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ArribaAbajoQuinta parte




ArribaAbajoLa música


Poema en un canto

A Carmencita Roca de Togores y Aguirre Solarte.





I

   Responde, Carmencita encantadora:
un pájaro que canta, ¿ríe o llora?
Lo digo, porque oyendo la dulzura
del ruiseñor que canta en la espesura,
tú sonríes, tu hermana se divierte,
tu madre os mira a entrambas con encanto;
y pensamos, al son de un mismo canto,
tu padre en vuestro amor, y yo en la muerte.


II

   ¡Ay! ¿Por qué ríes cuando yo me quejo?
¡Es para mi alma un insondable abismo
el que haga un ruiseñor a un tiempo mismo
reír a un niño y sollozar a un viejo!
Y es que, seguramente,
la Música es un hada complaciente
de nuestra dicha amiga,
que dice solamente
lo que quiere nuestra alma que nos diga.
Por eso, al lisonjear su melodía
con más fe al corazón que a la cabeza,
dando al triste tristeza,
aumenta del contento la alegría;
y por eso, al oírla, convertimos
la fría realidad en ilusiones;
pues al recuerdo de sus buenos días,
ponen en cuanto oímos
los ojos de nuestra alma sus visiones,
nuestro oído interior sus armonías.


III

   Si, como todos vemos,
la Música despierta los sonidos
que, desde el día mismo en que nacemos,
están en nuestro espíritu dormidos,
también probarte intento
que se lleva la Música la palma
en las artes que anima el sentimiento;
que así como el estilo es el talento,
el metal de la voz es toda el alma.
Ella es la musa que al amor provoca,
pues buscando un esclavo, o acaso un dueño,
todo el que canta, o toca,
si no ama en realidad, ama algún sueño:
porque su magia es tanta,
que, aunque eres niña aún, ya habrás sentido
que, envuelto en el sonido,
hasta lo amargo del dolor encanta:
y que la misma senectud que mira
que cada nota una esperanza encierra,
con inútil ardor ama y suspira,
como alma juvenil que, ardiendo en ira,
en oyendo un clarín corre a la guerra.
Respondes que lo crees, ¡bendita seas!
Pues entonces también fuerza es que creas
que, según nuestras mismas sensaciones,
cual los hechos imágenes de ideas,
son las notas pedazos de pasiones;
y que con fuerza virtual vibrando,
y a la vida excitando,
por el espacio va cada gorgeo
como una vaga tentación volando;
y camina, y camina, murmurando
«¡levántate, y anímate!» al deseo.


IV

   Y ¿qué es el mismo amor? Una armonía
que hoy se canta y que el aire se la lleva;
y que luego, mañana o el otro día,
con nuevo ardor la misma melodía
la vuelve a repetir otra vez nueva;
y así, en curso variable,
cuando nace, se espacia, se disuelve,
en giro interminable
lo que del aire viene, al aire vuelve.
Y en raudo movimiento,
se disipa en el viento
lo que en el viento por amor vivía:
¡ideas, armonías, sentimiento,
flores, músicas, luz y poesía!


V

   Como en cosas de amar yo lo sé todo,
sé bien que en esta vida
jamás será perdida
la que cierre el oído a piedra y lodo.
¡El oído, el oído! Ahí se esconde
el gran traidor que al corazón entrega;
él es la senda criminal por donde,
desde fuera el amor al alma llega.
Por él arrobadores los sonidos
en ardiente emoción, o en dulce calma,
después de electrizarnos los sentidos,
arrastran los sentidos hasta el alma:
y por él, en amante devaneo,
desde el salto de Léucade, el deseo
se arroja al mar para templar sus penas,
escuchando el «¡ven, ven!» que es el gorgeo
con que a Safo llamaron las Sirenas.
¡Cierra, cierra el oído,
y ten por cosa cierta
que es del amor el tentador sentido,
y que siempre a la voz de un ser querido
abre nuestra alma a la traición la puerta!


VI

   ¡Carmen, perdón! Mi confusión es tanta,
que ya olvidé mi tema.
Dime otra vez: ¿será siempre un problema
saber si llora un pájaro que canta?
Y aunque es lo más sencillo
el pensar que ese tierno pajarillo,
en medio de su risa o de su lloro,
cantará eternamente el estribillo
de la eterna canción del «yo te adoro,»
lo cierto es que su canto
te vuelve más festiva;
que tu madre entre tanto
ruega a Dios por tu dicha, pensativa;
mientras tu padre, a tan graciosos sones,
excitado en sus graves pensamientos,
ya siente una avalancha de emociones,
y un vértigo ideal de sentimientos;
y, presagiando amores,
más bella que la luz de la mañana,
entona melodías interiores,
con más afán que el ruiseñor, tu hermana.
¿Y yo? Víctima siempre de una idea,
desde que allá en mi aldea
tocaba siendo niño la campana
en las horas del sueño,
y a las gentes sencillas
las obligaba con pueril empeño
a orar puestas en cruz y de rodillas,
sé que hay sones inciertos
que forman la cadena prodigiosa
que enlaza con ternura misteriosa
las almas de los vivos y los muertos.
Y por esto, ese canto me convida
a que recuerde el fúnebre misterio
de otra ave dolorida
que oyó mi alma de dolor transida,
cantar en un ciprés del cementerio
donde yace la madre de mi vida!


VII

   ¡Mas perdona otra vez la pena mía!
yo adoro como tú, niña hechicera,
con ciega idolatría
la música que presta lisonjera
el ritmo, que es la vida verdadera,
a su hermana mayor la poesía.
Siempre al idioma la canción supera;
y así te lo dirán, si les preguntas,
Barbieri, Arrieta, Oudrid, Marqués y Eslava;
pues, del sonido la expresión esclava,
al ir la frase y la armonía juntas,
lo que la frase empieza, el son lo acaba.
Y te dirán que el arte soberano
que llena de delicia
la escala toda del concierto humano
desde el tango sensual de la Nigricia
hasta el son funeral del canto llano,
agotadas las frases con su acento
nuestra ilusión a lo sublime eleva,
y ya extinguida la palabra, lleva
la Música hasta el alma el sentimiento.
Y ellos, en fin, te seguirán contando
que al arte natural sobrepasando
del genio artificial las filigranas,
hoy remedan los pájaros cantando
las dulces melodías italianas;
y que después que oyeron los primores
de las Normas, Lucías y Barberos,
creció la afinación en los jilgueros
y gorjean mejor los ruiseñores.


VIII

   Es el mundo sensible
un conjunto de notas armoniosas,
desde el ruido ondulante y apacible
que forman al volar las mariposas,
hasta el ritmo visible
de la grande armonía de las cosas.
Y aunque el murmullo universal levanta
himnos sin forma, e informes elegías,
para el que sabe oír lo que Dios canta
el orbe es un compuesto de armonías,
siendo en los campos, para todo el que ama,
un arpa cada rama
al ponerse en confuso movimiento
las notas disconformes que derrama
todo árbol agitado por el viento;
y el mar, esa otra música infinita
que el curso entero del sonido imita
desde el canto guerrero hasta la endecha,
remeda sin cesar, murmure o truene,
la rugiente pasión la ola que viene,
la ola que va nuestra ansia satisfecha!


IX

   Bendecida y bendita
la armonía, es el alma que palpita
en toda acción, solemnidad o rito.
¡Inmensa, universal, cosmopolita,
la Música es la voz de lo infinito!
Ella a la pobre humanidad hechiza,
triste, alegre, marcial o juguetona,
y el amor del hogar inmortaliza,
pues, en no escrita tradición, entona
la canción siempre igual y monótona
de la abuela, la madre y la nodriza!


X

   ¡Gloria y honor al arte placentero
que embriagando las almas de ternura,
hace del mundo entero
el espejo más fiel y verdadero
de una casa de locos sin locura!
¡Lira de Orfeo, que el amor nos pinta
alegrando al infierno,
mi voz te ha de cantar, hasta que extinta
se desvanezca en el silencio eterno!
¿Qué importa que tu numen vagaroso
prometa un ideal, que no se alcanza,
si, lo que hay de más real y delicioso,
aun esperando el cielo, es la esperanza?
¿Qué importa que las dulces emociones
que despiertan tus cantos halagüeños
sean sólo visiones de unos sueños,
o más cierto, visiones de visiones,
si siempre en este mundo
viviremos soñando
y estaremos ilusos descifrando
el problema fatal de Segismundo?


XI

   ¿Y el sol en dónde está? Pero, ¡qué miro!
ya las tinieblas al silencio llaman.
Bien dicen los que te aman,
que a tu lado la vida es un suspiro.
Y ya que hermosamente
se agrandan para ver tus bellos ojos,
pues ya el sol, como un rey, en Occidente
se envuelve, al destronarse, en mantos rojos;
mantos de luz que, al acabarse el día,
sólo las cumbres de los montes doran;
partamos pues. Ya te diré otro día
si, expresando su pena o su alegría,
las aves, al cantar, cantan o lloran.
Y pues, ya triste de la luz la ausencia
trae la sombra, y con la sombra el luto,
y reina la elocuencia
del silencio absoluto,
que es la nota en que grita la conciencia,
marchemos ¿qué esperas?
Ve en la humedad de mi marchita frente
cómo el aire, al pasar por las praderas,
se impregna dulcemente
de un lánguido vapor de adormideras;
y cómo, al confundir todos los ruidos,
en vago remolino nebuloso
va dejando el crepúsculo en reposo
pájaros, luz, esencias y sonidos!


XII

   Pues se ya el ruiseñor y el día parte,
tú y yo, y tus padres y tu bella hermana,
como dice la frase castellana,
marchemos con la música a otra parte,
para seguir pensando hoy y mañana
tu padre en los problemas de la historia,
tu madre en vuestra suerte,
tú en la fe y en la gloria,
tu hermana en el amor, y yo en la muerte.
Pero al decirte adiós, niña querida,
déjame que primero
te diga veinte veces que te quiero
y te querré mientras que tenga vida,
pues que serás, espero,
además de alabada en mis cantares,
adorada por bella y virtuosa,
en el mundo primero como hermosa
y después como santa en los altares.

 
 
FIN
 
 




ArribaAbajoLa lira rota


Poema en un canto

A mi buena amiga Anita Canalejas y Morayta.



Unas veces te dejará Dios, y otras te perseguirá el prójimo, y lo que peor es, muchas veces te descontentarás de ti mismo, y no serás aliviado ni confortado con ningún remedio ni consuelo.


KEMPIS, lib. II, cap. XII.                




I

   Era Ginés Briones
un amante de Enterpe y de Talía,
que cantaba canciones
de un subido color, que él no entendía.
Con la fe de un artista verdadero,
entró a servir a un músico de orquesta,
al cual, con todo esmero,
en los días de fiesta
le limpiaba el trombón con un plumero.
Pasó a aprendiz de monaguillo a poco;
y llegado a ser luego
el lazarillo de ciego,
le dio un duro una vez cierto inglés loco,
y al fin de muchos tratos y contratos,
compró el ex-monaguillo
a un quinto aragonés un guitarrillo
por diez reales, un pan y unos zapatos.


II

   Dueño ya del endeble guitarrillo,
coleccionó las coplas que sabía,
y, remedando al ciego, el lazarillo
pudo ascender a ciego que veía.
Y cierto el rapazuelo de que encanta
con las coplas que inventa,
aunque a las viejas pérfidas espanta
por no saber a veces darse cuenta
de la sal y pimienta
que tienen las canciones que les canta,
punteando por las calles de la villa,
con aires de buen mozo provinciano,
era el niño Ginés, el sevillano,
un pequeño barbero de Sevilla.


III

   Nació en la tierra del amor emporio,
patria del gran Tenorio,
de quien dicen que un día,
para aliviar sus penas,
mandó hacer de las rubias que quería
una manta de rizos, que tendía
sobre un colchón de bucles de morenas;
y alumno fiel de su inmortal paisano,
Ginés el sevillano,
siendo un tipo acabado de inocencia,
en los doce o trece años que tenía
ya era un ser tan precoz, que parecía
que contaba catorce de experiencia;
pues haciéndose el loco,
y así como al descuido,
para hablar a las niñas al oído
se acercaba lo justo y otro poco.


IV

   Y su genio era tal, que es muy posible
que fuese un día un músico perfecto,
a no tener ese vulgar defecto
de abusar del bordón en lo sensible;
pues, agudo y flexible,
en los muchos cantares
que solía inventar, o que aprendía,
cantaba alegremente sus pesares;
y otras veces, uniendo con destreza
la pena y la alegría,
como buen andaluz, también sabía
cantar sus alegrías con tristeza.
Y, aunque no sin sonrojo,
sabiendo ya que el suspirar consuela,
fiel de Don Juan a la amorosa escuela,
tenía Ginesillo el bello antojo
de alabar en sus coplas inocentes
diez rubias, de diez rubios diferentes,
desde el rubio castaño al rubio rojo;
y como era tan pobre o más que Homero,
de estas diez parroquianas que tenía
el músico y poeta callejero,
en premio de sus coplas, recibía
ya rosquillas, ya azúcar, ya dinero.


V

   Cantaba el niño una canción un día
a la divina Clara,
una rubia preciosa que tenía
el corazón más bello que la cara;
y mientras él la copla repetía,
alegre como un loco,
la niña el canto oía
distraída, arrancando poco a poco
las hojas de una flor que se comía.
¡Distracción natural! pues siempre encantan
esos tonos suaves,
tan llenos de ternura,
del género melódico en que cantan
los hombres sin ventura,
las mujeres, los niños y las aves!


VI

   En tanto que él cantaba,
puesta al balcón la joven hechicera,
en un fondo de luz se destacaba,
y Ginés, que, cantando, suspiraba,
no sabía siquiera
la canción que entonaba,
admirado de ver que la niña era
lo más bello del cielo que miraba.
Y él abajo, ella arriba,
mientras él, siempre vivo y siempre amando,
esta tierna canción sigue entonando,
ella, mucho más viva,
se parece a Rosina contemplando
a un esbozo de Conde de Almaviva:
      «Está tu imagen, que admiro,
   tan pegada a mi deseo,
   que si al espejo me miro,
   en vez de verme, te veo».


VII

   ¡Oh extrañas peripecias de la vida!
escuchando al cantor, agradecida
Clara un suspiro de placer exhala,
y, de gozo aturdida,
una gruesa moneda le regala,
que arroja del balcón, con tan mal arte,
que la moneda ¡chas! como una bala
la guitarra pasó de parte a parte.
A este horror, el poeta callejero
creyó que en un abismo
sus pies se hundían, y que al tiempo mismo
caía roto el Universo entero.
Mas pronto, vuelto en sí, se orienta y nota
que no se hundió bajo sus pies el suelo,
y que, a pesar de su guitarra rota,
no se cuarteó la bóveda del cielo.


VIII

   Al rumor del fracaso, en un momento
se vio la calle de curiosos llena:
la moneda al caer la hurtó un hambriento,
y uniendo el buen humor al sentimiento,
en tanto que Ginés muere de pena,
el público le silba de contento.
¡Oh ruin placer de la desdicha ajena!
La envidia es la polilla del talento.


IX

   Renunciando a las artes con trabajo,
Ginés la silba colosal oía,
y altivo, aunque un poquito cabizbajo,
las cejas con la gorra se cubría;
y echando calle abajo, calle abajo,
con ganas de llorar se sonreía,
mientras que tristemente,
aquella pobre Clara que, inocente,
por hacer un favor mató un destino,
con el mudo terror de un asesino
se espantó de manera
que, de haber sido buena, arrepentida,
dejó el balcón, cerrando la vidriera,
más pálida que Bruto el parricida.


X

   Así, con vario estruendo,
se fueron dispersando,
el público riendo,
el trovador gimiendo,
y la hermosura del balcón llorando.


XI

   Aunque en su erguido talle
aún mostraba el orgullo de un Tenorio,
Ginés dobló la esquina de una calle
para huir de las burlas de las gentes,
pues en el gran Madrid, como es notorio,
una esquina es un cabo o promontorio
que divide dos mares diferentes.
Detuvo allí sus vacilantes pasos,
y pensó en su destino venidero
dos minutos escasos,
dos minutos, esto es, un siglo entero;
y al verse sin industria y sin dinero,
lloró, como lo que era, como un niño;
y volviendo hacia el cielo la mirada,
ya olvidando la silba y la moneda,
tan sólo recordó su alma angustiada
de su madre el cariño
y el amor de su patria abandonada.
¡Patria querida! ¡Madre idolatrada!
Si nos faltáis vosotras, ¿qué nos queda?
¡Dios en el cielo, y en la tierra nada!


XII

   Y salió de Madrid. Y con denuedo
el roto guitarrillo lanzó al río
desde lo alto del puente de Toledo:
y arrostrando con brío,
la soledad y el miedo,
la sed y el hambre, y el calor y el frío,
se fue a Sevilla a pie, como un cualquiera,
pues, no teniendo un real su faltriquera,
claramente discurro
que no iría a su patria, aunque quisiera,
como el rey de Ivetot, montado en burro.
Y así, marchando hacia el paterno suelo,
todos los males de la vida prueba,
sin que le guarde del rigor del hielo
la chaqueta prehistórica que lleva,
chaqueta que su madre le hizo nueva
de un trozo de una capa de su abuelo.
¡Sigue, Ginés, camina resignado,
y rinde al peso del dolor tus bríos!
Para vencer todo el rigor del hado,
¿qué valen tus esfuerzos ni los míos,
cuando un grano de arena, atravesado,
puede torcer el curso de los ríos?


XIII

   ¡Con cuánto desaliento
a su patria volvía
el que en algún momento,
cuando el redoble del tambor oía,
soñaba, en su ilusión, que llegaría
a músico mayor de un regimiento!
¡Ay! ¡Con cuánta agonía,
el que aspiró a ser dios de la armonía,
renuncia ya a la necia vanagloria
de pensar que algún día
le nombrarán los fastos de la historia!
¡El pobre no sabía
que, al revés de ese sol del Mediodía,
el gran sol de la gloria
quema de lejos y de cerca enfría!


XIV

   Como nadie le daba
los dulces y el dinero que ganaba
cuando echaba sus coplas a las niñas,
en Castilla y la Mancha merodeaba
comiéndose las uvas que pillaba
a espaldas de los guardas de las viñas.
¡Cuántos seres sentían o pensaban,
y sus viles harapos contemplaban,
contra él inicuos su furor volvían;
los niños le silbaban,
los viejos se reían,
los perros, que antes sólo le ladraban,
ya, al pasar por las eras, le mordían!
¡Confiesa, Ana, que aterra
el ver a un niño, en tan inmenso duelo!
¿Por qué habrá tantas cosas que en la tierra
quitan las ganas de mirar al cielo?


XV

   Y en el supremo día
en que el suelo feraz de Andalucía
a contemplar volvió por vez primera,
se sintió tan feliz, que, de alegría,
el joven trovador, se comería
una hogaza de pan, si la tuviera.
Pero a falta de pan, el pobrecito,
merodeando también como en Castilla,
comía, cual si fuesen pan bendito,
en Córdoba cogollos de palmito,
e higos chumbos bajando hacia Sevilla.
Y al ver la gran ciudad, gritó extasiado:
- ¡Sevilla, patria mía!-
Pero, apenas había
en el recinto de Sevilla entrado,
cuando Ginés, exánime y gozoso,
se cayó desmayado.
¡Está bien castigado
ese artista ambicioso
que pretendía amar y ser amado,
tocar la lira bien y ser dichoso!


XVI

   Llevado al hospital, y satisfecho
cual Nerón moribundo,
pensó al caer sobre el jergón de un lecho:
«¡Qué gran músico en mí se pierde el mundo!»
Y en la cama ciento once abandonado,
puesto a dieta, aunque hambriento,
se murió dulcemente y resignado
lo mismo que un pichón sin alimento;
y después de una autopsia inoportuna
que se le hizo a Ginés el sevillano,
declaró un cirujano
que se murió sin novedad alguna.
Y al difunto ciento once, al otro día,
sin inquirir el nombre que tendría,
las entrañas abiertas le juntaron,
y envuelto en los andrajos que traía,
por quitarle de enmedio, le enterraron.
¡Oh suerte desdichada!
¡Cuánta noble ambición desvanecida!
¡Qué alegre es la existencia a la subida!
y ¡qué llena de horror a la bajada!
Primero, ¡acordes, magnetismo, vida!...
Después, ¡silencio, desaliento, nada!...


XVII

   - Pero ¿y Dios?- me preguntas compasiva.
- Para él ¿dónde está el Dios sublime y tierno?-
El Dios tierno, hija mía, está allá arriba,
sentado a la derecha del Eterno;
y vive convencida
de que, si ha puesto su paciencia a prueba,
tendrá la recompensa merecida,
y que al pobre Ginés en la otra vida
le ha de dar Dios una guitarra nueva.
Modera tu aflicción y ten presente
que entre el cielo y la tierra hay un abismo;
que no suele hacer Dios lo que consiente,
y que es común, desventuradamente,
que el bien produzca el mal, como el mal mismo.
Y ¿qué son bien y mal, placer y duelo,
más que cosas fugaces cual la vida?
¿Me dices que para esto no hay consuelo?
Y yo ¿qué le he de hacer, Ana querida?
¡Así es la tierra!... y ¡ay!... ¡así es el cielo!...

 
 
FIN
 
 




ArribaAbajoLos caminos de la dicha


Poema en tres cantos

A mi querido sobrino D. Cayetano de Alvear y Ramírez de Abellano.






ArribaAbajoCanto primero


Carta de un tío paterno, dirigida a su sobrino el autor de este poema



I

   Sé que te vas, y mi alma te acompaña.
Navia es de Asturias la región más bella,
aun siendo Asturias lo mejor de España;
mas vete a descubrir a tierra extraña
de tu ambición la misteriosa estrella:
cual Mahoma, al llamar a la montaña,
«pues no viene ella a ti, ve tú hacia ella».


II

   Vete a Madrid y arroja las cadenas
que te atan a los seres
que desde niño con el alma quieres,
y busca, en horas de entusiasmo llenas,
el fuego tentador de los placeres,
de la pasión las adorables penas,
el goce de la gloria y las mujeres.


III

   No es el campo, sobrino,
la tierra en que germina la ventura
del humano destino,
aunque así lo asegura
que era un tierno campesino,
con un talento igual a su ternura.
¿Quién en el campo a soportar se atreve
los cambios incesantes
de la lluvia y la nieve,
aunque nos juren antes
que cada vez que llueve
hace el cielo una siembra de diamantes?
¡No hay suerte a la verdad más importuna
que tengan que gozar desde la cuna
nuestros sentidos, de placer sedientos,
la insípida fortuna
de ver y oír atentos
un día y mil, sin diferencia alguna,
ruidos del mar, rumores de los vientos,
rayos del sol, matices de la luna!


IV

   Mientras a Dios le ruego
que te dé su ventura,
y en tanto que con mística ternura
a su divina voluntad me entrego
(pues en cosas de fe, según el cura,
para ver algo claro hay que ser ciego),
tú aléjate contento
y realiza el feliz presentimiento
que en tu viril naturaleza fundo.
Ese pueblo de Navia es un convento;
si tienes corazón y entendimiento,
echa el mundo a un rincón y hazte otro mundo.
Para darte, sobrino, estos consejos
tengo hoy motivos graves,
pues he visto ayer tarde a los vencejos
volar de cierto modo; y tú ya sabes
que los augures viejos
el porvenir leían desde lejos
el vuelo interpretando de las aves.
Ten en mí confianza
y afronta la ambición con alma fuerte;
así te evitarás la triste suerte
de ver, cual yo, pasar en lontananza
después de una esperanza, otra esperanza,
¡y luego otra! ¡Y luego otra! ¡Hasta la muerte!


V

   Y mientras corre la existencia mía
en ver cómo tu tía
el tiempo, el oro y la paciencia gasta
en vestir de la iglesia los altares
(imitando en lo buena y lo entusiasta
la esposa del cantar de los cantares
furiosamente enamorada y casta),
tú, parodiando en su afición guerrera,
y aunque sea también en lo hugonote,
a tu tío Fabián, el calavera,
que es mas loco y matón que un Don Quijote,
vete a ser gran artista, o gran guerrero,
con frente altiva y corazón entero,
pues no hay cosa mejor que ver a un hombre
cómo eleva su nombre
a Pontífice, o Rey, desde porquero.
Y aunque sé que en los campos hay momentos
en que templan del mundo los pesares
rumores de las aguas y los vientos
flores, aves, amores y cantares,
quiero que tengas siempre en la memoria
que, más que este placer, vale la gloria
de sacar del olvido
una raza, aunque noble, sin historia.
Y cuando, ausente del paterno techo,
el cielo te depare honra y provecho,
y la envidia, encubriendo sus rencores,
grabe en letras, de molde tus loores,
tu tío los leerá más satisfecho
que una niña que escucha desde el lecho
en la alta noche una canción de amores.


VI

   ¿La dicha de un lugar?... ¡Maldita sea!
Un sepulcro sin paz es cada aldea.
Estaba San Jerónimo en lo cierto
cuando dijo una vez: «Roma, o el desierto».
Y aunque es mucha verdad que yo he sentido,
mil veces un placer desconocido
cuando, al morir el sol en Occidente,
se apaga todo ruido
y se oye solamente,
el himno de las aguas de la fuente,
la elegía sin fin del mar dormido,
tú abandona los tiernos amorcillos
a esos pechos sencillos
que hasta encuentran un son que los recrea
en el ritmo invariable de los grillos
que cantan en los prados de la aldea;
y lleno de ilusiones,
ten, sobrino, presente
que del mundo en las múltiples regiones,
sólo es vivir realmente
cuando son nuestro pecho y nuestra mente,
un huracán de ideas y pasiones.


VII

   Y, pues me deja el sol, también te dejo
¡Adiós! que siendo de virtud espejo,
no aficiones jamás tu mano avara
del oro y de la plata al vil manejo.
Fortuna grande y pronta es cosa rara,
y, como dice un castellano viejo,
nunca el Duero creció con agua clara.
En la pública escena
no adules para nada
la multitud que es ignorante y buena.
Con la frente serena
defiende con tu lengua y con tu espada
la noble condición de los Pompeyos;
y, digno siempre de tu estirpe honrada,
no enrojezcas con ácidos plebeyos
la sangre de tu madre algo azulada.
Te mando esos cien duros. Hazte un traje
que tenga mejor corte que los míos:
es propio el buen vestir de un buen linaje.
No olvides que el más bueno de los tíos
es Celedonio Campoamor.-¡Buen viaje!



ArribaAbajoCanto segundo


Carta de un tío materno, dirigida a su sobrino el autor de este poema



I

   ¿Me han dicho que te vas, y que nos dejas?
¡No lo quiero creer, mas, si te alejas,
en tu vida azarosa
verás por cada joven veinte viejas,
y cien feas o más por cada hermosa.
Tu espíritu anhelante
no encontrará en la tierra un solo amigo,
ni una mujer constante...
Hago mal en decir esto que digo
pero, en fin, ya lo he dicho y adelante.


II

   ¿Insistes en partir? ¡Ay! Por lo visto,
ebrio de amor, de gloria y de riqueza,
comienza a fermentar en tu cabeza
la fecunda ilusión de lo imprevisto.
Márchate pues; que mientras tú emponzoñas
tu corazón, que es bueno como el mío,
en el campo tu tío
con pedazos de caña hará zampoñas;
y siendo ya además tan buen creyente,
como esas almas bellas
que candorosamente
llaman cielo al espacio y las estrellas,
con sano corazón y pura mente
entre mozas de bien y lugareños,
compondré mi ventura fácilmente
con flores y con luz, música y sueños.


III

   Ya sabrás en Madrid, si no lo sabes,
que de mí se ha de hacer larga memoria
al relatar los escritores graves
las grandes niñerías de la historia:
pues en la guerra han sido
si mal reconocidos, muy sonados
los golpes que yo he dado y recibido;
aunque si he de ser franco, bien contados,
son más los recibidos que los dados.
¡Oh término fatal de mi grandeza!
¿A quien no causa risa la memoria
de un héroe a quien le rompen la cabeza?
Es un tratado de moral mi historia:
después de mucho amor y mucha gloria,
¿qué he alcanzado? Este reuma y la pobreza.


IV

   Como ya en un rincón busco el reposo,
a la pobreza y la virtud me atengo;
y, puesto que es forzoso,
después que me he metido a virtuoso,
desprecio mucho el oro que no tengo:
pero, hablando cual suelo, vivo y claro
te confiesa mi orgullo, aunque lo siente,
que hoy bebo de lo tinto solamente,
yo que siempre he bebido de lo caro;
y vuelvo a confesarte con franqueza
que, en mi suerte variada,
después de haber gozado la riqueza,
no conozco una cosa más forzada
que entrar en la virtud por la pobreza;
y es que, tener dinero y ser soldado
sería un imposible realizado,
como el milagro de tu tía Andrea
que es de Avilés, y sin embargo es fea.
¡Muy fea! Y tú no extrañes si atrevido
hoy de tu tía el mérito rebaja
un hombre como yo, que siempre ha sido
soldado del amor hasta que, herido,
la fuerza de la edad le dio de baja;
mas aunque yo en materia de placeres
puedo jurar por Venus y por Baco
que excepto el vino, el juego y el tabaco,
no tuve más pasión que las mujeres,
permiteme que escriba,
aunque se que te pesa,
contra una lugareña tan altiva
que, porque fue alcaldesa,
se peina pelo arriba, pelo arriba,
lo mismo que si fuese una duquesa.
¿No es natural que la paciencia pierda
quien sabe que tu tía, aunque es tan lerda,
domina a Celedonio de tal modo
que bi-sexual, por imitarla en todo,
se abrocha los botones a la izquierda?
Y es feliz, sin embargo, yo te juro
que ya vivir oscuro
como tu tío Celedonio quiero,
que, sin saber que hay guerras ni pan duro,
recita de memoria a Horacio entero;
y entre un mastín y su mujer, seguro,
vegeta sin pasado y sin futuro,
siendo de Enero a Enero
feliz como los cerdos de Epicuro,
de los cuales ¡oh dicha! es el primero.


V

   ¡Qué vergüenza la mía!
Oye aparte una cosa reservada:
Al volver a esta patria abandonada
ha renacido en mí la idolatría
de una antigua pasión, tan adorada,
que di una vez por ella una estocada,
a un inglés muy grosero que bebía,
lo mismo que si fuese una ambrosía,
un fermento de lúpulo y cebada.
Y pese a mis enormes desengaños,
adoro, en cuanto es dable con ahínco
a esta hermosa mujer de treinta y cinco,
que tenía cuarenta hace diez años.
¿Me casaré con ella? Si me caso
será porque con maña paso a paso
irá excitando la flaqueza mía
con su austera virtud, coquetería
con que Leonor enloquecía al Taso.
¡Cuántos héroes famosos
acaban, como yo, por ser esposos
de mujeres cansadas
que la suelen echar de desgraciadas
después de hacer a pares los dichosos!
Tal vez sea mi sino
ser feliz, siendo bueno y candoroso,
probando que es verdad el desatino
de que hacen vivir siglos a un esposo
la castidad, las sopas y el buen vino,
y ya en mi Rubicón la suerte echada,
imitaré en mi santo matrimonio
el cariño de Andrea y Celedonio,
que gozan de enramada en enramada,
lo mismo que dos tórtolas dichosas,
la paz que hay en el seno de las cosas
antes que Dios las saque de la nada;
y siguiendo sus huellas,
¿quién sabe si, abjurando mis errores,
volveré todavía a encontrar bellas
la ruda sencillez de los pastores,
las ovejas, las aves y las flores,
la tierra, el mar, la luna y las estrellas?


VI

   ¡Ah! si cual yo demente,
tomas un día estado,
que te proteja Dios; mas ten presente
que tienes que mandar, o ser mandado,
pues todo esposo bueno y obediente
vive en la hoguera de Abraham tostado.
Y no eches en olvido
que no falta marido
que, al mes de ser dichoso,
¡oh tentación del fruto prohibido!
quisiera ser de su querida esposo,
volviendo a ser de su mujer querido.


VII

   ¿Te vas al fin? Pues óyeme si quieres
las reglas de moral que te aconsejo:
- «De joven sé ateniense en los placeres,
pues serás espartano en siendo viejo.
En lo real e ideal obra de modo
que no choquen el alma y la materia.
Quien no aspira a ser nada, ya lo es todo.
No hay amor que resista a la miseria.
Cuando es cuerdo el placer, vive de poco.
Confía en ti primero y en ti luego;
si el creer demasiado es ser un ciego,
el no creer en nada es estar loco.
Sé flexible y tenaz como el acero.
Lavarse bien es la virtud suprema.
Hoy el tener o no tener dinero
es el ser o no ser, es el problema.
No busques la constancia en las mujeres,
y, si alguna te deja,
la volverás a conquistar, si quieres,
colgándola un diamante en cada oreja.
Procura no encontrar en tu camino
cierta clase de bellas
que forman de la vida un remolino
en el cual todo muere, menos ellas.
Desprecia lo que va por lo que viene.
Todo negocio de mujer es malo.
¡Qué bien manda a los hombres el que tiene
en una mano el pan y en otra el palo!
En fin nunca camines
por cuestas empinadas y escabrosas,
pues sólo triunfarás cuando te inclines
del lado de la fuerza de las cosas».-


VIII

   ¿Mis consejos te extrañan?
¿Que quieres, hijo mío? Aunque te asombres,
para mí ya los hombres
sólo al decirme la verdad me engañan.
Siempre tendrás, o pasarás por necio,
como el deber mayor de los deberes,
para todos los hombres el desprecio,
y afecto para todas las mujeres.
Yo, del mundo olvidado,
pobre y desengañado,
con el humor más negro,
los desprecio ya tanto, que me alegro
de verme por los hombres despreciado.


IX

   Adiós; no extrañarás que no te mande
lo que nunca he tenido,
porque yo siempre he sido,
en no tener un cuarto, Enrique el Grande.
Y como esto es notorio y tan notorio,
con mucho amor, y sin ningún dinero,
no te mando ni un real, porque te quiero.
En Luarca, a diez, Fabián de Campoosorio.



ArribaAbajoCanto tercero


Carta del autor de este poema, dirigida a su sobrino D. Cayetano de Alvear y Ramírez de Arellano



I

   Cayetano querido, ¿conque dices
que en el mundo tú y yo somos felices?
Pues aunque tu alma de pesar destroce,
¡oh prez de la española infantería!
te juro por el Rey Alfonso Doce
que no creo en tu dicha ni en la mía.


II

   Yo que en tiempos pasados
di mis pasos primeros
por huertos que tenían alfombrados
con arenas del Navia los senderos,
recuerdo que, llorando sin consuelo,
- «No te vayas»- mi madre me decía,
cuando dejé en mal día
aquel bello rincón del patrio suelo...
¡Ay, pobre madre mía,
con cuánto desconsuelo
y cuánta ingenuidad me prometía
su voz la dicha, y su mirada el cielo!


III

   Mas la patria, dejé; y antes que siga
la historia de mis nuevos sinsabores,
permite que en honor de mis amores,
me seque estas dos lágrimas, y diga
que mi tío Fabián en sus estados
viviendo, como un tiempo los cruzados,
lloró, casi vecino a la pobreza,
su tiempo y su dinero malgastados,
en cuanto echó de menos con tristeza
el vino de Jerez de veinte grados
que se sube volando a la cabeza;
y, olvidado y sin gloria,
sintiendo, viejo ya los sinsabores
de su variada historia
más que llena de amor, llena de amores,
mi impenitente tío,
probando, como siempre, junto a un río
su pasión por las bellas castellanas,
una noche, pescando hasta la aurora,
cogió con un salmón unas tercianas
al lado de una joven pescadora;
y así una fiebre lenta
puso fin a sus muchos desengaños
por no tener en cuenta
que el amor, que es un loco a los veinte años,
es un necio del todo a los sesenta.


IV

   Y, en cuanto al otro tío, que quería
que hiciese yo, porque él nunca lo haría,
como Dios otro mundo de la nada,
con su vida feliz, algo anticuada,
al lado, siempre al lado de mi tía,
insoportablemente virtuosa,
se murió, para hacer alguna cosa,
por no morirse de fastidio un día;
y ella después, de su marido ausente,
y llena por lo mismo de pesares,
siendo esposa más fiel y más ardiente
que aquella del cantar de los cantares,
también murió otro día,
¡mi generosa tía!
que una vez con el aire más sencillo
me dio un bolsillo en que guardar dinero,
aunque nunca me dio su amor sincero
dinero que guardar en el bolsillo.


V

   ¡Sólo vivís en la memoria mía,
mis pobres tíos y mi pobre tía!
¿Quién de aquí en adelante
os nombrará con cariñoso acento,
ahora que mi aliento
se va apagando, instante por instante,
como muere, extinguiéndose en el viento,
de un pájaro cantor la estrofa errante?
¡Adiós, adiós! ¡Aunque es un desconsuelo,
ya vuestro nombre amado
está tan olvidado
como lo está el sepulcro que os encierra;
pues nunca causan a los astros duelo
el que aflijan al suelo
ni el dolor, ni las pestes, ni la guerra,
así como no importan a la tierra
las luces que se apagan en el cielo!


VI

   Te empezaba a decir, sobrino mío,
que no hallando la dicha apetecida
cuando seguí, como Fabián mi tío,
la izquierda del camino de la vida,
con ciego desvarío
mudé de rumbo, sin mudar de suerte,
pues hallando allí sombra, aquí vacío,
por el lado del bien llegué al hastío,
por la senda del mal corrí a la muerte.


VII

   Ignorando mi ciega desventura,
que hoy luce más que el sol del oro el brillo,
y que, aunque el verlo es una cosa dura,
da más honor un real en el bolsillo
que el llevar una espada a la cintura;
yo con la fe de un ánimo sencillo,
tuve ambición, divinidad impura
a quien detesto, al ver en torno mío
fabricantes de leyes
que después de mandar a su albedrío,
los augustos fastidios de cien reyes
no igualan todos juntos a su hastío;
y agente vil de esta ambición de un día,
con un pasar cercano a la pobreza,
pensé en el oro; pero el alma mía,
aprendió en su dorada medianía
que no siempre es alegre la riqueza
ni siempre la miseria da agonía.
¡No hay palacio sin algo de tristeza,
ni choza sin un poco de alegría!
¿Qué importa que las almas codiciosas
tengan por verdadero
que aquello que más vale es el dinero,
porque compran con él todas las cosas,
si, al hacer un examen de conciencia,
tengo el dolor profundo
de ver que, en el bazar de la experiencia,
no compra todo el oro de este mundo
la paz de un solo día de inocencia?


VIII

   ¡Ay! ¿y el amor? En el humano juego
que es muy común no ignoro
probar por la mujer que el hombre es ciego,
como se prueba el oro por el fuego
y la mujer se prueba por el oro.
De ese fatal amor, ¿hay medio acaso
de huir la acción, cuando impensadamente
la voz de una mujer que suena al paso
se suele estar oyendo eternamente?
Yo al templo del amor corrí insensato
cuando tenía apenas
la edad en que en las venas
la sangre juvenil toca a rebato;
mas no me dio ventura
la suerte para mí siempre enemiga,
ni en la santa abstinencia, ni en la hartura,
pues vi con amargura,
que, así como el placer da en la fatiga,
la abstención del amor da en la locura.


IX

   Y como es el humano sentimiento
una gran colección de ecos dormidos
a los cuales despierta en un momento
en el mundo inmortal del pensamiento
cualquier cosa que llama a los sentidos,
una mujer, un pájaro, un acento,
admirado y sensible
con sed inextinguible
mudé de amor y cultivé las artes;
mas bebí en todas partes
la eterna tentación de lo imposible.


X

   Después busqué el saber; mas tú no creas
en la base eternal de los derechos,
pues, pese a las ideas,
llevan el mundo a puntapiés los hechos.
no hay ciencias que no sean deleznables,
pues, excepto la fe, que encuentra apoyo
del cielo en los abismos insondables,
solamente las piedras del arroyo
pueden tener principios inmutables.
Yo con fe verdadera,
apuré del saber la ciencia entera.
¿Y qué he sabido al cabo?
Que el hombre, iluso, de sí mismo esclavo,
lo que ve en su interior, eso ve fuera.
Nunca pude, rodeado de placeres,
hacer de mis deberes sentimientos,
porque a fuerza de penas y escarmientos
troqué mis sentimientos en deberes;
y es que los corazones
en las cosas humanas
presumen ver lo real, viendo visiones,
y los ojos, más que ojos, son ventanas
donde a mirar se asoman las pasiones.


XI

   ¿Qué ha conseguido al fin la ciencia mía?
Dudar y más dudar; tanto, que temo
que he de ser algún día
como Esquilo apedreado por blasfemo;
y después de dudar, no he hallado el modo
de desechar el tedio,
pues en un mundo de ignorancia y lodo,
no cabiendo en la fe término medio,
o se cree todo, o se desprecia todo.
¡Por eso, con el alma destrozada,
tras una juventud desvanecida
llegué, ignorante, a esta vejez cansada,
en mi ansia de saber indefinida
buscando lo infinito de la vida,
sólo hallé lo infinito de la nada!


XII

   No hay dicha, o no la hallé, sobrino amado;
el caminar por el izquierdo lado
es igual a marchar por el derecho.
Para purgar la pena del pecado
Dios hizo así este mundo malhadado,
y hay que tomarlo al fin como Él lo ha hecho.
Jamás dieron la paz a mi conciencia
ni la ambición, ni el arte, ni la ciencia;
y corriendo de Oriente hacia Occidente,
ni a izquierda, ni a derecha, ni de frente,
pude alcanzar de la ventura el precio;
y al bien y al mal, también indiferente,
hasta me vi abrumado tristemente
por mi propio desprecio,
pues fui bueno, y me hallaron inocente;
quise ser malo, y me encontraron necio.


XIII

   ¡Ay! Feliz el que olvida
que en el mundo no hay dicha verdadera;
y dichoso también el que en la vida
sufre, llora y trabaja, ¡pero espera!
¡Esperar! ¡Esperar! ¿Tendré la suerte
de encontrar la ventura apetecida,
al librarme la muerte
de este abierto presidio de la vida?
¡Sí! ¡Sí! ¡La fe me llevará mañana
a la inmortal Jerusalén divina,
ya que no hallé la senda que encamina
a la ciudad de la ventura humana!
Y, aunque la suerte aquí la espero en vano,
si abajo hay una dicha como arriba,
ruega a Dios, Cayetano,
que, si no es un arcano,
en un término breve y perentorio,
alguna alma piadosa se lo escriba
a Madrid, que es emporio
de todas las desdichas de este mundo,
Cortes, ocho, segundo,
a Ramón Campoamor y Campoosorio.

 
 
FIN
 
 




ArribaAbajoPor donde viene la muerte


Poema en un canto

A mi muy querida amiga Eugenia Mac-Crohon y Barutell





I

   Te lo vuelvo a decir, y yo no miento,
¡gloria de los Mac-Crohones!
era, cual tú, la Eugenia de mi cuento
una enferma incurable de ilusiones.
Retrato verdadero
de tu rostro hechicero,
mostraba, como tú, con mezcla rara,
la realidad de lo ideal su cara,
lo ideal de lo real su cuerpo entero.
Hermosa niña que también tenía
ojos azules irisados de oro,
que juntando al talento la alegría,
añadía un tesoro a otro tesoro.
Modelo de esos seres ideales
que abrigan en su propio pensamiento
tal horror por las cosas materiales,
que tienen que bajar del firmamento
para poder hablar con los mortales.
Raza privilegiada
de castas soñadoras
a quienes nunca afligen
de la vida mortal las tristes horas,
pues su dicha es soñada,
y en el sueño que eligen
siempre hallan el amor que les agrada.
¡Gloria eterna a ese ejército divino
de grandes jugadores de ilusiones,
que exponiendo a menudo su destino
a la carta ideal de sus visiones,
alcanzan siempre en su pasión fingida
una dicha infalible,
pues si abruma lo real en esta vida,
lo que nunca nos cansa es lo imposible!


II

   El padre de esta niña, el sabio Prieto,
doctor en medicina y cirugía,
amante de lo real, y que discreto,
como aconseja Horacio,- «coge el día,»-
cree que el alma, si existe, está vencida
por la ley de las fuerzas naturales,
y que no hay más criterios en la vida
que los cinco sentidos corporales;
que, el contento moral, más que un contento,
es de la pobre humanidad martirio,
y que el alma es el sueño de un delirio,
y el fruto de este sueño el pensamiento.
Es claro que, al decir que es nuestra mente
la fuerza de la vida trasformada,
cree en muy poco, o más bien, cree solamente
en el dios Pan, el Todo, esto es, la Nada.
Teniendo por sistema
dudar de Dios, creyendo en sus hechuras,
jamás le atormentaba el gran problema
de que hay un Criador, si hay criaturas.
   Sienta el doctor, por única certeza,
que el hecho es la razón de las razones;
y a abrigar ilusiones
le llama tener aire en la cabeza;
y, juzgándose un sabio muy profundo,
con sonrisa altanera,
como todos los fatuos de este mundo,
él se alaba, y no poco,
de no tener un átomo siquiera
de poeta, de músico ni loco;
y como es tan astuto, el mata-sanos
todo el arte de Hipócrates lo encierra
en jurar por los ídolos paganos
que, exceptuando en los trances de la guerra,
para llegar la muerte a los humanos,
no tiene más caminos en la tierra
que el frío y la humedad de los pantanos.
Y por eso a la niña, a la que quiere
con sin igual terneza,
seguro de que el hombre solo muere
cuando el desorden hiere
de los sentidos la exterior corteza,
la dice sonriendo de esta suerte:
- «De la callada parca el paso quedo
no vendrá a sorprenderte;
no tengas, hija mía, ningún miedo;
yo sé por dónde ha de venir la muerte».


III

   Como nunca ha llenado su cabeza
la ilusión de un amante desvarío,
no conoce del padre la agudeza,
que, así como la gran naturaleza,
tiene horror el espíritu al vacío;
y aunque ve que en la edad de los amores
Eugenia sólo busca con anhelo
los pájaros, las luces y las flores,
lo que recuerda y lo que lleva al cielo,
con mengua del honor de los doctores,
no advierte el sabio Prieto
que la niña se entrega
a penas y a alegrías sin objeto.
Mas ¿de estas impaciencias el secreto
cuál puede ser? La pubertad que llega.
Y es que, al lucir la nítida alborada
del sol de la existencia,
celebran los sentidos la llegada
de cosas que aún ignora la inocencia;
pues a este sol, con poderoso anhelo,
llenando lo visible y lo invisible,
circula ardiente de la tierra al cielo
la savia de un amor irresistible;
y, siendo esta la clave de su feliz tormento,
ya de Eugenia el divino pensamiento
desea alguna cosa; y ¿cuál? No sabe.
Sólo ve que pensando y más pensando,
ya en ser su pensamiento convertido,
sale, al fin de su cuerpo adormecido
la mariposa del amor volando.


IV

   Y ¿qué ser ha inspirado el fuego
que de Eugenia el pecho inflama?
Lo ignoro. Algún ensueño acariciado.
Más que en el ser amado,
la causa del amor está en el que ama.


V

   Siente Eugenia impaciencias sin objeto;
mas no quiere estudiar el doctor Prieto
el gran misterio que su pecho encierra,
pues, como hombre discreto,
cree que toda mujer tiene un secreto
que nada importa al cielo ni a la tierra.
Y no ve que, en su estado visionario,
Eugenia, en la región del firmamento,
da citas en un parque imaginario
a un novio que creó su pensamiento.
¿Quién detener podría la corriente
de ideas hechiceras
que brotan de la frente
de una mujer que en su exaltada mente
conduce diez legiones de quimeras?
Hay seres en amar de tal constancia
y de alma tan ardiente y abstraída,
que sacan de sí propios la sustancia
con que tejen la tela de su vida.
Así Eugenia, soñando y más soñando,
de hablar tanto con ellas
fue creando, creando
un lenguaje especial con las estrellas,
y de mirar la joven extasiada
a la celeste esfera,
como era de esperar, quedó extenuada...
Mas la niña hechicera,
por su padre adorada,
¿qué tiene enfermo? Nada:
el pensamiento, esto es, ¡la vida entera!


VI

   Siendo el doctor de lo ideal ateo,
de su ciencia seguro,
no cree, como yo creo,
que un amor en estado de deseo
es tanto más vivaz cuanto es más puro;
y, en cambio, si veía
que alguna hermosa joven se moría
por tomar en las noches el rocío,
- «Abrígate,- a su hija le decía,
- que ayer mató a una niña un aire frío;»-
y, con ansias de padre verdaderas,
ponía el algodón de sus cuidados
en todas las rendijas y vidrieras,
arriba, abajo, enfrente y a los lados;
y con tan nimio esmero
todo frío exterior interceptaba,
que, en el cuarto de Eugenia, cuando helaba
podría cocer pan un panadero:
y, cual siempre, pagado
de su feliz agüero
la decía a su hija confiado:
- «No tengo ningún miedo de perderte,
tú fía en mi cuidado,
que sé por dónde ha de venir la muerte».


VII

   Mas lo triste es que un día,
nuestra Eugenia del sueño en que dormía
inquieta despertó de tal manera,
que su alma empezó a amar como debía
y su cuerpo a sentir como lo que era.
Y Eugenia sin amante ¿a quién amaba?
Al amor ¡que sé yo! misterios de ellas.
El caso es que, aquel tipo que adoraba,
¡oh fuerza de los sueños! habitaba
muy cerca... más allá de las estrellas.
Y es natural: un alma cuando es pura
y vive en un estado visionario,
como no tiene objeto su ternura
lo aplica ¿a quién? a un ser imaginario.
Lo cual prueba, lectores,
que, gracias a estos púdicos amores,
para eterno consuelo,
mientras haya mujeres y dolores
será en la tierra una esperanza el cielo!


VIII

   Pero, a su ciencia natural atento,
ni aun viendo cómo mata el sentimiento,
nuestro Galeno advierte
que alguna vez puede llegar la muerte
envuelta en un amante pensamiento.
Y como es una fruta la experiencia
que, o está sin madurar, o está podrida,
apelando el doctor a su conciencia,
recuerda que en la edad de los placeres
se murieron por él muchas mujeres,
que vivieron después toda su vida,
y aunque no se creía
ni músico, ni loco, ni poeta,
como él amaba un poco todavía
a una enorme coqueta,
especie de animal de sangre fría,
y al deducir, por la doctrina impura
de sus principios de malicia llenos,
que muchos platonismos de ternura
no acaban en Platón, ni mucho menos,
por si causar podría
de Eugenia los pesares,
a un primo, casi lelo, que tenía
le desterró el doctor de sus hogares;
pues, con ser tan notorio, no sabía
que inspira todo primo una gran llama,
o, como éste de Eugenia, un gran desprecio;
y que un primo es un dios, cuando se le ama,
pero un primo, no amado, es siempre un necio.


IX

   Y sin darse un momento de reposo,
unas veces honrosas, y otras viles,
el doctor, como un viejo receloso,
tomaba precauciones infantiles.
Y, como ya es sabido,
que un padre es aún más tonto que un marido,
con general sorpresa
le echó un traje a una estatua de un cupido
que estaba sin vestir sobre una mesa;
y les dio libertad a dos jilgueros,
por si de ella los ojos hechiceros
ya deleites secretos presagiaban
al mirar, en los ratos placenteros,
el por qué, cómo y cuándo se besaban.
Inútil precaución que iba,
de Eugenia los fantásticos amores;
pues, conforme a sus ojos soñadores
se iba el espacio le su amor cerrando,
su puro corazón fue desplegando
inmensas perspectivas interiores.
Así es que, amando con leal vehemencia
la dulce creación de su existencia,
la hermosa Eugenia hacia la muerte avanza
con un amor igual a su esperanza,
y una constancia igual a su paciencia.


X

   Y ¿el doctor? Con un juicio algo tardío,
pensando un día, por su buena suerte,
que es un error tan necio como impío
el que son siempre la humedad y el frío
las anchas carreteras de la muerte,
- «¿Por qué esta niña,»- el triste se decía,
- «con cara de sonámbula risueña,
ayer y hoy por la noche y por el día,
esté despierta o duerma, siempre sueña?
¿Por qué en labios tan bellos,
sin dejar de ser puros,
ya parece que en ellos
palpitan a granel besos futuros?»-
   ¡Desdichado doctor! ¡Siendo tan diestro,
y teniendo además tanta experiencia,
no sabe que el querer es una ciencia
que todos aprendemos sin maestro;
y que, al cerrar con diligencia vana
por la noche la puerta a los amores,
entran por la ventana
enjambres de fantasmas seductores
que dispersa la luz de la mañana!


XI

   Mas cuando, al fin, con ansia verdadera
nota el doctor cuán presto
lleva a Eugenia hacia un término funesto
la casta consunción de una quimera,
ya, aunque muy tarde, a comprender alcanza
que es la niña adorable
una enferma incurable
del santo malestar de la esperanza.
¡Morir de amor! ¡Oh encantadores seres,
fuentes de bien, refugios de consuelo!
¡Los ángeles amasan en el cielo
la pasta con que se hacen las mujeres!


XII

   Así hacia un fin cercano
corría con el aire más risueño
la que en las nubes dio su blanca mano
a un cierto prometido de un ensueño.
Y entre tanto que Eugenia se moría,
nuestro doctor ¿qué hacía?
Disparatar el pobre como un loco;
por lo cual no veía
que la muerte venía poco a poco;
¿por dónde? No lo sé, pero venía.
¡Siempre fue así: yo sé por mis lecciones,
de realidad y de experiencia llenas,
que, mejor que las penas,
matan las ilusiones,
pues he visto a docenas,
o más bien, a docenas de millones
lindas cabezas rubias y morenas,
morir de apoplejía de visiones!


XIII

   Y una vez que en la faz desencajada
de Eugenia moribunda,
el candor hizo franca la mirada,
así como el amor la hizo profunda,
y cuando, ya entreabiertos, se teñían
de azul los labios rojos,
y muriendo, parece que tenían
doble vida las niñas de sus ojos,
convencido el doctor de su torpeza,
parecía, mirándola afligido,
un naufrago que saca la cabeza
desde el fondo del mar donde ha caído.


XIV

   Y cuando ya el doctor no está seguro
si es la niña a quien vela
un espíritu puro
que pronto va a volar, si ya no vuela,
a Eugenia una mañana contemplando
con la pasión más tierna,
vio que se iba en sus ojos condensando
la negra sombra de la noche eterna;
y ante ella, sus errores abjurando,
lo mismo que a la imagen de una santa,
le dio un beso en la frente de rodillas,
dos en los ojos, dos en las mejillas,
y otro y otro, hasta diez, en la garganta.
Y en el instante mismo en que, embebida,
a una cadena de ángeles asida,
Eugenia con el aire más risueño,
ya iba a seguir los sueños de su vida
a las mansiones del eterno sueño,
el doctor, tristemente,
con la voz de una tórtola que gime,
le decía a la niña, en cuya frente
dejó la muerte un estupor sublime:
- «¡Ten, por Dios! ten por Dios, ídolo mío,
quieta la mente, el corazón en calma;
no matan sólo la humedad y el frío;
¡viene también la muerte por el alma!»

 
 
FIN