina cuando. es tan cuerdo el médico, que en una simple calentura no sólo espera hasta que pase la quinta terciana, mas aun después Mira la orina si está sanguinolenta, tienta el bazo si está opilado, reconosce el pulmón si está dañado, mira la lengua si está encostrada, y abre los ojos si están cargados, por manera que nunca para la botica recepta hasta que la enfermedad está bien conoscida.

De loar es la Medicina cuando el médico que viere al enfermo estar en mucho peligro, y de sospechosa enfermedad herido, huelga que con él llamen a otro, y aun a otro, si quisiere el paciente, con tal condición que todos juntos se ocupen en estudiar, y no que se paren a parlar, y se asan a porfiar. El médico que con estas condiciones quisiere curar, seguramente le podemos llamar, y podemos dél confiar, y aun de nuestras bolsas pagar, porque todo el bien de la Medicina consiste en tener habilidad para conoscerla y experiencia para aplicarla.

De nueve daños muy perniciosos que hacen los malos médicos.

Quéxome a vos, señor doctor, de muchos médicos torpes, idiotas, atrevidos y inexpertos, los cuales, con aver oído un poco de Avicena, o haber residido en Guadalupe, o haber sido criado del doctor de la Reina, se van a la Universidad de Mérida, o con un rescripto de Roma se gradúan de bachilleres, licenciados y doctores, de los cuales se puede con verdad decir el proverbio que dice: «médicos de Valencia, haldas largas y poca sciencia».

Quéxome a vos, señor doctor, de muchos médicos comunes y inexpertos, los cuales, si toman entre manos algunas enfermedades graves, peregrinas y peligrosas, después que al triste enfermo le han xaropado, purgado, sangrado y untado, no saben otro remedio que le aplicar, ni otra experiencia que le hacer, si no es mandarle que sobre cena tome culantro preparado, y a las mañanas ordeate serenado.

Quéxome a vos, señor doctor, de muchos médicos mozos y inconsiderados, los cuales contra unas calenturas que son simples, ordinarias, comunes, no furiosas, ni peligrosas, tan largamente receptan luego en la botica, como si fuese contra una pestilencia inguinaria, por manera que le sería menos daño al triste enfermo sufrir el mal que tiene, que no esperar el remedio que le dan.

Quéxome a vos, señor doctor, de muchos compañeros, y aun discípulos vuestros, los cuales contra un estómago ahito, contra una cólera alterada, o contra una azedía ordinaria, contra una calentura efímera, lo qual todo podrían atajar y remediar con una melezina común, o con tres días de dieta, o con beber el agua azucarada, o con tomar un poco de miel rosada, no contentos con esto, mandan al pobre paciente que le echen unas ventosas, le unten el hígado, le pongan unos saquitos, tome zumo de vervena, y aun le den en la nariz una sangría, por manera que en lugar de le curar, se ponen a le martirizar.

Quéxome a vos, señor doctor, de muchos compañeros vuestros que presumen de doctores, y a la verdad no son necios, los cuales nunca nos curan con beneficios simples, ni nos aplican medicinas benedictas, llanas y no furiosas, sino que, por darnos a entender que saben lo que otros no saben, receptan cosas tan peregrinas y inusitadas, que al presente son muy difíciles de hallar y después muy dificultosas de tomar.

Quéxome a vos, señor doctor, de muchos criados vuestros, bachilleres bozales, en que teniendo, como tienen, todas las enfermedades días chréticos, y vayan haziendo de día en día sus cursos, no curan ellos de mirar, ni menos contar, el día que el mal comenzó, y la hora que el paragismo primero le tomó, para ver si la enfermedad va todavía en cremento, o está ya en diminución, porque aplicar la medicina en una hora o en otra, no te va más al enfermo de la vida.

Quéxome a vos, señor doctor, de que generalmente todos los que sois médicos os queréis mal unos a otros, siendo diferentes en las condiciones, y contrarios en las opiniones lo cual paresce claro en que unos siguen a Ypocrás, otros a Avicenas, otros a Galieno, otros a Rasis, otros al Conciliador, otros a Ficino, y aun otros a ninguno, sino a su parescer proprio; y lo que en esto más de lastimar es, que todo este daño no cahe sino sobre el triste del enfermo, porque el tiempo que le habíades de curar, os ponéis a disputar.

Quéxome a vos, señor doctor, de muchos médicos que son mozos en la edad, nuevos en el oficio, rudos en el juicio, y aun asentados en el seso, los cuales, cualquiera experiencia que hayan visto, leído o oído, por más que sea dificultosa de hacer y peligrosa de tomar, luego mandan que se haga, aunque la enfermedad no lo requiera, de lo cual resulta muchas veces que una experiencia loca cuesta a un enfermo la vida.

Quéxome a vos, y aun de vos, señor doctor, que generalmente todos los médicos receptáis lo que nos mandáis dar en latín cerrado, en cifras de girigonza, en vocablos inusitados y en unos recipes muy largos, lo qual yo no sé porqué ni para qué lo hacéis, porque si es malo lo que mandáis, no lo debríades de mandar, y si es bueno, dexarnos lo entender, pues nosotros, y no vosotros, somos losque lo hemos de tomar, y aun al boticario pagar.

Qué es lo que siente el auctor de la medicina.

He aquí, señor doctor, tocados delicadamente los provechos que los buenos médicos hacen y los muchos años que los malos médicos cometen, y para deciros, señor la verdad, tengo para mí creído que aunque mis quexas son muchas, todavía son vuestros agravios mayores, pues a costa de nuestra vida ganáis para vosotros gran fama, y aun mejoráis vuestra hacienda. Con el señorío del médico no se puede igualar ningún otro señorío, pues a la hora que entran por nuestras puertas, no sólo confiamos de ellos las personas, mas aun partirnos con ellos las haciendas, de manera que si el barbero nos saca tres onzas de la vena de la cabeza, ellos nos sacan diez de la vena del arca. Después de dar limosna, no hay cosa tan bien empleada como la que se da al médico que acertó en una cura; y, por el contrario, no hay cosa en el mundo tan mal gastada como la que lleva el médico que erró la cura, el cual merescía, no sólo no ser pagado, mas aun por ello ser muy bien castigado. Ley fué muy usada, y aun mucho tiempo guardada entre los godos, que el enfermo y el médico hiciesen entre sí su concierto, el uno de le sanar, y el otro de le pagar, y si por caso no le sanaba, habiéndose obligado a le sanar, mandaba en tal caso la ley que el médico perdiese el trabajo de su cura, y aun pagase las medicinas en la botica. Yo os prometo, señor doctor, que si esta ley de los godos se guardase en estos tiempos, que vos y vuestros compañeros os diésedes más a estudiar, y os atentásedes mejor en lo que habíades de hacer; mas como sois tan bien pagados, que sane el enfermo, o que no sane, si acertáis, atribuís a vosotros la gloria, y si no acertáis, echáis al pobre enfermo la culpa. Paresce esto muy claro, en que decís que el enfermo es un glotón, bebe mucha agua, come mucha fruta, duerme entre día, no toma lo que le mandan, sálese a pasear fuera, y no guarda el sudor de la calentura; por manera, que al triste enfermo, de que no le pueden curar, acordaron de le infamar.

Mucho me cahe en gracia lo que dice vuestro Ypocrás, y es que no vale nada el médico, si de su coçecha no es bien fortunado; de lo qual podemos inferir que depende toda nuestra vida, no de las medicinas que nos aplicáis, sino de la fortuna buena o mala que los médicos tenéis. Poca confianza debla de tener de la Medicina el que osó decir esta sentencia, porque si nos arrimamos a esta regla de Ypocrás, hemos de huir del médico sabio y mal fortunado, y irnos a curar con el que es simple y dichoso.

Año de diez y ocho, estando yo en Osornillo, que es cabe vuestro lugar, viniéndome allí vos a ver, me dixistes que mirase lo que hacía, porque havíades muerto a don Ladrón, mi tío, y a don Beltrán, mi padre, y a don Diego, mi primo, y a doña Inés, mi hermana, y que si yo quería entrar en aquella cofradía, antes os encargaríades de me matar, que no de me curar. Aunque vos, señor doctor, me lo dixistes burlando, ello pasó así de veras, a cuya causa, desde que aquello os oí, y aquella regla de Ypocrás leí, determiné en mi corazón de nunca más daros el pulso, ni fiar mi salud de vuestro consejo, porque en mi linaje de Guevara no es bien fortunada vuestra Medicina.

A muy ilustres médicos he visto hacer muy ilustres curas, y a muy necios médicos he visto muy grandes necedades; y digo esto, señor doctor, porque en manos del molinero no perdemos sino la harina; en las del albéitar, la mula; en lo del letrado, la hacienda, en las del sastre, la ropa, mas en las del médico perdemos la vida. ¡Oh, cuánta necesidad ha de tener, y cuánto primero lo ha de mirar el que ha de tomar por la boca una purga, y ha de consentir que en su brazo den una lancetada, porque muchas acontesce que daría el enfermo cuanto tiene por tener la purga fuera, o por tornar la sangre al brazo. No hay en el mundo hombres más sanos que los que son bien regidos, y no curan de andarse tras médicos, porque nuestra naturaleza quiere ella ser bien regida y muy poco medicada.

El emperador Aureliano murió de sesenta y seis años, en los cuales todos jamás se purgó, ni se sangró, ni medicó, sino que cada año entraba en el baño, cada mes hacía un vómito, cada semana dexaba de comer un día y cada día se paseaba una hora. El emperador Adriano, como en su mocedad fuese vorace en el comer y desordenado en el beber, vino en la vejez a ser muy enfermo de la gota y mal sano de la cabeza, por cuya ocasión andaba cargado de médicos y experimentando muchas medicinas. Si alguno quisiere saber el provecho que las medicinas le hicieron, y los remedios que los médicos le hallaron, podráse conoscer en que a la hora que fallesció mandó poner estas palabras en su sepulchro: «Perii turba medicorum». Como si más claro dixera: «No me habiendo podido matar mis enemigos, vine a morir a manos de médicos». Del emperador Galieno cuentan una cosa digna, por cierto, de saber, y graciosa de oír, y es que estando aquel príncipe malo, y muy malo, de una ciática, como un gran médico le curase, y mil experiencias en él hiciese sin le aprovechar cosa, llamóle un día el emperador y dixole: «Toma, Fabato, dos mil sextercios, y has de saber que si te los doy no es porque me curaste, sino porque nunca más me cures». ¡Oh, a cuántos y cuántos médicos podríamos hoy decir lo que dixo el emperador Galieno a su médico Fabato, los cuales, si no se llaman Fabatos, los podríamos llamar con razón bobatos, porque ni conoscen el humor de que la enfermedad peca, ni aplicar la medicina necesaria.

Así Dios a mí me salve, señor doctor, tengo para mí creído que nos sería más sano consejo pagar de vacío a los médicos simples, porque no nos curasen, que no porque nos han curado, pues vemos claramente con nuestros ojos que más matan ellos receptando en la botica, que mataron sus pasados peleando en la guerra.

Sea, pues, la conclusión de toda mi letra que, yo acepto, apruebo, alabo y bendigo la Medicina, y por otra parte maldigo, repruebo y condeno al médico que no sabe usar de ella, porque según vuestro Plinio dice, hablando de la Medicina: «Non rem antiqui damnabant, sed artem». Como si más claro Plinio dixese: «Los antiguos sabios, y los que de sus repúblicas echaron los médicos, no condenaban la Medicina, sino el arte de curar que los hombres inventaron en ella, porque habiendo naturaleza puesto el remedio de las enfermedades en medicinas simples, las han ellos puesto en cosas compuestas, de manera que a las veces es menos penoso sufrir la enfermedad, que no esperar el remedio».

No más, sino que Nuestro Señor sea en vuestra guarda, y a mí dé gracia que le sirva.

De Madrid, a XXVII de deziembre de MDXXV.




ArribaAbajo- 55 -

Letra para Mosén Puche, valenciano, en la cual se toca largamente cómo el marido con la muger y la muger con el marido se han de haber. Es letra para dos recién casados.


Moço señor y recién casado caballero:

¡Casarse Mosén Puche con doña Marina Gralla, y doña Marina Gralla casarse con Mosén Puche! Desde acá les doy el parabién del casamiento y desde acá ruego a Dios se goze el uno del otro por tiempo muy largo. Casarse Mosén Puche con muger de quince años,y casarse doña Marina con marido de diez y siete, si no me engaño, assaz tiempo les queda para gozar el matrimonio, y aun para llorar el casamiento. Solón Solonino mandó a los athenienses que no se casasen hasta tener edad de veinte años. El buen Ligurguio mandó a los lacedemonios que no se casasen hasta los veinte y cinco. El philósopho Pmotheo mandó a los egipcios que no se casasen hasta los treinta años; y si por caso algunos se osasen casar, fuesen los padres públicamente castigados, y los hijos tenidos por no legítimos. Sí Mosén Puche y doña Marina Gralla fueran de Egipto, como son de Valencia, no escaparan ellos de ser castigados, y aun sus hijos desheredados. Por los regalos que rescebí de vuestra madre y por el amor que tuve con vuestro padre, en el tiempo que fuí inquisidor en Valencia, aun me pesa de veros en tan tierna edad casado, y de tan gran carga cargado, porque tan pesada carga como es el matrimonio ya no tenéis licencia para dexarla, ni tenéis edad para sufrirla. Si vuestro padre os casó de suyo, él usó con vos de gran crueldad, y si vos os casastes sin licencia, cometistes gran liviandad, porque osar poner casa un mancebo de diez y siete años y una moza de otros quince, es temeridad hacerlo, y poquedad consentírselo, porque los pobres mozos ni saben la carga que tornan, ni sienten la libertad que pierden. Sepamos qué condiciones ha de tener la muger, y qué condiciones ha de tener el marido para que sean bien casados, y si se hallaren en Mosén Puche y en doña Marina Gralla, desde agora confirmo su matrimonio, y condenno a mí en no saber lo que digo.

Las propriedades de la muger casada son que tenga gravedad para salir fuera, cordura para gobernar la casa, paciencia para sufrir el marido, amor para criar los hijos, affabilidad para con los vecinos, diligencia para guardar la hacienda, cumplida en cosas de honrra, amiga de honesta compañía y muy enemiga de liviandades de moza. Las propriedades del hombre casado son que sea reposado en el hablar, manso en la conversación, fiel en lo que se le confiare, prudente en lo que aconsejare, cuidadoso en proveer su casa, diligente en curar su hacienda, sufrido, en las importunidades de la muger, celoso en la crianza de los hijos, recatado en las cosas de honrra, y hombre muy cierto con todos los que trata.

Pregunto, pues, agora yo si en los diez y siete años de Mosén Puche, y en los quince años de doña Marina Gralla, si hallaremos todo lo que habemos dicho, o si les pasa por el pensamiento. En hombres tan tiernos y en casados tan mozos, de sospechar es que tales y tan delicadas cosas ni sabrán entenderlas, aunque se las digan, ni preguntar por ellas, aunque les falten. Pues yo les juro, y aun prophetizo, a los diez y siete años de Mosén Puche, ya los quince años de doña Marina Gralla, que si todas estas condiciones no quisieren aprender, y, después de aprendidas, guardar, que andando un poco más el tiempo, o ellos den con la carga en el suelo, o cada uno dellos busque nuevo amor. No tengo por tan grave meterse uno fraile novicio como ver a un mancebo casado, porque el uno puédese salir, mas el otro aun no se puede arrepentir. Los daños que se siguen de casarse diez y siete años con quince años, Mosén Puche y doña Marina Gralla los sabrán mejor contar que yo escrebir, porque yo, si algo digo, será de sospecha; mas ellos podránlo afirmar como testigos de vista.

De casarse los hombres muy moços se les siguen muy grandes daños es; a saber: se quebrantan en parir, enflaquescen las fuerzas, cargan de hijos, gastan el patrimonio, pídense celos, no saben qué cosa es honrra, no entienden en proveer la casa, acábanse los primeros amores y cobran nuevos cuidados, por manera que de haberse casado tan niños, vienen a vivir después descontentos, o apartarse cuando son viejos. Aconsejaba el divino Platón a los de su república que en tal edad casasen sus hijos que sintiesen lo que elegían y conosciesen lo que tomaban. Grave, y muy grave, es esta sentencia de Platón, porque tomar muger, o elegir marido, a cualquiera es cosa fácil; mas saber substentar casa es muy difícil. Yo no he sido casado, ni aun he tenido tentación de serlo; mas por lo que he visto en mis deudos, por lo que, he leído en los libros, por lo que he sospechado de mis vecinos y por lo que he oído a mis amigos, hallo por mi cuenta que los que aciertan a casarse bien, tienen aquí paraíso, y los que aciertan mal, hicieron su casa infierno.

¿Qué hombre, hasta hoy, topó con muger tan acabada, que no desease en ella alguna cosa? ¿Qué muger eligió ni le cupo en suerte marido tan acabado, que no hallase en él algún repelo? A los principios que se veen y se tractan los desposorios, por maravilla hay casamiento que desagrade; mas andando un poco el tiempo, no hay cosa que les contente, y lo que más cierto de todo es, que en acabándose los dineros luego llaman al aldaba los enojos. ¡Oh, triste de ti, marido, que si topas con mujer generosa, has de sufrir su locura! Si topas con alguna que es cuerda y mansa, no te la dieron sino en camisa. Si te dan alguna que es muy rica, afréntaste de contar su parentela. Si eliges muger hermosa, tienes malaventura en guardalla. Si te cupo en suerte alguna que es fea, a pocos días huyes de casa y aun apartas della cama. Si te prescias que tu muger es sabia y discreta, también te quexas que es muy regalada y muy poco casera. Si dices que tu muger es muy aliñada y casera, es por otra parte tan brava, que no hay moza que la sufra. Si tienes vana gloria de que tu muger sea honesta y guardada, muchas veces la aborresces porque es de ti tan celosa. ¿Qué más quieres que te diga, oh pobre casado?

Lo que digo allende de lo dicho, es que si a tu muger encierras en casa, nunca acaba de se quejar, y si sale cuando quiere, da a todos que decir. Si la riñes mucho, anda rostrituerta, y si no le dices nada, no hay quien con ella pueda. Si gasta por su mano, ¡ay de la hacienda!, y si gasta por la suya, o te ha de hurtar la bolsa, o vender algo de casa. Si siempre estás en casa, tiénete por sospechoso, y si vienes algo tarde, dice que eres travieso. Si la vistes bien, quiere salir a ser vista, y si no anda bien vestida, mándote mala cena y peor comida. Si le muestras mucho amor, tiénete en poco, y si en esto le tienes algún descuido, sospecha que en otra parte estás enamorado. Si le niegas lo que te pregunta, nunca cesa de te importunar, y si le descubres algún secreto, no lo sabe guardar. He aquí, pues, la ocasión, y aun la razón, por do si hay en un pueblo diez que sean bien casados, hay ciento que viven aborridos y arrepentidos, los cuales a la hora apartarían de sus mugeres casa y cama, si lo acabasen con la iglesia como lo acabarían con su consciencia. Si los matrimonios de los christianos fuesen como el matrimonio de los gentiles para que cada uno pudiese cuando quisiese hacer divorcio y alzarse a su mano, yo juro que más prisa hubiese la cuaresma a se descasar, que hay en el carnal a se casar.

Que nadie se case sino con su igual.

Las reglas y consejos que yo quiero dar aquí a los que se han de casar, y aun a los que son ya casados, si no les aprovecharen para vivir mas contentos, a lo menos aprovecharles han para ahorrar de muchos enojos.

Es, pues, el primero saludable consejo; es a saber: que la mujer elija tal hombre y el hombre elija tal mujer que sean ambos iguales en sangre y en estado; es a saber: el caballero con caballero, mercader con mercader, escudero con escudero y labrador con labrador; porque si en esto hay desconformidad, el que es menos vivirá descontento, y el que es más vivirá desesperado. La muger del mercader que casa a su hija con caballero, y el rico labrador que consuegra con algún hijodalgo, digo y afirmo que ellos metieron en su casa un pregonero de su infamia, una polilla para su hacienda, un atormentador de su fama y aun un abreviador de su vida. En mal punto casó a su hija o hijo el que tal yerno o nuera metió en su casa, que ha vergüenza de tener al suegro por padre, y de llamar a la suegra señora. En los tales casamientos no pueden con verdad decir que metieron en sus casas yernos, sino infiernos; no nueras, sino culebras; no quien los sirviese, sino quien los ofendiese; no hijos, sino basiliscos; no quien los honrrase, sino quien los infamase; finalmente digo que el que no casa con su igual a su hija, le fuera menos mal enterrarla que no casarla, porque si muriera, lloraránla un día, y estando mal casada, la llorarán cada día. El mercader rico, el escudero pobre, el labrador cuerdo y el oficial plebeyo, no han menester en sus casas nueras que sepan afeitar, sino nueras que sepan muy bien hilar, porque el día que las tales presumieren de estrado y almohada, aquel día se pierde su casa y se va a lo hondo su hacienda. Torno a decir y afirmar que se guarden los tales de meter en sus casas a yerno que se alabe de muy hidalgo, que presuma de correr un caballo, que no sepa sino pasearse por el pueblo y que se alabe de muy cortesano, y que sepa mucho de naipes y tablero, porque en tal caso halo de ayunar el pobre suegro para que lo gaste en locuras el hombre loco. Sea, pues, la conclusión de este consejo que cada cual case a sus hijos con su igual, y donde no, antes de año cumplido le lloverá sobre la cabeza al que buscó casamiento de locura.

Es también saludable consejo que elija cada uno mujer que sea conforme a su complixión, y a su condición; porque si el padre casa a su hijo, o el hijo se casa por necesidad, y no por su voluntad, no podrá el triste mancebo decir que de verdad le casaron, sino que para siempre le captivaron. Para que los casamientos sean perpetuos, sean amorosos,y sean sabrosos, primero entre él y ella se han de añudar los corazones que no se tomen las manos. Bien es que el padre aconseje a su hijo que se case con quien él quiere; mas guárdese no le haga fuerza, si él no quiere, porque todo casamiento forzoso engendra desamor en los mozos, contiendas entre los suegros, escándalo entre los vecinos, pleitos con los parientes y pundonores entre los cuñados. No es tampoco mi intención que nadie se case de súbito y secreto, como mozo vano y liviano, porque todo casamiento hecho por amores, las más veces para en dolores. No vemos otra cosa cada día sino que un mancebo, con la poca edad y mucha libertad, como no sabe lo que ama, ni menos lo que toma, enamórase de una moza, y despósase con ella, el cual, al tiempo que la acabó de gustar, la comenzó a aborrescer. La cosa que entre dos casados más se ha de procurar es que se amen mucho y se quieran mucho, porque de otra manera, cada día andarán rostrituertos y ternán que ponerlos en paz los vecinos.

También los quiero avisar que para que el amor sea fixo, sea verdadero y sea seguro, se ha de ir asentando en el corazón muy poco a poco, porque de otra manera por el camino que el amor vino corriendo, le verán tornarse huyendo. A muchos he visto yo en este mundo amarse muy aprisa, los cuales vi después aborrescerse muy despacio. Una de las cosas trabajosas que hay en la vida humana es que, si hay ciento que permanezcan en el amar, hay cient mil que nunca acaban de aborrescer. Es también de advertir que el consejo que doy al padre a que no haga casamiento sin voluntad de su hijo, el mesmo doy al hijo para que no se case contra la voluntad de su padre, porque de otra manera, ya podría ser que le dañase más la maldición de su padre que le aprovechase el dote que le diese el suegro. Los mozos, con la mocedad, no miran más de su placer, cuando se casan, y conténtanse con sólo que su muger sea hermosa; mas al padre y a la madre, como les va la honrra y la hacienda, búscanle muger que sea cuerda, rica, generosa, honesta y casta, y lo postrero que miran es si es hermosa.

El casamiento que se hace clandestino y abscondido, digo que procede de gran liviandad, y sale de mucha crueldad, porque da a todos los vecinos que decir, y a los viejos de sus padres que llorar. Acontesce muchas veces que, haviéndose desvelado la madre por hilar el axuar, y haviéndose envejescido el padre por allegar el dote al tiempo que tratan algún honrroso casamiento, remanesce el mozo loco desposado, de lo cual se sigue después que queda la madre lastimada, el padre afrentado, los parientes corridos y los amigos escandalizados. Otra lástima hay mayor en esto, y es que acertó a tomar el hijo tal esposa, que tiene el padre por mal empleada la hacienda en ella, y tiene muy grande afrenta de meterla en su casa. Hay otro daño en semejante casamiento, y es que muchas veces piensan los padres con el dote del hijo remediar también a una hija, y como el principal intento del mozo fué gozar de la moza, y no que le diesen hacienda, quédase la hermana perdida y el hijo engañado, y el padre burlado. Plutarco, en su Política, dice: que el hijo que se casaba sin licencia de sus padres, que le azotaban públicamente entre los griegos, y que entre los lacedemones no le azotaban, sino que de toda su herencia le desheredaban. Laercio dice que a los así casados era costumbre entre los thebanos que no solamente fuesen de todos los bienes desheredados, mas aun públicamente de sus padres fuesen malditos. No tenga nadie en poco ser bendito o maldito de sus mayores, porque entre los antiguos hombres, sin comparación tenían los hijos en más la bendición de sus padres que no el mayorazgo de sus abuelos.

Que la muger sea muy vergonzosa y no muy parlera.

Es también saludable consejo, y aun consejo muy necesario, que el hombre que se hubiere de casar, y poner casa, elija muger que sea muy vergonzosa, porque si en la muger no hubiese más de una virtud forzosa, ésta había de ser la vergüenza. Yo confieso que es más peligroso para la conciencia, empero digo que es menos dañoso para la honrra, en que sea la muger secretamente desonesta, que no que sea públicamente desvergonzada. Muchas y muchas flaquezas se encubren en una muger con sólo ser vergonzosa, y muchas más se sospechan de ella cuando no tiene vergüenza en la cara. Diga cada uno lo que quisiere, que yo para mí averiguado tengo que en una muger vergonzosa hay poco que reprehender, y en la que es desvergonzada no hay nada que loar. El omenage que dió naturaleza a la muger para guardar la reputación, la castidad, la honrra y la hacienda fué sola la vergüenza, y el día que en ésta no pusiere muy grande guarda, dése la triste para siempre por perdida. Cuando tratare casamiento alguno con alguna, lo primero que ha de preguntar de la esposa es, no si es rica, sino si es vergonzosa; porque la hacienda cada día se gana, mas la vergüenza nunca en la muger se cobra. El mejor dote, la mejor heredad y la mejor joya que la mujer ha de llevar consigo ha de ser la vergüenza, y si el padre viere que su hija ha ésta perdido, menos lástima le sería enterrarla que casarla.

Es, pues, el donaire que muchas mugeres presumen de decidoras, y graciosas, y mofadoras, el cual oficio yo no les querría ver aprender, ni menos usar, porque, hablando con verdad y aun con libertad, lo que en los hombres llamamos gracia, se llama en las mugeres chocarrería. Donaires, fábulas, gazafatones, deshonestidades, no sólo la que es honrrada muger ha de haber vergüenza de decirlas, mas aun muy grande empacho de oírlas. La muger grave y de auctoridad no se ha de presciar de ser donosa y dezidora, sino de ser honesta y callada, porque si prescia mucho de hablar y mofar, los mismos que se rieron del donaire que dixo, murmuran después de la misma que lo dixo. Es tan delicada la honrra de las mugeres, que muchas cosas que pueden los hombres hacer y decir, no es lícito a las mugeres que las osen aun boquear. Las señoras que quieren tener gravedad, no sólo han de callar las cosas illícitas y deshonestas, mas aun las lícitas, si no son muy necesarias, porque la muger jamás yerra callando, y muy poquitas veces acierta hablando. ¡Oh, triste del marido a quien le cupo en suerte de tener muger dezidora, parlera y picuda, porque la tal, si una vez toma la mano para contar una cosa, o formar una quexa, ni admite razón que le den, ni sufre palabra que le digan. La mala vida que las mugeres pasan con sus maridos no es tanto por lo que hacen de sus personas cuanto es por lo que dicen de sus lenguas. Si la muger quisiese callar, cuando el marido comienza a reñir, nunca él tendría mala comida, ni ella tendría peor cena; lo cual no es así, por cierto, sino que a la hora que el marido comienza a gruñir, comienza ella a gritar, de lo cual se sigue que llegan a las manos y aun apellidan a los vecinos.

Que la muger sea recogida y poco ocasionada.

Es también saludable consejo que la muger se prescie de ser honesta y presuma de muy recogida, porque de querer las mugeres ser en sus casas muy absolutas vienen a andar después por las plazas disolutas. Debe la muger honrada estar muy recatada en lo que dice, y muy sospechosa de todo lo que hace, porque las tales, de tener en nada los dichos, vienen a caer en los hechos. Por inocente que sea uno, conoscerá cuán más delicada sea la honrra de la muger que no la del hombre, y que esto sea verdad paresce muy claro, en que el hombre no puede ser deshonrrado sino con la razón; mas para se deshonrrar una muger, abasta ocasión. La que es buena, y presume de buena, téngase por dicho que tanto será más buena cuanto de sí misma tuviere menos confianza. Dígo menos confianza, para que ni ose oír palabras livianas, ni ose admitir ofertas fingidas. Sea quien fuere, valga cuanto valiere y presuma cuanto quisiere, que la que huelga de oír y se dexa de servir, que tarde o temprano ella ha de caer; y si me dixeren que todo aquello lo hacen por pasatiempo, y para holgar y burlar, a esto les respondo que de semejantes burlas suelen ellas quedar muy burladas.

Aviso y torno a avisar a cualquiera señora generosa, o plebeya que sea, no ose con primo, ni con sobrino, ni con otro cualquier deudo apartarse, ni fiarse, porque si con el estraño, apartándose, teme lo que puede ser, con el primo o sobrino tema lo que dél y della se puede decir. No se fíe ninguna muger de bien en decir que siendo el deudo entre ellos tan estrecho, que es imposible los traiga ninguno sobre ojo, porque si la malicia humana se atreve a juzgar los pensamientos, no es de creer que perdonará a lo que vee con los ojos. Las señoras que oyeren, o leyeren esta mi escriptura, quiero que noten esta palabra, y es: que el hombre, por ser hombre, abástale que sea bueno, aunque no lo parezca; mas la muger, por ser muger, no abasta que lo sea, sino que lo parezca. Nota, nota, nota, que así corno la provisión de la casa depende de sólo el marido, ansí la honrra de todos ellos depende de sola la muger; por manera que no hay más honrra dentro de tu casa, de cuanto es tu muger honrrada. No llamamos aquí honrrada a la que solamente es hermosa en la cara, y generosa en sangre, abultada en la persona, y guardadora de su hacienda, sino a la que es muy honesta en el vivir y muy recatada en el hablar. Plutarco cuenta que la muger de Tuscides el griego, preguntada que cómo podía sufrir el hedor de la boca de su marido respondió: «Como nunca otro que mi marido se me llegó cerca, pensaba yo que a todos los hombres les olía la boca». ¡Oh exemplo digno de saber, y mucho más de immitar, en el cual nos enseña aquella nobilísima griega que tan recatada ha de ser la muger honrrada, que no consienta llegársele hombre tan cerca que le pueda la boca oler, ni aun a la ropa tocar.

Que la muger casada no sea soberbia y brava.

Es también saludable consejo que la muger no sea brava, ambiciosa, sino mansa y sufrida, porque dos cosas son las que pierden mucho a una muger: es a saber, lo mucho que parla y lo poco que sufre; y de aquí es que, si calla, será de todos estimada, y sí sufre, será con su marido bien casada. ¡Oh, cuánta malaventura lleva el hombre que con muger brava se casa, porque no echa de sí tanto fuego el monte Ethna cuanta ponzoña echa ella por su bocal sin comparación, es más de temer la braveza de la muger que no la ira del hombre; porque el hombre enojado no sabe más de reñir, mas la muger brava, reñir y lastimar. Hombre que sea cuerdo, y muger que presuma de honrrada no se deven tomar con alguna otra muger cuando está furiosa, porque a la hora que la tal pierde la vergüenza y se le enciende la cólera, no sólo dice lo que vió y lo que oyó, mas aun lo que soñó. Es para muy grande donaire en que, cuando una muger está muy encendida y embrabescida, ni oye a sí, ni entiende a los otros, ni admite excusa, ni sufre palabra, ni toma consejo, ni se allega a razón; y lo peor de todo es que muchas veces dexa a los con quien travó el enojo y se toma con el que se atravesó de por medio. Cuando una mujer riñe con otra, o con otro, y viene alguno a ponerlos en paz, no sólo no le dará las gracias, mas aun formará contra él muchas quexas, diciendo que si él fuera cual ella, pensaba, la ayudara a reñir, y aun tomara, por ella la mano para la vengar. La muger que de su natural es buena y furiosa, jamás piensa que se enoja sin ocasión, ni riñe sinrazón, y por eso es mucho mejor dexarla que no resistirla.

Tórnome a retificar en mi dicho, y es que tiene malaventura la casa a do la muger es rencillosa, porque la tal siempre está aparejada para reñir y nunca para se conoscer. La muger brava es muy peligrosa, porque embravesce al marido, escandaliza a los deudores, es malquista de los cuñados y huyen de ella los vecinos; de lo cual se sigue que algunas veces el marido le mide el cuerpo con los pies y le peina el cabello con los dedos. A una muger furiosa y rencillosa, por una parte, es pasatiempo oírla reñir, y por otra parte, es espanto de ver lo que se dexa decir, porque si se toma con ella una procesión de gentes, ella les dirá una letanía de injurias. Al marido dice que es descuidado; a los mozos; que son perezosos; a las mozas, que son sucias, a los hijos, que son golosos; a las hijas, que son ventaneras; a los amigos, que son ingratos; a los enemigos, que son traidores, a los vecinos, que son maliciosos, y a las vecinas, que son envidiosas; y, sobre todo, dice que no hay hombre que tracte con otro verdad, ni guarde a mujer lealtad.

Miento si no vi apartarse de en uno dos honrrados casados, no por otra ocasión sino porque el pobre marido estaba algunas veces triste a la mesa y otras veces sospiraba en la cama. Decía la muger que alguna traición pensaba contra ella su marido a la mesa, y que por amores de alguna hermosa sospiraba en la cama, y sabida la verdad de la cosa, era por que tenía el marido una peligrosa fianza y no podía reinar en él alegría. Al fin, al fin, por más que le rogué y prediqué, y aun le reñí, nunca los pude tornar a concertar, hasta que juró él en mis manos de no estar mustio a la mesa, ni de sospirar más en la cama.

La muger que quisiere ser pacífica y sufrida, será bienaventurada del marido, bien servida de los criados, bien honrrada de los vecinos y muy acatada de sus cuñados, y donde no, téngase por dicho que huyrán todos de su casa y se santiguarán de su lengua. Cuando la muger es brava y orgullosa, poco gusto toma el marido en que ella sea generosa en sangre, hermosa en gesto, rica en hacienda y aliñada en su casa, sino maldice el día que con ella se casó y blasfema del primero que en ello le habló.

Que los maridos no sean muy rigurosos, mayormente cuando son recién casados.

También es saludable consejo que el marido no sea bravo y desabrido para con su muger, porque jamás tendrán paz entre sí los dos si la muger no aprende a callar y el marido no sabe sufrir. Osaré decir, y aun cuasi jurar, que más es casa de locos que no de casados, a do al marido falta la prudencia, y a la muger la paciencia, porque los tales, o se han de apartar por tiempo, o han de andar cada día al pelo. Las mugeres naturalmente son tiernas de complexión, y flacas de condición, y para eso es el hombre, para que sepa tolerar sus faltas y encubrir sus flaquezas; de manera que las han de llamar una vez mordiendo y ciento lamiendo. Si se tiene compasión al hombre que tiene muger brava, más se ha de tener a la muger que le cupo marido recio, porque hay algunos tan bravos y tan mal sufridos, que a las pobres de sus mugeres ni les abasta cordura para servirlos, ni paciencia para sufrirlos. Ora por los hijos, ora por los criados, ora porque no hay en casa dineros, no se pueden escusar entre marido y mujer enojos, y en tal caso osaría yo decir que entonces ha menester su cordura, cuando está su muger airada: es a saber, echárselo todo en burla, o no le responder palabra. Si a todas las cosas de que la muger tiene pena, y forma quexa, el hombre cuerdo le ha de responder y satisfacer, téngase por dicho que ha menester las fuerzas de Sansón y la sabiduría de Salomón.

Mira, marido, lo que te digo, y es: que o tu muger es cuerda, o tu muger es loca; si te cupo muger loca, poco te aprovecha reprehenderla, y si te cupo muger cuerda, abasta que le digas una palabra desabrida, porque has de saber, amigo, que si la muger no se corrige por lo que le dicen, nunca se emendará por lo que le amenazan. Cuando la mujer estuviere muy encendida en la ira, dévenla sufrir, y después que se le hubiere quitado el enojo, dévenla reprehender; porque si comienza a perder al marido la vergüenza, cada hora hundirá a voces la casa. El que presumiere de hombre cuerdo, y de ser buen marido, más ha de usar con su muger de sagacidad que no de rigor y fuerza, pues es de tal condición la muger, que, al cabo de treinta años que estén casados, hallará en ella cada día reveses en su condición, y mudanzas en su conversación. Es también de notar en que si en todo tiempo debe el marido de guardarse de trabar con su muger enojos, mucho más lo deve evitar, cuando fueren recién casados, porque si a los principios la muger le comienza a aborrescer, tarde o nunca le tornará a amar. A los principios de su casamiento, deve el sagaz marido halagar, regalar y enamorar a su muger; porque si entonces se cobran el uno al otro amor, aunque después vengan a reñir y a gruñir, será con enojo nuevo, y no por odio antiguo. Son muy mortales enemigos el amor y el desamor, y el primero de ellos que toma al corazón por posada, allí se queda morador toda su vida, de manera que los primeros amores puédense de la persona apartar, mas no de corazón olvidar. Si desde el principio que se casan comienza la muger a tomar el freno de aborrescer a su marido, yo le mando a ella mala vida, y a él mala vida y aun mala vejez; porque, si fuere poderoso para hacerse temer, nunca lo será para hacerse amar. Alábanse muchos maridos de ser servidos y temidos en sus casas, a los cuales yo tengo más mancilla que envidia; porque la muger que está aborrida, teme y sirve a su marido; mas la que está contenta, ámale y regálale. Mucho debe trabajar la muger por estar en gracia de su marido, y mucho deve temer el marido el no estar en gracia de su muger, porque si ella se determina de poner los ojos en otro, otro la gozará, aunque pese al marido. Para tan larga jornada, y para tan trabajosa vida, como es la del matrimonio, no se ha de contentar el marido con que a su muger robe la virginidad, sino que también le grangee la voluntad, porque no abasta que sean casados, sino que sean muy bien casados, y vivan mucho y muy mucho contentos. El marido que no es bien quisto de su muger, tiene en peligro su hacienda, en sospecha su casa, en peligro su honrra y aun en condición su vida, pues se puede buenamente creer que no deseará a su marido larga vida la que con ella pasa tan mala.

Que los maridos no sean demasiadamente celosos.

También es saludable consejo se guarden los maridos de ser con sus vecinos maliciosos, y de tener de sus mugeres dos géneros de gentes verán, estremados celos, porque a dos géneros de gentes verán, solamente que son celosos: es a saber, los que son muy mal acondicionados, o los que, siendo mozos, fueron muy traviesos. Tienen por imaginación los tales que lo que las mugeres de otros hicieron con ellos han de hacer sus mugeres con otros, lo cual es grande vanidad pensarlo, y no pequeña locura decirlo; porque si hay algunas que son disolutas, también hay señoras muy recatadas. Decir que todas las mugeres son buenas es sobra de afectión; decir también que todas son malas es falta de razón; abaste decir que entre los hombres hay mucho que reprehender, y entre las mugeres no falta que loar. No tengo yo por malo, a la que es vana y liviana, no sólo que la ponga en razón, mas aún le quite la ocasión; mas esto se entiende con que no la pongan en tanto estrecho, ni le den tan mala vida en que, so color de la guardar, la traigan a desesperar. No podemos negar sino que hay mugeres de tan mala condición, y de tan inhonesta inclinación, que ni se corrigen por miedo, ni se enmiendan por castigo, sino que parescen haver en este mundo nacido mejor para la lástima de sus maridos y para afrentar a sus deudos. Por el contrario, hay otras mugeres, muchas y muchas, las cuales de su proprio natural son de tan limpia condición y de tan casta inclinación, que no paresce que nacieron en el mundo sino para espejo de toda la república, y para gloria de toda su parentela.

Torno otra vez a decir que de cuando en cuando no es malo cerrarle la puerta, apartarla de la ventana, negarle alguna salida y quitarte alguna sospechosa compañía; mas esto ha de hacer el marido con tan grande cautela, que muestre fiar más de la bondad que ella tiene, que no en la guarda que le pone. Alabo y apruebo que sean los hombres con sus mugeres cautelosos; mas no tengo por seguro que sean demasiadamente celosos, porque son de tal calidad las mugeres, que ninguna cosa tanto procuran como es lo que mucho les vedan. Si el marido tiene de su muger sospecha, débese aprovechar de cautelas, no mostrándolo en las palabras, porque si la muger una vez se vee lastimada y afrontada, ella buscará modos y maneras para hacer verdadera la sospecha; y esto no tanto por el apetito que tenía de ser viciosa, cuanto por ver a su corazón del marido vengado. Las fuerzas de Sansón, la sciencia de Homero, la prudencia de Augusto, las cautelas de Piro, la paciencia de Job, la sagacidad de Hanníbal y las vigilias de Hermógenes no abastan para una muger gobernar, ni a su voluntad la subjectar, porque al fin, al fin, no hay en el mundo tan gran fuerza que haga a una ser buena por fuerza. Los descuidos y flaquezas que viere el marido en su muger, no es cordura pregonarlas, ni aun luego castigarlas, sino que dellas deve reñir, dellas corregir, dellas avisar, dellas castigar, dellas atajar y las más dellas disimular. Por cuerda y sufrida que sea una muger, solas dos cosas no puede oír, ni le abasta paciencia para sufrir; es a saber, que la tengan por mala de su persona, y por fea de su cara, sino que siendo mala, quiere que la tengan por buena, y siendo fea, quiere que la alaben por hermosa.

Sea, pues, la conclusión que cuando el marido está seguro de todas cosas, es a saber, que su muger no hace carnicería de su persona, que no anda por las plazas su fama, y no mete a saco mano su hacienda, sería yode parescer que ni la trate como celoso, ni la hable como malicioso, porque muy gran obligación tiene la muger a ser virtuosa, cuando el marido hace de ella gran confianza.

Que si entre los que son casados pasaren enojos, no han de dar parte de ellos a los vecinos.

Es también saludable consejo que de tal manera se hayan el marido y la muger en sus diferencias y enojos, que no den parte dellos a sus vecinos, pues saben que si los quieren mal, tornan placer, y si los quieren bien, tendrán qué decir. Hay hombres tan mal mirados, y mugeres tan mal sufridas, en que ni ellos saben reñir sino voceando, ni ellas responder les sino gritando; por manera que el oficio de sus vecinos es apaciguarlos entre semana, y oír sus quexas el día de fiesta. Qéxase el marido diciendo que su muger es brava, y. que no hay demonio que con ella pueda. Quéxase también que es celosa y sospechosa, y que no puede con ella hacer vida. Quéxase también que es impaciente y deslenguada, y que cada paso le deshonrra. Quéxase también que su muger es flaca, fea, enferma, y que gasta cuanto tiene en curarla. Quéxase también que es regalada, perezosa, dormilona, y que no se levanta hasta medio día. Quéxase tarnbién que es sucia, desaliñada y descuidada, y que las cosas de su casa ni las sabe allegar, ni menos guardar. Quéxase también que su muger es parentera, comadrera, callejera, y si una vez toma la puerta, hasta ver estrellas en el cielo no torna a casa. Por otra parte, las pobres mugeres, como no tienen fuerzas para se vengar, aprovéchanse de las lenguas para se quexar. Quéxase la muger de su marido que es triste, cetrino y malencónico, y que de puro mal acondicionado, ni cabe con los vecinos, ni le pueden sufrir los criados. Quéxase de su marido que es bravo, soberbio y mal sufrido, y que muchas veces que se le enciende la cólera, a las mozas apalea, y aun a ella destoca. Quéxase también que la baldona de fea y de villana, de sucia y de judía, y que algunas veces dice tantas y tan grandes lástimas, que se le rompen las entrañas y se le arrancan los ojos de lágrimas. Quéxase también que no le consiente ir a ver a sus padres, ni visitar a sus parientes, y que de puro malicioso, no la dexa salir de casa, y manda que a media misa vaya a la iglesia. Quéxase también que su marido es celoso y sospechoso, sin tener ocasión ni menos razón, y que por este fin ni la dexa salir a la puerta, ni poner a la ventana, ni vestir una ropa, ni tocar una toca, ni hablar con nadie una palabra, sino que ha de estar guardada como una doncella, y abscondida como monja. Quéxase también dél, que ni cree cosa que le dice, ni agradesce servicio que le hace, porque si está enojado, luego desmiente a todos y arroja cuanto tiene en las manos. Quéxase también dél que no dexa casada a quien no sirva, ni biuda a quien no siga, ni soltera con quien no ande, ni moza con quien no retoce, y que a ella, triste y desventurada, no la tiene ya sino para que empañe los hijos, ponga la olla y guarde la casa. Quéxase también dél, que no contento con tomarle el trigo, el tocino, la manteca, el aceite y el queso para dar a tales y a cuales fuera de casa, mas aún le hurta a ella para dar a su amiga lo que hila a la rueca, y aun gana a la almohadilla. Quéxase también dél que es un público tablajero, y un ordinario tahur, y que no contento con jugar toda la renta y todo lo que gana, le juega también a ella las alhajas de su casa, y las preseas de su persona. Quéxase también dél que muchas veces viene de fuera tan enojado, turbado y tan endemoniado, que no hay quien le espere, ni menos quien le sufra, sino que azota a los hijos, riñe con las mozas, remesa a los mozos y aun carmena a ella sus cabellos. Estas y otras semejantes cosas se quexa el marido de la muger, y la muger del marido, de las cuales dar parte a quien no las puede remediar, ni conviene saber, en el hombre es gran poquedad, y en la parésceme que muger gran liviandad.

Torno a decir que es poquedad y liviandad, pues no quieren mostrar a ninguno lo que tienen en sus arcas, y dicen a las veces lo que tienen en sus entrañas. Mostrar el amigo a su amigo el pan, el vino, y el dinero, y el granero, no hay en ello inconveniente ninguno. En lo que hay inconveniente es en lo que amamos, en lo que queremos y en lo que adoramos, lo cual no sólo se ha de guardar, mas aun absconder y trasponer. El amor y desamor que está en el corazón fixo es necesario que esté cerrado, y muy necesario que esté sellado. ¿Qué guardo yo para quien bien quiero, si a todos digo lo que en mi corazón está escondido? Al que nos ama de corazón, y queremos de corazón, a él sólo, y no a otros, hemos de manifestar el corazón. Las pasiones que nos dan y los infortunios que se nos ofrecen, no es cordura manifestarse sino a quien nos los ayude a remediar, y aun nos los ayude a llorar, porque las lágrimas del amigo mucho alivian al corazón del trabajo. Pues si esto es verdad, como es verdad, ¿para qué el marido se quexa de la muger, y la muger se quexa del marido, a quien sabe que no les puede remediar, sino que ha de burlar y dellos mofar? Si alguna travesura hiciere el marido, y si alguna flaqueza hay en la muger, gran locura y poca cordura es decirlo a los que no lo saben, porque menos mal es que lo sospechen los otros, que no que lo sepan de su boca dellos.

Que los maridos provean de lo necesario a sus casas.

Es también saludable consejo que los maridos sean muy cuidadosos de proveer sus casas, de vestir a sus mugeres y de criar a sus hijos, y de pagar a sus criados; porque en las cosas voluntarias puédense los hombres descuidar, mas en las necesidades de sus casas no se sufre descuidar, ni olvidar. El oficio del marido es ganar hacienda, y el de la muger allegarla y guardarla. El oficio del marido es andar fuera a buscar la vida, y el de la muger es guardar la casa. El oficio del marido es buscar dineros, y el de la muger es no malgastarlos. El oficio del marido es tractar con todos, y el de la mu ger, hablar con pocos. El oficio del marido es ser entremetido, y el de la muger es ser zahareña. El oficio del marido es saber bien hablar, y el de la muger es preciarse de callar. El oficio del marido es celar la honrra, y el de la muger es preciarse de muy honrrada. El oficio del marido es ser dadivoso, y el de la muger es ser guardadora. El oficio del marido es vestirse como puede, y el de la muger es como deve. El oficio del marido es ser señor de todo, y el de la muger es dar cuenta de todo. El oficio del marido es despachar todo lo que es de la puerta afuera, y el de la muger es dar recaudo a todo lo de dentro de casa. Finalmente, digo que el oficio del marido es grangear la hacienda, y el de la muger gobernar la familia.

He querido decir esto a fin que a la casa a do cada uno de ellos hiciere su oficio, la llamaremos monesterio, y a la casa a do fuere cada uno por su cabo, la llamaremos infierno. Que la muger pida a su marido cosas superfluas y muy costosas, ni las debe pedir, ni se las han de dar; mas si pide las cosas necesarias para su casa, no se le deben negar, porque se ha de tener por dicho el marido que sobre las prendas de la honrra, muchas veces provee la muger a sí y a su casa. El marido que no da a su muger para la saya ni mantón, ni camisa, ni chapín, ni toca, ni zamarro, ni para vestir los hijos, ni para pagar las criadas, y, por otra parte, la vee de todas estas cosas proveída, honrrada y mejorada, cierto es que el tal ha de pensar que antes lo ganó ella trotando, que no hilando. ¡Oh, cuántas mugeres son malas, no porque lo querrían ser, sino porque sus maridos no les dan lo que han menester, las cuales, a trueque de la castidad, suplen su extrema necesidad!

Para mantener la casa y familia no abasta que la mujer texa, hile, cosa, labre, vele y se desvele, sino que también el marido afane, sude y trabaje, y donde no, hase de tener por dicho que la casa se proveerá a costa de su honrra dél, y a costa de la persona della. Por pobreza, ni por flaqueza, ninguna muger debe hacer cosa que a ella sea afrenta, y a sus parientes deshonrra; mas junto con esto, osaré decir que muchas veces el descuido del marido hace que su muger sea para con él absoluta. No sé yo con qué cara, ni con qué corazón osará el marido a su muger reñir, ni apalear, pues nunca le vee echar mano a la bolsa para trae de comer. El marido que conforme a su estado mantiene su familia y substenta su casa, justa y justísimamente puede reñir a su muger los descuidos que tiene, y aun afearle los excesos que hace; y donde no, ha de sufrir lo que le dixere, pasar por lo que oyere, callar lo que sospechare y aun disimular lo que viere.

Que los maridos no deben llevar a sus casas personas sospechosas.

Es también saludable consejo que los hombres casados sean amigos de buenas personas y se aparten de malas compañías, porque muchos hay que son mal casados, no por faltas que en sus mugeres veen, sino por lo que otros maliciosos les dicen. Si el marido es bobo, callo; mas si es agudo y discreto, por afrenta lo ha de tomar que ose ninguno decir mal de su muger, pues el otro no la vee una vez en la semana, y él la tiene cada noche en la cama, cada día en la mesa y cada hora en casa. Si la muger es una loca, parlera, derramada, andariega, liviana, absoluta y disoluta, el marido es el que primero lo ha de saber y el que luego lo ha de remediar; y si lo sabe y no lo remedia, al tal bobo y bovato débenle dexar, pues ello quiere sufrir. Una de las grandes ofensas que a Dios se puede hacer es cizañar al marido con la muger, y a la muger con el marido, porque si algún descuido se viere en él, o alguna flaqueza se hallare en ella, tenemos obligación de los avisar, mas no licencia de los acusar. Muchas veces los maridos son culpados en que de ligero dan crédito a los amigos, a los vecinos y aun a los criados, los cuales si les dicen algún mal de su muger, no es tanto por el celo que tienen de su honra, cuanto es por la malicia y interese que tienen con ella. Es también dañoso al marido tratar con malos hombres, por la infamia que se le puede seguir de la conversación dellos; porque hay algunos sagazes y tan malos, que procuran de tomar amistad con el marido, no por más de por tener segura la entrada para con su muger, Bien se sufre que el vecino, el amigo, el pariente, el conoscido del marido tenga con su muger amistad, mas no familiaridad, porque la amistad no quiere más de comunicación; mas la familiaridad para en conversación. No sería yo de voto que nadie confiase tanto de alguno, que con verdad osase decir: «Voto a tal, que entro en casa de fulano, y con su muger como, burlo, juego, parlo y paso tiempo; porque es mucho mi señora, devota y amiga». Reniego yo del amigo que no tiene otro pasatiempo sino con la muger de su amigo. Lo que se sufre decir en semejante caso es que «fulano es mi amigo y su muger mi conoscida», porque proverbio muy antiguo es que la muger y la espada puédense amostrar, mas no confiar. Si al marido se le siguiere alguna infamia de haver llevado a su amigo a casa, y haber hecho con su muger que le conozca, quéxese de sí mismo porque le llevó, y no de su muger porque tropezó. Plutarco dice que era ley entre los parthos que no pudiesen las mugeres tener otros particulares conoscidos sino a los amigos de sus maridos, por manera que entre aquellos bárbaros no sólo era común lo que de hacienda tenían, mas aun los amigos que amaban. Sería yo de parescer que la muger amase a los amigos de su marido, y que el marido amase a los parientes de su muger, porque si quiere tener paz en su casa, dévese de la muger servir y de los parientes della honrrar. No ha de ser el marido tan desabrido, ni tan sacudido, a que cuando los parientes de su muger vinieren a casa, los dexe de hablar, y se descuide de los convidar, porque sería para ella muy grande afrenta, y cahería él en muy mala crianza. Algunas veces también las mugeres toman afectiones, y emprenden amistades bien escusadas, aunque no sospechosas, las cuales por sustentar, vienen con sus maridos a reñir, y aun a descompadrar; lo cual yo no lo alabo, ni menos aconsejo, porque la muger honrrada y recatada ninguna amistad ha de llevar tan al cabo que abaste a enemistarla con su marido. En ninguna muger de bien se sufre decir: «éste es mi amigo», sino decir: «éste es mi conoscido»; porque la muger casada a ninguno ha de tener por enemigo, y a sólo su marido ha de tener por amigo. No me paresce tampoco bien que algunas mugeres son demasiadamente afectionadas, apasionadas y aun dezideras, a las cuales algunas veces por defender a sus amigos y tornar por sus bandoleros, les miden los cabellos a puños, y aun les sacuden el polvo de las espaldas.

Que las mugeres deben aprender a amasar y cocer.

Es también saludable consejo que las mugeres casadas aprendan y sepan regir muy bien sus casas; es a saber, amasar, cocer, labrar, barrer, cocinar y coser; porque son cosas tan necesarias, que sin ellas no pueden ellas mismas vivir, ni menos a sus maridos contentar. Suetonio Tranquillo dice que Augusto, el emperador, mandó aprender a sus hijas las infantas todos los oficios con que una muger se puede mantener, y de que se debe presciar, de manera que todo lo que vestían ellas, lo hilaban y texían. Por grande que sea en estado, y por generosa que sea en sangre, y por estimada que sea en riqueza una gran señora, tan bien le paresce en la cinta una rueca, como paresce al caballero la lanza, y al sacerdote la estola. Cuando los romanos, sobre hecho de apuesta, enviaron desde la guerra a Roma a saber qué hacía la muger de cada uno en su casa, fué entre todas ellas la más afamada, y más loada, la casta Lucrecia, no por más de porque a sola ella hallaron texiendo, y a todas las otras holgando. Si me dicen que entre gente noble es caso de menos valer entender en estas poquedades, a esto respondo que la muger de bien no se ha de afrontar de hilar y de amasar sino de comer, holgar y parlar, porque la honrra de una señora no consiste en estar asentada, sino en andar ocupada. Si las mugeres quisiesen trabajar en sus casas, no veríamos por las plazas tantas de ellas perdidas, porque no hay en el mundo otro tan mortal enemigo de la castidad como es la ociosidad.

Una muger que es moza, es sana, es libre, es hermosa, es desenvuelta y es holgazana, ¿qué es lo que piensa, arrellanada sobre una almohada? Lo que ella hace es ponerse muy despacio a pensar qué forma tendrá en se libertar y perder, de manera que engañe a todos diciendo que es muy buena, y por otra parte goze a su placer de la vida. ¡Qué placer es de ver a una muger levantarse de mañana, andar revuelta, la toca desprendida, las faldas prendidas, las mangas alzadas, sin chapines los pies, riñendo a las mozas, despertando a los mozos y vistiendo a sus hijos! ¡Qué placer es verla hacer su colada, lavar su ropa, ahechar su trigo, cerner su harina, amasar su masa, cocer su pan, barrer su casa, encender su lumbre, poner su olla y, después de haber comido, tomar su almohadilla para labrar o su rueca para hilar! No hay en el mundo marido, por loco y insensato que sea, que no le parezca su muger mucho mejor el sábado cuando amasa, que no el domingo cuando se afeita. No estoy bien con las mugeres que no saben otra cosa sino acostarse a la una, levantarse a las once, comer a las doce, y parlar hasta la noche, y más y allende desto, no saben sino armar una cama a do se echen, y aderezar un estrado a do negocien; de manera que las tales no nascieron sino para comer y dormir, holgar y parlar. Dexada a parte la cámara do ellas duermen, y el estrado a do negocian, si dais una vuelta por todo lo demás de casa, habréis vergüenza de lo ver, y asco de lo andar, según está todo desaliñado y peor barrido, por manera que muchas señoras, por hacer del estado, hacen de la casa establo. Para ser una muger buena, gran parte es estar siempre ocupada, y, por el contrario, no vemos otra cosa sino que la muger ociosa anda siempre pensativa. Créanme en esto las señoras: en que ocupen siempre sus hijas, porque les hago saber, si no lo saben, que de los ociosos momentos y de los livianos pensamientos se vienen a hacer los malos recaudos.

No más sino que Nuestro Señor sea en vuestra guarda.

De Granada, a IIII de mayo de MDXXIIII años.




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Letra para el duque de Alba, don Fadrique de Toledo, en la cual se expone una autoridad del apóstol y se tocan algunas notables antigüedades.


Muy illustre señor y gran duque de España:

Con Rodrigo Enrríquez rescebí una letra de la mano de vuestra señoría escripta, y un memorial que dentro della venía, y para mi fué cosa muy nueva querer enviar por mi consejo aquel con quien César toma consejo. No os maravilléis, señor, de verme a mí maravillar, pues en vos pregonáis humildad y en mí confesáis habilidad. Hasta determinarme en lo que os había de responder, y resolutoriamente aconsejar, he estado muy perplejo y cuasi indeterminado, porque vuestra honrra querría uno, y vuestra consciencia clamaba por otro.

Después que lo miré, y lo estudié, y me determiné, yo os lo envío, señor, tan bien declarado, y lo que queréis, tan bien desmarañado, que ni en la consciencia tendréis escrúpulo, ni en la fama correréis peligro. El hombre gentílico, que es desalmado, en lo más que mira es prescíarse mucho de caballero, y después apéguesele lo que se le apegare de caballero. Ser caballero y ser christiano muy bien se compadescen en la ley de Christo, porque el bueno y verdadero caballero ha de ser animoso en el corazón, y esforzado en el pelear, cierto en el hablar, generoso en el dar, paciente en el sufrir y clemente en el perdonar, las cuales cosas no sólo en la bendita ley de Christo se permiten, mas aun se mandan. Creedme, señor, y no dubdéis que los cielos están llenos de caballeros y los infiernos están llenos de necios. El Apóstol Sant Pablo, a su discípulo Timotheo, dice: «Labora ut bonus miles». Quería, por estas palabras, decir: «Trabaja como buen caballero». No dijo trabaja como labrador, pescador, molinero o marinero, sino como buen caballero, porque no es de menor ánimo resistir a los vicios que acometer a los enemigos. Condenánse los hombres por necios cuando no saben lo que deben, y condénanse por cobardes cuando no hacen lo que saben; mas el sabio y virtuoso caballero hace lo que sabe, y aprende lo que debe. No sólo dice el Apóstol que trabaje su discípulo como caballero, sino como buen caballero, porque la bondad del caballero christiano está no en substentar mucha familia, sino en tener buena consciencia. Tener muchos paños en la casa, muchos pajes en la cámara, muchos escuderos en su casa, muchos cavallos en la cavalleriza, y muchos halcones en la alcándara, todas estas cosas más son para se honrrar que para se salvar. Si son para se honrrar, no decimos que son para se condenar, porque en los palacios de los caballeros loamos el dar de comer a muchos hijos de buenos, y condenamos el dexarlos ser viciosos. El que a sus criados consiente que sean mentirosos, blasfemos, tahures, golosos, amancebados y vagamundos, podráse llamar caballero, mas no buen caballero; porque las casas de los buenos caballeros han de ser escuelas a do se críen los buenos, y no cuevas a do se abscondan los ladrones. A uno que tiene mucha caça, hace grandes banquetes, consiente muchos tableros, y defiende a muchos perdidos, y deve muchos dineros, dicen del tal que es un muy gentil caballero; y en verdad, sin mirar lo que dicen, dicen en ello verdad, porque semejantes cosas más son de hombres gentílicos, que no de caballeros christianos. Conforme a lo que dice el Apóstol, aquél trabaja de ser buen caballero que se esfuerza a ser buen christiano, porque debaxo de la ley de Christo ninguno es libertado para que ose ser vicioso.

Quiénes eran los más honrrados entre los antiguos.

Señor, también me escrevís que os escriba a quiénes daban antiguamente la honrra y preheminencia, para que en los Ayuntamientos tuviesen mejores asientos, y en el pagar los tributos fuesen más libertados. En esta vuestra demanda no puedo daros regla general, en la cual todos los de los siglos pasados conviniesen, y que todos la guardasen, sino que, según la diversidad de las naciones, así tuvieron en el dar diversas costumbres. Ligurgio, que fué el que dió leyes a los lacedemones, mandó que los más honrrados fuesen los que tuviesen las cabezas blancas, y en las barbas canas. Solón Solonino mandó a los athenienses que estimasen por más honrrados a los que tuviesen más hijos. El rey Promotheo mandó a los egipcios que aquellos entre todos tuviesen más honrra que tenían en la república cargo de la justicia. El rey Drídamo mandó a los sicionios que los sacerdotes del templo fuesen más honrrados que todos. Brías, rey de los argibos, mandó que los más honrrados fuesen los philósophos que leían en los estudios. Numma Pompilio mandó a los romanos que aquel tuviesen por más honrrado en la república que hubiese vencido alguna famosa batalla. Anachraso, philósopho, mandó a los pennos que aquél fuese más honrrado en la república, que en tiempo de paz la aconsejase, y en tiempo de guerra la defendiese. Esto presupuesto, decimos que aunque todos los aquí nombrados merescen ser honrrados y acatados, mucho más lo merescen los que son cuerdos y sufridos, porque de ánimo generoso y de corazón valeroso procede ser uno prudente en la prosperidad y paciente en la adversidad.

Agora, señor, en esta nuestra edad, o por mejor decir tempestad, no hay necesidad de vuestra demanda, ni de mi respuesta, pues vemos que ya de los viejos burlan, a los padres desacatan, a los jueces desobedecen, a los sacerdotes infaman, a los guerreros olvidan, a los sabios arrinconan y a los virtuosos persiguen. En edad tan férrea, en siglo tan inhumano, en tiempo tan ingrato, no hace poco quien se esfuerza a ser virtuoso. Antiguamente, el que más sabía, más valía; lo cual no es así agora, sino el que más rico, es el más honrrado; de manera que tanto valemos, cuanto tenemos. Antiguamente no daban la honrra sino a los que huían de ella; mas agora, en nuestros tiempos, no honrran al que la meresce, sino al que la busca. Antiguamente, en tierras estrañas iban a buscar a los buenos; as agora, aunque llamen a las puertas, no son respondidos. Antiguamente no había senado a do no residiese un philósopho, y agora no hay palacio a do no hay un truhán. Antiguamente, el que era virtuoso tenía licencia de corregir al malo; mas agora el que es malo osa reprehender, y aun lastimar al bueno. Antiguamente, en las repúblicas solos los buenos podían hablar; mas agora, en nuestro tiempo, ningún malo suele callar. Finalmente, decimos que en aquellos siglos antiguos, y en aquellos tiempos dorados, el malo se escurecía y el bueno prevalescía; mas en este nuestro siglo, el bueno se escurece y el malo prevalesce.

Mandáisme también, señor, que os escriba a quiénes tenían por ladrones, y qué pena daban a los ladrones en tiempo de los gentiles. Curiosa, más que necesaria, es esta vuestra cuestión, porque a vuestra señoría le hacía poco al caso saberla, y a mí ha sido muy penoso hallarla, porque materia tan delicada como ésta, nunca la pensé, ni menos estudié. Aulo Gelio, en el libro octavo, es el que más en esta materia metió la mano, como es escriptor curioso, y de peregrinas antigüedades muy antiguo. Pone este auctor muchas maneras de ladrones, y aun muchas maneras de castigos, los cuales, aunque se cometan agora, son tenidos por culpas, mas no por hurtos.

Llamaban los antiguos ladrón al hombre que en el campo, o en el pueblo, hurtaba lo ageno, ninguno lo viendo, y el dueño no lo queriendo. Llamaban ladrón al hombre que pedía un caballo prestado para ir una jornada, y él caminaba en él dos. Llamaban ladrón al depositario que tomaba una cosa en guarda, y después se aprovechaba de ella como si fuera suya. Llamaban ladrón al que pedía alguna cosa emprestada por diez días, y no la tornaba hasta los veinte. A todos los sobredichos tenían por ladrones, llamaban ladrones y aun castigaban como ladrones.

Las penas que daban a los ladrones no eran todas unas, porque los griegos, mandaban que con hierros ardiendo fuesen en las frentes señalados, porque fuesen de todos conoscidos. Ligurguio mandó que a los ladrones les cortasen las narices. Promotheo mandó que los entregasen a los mochachos. Numma Pompilio mandó que les cortasen una mano. Los primeros que inventaron el desorejar y ahorcar a los ladrones fueron los godos, los cuales, aunque en otras cosas fueron muy bárbaros, fueron de ladrones muy enemigos. Una cosa digo, señor duque, y es que si agora ahorcasen a todos los ladrones que hay en nuestros tiempos, antes faltarían horcas que culpas; mas, como decía Diógenes, los ladrones mayores ahorcan a los menores.

No más de que Nuestro Señor sea en su guarda.

De Madrid, a XIIII de enero de MDXXVI.




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Letra para el doctor coronel. Es letra familiar en la cual le responde el auctor a ciertas cosas.


Reverendo señor y parisiense maestro:

«Reddidit rnihi familiaris tuus tuas literas ut apud cancelarium rem tuam curarem. Extemplo id libenter feci, sed minime opus erat currenti equo calcar admouere. Summo enim diligit te corde, libenterque se exercet in his qui tuum respiciunt commodum. Ceterum respondebo literis tuis, quanitum potero breviter et succincte, ne vel tibi lecturo, vel mihi scribenti sim molestus». Conforme a lo que vuestra merced envía a mandar, yo fuí al capitán Cerrato, a rogarle que rescibiese a vuestro sobrino por su sargento, y en la primera y aun en la segunda plática le hallé tan frío y me respondió tan tibio, que no quise a él más rogar, ni a mí afrentar, «quia faciem frigoris eius, quis substinebit». Los amigos generosos y los rostros vergonzosos, ir a rogar a quien no meresce ser rogado, mas lo sienten que lo muestran, porque después al que rogaron alábase que fué rogado, y el que rogó queda del ruego afrentado.

No hay cosa en el mundo más cara que la que con ruegos se compra, porque, sin comparación, da más el que por sola una hora empeña la vergüenza de su cara, que no el que da por una cosa toda su hacienda. Decía el divino Platón que cuan grande es el contentamiento que toma el corazón en dar, tan grande es el tormento que siente en rogar, porque con el dar compra la libertad agena, y con el rescebir pierde la suya propia. Porque las mugeres romanas no se afrontasen, y de afrontadas no mal pariesen, era ley muy usada y muy guardada entre los romanos, que ninguna cosa en el tiempo de su preñado les negasen, o a lo menos por entonces se la suspendiesen.

Los libros que me dexastes hice encuadernar, y los dineros que me enviastes para pagarlos os hago tornar, porque el trabajo que pasa el amigo por su amigo no se ha de pagar luego a dinero, sino que el remedio del uno se tome por remuneración del otro. Las amistades que sobre interese se fundan, por el mismo interese se acaban. Entre los verdaderos amigos, ni ha de haber fin en el amar, ni cuenta en el gastar. Veinte y tres reales que costaron a encuadernar vuestros libros, quererlos enviar desde allá acá, una de dos cosas es: o que en vos, señor, falta la hermandad, o en mí la liberalidad.

Escríbeme vuestra paternidad que le escriba cómo me va con el abad de Compludo, a esto respondo que es muy gran trabajo tratar con hombres que ni saben callar ni se pueden asosegar. Los hombres que son desenfrenados en hablar, y inquietos en el vivir, a las repúblicas do moran pierden, y a sí mismos desasosiegan. No hay en el mundo igual trabajo como estar el hombre de sí mismo descontento, porque, dado caso que en el mundo no podemos vivir contentos, a lo menos podemos, si queremos, vivir asosegados. Esto digo, porque el señor abad se ha en los trabajos a manera de animal indómito, que, al cargarle, está quedo, y al descargar, tira coces. Condición de hombres hay que no sólo no saben huir de los trabajos y bullicios, mas aun se hacen encontradizos con ellos. Muchos hay en esta vida con los cuales hemos de emplear más fuerzas en los sosegar que para hacer a otros trabajar.

A lo que decís, señor, de Francisco de Mercado no os sé más decir sino que él perdió su persona, y casa, y hacienda, y nosotros perdimos en él una condición nobilísima. Más sentimos sus amigos perderle que él sintió perderse. Si como tuve entonces cargo de aconsejarle, pudiese agora remediarle, sed cierto, señor, que él sentiría allá a do está mi amistad como yo siento acá su soledad. Si él me creyera, no se perdiera; porque yo le decía que no era otra cosa la comunidad sino un sonoroso eco, el cual tiene el sonido claro, mas no le hallan dueño. Los hombres que emprenden grandes negocios no deben tener en poco los avisos de sus amigos, porque, en otra manera, necesario será que aquél que no se aprovechare de la correctión blanda, experimente la fuerza sanguinolenta. A todo lo demás que me escribe, «dabo operam ut reipsa intelligas nihil frustra te scripsisse».

Vale ex Medina die VIII mayo, MDXXIII.




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Letra para don Juan Perelloso Aragonés, en la cual se trata que las mugeres que tienen a sus maridos absentes las hemos de socorrer, mas no ir a visitar.


Magnífico señor y agradescido caballero:

Estando el magnífico Alexandro en Egipto, llegóse a él un egipcio pobre, que había nombre Biancio, a pedirle favor y ayuda para poder casar una hija, y el buen príncipe hízole merced de una ciudad que era assaz populosa y además muy rica. Espantado, el egipcio de lo que el magnánimo príncipe le había dado, dixo: «Mira, soberano príncipe, lo que das, y a quien lo das, porque ya puede ser pienses que soy otro, o no hayas entendido lo que yo te pido». A estas palabras respondió Alexandro: «No estoy, como piensas, desacordado, que bien miro quién eres, bien oigo lo que me pides, y bien sé lo que te doy; toma, pues, lo que te doy, y calla, que si tú eres Biancio en el pedir, yo soy Alexandro en el dar». La serenísima reina Cleopatra, aunque por una parte fué muy requebrada en su vivir, por otra parte fué muy generosa en el dar, porque jamás hizo merced tan pequeña que no abastase al que la hacía para sacarle de miseria, y aun para pasar honrradamente la vida.

Todo esto digo porque, en albricias de la buena venida de César en España, os pedí una mermelada portuguesa, y vos, señor, me embiastes una buena mula de Losa, de manera que yo representé a Biancio en el demandar, y vos, señor, al magno Alexandro en el dar. Todos los que esto supieren y esta carta leyeren loarán mi demanda y aprobarán vuestra dádiva, porque yo me mostré poco cobdicioso en lo que pedí, y vos, señor, muy generoso en lo que distes. Yo, señor, he visto vuestra mula, la cual no sólo probé, mas aun aprobé, y ella es tan bien acondicionada y tiene tan generosa presencia, que no sólo meresce tener amo obispo, mas aun obispo de capello. Un criado mío torna a llevaros la mula, y esta carta os lleva las gracias della, por manera que vos, señor, la tornáis a cobrar y yo quedo obligado de os la pagar. Y porque con los amigos verdaderos hemos de ser escasos de palabras, y muy pródigos en las obras, por esta letra le prometo, y a ley de bueno le juro, que, cuando César me pagare los servicios que le he hecho, yo, señor, os sirva las mercedes que agora me hacéis.

Escrebísme, señor, también que os escriba qué tal está la muger de micer Ángelo, y si hemos sabido de su marido, después que pasó en Italia, pues es vuestra tía y en Valencia fué mi vecina. Yo, señor, os confieso que ni la he visto, ni aun la entiendo de ir a ver, si ella no me envía a llamar, porque a las mugeres que tienen sus maridos absentes, aunque tengamos obligación de servirlas, no tenemos licencia de visitarlas.

Dos cosas son las que jamás se deben prestar, ni de nadie confiar; es a saber, la espada que tenemos y la muger con quien nos casamos; porque paresce muy bien al hombre la espada ceñida, y muy mejor paresce a la muger que esté en casa guardada. La casta Lucrecia, teniendo a su marido Colatino en la guerra de los vascos, por quererla visitar el disoluto Tarquino, él a solas, y ella sola, se siguió dello que Roma se escandalizase, la guerra se desbaratase, Lucrecia se matase y Tarquino se perdiese. Digo esto, señor, para que a las mugeres de nuestros amigos que tienen a sus maridos absentes abasta socorrerlas con dineros, si los han menester, y entender en algún negocio, si nos lo encomendaren, sin que las llevemos a festejar, ni las frecuentemos con visitar. La malicia de los hombres es muy continua, y la honrra de las mugeres es muy delicada, y por eso hemos de mirar mucho cómo las hablamos, y a qué hora las visitamos, porque no demos a los vecinos qué decir, ni a los maridos qué sospirar.

Por lo demás que, señor, me escrebís y rogáis, yo lo hablaré al gran Chanciller de muy buena voluntad, y si él no lo hiciere como queréis, a lo menos yo se lo diré como me lo escrebís. Al que tiene negocios en corte, ni le ha de faltar paciencia, ni le ha de sobrar la confianza, porque allí mucho más aprovecha una onza de fortuna que una arroba de cordura. No vemos otra cosa en esta corte sino negocios justos y casi acabados se perder, y por otra parte vemos negocios perdidos, y aun oleados, en bien acabar; de manera que en la corte, de ningún favor hemos de esperar, y por ninguna desgracia hemos de desesperar. No penséis que diga esto, señor, por excusarme yo del trabajo, sino porque estéis apercebido a que si el negocio no se hiciere como lo queréis y pedís, no por eso os turbéis, pues no es cosa de honrra, sino de hacienda; por lo qual, si tenemos licencia de nos enojar, no la tenemos de desesperar.

No más, sino que Nuestro Señor sea en su guarda, y a mí dé gracia que le sirva.

A XXX de enero de MDXXIII.




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Letra para don Hernando de Toledo, en la cual se exponen dos auctoridades de la Sagrada Escriptura y de lo que los egipcios hacían por los amigos muertos.


Muy magnífico señor y discreto caballero:

Si respondiere breve a vuestra carta, echad la culpa a la maldita de mi gota, la cual ni me dexa andar, ni menos escrebir, ni aun de noche reposar, porque no ha dexado cosa sana en mi cuerpo, sino es el corazón con que sospiro, y la lengua con que me quexo. La primera palabra que preguntamos a quien bien queremos es «cómo os va», «qué tal estáis», «cómo os ha ido» y «qué tal os sentís»; y, a la verdad, la costumbre es digna de loar, y de nunca se olvidar, porque el hombre que tiene un real que gastar, y salud para le gozar, de ninguna cosa se debe trabajar, ni menos gozar. El señor duque de Alba, vuestro hermano, me vino en persona a ver, y después me envió un precioso ungüento para me untar, y ruego a Dios le prospere el estado que tiene, y le alargue la vida que posee, porque con su presencia me alegro y con su unción me alivio. Yo, señor, os doy inmensas gracias por la carta que me escribís, y por lo que en ella me decís, y aun por los dineros que me enviáis, aunque es verdad que vuestra merced me los envía para comprar libros, y habránse de gastar en pagar los boticarios, y en satisfacer a los médicos. La merced de vuestra merced ha sido conmigo tan larga, que no sólo me enviastes para pagar lo que debía, mas aun para me curar y después me regalar; y sed cierto, señor, que en mí terná vuestra casa un fiel amigo y vuestra persona un gran pregonero.

Decís, señor, por vuestra carta que el otro día me oístes en la capilla delante el Emperador predicar y exponer dos palabras de la Sagrada Escriptura, las cuales querríades que, como las dixe allí, os las escribiese aquí; lo cual yo haré, aunque de muy mala gana lo suelo hacer.

Es, pues, la primera auctoridad aquella del Levítico, capítulo diez y nueve, a do dice así: «Super mortuo non incidetis carnes vestras, neque figuras aliquas, aut stimata neque calbicium». Como si más claro dixera Moisén: «Manda Dios a vosotros, los hombres, que cuando se os muriere algún pariente o amigo, no rayáis las cabezas, no arañéis las caras, no rompáis las carnes, ni hagáis algunos caracteres en ellas». Para entendimiento de este mandamiento es de saber que como los hijos de Israel moraron en Egipto tantos y tan largos tiempos, apegáronseles muchas costumbres malas y perniciosas de los egipcios, los cuales eran naturalmente nigrománticos, magos, matemáticos y supersticiosos. En todas las naciones del mundo, de ninguna se lee que hiciesen tan gran sentimiento en la muerte de alguno, como lo hacían en Egipto cuando se les moría algún amigo, porque mayores señales de amistad les mostraban después de muertos, que de antes cuando eran vivos.

Era, pues, el caso que si al padre se le moría el hijo, o el hijo al padre, o el amigo a su amigo, usaban algunos de los egipcios raerse la mitad de los cabellos de la cabezas, en señal que se les había muerto el amigo, que era la mitad de su corazón; y por eso les mandaba Dios a los israelitas que no se hiciesen calvos, porque no paresciesen a los egipcios. Tenían también costumbre las mugeres egypcianas que, cuando se les morían los maridos, o algunos hijos o parientes muy queridos, se arañaban y desollaban todas las caras con sus propias uñas; y por eso manda Dios a los israelitas que no arañasen las caras, porque no paresciesen a las mugeres egipcianas. Tenían también en costumbre los sacerdotes menores de los egipcios que, cuando moría el supremo sacerdote, tomaban unos hierros ardientes y hacíanse unas señales, cuales ellos querían, en las manos y en los brazos, o en los pechos, para que todas las veces que aquellas señales se parasen a mirar, se tomasen a llorar. Tenían también en costumbre los egipcios que cuando moría su príncipe, o rey, todos los criados y oficiales de la casa real se daban sendas cuchilladas en las manos, o en los brazos, o en la cara, o en la cabeza, de manera que el que más privaba, mayor cuchillada se daba. Mandar Dios a los hebreos que no se hagan caracteres en los brazos es decir que no imiten a los sacerdotes egipcios, y manda Dios que no se hagan llagas o heridas en las cabezas; esto dice porque no immiten a los de la casa real, en darse cuchilladas; porque todas estas cosas eran supersticiones inventadas por el demonio, que dañan a los vivos y no aprovechan a los muertos. Prohibir Dios en la vieja ley todas estas cosas y otras semejantes, así como que no arasen con buey y asno, y que no sembrasen en una tierra trigo y cebada, y que no pareasen asno y yegua, y que no vistiesen vestidura de lino y lana, no piense nadie que eran niñerías, sino cosas muy misteriosas, porque eran cerimonias de Egipto, y no quería Dios que se usasen en el su pueblo hebreo.

Junto con esto débese aquí de notar que no vedaba a los hombres el estar tristes, ni el llorar a los muertos, porque el trasquilar la cabeza, y el acuchillar la cara, y el arañar el rostro, y el quemar los brazos, es en nuestra mano de lo hacer, o no lo hacer, mas la tristeza por el amigo no se puede evitar. Como quien conosce al corazón lo hizo Dios con el corazón; es a saber, el no le inhibir el se entristecer, ni le prohibir el querer llorar; porque al corazón que es tierno y amoroso, no hay cosa para él más áspera que verse apartado de lo que mucho ama. La experiencia nos enseña que cuando a un animal le matan, o le toman el hijo o compañero de cabe sí, muestra de fuera lo que siente de dentro; lo cual paresce claro, en el león que brama, el lobo aúlla, la vaca muge, la obeja bala, el ánsar grazna, el puerco gruñe, el perro ladra, el gato mía y aun la mula patea. No somos de menor condición los hombres que son los animales, para que no lloremos la muerte de nuestros caros amigos y la soledad que nos queda sin ellos. Pues lloramos al vecino cuando le vemos navegar, o le vemos pelear, o le vemos caminar, o le vemos malpasar, ¿no lloraremos al amigo, viéndole enterrar? Mimo el philósopho decía que tantas veces el hombre moría cuantos amigos enterraba, y en verdad que él decía la verdad, que pues los corazones enamorados no tienen más de un ser, y un querer, justa cosa es llore la muerte agena como cosa suya propria.

La segunda palabra que expuse en aquel sermón fué aquello que dice Dios en el Deuteronomio.

«Eligite ex vobis viros sapientes et nobiles, ut sint tribuni». Como si más claro dixese Dios: «Es mi voluntad que todos los que hubieren de gobernar la república sean en la condición nobles y en la abilidad sabios». No sin alto misterio quiso Dios que sus gobernadores fuesen sabios y que fuesen también nobles, porque la sabiduría sin nobleza es cosa muy pesada, y la nobleza sin sabiduría es cosa muy necia. Gobernarse hombre por el que tiene mucha sciencia y ninguna nobleza, es cosa intolerable, y gobernarse hombre por el que tiene mucha nobleza y no ninguna prudencia, es cosa insufrible y penosa. Es necesario en el juez que tenga sciencia para determinar y mirar los pleitos, y nobleza para honrrar a todos. Cuando Dios mandó que los jueces de su república fuesen sabios, no lo dixo para que solamente supiesen a Baldo, y a Bárthulo, y al Esforzado, sino para que fuesen graves, modestos, mansos, sufridos y comedidos; porque para ser uno recto y verdadero juez, no han de hallar en él nada que juzgar, y menos que notar. No immérito, mandaba Dios que los jueces de su república fuesen en sangre limpios, y en condiciones nobles, porque muy gran parte es para tener en paz la república presciarse él de nobleza y crianza.

El primero gobernador que gobernó la república de Dios fué el manso Moisén, el cual quiso Dios que se criase en la casa real del rey Pharaón, por manos de una infanta hija suya, porque deprendiese él allí cómo a los buenos había de tratar, y a los malos castigar. Las cosas de la guerra muy diferentes son de las que se requieren para gobernar bien una república, porque para pelear han de ser los hombres bien esforzados, y para gobernar, muy bien criados. No es regla general que todos los plebeyos sean rústicos, ni todos los cortesanos sean bien criados; mas junto con esto, podemos decir y afirmar que los hombres cortesanos son más hábiles para gobernar pueblos que no otros ningunos, porque los criados en las casas reales siempre tienen respeto a las personas, y se miden más que otros en las palabras. Pocas cosas se han de llevar por el rigor de la justicia, y muchas menos se han de guiar por fuerza, y por eso es necesario que el buen juez sea sabio, y sea noble, para que con la sciencia sepa lo que es justo, y con la nobleza temple el rigor del derecho.

He aquí, señor, lo que prediqué a César el día de la conversión de Sant Pablo, en Sant Cerne, de Pamplona, y si a vuestra merced le paresciere que le paresció mejor cuando lo oyó allí, que no cuando lo leyere aquí, eche la culpa a mi pluma, pues no tiene tanta gracia como mi lengua. Por escrebiros de otra mano, bien perdonaréis, señor, la mano propria, pues no tengo mano para comer, cuanto más para escrebir, porque la maldita de la gota me tiene enclavado el tobillo izquierdo y muy hinchada la mano derecha.

No más, sino que Nuestro Señor sea en su guarda y a Él plega de me dar su gracia para que le sirva.

De Burgos, a VII de marzo, año de MDXXIII.




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Letra para Mosén Rubín, valenciano y viejo, en la cual se le responde a ciertas preguntas muy notables. Es letra para la muger que se casa con algún viejo.


Honrrado señor y viejo remozo:

Mirada y remirada vuestra carta, lo que alcancé de ella es que tiene mucha escriptura y viene en papel grueso escripta, de lo cual se puede muy bien colligir que os sobra el tiempo y os falta el dinero. Poco medraría con vos quien agora llegase a pediros limosna para una túnica, pues no tenéis un maravedí para comprar un pliego de la culebrilla; aunque es verdad que si agora no tenéis un maravedí de papel para escrevir, otras veces soléis echar cient ducados de un resto en el jugar. Propriedad y condición es de jugadores unas veces tener mucha abundancia y otras veces pasar miseria, de manera que sobrándoles hoy ducados para jugar, no tienen mañana aun para comer. Muchas veces lo he dicho, y aun escripto, en mis doctrinas, y es que a los jugadores no los tengo yo envidia a los dineros que ganan, sino a los sospiros que dan, porque si de corazón echan el dado, con muy gran sospiro piden la suerte.

Veniendo, pues, al propósito de lo que decís, y respondiendo a lo que queréis, digo que si a todas las preguntas de vuestra carta no respondiere con buena elocuencia y gracia, echad la culpa a estar yo desgraciado, y aun desganado. Y la causa de mi desgracia no se sufre escrebirla en papel y tinta; abasta estar hombre en la corte, a do hay pocas cosas de que el hombre se precie y muchas de que se quexe.

Escrebísme, señor, que os escriba qué es lo que siento de haberos hecho la reina baile de Origüela y guarda de la Frontera de Caspe, por do los moros de Polope se van y los de África entran. A esto, señor, os respondo que habéis de tener en poco datos la Reina cargo de justicia, si Nuestro Señor os niega su gracia, porque los oficios preheminentes consérvanse con las virtudes, mas las heroicas virtudes corren peligro entre los oficios. En el que administra justicia, es necesario buen seso para sentenciar, buen comedimiento para hablar, buena disimulación para sufrir, buen consejo para discerner, buena intención para sentenciar y buen esfuerzo para executar. Si en la barjuleta de vuestra casa os halláis con toda esta hacienda, seguramente podéis ser juez de Orihuela, y aun gobernador de Valencia; y si vuestra abilidad no se extiende a tanto, más sano consejo os será estaros en vuestra casa, que no poner en disputa a vuestra honrra.

Escrebísme también que os escriba qué fué y qué se contenía en la carta de la Condesa de Consentaina, que me amostró la Reina. Lo que pasa en este caso es que, muerto el Conde de Consentaina, la señora Condesa escrebió luego a los vasallos del condado una carta del pésame de la muerte de su marido, y en la firma puso lo que suelen las semejantes señoras y viudas poner; es a saber, «la triste y malaventurada Condesa», y echó dos borrones por la firma. Rescebida la carta y por los vasallos leída en su consejo, delante todos, acordaron de responder a la señora Condesa, y darle también el pésame de la muerte del Conde, su marido della y señor dellos, y parescióles que pues ella había mudado el estilo de la firma, que también ellos eran obligados de mudar el estilo de la carta, en la cual el sobre escripto dellos decía así: «A la triste y muy malaventurada nuestra Condesa de Concentaina». Dentro de la carta, arriba, a do se pone la cortesía, decía así: «Muy magnífica y muy triste señora». Y abaxo, a do decía «por mandado del Consejo, justicia y regidores», estaban dados tres rasgones muy borrados; de manera que al tenor de como les escribieron, respondieron. Estaba la señora Condesa muy corrida y muy graciosa en decirme a mí que quisiera ella que fuera por yerro de uno, y no, como fué, con el parescer de todos.

Escrebísme también, señor, que os escriba cómo le va a Mosén Burela después acá que le acontesció aquella tan gran desgracia en Játiba. A esto, señor, os respondo que a mí me pone muy gran lástima verle, y muy grande compasión oírle, porque lo veo andar muy cargado de pensamientos y muy desacompañado de amigos. Creedme, señor, y no dudéis, que en este mundo no cahe sino el que de la gracia del príncipe cahe, porque el estilo de la corte es que el privado no se conosce y al caído no le conoscen. Las casas y cortes de los príncipes son muy bien fortunadas para unos y muy peligrosas para otros, porque allí, o valen mucho, o se pierden del todo. Todos los cortesanos me paresce a mí que son los unos como las abejas, y los otros como las arañas, en que hay algunas personas en la corte tan bien fortunadas que todo lo en que ponen la mano se les torna oro, y hay otros tan mal fortunados, que todo lo en que entienden se les torna lodo. De nuestro Mosén Burela os sé decir que él está bien enlodado cuanto a la honrra, y bien tropellado cuanto a la hacienda, porque perdió el oficio que tenía y el crédito con que se substentaba.

También, señor, me escribís que os escriba cómo les va a los hijos de Vasco Bello, vuestro amigo y mi vecino. A esto vos respondo que habiendo sido sus padres mercaderes, se han tornado ellos caballeros, y, porque me entendáis mejor, digo que no son de los caballeros de juro viejo, sino de los de al quitar, porque comida la hacienda, dad por acabada su caballería. En el estado que los hombres ganan de comer, en aquel se debían conservar; porque, de otra manera, de mercaderes ricos vendrán a ser escuderos pobres. Los hijos de Vasco Bello han cuarteado su hacienda, como si la cuartearan por justicia; en que una parte della han dado a mugeres, otra a banquetes, otra a tahures y otra a liviandades, de manera que lo que sus padres ganaron en ferias, gastan ellos en locuras.

También, señor, me escrebís que os escriba qué es lo que me paresce de un nuevo casamiento, que os traen en Villena con una muger que es rica, moza, hermosa y generosa, y sobre todo bien afamada. Cuanto a lo primero, séos, señor, decir que tal casamiento como ése, de muchos es deseado, y de pocos alcanzado, porque no hay en el mundo muger tan acabada que no tenga en ella su marido que desear, y aun halle en ella que desechar. Hay algunas mugeres que son señoras, las cuales, si por una parte son ricas, generosas, mozas y hermosas, tienen por otra parte unos repelos en la condición y unos siniestros en la conversación, que por menor mal tienen los maridos disimular lo que veen, que no reñir lo que sienten. Dexado esto aparte, habéis, señor, de mirar que, si ella es moza, vos sois viejo, y si ella es hermosa, vos estáis cano, y que no abasta estar de ella contento, sino que lo esté ella también de vos, porque de otra manera, andando ella rostrituerta, vos tendréis con ella mala vida. Entre los casados, menos mal es caher el descontentamiento sobre el hombre, que no sobre la muger; porque el marido, si es cuerdo, sabe la tristeza disimular; mas la muger, ni la puede disimular, ni aun la quiere callar. Si la muger que os dan es rica, téngolo por cosa provechosa; si es hermosa, téngolo por cosa deleitosa; si es generosa, téngolo por cosa honrrosa, mas si es moza, téngolo por cosa peligrosa, porque ella tendrá que sospirar en veros viejo, y vos tenéis que guardar en ser ella tan moza. No sé a cual de vosotros dos ponga culpa, ni en cual halle desculpa: vos, señor, en os casar, o ella en os tomar; porque moza de veinte años con viejo de sesenta años, es vida de dos años. Mirad bien lo que hacéis, y mirad mucho lo que tomáis, y reconosced a la con quien os casáis; que casarse el hombre de tal edad con tan tierna edad, desde agora os profetizo que, o ella os desame, o ella os infame, o ella os acabe. Finalmente, señor, os digo que si mi consejo queréis tomar, y de enojos os apartar, estaréis en vuestra casa, y procuraréis vuestra hacienda, y ya que os queréis casar, os caséis con francolines de Algecira, con terneras de Polope, con blando de Monviedro y con el tinto de Benicarló, los cuales os darán sustancia y os alargarán la vida.

No más, sino que en merced de la señora doña Leonor de Villanueva me encomiendo.

De Granada, a XII febrero, MDXXVI.