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Los motivos de Glauco: Rodó y el genio pagano en los paraísos artificiales1

Belén Castro Morales





Cuando José Enrique Rodó publicó en 1909 sus célebres Motivos de Proteo, anunciaba en la nota introductoria a esta obra que otros motivos se añadirían a los que en ese momento daba a la luz: «Los claros de este volumen serán el contenido del siguiente; y así en los sucesivos» (308)2. A esos otros anunciados motivos pertenecen los que dedicó al misterioso Glauco, objeto de este estudio, aunque antes de entrar en la materia es necesario recorrer rápidamente el laberinto de su historia textual, para comprender su condición de textos esquivos y su tardío descubrimiento.

Aunque Rodó habló en 1911 de unos Nuevos Motivos de Proteo en proceso de ordenación para la imprenta, e incluso publicó alguna anticipación suelta en revistas, éstos nunca vieron la luz. Sus familiares aseguraban que, al emprender su viaje sin retorno a Europa, en 1916, llevaba consigo sus originales y una copia mecanográfica de esa obra, pues pensaba revisarla durante la travesía para entregarla a una editorial europea; pero tras su fallecimiento en 1917 el texto no fue encontrado. En 1932 los hermanos y el albacea de Rodó publicaban (con mejor voluntad que criterio filológico) otros fragmentos, Los Últimos Motivos de Proteo, que, como aclaraba el subtítulo, eran Manuscritos hallados en la mesa de trabajo del maestro. Emir Rodríguez Monegal intentó una organización más coherente de esos textos póstumos y los incluyó bajo el título genérico de Proteo en su primera edición de las Obras completas de Rodó (1957), que a su vez fue objetada por el profesor Roberto Ibáñez en 1967, cuando publicó en Cuadernos de Marcha el resultado parcial de su ardua investigación en el Archivo Rodó, que él mismo había puesto en funcionamiento. Su propuesta incluía una reorganización de aquellos manuscritos inacabados -más algunos inéditos hasta entonces- en un conjunto que proponía denominar «Otros Motivos de Proteo»3. Ese mismo año Rodríguez Monegal, que ultimaba su segunda edición corregida de las Obras completas, incorporó algunos de esos inéditos recién dados a conocer por Ibáñez, restituyéndolos a su Proteo con los títulos «Glauco, el alma nueva de Pitágoras» (LXV), «Cómo aparece y se impone» (LXVI) y «La lectura inspirada» (LXXI). También incorporaba al conjunto la página «Transfiguración» (motivo LXIX), ya publicada aisladamente en la revista argentina Caras y Caretas en 1916.

Nos interesa aquí analizar con diferentes perspectivas el contenido de algunos de estos «motivos de Glauco», que presentan como rasgo identificador la presencia de este enigmático personaje al que nunca antes, al menos explícitamente, se había referido Rodó, y que también daba nombre a un estado especialmente clarividente del espíritu, el «estado glauco». Como primera aproximación a este extraño habitante interior, recordemos uno de los pasajes en que Rodó lo describe:

Cuando este misterioso personaje se despierta en mi espíritu, fluye con él, y se derrama en el espacio una inmensa onda de fuerza y juventud. Vuelve a ser, para mí, el despertar de los genios elementales, la animación del sexto día, el novitas floritas mundi de Lucrecio. [...] En presencia de la naturaleza así vivificada y gloriosa, el alma entera se extasía en la inmensa dicha de ver: ver de la manera como esta acción contiene en su significado el principio de la invención del poeta y del hallazgo del artista y del entender del teósofo y de la intuición del vidente. Ver: don preciosísimo, que Ruskin graduó de más noble y raro que pensar.


(«Transfiguración», 976-977)                


Ya advertía Rodríguez Monegal el especial interés que revisten estos textos, portadores de una gran «significación autobiográfica» (895). Otros estudiosos de la obra de Rodó habían rozado con cautelosa discreción su posible relación con sus problemas personales, las depresiones recurrentes, la escasez económica, cierta tendencia al alcoholismo y un paralelo movimiento de su curiosidad hacia la exploración del subconsciente. En este sentido, Carlos Real de Azúa relacionaba la elección de Proteo, escurridiza deidad marina, con la introspección de un Rodó desengañado y angustiado:

Y los tres, mar, Proteo e inconsciente marcan así un entrañable movimiento de fuga, de renuncia, de entrega a fuerzas latentes y hasta entonces dominadas. No es fácil señalar con seguridad su dirección. Pero tampoco es fácil descartar una posible evasión del medio, cada vez más opaco, más hostil. O una evasión de fidelidades partidarias, ideológicas y personales -tan marchitas ya en él-, y aún una evasión de todo su contorno social. También, y esto resulta más grave, parecerían marcar una secreta aspiración dimitente, un claro cansancio de la personalidad cultural, de la función magisterial sobre discípulos tontos, distraídos, infieles. Un incontenible deseo de iniciar, bajo otros cielos, en otras condiciones, la figura completa de una personalidad distinta.


(pág. LII)                


En efecto, el Rodó de Proteo es muy diferente del Rodó de Ariel. Aunque en ambos el optimismo impulsa su mensaje, el discurso de Rodó en los Motivos de Proteo, y aún más en los de Glauco, muestra sus fisuras; unas fisuras por las que se desborda una inquieta intimidad. Entraremos, pues, en una dimensión de la escritura de Rodó donde, excepcionalmente, el autor nos habla en primera persona y donde el crítico modernista finge retirar su máscara (pantalla de culturalismo y citas de autoridad) para hablarnos de una experiencia íntima e insondable: una aventura espiritual que, efectivamente, ilumina una zona oscura de su biografía, pero que, sobre todo, arroja una luz ambigua sobre su doctrina del «arielismo» y del «proteísmo». Por eso el misterioso Glauco que habita en el espíritu de Rodó posee algunas claves que nos permitirán abordar las difíciles tareas y las arduas responsabilidades del intelectual latinoamericano en aquellas fechas conflictivas de la modernidad: las del intelectual ante las opciones de la creación de cultura (labor social y deber cívico) o la búsqueda de conocimiento y belleza a través de la experiencia estética (aventura íntima que se celebra en los reductos cerrados del «reino interior).




Los perfiles de Glauco

Pero ¿quién es Glauco? Su enigma se alza sobre los otros seres ejemplares o alegóricos que Rodó evocó o inventó en sus célebres parábolas de Motivos de Proteo envuelto en la fuerza de su propio misterio, que nos invita a explorar los secretos de su identidad.

En el laberinto de referencias culturalistas que nutre la escritura de Rodó, el personaje llamado Glauco tiene una extensa genealogía que ilustra, más que las deudas de un lector con las obras que ha leído, la cuidadosa orientación de una mente indagadora que establece un complejo sistema de identificaciones. Como el «inasible Proteo», Glauco es también un poblador de las viejas tradiciones mitológicas y del mar. De hecho, algunas versiones del mito apuntan a que Proteo, el pastor de las focas de Poseidón, pudo ser su padre; otras dicen que era un pescador de Beocia, o el hijo de Poseidón y una náyade; y varias versiones refieren que al comer un alga o hierba se hizo inmortal y se refugió en el mar. Por obra de las deidades marinas se purificó de los estigmas humanos y cobró una nueva apariencia: cola de pez, hombros anchísimos, barba verde con reflejos broncíneos. Además, como Proteo, también recibió el don de profetizar4. Así, Proteo y Glauco comparten rasgos comunes: su hábitat marino, su don profético, su poder de metamorfosis.

Este personaje renació en el simbolismo con los «Cantos de Glauco», donde el poeta Laurent Tailhade celebraba a Helios en claves del orfismo esotérico5. Asimismo, el adjetivo «glauco» solía designar el color verde claro o verde mar, y en el contexto de la atención que los modernistas prestaron a los matices cromáticos, aparece profusamente en los textos de la época, incluidos los de Rodó, también sugestionado por la sugerente indefinición de «los tintes glaucos de la onda» (1191).

En el contexto de la obra de Rodó el personaje que ahora conocemos como Glauco pudo ser el anónimo habitante interior que ya latía en las anhelantes páginas de El que vendrá, y que, en algunos fragmentos de Motivos de Proteo aparecía como figuración de un vago huésped íntimo («otro» en sombra) que ilustraba la complejidad y la multiplicidad de la personalidad. Así, en el fragmento XXVIII, leemos:

¿Nunca has hallado en ti cosas que no esperabas ni dejado de hallar aquellas que tenías por más firmes y seguras? Y ahondando, ahondando, con la mirada que tiene su objeto del lado de adentro de los ojos, ¿nunca has entrevisto, allí donde casi toda luz interior se pierde, alguna vaga y confusa sombra, como de otro que tú, flotando sin sujeción al poder de tu voluntad consciente; furtiva sombra...?


(332)                


Parece muy posible establecer una relación estrecha entre éste y otros fragmentos de similar contenido de Motivos de Proteo y otros del Proteo póstumo, como el titulado «El personaje interior», donde Rodó nos describe la dualidad personal como la presencia de «un Sosias interior», o como un estado de conflicto similar al de Fausto, cuando en su interior luchan dos almas:

Llamemos el personaje interior a este infiel habitante de nuestra alma, en el cual se organizan las tendencias ocultas que, sojuzgadas por las que habitualmente ejercen su potestad sobre cada uno de nosotros, luchan, sin embargo, a fin de prevalecer sobre éstas y algunas veces logran su designio .


(897)                


El ser de Glauco pertenece a la vida interior del espíritu y apunta a los misteriosos fermentos del inconsciente. Pero, como iremos viendo, sus connotaciones, tal como Rodó nos lo va definiendo fragmentariamente, apuntan hacia diversos estratos de la cultura finisecular: hacia la literatura, la psicología y la filosofía, las creencias esotéricas y ocultistas, y la crítica literaria.




Baudelaire y Glauco, en el paraíso artificial

Rodríguez Monegal ha anotado la relación existente entre ciertos aspectos de Glauco y el mundo de la embriaguez tratado por Baudelaire en sus Paraísos artificiales, y especialmente en «El poema del haschisch», publicado en 1858. El crítico uruguayo señala esta proximidad a partir del contenido de unas anotaciones de Rodó en uno de sus cuadernos de trabajo, el denominado cuaderno «Azulejo», que se conserva en el Archivo Rodó6. Estos apuntes tomados de Baudelaire le servirán para desarrollar varios aspectos de su «estado glauco», y especialmente los síntomas del excepcional estado de inspiración y videncia que el poeta francés llamó «de beatitud» y que, como «una gracia», sobreviene al espíritu sin previo aviso: «Ese estado maravilloso no tiene síntomas premonitorios. Es imprevisto como un fantasma. Esa agudeza del pensamiento, ese entusiasmo de los sentidos y del espíritu. El hombre busca en la embriaguez la reproducción ficticia de ese estado...» (40).

Efectivamente, Rodó estaba trasladando (y tal vez traduciendo) la primera parte del «Poème du haschisch», titulada por Baudelaire «Le goût de l'infini», el anhelo de infinito. Y podemos comprobar que el estado «de beatitud» de Baudelaire corresponde al «estado glauco» de Rodó, que proporciona un «talante joven y vigoroso», así como una visión de nítidos contornos y vivísimos colores. Quien experimenta esa beatitud -escribe Baudelaire-, «se siente a la vez más artista y más justo, más noble» (65), y en virtud del deseo de provocar y retener ese estado psíquico va a justificar el consumo de las drogas y del vino: «[el hombre] ha querido crear el Paraíso gracias a la farmacopea, a bebidas fermentadas, semejante a un maníaco que reemplazara unos muebles sólidos y unos jardines auténticos por decorados pintados sobre tela y montados en bastidores» (69).

Pero en su resumen de los párrafos de Los paraísos artificiales Rodó introdujo algunas modificaciones e innovaciones personales, entre ellas el uso del adjetivo «glauco», para designar tal estado, y -lo que nos parece más interesante- el nombre propio del mítico Glauco como un alter ego a quien pregunta: «Al tratar de la transformación por la bebida: ¿Qué te parece, Glauco, de esta explicación psicológica del vicio de beber?» (42).

A través de estas anotaciones inéditas y apenas explicativas, el crítico uruguayo y el poeta francés parecen aproximarse en una relación desconcertante para el lector del Rodó «oficial», que más de una vez, a lo largo de sus escritos, rechazó explícitamente los sentimientos decadentistas y la voluptuosidad morbosa de los «poetas malditos»7. Aparentemente, nada indicaba una relación más estrecha que la lectura de uno de los tantos poetas franceses que informaron la cultura literaria de su momento. Por ello, resulta sorprendente y reveladora la íntima afinidad con este poeta en lo referente a la descripción del «estado glauco» como similar al de la «beatitud» que la embriaguez remeda. Es más, las correspondencias entre el «Poema del haschisch» y el citado texto «Transfiguración» ofrecen la suficiente nitidez como para demostrar que este texto de Baudelaire sirvió a Rodó como modelo vivo y directo a la hora de verbalizar las inefables sensaciones de su «estado glauco». Veamos sólo como ilustración de lo anotado un fragmento del poema de Baudelaire, cuando éste describe las visiones que se obtienen bajo los efectos del haschisch:

Las ninfas de carnes luminosas mirarán con grandes ojos más profundos y límpidos que el cielo y el agua; los personajes de la antigüedad, ataviados con ropas sacerdotales o militares, intercambiarán con uno, mediante la simple mirada, solemnes confidencias. La sinuosidad de las líneas es un lenguaje definitivamente claro en el que se lee la agitación y el deseo de las almas. Mientras tanto, se desarrolla ese estado misterioso y temporal del espíritu en el que la profundidad de la vida, erizada por sus múltiples problemas, se revela toda entera en el espectáculo, por natural o trivial que sea, que está ante los ojos, -en el cual el primer objeto que aparece se convierte en un símbolo expresivo.


(104-105)                


Y leamos ahora un fragmento de «Transfiguración», donde Rodó escribe:

¡Cómo revive en mi corazón transfigurado el sentimiento que pobló la naturaleza de seres divinos; y con qué asomo de fe, fe de la imaginación, fe como la que se concede a las visiones en el soñar de un entresueño, columbro, donde hay misterio y sombra, los verdes ojos de la dríada, la bicorne frente del sátiro, el fresco seno de la náyade, y allá más lejos un centauro que huye!...


(976)                


El estado de embriaguez o intoxicación en Baudelaire hace viajar a la mente hacia un tiempo remoto que la presencia de la ninfa revela como pagano, mítico y primigenio. Idéntico viaje hacia el mito pagano, adornado de náyades, sátiros y centauros aparece en el texto de Rodó. Además, el «estado glauco», como el viaje del haschisch, proporciona una sensibilidad plástica que no sólo revela con nitidez las formas y los colores de los objetos, sino además su propia alma, que se expresa con «misteriosa voz».

Parece claro que una parte del ser simbólico de Glauco se explica alegóricamente como habitante de ese paraíso recreado por alguna forma de embriaguez, y que en el caso de Rodó apunta a lo que él mismo denominó «el vicio de beber». Pero recordemos que en ese texto aludido, Rodó, como Baudelaire, nos habla de una simulación de la ascesis cognoscitiva inducida por el estímulo del alcohol o la droga. El «paraíso artificial» al que se accede no es más que una pálida sombra del verdadero paraíso que se impone a la mente como un destello en los raros momentos de inspiración y de videncia. En ambos, al modo neoplatónico, se busca la anhelada unidad a través de la experiencia estética. Y, como han señalado Anna Balakian y Michel Butor para el caso de Baudelaire, la embriaguez -que diviniza por un instante al sujeto, dueño de un efímero Edén-, no es otra cosa que la forma simbólica por la que el poeta francés alude a la búsqueda del permanente estado poético, de la plena inspiración. Como iremos viendo, un sentido paralelo encierra el simbólico Glauco de Rodó.

Dado que Baudelaire no fue una lectura profundamente asimilada ni aceptada por el primer Rodó, debemos pensar en dos hipótesis: una, que apuntaría hacia un Baudelaire secretamente disfrutado por este Rodó íntimo e inédito, pero a la vez censurado como modelo de intelectual dentro de una prédica altamente moralizante como lo fue el arielismo -dirigida a la superación del decadentismo entre las nuevas promociones americanas-; y otra, que nos podría hacer pensar en que Rodó ahondó en años posteriores en el estudio de Baudelaire y aprendió a comprenderlo, llegando incluso, en estos motivos dedicados a Glauco, a identificarse con sus visiones. Corrobora esta segunda hipótesis el hecho de que las citadas anotaciones sobre Baudelaire y el estado de embriaguez, resumen de los Paraísos artificiales, pertenecen a la etapa en que Rodó preparaba sus Motivos de Proteo8.




Glauco en el contexto de la psicología decimonónica

Pero salgamos por un momento del terreno estrictamente literario para adentrarnos en otro contexto cultural que no fue ajeno a los intereses de Rodó: el de la psicología de su época, y en particular, las obras del prolífico Théodule Ribot (1839-1916). Este pionero y divulgador de la psicología científica, atraído hacia el análisis del hecho estético a través de su estudio de Schopenhauer, Nietzsche y Carlyle, suministró datos de interés a Rodó, quien en más de una ocasión recurrió a sus conceptos y terminología. Así, el ensayista del ciclo de Proteo adoptó su definición de temperamentos «contradictorios alternativos» para avalar su descripción del «personaje interior» (896).

De su Essai sur l'imagination créatrice (1900), traducido en España al año siguiente como Ensayo sobre la imaginación creadora, Rodó extrajo ideas sobre la relación entre la psicología, el genio, la inspiración y la actividad artística. En el Capítulo III de esta obra, titulado «El factor inconsciente», Ribot intentaba describir la inspiración como un estado semi-inconsciente del espíritu con dos notas esenciales: la instantaneidad y la impersonalidad. Se basaba en testimonios de artistas que describían la inspiración como un estado de posesión por otro ser que invade bruscamente la conciencia, aunque se haya producido previamente un largo e insensible proceso inconsciente. Así descrita, la inspiración aparecía como revelación súbita, y, al intentar explicar sus distintas formas según los casos y estados mentales registrados, Ribot aludía, junto al fenómeno de la hiperemnesia o exaltación de la memoria, a la inspiración propiciada por la embriaguez, de la que describía sus efectos en la actividad imaginativa. Naturalmente, en esta modalidad citaba como fuentes a los consumidores de los «venenos intelectuales» de la época: Thomas de Quincey, Théophile Gautier y, más extensamente, Baudelaire9.

Encontramos la huella de Ribot en varios de los motivos dedicados a Glauco y al estado de alteración clarividente que produce su presencia. De la misma forma que, informado por Baudelaire, el psicólogo comparaba la inspiración con «el sonambulismo en estado de vigilia» (70), o como «un caso de multiplicación de la personalidad» (71)10, en «La transformación genial» Rodó nos dice que el genio se manifiesta en «fulguraciones del espíritu humano» y propicia la «aptitud de transformarse», «como si se asumiera alma y personalidad nuevas» (941). El genio que aflora entonces es un yo innato, natural, ancestral, que se libera. Su peculiaridad estriba, como escribe Rodó, en «la virtud de ser más, de ser mejor, o de ser otro» (945).

Es muy probable que, gracias a la mediación prestigiosa de Ribot, el genio huidizo de Glauco encontrara un fundamento «científico» y «objetivo» de la embriaguez como uno de los estímulos de la imaginación creadora. De este modo, Rodó envolvía la inspiración genial que el poeta decadente había explicado al frecuentar espacios marginales y hábitos condenados por la moral, en dos velos culturales que lo atenuaban y prestigiaban: el atemporal del mito y el moderno de la ciencia.




Nietzsche, Glauco y el pagano esencial

Pero la relación entre Glauco, la embriaguez y la inspiración no se asocia únicamente con Ribot y Baudelaire. En «La transformación genial», Rodó indicaba que el motor de las grandes acciones radica en el arrebato de «una divinidad interna» (entheos) que, como «demonio» íntimo, exaltado, «enfervoriza el pecho donde habita» (942). Este entusiasmo genial será explicado por Rodó a través del concepto de lo «dionisíaco» de Nietzsche:

Del mito de Dyonisos, símbolo de la exaltación potente y fecunda que hierve en el alma de los hombres, como en las entrañas de la naturaleza, tomó modernamente Nietzsche su concepción de la embriaguez, entendiendo por tal un dinamismo arrebatador y glorioso: toda superioridad humana en acción es una embriaguez que inspira Dyonisos, un acrecentamiento accidental de fuerza y fervor, adquirido ya en el estímulo de la sensualidad, ya en el de la fiesta, ya en el del combate, ya en el del triunfo, ya en el de la atmósfera vernal o el de las hierbas y venenos; pero que tiene, en todos estos casos, por virtud indistinta, ensalzar al alma sobre la incapaz y tímida cordura de la personalidad común (942).

Nuevamente, como en el caso de Baudelaire, volvemos a sorprendernos ante la mención de las ideas de Nietzsche, ya que Rodó había rebatido en más de una ocasión sus teorías sobre el superhombre y la voluntad de poder por considerarlas egoístas e insolidarias. Así, en Ariel, se había referido al espíritu de su filosofía como a «un abominable, un reaccionario espíritu»,

[...] puesto que, negando toda fraternidad, toda piedad, pone en el corazón del superhombre a quien endiosa un menosprecio satánico para los desheredados y los débiles; legitima en los privilegiados de la voluntad y de la fuerza el ministerio del verdugo; y con lógica resolución llega, en último término, a afirmar que «la sociedad no existe para sí, sino para sus elegidos».


(230)                


Aunque Rodó considerase como «concepción monstruosa» (230) la posición de Nietzsche respecto a su idea de la democracia -síntesis del modelo ateniense y de los valores solidarios del cristianismo primitivo-, otros aspectos de su obra, en especial de El nacimiento de la tragedia, estarán presentes entre los ingredientes que completan con ricas perspectivas el perfil de Glauco. Como es sabido, en su tesis el filósofo alemán acudió a los mitos de Apolo y de Dionisos para simbolizar los dos instintos estéticos que, en relación y tensión interna, dieron lugar al nacimiento de la tragedia ática. En la liberación de estos dos instintos radica, según el filósofo, toda la grandeza del arte griego, a través del cual se expresa un pueblo que Nietzsche, como Rodó, admiró por su juventud interior y serenidad (Heiterkeit), por su fuerza creativa, por la plenitud pagana con que celebraron la existencia como una pura expresión estética, sublimando a través del arte lo que Nietzsche llamó «la horrorosa profundidad de su consideración del mundo» (54).

En su análisis del alma artística griega, Nietzsche definía lo apolíneo como actividad espiritual relacionada con la nitidez de las formas figurativas extraídas del sueño revelador, como la posibilidad de la adivinación y la profecía, como ámbito de lo luminoso y solar que enciende la verdad interior. A través de lo apolíneo se expresa toda la sabiduría de la «apariencia», del principium individuationis en que la unidad esencial se disgrega; y esa sabiduría se revela como una luminosa intuición que da lugar a un éxtasis cognoscitivo. Ese estado de éxtasis es culminación de lo apolíneo, pero también es germen y esencia de lo dionisíaco. En efecto, lo que Nietzsche denominó dionisíaco, y que corresponde al arte de la música, está asociado a la embriaguez o al éxtasis, pero se trata aquí de un estado que anula lo subjetivo hasta que el individuo, liberado de su aparente identidad, participa de lo Uno primigenio. A través de la música y de la fiesta, la embriaguez dionisíaca borra toda frontera entre el hombre y el mundo. En esa fusión con la unidad total del universo el hombre se diviniza, se hace obra de arte y lo «desaprende» todo. Deja de ser hombre moral, anhelante de infinito y cargado de responsabilidades éticas y de culpas para celebrarse en su ser más primitivo, más depurado. Nietzsche nos hablará entonces de su conversión en sátiro, en el sentido de hombre bárbaro, limpio de cultura y gozoso en su estado natural. Por esa valoración de la vida -«una doctrina y una valoración puramente artísticas, anticristianas» (33)-, Nietzsche acabaría identificando a Dionisos con el Anticristo.

Lo que se produce en la síntesis de lo apolíneo y lo dionisíaco no es sólo una clarividente revelación del genio puramente humano: es su transfiguración y divinización, libre ya de culpa y reproche, en una forma de belleza que no es moral, porque se justifica en sí misma11.

Del mismo modo que Rodó apeló a Dionisos para explicar el estado de inspiración intuitiva y clarividente que hierve en la embriaguez de su Glauco, en otros fragmentos nos irá revelando poco a poco el carácter también apolíneo de su personaje interior, «[...] luminoso y sereno huésped mío, oh pagano que resucitas en mi alma» (980). En el motivo LXVIII, «El estado glauco», Rodó se refiere a este ser como un pagano triunfal que disipa la duda, la culpa, la melancolía, y que libera al espíritu para hacerle sentir la grandeza, la belleza material y la dignidad de la vida. Entonces, en términos indudablemente nietzscheanos, declaraba: Creo en la grandeza de la palpitante arcilla humana; en la gloria de la inmortalidad de esta asombrosa fábrica del mundo, levantada para la dicha de los fuertes, para la ostentación de la belleza, para el solaz de los sentidos vibrantes y de la imaginación libre y curiosa [...] así Glauco tiende la mirada apolínea entre el resplandor de las ideas y la hermosura de las cosas (976).

En los textos de Rodó que hemos citado vemos cómo se juntan en la personalidad de Glauco lo dionisíaco, como término de comparación de la fiebre inspiradora, y lo apolíneo, como expresión asociada a la serenidad que esa visión intuitiva de la belleza suministra. Tendríamos entonces que Glauco es el griego mítico que aúna en su ser esos dos instintos estéticos, el apolíneo y el dionisíaco. De la filiación de esta identidad Rodó nos dejó más de un rastro. Así, en las notas inconclusas de sus cuadernos de trabajo encontramos frases tales como:

Glauco, un pagano. Y algo de personalidad pagana se mezcla a cada uno de nosotros, aunque sea en rasgos fugaces, y no como en mí, en forma de subrepticia personalidad que a intervalos reaparece, independizándose.

Glauco contrario al Cristianismo.

Admiro a Montaigne, sobre todo por lo que tiene de Glauco, de griego, de...


(43)                


Este Glauco, un griego amoral contrario al cristianismo, poco tiene que ver con las virtudes helénicas que el profesor Próspero había descubierto a sus alumnos en Ariel, pues la Atenas clásica del intelectual arielista sólo era el modelo de una sociedad ideal donde expandir las múltiples facetas de su acción, pero donde el egoísmo del genio pagano se redimía con la moral del cristianismo evangélico. Esa faceta ética y responsable no aparece en Glauco. Dejemos anotado entonces el conflicto que encierra este griego mítico que Rodó sentía como su habitante interior.




Glauco en el contexto del esoterismo modernista

Aunque, como hemos visto, las obras de Baudelaire, Ribot y Nietzsche informan buena parte de la personalidad de Glauco, otras notas de su definición apuntan hacia rasgos esotéricos, neopitagóricos y neoplatónicos, que completan la esencia de este ser primigenio amasado por Rodó con diversas materias culturales, pero también animado por un hálito de espiritualidad.

No ha sido muy estudiada esta vertiente esotérica del pensamiento de Rodó; olvido injusto si tenemos en cuenta que muchos de los pilares fundamentales de su pensamiento se asientan sobre principios del idealismo renovado tras la crisis positivista y naturalista, y que, junto con un cristianismo de signo heterodoxo, sincretiza nociones esotéricas que circularon intensamente en los círculos intelectuales del Río de la Plata a finales del siglo XIX a través de tratados como el del escritor simbolista Edouard Schuré, Los grandes iniciados. Sólo conocemos aisladas alusiones generales a la pertenencia de Rodó a este contexto ideológico del esoterismo finisecular, donde su idealismo estético aparece asociado a orientaciones teosóficas y pitagóricas12. Del mismo modo que el estudio riguroso de estas ideas ha sido fundamental para comprender el significado de las poéticas de Darío y de Lugones, en el caso de Rodó se hace imprescindible apuntar que una base esotérica sirve de urdimbre a la creación de este Glauco que es capaz de penetrar con la clarividencia de un iniciado en el profundo ser de las cosas.

Muchos son los pasajes donde Rodó asocia la mágica y penetrante capacidad de Glauco con los poderes del iniciado y con la sabiduría pitagórica. Es más, entre el inspirado que ve aflorar su nueva personalidad genial y el iniciado en los misterios órficos no hay fronteras discernibles. En el motivo XXXVIII, dedicado a «La transformación genial», Rodó asociaba la emergencia del «alma nueva» propiciada por la inspiración con la enseñanza de los pitagóricos, según la cual «los hombres adquirían un alma nueva cuando se acercaban a los simulacros de los dioses para recoger sus oráculos» (941)13. Es más: la relación entre Glauco y el saber pitagórico quedaban explícitamente asociados en un fragmento inconcluso de Proteo:

Tendencias divergentes. Todos las tenemos. Hay veces que se manifiestan con vida e intensidad como para constituir una especie de personalidad aparte. Y ahora sí que llega la ocasión para hablarte de Glauco. [...] Sí, es un alma, el alma nueva de Pitágoras... (974).

De nuevo nos encontramos con la idea de la multiplicidad del yo, y, en particular, con la capacidad de engendrar dentro de nuestro ser a otro más perfecto. Rodó comparaba en otro lugar su nacimiento con una «mariposa angélica» o con un demonio (daimon), o genio semi-divino, según la tradición pitagórica. Esta idea, que Rodó pudo conocer leyendo el Diario de su admirado Amiel, cuando comparaba nuestro ser con la «crisálida de un ángel», también aparecía citada en Los grandes iniciados, de Schuré, donde la metamorfosis (con la metáfora de la crisálida y la mariposa) es el principio que impulsa al espíritu iniciado hacia la perfección.

Muchas de las descripciones de los síntomas anímicos referidos a la llegada del «estado glauco» presentan una clara reminiscencia pitagórica, que puede cifrarse en la armoniosa euritmia que afina las notas habitualmente disonantes en el alma cotidiana y las de ésta con el mundo, restituyendo al ser su unidad perdida en el concierto el Cosmos:

Es una mayor fuerza y armonía que viene de esa fuente profunda, y a cuyo paso todo parece vibrar de un modo nuevo, y consonar mejor, porque así como bajo el arco del ejecutante las cuerdas modelan sus formas vibratorias, y de la relación de estas formas diferentes, pero unidas entre sí por concordes números, brota un son individual y continuo: de esta manera, cada víscera, cada sentido, cada facultad, tocados de misterioso arco, dan su adecuada vibración y concurren con ella a un armonioso y perfectísimo conjunto. ¡Grande y activa paz!


(975)                


Como podemos apreciar, la simbología de la lira y el sonido unánime de las cuerdas nos remite a Pitágoras y a los diálogos platónicos donde el saber pitagórico se encuentra recogido. Rodó recibió a través de estas creencias, que impregnaron el romanticismo, el simbolismo y el modernismo, el sentido trascendente del arte y el poder de la belleza para revelar la secreta unidad que entrelaza a todo lo creado. Aquel doloroso sentimiento de separación de la unidad de la que fuimos exiliados, y el deseo de reintegrarse en ella, que es la fuente del desasosiego humano, queda anulada cuando Glauco se presenta. Entonces toda ansiedad y angustia desaparecen, mientras el espíritu experimenta la plenitud perdida:

No hay un impulso de anonadamiento personal, ni un ímpetu de vuelo en la calma apolínea de la contemplación. De arriba no vienen voces de reclamo, ni se despierta la inquietud punzante del destierro en el alma, adaptada a su mirador de un punto del espacio y del mundo, como a un alvéolo, dentro del cual se está también en la unidad infinita.


(978)                


En términos herméticos nos dice Rodó que «lo alto y lo bajo están en uno». Con Glauco la modesta visión humana se convierte en videncia de iniciado, que accede al conocimiento profundo de las cosas. Volvemos a «Transfiguración» y leemos:

Porque al par que el contorno de las cosas semeja adquirir nuevo vigor y realce, y enriquecerse y como bruñirse el color, reálzase también la virtud expresiva, el alma secreta que hay, no ya en las cosas vivientes, sino en las que tenemos como inanimadas; y todo habla con una misteriosa voz; y mira, con profundos ojos; y tiene para el alma una amistosa confidencia...


(977)                


Las resonancias literarias de estas frases evocan versos del poema «Correspondencias», de Baudelaire, de los «Versos dorados» de Nerval, o del «Coloquio de los Centauros» de Darío. De este modo Rodó añadía al griego pagano que proponía Nietzsche una espiritualidad que, a través de la intuición y del sentimiento de la Belleza platónicamente concebida, accede al estado iniciático de la reunificación del ser en la Unidad. Así, sin aparente contradicción, Glauco vive en la plena exaltación de lo humano y descubre su propia divinidad. No nos extrañe: Glauco es -ahora lo sabemos-, la encarnación simbólica de la utopía del hombre modernista: habita el plano divino sin renunciar a la dicha pagana de ser perfectamente humano.




Glauco y el crítico artista

Pese a que la actividad de este simbólico Glauco parece desarrollarse en el plano de lo mítico y de las esferas neoplatónicas, Rodó nos sorprende una vez más atribuyendo a su divinidad interior una facultad específicamente humana: la del crítico. No se trata, obviamente, de la facultad autoritaria del crítico-gramático, tan denostado por los poetas modernistas, sino ese crítico ideal, el crítico artista que el impresionismo y las corrientes estetizantes del Fin de Siglo, siguiendo a Oscar Wilde, consagraron como crítico dotado para la creación artística a través de su trabajo, que ya no se consideraba subalterno: «La facultad específica del crítico es una fuerza, no distinta, en esencia, del poder de creación» (963), y por eso el crítico es capaz de «crear belleza donde no la hay» (964); y, como el artista, posee una doble alma que, en virtud de la simpatía y la amplitud de su gusto, le permite «duplicarse psicológicamente durante la lectura» (967). Poderes similares atribuía Rodó al fundador del ensayo, Montaigne, sobre quien había escrito en su cuaderno «Azulejo»: «¡Cuánto ama Glauco a Montaigne!» (43)

No insistiremos en el carácter innovador que estas ideas de Rodó presentan en el nacimiento de la crítica creadora en nuestra lengua. Digamos sólo que Glauco, cuando lee como encarnación del crítico creador, siente los mismos raptos, fulguraciones y revelaciones geniales que el artista inspirado:

Entonces sí que el placer de la lectura enorgullece y levanta, porque envuelve en sí la conciencia de una cooperación activa en la obra del poeta: de una participación en su eficacia creadora merced a la cual el alma no se limita a ver u oír, sino que de su parte pone la fuerza necesaria para completar y consumar la visión con que olímpicamente se recrea.

[...]

[...] cuán luminoso [es Glauco] en la intención poética, género de intuición para la que no valen perspicacia ni saber ni examen sutil, sino sólo la mirada con que mira Glauco!


(«La lectura inspirada», 979)                


Glauco, el inspirado, el apolíneo, el iniciado, el poseedor de la videncia poética, penetra los secretos de la obra más allá de las palabras que la constituyen. Al nudo de anhelos utópicos que dan ser a este griego gestado en la angustiada mente de Rodó, hay que añadir, pues, una utopía más: la del crítico inspirado con los dones del creador. Una utopía, nuevamente, estética.

En su faceta de crítico (y sobre todo en su Rubén Darío), habíamos visto a Rodó debatirse entre las tentaciones del «crítico artista», que recreaba los poemas de Prosas Profanas subyugado por sus sugerencias estéticas, y los deberes del crítico responsable, que finalmente declaraba que Darío no era el poeta de América, porque le faltaba el enraizamiento y la preocupación por su medio. Pues bien, una vez más constatamos que Glauco habita su propio espacio divino sin hollar el terreno social. La ética, la moral, la función o social del arte y de la literatura poco parecen importarle, porque habita en el plano trascendente y simbólico de la perfección. De aquí podrá inferirse que Glauco sublima muchos anhelos estéticos y filosóficos de Rodó, pero se sustrae del compromiso solidario, de la responsabilidad humana, social y americanista que el ensayista de Ariel y de Motivos de Proteo había contraído.




Glauco y las tentaciones del intelectual

La dimensión humana y solidaria, que falta en el libresco Glauco es la causante de que Rodó, después de extasiarse en la clarividencia y el gozo pagano que le proporciona su habitante interior, termine renunciando a él. Así lo leemos en el último de los motivos que Rodó dedicó a Glauco, cuando, haciéndose eco de Baudelaire, se preguntaba si no podría adiestrar su voluntad para hacer de la presencia efímera de Glauco un estado permanente, «una tendencia fundamental de la persona»; y se contestaba:

Tal vez... más yo quiero también para mi alma aquella parte de mí que no es de Glauco. Porque con él están la claridad, la paz y la armonía; pero en la austeridad, en la sombra, que dentro del alma quedan fuera del cerco de su luz, hay manantiales y veneros para los que él no sabe el paso... Allí nutre sus raíces el interés por el sagrado e infinito Misterio; allí brota la vena de amor cuya pendiente va a donde están los vencidos y los míseros; allí residen la comprensión de otra beldad que la que se contiene en la Forma, y la tristeza que lleva en sí su bálsamo y cuyos dejos son mejores que la dulcedumbre del deleite...


(980)                


De esta manera, con el tono heroico de las renuncias dolorosas, Rodó decidía optar por la áspera esencia humana y por las agitaciones del alma de los mortales. Una lectura más atenta de este párrafo revelaría que, con esta elección, Rodó se reconciliaba con la parte traicionada de su compromiso arielista: la que, optando por la voz pública, constructiva y orientadora del intelectual americanista, reprobaba a Nietzsche por insolidario y anticaritativo, y a Baudelaire por decadente.

No resulta difícil pensar entonces que Rodó pudo dejar inacabados e inéditos los inquietantes motivos dedicados al genio pagano que lo habitaba -y que a veces lo poseía- en virtud de una consciente autocensura, con la que ponía a salvo la dimensión social y solidaria de su identidad de intelectual, a costa del destierro de Glauco al subsuelo de lo reprimido. Ciertamente, la asunción de este habitante de su «reino interior» no sólo hubiera traicionado los presupuestos sociales del arielismo, sino también la trabajosa forja del hombre múltiple, complejo y melancólico, pero siempre responsable, del proteísmo. La amenaza de un solipsismo egoísta e irresponsable daba lugar a que Rodó optara finalmente, en esas líneas que son como el arrepentimiento tras la liberación transgresora, por el discurso público y oficial que lo había convertido en un modernista crítico y en baluarte latinoamericano contra el disolvente decadentismo europeo finisecular.

No podemos evitar preguntamos qué imagen de Rodó habríamos heredado si, en esos momentos críticos, de profunda depresión, hubiera decidido quedarse en el «reino interior», en el «paraíso artificial», como un Baudelaire americano. Pero como nos recuerda Real de Azúa,

El autor de Ariel, por otro lado, tenía pesadas exigencias para consigo mismo en todo a lo que volumen de influencias y liderazgo intelectual se refería. [...] El triunfo intergiversable de Ariel en esos años, su vastísima resonancia, no dejaba de imponer un compromiso, de insinuar un peligro, de fijar una responsabilidad. ¿Qué no se esperaba de Rodó?


(XLVI)                


Estas palabras del estudioso uruguayo sugieren la idea de un Rodó prisionero de su propia fama, o rehén de su imagen de «Maestro de la juventud de América». En el cuaderno «Azulejo» había anotado: «Glauco palidece. Cada vez se manifiesta más pálido en mi espíritu» (43). De este modo, el ensayista que escribía bajo el signo cambiante de Proteo para predicar la constante renovación del individuo, se despedía -con una angustia que no es difícil imaginar- de aquella escurridiza tentación llamada Glauco.






Bibliografía

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  • BUTOR, Michel (1967) «Los paraísos artificiales», en Sobre literatura I (trad. de Juan Petit). Barcelona, Seix-Barral.
  • GARCÍA RAMOS, Juan Manuel (1983), «Una tradición de la crítica de la literatura hispanoamericana», Revista de Filología n.° 2. Universidad de La Laguna, Secretariado de Publicaciones, págs. 51-64.
  • GULLÓN, Ricardo (1990) Direcciones del Modernismo. Madrid, Alianza.
  • IBÁÑEZ, Roberto (1967) «El ciclo de Proteo», en Cuadernos de Marcha 1, mayo, págs. 7-52
  • JAÉN, Didier (1986) «Identidad cultural y tradición esotérica», en VV.AA.: Identidad cultural de Iberoamérica en su literatura (Ed. de Saúl Yurkievich). Madrid, Alhambra.
  • JRADE, Cathy Login (1986) Rubén Darío y la búsqueda romántica de la unidad. El recurso modernista a la tradición esotérica. México, FCE.
  • MARINI PALMIERI, Enrique (1989) El modernismo literario hispanoamericano. Caracteres esotéricos en las obras de Darío y Lugones. Buenos Aires, Fernando García Cambeiro.
  • NIETZSCHE, Friedrich (1990): El nacimiento de la tragedia (trad. de Andrés Sánchez Pascual). Madrid, Alianza.
  • REAL DE AZÚA, Carlos (1976) Prólogo a Motivos de Proteo. En José Enrique Rodó: Ariel. Motivos de Proteo. Caracas, Biblioteca Ayacucho.
  • RIBOT, Théodule (1901), Ensayo acerca de la imaginación creadora (Traducción de Vicente Colorado). Madrid, Antonio Pérez y Cª.
  • RODÓ, José Enrique (1967) Obras Completas (2.ª edición) Edición de Emir Rodríguez Monegal. Madrid, Aguilar.


 
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