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ArribaAbajoTomo Segundo

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ArribaAbajoLibro Cuarto


ArribaAbajoCapítulo primero

Laertes hallábase pensativamente asomado a la ventana y miraba el campo, con la cabeza apoyada en el brazo. Filina cruzó en silencio la gran sala, arrimose a su amigo y se mofó de su grave aspecto.

-No te rías -repuso éste-; es espantoso ver cómo pasa el tiempo y cómo todo se cambia y tiene fin. Mira, hace aún muy poco tiempo que se alzaba aquí un hermoso campamento. ¡Qué alegre aspecto presentaban las tiendas! ¡Cuánta vida había en él! ¡Con qué cuidado se vigilaba todo el recinto! Y ahora, de repente, ha desaparecido todo. La paja pisoteada y los fogones excavados en la tierra aún mostrarán una huella de aquello durante breve tiempo; después, todo volverá a ser labrado, y la presencia, en esta comarca, de tantos miles de hombres vigorosos sólo será como una quimera en las cabezas de alguna gente vieja.

Filina se puso a cantar y arrastró a su amigo a través de la sala para que bailara.

-Pues ya que no podemos correr tras el tiempo una vez que ha pasado -exclamó-, venerémoslo alegre y dignamente como a un hermoso dios mientras está con nosotros.

Apenas habían hecho algunas figuras de danza, cuando madama Melina pasó por la sala. Filina fue lo bastante maliciosa para invitarla también a bailar y recordarle de este modo la monstruosa forma que le había proporcionado su embarazo.

-¡Si no volviera a ver a ninguna mujer en estado de buena esperanza! -exclamó Filina a sus espaldas.

-Pues ésta espera -dijo Laertes.

-¡Pero se viste tan mal! ¿Has visto cómo, al moverse, menea de un lado a otro la parte delantera de su falda, que se le ha quedado corta? No tiene arte ni habilidad para adornarse un poco y ocultar su estado.

-Déjala -dijo Laertes-; el tiempo vendrá en auxilio suyo.

-Sería más bonito, sin embargo -exclamó Filina-, que se cogieran los niños de los árboles, como fruta madura, sacudiendo las ramas.

Entró el barón y les dijo algunas amables frases en nombre del conde y la condesa, que habían partido muy temprano, y les hizo algunos regalos. Fue en seguida en busca de Guillermo, que estaba en la habitación inmediata ocupándose de Mignon. La niña se había mostrado muy cariñosa y zalamera, preguntando por los padres, hermanos y parientes de Guillermo, recordándole con ello su deber de dar a los suyos algunas noticias de su existencia.

Traíale el barón, junto con el saludo de despedida de los señores, la seguridad de que el conde había estado muy contento de él, de su manera de representar, sus trabajos poéticos y sus desvelos por el teatro. Como prueba de estos sentimientos, sacó después un bolsillo, a través de cuyo hermoso tejido centelleaba el halagüeño color de unas monedas nuevas de oro; Guillermo se hizo atrás y se negó a aceptarlas.

-Considere usted este presente -prosiguió el barón- como indemnización por el tiempo gastado por usted, una señal de agradecimiento por su celo, no como recompensa por su talento. Si éste nos proporciona un buen nombre y la estimación de los hombres, es justo que, por medio de nuestra aplicación y nuestros esfuerzos, adquiramos al mismo tiempo los medios necesarios para satisfacer nuestras necesidades, ya que no somos solamente espíritus. Si hubiéramos estado en la ciudad, donde se encuentra todo lo que se quiere, esta pequeña suma habríase transformado en un reloj, un anillo o en otra cualquier cosa; ahora pongo directamente en sus manos la varita mágica; adquiera usted con este dinero la joya que prefiera y le sea más útil, y consérvela usted en recuerdo nuestro. Al mismo tiempo, tenga en gran estimación el bolsillo. Las propias señoras han tejido sus mallas y fue su propósito dar al contenido la forma más agradable, gracias al continente.

-Perdone usted mi vacilación y mis dudas al recibir este presente -repuso Guillermo-. Es como si aniquilara lo poco que he hecho e impide la alegría de un feliz recuerdo. El dinero es una bella cosa para terminar cualquier situación, y yo desearía que no se me licenciara por completo en el recuerdo de esta casa.

-No es ése el caso -repuso el barón-; pero ya que usted mismo siente con tanta delicadeza, no deseará que el conde tenga que considerarse por completo como deudor suyo, siendo como es hombre que pone su mayor orgullo en ser justo y cortés. No dejó de advertir las molestias que usted se impuso y cómo consagró plenamente su tiempo a realizar los propósitos que él abrigaba; hasta llegó a saber que para acelerar ciertos preparativos no fue usted avaro de su propio dinero. ¿Cómo podré comparecer de nuevo en su presencia si no puedo asegurarle que su manifestación de agradecimiento le ha proporcionado a usted un placer?

-Si sólo tuviera que pensar en mí mismo; si sólo debiera seguir mis propios sentimientos -repuso Guillermo-, a pesar de todas esas razones me negaría obstinadamente a aceptar este don, por hermoso y honorífico que sea; pero no le niego que, al ponerme en un compromiso, me saca de otro en que hasta ahora me encontraba con respecto a mi familia y que me proporcionó muchas secretas inquietudes. No he administrado del mejor modo ni el dinero ni el tiempo de que tengo que rendir cuentas; ahora, gracias a la magnanimidad del señor conde, me es posible dar a los míos noticias consoladoras del buen éxito a que me ha conducido este extraño rodeo. Sacrifico ante un deber más alto la delicadeza, que en tales ocasiones nos amonesta como una escrupulosa conciencia; y para poder presentarme gallardamente ante los ojos de mi padre, permanezco avergonzado ante los de ustedes.

-Es extraño -repuso el barón- las singulares dificultades que nos hacemos para admitir dinero de amigos y protectores de los que recibiríamos, con agradecimiento y alegría, cualquier otro presente. La naturaleza humana tiene otras muchas análogas rarezas y le gusta producir y sustentar cuidadosamente tales escrúpulos.

-¿No ocurre lo mismo con todas las cosas del honor? -preguntó Guillermo.

-¡Oh sí! -repuso el barón-, y con otros prejuicios. No queremos arrancarlos de nosotros para no desarraigar quizá al mismo tiempo algunas nobles plantas. Pero siempre me alegra que haya personas que puedan y deban sentirse más allá de ellos, y recuerdo con placer la historia de aquel ingenioso poeta que escribió una obra para un teatro de corte que mereció todos los aplausos del monarca. «Tengo que recompensarle debidamente -dijo el magnánimo príncipe-; averígüese si le gustaría cualquier alhaja o si no se avergonzaría de recibir dinero». De manera humorística respondiole el poeta al cortesano que había recibido aquel encargo: «Agradezco vivamente esa regia delicadeza, y ya que el emperador acepta todos los días dinero de nosotros, no veo por qué he de avergonzarme de aceptar dinero de él».

Apenas el barón hubo dejado la estancia, cuando Guillermo contó ansiosamente el total de la suma que había venido a él de modo tan insospechado y tan inmerecido en su opinión. Cuando las bellas monedas centelleantes rodaron fuera de la adornada bolsa, pareció como si por primera vez, y como en presentimiento, comprendiera el valor y la nobleza del oro, cosa que sólo comenzamos a sentir en más tardíos años de la vida. Hizo sus cuentas, y encontrose con que, sobre todo como Melina le había prometido pagarle en seguida sus anticipos, tenía tanto y aun más dinero en caja que aquel día en el que Filina había mandado a pedirle el primer ramillete. Con secreta alegría consideraba sus talentos, y con un leve orgullo la dicha que lo había dirigido y acompañado. Cogió entonces confiadamente la pluma para escribir una carta que al instante debía sacar a su familia de toda inquietud y presentarle en el mejor aspecto su conducta hasta entonces. Evitó hacer un verdadero relato y sólo dejó adivinar lo que le había ocurrido en unas expresiones misteriosas y solemnes. La buena situación de su caja, el provecho que debía a sus talentos, el favor de los grandes, el afecto de las damas, las amistades en un amplio círculo social, el desenvolvimiento de sus aptitudes espirituales y corporales, las esperanzas para lo por venir, formaban tal quimérico y fantástico cuadro, que la propia Fata Morgana no hubiera podido realizarlo de modo más extraño.

Prosiguió en esta feliz exaltación después de cerrada la carta, y se entretuvo en un largo monólogo en el que recapitulaba el contenido de su escrito y se pintaba un porvenir de trabajos y fama. Habíale inflamado el ejemplo de tantos nobles militares; la poesía de Shakespeare habíale abierto un mundo nuevo, y había aspirado un inefable ardor en los labios de la hermosa condesa. Todo ello no podía ni debía quedar sin efecto.

Llegó el caballerizo y preguntó si estaban listos los equipajes. Por desgracia, fuera de Melina, nadie había pensado todavía en ello. Había que partir apresuradamente. El conde había prometido que llevarían a toda la compañía a algunas jornadas de allí; los caballos estaban entonces dispuestos y sus dueños no podían prescindir de ellos durante largo tiempo. Guillermo preguntó por su cofre; madama Melina había dispuesto de él; pidió su dinero; el señor Melina lo había colocado con el mayor cuidado en lo más profundo del baúl. Filina dijo que todavía tenía sitio en el suyo; cogió los trajes de Guillermo y mandole a Mignon que llevara lo restante. Guillermo, no sin fastidio, tuvo que pasar por ello.

Mientras se hacían los equipajes y se disponía todo, dijo Melina:

-Es desagradable para mí que viajemos como saltimbanquis y charlatanes de feria; desearía que Mignon se pusiera ropa de mujer y que con toda rapidez se hiciera cortar las barbas el arpista.

Mignon estrechose fuertemente contra Guillermo y dijo con la mayor vivacidad:

-Soy un chico; no quiero ser niña.

El viejo guardó silencio, y, con esta ocasión, Filina hizo algunas divertidas observaciones sobre el carácter del conde, su protector.

-Si se corta las barbas el arpista -dijo- tiene que coserlas cuidadosamente en una cinta, y conservarlas, a fin de que pueda ponérselas de nuevo tan pronto como encuentre al señor conde en cualquier parte que sea, pues sólo la barba fue lo que le proporcionó el favor de este señor.

Como insistieran para obtener la explicación de estas singulares palabras, dejó oír lo siguiente:

-Cree el conde que contribuye mucho a la ilusión el que el comediante continúe representando su papel y sostenga su carácter en la vida corriente; por eso era tan favorable al pedante y encontraba que era muy hábil en el arpista el llevar barba postiza no sólo de noche, en el teatro, sino ostentarla permanentemente durante el día, y gozaba mucho con el aspecto de naturalidad de tal mascarada.

Mientras los otros se mofaban de este error y de las singulares opiniones del conde, el arpista llevó aparte a Guillermo, despidiose de él y le rogó, con lágrimas en los ojos, que le dejara partir al instante. Guillermo lo tranquilizó y le aseguró que lo protegería contra todo el mundo; que nadie le tocaría a un cabello, ni mucho menos se lo cortaría, sin su propia voluntad.

El viejo estaba muy conmovido y un extraño fuego brillaba en sus ojos.

-No es ese motivo lo que me impulsa a marcharme -exclamó-; hace ya mucho tiempo que me hago secretos reproches por permanecer a su lado. Yo no debía detenerme en parte alguna, porque la desgracia me persigue y daña a los que se unen conmigo. Témalo usted todo si no me deja marchar, pero no me pregunte nada; no me pertenezco a mí mismo y no puedo quedarme.

-¿A quién perteneces? ¿Quién puede ejercer tal poder sobre ti?

-Señor, déjeme usted con mi escalofriante secreto y déme libertad. La venganza que me persigue no es la del juez terrestre; soy presa de un despiadado destino; no puedo quedarme, no me es permitido.

-Es seguro que no te dejaré partir en la situación en que te veo.

-Es hacerle traición, bienhechor mío, si vacilo en lo que debo hacer. Yo estoy en seguridad a su lado, pero usted está en peligro. No sabe usted a quién tiene junto a sí. Soy culpable, pero aún más desgraciado que culpable. Mi presencia espanta a la dicha y toda buena acción resulta ineficaz si yo intervengo en ella. Debería estar siempre fugitivo y errante para que no me alcanzara mi mal espíritu, que sólo me persigue lentamente y sólo manifiesta su presencia cuando quiera apoyar en algo mi cabeza y gozar de un descanso. En ninguna forma puedo mostrar mejor mi gratitud que apartándome de su lado.

-Hombre singular, no podrás quitarme la confianza que tengo en ti ni la esperanza de verte feliz. No quiero penetrar en los misterios de tu supersticiosa creencia; pero si vives presintiendo extrañas combinaciones y presagios, direte sólo para tu consuelo y fortalecimiento: asóciate con mi dicha, y ya veremos cuál espíritu tiene más fuerza, si el tuyo negro o el mío blanco.

Guillermo aprovechó esta ocasión para decirle otras muchas cosas consoladoras, pues desde hacía algún tiempo había creído ver ya en aquel extraño acompañante una persona que, por azar o destino, había echado sobre sí una gran culpa, y arrastraba siempre consigo su recuerdo. Pocos días antes había escuchado Guillermo sus canciones y prestado atención a las siguientes palabras:

La luz de la mañana tiñe de llamas para él el puro horizonte y sobre su culpable cabeza se derrumba la hermosa imagen de todo el universo.

El viejo podía decir lo que quisiera; Guillermo siempre tenía argumentos más fuertes; sabía presentarlo todo en sentido favorable, sabía hablar de un modo tan animoso, consolador y cordial, que el propio anciano parecía volver a revivir y renunciar a sus cavilaciones.




ArribaAbajoCapítulo II

Melina tenía esperanzas de establecerse con su compañía en una ciudad pequeña, pero rica. Estaban ya en el lugar adonde los habían llevado los caballos del conde, y buscaban otros coches y otros caballos con los que esperaban seguir más adelante. Melina se había encargado de la cuestión de los transportes, y, según costumbre, se mostraba siempre muy avaro. En cambio, Guillermo tenía en el bolsillo los hermosos ducados de la condesa y se creía en pleno derecho a gastarlos alegremente, olvidando con mucha facilidad que ya los había asentado muy ufanamente en el balance de cuentas enviado a los suyos.

Su amigo Shakespeare, a quien con la mayor alegría reconocía también como padrino, y que le hacía llevar con mayor gusto el nombre de Guillermo, le había hecho conocer un príncipe que, durante algún tiempo, se mantiene en una sociedad inferior, y hasta mala, y, a pesar de su noble naturaleza, se divierte con la tosquedad, las torpezas y la tontería de aquellos groseros mancebos. Era muy grata para él aquella figura ideal con la que podía comparar su situación presente, y de este modo se le hacía mucho más fácil el engaño de sí mismo, al descubrir en sí una inclinación casi irresistible hacia aquella existencia.

Comenzó por pensar en su traje. Encontró que una chaquetilla, sobre la cual, en caso de necesidad, puede colocarse una capa corta, es vestido muy acomodado para un viajero. Un largo pantalón calcetado y un par de borceguíes pareciéronle el verdadero hábito de caminante. Después adquirió una hermosa bufanda de seda, en la que se envolvió al principio bajo pretexto de mantener caliente el cuerpo; mas, con ello, libró a su cuello de la servidumbre de una corbata, e hizo que le pusieran en las camisas algunas tiras de muselina que resultaran algo anchas para que tuvieran plena apariencia de un antiguo cuello. El hermoso pañuelo de seda, que figuraba entre los recuerdos de Mariana que se habían salvado, anudábase sueltamente bajo el cuello de muselina. Un sombrero redondo, con una cinta de abigarrados colores y una gran pluma, completaba el disfraz.

Las damas aseguraron que aquel traje le sentaba perfectamente. Filina mostrose totalmente encantada, y le pidió los hermosos cabellos que se había hecho cortar despiadadamente para acercarse más a su ideal de naturalidad. La muchacha no había perdido terreno en su relación con Guillermo, y nuestro amigo, que, mediante su liberalidad, había adquirido derecho a proceder con los otros a la manera del príncipe Harry, pronto cayó en el capricho de promover y fomentar sus locas jugarretas. Hacían esgrima, bailaban, inventaban toda suerte de juegos, y en la alegría de su corazón, disfrutaban ampliamente del tolerable vino que allí se encontraba, y Filina, en el desorden de este género de vida, tendíale lazos al desdeñoso héroe, por quien debía velar algún buen genio.

Uno de los entretenimientos favoritos con que muy en especial se divertía la compañía consistía en hacer una comedia improvisada en la que imitaran y se mofaran de sus anteriores protectores y favorecedores. Algunos de entre ellos habían observado muy bien las notas características del aspecto exterior de diversos personajes importantes y su imitación era recibida con gran aplauso por el resto de la compañía, y cuando Filina, sacándolas del archivo secreto de sus experiencias, exhibía algunas singulares declaraciones de amor que le habían sido dirigidas apenas sabían poner fin a sus malignas carcajadas.

Guillermo los reprendía por su desagradecimiento; sólo que se le respondía que habían ganado bien lo que allí se les había dado y que, en general, no había sido excelente la conducta observada con gente tan meritoria como ellos se alababan de ser. Después se quejaban de la poca atención que se les había dispensado, de lo menospreciados que se habían visto. Las mofas, pullas e imitaciones seguían adelante y cada vez se mostraban más amargos e injustos.

-Desearía -díjoles acerca de tal cuestión Guillermo- que ni la envidia ni el egoísmo se transparentaran en vuestras manifestaciones, y que considerarais en su verdadero punto de vista a aquellas personas y su situación. Es cosa muy extraña verse ya colocado por el nacimiento en puesto preeminente de la sociedad humana. Aquel a quien las riquezas heredadas le han proporcionado plena facilidad de existencia; aquel que, si me es lícito expresarme así, se encuentra ricamente rodeado desde su niñez de todas las cosas accesorias de la humanidad, acostúmbrase, en general, a considerar estos bienes como lo primero y más grande, y no percibe con toda claridad el valor de un hombre bellamente dotado por la naturaleza. La conducta de la gente distinguida hacia la de inferior categoría, y también la de los grandes entre sí, está determinada por méritos exteriores; permiten a cada uno que haga resaltar sus títulos, su preeminencia, su traje y sus coches y caballos, pero no sus merecimientos.

La compañía otorgó ilimitados aplausos a estas palabras. Parecioles espantoso que el hombre de mérito tuviera que quedarse siempre en segundo término y que en el gran mundo no se hallaran huellas de relaciones naturales y cordiales. En especial acerca de este último punto no hicieron cientos, sino miles de reflexiones.

-No los censuréis por ello -exclamó Guillermo-; más bien compadecedlos. Pues rara vez experimentan en alto grado esa dicha que consideramos como la más alta y que mana de los íntimos caudales de la naturaleza. Sólo a nosotros los pobres, a los que poco o nada poseemos, nos es otorgado gozar en gran escala de la dicha de la amistad. Nosotros no podemos elevar a quienes amamos por medio de nuestras mercedes, ni auxiliarlo con favores ni hacerlo dichoso con regalos. Nada poseemos sino nuestra persona. Tenemos que dar ese bien único, y si ha de tener algún valor, asegurarle a nuestro amigo su eterna posesión. ¡Qué goce, qué dicha para quien da y para quien recibe! ¡En qué dichosa situación nos coloca la fidelidad! Darle una certidumbre celeste a la transitoria vida humana; ese constituye el capítulo principal de nuestra riqueza.

Habíase aproximado Mignon al oír estas palabras; ceñía a Guillermo con sus brazos delicados y permanecía con la cabecita apoyada en su pecho. Puso él una mano sobre la frente de la niña y prosiguió:

-¡Qué fácil es para un grande hacerse dueño de las almas! ¡Con qué facilidad se apodera de los corazones! Una conducta amable, descansada, y sólo algún tanto humana, puede hacer milagros, y ¡cuántos medios no tiene el que está arriba para conservar firmemente los espíritus una vez que los ha ganado! Para nosotros todo es más raro, todo es más difícil; y ¿no es natural que atribuyamos un valor mayor a lo que hemos adquirido y realizado? ¡Cuántos conmovedores ejemplos de fieles servidores que se sacrifican por sus amos! Qué bellamente nos los ha pintado Shakespeare. La fidelidad, en este caso, es la aspiración de un alma noble para igualarse con una más alta que ella. Mediante una adhesión y un amor permanentes, el servidor se hace el igual a su señor, quien, sin eso, tiene derecho a considerarlo como un esclavo pagado. Sí; estas virtudes no existen más que para el hombre de clase inferior; no puede carecer de ellas, y lo adornan bellamente. Quien con facilidad puede rescatarse, sentirá fácilmente tentación de renunciar al agradecimiento. En este sentido, creo poder afirmar que un grande puede muy bien tener amigos, pero no ser él mismo amigo de nadie.

Mignon se estrechaba cada vez más fuertemente contra Guillermo.

-Está bien -repuso alguien de la compañía-. No necesitamos de su amistad, y nunca la hemos exigido; pero debían ser más entendidos en las artes que quieren proteger. Cuando representamos de la mejor manera, nadie nos prestó atención; todo era pura parcialidad. Agradaba aquel actor a quien estaban dispuestos a favorecer, y no estaban dispuestos a favorecer a quien merecía gustar. No era lícito que, con tanta frecuencia, tonterías y disparates provocaran la atención y el aplauso.

-Si prescindo de lo que puede no haber sido más que malignidad e ironía -dijo Guillermo-, tengo que pensar que ocurre con el arte como con el amor. ¿Cómo puede pretender el mundano, en su disipada vida, conservar los sentimientos íntimos y vivos que tiene que sustentar el artista si quiere producir algo perfecto, sentimientos que tampoco pueden ser ajenos al que quiera recibir de la obra una impresión tal como la ha deseado y esperado el artista? Creedme, amigos míos, ocurre con los talentos lo mismo que con la virtud: hay que amarlos por sí mismos o renunciar completamente a ellos. Y, no obstante, ambas cosas no son reconocidas ni recompensadas sino cuando se las ha ejercitado en lo oculto, como un peligroso secreto.

-Mientras tanto, hasta que un entendido los descubra puede uno morirse de hambre -exclamó alguien desde un rincón.

-No tan pronto -repuso Guillermo-. He visto siempre que todo hombre, mientras vive y se agita, encuentra su sustento, aun cuando no sea muy abundante, al principio. Y ¿de qué tenéis que quejaros vosotros? ¿No fuimos inesperadamente bien recibidos y alojados, precisamente cuando nuestros asuntos presentaban el peor aspecto? Y ahora cuando aun no carecemos de nada, ¿ocúrresenos algo para ejercitamos en nuestro arte y tratar de hacerlo progresar? Nos ocupamos de asuntos ajenos, y, semejantes a niños de la escuela, alejamos de nosotros todo lo que puede hacernos pensar en nuestra lección.

-Verdaderamente es imperdonable -dijo Filina-. Escojamos una obra, representémosla al punto. Cada cual debe hacer cuanto en él quepa como si se encontrara ante el mayor auditorio.

No lo reflexionaron mucho tiempo; fue escogida una obra. Era una de aquellas que en otro tiempo alcanzaron gran aplauso en Alemania y están ahora olvidadas. Algunos tararearon una sinfonía; cada cual trajo rápidamente a su memoria su papel, comenzaron la representación e hicieron el drama con el mayor interés y mucho mejor realmente de lo que hubiera podido esperarse. Aplaudiéronse mutuamente; rara vez habían trabajado tan bien.

Cuando hubieron terminado sintieron todos un extraordinario placer, ya por haber empleado bien su tiempo, ya porque cada cual podía estar contento de sí mismo. Guillermo expresó ampliamente sus elogios y la conversación fue serena y alegre.

-Ya veis -exclamó nuestro amigo- lo lejos que tendríamos que llegar si prosiguiéramos de este modo nuestros ejercicios, y no nos limitáramos, mecánicamente, y como por deber y oficio, a estudiar los papeles de memoria, a los ensayos y representaciones. ¡Cuánta mayor alabanza merecen los músicos, cuánto disfrutan, qué exactitud adquieren, al hacer en común sus ejercicios! ¡Cómo se esfuerzan por afinar sus instrumentos, con qué exactitud guardan el compás, qué delicadamente saben expresar la fuerza y la suavidad de los tonos! A nadie se le ocurre hacerse notar, acompañando ruidosamente el «solo» de otro. Cada cual trata de tocar según el espíritu y el sentimiento del compositor, expresando bien la parte que le ha sido confiada, sea mayor o menor su importancia. ¿No debíamos nosotros ponernos al trabajo con la misma precisión y el mismo espíritu, ya que ejercemos un arte que todavía es mucho más delicado que cualquier género de música, ya que estamos llamados a encarnar las manifestaciones de lo más habitual y lo más singular de la humanidad de un modo elegante y ameno? ¿Puede haber algo más repulsivo que atrabancar los ensayos y abandonarse al capricho y la buena suerte en la representación? Deberíamos hallar nuestra mayor dicha y placer en concertar por completo unos con otros, para agradarnos mutuamente, y no apreciar los aplausos del público sino en cuanto nos los hubiéramos ya garantizado unos a otros, entre nosotros mismos. ¿Por qué el jefe de una orquesta está más seguro de sus músicos que el director de su compañía? Porque allí cada cual tiene que avergonzarse de faltas que hieren el oído físico; pero ¡qué rara vez he visto un cómico que reconociera y se avergonzara de faltas, perdonables e imperdonables, con las cuales oféndese tan vilmente el oído espiritual! Desearía sólo que la escena fuera tan estrecha como la cuerda de un volatinero, a fin de que ninguna persona torpe osara subir a ella, mientras que ahora cada cual se siente con suficientes capacidades para pavonearse en las tablas.

La asamblea recibió muy bien este apóstrofe, ya que cada cual estaba convencido de que no podía tratarse de él, que tan poco tiempo antes se había mostrado como actor excelente al lado de los otros. Llegose al acuerdo de que durante aquel viaje, y después de él si continuaban juntos, realizarían un trabajo en común, en el mismo sentido en que lo habían comenzado. Hallose solamente que, como aquello era asunto de buen humor y libre voluntad, ningún director tenía que mezclarse realmente en ello. Diose por convenido que, entre buenas personas, lo mejor es la forma republicana; afirmose que el cargo de director tenía que pasar de uno a otro; tenía que ser elegido por todos y ser asistido en cada momento por una especie de pequeño senado. Hasta tal punto estaban poseídos por este pensamiento, que desearon ponerlo en ejecución al instante.

-No tengo nada que oponer -dijo Melina- si queréis hacer semejante tentativa durante el viaje; suspendo con gusto mi calidad de director hasta que volvamos a estar en el sitio debido.

Esperaba con ello ahorrar algún dinero y colgarle algunos gastos a la pequeña república o al director interino. Entonces se discutió muy vivamente cómo se podría establecer del mejor modo la forma del nuevo estado.

-Es una república ambulante -dijo Laertes-; no tendremos, por lo menos, ninguna cuestión de fronteras.

Púsose al punto en ejecución lo convenido y eligieron a Guillermo como primer director. Estableciose el senado, las mujeres tuvieron en él voto y asiento, propusiéronse leyes, fueron rechazadas o aprobadas. El tiempo pasaba sin ser notado en medio de estos juegos, y como lo pasaban agradablemente, creían haber hecho en realidad algo útil y haber inaugurado, con la nueva forma, nuevas perspectivas para la escena nacional.




ArribaAbajoCapítulo III

Ahora Guillermo, al ver en tan buenas disposiciones a la compañía, esperaba poder tratar también con ella acerca de los méritos poéticos de las obras de teatro.

-No basta -les dijo cuando volvieron a reunirse al día siguiente-, no basta que el cómico considere una obra sólo por encima, y la juzgue según su primera impresión, y dé a conocer, sin otro examen, su aprobación o desagrado. Esto puede muy bien serle permitido al espectador, el cual quiere ser emocionado y entretenido, pero realmente no pretende juzgar. Por el contrario, el comediante debe poder darse cuenta de las obras y de los motivos de sus alabanzas y censuras. Y ¿cómo pretenderá hacer eso si no sabe penetrar en el pensamiento del autor y en los propósitos que lo han movido? Muy vivamente he observado estos días en mí mismo el defecto de juzgar una obra según cierto papel, y el papel sólo aisladamente y no en sus relaciones con toda la obra, que quiero presentaros un ejemplo, si queréis concederme atención suficiente. Ya conocéis el incomparable Hamlet de Shakespeare por una lectura que, con el placer más grande, os hice ya en el castillo. Nos propusimos representar la obra, y, sin saber lo que hacía, tomé yo a mi cargo el papel del príncipe; creí estudiarlo comenzando a aprenderme de memoria los pasajes más fuertes, los monólogos, y aquellas escenas en que tienen libre curso la fuerza del alma, la elevación y la vivacidad del espíritu, donde la emoción del ánimo puede mostrarse en una expresión llena de sentimiento. También creí penetrar perfectamente en el espíritu del papel tomando sobre mí, de igual modo, el peso de aquella profunda melancolía, y tratando de seguir, bajo esta presión, a mi modelo a través del extraño laberinto de sus singularidades y caprichos. De este modo aprendía de memoria y me ejercitaba y creí que poco a poco llegaría a identificarme con mi héroe. Sólo que, cuanto más avanzaba, tanto más difícil era para mí la concepción del conjunto, y últimamente me pareció casi imposible llegar a una idea general. Entonces releí la obra ininterrumpidamente, de punta a cabo, y también entonces hubo por desgracia muchas cosas que no concertaban. Ya parecían contradecirse los caracteres, ya la expresión, y casi desesperaba de encontrar el tono en que pudiera ser recitada la totalidad de mi papel, con todas sus fluctuaciones y medias tintas. Largo tiempo me fatigué vanamente por estos falsos caminos, hasta que, por último, esperé aproximarme, finalmente, a mi meta por una vía muy singular. Busqué todas las huellas en que se manifestara el carácter de Hamlet en tiempos anteriores a la muerte de su padre; observé lo que había sido este interesante mancebo, independientemente del triste acontecimiento y de los espantosos sucesos que lo siguieron, y lo que habría sido acaso sin nada de ello. Tierna y noblemente nacida, la regia flor crecía bajo la directa influencia de la majestad; el concepto de lo justo y de la dignidad de príncipe, el sentimiento de lo bueno y de lo decoroso, con la conciencia de la excelsitud de su nacimiento, desenvolvíanse en él al mismo tiempo. Era príncipe, príncipe nato, y deseaba reinar sólo para que el bueno pudiera ser bueno sin obstáculo. De figura agradable, naturalmente moral, cordialmente amable, debía ser el modelo de la juventud y convertirse en alegría del mundo. Sin ninguna predominante pasión, su amor por Ofelia era sólo un secreto presentimiento de dulces necesidades; su afán por los ejercicios caballerescos no era completamente espontáneo, sino que más bien tenía que ser aguijonada y sostenida esta inclinación por las alabanzas que se otorgaban a los que luchaban con él; sintiendo con pureza, reconocía la gente honrada y sabía apreciar la paz de que goza un ánimo sincero al confiarse al pecho de un amigo, Hasta cierto punto, había aprendido a reconocer y honrar lo bueno y lo bello en las artes y las ciencias; lo absurdo la repugnaba, y si algún odio podía germinar en su alma tierna, no era sino el preciso para despreciar a cortesanos falsos y tornadizos jugando con ellos sarcásticamente. Era sereno en su carácter, simple en su conducta, y si no se complacía mucho en la ociosidad, tampoco buscaba afanosamente los trabajos. Parecía continuar en la corte el despacioso curso de la vida académica. Poseía más alegría superficial que en lo profundo de su pecho; era buen compañero, condescendiente, modesto, mirado, y que sabía dispensar y olvidar una ofensa; pero jamás podía conciliarse con el que traspasara los límites de lo justo, de lo decoroso y de lo bueno. Si volvemos a leer juntos la obra podréis juzgar si estoy en el debido camino. Por lo menos, espero poder justificar plenamente mi opinión con algunos pasajes de ella.

Otorgáronse ruidosos aplausos a esta descripción; creyose ver anticipadamente que de este modo se explicaría muy bien el modo de proceder de Hamlet; celebraron este modo de penetrar en el espíritu del escritor. Cada cual se propuso estudiar también, en igual forma, cualquier otra obra para desentrañar el pensamiento del autor.




ArribaAbajoCapítulo IV

Sólo algunos días tuvo que pasar la compañía en aquella ciudad, para que ya se mostraran aventuras nada desagradables para diversos miembros de ella; pero, en especial, Laertes fue muy buscado por una dama que tenía una finca en las cercanías, con la cual, sin embargo, mostrose extraordinariamente frío, y hasta mal educado, por lo que tuvo que sufrir muchas mofas de Filina. Aprovechó ésta la ocasión para contarle a nuestro amigo, la desgraciada historia de amor que había hecho que el pobre joven se declarara perpetuo enemigo de todo el sexo femenino.

-¿Quién le tomará a mal -exclamó- que odie a un sexo que se ha burlado tan cruelmente de él y le ha hecho tragar, en brebaje muy concentrado, todo el daño que los hombres tienen que temer de las mujeres? Figúrese usted que en el espacio de veinticuatro horas fue enamorado, novio, marido, cornudo, herido y viudo. No sé cómo podría encontrarse algo peor.

Laertes huyó de la estancia, medio riendo y medio enojado, y Filina, del modo más gracioso que le fue posible, se puso a contar la historia de cómo Laertes, siendo mancebo de dieciocho años, justamente al entrar en una compañía de teatro, había tropezado con una hermosa mozuela de catorce, que estaba a punto de partir con su padre, por haberse peleado éste con el director. De improviso se había enamorado locamente, habíale hecho al padre todos los posibles razonamientos para que se quedara, y, por último, se había comprometido en matrimonio con la muchacha. Se había casado después de algunas gratas horas de noviazgo; como marido, había pasado una feliz noche con su esposa, la cual, a la mañana siguiente, estando él en el ensayo, había ennoblecido sus sienes con el usual adorno frontal; pero, por desgracia, como su excesiva ternura lo hubiera traído demasiado pronto a casa, encontró en su lugar a un antiguo enamorado; al punto, con pasión insensata, se había lanzado sobre ellos; había desafiado al amante y al padre, obteniendo con ello una herida bastante importante. Padre e hija habían partido aquella misma noche, y de este modo, por su desdicha, había quedado llagado de doble manera. Su desgracia lo había hecho caer en manos del peor cirujano del mundo, y el pobre había salido de aquella aventura con los dientes negros y ojos lacrimeantes. Es muy de lamentar todo ello, porque, por lo demás, es el chico mejor que puede hallarse en toda la redondez de la tierra. En especial -añadió- me duele que este pobre loco odie a las mujeres, porque quien las odia, ¿cómo puede vivir?

Interrumpiolos Melina con la noticia de que todo estaba plenamente dispuesto para el viaje y que podían partir al día siguiente por la mañana temprano. Les expuso las disposiciones adoptadas para la forma como debían instalarse los viajeros en los coches.

-Con tal que un buen amigo me lleve en sus rodillas -dijo Filina-, estaré contenta de cualquier estrecho y mezquino acomodo; por lo demás, todo me es indiferente.

-No importa -dijo Laertes, que también entró, en aquel momento.

-Es enojoso -dijo Guillermo, y corrió fuera.

Todavía encontró, por su dinero, un coche muy cómodo que había rechazado Melina. Fue acordada otra distribución de los viajeros en los carruajes, y celebraban poder viajar cómodamente, cuando se esparció la alarmante noticia de que en el camino que querían seguir había sido vista una partida de gentes armadas de las que no se esperaba nada bueno.

En el pueblo mismo prestose gran atención a esta nueva, aunque sólo fuera incierta y ambigua. Dada la posición de los ejércitos, parecía imposible que un cuerpo enemigo hubiera podido deslizarse hasta allí o que un cuerpo amigo se hubiera quedado tan atrás. Todo el mundo se mostró celoso para describir calurosamente a nuestra compañía la magnitud del peligro que los esperaba, aconsejándoles que tomaran otro camino.

La mayor parte de los cómicos hallábanse inquietos y temerosos con aquello, y cuando, según la nueva forma republicana, fue convocada la totalidad de los miembros del Estado para deliberar acerca de aquel caso extraordinario, casi todos estuvieron concordes en opinar que había que evitar el daño, quedándose en la ciudad, o desviarlo, eligiendo otro camino.

Sólo Guillermo, de quien no se había posesionado el temor, tuvo por vergonzoso renunciar entonces, por un simple rumor, a un plan que habían adoptado después de tantas reflexiones. Infundioles valor y sus razones fueron varoniles y convincentes.

-Todavía no es más que un rumor -les dijo-, y ¿cuántos análogos no se originan durante una guerra? Las gentes sensatas dicen que la cosa es altamente improbable, casi imposible. En asunto tan importante, ¿hemos de dejarnos guiar por esas inseguras conversaciones? El itinerario que nos ha señalado el señor Conde, el que está indicado en nuestros pasaportes, es el más corto, y en él encontraremos los caminos mejor cuidados. Nos conduce a la ciudad donde os esperan conocidos y amigos y donde confiáis en obtener buen acogimiento. El viaje, haciendo un rodeo, también nos llevará allí; pero ¿por qué malos caminos no nos meterá, qué vuelta tan grande no nos impondrá? Estando la estación tan avanzada, ¿podemos tener esperanzas de vernos libres de él? ¿Cuánto tiempo y dinero no disiparemos vanamente hasta entonces?

Dijo, además, otras muchas cosas y presentó el asunto bajo tan diversos aspectos favorables, que el miedo de los cómicos se aminoró y acreciose su valor. Tanto supo decirles acerca de la disciplina de las tropas regulares, pintándoles los merodeadores y la canalla vagabunda como tan despreciable cosa, llegó a representarles el peligro como tan amable y divertido, que todos los ánimos se serenaron.

Laertes estuvo de su parte desde el primer momento y declaró que no quería retroceder ni vacilar. El viejo gruñón encontró, dentro de su tipo, algunas expresiones que concordaban con la situación. Filina se burló de todo el mundo, y como madama Melina, que a pesar de su avanzado embarazo no había perdido su natural animosidad, juzgara la proposición como heroica, Melina no podía oponerse, ya que también, a la verdad, siguiendo el camino más corto, que era el que se había concertado con los cocheros, esperaba ahorrar mucho dinero, con lo cual se aprobó la propuesta con gran satisfacción de todos.

Entonces, a todo evento, comenzaron a adoptarse disposiciones de defensa. Compraron grandes cuchillos de monte y se los colgaron de los hombros pendientes de bien bordados tahalíes. Guillermo, además de eso, metiose en el cinturón un par de pistolas; Laertes también tenía consigo un buen fusil, y con la mayor alegría pusiéronse en camino. El segundo día los cocheros, que conocían muy bien la comarca, propusieron que hicieran el descanso de mediodía en una meseta cubierta de árboles porque la aldea se hallaba muy distante y siendo el día bueno era agradable seguir aquel camino.

El tiempo era excelente y todos aceptaron con facilidad la proposición. Guillermo les precedió a pie por la montaña, y todos los que lo encontraban quedábanse atónitos al ver su extraño traje. Ascendía por el bosque con rápidos y alegres pasos; Laertes iba silbando detrás de él; sólo las mujeres se dejaban arrastrar en los coches. Mignon corría también junto a ellos, orgullosa del cuchillo de monte que no habían podido negarle cuando la compañía se había armado. Había anudado en torno a su sombrero el hilo de perlas que Guillermo había conservado como reliquia de Mariana. El rubio Federico llevaba el fusil de Laertes; el arpista mostraba el más pacífico aspecto. Había sujetado a la cintura su largo traje y de este modo marchaba más libremente. Apoyábase en un nudoso bastón, y su instrumento había quedado en uno de los coches.

Después de que, no sin fatiga, hubieron ganado la altura, al punto reconocieron el lugar que les habían indicado por las hermosas hayas que lo rodeaban y cubrían. Una gran pradera, suavemente inclinada, invitaba a permanecer allí; un manantial profundo ofrecía el más grato refrigerio, y por el otro lado, a través de gargantas y cimas arboladas, mostrábase una lejana perspectiva, hermosa y prometedora. Había en los valles aldeas y molinos, pequeñas poblaciones en la llanura, y nuevas montañas que se presentaban a lo lejos, todavía hacían más animador el panorama, ya que sólo aparecían como un límite vago.

Los que llegaron primero tomaron posesión del lugar, se tendieron a la sombra, encendieron fuego, y trabajando y cantando, esperaron al resto de la compañía, que se presentó poco a poco, y todos alababan de consuno el bello sitio, el magnífico tiempo y la comarca indeciblemente hermosa.




ArribaAbajoCapítulo V

Si con frecuencia habían pasado reunidos horas buenas y gratas entre las cuatro paredes de una sala, estaban naturalmente mucho más animados allí donde la libertad de los cielos y la hermosura de la campiña parecían purificar todos los ánimos, Todos se sentían más unidos con los otros, todos deseaban que su vida entera se deslizara en tan agradable retiro. Envidiaban a los cazadores, carboneros y leñadores, gentes a quien su profesión mantiene siempre en aquellos dichosos habitáculos; pero, sobre todo, alababan la encantadora existencia de una tribu de gitanos. Envidiaban a esos singulares mozos que, en una bienaventurada ociosidad, están autorizados para gozar de los más pintorescos encantos de la naturaleza; celebraban ser semejantes a ellos, hasta cierto punto.

Mientras tanto, las mujeres habían comenzado a cocer patatas y a desempaquetar y disponer los manjares que habían traído consigo. Alrededor del fuego alzábanse algunos pucheros; la compañía acampó, por grupos, bajo los árboles y entre los matorrales. Sus extraños trajes y la diversidad de armas les daban singular aspecto. Los caballos comían apartados, y si hubieran podido ocultar los coches, las apariencias de esta pequeña horda habrían tenido todo el romanticismo necesario para provocar plena ilusión.

Guillermo gozaba de un placer nunca sentido. Podía imaginarse que aquello era una colonia errante y que él era su jefe. En esta idea, conversó con cada uno de sus compañeros y prestaba a la fantasía del momento toda la poesía que le era posible. Eleváronse los sentimientos de la compañía; comieron, bebieron y lanzaron gritos de júbilo, reconociendo, repetidas veces, que jamás habían gozado de momentos más hermosos.

No bien fue tomando mayor intensidad el placer, cuando despertose en los jóvenes el deseo de ejercer su actividad. Guillermo y Laertes echaron mano a los floretes y comenzaron sus ejercicios, por aquella vez con una intención teatral. Querían representar el desafío en el cual Hamlet y su adversario encuentran un fin tan trágico. Ambos amigos estaban convencidos de que en aquella importante escena no debía uno contentarse con golpearse torpemente una y otra vez, como suele hacerse en el teatro; esperaban dar ejemplo de cómo, en la representación del duelo, también puede presentar un digno espectáculo para el entendido en el arte de la esgrima. Formaron círculo en torno a ellos; ambos combatieron con ardor e inteligencia; el interés de los espectadores crecía a cada lance.

Pero de repente sonó un disparo entre los vecinos matorrales, y otro más al cabo de un instante, y la compañía se dispersó espantada. Pronto descubrieron unas gentes armadas que avanzaban hacia el lugar donde comían los caballos, no lejos de los coches cargados de equipaje.

Un grito general escapose de los pechos femeninos; nuestros héroes arrojaron los floretes, echaron mano a las pistolas, corrieron hacia los bandidos, y con vivas amenazas, los invitaron a dar cuenta de su proceder.

Como les respondieran lacónicamente con algunos disparos de mosquete, Guillermo disparó su pistola contra un mozo de crespos cabellos que se había subido a un coche y cortaba las cuerdas de los equipajes. Acertole bien y al instante rodó al suelo; tampoco Laertes había disparado en vano, y ambos amigos desenvainaban animosamente sus cuchillos de monte, cuando una parte de la banda de ladrones se precipitó sobre ellos con rugidos y maldiciones, les dispararon algunos tiros y opusieron a su valor centelleantes sables. Nuestros jóvenes héroes les hicieron frente valerosos; llamaban a sus restantes compañeros y los animaban para la defensa general. Pero pronto Guillermo perdió la vista y la conciencia de lo que ocurría. Aturdido por un disparo que lo había herido entre el pecho y el hombro izquierdo, y por un sablazo que le rajó el sombrero y casi le penetró en el cráneo, cayó a tierra, y sólo por lo que le contaron más tarde pudo conocer el desdichado fin de aquella sorpresa.

Cuando volvió a abrir los ojos, hallábase en la situación más extraña. Lo primero que brilló ante su vista, a través de las tinieblas que todavía se tendían delante de sus ojos, fue el rostro de Filina que se inclinaba sobre el suyo. Sintiose muy débil, y como hiciera un movimiento para levantarse, encontrose con que estaba en el regazo de Filina, en el que cayó de nuevo. Su amiga hallábase sentada en la hierba y tenía dulcemente apoyada contra sí la cabeza del muchacho, tendido ante ella, y en cuanto le era posible, habíale dispuesto entre sus brazos una yacija suave. Mignon, arrodillada a los pies de Guillermo y besándoselos con muchas lágrimas, tenía sus sueltos cabellos empapados en sangre.

Cuando Guillermo descubrió su traje ensangrentado preguntó, con quebrada voz, dónde se encontraba y qué le había sucedido a él y a los otros. Filina le rogó que siguiera tranquilo. Le dijo que los demás estaban todos a salvo y no había más heridos que Laertes y él. No quiso referir ninguna cosa más, y le rogó insistentemente que se mantuviera tranquilo, porque sus heridas sólo mal y de prisa habían sido vendadas. Guillermo tendiole a Mignon la mano y preguntó la causa de los sangrientos rizos de la niña, a quien también creía herida.

Para tranquilizarlo, refiriole Filina que aquella buena criatura, al ver herido a su amigo, en su precipitación por contener la sangre no se le ocurrió otra cosa que coger sus propios cabellos, que flotaban en torno a su cabeza, y taponar las heridas con ellos; pero bien pronto había tenido que renunciar a aquella vana empresa. Después lo habían vendado con hongos y musgo, y además Filina había dado su chal.

Guillermo observó que Filina estaba sentada con la espalda apoyada en su baúl, que aún parecía muy bien cerrado y sin daño. Preguntó si también los otros habían tenido la suerte de poder salvar sus bienes. Ella le respondió alzando los hombros y mirando hacia la pradera, donde estaban esparcidas, por una y otra parte, cajas rotas, cofres destrozados, maletas hechas pedazos y una multitud de cosas desperdigadas. No se veía a nadie en el lugar y el extraño grupo encontrábase solo en aquella soledad.

Guillermo fue conociendo poco a poco más de lo que hubiera querido saber: el resto de los hombres, que todavía hubieran podido oponer resistencia, habíanse llenado al punto de temor y pronto fueron dominados; parte de ellos huyó, otra parte contemplaba con espanto el desastre. Los cocheros, que se habían resistido tercamente a causa de sus caballos, se habían visto arrojados al suelo y maniatados, y en breve tiempo todo estuvo saqueado y fue de allí arrebatado. Los medrosos viajeros, tan pronto como cesaron de preocuparse por sus vidas, comenzaron a lamentar sus pérdidas; corrieron con toda la posible celeridad a la próxima aldea, llevando consigo a Laertes, herido levemente, y transportando sólo escasos restos de lo que habían poseído.

El arpista había apoyado contra un árbol su roto instrumento y había corrido con ellos al poblado en busca de un cirujano para socorrer lo mejor posible a su bienhechor, que había sido dejado como muerto.




ArribaAbajoCapítulo VI

Nuestros tres desgraciados aventureros permanecieron todavía durante algún tiempo en aquella singular situación; nadie venía en su socorro. Acercábase el crepúsculo, amenazaba la noche; la indiferencia de Filina comenzaba ya a convertirse en inquietud; Mignon corría de un lado a otro y su impaciencia crecía a cada instante. Por último, cuando vieron realizados sus deseos y se acercaron criaturas humanas, asaltolas un nuevo temor. Oyeron claramente un tropel de caballos que venía por el camino que también habían traído ellos y temieron que otra vez visitara el lugar de la lucha una compañía de indeseables huéspedes, para hacer la rebusca de lo que hubieran dejado los otros.

¡Qué agradable les fue, por el contrario, descubrir por encima de los matorrales una dama que cabalgaba en un caballo blanco, acompañada por un señor de edad y algunos jinetes! Escuderos, servidores, y una compañía de húsares íbales a la zaga.

Filina, que miraba con ojos espantados aquella aparición, estaba a punto de gritar, implorando el auxilio de la hermosa amazona, cuando ya ésta, asombrada, dirigía los ojos al extraño grupo, volvía hacia aquel lado su caballo, acercábase y se detenía junto a ellos. Informose celosamente acerca del herido, cuya posición, en el regazo de la aturdida samaritana, semejó resultarle altamente extraña.

-¿Es su marido? -preguntole a Filina.

-No es más que un buen amigo -repuso ésta en un tono que desagradó extremadamente a Guillermo.

Tenía éste cautiva su mirada en los rasgos dulces, nobles, serenos y compasivos del semblante de la recién llegada; no creía haber jamás visto nada más señoril ni más amable. Una amplia capa de hombre cubríale la figura; según parecía, se la habría prestado alguno de sus compañeros a causa del fresco viento nocturno.

Mientras tanto, también se habían acercado los caballeros; algunos echaron pie a tierra; la dama hizo lo mismo, y con la más benigna piedad preguntó por todas las circunstancias de la desgracia ocurrida a los viajeros, pero en especial por las heridas del tendido mozo. Después volvió atrás rápidamente, y con un señor viejo se dirigió hacia los coches, que subían lentamente por la montana y se detenían en el sitio del combate.

Después que la damita se llegó por breve tiempo a la portezuela de un coche y conversó con los que venían en él, apeose un hombre de figura achaparrada, a quien guió la dama junto a nuestro héroe herido. Visto el estuche que traía en la mano y la bolsa de cuero con instrumentos, pronto se lo pudo tener por un cirujano. Sus modales eran más bien rudos que atractivos, pero su mano era hábil y bienvenido su socorro.

Reconoció cuidadosamente a Guillermo y declaro que ninguna herida era peligrosa; iba a vendarlas en aquel sitio mismo, y después podrían llevar al herido hasta la aldea inmediata.

La zozobra de la damita parecía aumentarse.

-Vea usted -dijo después de haber ido y venido varias veces, volviendo a llevar junto a Guillermo al anciano señor-, vea usted cómo lo han dejado. Y ¿no sufrirá por causa nuestra?

Guillermo oyó estas palabras y no las comprendió. Ella iba de un lado a otro, llena de impaciencia; parecía como si no pudiera libertarse de las miradas del herido y como si, al mismo tiempo, temiera faltar a las conveniencias si se quedaba allí en el momento en que comenzaban a desnudarlo, aunque con bastante trabajo. El cirujano estaba cortando la manga izquierda, cuando el anciano señor se acercó a la dama y en grave tono le expuso la necesidad de continuar su viaje. Guillermo tenía los ojos clavados en la señora, y estaba tan fuera de sí con sus miradas que apenas sentía lo que hacían de él.

Mientras tanto Filina se había levantado para besar la mano de la generosa dama. Cuando estuvieron juntas, pensó nuestro amigo no haber visto jamás contraste tan grande. Nunca se le había presentado aún Filina bajo una luz tan desfavorable. Según le pareció, la cómica no debía acercarse a aquella noble criatura, ni mucho menos tocarla.

La dama preguntole diversas cosas a Filina, pero en voz baja. Por último, volviose hacia el anciano, que todavía permanecía allí, impasible, y le dijo:

-Querido tío, ¿puedo ser generosa a su costa?

Al punto se quitó la capa y fue manifiesto su propósito de dársela al herido, a quien habían desnudado.

Guillermo, a quien hasta entonces había cautivado la favorable mirada de sus ojos, se quedó sorprendido al ver su hermosa figura cuando cayó la capa. Ella se le acercó, y con toda dulzura tendió el abrigo sobre él. En el momento en que Guillermo abría la boca y quería balbucear algunas palabras de gratitud, la viva impresión de la presencia de la dama actuó de modo tan extraño sobre sus sentidos, ya medio perturbados, que de repente le pareció como si la joven tuviera la cabeza rodeada de rayos y una luz resplandeciente se extendiera poco a poco sobre toda su imagen. El cirujano tratábale en aquel momento con rudeza, al disponerse a extraer la bala que había quedado dentro de la herida. La santa figura desapareció de sus ojos, al desmayarse Guillermo; perdió por completo la conciencia, y al volver en sí, jinetes y coches, la hermosa al igual de sus acompañantes, todo se había disipado.




ArribaAbajoCapítulo VII

Después que nuestro amigo estuvo vendado y vestido, el cirujano se apresuró a marcharse, justamente en el momento en que llegaba el arpista con cierto número de aldeanos. Al punto dispusieron unas angarillas de ramas cortadas y entretejidas con follaje, cargaron en ellas al herido y, dirigidos por un cazador a caballo, a quien habían dejado allí los nobles señores, lo condujeron dulcemente por la montaña abajo. El arpista, silencioso y meditabundo, llevaba su roto instrumento; alguna gente llevaba el cofre de Filina, que marchaba detrás lentamente cargada con un atadijo; Mignon corría a través del bosque y las malezas, tan pronto delante como al lado de las angarillas, y miraba anhelosamente a su enfermo protector.

Este iba pacíficamente tendido en las andas, envuelto en su caliente capa. Un calor eléctrico parecía transmitirse a su cuerpo desde la fina lana; en una palabra, sentíase llevado a experimentar las más deliciosas sensaciones. La hermosa dueña de aquella prenda de vestido había actuado poderosamente sobre él. Veía aún cómo caía de sus hombros la capa y cómo se alzaba ante él la nobilísima figura rodeada de resplandores, y su alma corría a través de rocas y bosques hasta postrarse a los pies de la desaparecida.

Caía ya la noche cuando el cortejo llegó a la aldea, delante de la posada donde se encontraba el resto de la compañía, que, llena de desesperación, se lamentaba de las irreparables pérdidas. El único cuartito de la casa estaba atestado de gente; algunos estaban tendidos sobre paja; otros se habían apoderado de los bancos; algunos se apretujaban detrás de la estufa, y en un cuarto inmediato la señora de Melina esperaba congojosamente su parto. El espanto había hecho que se adelantara, y con la sola asistencia de la huéspeda, mujer joven e inexperta, no se podía esperar nada bueno.

Cuando los recién llegados pidieron que se les dejara entrar, produjéronse quejas generales. Afirmábase entonces que sólo por el consejo de Guillermo y bajo su especial dirección habían emprendido aquel peligroso camino, exponiéndose a tamaña desgracia. Echábase sobre él la culpa del funesto desenlace; oponíanse en la puerta a su entrada, sosteniendo que tenía que buscar alojamiento en otro lado. Con Filina se portaron aún más indignamente, y el arpista y Mignon también tuvieron que sufrir su parte.

El cazador, a quien su hermosa señora había recomendado con todo interés que cuidara de los abandonados, no oyó mucho tiempo con paciencia aquella disputa; avanzó hacia los cómicos con amenazas y maldiciones, ordenoles que se estrecharan e hicieran sitio a los recién venidos. Entonces comenzaron a ser más condescendientes. Dispuso sitio para Guillermo en una mesa que empujó hacia un rincón; Filina hizo colocar al lado su baúl y se sentó encima. Cada cual se apretó cuanto pudo, y el cazador salió para ver si no podía encontrar un alojamiento más cómodo para el matrimonio.

Apenas estuvo fuera, cuando la mala voluntad comenzó a manifestarse de nuevo en voz alta, y un reproche sucedía al otro. Cada cual describía y exageraba sus pérdidas; reprendían la temeridad que pagaban a tan alto precio; ni siquiera ocultaban la maligna alegría que les producían las heridas de nuestro amigo; escarnecían a Filina y querían considerar como un crimen el modo como había salvado su cofre. De sus mordacidades y pullas de toda especie parecía deducirse que durante el saqueo y la derrota habíase esforzado ella por obtener la protección del jefe de la banda, y quién sabe por medio de qué artes y concesiones había logrado que dejaran libre su cofre. Pretendían que durante algún tiempo había desaparecido de su vista. Ella no respondía palabra y sólo hacía sonar la gran cerradura de su baúl para convencer a los envidiosos de la realidad de su presencia y aumentar con su propia fortuna la desesperación de los otros.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Guillermo, aunque debilitado por la gran pérdida de sangre e inclinado a la dulzura y mansedumbre por la aparición de aquel ángel salvador, no pudo, finalmente, contener su enojo ante las palabras tan injustas y duras que, valiéndose de su silencio, pronunciaba una y otra vez la descontenta compañía. Sintiose, por último, lo bastante fortalecido para incorporarse y echarles en cara la ruindad con que intranquilizaban a su amigo y jefe. Alzó su vendada cabeza, y sosteniéndose en el codo y apoyándose en la pared, con cierto trabajo comenzó a hablar de este modo:

-Perdónole al dolor que cada uno de vosotros experimenta por sus pérdidas el que me ofendáis en un momento en que debíais compadecerme, el que me rechacéis y arrojéis de entre vosotros la primera vez en que podía haber esperado vuestro socorro. Para los servicios que os presté, para el afecto que os testimonié, encontré hasta ahora suficiente recompensa en vuestras gracias y vuestra conducta amistosa; no me incitéis, no forcéis mi ánimo a que vuelva a examinar lo pasado y reflexione sobre lo que he hecho por vosotros; esa cuenta no serviría más que para atormentarme. La casualidad me condujo a estar entre vosotros; las circunstancias y una íntima inclinación me han hecho permanecer a vuestro lado. Participé en vuestros trabajos, en vuestras diversiones; mis escasos conocimientos estuvieron a vuestro servicio. Si ahora me echáis amargamente la culpa de la desgracia que nos ha sobrevenido, no recordáis al hacerlo que la primera indicación para que tomáramos este camino nos fue hecha por gente extraña, que esa idea fue examinada por todos vosotros y aprobada por cada uno igual que por mí. Si nuestro viaje se hubiera realizado felizmente, cada cual se alabaría de la buena ocurrencia de haber aconsejado este camino y de haberlo preferido; recordaría alegremente nuestras deliberaciones y el sentido en que había aplicado su voto; ahora me hacéis a mí único responsable, me forzáis a cargar con una culpa que aceptaría gustoso, si el testimonio de la más pura conciencia no me declarara libre de ella, si no pudiera apelar de ello ante vosotros mismos. Si tenéis algo que decir en contra mía, manifestadlo en forma conveniente, y ya sabré defenderme; si no tenéis nada fundado que decir, guardad silencio y no me atormentéis en un momento en que estoy tan extremadamente necesitado de reposo.

En vez de responder, las muchachas comenzaron a llorar de nuevo y a referir circunstanciadamente sus pérdidas; Melina estaba por completo fuera de sí, pues, a la verdad, era el que había perdido más, mucho más de lo que podemos calcular. Como un loco furioso iba dando trompicones de un extremo a otro del estrecho recinto, golpeábase la cabeza contra las paredes, maldecía y echaba pestes del modo más indecoroso; y como en el mismo momento entrara la huéspeda en la habitación con la noticia de que su mujer había dado a luz un niño muerto, permitiose las más violentas expresiones y, al unísono con él, todos aullaban, gritaban, mugían y armaban estrépito.

Guillermo, que a la vez estaba conmovido hasta lo más profundo de su ser por un sentimiento de piedad al ver la situación en que se hallaban y de enojo por su bajeza, a pesar de la debilidad de su cuerpo sintió vivas todas las fuerzas de su alma.

-Casi tengo que despreciaros -exclamó-, por dignos de piedad que podáis ser. No hay desgracia que nos autorice para abrumar de reproches a un inocente; si también yo participé, en este mal paso, ya sufro por él mi parte de daño. Yazgo aquí herido, y si la compañía ha sufrido pérdidas, yo soy el que las ha soportado mayores. Todo lo que fue robado en el vestuario, todas las decoraciones que han sido destrozadas eran propiedad mía; pues usted, señor Melina, todavía no me había pagado y le declaro absolutamente libre de esa obligación.

-Ya puede usted regalar lo que nadie volverá a ver -respondió Melina-. Su dinero estaba en el fondo del baúl de mi mujer, y es culpa suya el que se haya perdido. ¡Oh! Pero si fuera eso solo...

Y de nuevo comenzó a golpear el suelo, a maldecir y a gritar. Cada cual recordaba los hermosos trajes del guardarropa del conde; las hebillas, relojes, tabaqueras y sombreros que Melina había adquirido a tan bajo precio del ayuda de cámara. A cada cual volvía a pasarle por la memoria sus propios tesoros, aunque mucho menores; miraban con enojo el baúl de Filina y le daban a entender a Guillermo que realmente no había hecho mal asociándose con aquella hermosa y salvando sus haberes gracias a la suerte de la dama.

-¿Creéis acaso -exclamó él por fin- que tendré algo que sea mío propio mientras vosotros estéis en la estrechez, y es ésta la primera vez que en caso de necesidad reparto honradamente lo que poseo con vosotros? Que abran el baúl, y lo que sea mío lo dedico a las comunes necesidades.

-El baúl es mío -dijo Filina-, y no lo abriré antes de que se me antoje. El par de harapos que he podido conservarle producirán muy poco aunque sean vendidos al más honrado de todos los judíos. Piense usted en sí mismo, en lo que costará su curación, en lo que puede ocurrirle en tierra extraña.

-Filina -repuso Guillermo-, usted no retendrá injustamente lo que es mío, y esa pequeñez nos sacará del primer apuro. Pero el hombre posee además otras cosas con que puede socorrer a sus amigos sin que tenga que ser con monedas contantes y sonantes. Todo lo que soy debe ser consagrado a estos desdichados, que, indudablemente, cuando vuelvan a ser dueños de sí mismos, se arrepentirán de su conducta actual. Sí -prosiguió-, conozco lo que necesitáis, y todo lo que yo pueda hacer os será proporcionado; concededme de nuevo vuestra confianza, tranquilizaos por este momento y aceptad lo que os prometo. ¿Quién quiere recibir mi promesa en nombre de todos?

Al decir esto, extendió su mano y exclamó:

-Prometo no apartarme de vosotros, no desampararos, hasta que cada cual haya reparado doble y triplemente su pérdida, hasta que sea totalmente olvidada la situación en que os encontráis hoy, cualquiera que pueda ser el culpable, y la hayáis substituido por más dichosa suerte.

Mantenía su mano siempre extendida y nadie quería cogérsela.

-Todavía lo prometo una vez más -exclamó, volviendo a desplomarse sobre la almohada.

Todos permanecieron en silencio; estaban avergonzados pero no consolados, y Filina, sentada en su cofre, cascaba unas nueces que había encontrado en su bolsillo.




ArribaAbajoCapítulo IX

Volvió de nuevo el cazador con algunas gentes y adoptó las disposiciones necesarias para llevar de allí al herido. Había convencido al pastor de la aldea para que recibiera en su casa al matrimonio; el baúl de Filina fue llevado con ellos, y ella marchó detrás con natural decoro. Mignon corría delante, y cuando el enfermo llegó a la rectoral, le fue dedicado un gran lecho de matrimonio, dispuesto desde hacía ya mucho tiempo para recibir huéspedes de calidad. Sólo entonces notaron que la herida se había abierto de nuevo y había sangrado mucho. Hubo que procurar nuevo vendaje. El enfermo cayó en un acceso de fiebre; Filina lo veló fielmente, y cuando fue vencida por la fatiga, la reemplazó el arpista; Mignon, con la firme voluntad de estar en vela, se había quedado dormida en un rincón.

A la mañana siguiente, como Guillermo se encontrara un poco repuesto, supo por el cazador que los señores que le habían socorrido la víspera habían dejado poco tiempo antes sus posesiones para mantenerse en una comarca más tranquila hasta que llegara la paz. Dijo el nombre del anciano señor y de su sobrina; indicó el lugar adonde se dirigían primeramente; declarole a Guillermo que la señorita le había ordenado que cuidara de los abandonados viajeros.

La entrada del cirujano interrumpió las vivas manifestaciones de gratitud que Guillermo derramaba sobre el cazador; el físico hizo una circunstanciada descripción de las heridas; aseguró que se curarían fácilmente si el paciente se mantenía tranquilo y aguardaba el debido tiempo.

Después que hubo partido el cazador, refirió Filina que le había dejado una bolsa con veinte luises de oro, que le había hecho un presente al sacerdote en recompensa del alojamiento y depositado en poder de éste los honorarios del cirujano. Pasaba por completo por mujer de Guillermo; instalábase definitivamente al lado de éste en tal cualidad, y no consentiría que buscara él otra enfermera.

-Filina -dijo Guillermo-, en esta desgracia que nos ha sobrevenido tengo ya muchos motivos de gratitud hacia usted y deseo no ver aumentadas las obligaciones de que le soy deudor. Estaré intranquilo mientras permanezca usted junto a mí, pues no sé cómo recompensarle por sus molestias. Devuélvame usted las cosas de mi propiedad que ha salvado en su cofre; únase al resto de la compañía; busque otro hospedaje; reciba usted mis gracias y mi reloj de oro como pequeña muestra de reconocimiento, y después abandóneme; su presencia me intranquiliza más de lo que usted puede suponerse.

Cuando hubo terminado, Filina se le echó a reír en su propia cara.

-Estás loco -le dijo-, y nunca llegarás a ser razonable. Yo sé mejor que tú lo que te conviene; me quedaré; no me moveré de este lugar. Jamás he contado con el agradecimiento de los hombres, y tampoco con el tuyo, por tanto; y si acaso estuviera enamorada de ti, ¿qué te importa?

Se quedó, y bien pronto supo congraciarse con el pastor y su familia, mostrándose siempre alegre, regalándole algo a cada cual, sabiendo hablarle a cada uno de ellos según su modo de pensar y, al mismo tiempo, haciendo siempre lo que se le antojaba. Guillermo no se encontraba mal; el cirujano, un hombre ignorante pero no torpe, dejó obrar a la naturaleza, y de este modo pronto estuvo el paciente en vías de curación. Con gran anhelo deseaba éste volver a verse restablecido para poder continuar celosamente con sus planes y deseos.

Sin cesar evocaba en su interior aquel acontecimiento que había hecho en su ánimo inextinguible impresión. Veía a la hermosa amazona saliendo a caballo de en medio de las matas, se le acercaba, echaba pie a tierra, iba de un lado a otro y se ocupaba de él. Veía la amplia capa cayendo de sus hombros; su rostro y su figura se perdían entre resplandores. Todos sus sueños juveniles enlazábanse con esta imagen. Creía haber visto ahora, con sus propios ojos, a la noble heroína Clorinda; recordaba al hijo de rey, enfermo, a cuyo lecho se aproximaba con silenciosa modestia la bella y compasiva princesa.

-¿No ocurrirá a veces -decíase con frecuencia- que las imágenes de nuestro futuro destino floten en torno nuestro y se hagan visibles a nuestros inocentes ojos, cargados de presentimientos, tanto en la juventud como en el sueño? ¿No ocurrirá que los gérmenes de lo que debe sucedernos están sembrados ya anticipadamente, por mano del destino, para damos una pregustación de los frutos que esperamos alcanzar alguna vez?

El lecho de su enfermedad le daba tiempo para repetir miles de veces aquella escena. Miles de veces evocaba el sonido de aquella dulce voz, y ¡cómo envidiaba a Filina que había besado aquella compasiva mano! Con frecuencia representábasele la historia como un sueño, y lo habría tenido todo por fábula si no le hubiera quedado la capa para asegurarle de la certeza de la aparición.

A los grandes cuidados que dispensaba a aquella prenda de vestido uníase el vivo deseo de cubrirse con ella. Tan pronto como pudo levantarse, echola sobre sí y todo el día estuvo temiendo que pudiera ser estropeada por una mancha o de cualquier otro modo.




ArribaAbajoCapítulo X

Laertes fue a visitar a su amigo. No había estado presente cuando la violenta escena de la posada, pues se hallaba acostado en un cuarto de arriba. Estaba muy consolado por sus pérdidas y siempre aplicaba su acostumbrado «¿Qué importa?» Refirió diversos rasgos ridículos de la compañía; en especial, acusaba a la señora de Melina de no llorar la pérdida de su hija más que por no poder tener el antiguo placer alemán de bautizarla con el nombre de Matilde. En cuanto a su marido, era entonces manifiesto que siempre había tenido mucho dinero consigo, y que ya en la época del empréstito que astutamente había conseguido de Guillermo, no le era éste en modo alguno necesario. Melina quería partir por la próxima silla de postas y deseaba que Guillermo le diera una carta de recomendación para su amigo el director Serlo, en cuya compañía esperaba ser admitido, habiendo fracasado su propia empresa.

Mignon había estado muy callada durante algunos días, y, por fin, tras mucha insistencia, había confesado que tenía el brazo derecho descompuesto.

-Eso se lo debes a tu temeridad -dijo Filina.

Y refirió cómo la niña había desenvainado su cuchillo de caza durante la lucha, y al ver en peligro a su amigo había comenzado a golpes con los bandidos. Por último, la habían cogido por el brazo y la habían arrojado a un lado. La reprendieron por no haber descubierto antes su daño, pero bien vieron que había tenido miedo del cirujano, que hasta entonces la había tenido siempre por un chico. Procurose remediar el mal y tuvo que llevar el brazo en cabestrillo. También esto era una nueva pena para ella, porque tenía que confiar a Filina la mayor parte de los cuidados y asistencia de su amigo, y la gentil pecadora mostrábase por este motivo tanto más solícita y activa.

Una mañana, al despertar Guillermo, encontrola extremadamente cerca de sí. En la agitación de su sueño, habíase deslizado por completo hacia el lado de la pared, en el amplio lecho. Filina habíase tendido, atravesada, en la parte delantera; parecía, haberse quedado dormida hallándose sentada en el lecho y ocupada en leer. Habíale rodado un libro de las manos; había caído hacia atrás, con la cabeza muy próxima al pecho de Guillermo, sobre el cual se extendían, en oleadas, sus rubios y sueltos cabellos. El desorden del sueño realzaba más sus encantos de lo que lo hubieran hecho el artificio y el propósito de agradar; una calma infantil y sonriente tendíase por su rostro. Contemplola durante algún tiempo, y pareció amonestarse a sí mismo por el placer con que la miraba, y no sabemos si juzgaba como dichosa o desgraciada una situación que le forzaba al reposo y la prudencia. Habíala considerado atentamente durante algún tiempo, cuando ella comenzó a moverse. Guillermo cerró suavemente los ojos, pero no pudo abstenerse de mirar por entre las pestañas, acechándola mientras ella se arreglaba, antes de salir para preguntar por el desayuno.

Todos los comediantes habían ido presentándose poco a poco en casa de Guillermo, y habían solicitado, de modo más o menos rudo y grosero, cartas de recomendación y dinero para el viaje, cosas que siempre obtenían con desagrado de Filina. En vano hacíale presente a su amigo que también el cazador les había dejado una importante suma a aquellas gentes, que se mofaban de él. De este modo llegaron a tener una violenta disputa, y afirmó Guillermo de una vez para siempre que también ella haría bien en unirse con el resto de la compañía y probar fortuna con Serlo.

Sólo por breves momentos perdió ella su igualdad de humor; después se serenó rápidamente y exclamó:

-Si volviera a tener conmigo a mi rubio no me preocuparía nada de todos vosotros.

Referíase a Federiquillo, que se había perdido en el lugar de la lucha y no había vuelto a mostrarse después.

A la otra mañana trájole Mignon a la cama la noticia de que Filina había partido durante la noche; en la habitación inmediata había colocado, en muy buen orden, todo lo que pertenecía a Guillermo. Doliose él de su ausencia; había perdido en ella una fiel enfermera y una animosa compañía; no estaba ya acostumbrado a permanecer solo. Pero Mignon llenó muy pronto aquel vacío.

Mientras que aquella hermosa y ligera muchacha había rodeado al herido con amables cuidados, la pequeña se había retirado cada vez más y había permanecido silenciosa y recogida; pero ahora, al tener de nuevo libre el campo, surgió con todo interés y amor; mostrábase celosa para servirlo y alegre para entretenerlo.




ArribaAbajoCapítulo XI

Con vivos pasos iba acercándose Guillermo a su curación; esperaba que podría ponerse en camino dentro de pocos días. No quería seguir con una vida ociosa y sin plan, sino que en adelante su carrera debía ser caracterizada por bien orientados pasos. Primero quería buscar a los bondadosos señores para expresarles su agradecimiento; después correría junto a su amigo, el director, para cuidar, del mejor modo posible, de la desgraciada compañía, y al mismo tiempo visitar a los corresponsales, para quienes estaba provisto de presentaciones, y despachar los negocios a él confiados. Tenía esperanzas de que la buena suerte seguiría asistiéndole como en tiempos anteriores, y le proporcionaría ocasión de reponer sus pérdidas mediante una buena especulación, volviendo a llenar los vacíos de su caja.

El afán de ver de nuevo a su salvadora crecía de día en día. Para determinar su itinerario, consultó con el eclesiástico, que poseía muy hermosos conocimientos geográficos y estadísticos y tenía una linda colección de libros y de mapas. Buscaron el lugar que la noble familia había escogido como residencia durante la guerra; se procuraron noticias acerca de tales personas; pero aquel lugar no podía encontrarse en ninguna geografía ni en ningún mapa, y los manuales de genealogía no decían nada de tal familia.

Guillermo fue presa de inquietud, y como expresara en voz alta su aflicción, el arpista le descubrió que tenía motivos para creer que, fuera por lo que quisiera, el cazador había ocultado el nombre verdadero.

Guillermo, que ya se creía en la vecindad de la dama, esperó obtener alguna noticia de ella enviando al arpista; pero también esta esperanza resultó vana. Por mucho que el viejo quiso informarse, no pudo dar con ninguna huella. En aquellos días habíanse visto por aquella comarca diversos movimientos rápidos y marchas imprevistas; nadie había prestado interés especial a aquellos viajeros, de modo que el mensajero enviado por Guillermo, para no ser considerado como un espía judío, tuvo que volver atrás y presentarse ante su señor y amigo sin la rama de olivo. Dio estrecha cuenta de cómo había procurado desempeñar la comisión y cómo se había esforzado para alejar de sí toda sospecha de negligencia. Trató, en todas formas, de suavizar la aflicción de Guillermo; recordó todas las cosas que había sabido del cazador y expuso toda suerte de conjeturas, entre las cuales, por último, se presentó una circunstancia, gracias a la cual Guillermo pudo explicarse algunas enigmáticas palabras de la hermosa desaparecida.

En efecto, la banda de malhechores no había acechado a la ambulante compañía de teatro, sino a aquellos señores, por sospechar, fundadamente, que tendrían consigo mucho dinero y preciosidades, y de cuyo paso debían haber tenido exacta noticia. No se sabía si se debía atribuir el hecho a una guerrilla o a unos merodeadores o bandidos. Fuera como quisiera, por suerte para la rica y noble caravana, los insignificantes y pobres habían llegado primero a aquel lugar y sufrido el destino que estaba dispuesto para los otros. A esto se referían las palabras de la señora joven que siempre recordaba muy bien Guillermo. Si podía considerarse feliz y satisfecho de que un genio previsor lo hubiera destinado a él a ser víctima del sacrificio para salvar a una criatura mortal dotada de todas las perfecciones, por el contrario, estaba próximo a la desesperación, ya que, al menos por aquel momento, había desaparecido totalmente toda esperanza de volver a encontrarla y de volver a verla.

Lo que aumentaba en él aquella singular conmoción era la semejanza que creía haber descubierto entre la hermosa desconocida y la condesa. Se parecían como pueden parecerse dos hermanas de las cuales ninguna de las dos puede ser llamada la mayor o la más joven, pues semejan gemelas.

El recuerdo de la amable condesa era inefablemente dulce para él. Con gran placer evocaba en la memoria su imagen. Pero ahora la figura de la noble amazona venía a interponerse; una aparición se convertía en la otra, sin que se encontrara en situación de mantener firme ninguna de las dos.

Y ¿qué asombrosa no tenía que ser para él la semejanza de sus letras? Pues conservaba en su cartera una encantadora canción copiada por la condesa y en la capa había encontrado una esquelilla, en la que, quien la había escrito, se informaba con el más tierno cuidado del estado de salud de un tío suyo.

Guillermo estaba convencido de que su salvadora había escrito aquel billete, de que en una posada del camino había sido enviado de una habitación a otra y de que el tío lo había metido en el bolsillo. Confrontaba ambas escrituras, y si antes las letras de la condesa, graciosamente formadas, le habían agradado tanto, encontraba ahora en los rasgos análogos pero más libres de la desconocida una indecible y fácil armonía. La esquela no decía nada, pero ya la letra con que estaba escrita parecía exaltar a Guillermo, como lo había hecho antes la presencia de la hermosa.

Se sumió en una soñadora nostalgia y muy bien concordaba con sus sentimientos la canción que en aquel momento cantaban Mignon y el arpista, con la más tierna expresión, en arbitrario dúo:

Sólo conoce mi dolor aquel que sabe de soledades. Solitario y apartado de toda alegría, miro hada aquella parte del firmamento.

¡Ay! Quien me ama y conoce se halla bien lejos. Siento vértigos, me abrasan las entrañas. Sólo conoce mi dolor aquel que sabe de soledades.




ArribaAbajoCapítulo XII

Las dulces invocaciones al amado espíritu protector, en lugar de dirigir por cualquier vía a nuestro amigo, sólo servían para alimentar y acrecer la impaciencia que había sentido ya desde antes. Un fuego secreto se deslizaba por sus venas; objetos inciertos o determinados cambiaban en su alma y provocaban en él un insaciable anhelo. Tan pronto deseaba tener un caballo como tener alas, y pareciéndole imposible poder permanecer donde se hallaba, no sabía aún sino preguntarse adónde, en realidad, deseaba ir.

El hilo de su destino habíase enmarañado de modo extraño; deseaba ver desatados o cortados los singulares lazos. Con frecuencia, cuando oía el trote de un caballo o el rodar de un carruaje, miraba rápidamente por la ventana, en la esperanza de que fuera alguien que lo buscara, y, aunque no fuera más que por casualidad, le trajera noticias, certidumbre y alegría. Inventaba historias para contárselas a sí mismo: cómo su amigo Werner podría muy bien venir a aquella comarca para sorprenderlo, cómo acaso debería aparecer Mariana. Poníanle en conmoción los sones de la trompa de cada postillón. Melina iba a darle noticias de su suerte; pero, sobre todo, debía volver a presentarse el cazador e invitarle a ir al lado de aquella adorada belleza.

Por desgracia, no ocurría nada de todo ello, y al cabo volvía a encontrarse solo consigo mismo; al examinar de nuevo en su memoria las cosas pasadas había una circunstancia que, cuanto más la consideraba y dilucidaba, se le hacía cada vez más repugnante e insoportable. Tratábase de su desgraciado intento de hacerse caudillo de la compañía de cómicos, cosa en la que no podía pensar sin enojo, pues, aunque en la noche de aquel desgraciado día se hubiera justificado bastante bien delante de los comediantes, no podía disimular su culpa ante sí mismo. Al contrario, en instantes de hipocondría llegaba más bien a atribuirse a sí mismo todo el accidente.

El amor propio hace que tanto nuestras virtudes como nuestras faltas se nos presenten como mucho más importantes de lo que son. Guillermo había hecho que todos confiaran en él, había dirigido la voluntad de los restantes, y, guiado por su experiencia y osadía, habíase puesto al frente de todos; sorprendiolos un peligro al cual no fueron capaces de oponerse. Reproches públicos y secretos lo perseguían, y cuando, después de aquella sensible pérdida, había prometido a la extraviada compañía que no la abandonaría hasta que con usura les hubiera devuelto lo perdido, tenía que reprenderse de una nueva osadía, al jactarse de poder llevar sobre sus hombros un mal que había sido repartido en general. Ya se acusaba de haber hecho tal promesa en la tensión y exaltación del momento; ya volvía a sentir que el magnánimo ofrecimiento de su mano, que nadie había querido aceptar, era sólo una leve formalidad al lado del juramento que tenía ya hecho en su corazón. Reflexionó sobre los medios de poder serles útil y benéfico, y pronto halló que había toda suerte de motivos para acelerar su viaje en busca de Serle. Hizo entonces su equipaje, y, sin esperar su plena curación, sin atender los consejos del pastor y del cirujano, en la singular compañía de Mignon y del anciano arpista, se apresuró a huir de la ociosidad en la que su destino había vuelto a detenerlo demasiado tiempo.




ArribaAbajoCapítulo XIII

Serlo lo recibió con los brazos abiertos y exclamó yendo hacia él:

-¿Es usted? ¿No me equivoco? Muy poco o nada ha cambiado. Su amor por el más noble arte, ¿sigue siendo siempre tan fuerte y vivo? Tanto más me alegra su llegada, ya que no siento ya la desconfianza que habían producido en mí sus últimas cartas.

Guillermo, sorprendido, le pidió inmediata explicación.

-No se ha portado usted conmigo como un viejo amigo -repuso Serlo-; me ha tratado usted como a un gran señor, a quien, sin escrúpulo de conciencia, puede uno recomendarle gente inútil. Nuestra suerte depende de la opinión del público, y temo que su señor Melina, con los suyos difícilmente puede ser bien recibido por el nuestro.

Guillermo quiso decir algo en favor de los otros; pero Serlo comenzó a hacer de ellos una descripción tan despiadada, que nuestro amigo se tuvo por muy contento cuando entró en la habitación una señora, que interrumpió la conversación, y al punto le fue presentada por su amigo como su hermana Aurelia. Acogiolo ella del modo más amable, y su conversación fue tan grata, que ni una sola vez advirtió Guillermo unos marcados rasgos de melancolía que daban aún mayor interés al espiritual semblante de la dama.

Por primera vez desde hacía largo tiempo volvía Guillermo a encontrarse en su elemento. Para sus conversaciones no había hallado hasta entonces más que oyentes mal preparados y oficiosos; pero ahora tenía la suerte de hablar con verdaderos artistas y entendidos que, no sólo le comprendían perfectamente, sino que también respondían de modo instructivo a lo que decía él. ¡Con qué rapidez examinaron todas las obras nuevas! ¡Con qué seguridad las juzgaron! ¡Cómo supieron tasar y apreciar el juicio del público! ¡Con qué celeridad se entendían de una y otra parte!

La predilección de Guillermo por Shakespeare tenía necesariamente que dirigir la conversación hacia este escritor. Mostró la más viva esperanza en que estas obras excelentes habían de hacer época en Alemania y no tardó en citar el Hamlet, de que tanto se había ocupado.

Aseguró Serlo que, si le hubiera sido posible, haría ya mucho tiempo que habría dado la obra y que, con gusto, se encargaría del papel de Polonio. Añadió después, con una sonrisa:

-Y una Ofelia también se encontraría, con tal de que tuviéramos el príncipe.

No advirtió Guillermo que a Aurelia pareció desagradarle esta broma de su hermano; púsose a explicar, según su modo de ver, de una manera extensa y docta, en qué sentido querría que fuera representado el papel de Hamlet. Expuso circunstanciadamente los resultados de que ya le hemos visto ocuparse más atrás, y diose gran fatiga para lograr que fueran aceptadas sus opiniones, por muchas dudas que, contra su hipótesis, suscitara Serlo.

-Bueno -acabó por decir éste-, le concedemos a usted todo ello; ¿qué pretende usted deducir de ahí?

-¡Mucho! ¡Todo! -repuso Guillermo-. Imagínese usted un príncipe como el que yo he descrito cuyo padre fallece impensadamente. La ambición y el ansia de mando no son las pasiones que lo animan; porque le bastaba ser hijo de rey; pero ahora, por primera vez, se ve forzado a prestar atención a la distancia que separa al rey del súbdito. El derecho a la corona no era hereditario, y, sin embargo, si el padre hubiera tenido más larga existencia, habría fortalecido los derechos de su hijo único y asegurado sus esperanzas de sucederle en la corona. Por el contrario, ahora, a pesar de fingidas promesas, se ve excluido por su tío acaso para siempre; se siente totalmente desprovisto de mercedes y bienes, y extranjero en el país que desde su niñez había podido considerar como propiedad suya. Aquí adquiere su ánimo su primera triste dirección. Siente que ya no es, que ni siquiera es tanto como cualquier noble; se hace pasar por servidor de todo el mundo, no es cortés, no es afable, sino humilde y menesteroso. Su situación anterior considérala sólo como un sueño desvanecido. En vano es que su tío, para darle ánimos, quiera hacerle considerar su situación desde otro punto de vista; el sentimiento de su nulidad no lo abandona. El segundo golpe que recibe le hiere aún más profundamente, lo humilla todavía más. Es el matrimonio de su madre. A él, fiel y tierno hijo, muerto su padre, quédale todavía una madre; espera venerar, en la compañía de esta noble madre que le ha sido conservada, las acciones gloriosas de aquel gran desaparecido; pero también pierde a su madre, y en forma aún peor que si la muerte se la hubiera arrebatado. Desaparece la firme imagen que un hijo de buenos sentimientos gusta hacerse de sus padres; del muerto no hay auxilio que esperar, ni de la viviente ningún apoyo. También ella es mujer, y entre los nombres generales de ese sexo está también comprendido el de fragilidad. Sólo entonces se siente por completo abatido, sólo entonces comienza a encontrarse huérfano y no hay dicha en el mundo que pueda substituir para él lo que ha perdido. No siendo triste ni meditabundo por su natural, la tristeza y la meditación son, para él, pesadas cargas. Así es como lo vemos cuando por primera vez se nos presenta. No creo haber añadido nada a la obra ni exagerado rasgo alguno.

Serlo miró a su hermana y dijo:

-¿Te había trazado de nuestro amigo una falsa imagen? Comienza bien y nos referirá aún muchas cosas y acabará por engatusarnos con ellas.

Guillermo protestó altamente de que él no quería engatusar con ninguna cosa, sino convencer de ellas, y les rogó que le concedieran todavía un momento de paciencia.

-Imagínese usted -exclamó- a este mancebo, a este hijo de príncipe, con toda su capacidad evocadora; represéntese usted su posición, y obsérvelo después cuando sabe que se aparece la sombra de su padre; acompáñelo usted en la espantosa noche cuando el venerable espíritu se presenta ante él. Acométele un espanto terrible; háblale a la milagrosa forma, ve que le hace señas, la sigue y escucha. Suena en sus oídos la más espantosa acusación contra su tío, junto con incitaciones a la venganza y la súplica, insistentemente repetida: «¡Acuérdate de mí!» Y una vez desaparecido el fantasma, ¿qué es lo que vemos ante nosotros? ¿Un joven héroe que no respira más que venganza? ¿Un príncipe, nacido para tal, que se siente feliz cuando le invitan a proceder contra el usurpador de su corona? ¡No! El asombro y la melancolía se apoderan del solitario; tiene amargas ironías contra los sonrientes culpables, jura no olvidar al muerto y termina lanzando esta significativa queja: «El tiempo se ha salido de sus ejes; ¡ay de mí, que he nacido para volver a encajarlo!» En estas palabras, según me parece, está la clave de toda la conducta de Hamlet, y para mí es manifiesto que Shakespeare ha querido pintar un gran acto impuesto a un alma que no se ha desarrollado hasta la medida de tal acto, y encuentro que, según este sentido, está en su totalidad compuesta toda la obra. Es un roble plantado en un precioso vaso que sólo hubiera podido recibir en su interior flores delicadas; extiéndense las raíces, y el vaso es totalmente destrozado. Un carácter hermoso, puro, noble, altamente moral, pero sin la fuerza de complexión que constituye al héroe, sucumbe bajo una carga que no es capaz de soportar ni de arrojar de sí; todo deber es sagrado para él, pero éste es demasiado pesado. Solicítase de él lo imposible; no lo imposible en sí mismo, sino lo que es imposible para él. Vemos cómo anda con rodeos, cómo se angustia, cómo avanza y retrocede, cómo siempre le es recordado su deber, cómo siempre lo recuerda, y, por último, casi pierde de vista el fin que se ha propuesto, aunque sin volver a recobrar nunca su serenidad.




ArribaAbajoCapítulo XIV

Entraron diferentes personas que interrumpieron la conversación. Eran músicos que habitualmente se reunían una vez a la semana en casa de Serlo para un pequeño concierto. Le gustaba mucho la música y afirmaba que un comediante sin esta afición, nunca podía llegar a una clara noción y sentimiento de su propio arte. Lo mismo que se actúa de modo más fácil y decoroso cuando los gestos van acompañados y dirigidos por una melodía, también el actor tiene que preparar cada papel, hasta cuando esté escrito en prosa, de modo que no lo barbotee monótonamente, siguiendo su personal manera de ser, sino que lo trate, según ritmo y compás, con todas las convenientes inflexiones.

Aurelia parecía interesarse poco por todo lo que ocurría, y acabó por llevar a nuestro amigo a una habitación inmediata, y, poniéndose a la ventana y mirando el estrellado cielo, díjole a Guillermo:

-Todavía nos ha quedado usted en deuda de muchas cosas acerca de Hamlet; pero no quiero ser precipitada y deseo que también mi hermano pueda oír conmigo lo que aun tenga usted que decirnos; pero deme a conocer sus ideas con respecto a Ofelia.

-No hay que decir mucho de ella -repuso Guillermo-, pues su carácter queda ya terminado con unos cuantos rasgos de manera maestra. Todo su ser se mece en una madura y dulce sensualidad. Su cariño por el príncipe, a cuya mano le es lícito aspirar, fluye de tal modo de la fuente de su alma, su buen corazón se abandona tan por completo a su anhelo, que su padre y su hermano se alarman de ello y ambos la amonestan sin rodeos y groseramente. Las conveniencias sociales, lo mismo que la ligera gasa que cubre su pecho, no pueden ocultar los movimientos de su corazón, sino que más bien revelan su conmoción más leve. Su imaginación está envenenada, su callada modestia respira amorosa languidez, y si la ocasión, fácil diosa, viniera a sacudir el arbolillo, al punto habría caído el fruto a tierra.

-Y después -dijo Aurelia-, cuando se ve abandonada, rechazada y desdeñada; cuando en el alma de su insensato amante el más alto impulso se transforma en lo más vil, y en lugar del dulce cáliz de amor le tiende la amarga copa del sufrimiento...

-Quiébrase su corazón -respondió Guillermo-. Desencájanse todos los soportes de su ser; la muerte de su padre resuena con gran violencia en ella, y el hermoso edificio se viene abajo por completo.

Guillermo no había observado la expresión con que pronunció Aurelia sus últimas palabras. Ocupado sólo de la obra de arte, de su armonía y perfección, no sospechaba que su amiga experimentaba muy otros efectos; no sospechaba que un profundo dolor personal era vivamente excitado en ella por aquellas ficciones dramáticas.

Estaba Aurelia con la cabeza apoyada en el brazo, elevando al cielo los ojos llenos de lágrimas. Por último, no pudo reprimir por más tiempo su escondido dolor, cogió las dos manos del amigo, y exclamó, mientras él se quedaba ante ella como pasmado:

-¡Perdone usted, perdone usted a un angustiado corazón! La vida social me ata y oprime; tengo que procurar ocultarme de mi despiadado hermano; ahora su presencia de usted ha deshecho todos los lazos. ¡Amigo mío! -prosiguió-, hace sólo un instante que le conozco a usted y ya voy a hacerle objeto de mis confidencias.

Apenas podía pronunciar palabra y se dejó caer sobre el hombro de Guillermo.

-No piense usted mal de mí -dijo sollozando-, porque tan pronto le revele mis secretos, porque me muestre tan débil con usted. Sea mi amigo; séalo siempre. Lo merezco.

Guillermo procuraba tranquilizarla del modo más tierno; pero era en vano: sus lágrimas seguían manando siempre y ahogaban sus palabras. En aquel momento entró Serlo muy fuera de propósito, y con él, inesperadamente, la propia Filina, a quien traía él de la mano.

-Aquí tiene usted a su amigo -díjole a Filina-; se alegrará de saludarla.

-¡Cómo! -exclamó Guillermo asombrado-; ¿también a usted la encuentro aquí?

Con aire modesto y reposado acercose la cómica, diole la bienvenida y alabó la bondad de Serlo, que, sin merecerlo ella, sólo con la esperanza de que llegara a aprender, la había recibido en su excelente compañía. Mostrose, en todo ello, muy amable con Guillermo, pero a respetuosa distancia.

Mas este fingimiento no duró sino mientras estuvieron presentes los otros dos. Pues al retirarse Aurelia para ocultar su dolor y al ser llamado Serlo desde fuera, Filina miró primero muy despacio hacia las puertas para ver si se habían ido realmente, después brincó como loca por toda la habitación, tirose al suelo y parecía ahogarse de risas y carcajadas. Después se levantó de un salto, acarició a nuestro amigo y celebró sobremanera haber sido lo bastante prudente para adelantarse a conocer el terreno y granjearse la voluntad de todos.

-Aquí marcha todo de un modo muy raro -dijo ella-; precisamente lo que necesito. Aurelia ha tenido unos amores desgraciados con un noble, que tiene que ser un hombre magnífico, y a quien me gustaría ver siquiera una vez. Si no me equivoco mucho, le ha dejado un recuerdo. Corretea por aquí un chiquillo como de tres años, hermoso como el sol; el papá tiene que ser delicioso. En general, no puedo resistir a los niños, pero me encanta este picaruelo. He echado mis cuentas: la muerte del marido, las nuevas relaciones, la edad del niño; todo concuerda perfectamente. Ahora el amigo se ha ido por su camino; hace ya un año que no lo ve. Ella está fuera de sí e inconsolable... ¡La muy loca!... El hermano tiene en la compañía una bailarina con la que se divierte, una comiquilla que goza de su confianza; en la ciudad hay también varias mujeres a las que hace la corte y ahora también yo estoy en lista. ¡El muy loco!... De la demás gente ya sabrás mañana, y ahora sólo una palabrita acerca de Filina, a quien ya conoces: la archiloca está enamorada de ti.

Juró que era la pura verdad y aseguró que era pura broma. Suplicó encarecidamente a Guillermo que se enamorara de Aurelia, con lo cual se daría una perfecta caza a la carrera.

-Ella corre tras de su infiel amante, tú tras ella, yo tras de ti y el hermano tras de mí. Si eso no da materia para divertirse medio año, quiero morirme en el primer episodio que se produzca en esta novela de cuádruple intriga.

Le rogó que no le estropeara sus asuntos y le mostrara tanto respeto como quería merecer por su conducta pública.




ArribaAbajoCapítulo XV

A la otra mañana pensó Guillermo en ir a visitar a madama Melina; no la encontró en casa y preguntó por el resto de los miembros de la compañía ambulante y supo que Filina los había invitado a almorzar. Dirigiose allí por curiosidad y los halló a todos muy satisfechos y consolados. La astuta criatura los había reunido, los había obsequiado con chocolate, dándoles a entender que todavía no estaba cerrado todo el horizonte; mediante su influencia, esperaba convencer al director de lo ventajoso que le sería recibir en su compañía un personal tan hábil. Escuchábanla atentamente, se sorbían una taza tras otra, encontraban que no estaba mal aquella muchacha y se proponían hablar de ella del mejor modo.

-¿Cree usted, pues -díjole Guillermo al quedarse solo con Filina-, que todavía se decidirá Serlo a encargarse de nuestros camaradas?

-En modo alguno -repuso Filina-; ni tampoco me intereso nada por ello. Preferiría que se hubieran ya marchado. Sólo a Laertes querría conservar; a los demás, ya los iremos apartando poco a poco.

Tras esto diole a entender a su amigo que estaba perfectamente convencida de que éste no dejaría por más tiempo escondidos sus talentos, sino que se presentaría en las tablas bajo la dirección de un hombre como Serlo. No sabía alabar bastante el orden, el buen gusto y el espíritu que reinaban en la compañía; hablole a nuestro amigo de modo tan lisonjero, alabole tanto sus talentos, que el corazón y la fantasía de Guillermo tendían mucho hacia esta proposición, mientras su juicio y su reflexión se alejaban grandemente de ella. Mantuvo oculta ante Filina y ante sí mismo aquella tendencia, y pasó un día intranquilo, sin poder decidirse a ir a visitar a sus corresponsales y a recoger las cartas que tenían que estar allí para él. Pues aun cuando podía imaginarse muy bien la inquietud de los suyos durante aquel tiempo, temía saber con todo detalle su preocupación y sus reproches, tanto más que se prometía un gran placer para aquella noche con la representación de una obra nueva.

Serlo habíase negado a dejarle presenciar el ensayo.

-Tiene usted que conocernos bajo nuestro mejor aspecto -dijo él-, antes de que consintamos que vea usted nuestras interioridades.

Con el mayor goce asistió nuestro amigo a la representación en la noche siguiente. Era la primera vez que veía el trabajo escénico llevado hasta aquella perfección. A todos los actores había que reconocerles dones excelentes, felices disposiciones y un claro y alto concepto de su arte, y sin embargo, no eran iguales entre sí; pero se sostenían y apoyaban mutuamente, se animaban unos a otros y eran muy precisos y exactos en toda su manera de representar. Pronto se sentía que Serlo era el alma de aquel conjunto, del cual se distinguía con gran ventaja. Un humor sereno, una moderada vivacidad, un preciso sentimiento de las conveniencias, junto con grandes dotes de imitación, era forzoso admirar en él tan pronto como salía a escena y abría la boca. El íntimo bienestar de su persona parecía extenderse a todos los espectadores, y el modo ingenioso como expresaba, fácil y graciosamente, los más finos matices del papel provocaba alegría tanto mayor, ya que sabía esconder el arte que había llegado a dominar mediante perseverante trabajo.

Su hermana Aurelia no se quedaba atrás y obtenía aún aplausos mayores, porque conmovía el ánimo de las gentes que él sólo era capaz de divertir y regocijar.

Después de algunos días pasados del modo más agradable, Aurelia hizo llamar a nuestro amigo. Corrió a su casa y la encontró tendida en un canapé; parecía tener dolor de cabeza y en toda su persona no dejaba de manifestarse una febril conmoción. Serenáronse sus ojos cuando descubrió a quien entraba.

-Perdóneme usted -exclamó al verle-; la confianza que usted me ha infundido me ha hecho ser débil. Hasta ahora podía entretenerme en secreto con mi dolor, cosa que hasta me daba fuerzas y consuelo; pero ahora, sin que sepa yo cómo ha ocurrido tal cosa, usted ha roto los lazos del silencio, y aunque sea contra su voluntad, tomará usted parte en los combates que sostengo contra mí misma.

Guillermo le respondió con amabilidad y galantería. Le aseguró que su imagen y sus dolores habían estado siempre presentes ante su alma; que le rogaba que le concediera su confianza y que se declaraba por su más fiel amigo.

Al hablar de este modo, sus ojos eran atraídos por un niño que estaba sentado en el suelo, delante de él, y revolvía unos con otros toda suerte de juguetes. Como ya le había dicho Filina, podría tener unos tres años, y sólo entonces comprendió Guillermo cómo la aturdida muchacha, que rara vez usaba de expresiones sublimes, había podido comparar con el sol a aquel chico. Pues alrededor de sus abiertos ojos y de todo su semblante flotaban los más hermosos rizos de oro; en una frente deslumbradoramente blanca mostrábanse unas cejas delicadas, obscuras y dulcemente onduladas, y los más vivos tonos de la salud resplandecían en sus mejillas.

-Siéntese a mi lado -dijo Aurelia-. Contempla usted con admiración al dichoso niño; cierto que con toda alegría lo recibí en mis brazos, lo conservo con cuidado, pero también puedo reconocer, gracias a él, el grado de mi sufrimiento, que sólo raras veces me consiente apreciar el valor de tal tesoro. Permita usted -prosiguió diciendo- que le hable de mí y de mi destino, porque me importa mucho no ser mal conocida por usted. Creí tener algunos instantes de calma; por eso hice que lo llamaran; está usted en mi presencia y he perdido el hilo de lo que quería decir. «Otra mujer abandonada en el mundo», se dirá usted. Usted es hombre y pensará: «¿Por qué hará esta loca tantos aspavientos por un mal necesario, que se cierne sobre la mujer lo mismo que la muerte: la infidelidad de un hombre?» ¡Oh amigo mío! Si mi destino fuera el corriente, soportaría gustosa un mal corriente; pero ¡es tan extraordinario! ¿Por qué no podré mostrárselo a usted como en un espejo? ¿Por qué no podré encargarle a nadie que le refiera a usted todo esto? ¡Oh! Si hubiera sido seducida, cogida al descuido y después abandonada, aún tendría consuelo en mi desesperación; pero lo mío es mucho peor: soy yo misma quien se ha alucinado, yo misma quien se ha engañado contra toda prudencia; eso es lo que no me podré perdonar jamás.

-Con sentimientos tan nobles como los suyos -repuso el amigo-, no puede usted ser totalmente desgraciada.

-Y ¿sabe usted a qué le debo tales sentimientos? -preguntó Aurelia-. A la más detestable educación que jamás haya debido corromper a una muchacha; a los ejemplos peores y más propios para extraviar el corazón y los sentidos. Después de la temprana muerte de mi madre pasé los más hermosos años de mi adolescencia en casa de una tía mía que se había impuesto como ley el despreciar las leyes del honor. Abandonábase ciegamente a todas sus pasiones, ya reinara ella sobre el objeto de su cariño, o fuera su esclava, con tal de que pudiera olvidarse de sí misma en un salvaje goce. Nosotras, niñas, con la pura y clara mirada de la inocencia, ¿qué concepto teníamos que formarnos del sexo masculino? Qué obtusos, qué importunos, qué insolentes, qué torpes eran los que ella llevaba a su casa; qué asqueados, atrevidos, vacíos e insípidos se mostraban tan pronto como habían hallado la satisfacción de sus deseos. Así es como vi, durante años enteros, a esta mujer envilecida bajo las órdenes de los peores de los hombres. ¡Qué tratamientos tenía que soportar y con qué cara sabía resignarse con su suerte, con qué aire soportaba sus deshonrosas cadenas! Así es, amigo mío, cómo aprendí a conocer a vuestro sexo, y, ¡con qué franqueza lo odié, cuando creí notar que hasta los hombres más estimables, al ponerse en relación con nosotras, parecían renunciar a todos los buenos sentimientos de que podía haberlos hecho capaces la Naturaleza! Por desgracia, en aquellas circunstancias tuve también que adquirir muy tristes experiencias sobre mi propio sexo, y a la verdad, siendo muchacha de dieciséis años, era mucho más cauta de lo que lo soy ahora, cuando ya apenas puedo comprenderme a mí misma. ¿Por qué hemos de ser tan prudentes, cuando somos jóvenes, para hacernos después más insensatos cada vez?

El niño hacía ruido; Aurelia se impacientó por ello y tocó la campanilla. Entró una vieja para llevárselo.

-¿Todavía te duelen las muelas? -preguntole Aurelia a la vieja, que traía la cara envuelta en un pañuelo.

-De un modo casi insoportable -repuso la otra con voz ahogada; cogió en brazos al niño, que pareció irse gustoso con ella, y se lo llevó.

Apenas hubo salido el niño, cuando Aurelia se puso a llorar amargamente.

-No puedo hacer otra cosa sino gemir y lamentarme -exclamó-, y me avergüenzo de presentarme ante usted como un pobre gusano que se arrastra por el suelo. He perdido toda mi presencia de espíritu y no puedo contarle ya nada más.

Se interrumpió de repente y guardó silencio. Su amigo, que no quería decir nada vulgar y no supo decir nada interesante, especialmente adaptado a aquella situación, le estrechó la mano y la contempló durante algún tiempo. Por fin, en su confusión, cogió un libro que se encontraba delante de él en el velador: eran las obras de Shakespeare abiertas por el Hamlet.

Serlo, que apareció en la puerta en aquel momento, después de preguntar por la salud de su hermana, miró el libro que nuestro amigo tenía en la mano y exclamó:

-¿Vuelvo a encontrarle a usted con su Hamlet? ¡Muy bien! Se me han presentado diferentes dudas que parecen aminorar mucho la autoridad canónica que se complace usted en atribuir a esta obra. Los ingleses mismos ¿no han reconocido que el interés principal se acaba con el tercer acto; que los dos últimos sólo penosamente se relacionan con el conjunto; y no es verdad que, hacia el final, la obra no marcha ni adelante ni atrás?

-Es muy posible -dijo Guillermo- que algunos miembros de una nación que puede presentar tantas obras maestras sean llevados, por sus prejuicios y limitaciones, a enunciar falsos juicios; pero eso no puede impedirnos el que veamos con nuestros propios ojos y seamos justicieros. Estoy muy lejos de condenar el plan de esta obra; creo más bien que nunca ha sido concebido ninguno más grande; y no sólo que haya sido concebido, sino que ha sido realizado.

-¿Cómo lo demuestra usted? -preguntó Serlo.

-No quiero demostrar nada -repuso Guillermo-; sólo quiero exponerle lo que pienso.

Aurelia se alzó sobre sus almohadones, apoyó la cabeza en la mano y contempló a nuestro amigo, que, con el mayor convencimiento de que tenía razón, prosiguió hablando de este modo:

-¡Nos agrada tanto, nos sentimos tan lisonjeados cuando vernos a un héroe que actúa por sí mismo; que ama y odia cuando su corazón se lo ordena; que acomete y ejecuta toda clase de acciones; que remueve todos los obstáculos y realiza un gran fin! Los historiadores y poetas querrían convencernos de que tan glorioso destino puede ser el del hombre. Pero aquí somos adoctrinados de otro modo: el héroe no tiene plan, pero la obra está muy ajustada a él. Aquí no es castigado un malvado a consecuencia de una idea de venganza, rígida y obstinadamente conducida; no, aquí ocurre un hecho monstruoso, se desarrolla hasta sus últimas consecuencias, arrastra consigo a los inocentes; el criminal parece evitar el abismo que le está destinado y se precipita en él justamente en el momento en que piensa proseguir dichosamente su camino. Pues es propio de las acciones espantosas esparcir el mal sobre los inocentes, lo mismo que las buenas obras derraman también muchas ventajas sobre los que no las merecen, sin que el autor de unas y otras sea con frecuencia castigado ni recompensado. Aquí, en nuestra obra, ¡qué maravilloso espectáculo! El purgatorio envía un espectro que solicita venganza, pero es en vano. Todas las circunstancias concurren a ello e impulsan la venganza, pero es en vano. Ni lo terreno ni lo subterráneo puede realizar lo que está reservado al solo destino. Llega la hora del juicio. El malo cae con el bueno. Una estirpe es aniquilada y en su lugar surge otra.

Después de una pausa en que se estuvieron mirando unos a otros, tomó la palabra Serlo.

-No hace usted grandes cumplidos a la Providencia al glorificar al poeta, y además, me parece que para honrar a su poeta, lo mismo que otros para honrar a la Providencia, le atribuye usted objetos y planes en que ni habrá pensado siquiera.




ArribaAbajoCapítulo XVI

-Permítame usted que también haga yo una pregunta -dijo Aurelia-. He vuelto a examinar el papel de Ofelia; estoy contenta de él y confío en que podré representarlo bajo ciertas condiciones. Pero, dígame usted: ¿el poeta no hubiera debido atribuir otras cancioncillas a su enajenada? ¿No se podrían elegir fragmentos de baladas melancólicas? ¿Qué significan, en labios de una noble muchacha, esas frases equívocas y esas indecentes necedades?

-Excelente amiga -repuso Guillermo-, tampoco en esto puedo ceder ni un ápice. También en esas singularidades, también en esas aparentes inconveniencias se encierra un gran sentido. Ya sabemos, desde el principio de la obra, con qué está ocupado el ánimo de la buena niña. Vive silenciosa y recogida en sí misma, pero apenas oculta su nostalgia y sus deseos. Secretamente, resuenan en su alma los acentos de la voluptuosidad, y ¿cuántas veces, lo mismo que una niñera imprudente, no habrá intentado adormecer su sensualidad brizándola con cancioncillas que tenían que despertarla más? Finalmente, cuando le es arrebatado todo dominio sobre sí misma, cuando su corazón se viene a sus labios, sus labios mismos son los que la traicionan, y en la inocencia de la locura, se divierte haciendo resonar ante el rey y la reina sus libres canciones favoritas, la de la muchacha seducida, de la moza que se desliza junto al amante, etcétera.

Aún no había acabado de hablar, cuando, de pronto, se produjo ante sus ojos una asombrosa escena que en modo alguno podía explicarse.

Serlo había paseado varias veces de un extremo a otro, por la habitación, sin dejar que se manifestara en él ningún propósito. De repente acercose al tocador de Aurelia, cogió rápidamente algo que había sobre él y corrió con su presa hacia la puerta. Apenas hubo observado Aurelia su acción, cuando se precipitó a cerrarle el paso, lo agarró con increíble violencia y fue lo bastante hábil para apoderarse de un extremo del objeto robado. Lucharon y se empujaron obstinadamente, dieron vueltas y giraron con viveza uno en torno al otro; él se reía, ella se encolerizaba, y cuando Guillermo acudió para separarlos y apaciguarlos, vio, de pronto, que Aurelia se apartaba con un desnudo puñal en la mano mientras que Serlo arrojaba al suelo, con enojo, la vaina que había quedado en su poder. Guillermo se hizo atrás lleno de asombro y su muda sorpresa pareció preguntar la causa de cómo se había podido originar una disputa entre ellos por un artefacto tan singular.

-Usted será juez entre nosotros dos -dijo Serlo-. ¿Qué tiene que hacer mi hermana con ese agudo acero? Haga usted que se lo muestre. Ese puñal no es propio de una comedianta: agudo como una aguja y afilado como una navaja de afeitar. ¿A qué viene esa farsa? Siendo violenta, como es, de fijo que alguna vez acabará por hacerse daño. Siento un odio profundo hacia tales extravagancias: si se toma en serio, es una locura, y es de mal gusto tener un juguete tan peligroso.

-Lo he recobrado -exclamó Aurelia blandiendo en alto la brillante hoja-; en adelante guardaré mejor a mi fiel amigo. Perdóname -exclamó besando el acero-; perdona mi negligencia.

Serlo parecía estar seriamente enojado.

-Tómalo como quieras, hermano -prosiguió ella-. ¿Puedes estar seguro de que bajo la forma de este objeto no me ha sido regalado un talismán precioso? ¿De que no haya de encontrar en él ayuda y consejo en el momento más funesto? ¿Es que ha de ser dañino todo lo que parece peligroso?

-Frases como esas, que no poseen sentido alguno, son capaces de ponerme furioso -dijo Serlo, abandonando la habitación con una sorda furia.

Aurelia volvió a colocar cuidadosamente el puñal en su vaina y lo guardó.

-Reanudemos la conversación que nos fue interrumpida por mi desgraciado hermano -dijo Aurelia, al pretender Guillermo enunciar algunas preguntas sobre aquella singular disputa-. Tengo que admitir su descripción de Ofelia -prosiguió-; no quiero desconocer la intención del poeta, y mejor puedo compadecer a esa muchacha que participar en sus sentimientos. Pero ahora, permítame usted una observación, para la cual me ha dado usted frecuentes ocasiones en este breve tiempo. Con asombro descubro el profundo y justo golpe de vista con que sabe usted juzgar las obras poéticas, en especial dramáticas; no permanecen ocultos para usted los más profundos misterios de invención y percibe perfectamente los más finos rasgos de ejecución. Sin haber contemplado jamás, en la Naturaleza, tales objetos, reconoce usted su verdad en las imágenes; parece como si llevara usted en sí mismo un presentimiento de la totalidad del mundo que fuera excitado y desenvuelto al armónico contacto del arte poético. Pues, a la verdad -prosiguió-, de fuera no recibe usted cosa alguna; no es fácil que jamás haya encontrado yo persona alguna que, como usted, desconozca de manera tan fundamental las personas con quienes vivo. Permita usted que se lo diga: si se le oye a usted explicar Shakespeare, créese que acaba usted de llegar del consejo de los dioses y ha oído cómo se ponen de acuerdo allá arriba para formar criaturas humanas; mas, por el contrario, cuando se halla usted en tratos con la gente, veo al punto en usted al primer niño de la creación, ya nacido grande, que contempla, con singular admiración y una edificante bondad de alma, a los leones y los monos, las ovejas y los elefantes, y les habla cándidamente como si fueran sus iguales, porque también están allí donde él está y se mueven como él se mueve.

-La conciencia de poseer un carácter de escolar fatígame muchas veces, excelente amiga -repuso él-, y le agradecería mucho que me ayudara a adquirir ideas más claras acerca del mundo. Desde la infancia dirigí la mirada de mi espíritu más hacia mi interior que hacia el mundo de fuera, y, por tanto, es muy natural que, hasta cierto grado, haya aprendido a conocer al hombre, sin comprender ni entender lo más mínimo a los hombres.

-Ciertamente -dijo Aurelia- que al principio sospeché que quería usted mofarse de nosotros al decir tanto bueno de las gentes que envió a mi hermano; al comparar sus cartas con los merecimientos de tales personas.

Esta observación de Aurelia, por muy verdadera que pudiera ser y por muy gustoso que su amigo reconociera en sí este defecto, llevaba en sí algo penoso, y hasta ofensivo, de modo que guardó silencio y se recogió en sí mismo, en parte para no dejar transparentar que había sido molestado por aquello, en parte para investigar en su pecho la verdad de aquel reproche.

-No se turbe usted por ello -prosiguió Aurelia-; siempre podremos llegar a alcanzar la luz de la razón, pero nadie puede darnos el tesoro de los sentimientos. Si está usted destinado a ser artista, nunca será demasiado el tiempo que conserve usted esa ilusión y esa inocencia; es la hermosa envoltura de un juvenil brote; gran desgracia sería que fuera arrancada demasiado pronto. De fijo que no es bueno que conozcamos bien a aquellos para quienes trabajamos. ¡Oh! ¡También yo me hallaba en esta feliz situación cuando pisé las tablas con la más alta idea de mi nación y de mí misma! ¿Qué no eran los alemanes, en mi fantasía, y qué no podían llegar a ser? Yo declamaba para esta nación, sobre la que me elevaba un breve tablado, de la que me separaba una fila de lámparas, cuyo brillo y vapores me impedían distinguir claramente los objetos que se hallaban delante de mí. ¡Qué grato era para mí el resonar de los aplausos que ascendían desde el seno de la multitud! ¡Con qué agradecimiento recibía el presente que de común acuerdo me era ofrecido por tantas manos! Largo tiempo me bricé de este modo; el influjo que yo ejercía en los otros volvía a ejercerlo sobre mí la multitud; estaba en la mejor inteligencia con mi público; creía sentir una armonía perfecta y ver siempre ante mí a los más nobles y mejores de la nación. Desgraciadamente, no era sólo el natural y el arte de la actriz lo que interesaba a los amigos del teatro; también aspiraban a agradar a la viva muchacha. Me hicieron comprender, de modo no dudoso, que mi deber era compartir también con ellos, en mi propia persona, los sentimientos que había excitado en la suya. Por desdicha, no era tal mi propósito; deseaba elevar sus ánimos, pero respecto a lo que se suele llamar los corazones, no tenía yo ni la pretensión más pequeña; y entonces, todas las clases sociales, todas las edades y caracteres, unos tras otros, se me fueron haciendo enojosos, y nada era más inoportuno para mí que el no poder encerrarme en mi habitación, como cualquier otra muchacha honrada, para ahorrarme así muchas molestias. Los hombres se mostraban, por lo general, tal como yo estaba acostumbrada a verlos en casa de mi tía, y también esta vez sólo habrían producido en mí repugnancia si no me hubieran entretenido sus rarezas y tonterías. Como no podía evitar el verlos, ya en el teatro, ya en lugares públicos, ya en mi casa, me propuse observarlos a todos y mi hermano me ayudaba bizarramente a ello. Y si piensa usted en que, desde el sensible mancebo de tienda y el vanidoso hijo de comerciante hasta el hábil y circunspecto hombre de mundo, el valeroso militar y el atrevido príncipe, todos, uno tras otro, han pasado por delante de mí y cada cual a su manera ha pensado en armar entre nosotros una novela, usted me dispensará si me imagino conocer bastante bien a mi nación. Al estudiante fantásticamente engalanado, al sabio distraído en su orgullosa humildad, al frugal canónigo de marcha vacilante, al rígido hombre de negocios de atención siempre despierta, al recio hidalgo campesino, al cortesano vulgar y melosamente amable, al eclesiástico extraviado fuera de su campo, al comerciante que especula serenamente lo mismo que al que lo hace con rapidez y actividad; a todos los he visto actuar en mi presencia, y, ¡por el cielo!, muy pocos había entre ellos que hubieran sido capaces de inspirarme ni el interés más vulgar; más bien era altamente enojoso para mí ir inscribiendo al detalle, con fatiga y aburrimiento, el aplauso de los necios que tanto me había agradado cuando, con todo placer, me lo apropiaba en grandes masas. Cuando esperaba un elogio razonable de mi manera de representar, cuando aguardaba que debían alabar a un autor a quien yo estimaba altamente, no hacían más que tontas observaciones unos sobre otros, y citaban cualquier insípida piececilla en la que deseaban verme representar. Cuando aguzaba mi oído en sociedad, por si sonaba algún rasgo noble, espiritual o ingenioso, colocado en el debido momento, rara vez podía encontrar huella de ello. Una falta en que había incurrido cualquier cómico, por equivocarse o dejar oír cualquier provincialismo, eran los puntos más importantes a que se atenían siempre y de los que no podían librarse. Acabé por no saber adónde debía dirigirme; se creían muy hábiles para dejarse divertir, y creían divertirme maravillosamente con lisonjearme. Comencé a despreciarlos de todo corazón y me pareció como si, de propio intento, toda la nación hubiera querido prostituirse ante mis ojos por medio de sus representantes. En conjunto, se me mostraba tan torpe, tan mal educada, tan poco instruida, tan vacía de cualidades sociales, tan desprovista de gusto... Frecuentemente decía yo: «¿Es que no hay un alemán que pueda atarse los cordones del zapato si una nación extranjera no le ha enseñado a hacerlo?» Ya ve usted qué ciega, qué hipocondríaca y qué injusta había llegado a ser, y cuanto más pasaba el tiempo, tanto más aumentaba mi enfermedad. Hubiera podido llevarme al suicidio; sólo que caí en otro extremo: me casé, o más bien, dejé que me casaran. Mi hermano, que había tomado a su cargo la dirección de la compañía, deseaba mucho tener un auxiliar. Su elección recayó sobre un muchacho, que no me repugnaba, pero a quien faltaba todo lo que poseía mi hermano: genio, vida, espíritu y rápido carácter; pero en el cual, por el contrario, se encontraba lo que no tenía aquél: amor al orden, diligencia, preciosa disposición para administrar y andar con dinero. Llegó a ser mi marido sin que yo supiera cómo; vivimos juntos sin que yo supiera por qué. En una palabra, nuestros asuntos prosperaron. Tuvimos grandes ingresos, cosa debida a la actividad de mi hermano; vivimos en la abundancia y eso era debido a los merecimientos de mi marido. Para nada pensaba yo ya en el mundo ni en mi nación. Nada tenía yo en común con el primero y había perdido el concepto de la segunda. Si salía a escena, hacíalo para vivir; sólo abría la boca, porque no me era lícito callar, porque había salido para hablar. Por lo demás, para no presentar las cosas con sobrada severidad, diré que, realmente, me había consagrado por completo a los puntos de vista de mi hermano; él necesitaba obtener aplausos y dinero, pues, dicho entre nosotros, le gusta oírse alabar y gasta mucho. Ya no representaba yo según mis sentimientos y convicciones, sino como él me indicaba y quedaba contenta cuando conseguía que me diera las gracias. Adaptábase él a todas las debilidades del público; entraba dinero, podía vivir a su capricho, y pasábamos reunidos muy tranquilos días. Entretanto, había caído yo en un estilo mercenario. Pasaba mis días sin alegrías y sin interesarme por nada; mi matrimonio era infructuoso y no duró más que poco tiempo. Mi marido se puso enfermo; sus fuerzas menguaban visiblemente; la preocupación por su mal interrumpió mi general indiferencia. En aquellos días hice una amistad con la que comenzó para mí una existencia nueva, nueva y todavía más rápida, pues con brevedad alcanzó su término.

Guardó silencio durante unos momentos, y después continuó:

-Sécanse de pronto mis ganas de charlar y no me atrevo ya ni a abrir la boca. Déjeme usted que descanse un poco; no debe usted marcharse sin saber detalladamente toda mi desgracia. Mientras tanto, llame usted a Mignon, hágala que entre y que le diga lo que quiere.

Durante el relato de Aurelia, la niña había estado algunas veces en la habitación. Como, al verla, habían hablado en voz todavía más baja, había vuelto a retirarse en silencio y se había sentado en la sala inmediata para esperar tranquilamente. Cuando le dijeron que entrara traía un libro en la mano que, por su tamaño y encuadernación, hacía comprender que era un pequeño atlas geográfico. Al residir en la rectoral había visto por primera vez, con la mayor admiración, mapas geográficos; había hecho muchas preguntas sobre ellos y se había enterado todo lo posible. Su deseo de aprender pareció hacerse aún mucho más vivo con aquellos nuevos conocimientos. Rogó con insistencia a Guillermo que le comprara el libro. Habíale dejado al librero, en prenda por él, sus grandes aretes de plata, y ya que aquella noche se había hecho muy tarde, quería desempeñarlos a la mañana siguiente. Fuele concedido lo que deseaba, y se puso a recitar lo que sabía, o a formular a su modo las preguntas más extrañas. También en esto podía volver a observarse que, a pesar de su gran aplicación, sólo comprendía con gran esfuerzo y trabajo. Lo mismo le ocurría con la escritura, por la que se tomaba grandes molestias. Hablaba siempre un alemán muy cortado, y sólo al abrir la boca para cantar, al tocar la cítara, parecía servirse del único órgano con el que le era dado comunicar y dar libre curso a lo que sentía en su interior.

Ya que ahora estamos hablando de ella, tenemos que mencionar también la perplejidad en que, desde hacía algún tiempo, solía colocar a nuestro amigo. Cuando entraba o salía lo daba los buenos días o las buenas noches, estrechábalo tan fuertemente entre sus brazos y lo besaba con tal ardor, que la violencia de aquella naturaleza en formación asustábalo con frecuencia y le producía preocupación. La trémula vivacidad de sus modales parecía aumentar cada día y todo su ser se agitaba como presa de un infatigable ardor secreto. No podía estar un momento sin dar vueltas a una cuerdecilla entre sus dedos, sin plegar una tela, sin mascar algún papel o palito. Cada uno de sus juegos parecía ser derivativo de una violenta agitación interior. Lo único que parecía darle alguna íntima serenidad era el estar al lado del pequeño Félix, con quien sabía entenderse muy lindamente.

Aurelia, que después de algún reposo estaba ya dispuesta a explicarle por fin a su amigo aquella cuestión que tan hondamente tenía clavada en el pecho, impacientose aquella vez con la tenacidad de la pequeña, y le dio a comprender que debía retirarse, y, por último, como de nada hubiera servido lo anterior, tuvo que mandarla salir expresamente y contra la voluntad de la niña.

-Ahora o nunca -dijo Aurelia- es cuando tengo que referirle a usted el resto de mi historia. Si mi injusto amigo tiernamente querido sólo se hallara a algunas leguas de aquí, le diría a usted que montara a caballo, que procurara de cualquier modo entrar en relaciones con él, y cuando estuviera usted de regreso, de fijo que me habría perdonado y me compadecería en el fondo de su corazón. Ahora, sólo con palabras puedo expresar a usted lo digno de amor que era y cuánto lo quería. Precisamente en el crítico momento en que tenía yo que estar muy preocupada por la vida de mi marido fue cuando lo conocí. Acababa de regresar de América, donde había servido, distinguiéndose mucho, en compañía de algunos franceses, bajo la bandera de los Estados Unidos. Se acercó a mí con gracia tranquila, con una franca benevolencia; me habló de mí misma, de mi situación, de mi manera de representar, como un antiguo amigo, con tanto interés y claridad, que, por primera vez, pude regocijarme de ver mi existencia tan claramente espejada en otro ser. Sus juicios eran exactos sin ser sentenciosos, justos sin ser rigurosos. No mostraba ninguna dureza, y sus bromas eran también agradables. Parecía que estaba habituado a tener éxito con las mujeres, lo cual me hizo poner a la defensiva; pero en modo alguno era adulador ni osado, lo que me quitaba todo cuidado. Tratábase con poca gente en la ciudad; en general, salía a caballo, visitaba los muchos amigos que tenía por el campo y cuidaba de los asuntos de su casa. Cuando volvía, apeábase en mi casa, trataba con afectuosos cuidados a mi marido, que estaba cada vez más enfermo; procuraba alivio a sus dolores por medio de un buen médico, y como se interesaba por todo lo que a mí se refería, hizo que también yo me interesara por su suerte. Me refirió la historia de sus campañas, su irreprimible inclinación por la vida de soldado, sus relaciones de familia; me confió cuáles eran sus actuales ocupaciones. En una palabra, no tenía ningún secreto para mí: me revelaba su interior más íntimo, me permitía contemplar los rincones más ocultos de su alma, me hizo conocer sus capacidades y sus pasiones. Era la primera vez en mi vida que gozaba de un trato tan cordial y espiritual. Fui atraída por él, arrebatada por él, antes de que hubiera podido hacer ninguna consideración acerca de mí misma. Mientras tanto, perdí a mi marido, aproximadamente como me había unido con él. El peso de los asuntos del teatro cayó entonces de pleno sobre mí. Mi hermano, inmejorable en la escena, no era nunca útil para la administración; yo cuidaba de todo, y, además, estudiaba mis papeles con más aplicación que nunca. Volvía a representar como no lo había hecho desde mucho tiempo antes, y hasta con una fuerza muy otra y vida renovada; cierto que todo era por él y para él, aunque no siempre lograra hacerlo del mejor modo cuando sabía que mi noble amigo presenciaba el espectáculo; pero algunas veces me oía sin que yo lo supiera, y ya puede usted pensar lo agradable que tenía que ser para mí el verme sorprendida por su inesperado aplauso. De fijo que soy una singular criatura. En cada papel que representaba, era siempre en mi ánimo como si pronunciara sus alabanzas y hablara en su honor, pues tal era la disposición de mi pecho, dijeran lo que quisieran las palabras. Si sabía que se hallaba entre los espectadores, no me atrevía a hablar con toda energía, como si no quisiera decirle en su propia cara mi amor y mis elogios; si estaba ausente, entonces tenía libertad para representar y trabajaba lo mejor que me era posible con tranquilidad de conciencia o inexpresable contento. Volvían a regocijarme los aplausos, y cuando impresionaba al público, siempre hubiera querido gritarles en el instante: «Es a él a quien se lo debéis». Sí; como por un milagro se habían cambiado mis relaciones con el público y con toda la nación. De repente volvieron a aparecérseme bajo la luz más favorable y me asombraba mucho de mi ceguedad anterior. «Qué irrazonable eras -decíame con frecuencia-, al censurar a la nación justamente por ser una nación. Cada hombre de por sí, ¿tiene que ser, puede ser tan interesante? En modo alguno. Se trata de saber si entre la gran masa no han sido repartidas una porción de disposiciones, fuerzas y capacidades, que, en favorables circunstancias, pueden desenvolverse y ser dirigidas a un fin común por hombres eminentes». Celebraba entonces que fuera tan escasa la originalidad sobresaliente entre mis compatriotas; celebraba el que no se avergonzaran de aceptar una dirección externa a ellos; celebraba haberles encontrado un guía. Lotario -permita usted que llame a mi amigo por su querido nombre- me había representado siempre a los alemanes por el lado de la valentía, mostrándome que no hay en el mundo ninguna otra nación más brava cuando es conducida rectamente, y yo me avergonzaba de no haber pensado nunca en la primera propiedad de un pueblo. Él conocía la historia y estaba en relación con la mayor parte de los hombres de mérito de su tiempo. Por joven que fuera, había tenido siempre fijas sus miradas en la juventud de su patria, que germinaba llena de esperanzas; en los silenciosos trabajos de tantos hombres laboriosos y activos en disciplinas tan diversas. Hacíame abarcar de una ojeada toda Alemania, lo que era y lo que podía ser, y yo me avergonzaba de haber juzgado a toda una nación según la confusa muchedumbre que se apretuja entre los bastidores de un teatro. Hacíame considerar como deber mío el ser, también en mí profesión, verdadera, espiritual y vivificante. Entonces me creía como inspirada cada vez que salía a las tablas. Pasajes medianos convertíanse en oro al pasar por mi boca, y si en aquellos momentos un poeta me hubiera auxiliado como era debido, habría producido yo los efectos más maravillosos. Así vivió la joven viuda durante meses enteros. No podía privarse él de mí, y yo me sentía altamente desgraciada cuando él permanecía ausente. Me mostraba las cartas de sus parientes, de su excelente hermana. Se interesaba por las más mínimas circunstancias de mi situación; no puede pensarse una unión más íntima y perfecta. No era pronunciada la palabra amor. Él iba y venía, venía e iba... y ahora, amigo mío, es ya más que tiempo de que usted se vaya también.




ArribaAbajoCapítulo XVII

Guillermo no podía aplazar por más tiempo la visita a sus corresponsales. Hízola, no sin perplejidad, pues sabía que encontraría en aquella casa cartas de los suyos. Temía los reproches que tenían que contener; probablemente habrían dado noticia a aquella casa de comercio de la preocupación en que se encontraban por su causa. Después de tan caballerescas aventuras, temía aparecer ante ellos con trazas de escolar, y se propuso conducirse con mucha osadía, ocultando de este modo su confusión.

Sólo que, para gran asombro y contento suyo, todo se desenvolvió muy bien y de modo muy aceptable. En el gran escritorio, animado y activo, apenas tuvieron tiempo para buscar sus cartas; sólo al paso aludieron a su largo retraso. Y cuando abrió las cartas de su padre y de su amigo Werner encontrose con que todo su contenido era bastante agradable. El viejo, esperando un detallado diario cuya redacción había recomendado con mucho cuidado al hijo en su despedida y para el cual le había dado un sinóptico esquema, parecía bastante tranquilo por el silencio de los primeros tiempos y sólo se quejaba de la forma enigmática de la primera y única carta enviada desde el castillo del conde. Werner bromeaba a su modo, refería divertidas historietas de la ciudad y le pedía noticias de amigos y conocidos a quienes Guillermo trataría entonces con frecuencia en aquella gran ciudad mercantil. Nuestro amigo, que estaba extraordinariamente contento de verse libre a precio tan favorable, respondió al punto con algunas cartas muy animosas y le prometió a su padre un detallado diario de viaje, con todas las apetecibles observaciones geográficas, estadísticas y mercantiles. Había visto mucho en el viaje y esperaba poder llenar con ello un cuaderno de regular tamaño. No pensaba en que, aproximadamente, se encontraba en el mismo caso en que se había hallado cuando había encendido las luces y convocado a los espectadores para presenciar la ejecución de una comedia que no estaba escrita, ni siquiera imaginada. Por tanto, cuando en realidad comenzó a querer trazar su composición, advirtió que, por desgracia, podría hablar y disertar muy bien acerca de sus sentimientos y pensamientos, de muchas experiencias de su corazón y de su espíritu, pero no de los objetos exteriores, a los que, como advertía entonces, no les había concedido ni la menor atención.

En tal perplejidad, sirviéronle de mucho los conocimientos de su amigo Laertes. Por muy desemejantes que fueran, la costumbre había ligado a los dos jóvenes, y aquel otro, a pesar de todos sus defectos y de todas sus singularidades, era realmente persona interesante. Dotado de una equilibrada y feliz complexión, habría podido llegar a viejo sin haber reflexionado en forma alguna acerca de su posición. Pero su desgracia y su enfermedad le habían arrebatado el puro sentimiento de la juventud, abriendo, por el contrario, para él el panorama de la inestabilidad y fragilidad de nuestra existencia. De aquí procedía su manera caprichosa e incongruente de pensar sobre las cosas, o, más bien, de expresar sus inmediatas impresiones. No le gustaba estar solo, frecuentaba todos los cafés, todas las fondas, y si se quedaba en casa, las descripciones de viaje eran su lectura favorita, y hasta acaso única. Entonces podía satisfacer sus deseos, ya que había allí una gran biblioteca que alquilaba libros, y bien pronto la mitad del mundo anduvo danzando en su buena memoria.

¡Con qué facilidad pudo, por tanto, infundir ánimos a su amigo, cuando éste le descubrió su total carencia de materiales para el relato tan solemnemente prometido!

-Haremos una obra maestra -dijo el otro-, que no debe tener semejante. ¿No está siendo Alemania recorrida, atravesada, surcada, huroneada y explorada de un extremo a otro? ¿Y cada viajero alemán, no tiene la magnífica ventaja de hacer que le restituya el público de lectores sus grandes o pequeños gastos de viaje? Dame sólo tu itinerario antes de que nos hubiéramos encontrado: ya yo sé todo lo demás. Te buscaré las fuentes e instrumentos auxiliares para tu obra; no debemos dejar de anotar las leguas cuadradas que nunca fueron medidas ni el número de los habitantes que nunca fueron contados. Las rentas de los Estados las tomaremos de los almanaques y tablas estadísticas, que, como es sabido, son los documentos más seguros. Fundaremos en ello nuestros razonamientos políticos; no faltarán alusiones a los gobiernos. A unos cuantos príncipes los describiremos como verdaderos padres de la patria, a fin de que se nos crea tanto mejor si a algunos otros les colgamos cualquier tacha; y si no pasamos justamente por los lugares donde viven algunas gentes célebres, las encontraremos en una posada y les haremos decir, en confianza, las mayores necedades. En especial, no olvidaremos entretejer de gracioso modo, en todo ello, una historia de amor con alguna ingenua muchacha, y resultará una producción que no sólo debe llenar de encanto a tu padre y a tu madre, sino que no habrá librero que no te la pague gustoso.

Pusiéronse a la obra, y ambos amigos se divirtieron mucho en su trabajo, al tiempo que Guillermo, por las noches, encontraba los más vivos goces en el teatro y en su relación con Serlo y Aurelia; con lo cual sus ideas, que demasiado tiempo habían permanecido encerradas en un estrecho círculo, iban extendiéndose más de día en día.




ArribaAbajoCapítulo XVIII

No sin el mayor interés, fue conociendo a trozos la vida de Serlo, pues no era propio de este hombre singular el mostrar confianza y desahogarse, hablando de modo seguido acerca de cualquier asunto. Bien podía decirse que había nacido en el teatro y que había mamado con la leche el conocerlo. Ya de niño, cuando aun no podía hablar, conmovía con su sola presencia a los espectadores, porque ya entonces los dramaturgos conocían este natural e inocente recurso para impresionar, y sus primeros: «¡Padre!» «¡Madre!» le ganaron los mayores aplausos, en algunas piezas predilectas del público, antes de que supiera lo que significaba el batir palmas. Más de una vez descendió tembloroso a escena, haciendo de amorcillo, en la máquina de volar; salió de un huevo vestido de arlequín, y muy pronto supo producir los más lindos efectos, presentándose como pequeño limpiachimeneas.

Por desgracia, entre función y función tenía que pagar muy caros los aplausos que obtenía en aquellas brillantes veladas. Su padre, convencido, de que sólo por medio de golpes puede ser despertada y mantenida la atención de los niños, lo azotaba a intervalos regulares cada vez que estudiaba sus papeles; no porque el niño fuera torpe, sino para que demostrara una habilidad más cierta y permanente. De este modo, antiguamente, cada vez que se plantaba un hito de frontera se les daban muy buenas bofetadas a los niños que se encontraban presentes, con lo cual, las gentes más ancianas todavía recuerdan hoy con exactitud el lugar y el sitio en que se hallaba. Fue creciendo y mostró extraordinarias capacidades espirituales y habilidades corporales, y, junto con ello, gran flexibilidad, tanto en su pensamiento como en sus ademanes y acciones. Su talento imitativo iba más allá de todo lo que pudiera creerse. Ya de niño, copiaba en tal forma a las gentes, que se creía verlas, aunque fueran totalmente distintas de él en figura, edad y manera de ser, lo mismo que diferentes unas de otras. Al mismo tiempo, no carecía de dotes para presentarse en sociedad, y tan pronto como llegó a tener alguna conciencia de sus fuerzas, nada encontró más natural que escaparse de su padre, el cual, según como iba creciendo el entendimiento del muchacho y aumentaban sus habilidades, se creía obligado a ayudarlo con severos tratamientos.

¡Qué dichoso se sintió el bribonzuelo en el dilatado mundo, donde sus travesuras, a lo Eulenspiegel, le proporcionaban en todas partes una acogida favorable! Su buena estrella lo llevó primero a un convento, en época del carnaval, donde, como justamente acababa de morir el fraile que tenía a su cargo dirigir las procesiones y divertir a los feligreses cristianos con mascaradas espirituales, fue recibido como un ángel protector. También se encargó del papel de Gabriel, en una Anunciación, y no desagradó a la linda mozuela que, haciendo de María, recibió muy lindamente su amable saludo, con externa humildad e íntimo orgullo. Representó después, sucesivamente, los papeles más importantes de los misterios, y no quedó poco satisfecho de sí mismo cuando, finalmente, fue befado, azotado y colgado de una cruz, como Salvador del mundo.

En tal ocasión, algunos hombres de armas representaron sus papeles demasiado al natural; por lo cual él, para vengarse en forma conveniente, plantoles los trajes más soberbios de emperadores y reyes, con ocasión del Juicio Final, y en el momento en que estaban más contentos con sus papeles y avanzaban para entrar antes que los otros en el cielo, salió impensadamente a su encuentro, en forma de diablo, y con cordial edificación de todos los espectadores y de los mendigos, los apaleó fieramente con su infernal tenedor, precipitándolos sin piedad al foso, donde se vieron recibidos del peor modo por el fuego que brotaba de allí.

Fue lo bastante cauto para comprender que las testas coronadas no tomarían muy a bien su desvergonzada hazaña y no tendrían ningún respeto por su privilegiado cargo de acusador y corchete; por lo cual, aun antes de que comenzara el imperio de la eternidad, desapareció con todo silencio, y fue recibido con abiertos brazos en una ciudad próxima por una sociedad que se llamaba, entonces, los «Hijos de la Alegría». Eran gentes sensatas, ingeniosas y vivas que comprendían muy bien que la suma de nuestra existencia, dividida por la razón, nunca puede dar un resultado exacto, sino que siempre queda una extraña fracción. De esta fracción, molesta y peligrosa, cuando se la reparte entre la masa total, trataban de librarse conscientemente en épocas determinadas. Parecían por completo locos un día de cada semana, y en él castigaban recíprocamente, por medio de representaciones alegóricas, las locuras que habían observado en sí y en los otros, en el resto de los días. Si tal modo de proceder era más rudo que la serie de lecciones con que los hombres bien educados suelen observarse a diario, amonestarse y reprenderse, era en cambio más divertido y seguro; pues, no negando cierta locura original, no se la trataba más que como lo que era; mientras que del otro modo, con auxilio de las ilusiones sobre la propia persona, con frecuencia llega a ser señora de la casa y reduce a la razón a secreta servidumbre, aunque ésta se imagine que hace mucho tiempo que la tiene expulsada. El disfraz de locos iba de uno en otro, dentro de la sociedad, y érale permitido a cada cual, llegado su día, adornarse de manera característica, con atributos propios o extraños. En tiempo de carnaval permitíanse las mayores libertades, y, para entretener y atraer al pueblo, rivalizaban con los esfuerzos de los eclesiásticos. Las procesiones, solemnes y alegóricas, de virtudes y vicios, artes y ciencias, partes del mundo y estaciones, encarnaban para el pueblo una porción de conceptos y le daban idea de remotos objetos, y de este modo, no dejaban de tener utilidad estas bromas, ya que, por otra parte, las mascaradas eclesiásticas sólo servían para fortalecer más aún una ya rancia superstición.

El joven Serlo volvió a encontrarse también allí en su elemento; no poseía verdadera fuerza inventiva, pero sí, por el contrario, la mayor habilidad para utilizar lo que encontraba ante sus ojos, disponerlo como era debido y hacerlo resaltar. Sus ocurrencias, sus dones de imitación, hasta sus mordaces bromas, a las que se permitía libre curso una vez por semana, aun ejerciéndose en contra de sus bienhechores, le hacían valioso, y hasta indispensable, para toda la sociedad.

No obstante, pronto lo arrastró su inquietud desde aquella ventajosa posición a otras comarcas de su patria donde volvió a necesitar hacer nuevos aprendizajes. Llegó a esa parte de Alemania, civilizada pero prosaica, donde el culto de lo bueno y de lo bello, es cierto que no carece de verdad, pero con frecuencia está privado de espíritu; ya no podía valérselas allí con sus mascaradas; tenía que tratar de actuar sobre la sensibilidad y el ánimo. Poco tiempo pasó en grandes y pequeñas compañías de cómicos, y con tal motivo llegó a conocer las características de todas las obras y actores. La monotonía que reinaba entonces en la escena alemana, el insípido ritmo y martilleo del alejandrino, el diálogo vulgar e hinchado, la sequedad y ramplonería de los sermones de moral; todo le fue bien pronto conocido, y al mismo tiempo observó lo que emocionaba y agradaba.

No sólo su papel de las piezas de teatro entonces en uso, sino toda la obra quedábanle con facilidad en la memoria, y, al mismo tiempo, el tono característico del comediante que las había representado con aplauso. Como el dinero se le había acabado del todo, ocurriósele por casualidad, en sus correrías, representar él solo obras completas en los castillos y en las aldeas, procurándose de este modo, en todas partes, tanto el sustento como el alojamiento. En cualquier taberna, en cualquier habitación o jardín, al punto estaba armado su teatro; con maliciosa gravedad y fingido entusiasmo, sabía ganarse la imaginación de sus espectadores, engañar sus sentidos y transformar, ante sus pasmados ojos, un viejo armario en castillo y en puñal un abanico. El calor de su juventud suplía la falta de un profundo sentimiento; su violencia parecía fortaleza, y sus zalamerías, ternura. A aquellos que ya alguna vez habían visto un teatro, les recordaba todo lo que habían presenciado y escuchado, y en los restantes provocaba el presentimiento de algo maravilloso y el deseo de conocerlo más íntimamente. Lo que había hecho efecto en un lugar no dejaba de repetirlo en otro, y experimentaba la más profunda y maligna alegría al poder por igual mofarse, impensadamente, de toda clase de personas.

Perfeccionábase muy rápidamente, dado su espíritu vivo, libre y al cual nada estorbaba, con ir repitiendo con frecuencia papeles y obras. Bien pronto recitó y representó con mayor sentido que los modelos a los que, en un principio, no había hecho más que imitar. Por esta vía llegó poco a poco a trabajar con naturalidad, aunque siempre tuviera que presentarse desfigurado. Parecía representar con arrebato, aunque buscaba siempre sus efectos, y su mayor orgullo era conmover gradualmente a las gentes. Hasta el propio alocado oficio que ejercía obligole muy pronto a proceder con cierta moderación, y de este modo, en parte a la fuerza y en parte por instinto, aprendió aquello de que muy pocos cómicos parecen tener noción: a usar con parsimonia su voz y sus gestos.

Supo domesticar y conseguir que se interesaran por él hasta personas groseras e intratables. Como en todas partes se contentaba con la comida y el alojamiento, como aceptaba con gratitud cualquier regalo que se le hiciera, y hasta, a veces, rechazaba el dinero cuando en su opinión tenía bastante, enviábanselo de un lugar a otro con cartas de recomendación, y de este modo, durante largo tiempo, paseó de castillo en castillo, donde provocaba muchas alegrías, gozaba de ellas, no sin hallar las más gratas y lindas aventuras.

Dada la íntima frialdad de su ánimo, no amaba realmente a nadie; dada la claridad de su golpe de vista, no podía apreciar a nadie, pues nunca veía más que las cualidades externas del hombre, y las inscribía en su colección de gestos mímicos. Pero, al mismo tiempo, su vanidad ofendíase extraordinariamente si no agradaba a todo el mundo y si no alcanzaba aplausos en todas partes. Poco a poco había ido prestando la mayor atención al modo como podían obtenerse éstos, y hasta tal punto, había aguzado su sentido, que no sólo en sus representaciones, sino en la vida común, no podía hacer otra cosa sino lisonjear. Y de este modo, su manera de ser, sus talentos y su género de vida actuaron de tal suerte unos sobre otros, que, sin notarlo, se vio convertido en perfecto comediante. Y mediante una acción y reacción, que parecían extrañas, pero que eran totalmente naturales, por la reflexión y el ejercicio, su modo de recitar y de declamar y el mecanismo de sus gestos ascendieron hasta un alto grado de verdad, libertad y franqueza, mientras que en su vida y en el trato corriente parecía ser cada vez más reservado y artificial y hasta más disimulado y receloso.

Acaso en otro lugar hablemos de su destino y aventuras; aquí sólo haremos observar que, en tiempos posteriores, cuando era ya un hombre hecho, en posesión de un manifiesto buen nombre, y cuando se hallaba en una posición muy buena, aunque no firme, había tomado la costumbre de representar de fina manera en la conversación, en parte irónica y en parte burlonamente, el papel de sofista, turbando de este modo, casi por completo, toda conversación seria. En especial usaba de esta manera con Guillermo, tan pronto como éste, cosa que le ocurría con frecuencia, quería entrar en una discusión acerca de cualquier teoría general. A pesar de ello, gustábales mucho estar juntos, ya que, por la diferencia del modo de pensar de ambas partes, la conversación tenía que hacerse viva. Guillermo quería explicarlo todo según los conceptos que se había formado y quería tratar al arte como un sistema. Quería establecer reglas expresas, determinar lo que era bello y bueno y merecía el aplauso; en una palabra, todo lo trataba del modo más serio. Por el contrario, Serlo tomaba las cosas en tono muy ligero, y sin responder nunca directamente a una pregunta, sabía aportar la más graciosa y razonable explicación por medio de una historieta o un chiste, instruyendo a la reunión al tiempo que la divertía.




ArribaAbajoCapítulo XIX

Mientras que Guillermo pasaba de este modo muy agradables horas, Melina y los otros se hallaban en una situación harto enojosa. A veces se presentaban ante nuestro amigo como malos espíritus, y no sólo con su presencia, sino también con sus coléricos rostros y amargas palabras, hacíanle pasar con frecuencia momentos enojosos. Serlo no los había admitido para trabajar en su compañía ni siquiera como actores transeúntes; se guardaba de darles ninguna esperanza de contrata, y, sin embargo, poco a poco había ido conociendo todas sus capacidades. Todas las veces que algunos cómicos celebraban alguna reunión en su casa tenía la costumbre de hacerlos leer, y, a veces, de leer él mismo. Proponía las obras que debían ser representadas más tarde, o las que no lo habían sido desde hacía mucho tiempo, si bien no completas, sino algún fragmento. También, después de la primera representación, hacía repetir los pasajes en los que tenía que llamar la atención sobre alguna cosa, aumentando con esto la perspicacia del cómico y fortaleciendo su seguridad de encontrar la expresión debida. Y como una inteligencia mediocre, pero equilibrada, puede alcanzar más, para satisfacción de otras personas, que un genio embrollado y sin afinar, por medio de los claros puntos de vista que, sin que lo advirtieran, les proporcionaba, elevaba los talentos ordinarios hasta una capacidad digna de ser notada. No menos contribuía a tal resultado el que también les hacía leer poesías y mantenía vivo en ellos el sentimiento del hechizo que provoca en nuestra alma un buen recitado rítmico, mientras que en otras compañías ya se comenzaba entonces a no recitar más que en prosa, para la cual sirve cualquier pico.

En tales ocasiones, también había ido conociendo a todos los cómicos recién llegados, juzgando lo que eran y lo que podían llegar a ser, y, secretamente, se había propuesto obtener algunas ventajas de sus talentos, en caso de que estallara una revolución que amenazaba producirse en su compañía. Dejó que el asunto se reposara durante algún tiempo; rechazó, encogiéndose de hombros, todas las intercesiones de Guillermo, hasta que llegó la hora debida, e inesperadamente presentole a su joven amigo la proposición de que se dedicara al teatro, condición con la que también contrataría a todos los otros.

-Por tanto, esas gentes no deben ser tan inútiles como usted me las ha descrito hasta ahora -repúsole Guillermo-, si en este momento, y de repente, pueden ser aceptados todos juntos, y creo que sus talentos serían los mismos, aunque no estuviera yo con ellos.

Bajo promesa de secreto, revelole entonces Serlo la situación en que se encontraba: su primer galán tenía trazas de pedirle un aumento al hacer la renovación de su contrato y no estaba dispuesto a acceder a ello, en especial porque ya no era tan grande el favor con que lo trataba el público. Si dejaba que se fuera aquél, lo seguirían todos sus partidarios, con lo cual su compañía perdería algunos buenos miembros, pero también otros medianos. Después, mostrole a Guillermo lo que esperaba obtener de él, de Laertes, del viejo gruñón y hasta de la misma madama Melina. Llegaba a prometer un franco aplauso al pobre pedante en papeles de judío, de ministro, y, en general, de malvado.

Guillermo se quedó maravillado, y no sin inquietud oyó la proposición, respondiendo, sólo por decir algo, después de haber lanzado un profundo suspiro:

-Usted habla de modo muy amable de lo bueno que encuentra en nosotros y que espera de nosotros; pero ¿qué opina usted de los lados débiles, que sin duda no han pasado inadvertidos a su penetración?

-Con aplicación, ejercicio y reflexión, bien pronto los convertiremos en lados fuertes -repuso Serlo-. No hay ninguno entre ustedes que sea más que un aprendiz, o que represente más que por instinto, pero no hay ninguno que no permita concebir mayores o menores esperanzas, porque, en cuanto puedo juzgarlos a todos, no hay ninguno que sea verdaderamente de palo, y los palos es lo único que no puede mejorarse, ya sean indóciles e inflexibles por vanidad, por tontería o por humor hipocondríaco.

Serlo expuso al punto, en pocas palabras, las condiciones que quería y podía imponer; rogole a Guillermo una decisión rápida y lo dejó en inquietud no escasa.

Gracias a aquel extraño trabajo, emprendido casi por broma; gracias a aquella ficticia descripción de viaje, que había acometido con Laertes, había llegado a prestar mayor atención de la que había dispensado hasta entonces a las condiciones y la vida diaria del mundo verdadero. Sólo entonces comprendió la intención de su padre al recomendarle tan vivamente la redacción de aquel diario. Sentía, por primera vez, lo agradable y útil que podía ser llegar a constituirse en centro de tantos oficios y necesidades, y ayudar a desparramar la vida y la actividad hasta lo más intrincado de las montañas y bosques del interior del país. La viva ciudad mercantil en que se encontraba, recorrida por todas partes gracias a la inquietud de Laertes, diole la visión intuitiva de un gran centro mercantil, de donde todo procede y adonde todo vuelve, y era la primera vez que su espíritu gozaba realmente en la contemplación de aquel género de actividad. Fue en estas circunstancias cuando Serlo le hizo su proposición, y despertó de nuevo sus deseos, su inclinación, su confianza en su talento innato y la idea de sus deberes hacia la desvalida compañía antigua.

-Vuelves a hallarte de nuevo -decíase a sí mismo-, en el cruce de caminos entre las dos mujeres que se te aparecieron en la niñez. La una no te parece tan miserable como entonces, ni tan magnífica la otra. Sientes una especie de interna vocación para seguir tanto a la una como a la otra, y de ambas partes son bastante fuertes los motivos externos; te parece imposible decidir; desearías que cualquier impulso exterior pudiera resolver tu elección, y no obstante, si te observas bien, hallarás que sólo circunstancias de fuera son las que te inspiran inclinación hacia los negocios, las ganancias y la posesión de bienes, pero que tu más íntima necesidad engendra y nutre el deseo de desenvolver y cultivar en ti cada vez más las disposiciones corporales o espirituales que puedas poseer para el bien y la belleza. Y ¿no debo reverenciar al destino, que, sin mediación mía, me ha traído aquí, a la meta de todos mis deseos? ¿No se realiza, por casualidad y sin mi intervención, todo lo que en otro tiempo había yo ideado y planeado? Cosa singular: parece que el hombre nada conoce mejor que las esperanzas y ansias que ha alimentado y conservado en su corazón durante largo tiempo, y, sin embargo, cuando tropieza con ellas, cuando se le imponen, no las conoce y retrocede. Todo lo que no era más que un sueño para mí desde aquella desgraciada noche que me alejó de Mariana, álzase ahora ante mis ojos y se me ofrece espontáneamente. Quería haberme fugado a esta ciudad y he sido conducido a ella dulcemente; quería buscar una contrata en la compañía de Serlo, y ahora me busca él a mí y me ofrece condiciones que jamás podría esperar como principiante. ¿Era sólo mi amor por Mariana lo que me llevaba hacia el teatro, o era el amor del arte lo que me ligaba con la muchacha? ¿Aquel plan de vida, aquel refugio buscado en el teatro, sólo eran apetecidos por un hombre, desarreglado e inquieto, que deseaba proseguir un género de existencia que no le era permitido en el ambiente de la vida burguesa, o bien eran otra cosa mucho más pura y digna? Y ¿qué podía haberte hecho modificar tus sentimientos de entonces? ¿No ocurre más bien que, sin saberlo, siempre has proseguido con tus planes hasta este momento? Tu decisión postrera, ¿no será ahora más digna de aprobación, ya que no interviene en ella ningún propósito accesorio y ya que, al mismo tiempo, puedes cumplir una palabra solemnemente dada y librarte de una pesada deuda?

Cuantas cosas se agitaban en su corazón y en su fantasía luchaban del modo más vivo unas con otras. El poder conservar a su Mignon, el no tener que despedir al arpista no eran pequeño peso en el platillo de la balanza, y, sin embargo, aún vacilaba una y otra vez, cuando fue a visitar a su amiga Aurelia de la manera acostumbrada.




ArribaAbajoCapítulo XX

Encontrola en su meridiana; parecía tranquila.

-¿Cree usted que podrá representar mañana? -preguntole.

-¡Oh, sí! -repuso ella vivamente-. Ya sabe usted que no hay cosa que me lo impida... Pero si conociera el modo de evitarme los aplausos de nuestro patio de butacas; su intención es buena, pero van a acabar conmigo. Anteayer me parecía que mi corazón iba a estallar. Antes podía soportar esas ovaciones cuando mi trabajo me agradaba a mí misma; si había estudiado mucho tiempo y me había preparado, me gustaba lograr que en todos los rincones de la sala resonaran señales de aprobación. Ahora no digo lo que quiero, no lo digo como quiero; hay algo que me arrastra; me confundo, y mi manera de representar hace una impresión mucho mayor. Los aplausos son más ruidosos, y yo pienso: «¡Si supierais qué cosa os encanta! Os conmueven y os obligan a la admiración unos ahogados, violentos e indeterminados acentos, sin que comprendáis que son los clamores de dolor de la infortunada a quien habéis concedido vuestra benevolencia». Hoy, por la mañana, estuve estudiando; ahora he repetido y ensayado. Estoy cansada, quebrantada, y mañana habrá que comenzar de nuevo. Mañana por la noche hay que representar. En tal forma me arrastro de un lado a otro; me fastidia tener que levantarme y me enoja el irme al lecho. Todo constituye para mí un círculo eterno. Luego vienen los enojosos consuelos; después los rechazo y me maldigo. No quiero abandonarme, no quiero abandonarme a la necesidad... ¿Por qué ha de ser preciso lo que acaba conmigo? ¿No podría ser de otro modo? Tengo que expiar el ser alemana; es nota característica de los alemanes el pesar sobre todo y que todo pese sobre ellos.

-¡Oh, amiga mía! -exclamó Guillermo-, ¿no podría dejar de afilar usted misma el puñal con que se hiere perpetuamente? ¿No le queda a usted ninguna otra cosa? ¿No son nada su juventud, su figura, su salud, sus talentos? Si ha perdido usted, sin culpa suya, un bien estimable, ¿tiene que arrojar tras él todo lo restante? ¿Es eso necesario?

Ella guardó silencio durante unos momentos; después prosiguió:

-Bien sé yo lo que es perder el tiempo; el amor no es otra cosa. ¿Qué no hubiera podido yo hacer, qué no hubiera debido hacer? Ahora todo se ha convertido en nada. Soy una pobre criatura enamorada, nada más que enamorada. Tenga usted compasión de mí, ¡por Dios!; soy una pobre criatura.

Sumiose en sí misma, y al cabo de breve pausa exclamó violentamente:

-Vosotros los hombres estáis acostumbrados a que todas se os echen al cuello. No, no podéis comprenderlo; ningún hombre se halla en situación de comprender el valor de una mujer que sabe honrarse a sí misma. Entre todos los ángeles santos, entre todas las imágenes de beatitud que para sí crea un corazón puro y bueno no hay nada más celestial que un ser femenino que se rinde al hombre a quien ama. Somos frías, orgullosas, altaneras, clarividentes, cautas, cuando merecemos ser llamadas mujeres, y depositamos a vuestros pies todas estas ventajas tan pronto como esperamos ganar un recíproco amor. ¡Oh! De qué modo he sacrificado, sabiéndolo y queriéndolo, toda mi existencia. Pero por eso, ahora, quiero desesperarme, desesperarme deliberadamente. No debe haber en mí ni una sola gota de sangre que no sea castigada, ni una fibra que no sea atormentada. Sonríase usted, ríase usted de los lujos dramáticos de la pasión.

Nuestro amigo hallábase muy lejos de todo impulso risueño. Atormentábale mucho la espantosa situación seminatural y semiforzada de su pobre amiga. Padecía con ella los tormentos de una desgraciada exaltación; su cerebro estaba agitado y su sangre circulaba con febril ardor.

Ella se había levantado y marchaba de un extremo a otro de la habitación.

-Repítome todos los motivos -exclamó- por los cuales no debía haberlo amado. Sé, además, que no es digno de ello. Aparto mi ánimo dirigiéndolo ya a una cosa, ya a otra; trabajo cuanto me es posible. A veces aprendo un papel aun cuando no tenga que representarlo; me ejercito en los antiguos que conozco con todo detalle; cada vez con mayor diligencia, estudio cada particularidad y ensayo, ensayo... Amigo mío, confidente mío, qué trabajo espantoso es el de arrancarse violentamente de sí misma. Sufre mi razón, está tenso mi cerebro; para librarme de la locura, vuelvo a abandonarme al sentimiento de que lo amo... Sí, lo amo, lo amo -exclamó entre mil lágrimas-, lo amo y quiero morir así.

Cogiola él de una mano y le rogó, con la mayor insistencia, que no se aniquilara de aquel modo.

-¡Oh -dijo él-, qué extraño es que le sea negado al hombre no sólo lo imposible, sino también mucho de lo posible! Usted no estaba destinada a encontrar un fiel corazón que hubiera hecho toda su felicidad. Yo, en cambio, estaba destinado a anudar toda la dicha de mi vida a una desgraciada a quien hice inclinarse a tierra, y acaso romperse como una caña, con el peso de mi fidelidad.

Habíale confiado a Aurelia sus relaciones con Mariana, y podía, por tanto, referirse entonces a ella. La otra le miró fijamente a los ojos y le preguntó:

-¿Puede usted decir que todavía no ha engañado nunca a una mujer, que todavía no ha tratado de conseguir sus favores con frívola galantería, con criminales promesas y juramentos seductores?

-Puedo hacerlo -repuso Guillermo-, y, a la verdad, sin alabarme de ello, pues mi vida fue muy sencilla y rara vez caí en la tentación de ser tentador. Y ¡qué advertencia no es para mí, hermosa y noble amiga, la triste situación en que la veo sumida! Reciba usted un juramento mío, en todo acomodado con mi corazón, que se expresa en palabras por la emoción que usted me infunde y que es santificado por este momento: quiero resistirme a todo afecto pasajero y hasta los más serios permanecerán encerrados en mi corazón: ninguna criatura femenina recibirá de mis labios una declaración de amor si no puedo consagrarle mi vida entera.

Ella lo miró con fiera indiferencia, y alejose de él algunos pasos cuando le tendía su mano.

-Eso no vale nada -exclamó Aurelia-; unas lágrimas de mujer más o menos no aumentarán los males. Sin embargo -prosiguió-, una única mujer salvada entre mil es ya alguna cosa; hallar un solo hombre honrado entre miles no es cosa desdeñable. ¿Sabe usted lo que promete?

-Lo sé -repuso Guillermo sonriéndose y le tendió la mano.

-Lo acepto -repuso ella; e hizo un movimiento con la diestra en forma que él creyó que quería cogerle la mano. Pero rápidamente la llevó ella al bolsillo, sacó el puñal con la velocidad del rayo y le cruzó rápidamente la palma con la punta y el filo. Retirola él al instante, pero ya corría la sangre.

-A los hombres hay que señalaros profundamente para que no olvidéis las cosas -exclamó ella con salvaje alegría, que al punto se convirtió en atropellada diligencia. Sacó su pañuelo y le envolvió la mano para detener la primera sangre.

-Perdone usted a una medio loca -exclamó- y no le duela perder esas gotas de sangre. Estoy aplacada, he vuelto en mí misma. De rodillas quiero pedirle que me deje el consuelo de curarle.

Corrió hacia su armario, trajo vendas y algunos utensilios, contuvo la sangre y reconoció la herida cuidadosamente. El corte iba desde la base del pulgar, cortaba la línea de la vida y se extendía hasta el dedo meñique. Vendole silenciosamente, con meditabunda solemnidad. Preguntole él algunas veces:

-Pero, querida, ¿cómo pudo usted herir a su amigo?

-¡Silencio!, ¡silencio! -respondiole ella, poniéndose un dedo en los labios.