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ArribaAbajoCapítulo XX


Cressâ ne careat pulcrâ dies notâ.


HORACIO                


Muy temprano, en la mañana de aquel día, tan importante para la tía Paca, apareció ésta y su familia en casa de Mariana. El tío Colás, su marido, encargado del ceremonial y demás arreglos de la fiesta, venía cargado con canastos y atados de todos tamaños. Paca, traía a la joven heroína de la fiesta, en brazos, y además en la mano que libre le quedaba, llevaba un gran envoltorio, en el cual venía su vestido de día de fiesta, los zapatos, la manta y demás prendas para su traje de gala, con el cual debía cambiar la grosera saya de picote de todos los días. Los muchachos, Periquillo, Miguel y su hermano, traían también sus muditas de ropa, muy envueltas y dobladas, en pañuelos de algodón pintado.

Así que Paca entró en la casa, empezó la faena, ocupándose desde luego Lucía en vestir a su ahijada las famosas galas; pero más era el tiempo que perdía   —150→   la madrina, admirando lo bien que la caían, que lo que adelantaba.

Entretanto, Mariana y la tía Paca, ayudaban a Colás, en compañía de los muchachos, a adornar el famoso carro, que debía, concluida la ceremonia de la iglesia, conducir a la madrina a la casa de Colás, en donde tendría lugar la colación.

Cintas rojas, banderolas amarillas, flores del campo, ramas de adelfa, sauce y retamilla, eran los adornos que ostentaba orgulloso, en aquella solemnidad, el humilde carro de acarrear los granos y provisiones de todos los días. Colás, con singular destreza, formó una especie de techumbre de ramas y flores, atadas y sujetas con lazos de colores, que daban al carro el aspecto de una gruta abierta, de variada vegetación. El piso abundaba en hojas de naranjo y de romero, que exhalaban delicioso aroma. Una vez el vehículo pronto, lo que siempre tardó más de una hora, pues los muchachos charlaban más de lo que trabajaban, Paca y Mariana se ocuparon de sí mismas, no sin que ésta investigase antes, con solicitud verdaderamente maternal, en qué podría ser útil a la bella madrina, a quien desde la víspera ella misma limpiara y arreglara prolijamente, desde la saya negra de sarga, hasta los pequeños zapatitos de color de pulga, que debía calzar en aquel día.

Cuando Mariana pasó al cuarto de Lucía, encontrola ya peinada; sus cabellos negros y lustrosos,   —151→   arreglados en trenzas, por detrás y por delante, hacían muy buen efecto. Las anchas trenzas de las sienes dibujaban perfectamente el gracioso óvalo de su rostro, y agregaban nuevo brillo al que habitualmente poseían sus rasgados ojos. Mariana ayudó a su hija a vestirse y no la abandonó, para ocuparse de sí misma, hasta que vio prendida sobre su bella cabeza, el blanco velo flotante de blanquísimo lino, que la cubría de la cabeza a los pies y parecía envolverla como una nube. Muy bella estaba Lucía, con sus chispeantes ojos negros, su aire modesto y recogido, y esa sonrisa de contento que animaba su fisonomía, por lo general melancólica y reflexiva, dejando visibles por entre los frescos y rosados labios, los dientes más bellos de toda España.

«Cuida, hija mía», dice Mariana, «no olvides ponerte el hermoso rosario de ébano y oro que te dio tu compañero. No, no lo lleves en la mano, así, al cuello». Y la diligente madre, colgole al cuello el rosario de ébano y oro, que Sebastián le había dado la víspera.

Todo era agitación y barahúnda; los muchachos se disputaban en la cocina, las prendas más nuevecitas de su modesto ajuar; todos querían llamar la atención y sobreponerse al orgulloso Miguelillo, a quien por fuerza tocaba ser el más guapo y engalanado, atendido a que él debía conducir el carro de la madrina. No poco costará al tío Colás, calmar   —152→   las desavenencias de los contendientes; pero lo que fue de un efecto magnífico, para contentarlos y hacerles olvidar su rencilla, fue la aparición de Lucía, que con los birretes encarnados que para ellos había hecho, puso fin a la contienda y cambió en alegría ruidosa y exagerada, el mal humor de los chicos.

Entretanto, la pequeña Lucía, dormía como un ángel sobre la cama de la joven madrina, con su vestido nuevo y su gorra y zarandajas, sin cuidarse de sus galas, ni agitarse por mostrarlas.

Apenas se oyó el primer repique de campanas, cuando se presentó a la puerta Sebastián, en busca de la madrina, seguido de un numeroso cortejo de jóvenes de ambos sexos, vestidos de gala.

Mariana tomó en brazos la niña y rompió la marcha; luego venía Colás y su mujer con los muchachos, en seguida los jóvenes y niñas de todas edades, en graciosa confusión, formando grupo, y por último, Lucía y Sebastián, tomados de la mano, completaban aquella alegre y vistosa procesión.

Don Nuño, que debía preceder a los padrinos, según lo había dispuesto Colás, huyendo de mezclarse con aquellos alegres compañeros, se fue desde muy temprano a la iglesia, en donde el bizarro soldado, compañero del Gran Capitán, ayudó a fray Pablo a dar la última mano a la compostura del altar mayor. Por obsequio especial a tan distinguidos padrinos, debía celebrarse allí aquel sacramento.

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El cortejo llegó a la iglesia; las campanas tocaban a todo vuelo; la pequeña capilla de Nuestra Señora del Carmen, merced al solícito cuidado de fray Pablo, iluminada a giorno, llena de flores y con sus imágenes adornadas con sus trajes de función, ofrecía lindísimo golpe de vista. Todos se arrodillaron en silencio, con excepción de los padrinos, que subieron en compañía de Mariana, hasta las gradas del altar mayor. Lucía tomó en brazos a su ahijada. Fray Pablo, revestido con su más bello sobrepelliz, dio principio a la tocante ceremonia del bautismo, que debía sacar a la inocente criatura de las tinieblas del Limbo. Una nube de incienso, ocultó poco a poco aquel piadoso grupo, a los ojos de los devotos circunstantes; las sonoras y graves notas del órgano, que tocaba un hosanna, infundieron místico recogimiento en todos los corazones. En el momento en que, los padrinos, de rodillas, sostienen ambos con un brazo a la criatura inocente, por la cual salen garantes, ofreciendo sus votos ante el Altísimo, mientras que con la mano izquierda, toman un cirio ardiendo, como símbolo de purísima fe; Mariana, no pudiendo contenerse por más tiempo, soltando el llanto, exclamó: «Miradlos, Paca, miradlos; parecen dos desposados y vuestra hija un ángel, que une para siempre sus corazones. ¡Benditos sean por los siglos de los siglos!» «Amen», respondió Paca, enternecida.

La ceremonia acabó; Mariana volvió a tomar a la   —154→   nueva catecúmena y la presentó a su padre. Colás la bendijo, diciendo: «Dios permita, que en todo seas como tu madre».

Entretanto oíanse de la parte de afuera, los gritos de vivan los padrinos.

Condujo Sebastián a Lucía hasta la puerta de la iglesia, y allí, dejándola con las demás compañeras, fuese a repartir algunas monedas de cobre a los chicuelos, que gritaban con toda la fuerza de sus pulmones: «¡Que vivan, que vivan los padrinos!

Lucía, Mariana, la tía Paca y dos vecinas más, amigas de Mariana, Montaron en el engalanado carro, y las demás personas siguieron a pie, hasta la casita de Colás, en donde debía terminar aquel día tan feliz, con la colación.

El carro conducido por Miguelillo, lo tiraban dos mulas manchegas, propiedad del tío Colás, que también ostentaban profusión de cascabeles y cintarajos de todos colores.

Fray Pablo, don Nuño y Sebastián, escoltaban a pie el gracioso carro, en donde la bella madrina, con sus mejillas animadas por el más vivo encarnado, llevaba en brazos y con especial esmero, a su ahijadita, que con sus ojazos redondos, muy abiertos, parecía, como todos; admirar a tan fresca y galana madrina.

Una vez que llegaron a la hacienda de Colás, Paca y Mariana, sin el menor reparo y como es de   —155→   costumbre en la gente humilde, se despojaron de sus lujosos atavíos, para ocuparse de los aprestos culinarios; en tanto que los jóvenes, inventando juegos de sortija y de prendas, se divertían castamente, con las modestas jóvenes.

Llegó, por fin, el momento de sentarse a la mesa, que estaba colocada debajo de un emparrado. Las viandas, por no ser excesivamente delicadas, no dejaron por eso, de ser abundantes y bien sazonadas; como que la misma Mariana, fue quien asó el capón y preparó los pichones, sin olvidar los patos rellenos, de la tía Paca, ni el vino manchego, que no se escaseaba a nadie y que alegró más de una cabeza. ¡Cuánta alegría y cordialidad! Hasta fray Pablo, hizo su brindis, en honor a los padrinos y a la nueva cristiana.

Llegó la noche, y todos los convidados, se volvieron a la ciudad alegres y satisfechos, prometiéndose recordar por luengos años tan bella fiesta.



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ArribaAbajoCapítulo XXI


Here's a heart for every fate.


BYRON                


Todos los días no lo son de fiesta; pues así como el solaz y reposo, son gratos al espíritu y al cuerpo, después de las fatigas y tareas; así también, el hombre necesita del trabajo y del estudio, para mantener cumplidamente en sí mismo, el equilibrio de las fuerzas corporales, con las fuerzas espirituales.

Sebastián volvió a su latín, al estudio de la Historia, al cual muy especialmente, se esmeraba su maestro en dirigir su mente, como el mejor medio, de ensanchar las ideas y aleccionar el corazón, con el espectáculo incesante, de las perecederas glorias mortales, a las cuales los hombres de todas las edades han sacrificado todo, sin reparo ni tregua. Volviendo también a sus ejercicios ecuestres y lecciones de esgrima, siempre con el mismo tesón y agrado, que desde el primer día mostrara.

Lucía, también emprendió nuevamente las tareas, en que diariamente ayudaba a su buena madre, a   —158→   quien pedía siempre con filial amor, dejase a su encargo el cuidado de la casa y arreglo de pequeñas costuras y labores; que aquélla, a causa de su poca vista, debía ya no afanarse por desempeñar; puesto que tenía una hija, que le amaba tanto y deseaba de alguna manera, retribuir los solícitos y tiernos cuidados, que a su infancia prestara.

Todo volvió a la rutina diaria; fray Pablo, como de costumbre tenía, no faltó a la velada, el siguiente día de la fiesta, que se pasó tan sólo en recordar, los agrados y contentamientos de la víspera.

Muy en breve y con motivo de su grande aplicación y esmero, consiguió Sebastián, ayudado, no obstante, por su maestro, hacer una pasable traducción de los dos primeros cantos de la Eneida, con que obsequió a su querida hermana.

¡Cómo pintar el inocente gozo de la buena Lucía, al ver aquel colosal trabajo, que tal a ella le parecía la modesta ofrenda, de su joven amigo! ¡Con cuánto ahínco y amor dedicose entonces la tierna joven a leer aquel famoso canto, en que el desgraciado héroe troyano, cuenta sus cuitas a la demasiado sensible Dido! Lucía, cuyo tierno corazón, sentía siempre los pesares ajenos como propios y que se afanaba y desvivía, por socorrer a cuanto infeliz veía, derramó amargas lágrimas, al relato de las melancólicas quejas y sentidas imágenes, con que el piadoso Eneas, conmoviera el corazón, de la poderosa soberana de Cartago.

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Fray Pablo, viendo cuánto gusto y delicado sentimiento mostraban ambos jóvenes, por aquellas bellas obras de la antigüedad, se complacía en dar pábulo a tan nobles aspiraciones, a la par, que se contentaba a sí mismo, con el continuo recuerdo de sus amados clásicos.

El anciano les leía de noche, gracias al profundo conocimiento, que del griego tenía, las biografías más notables e interesantes, de la colección de Plutarco; y por cierto que era como para conmover el corazón más empedernido, el interesante cuadro que la modesta familia ofrecía, en aquellas útiles veladas.

Mariana, espíritu inculto, inteligencia escasa, con su rueca siempre en movimiento, seguía atenta y silenciosa, la lectura de aquellas páginas, que contienen en tan pocas palabras, el recuerdo imperecedero, de cuanto de más grande y portentoso, vio la humanidad en los tiempos antiguos. Don Nuño, no menos atento y complacido, se agitaba de vez en cuando en su asiento, oyendo las hazañas de un Leonidas o la audacia de un Temístocles. Mientras que Lucía y Sebastián, siempre al lado uno de otro, cambiaban de continuo sus tiernas miradas, en las cuales, ora pintábase el asombro, ora el más vivo dolor. ¡Lucía, modesta flor de las playas españolas, paloma sin hiel, pura como las primeras brisas del céfiro, en noche primaveral, lloró más de una vez, con las tiernas   —160→   Sabinas y lamentó compasiva la triste suerte de la desventurada Veturia!

Así de esta manera y en tan provechosas lecturas, deslizábanse mansamente los días, sin que nadie echara de menos, riquezas y abundancia, de otros poseídas, que suelen ser ocasión, más bien de afán, que de ventura.

Los días festivos, después de la misa, va Lucía, con Sebastián y don Nuño, a visitar a la ahijada que ya empieza a conocerles y distingue sus voces y les tiende sus manecitas. Y la madrina, no se cansa de repetir, que es bonita y entendida y que pronto hablará y dirá maravillas.

Como llevamos dicho, y con muy pequeñas alteraciones, tales como que la traducción se acabó; no sin que fray Pablo, sensato y precavido, robara algunos párrafos al bellísimo cuarto libro; y que Lucía estaba cada vez más bella y Mariana más achacosa. Pasose un año, durante el cual, Sebastián, escribía siempre a su amada madre, dándole noticias muy detalladas, sobre sus adelantos y estudios; y además, pintándole la vida, que allí llevaba, como la más grata y útil a su corazón, sin que ni uno ni otro, hablase jamás, de su vuelta a, la casa materna.



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ArribaAbajoCapítulo XXII

Un día, que Sebastián había salido con don Nuño, a dar el paseo que tenían de costumbre y durante el cual, hacían los ejercicios necesarios, al perfeccionamiento en el uso de las armas, que el joven manejaba ya muy a gusto y satisfacción de su maestro; recibió fray Pablo, una carta de Valladolid, en la cual le anunciaban, que su hermana estaba gravemente enferma y deseosa de ver a su hijo, cuanto antes.

Alarmado con tan terrible anuncio, fuese al punto el buen anciano a casa de Mariana, a consultarla sobre el modo de dar aquella noticia al infeliz mancebo, que tan distante estaba, de pensar en la desgracia que le amenazaba. Lucía, no bien oyó la lectura de aquella carta portadora de tan ingrata nueva, dijo a fray Pablo, conteniendo las lágrimas: «Yo hallaré medio de decírselo, sin afligirle demasiado. ¡Ay, pobre madre! ¡Es preciso que él la vea antes de morir! Si la distancia no fuera tanta, iríamos, madre, iríamos, ¿no es cierto?». «Bien veo que ni es   —162→   posible tampoco, que yo le acompañe», agregó fray Pablo, «necesítase ir muy a prisa, y desgraciadamente aún me resiento del último viaje».

«Nada temáis, mi buen padrino», díjole la prudente doncella, «mi padre no le dejará ir solo, estoy segura de ello; pero aquí están ya; yo le hablaré, iré con él fuera. ¡Pobre hermano, tan bueno, tan sensible!»

En ese momento, Sebastián y don Nuño entraron en la habitación; la joven hizo a su hermano una pequeña seña y ambos salieron, tomados de la mano.

Una vez fuera, viendo Sebastián que Lucía callaba le dijo con tono ceremonioso: «¡Qué me queréis, misteriosa dama, que así tan de repente me lleváis, no sé a donde! ¡Ah! pero con vos fuera yo hasta el fin del mundo», y le besó respetuosamente la mano.

Ella guardó silencio y cuando estuvieron cerca de la iglesia, viendo, que el impaciente joven, insistía por saber si quería confesarse con él, le dijo suavemente:

«No, hermano mío, no vengo a que me confeséis; vengo a daros un consejo solamente».

«Habla, pues, oráculo mío».

«Dime, Sebastián; ¿te acuerdas siempre de tu madre, que te quiere tanto y a quien hace más de un año, que no ves? Respóndeme la verdad, te lo pido, hermano mío».

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«Sí», replicó el joven, «aunque no acierto a dónde vas a parar, con tu aire grave y tus misteriosas preguntas. Sabe que me acuerdo y mucho; aunque nunca te lo he dicho, más de una vez, me he echado en cara, el haberme encantado de tal manera, en esta bendita ciudad, que ni siquiera pienso, en que algún día será forzoso que me marche y me separe de mi tío y de don Nuño».

«Y de mí, ingrato», agregó Lucía, con acento conmovido; «¡de mí, que soy tu hermana que te quiero tanto!...» En seguida, tomándole las dos manos, agregó con acento suave y fijando en él sus bellos ojos: «Es necesario que te pongas en marcha, mañana mismo; tu madre se queja ya de tu ausencia, prolongada por tanto tiempo; ¡pobre madre!; tiene razón, tú la olvidas, la olvidamos, Sebastián!».

«¿Mañana?», exclamó el joven, «no; ¿a qué tanta prisa? más bien...»

«No; mañana mismo partirás, amigo mío; mi padre te acompañará. La buena señora, escribe a fray Pablo, quejosa y resentida; ¡ya ves que a su edad y tan sola, separada de ti, que eres lo único que le queda, bien poco exige de ti, que tanto le cuestas!»

«¡Ah! Lucía, eres un ángel», exclamó el joven, besándola en la frente; «partiré mañana mismo; ¡pobre madre! ¡Tienes el poder de leer mejor que yo mismo, en mi corazón y de hacer de mí, que nada valgo, lo que nunca sería sin ti, hermana de mi alma!»

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Poco después, los dos jóvenes entraron de nuevo en la habitación; Lucía habló la primera, y dijo a fray Pablo: «Sebastián, a fuer de buen hijo, comprende que su buena madre tiene razón, en quejarse de su ausencia y está decidido a marcharse lo más pronto posible».

«Sí», agregó el joven con vehemencia; «mañana mismo salgo, con vuestro permiso, tío. Madre mía, muy enfadada debe estar, pues no me escribe; yo haré que me perdone, le contaré cómo lo he pasado aquí con vosotros, que me habéis mimado tanto y me habéis hecho creer, que no me había separado de su lado. Cuánto agradecerá lo que por mí habéis hecho; a mi vuelta, ya lo sabréis, quizá ella misma consienta en seguirme. ¡Oh! ¡qué dicha tan grande! ¡Todos reunidos!, confío en mi ascendiente; ¡vendrá conmigo, vendrá!»

Don Nuño, ofreció a Sebastián, acompañarle en su excursión; y de común acuerdo, decidieron salir el día siguiente de madrugada.

Mariana y Lucía se ocuparon esa misma noche, de arreglar la pequeña provisión de ropa, que debían llevar los viajeros, y en seguida se separaron tristes y pesarosos, unos y otros, con la idea de la próxima despedida.



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ArribaAbajoCapítulo XXIII


Est-ce ton âme ou la mienne qui s'en va?


HUGO                


Más de dos horas ha, que partió Sebastián. Lucía, inmóvil aún, en el mismo sitio en que por última vez su hermano querido, la estrechara contra su corazón, sigue con anublados ojos, el sendero por el cual se alejó el joven, no sin volver más de una vez la cabeza, para divisar a su abatida Lucía, que casi sin derramar una lágrima, viérale partir. Aún le parece oír las pisadas del caballo que se aleja. No es ilusión, se levanta inquieta y sobresaltada. ¿Será que Sebastián vuelve, a abrazarla por última vez? Mas, ¡ay! fueron tan sólo los latidos de su pobre corazón, lo que causara su engaño. Así, cuando estamos seguros y cruelmente convencidos de que se fue sin remedio, aquel que al alejarse, se llevó consigo una parte de nuestra vida, amargamente nos complacemos, a despecho de las sugestiones de la razón, en figurarnos, al más leve soplo del viento, que aparece nuevamente a nuestras miradas, aquel que lejos, muy lejos ya, se   —166→   aleja también, con el corazón destrozado. Y, sin embargo, feliz mil veces el que se ausenta y ve a cada instante sucederse, cambiarse las personas, los objetos. La incesante marcha, el continuo movimiento, la misma necesidad de velar su pena, a los ojos indiferentes, todo, todo contribuye a mitigar la fiebre del corazón, adormeciéndole casi a su pesar. Pero el infeliz que se queda, solo y desamparado, en los lugares, hace tan poco risueños, animados, por la presencia del objeto amado, halla a cada paso nuevo alimento a su amargura, en la flor que él amaba, en el libro preferido, en la melodía que juntos entonaron, cuando felices y confiados, se dejaban mecer blandamente, por las horas amigas que pasaron. Lucía, virgen de corazón enamorado, aquel amor que es hoy su más cruel tormento, fuera hasta entonces, su delicia, su encanto. Ama Lucía; y ama con pasión; la ausencia ha venido a revelarle, cuánto era para su alma aquel hermano, tan necesario, indispensable ya, a su felicidad. En vano busca la herida tórtola, alivio a su duelo, en aquellas amables ocupaciones, tan gratas antes. Los libros, aquellos libros, que todos los días leían juntos, sentados uno al lado del otro, con las manos confundidas, con los ojos fijos en la misma palabra, en la misma letra, no puede ya Lucía, leerlos; sola, no ve, no entiende: fáltale su alma, su luz, su vida.

Fray Pablo, cuyo corazón no latiera jamás por los   —167→   amores de la tierra, cuya alma reconcentrada siempre, embebida en los tesoros del amor divino, pura y sin mancha, atravesó las tempestades de la carne y del mundo; comprendió, sin embargo, al ver aquella agitación, aquel desasosiego en su pobre Lucía, que Sebastián era amado por la sensible niña, con el ardor de amante y no con el tibio fuego, del cariño fraternal. Quiso consolarla, llamola a su lado, hablole de Sebastián, pintole con tierna solicitud la satisfacción que es para un corazón verdaderamente puro y cristiano, cumplir con los deberes que la naturaleza nos ha impuesto. «¡Pobre su madre!» dice; «¡acaso ha muerto ya, sin estrechar contra su pecho, sin bendecir al hijo amado, al hijo de sus entrañas! Llora, hija mía; llora, sí, Lucía; llora por esa pobre alma tan combatida por la mala suerte. Perdió a su joven esposo, cuando sólo hacía un año a que estaban casados; perdiolo, Lucía, no como nosotros perdemos hoy momentáneamente a nuestro Sebastián; sino por la muerte, que no devuelve jamás lo que arrebata. Hija mía, tú gimes, te agitas, sufres y crees que el tormento que hoy padeces no es comparable con ninguno. ¡Ay! tú no has visto morir, tú no conoces el tormento de ver cerrarse para siempre, para no abrirse jamás, los ojos tan bellos, tan amantes, que al cerrarse ya turbios y sin brillo, se vuelven todavía cariñosos, como buscando nueva vida en los nuestros. Tú no sabes; y guárdete el Señor de saberlo, por   —168→   mucho tiempo; qué siente el corazón, cuando, impotente y débil, comprende que todo el dolor, el tremendo dolor de la madre que ve espirar a su hijo; el martirio de la amante, que pierde en hora funesta al que ama; ni todos los dolores juntos y condensados de la humanidad, pueden en lo más mínimo, alterar la tremenda sentencia de la muerte. Llora, hija mía, llora por las madres que perdieron y perderán al hijo amado. Llora, como María lloraba al pie de la cruz; llora la pena de la esposa, del amigo; y llora por ti misma, que te verás más de una vez, combatida por las tempestades de la vida; llora, que el llanto es grato y dulce, al que sufrió y murió por amor. Alza tus ojos al Cielo, pidiendo misericordia para los que lloran sobre las tumbas. Ruega, hija mía, levanta el corazón al Padre común, dispensador de dichas y amarguras, pídele que el hijo que corre en busca de su madre, llegue a tiempo para recibir su bendición. Y espera, hija mía, confía; él te volverá a Sebastián y premiará con justa mano tus virtudes y tu candor».

La sencilla joven, escuchó atenta los consejos de fray Pablo; mucho bien hicieron a su corazón las palabras del anciano; calmose su dolor, cesó su llanto: los días y las tristes noches, estamparon, sin embargo, en sus mejillas, una palidez, que nunca, ni la felicidad ni el amor, fueron bastantes a disipar.

Pasábase horas y horas, con los ojos fijos en aquel   —169→   sendero, por el cual se alejó el hermano, que la ausencia cambiara en amante. Notose desde entonces, un aumento de fervor en sus devotas prácticas, y más de una vez, Mariana, dulcemente la riñera, por aquel exceso de devoción, que acabaría, según el decir de la buena anciana, por alterar su salud.

Confesábase Lucía con fray Pablo; acusose la modesta joven, con su santo padre espiritual, de la incesante preocupación de su alma, pidiéndole le diese el medio de combatirla, si acaso eran contrarios o los preceptos que debía observar, una virgen cristiana.

Pero fray Pablo, comprendiendo la misión santa del sacerdote cristiano, que antes que propender al aislamiento de las almas, debe, según la divina ley de amor, del que murió por un amor sin ejemplo, estrechar más y más los amorosos vínculos, que forman la armonía y la base de la sociedad, le contestó con acento inspirado:

«Hija mía, nada temas, escucha, atiende la voz que de tu corazón nace. Le amas, hija mía, le amas como Raquel amó a Jacob, le amas como ama el querubín allá en los Cielos, la luz divina, que brota, crece y se esparce, envolviendo en su aureola, a los espíritus celestes que se nutren con su esencia. Ámale sin temor, confíale sin reparo tu joven corazón, que es digno de poseerle; y así unidos y amantes, puros y castos, el Señor se complacerá benigno en bendeciros».

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Cuán dichosa Lucía, desde ese instante, soporta resignada el peso de aquella ausencia; entrégase sin embozo al libre campo de sus amorosos ensueños; segura de que ama y que su amor es santo, da rienda suelta a su creciente amor. Ama y espera.



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ArribaAbajoCapítulo XXIV


L'ombre en mon coeur s'est épanchée.


HUGO                


A medida que Sebastián se aleja de los lugares en que encontró su alma tan nuevas como gratas atracciones, se siente agitado por una impaciencia extraña, que le hace hallar por demás larga, la distancia, que aún le falta que salvar, para llegar a Valladolid.

No puede darse cuenta de la vaga aprensión que, de repente, se insinúa en su alma. Y aunque don Nuño, hasta entonces, nada le ha dicho, que pueda alarmarle, sin embargo, experimenta ese malestar indefinible, que se siente, en vísperas de sufrir un fuerte choque. Así como al acercarse la tempestad, y cuando todavía el sol brilla en el cielo, vense pasar ciertas nubes opacas, que oscurecen momentáneamente su faz, hasta que llegado el fatal momento, le ocultan enteramente, deshaciéndose luego en lluvia; así parece, que el corazón sintiera, de antemano,   —172→   como una serie de nubes pesadas y oscuras, que le oprimen y atormentan, hasta el instante en que estalla y se dilata por el esfuerzo del sufrir y que el llanto disipa las nubes, que dejaron allí su forma impresa, como en blanda cera.

No puede explicarse Sebastián, ahora que distante recuerda y como distracción a su tormento, hasta el más insignificante detalle de su despedida, qué es lo que siente, cuando ve a su hermana, a quien tanto ama, insensible y fría, decirle adiós, sin que a sus ojos bellos asome una lágrima. ¿Por qué se agolpan a su imaginación tales ideas? ¿Por qué fuera Lucía la única persona, que le habló de tal viaje? ¿Qué extraña sospecha cruza por su mente? Aún no tiene forma fija, no le da nombre y, sin embargo, ya le atosiga, le mata; apenas se ha separado, de lo que fue hasta entonces para su alma la imagen más pura y bella; aún siente en su pecho el delicado perfume que allí dejaron los cabellos de la joven, y ya duda y la acusa, y en su creciente agitación, a medida que la luz disminuye en su corazón, más negros son sus pensamientos y extrañas sus sospechas. ¿Qué es lo que ha podido decidir tan repentinamente aquella partida? «Torpe anduve», dice para sí, «en dar fe a tan extraño cuento. Mi madre me lo hubiera escrito; ¡me ha engañado!» Y el insensato, huyendo de una idea, que hasta entonces le persiguiera cruel, se complace imprudente en buscar un   —173→   mal que no existe, despreciando el que tan de cerca le amenaza.

¡Débil corazón humano! El más bueno, el mejor, el más tierno y delicado, no escapará jamás a su fatal destino; insensato e injusto a la menor alteración, al más ligero embate de la suerte, al más leve soplo de contrario viento, se desconoce, se cambia, se torna de dulce y placentero, en airado y odioso. ¡Triste destino el nuestro! ¡Oh! fuéramos siempre amigos apacibles, tiernos, si fuéramos siempre dichosos. Nada hay que tuerza las libras de nuestro corazón, como las penas. Corazones hay que, a haber sido menos combatidos, hubieran sido un ejemplo de moderación y dulzura.

Sebastián, ingrato y desconocedor, olvida ya las prendas tan conocidas y apreciadas por él mismo, de aquella a quien maltrata con torpe sospecha. Hombre, en fin, y cruel. Cuánto más grato a su corazón, no fuera, presenciar el tormento que interiormente desgarraba a la infeliz doncella; ¡y abatida, y sin color, deshecha en llanto, verla desesperarse, oponerse a su partida, pidiéndole faltase al más sagrado de les deberes! Sebastián es infeliz, Sebastián tiene fiebre; no puede, efecto de lo muy desgarrado que está su corazón, por lo que sufre, y lo que teme, apreciar la sublime abnegación de la enamorada joven, que suplica, intercede, por la madre, ocultando, bebiendo su llanto, por temor de abatir   —174→   a aquel que necesita de todo su valor para alejarse.

Lucía no es injusta como Sebastián, ella sabe comprender, que esa partida, ha de destrozar también el alma de su hermano; nadie se lo dice; nadie le enseñó a amar tampoco; nadie, sino su propio corazón, le inspirara entregarse confiada y desarmada a aquel amor. Pero esa, es la superioridad infinita, de la mujer sobre el hombre; la mujer no se engaña jamás, en cuestiones de corazón, que son las únicas de su vida, mientras que el hombre es ciego las más veces y necesita, que, la mujer le inicie, le conduzca, le lleve, le arrebate, casi a pesar suyo, a las tinieblas en que se halla sepultado su corazón, para darle en cambio, luz, vida, armonía, amor.



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ArribaAbajoCapítulo XXV


Et moi, seul avec Marthe, en ce morne séjour,
J'allais, je revenais, du jardin à la cour.


LAMARTINE                


A medida que se acercaban a Valladolid, notando don Nuño el incesante malestar de su joven compañero, creyó oportuno prepararle, por medio de algunas palabras preventivas, para el golpe que iba a sufrir, dejándole comprender, con mañosa delicadeza, que su madre, a la sazón se hallaba algo enferma, y que de consiguiente, era necesario se compusiese un semblante sereno, para no agitar ni mortificar con su dolor a la pobre enferma. Insistiendo con tesón, sobre lo necesario e indispensable que es, para los corazones, saber sobreponerse con valor las luchas y golpes que la suerte les prepara. Y que siempre, el hombre superior y cristiano, debe inclinarse resignado y obediente, ante las leyes del Altísimo. Pues así como es grande y digno, luchar con la fortuna y   —176→   disputarle palmo a palmo sus favores, no es menos grande, ni digno de encomio, ver al fuerte y poderoso, acatar debidamente el poder, que no puede ni debe contrarrestar.

En ésta y otras pláticas análogas, empleara don Nuño, el resto del camino; y el joven que comprendía cumplidamente su intención y buen deseo, le escuchaba sin replicar, sumido en profundo silencio.

Llegaron por fin a la ciudad: don Nuño insistió en apearse en una posada, que había a la entrada, sin poder conseguir que su compañero se detuviese un momento a reposar; siendo tanta su ansiedad, que después de darle muy a prisa las señas de su casa, se alejó de galope y sin escuchar siquiera sus últimas palabras.

Cuando Sebastián llegó a casa de su madre, sintió oprimírsele más y más el corazón. Las ventanas que sobre la calle daban, estaban completamente cerradas, a pesar de hacer el más bello día de verano. El exterior de aquella casa tenía algo de serio, de triste, que en ningún momento produjera tan cruel impresión en el ánimo del joven. La puerta de calle estaba apenas entreabierta; y en el interior, parecía reinar profundo silencio. Bajose lentamente de su caballo, que, regocijado al reconocer la casa donde se había criado, relinchaba y golpeaba el suelo como para anunciar la llegada de su joven amo. Nadie, sin embargo, parecía oír los conocidos   —177→   relinchos de Zadir: las ventanas permanecían siempre cerradas.

Las flores del patio, que eran el encanto de su madre, violas Sebastián, no bien entrara, marchitadas, con los inclinados tallos y descoloridas hojas, como imagen de desolación y abandono. En seguida, atravesando el vasto patio, llegó a la habitación favorita de su madre, la halló desierta y con esa fría e inmóvil rigidez, que se imprime en los objetos, cuando han pasado días enteros, sin que una mano amiga, acerque una silla, descorra una cortina, altere la simétrica colocación de un libro, de un florero, o esparza descuidadamente, sobre la mesa de la labor, los objetos que diariamente usa, y que son la imagen de sus gustos, de sus pensamientos, de su vida íntima. Todo era silencio y frío, en aquella habitación, en donde el hijo había recibido los últimos besos y la bendición de su pobre madre. Inmóvil y aterrado, no se atreve a pasar adelante, como si temiese que algún horrible espectáculo se ofreciera ante sus ojos; y, sin embargo, aquella ansiedad es espantosa. El dormitorio, que seguía, conservaba ese mismo sello de inmovilidad y de falta de vida; que se ve tan claramente marcado en los cuartos no habitados, y que parecen perder con la ausencia de aquel, que les daba vida, toda relación y armonía con los vivientes; como si un lugar en donde el silencio y la soledad reinan exclusivamente, fuera desde entonces, mansión   —178→   inadecuada, para los que viven, para los que sienten, para los que aman.

Las cortinas del lecho, caídas por todos lados, ocultaban el interior: algo de sepulcral y espantoso, parecía agitarse al rededor de aquel lecho. El mismo silencio, la misma soledad; pero aún más desgarradora, más fuerte, helaban la sangre del corazón, en aquel frío aposento.

Sebastián, con los ojos fijos en el cubierto lecho, con la frente inundada de sudor, con pie vacilante, y sin atreverse a descorrer aquellas cortinas, que su corazón le decía, no velaban ya, sino la huella que allí dejara el cuerpo de su madre, sentía que su razón vacilaba, y no podía moverse de aquel sitio de horror. Haciendo, sin embargo, un esfuerzo supremo, se alejó del lecho, horrorizado; y huyendo, con pueril espanto del desierto aposento, echó a correr hacia el interior de la casa, gritando: «¡Justina! ¡Justina! ¡Pedro!»

A sus gritos, salió de la cocina la antigua criada de la difunta señora de Hurtado, que, viendo a Sebastián, y reconociéndole al punto, a pesar de la grande alteración de sus facciones, le dijo, estrechándole entre sus brazos: «¡Cómo! ¿Por ahí habéis entrado? Necia de mí; dejé abiertas las puertas».

El joven, no pudiendo resistir por más tiempo a las crueles emociones porque acababa de pasar, se desmayó en brazos de Justina.

  —179→  

Inquieto don Nuño, por saber el resultado de aquel melancólico drama, así que hubo dejado su caballo en lugar seguro, se dirigió en busca de la casa de Sebastián, costándole, no poco, el encontrarla, pues aunque sabía el nombre de la calle, éste era el único dato que tenía; y a no ser por el pobre Zadir, que agobiado y cabizbajo, tascaba el freno frente a la casa, en donde nadie se acordaba de él, hubiera tardado mucho más en dar con su amigo. Cuando llegó, Sebastián vuelto de su desmayo, gracias a los cuidados de Justina y de Pedro, dormía tranquilamente.

Viendo don Nuño que el pobre joven reposaba, gracias al cansancio del viaje, y a la misma intensidad del sufrimiento, que completamente abatiera sus fuerzas, se sentó a la cabecera de su cama, para que fuese su cara amiga, la que éste viera, al despertar, rogando en seguida a Justina, le contara cuanto había acontecido, no sin indicar antes a Pedro, fuese a desembargar de la montura y a dar de beber, al olvidado Zadir.

Corrió solícito Pedro a ocuparse del caballo, y cuando llegó a él, le abrazó con gran cariño, diciéndole: «Perdóname, mi querido Zadir, porque nuestro pobre amo ha sido causa de que me olvidase de ti; no te aflijas, te daré una buena ración de avena y yerba fresca. El inteligente animal, como si entendiese la disculpa de Pedro, relinchó   —180→   por dos veces, y siguió dócil al buen hombre, haciendo resonar sus huecas pisadas en el patio, y despertando los ecos dormidos por tantos días, en aquella triste mansión.



  —181→  

ArribaAbajoCapítulo XXVI


Dícesme, Nuño, ¿que en la Corte quieres
Introducir tus hijos, persuadido
A que así te lo manda el ser quien eres?


ARGENSOLA                


Don Nuño, que seguramente, no era la persona más adecuada para distraer a un joven y divertirle con variadas ocurrencias, fue, sin embargo, quien tuvo que tomar sobre sí, la difícil tarea de consolar a Sebastián. Lo que más afligía a éste, era la idea de no haber podido abrazar a su madre antes de morir, y que aquélla hubiese muerto descontenta de su hijo, y acusándole quizá de ingratitud. En vano le hacía presente don Nuño que aquello del resentimiento de su madre, fuera tan sólo un pretexto, de que la discreta doncella se sirviera, como un medio de alejarle de Murcia, sin alarmarle demasiado y a destiempo.

Todo era en vano; Sebastián, sintiéndose culpable, de haber en aquellos últimos tiempos, descuidado el afecto de su madre, se pasaba los días tristemente, sin querer salir de casa, dando alarma justamente   —182→   a don Nuño, pues la falta de ejercicio y su constante preocupación, en poco tiempo, habían alterado visiblemente su robusta constitución. Bien hubiera querido el de Lara volverse inmediatamente a Murcia, comprendiendo, por lo mucho que sabía amaba Sebastián a su hermana, y además, por ser ese el tema de conversación, que únicamente tenía el poder de distraerle de sus negros pensamientos; que allí, rodeado del encanto, que ejercía sobre cuantos la veían, y muy especialmente sobre él la bella Lucía, muy en breve volvería a su espíritu la calma, de que tanta necesidad tenía.

No era posible, sin embargo, a pesar de los deseos del mismo Sebastián, alejarse tan pronto de Valladolid. Muerta su madre, que había sido única y exclusiva tutora y curadora de los bienes de su lujo, los cuales juntamente con los que a ella pertenecían, formaban una herencia considerable, era de necesidad ocuparse, de nombrarle un curador, que durante su menor edad administrara los bienes con provecho y honradez. De buena gana, Sebastián, que como joven, tenía muy en poco los bienes de fortuna, considerándolos innecesarios, hubiera abandonado todo al cuidado y buen desempeño de don Buenaventura Aldarrias, afamado letrado, que a más de ser honrado y, entendido en la materia, profesaba desde muy atrás, singular afecto y particular amistad, a la familia de Hurtado. Pero, el caso era que   —183→   don Buenaventura, por lo mucho que por el joven se interesaba, o sea, por el grande apego que los leguleyos tienen a sus fórmulas y eternas tramitaciones, se oponía a ello con calor, amenazando al joven, con que se quedaría en la calle y perdería todo, si juiciosamente no observaba sus graves y prudentes consejos, permaneciendo en Valladolid, hasta el definitivo arreglo de sus asuntos.

A no ser por don Nuño, Sebastián, que impaciente por demás, no quería ocuparse de nada, sino volar a Murcia cerca de Lucía, los consejos del buen Aldarrias, no hubieran sido ni escuchados.

Conviniéndose muy a guisa de éste, que don Nuño sería el tutor pro forma, según gravemente decía don Buenaventura, pues tenía que, con semejante tutor, el pupilo, hiciera siempre lo que mejor cuadrara a su inquieto natural. En seguida, él, don Buenaventura Aldarrias y Rohela, fue nombrado, ante jueces, escribanos y ministriles de todas categorías, y según lo establecen y requieren las leyes, curador de los bienes del menor don Sebastián de Hurtado, hijodalgo de nacimiento y fiel vasallo de los reyes de España.

Acontecía precisamente por aquella época, a mediados del año 1518, que Valladolid estaba agitado como nunca, y conmovido por la expectación de los importantes acontecimientos, que en breve debían allí desarrollarse. Las Cortes, iban por vez primera,   —184→   a ser abiertas por el nuevo rey Carlos, lo cual, vista la efervescencia popular, las disensiones intestinas, que agitaban el reino y la circunstancia especial, de hallarse aún en vida, la desgraciada reina doña Juana la Loca, contribuía a complicar muy gravemente los sucesos y conmover los espíritus.

De todos lados del reino, afluía gran cantidad de gente; nobles y plebeyos acudían, movidos unos y otros, por el atractivo de las fiestas, que tendrían allí lugar, para celebrar al nuevo monarca, que en todas partes había sido recibido con vivo entusiasmo y señaladas muestras de simpatía; y también, por saber a qué atenerse; pues, a pesar de que su señoría don Carlos, usaba ya el título de rey de España, ni las Cortes de Aragón, ni las de Castilla habían decidido aún, la ardua cuestión de los derechos de la reina Juana, tan amada de los Españoles.

De día en día, aumentaba visiblemente la población, llenábanse los mesones, y apenas bastaban para dar alojamiento a la inmensa cantidad de gentes que por momentos llegaba.

Don Nuño, enemigo de fiestas y grandes reuniones, bien hubiera querido alejarse; pero don Buenaventura le había juiciosamente advertido de cuánto provecho podría ser, para su joven pupilo, el espectáculo grandioso y para él nunca visto, del séquito de nobles caballeros, que acompañaban al rey y que debían seguirle después a Alemania, a tomar parte   —185→   en la guerra, que infaliblemente tendría lugar, entre los pretendientes al trono imperial.

«Amigo mío», decía don Buenaventura con ardor; «¿pensáis acaso, que pueda yo avenirme a ver al ilustre descendiente de los Hurtado, consumir sus mejores años en la inacción y abandono más completos? Vos mismo, me habéis hablado de sus buenas disposiciones, para el duro arte de la guerra; ya lo creo, ¡ni cómo pudiera ser de otra manera, si sus abuelos fueron todos nobles como quien más y bravos como leones!»

«Entonces», replicó don Nuño, «os aseguro que Sebastián, no hace sitio continuar dignamente, las bellas prendas de sus mayores, pues es caballero por los cuatro costados; y si bien no tuve nunca ocasión de juzgar de su coraje, creo, no obstante, no engañarme, creyéndole valiente y digno del nombre que lleva».

«¡Que me place, caballero, por las llagas del Señor! Y creís entonces, que habré de consentir en que os lo llevéis a Murcia y le enterréis vivo, y pase su vida estudiando esos latinejos, que si no ha de ser letrado o fraile, pese a mí, de poco o nada han de servirle. ¡Voto va! Yo nada tengo de belicoso, pues a Dios gracias, mis señores padres, desde mi más tierna edad, me hicieron volver la vista a más serias y templadas miras. Pero eso no quita, que yo conozca, que por estos tiempos, que son tiempos guerreros,   —186→   más se alcanza con mandobles, que con retóricas. Vos mismo, don Nuño, habéis sido soldado; y por cierto que a nadie podréis envidiar ni bríos, ni hazañas; ¿quién mejor que vos podrá comprender cuánto llevo dicho? Vamos, hablad a Sebastián, animadle, a que se pliegue a esta brillante nobleza, que rodea al rey nuestro señor (que será en breve, confío, mediante el amparo de Aquél, que espero alumbre con la luz de su ciencia los turbios ojos de nuestros diputados). Pero esto no hace al caso. Habladle vos, que le conocéis mejor, aseguradle que no le faltarán protectores, que le animen y levanten a los más encumbrados puestos. ¡Por vida de Cicerón! que me ocurre una idea. ¿Y si vos le acompañaseis? ¡Vaya que para el lebrel acostumbrado a cazar en campos ásperos y quebrados, no habrá de ser ésta ocasión de quedarse atrás!»

«En verdad, señor Aldarrias», respondió don Nuño, «que un día amé las lides, las armas; pero hoy ya me veis, desencantado, viejo».

«Vaya, vaya, no lo hagáis por vos, hacedlo por él, por vuestra hija adoptiva, pues si mal no pienso, creo que Sebastián tiene a la chica, singular afición, y no creo, conociéndoos, penséis en casarlos, así como quien dice, recién salidos del vientre de su madre; ¡ea!, mi bravo don Nuño, pensadlo bien, o mejor, no lo penséis, consultad vuestro corazón, y seguro estoy de ganar mi causa. ¡Pobre muchacho, sin familia,   —187→   sin padre! Mirad si no fuese que yo no sé ni tenerme sobre una mula, ni aun disparar un mosquete, así como me veis, con mis sesenta y pico y mis piernas corvas y mi vientre, y qué sé yo... me teníais muy luego en marcha con Sebastián y toda esa briosa nobleza, en busca de aventuras y riesgos y gloria. ¡Ah! ¡ah! ¡qué bonita figura no haría ¡ah! ¡ah!» Y el buen letrado reía a mandíbulas batientes.

Sebastián, que entraba en ese momento, dijo: «¿Qué tenéis, señor don Buenaventura, que así os reís? Decidme qué es lo que tanto os divierte y quizá me haréis un servicio, pues me hallo hoy de muy mal talante».

«No podéis llegar en mejor coyuntura, querido Sebastián»; contestó don Buenaventura, «porque, lo que en este momento hacía mi diversión, era el pensar, cuán bella figura haría yo, montado en un soberbio bridón, en compañía vuestra, (no os asombre) si mañana consintieseis, porque a juzgar por el general entusiasmo y por los aprestos que los nobles hacen, supongo que a vos, mi joven amigo, no había de desagradaros, a pesar de todo el ir mañana mismo en compañía de las autoridades, al encuentro del rey. ¿Qué os parece? ¿Estáis dispuesto a que os presente al marqués de Luca, para que os lleve en su séquito? Ved que don Nuño, creo que... vamos, hablad (que por algo hemos de empezar)».

«¿Será posible», exclamó Sebastián, de buen   —188→   humor, «acaso me sería fácil obtener entrada, en esa famosa cabalgata, en la que diz, irán tantas personas de distinción? Hace poco, Pedro me decía, haber oído contar, que nuestro pariente el joven Ávalos, era uno de los que más aprestos hacía; y que había comprado una jaca andaluza y que se estrenaría un traje completo de brocatela; y qué sé yo cuanta tontería de este jaez; pues, como sabéis, cuando Pedro la emprende por ese lado, no tiene cuándo acabar. A decir verdad, ya que de ello me habláis, os diré, me sería muy agradable poder, a mi turno, presentarme con esos soberbios nobles, como tengo derecho a hacerlo; y supongo, mi querido tutor, no habrán de ser nuestros dos potros, de los últimos; y tal digo, contando con vuestra compañía. Ciertamente ¿quién con mejor derecho que vos? ¡Buena idea habéis tenido, por cierto, señor licenciado! Creo que hoy es uno de los días menos tristes que he pasado, después de la muerte de mi madre; ¡pobre madre! que tanto amaba a su soberana y bendita reina. ¡Cuánto se alegraría de verme mañana, salir a recibir al nieto de su amada Isabel! ¡Que me place tan grata ocurrencia!»

Entretanto, don Nuño y don Buenaventura, muy satisfechos, viendo el uno lo acertado de sus miras y el otro, cuánto agradaron al joven, se miraban en silencio, esperando a que Sebastián explayase todo su entusiasmo.

  —189→  

«¡Ay!», agregaba, «cuando Lucía sepa, cuando la diga, cómo yo, su hermano, confundido entre grandes de España y nobles infanzones, precedido de trompetas, banderas y músicas; y Mariana, que no se cansará de preguntar: ¿Qué vestido llevaba el rey? ¿De qué color tiene los ojos? ¿Se parece a su abuela? Y yo, que todo vi, a todo contesto, de todo doy razón: quiénes acompañaban más de cerca al soberano; cuáles fueron sus palabras; y les hablo de las galas y atavíos y nada olvido por contentarlas, y Lucía que querrá la enseñe mi traje. A propósito, amigos míos, es fuerza, pensar en todo lo necesario y procurárselo cuanto antes; mañana de madrugada salen los magistrados, es ya más de mediodía, ¡y como yo no cuento sino con el caballo, no sé qué hacer!»

Don Buenaventura respondió que él se encargaba de todo, pues, gracias a su parentesco con la mujer del corregidor, conseguiría todo lo necesario y que sólo deseaba que ni él ni don Nuño, variasen de parecer.

«Nada temáis, mi querido Aldarrias, os doy mi palabra de caballero y cuento que don Nuño...»

«Podéis también contar con la mía»; agregó el de Lara, no pudiendo ya resistir, visto el entusiasmo de Sebastián.



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ArribaAbajoCapítulo XXVII4


Espléndida cabalgata,
Caballeresco tropel.


ZORRILLA                


Llegó por fin el tan deseado día. Sebastián y don Nuño, que la misma tarde en que tuvieron la conversación con que concluye el anterior capítulo, fueron presentados por don Buenaventura al corregidor, pariente suyo, como ya llevamos dicho, por la mujer de aquél; obtuvieron fácilmente, gracias a la influencia del letrado y a la buena fama de don Nuño de Lara, un lugar preferente, como convenía a los servicios del uno y a la noble cuna del otro.

El espectáculo, que presentó la entrada del rey a los habitantes de Valladolid, quedó por luengos años grabado en su memoria, sirviendo siempre de tema a aquellos celosos Castellanos, su boato y magnificencia, cuando querían mentar los pasados días de fiestas y regias pompas, que en un tiempo distinguieron aquella noble ciudad.

El cortejo real, compuesto de cuanto más noble y   —192→   apuesto poseían ambas Españas, atravesó la calle principal, hasta el lugar en donde debían abrirse las Cortes, en el orden siguiente:

Después de los músicos y de los maceros de la villa, de sus alguaciles y de sus síndicos, cuya marcha cerraba el señor corregidor, respetable personaje, que parecía poseído de un fuego interior que coloreaba sus mejillas, con vivísimo encarnado y daba a su delgada pantorrilla, cierta elasticidad inusitada; después de los reyes de armas todos cubiertos de oro y terciopelo, después de los palafreneros, los lacayos, los pajes, los mayordomos, los ujieres y de los gentileshombres, iba el rey Carlos, ricamente vestido, con jubón encarnado recamado de oro y plata, llevando a su derecha, a su antiguo ayo Adriano y al infante don Fernando; y a la izquierda, los duques de Alba, Medinaceli y el marqués de Villena.

Seguía luego un numeroso séquito de jóvenes nobles y bizarros, entre los cuales, nuestros amigos no fueron de los que menos graciosa figura hicieron; pues si su atavío no deslumbraba por el brillo o riqueza de la materia de que se componía, la apuesta donosura del joven y marcial continente de su compañero, atrajeron más de una mirada, así de graciosa dama, como de bravo soldado.

Su señoría el rey, en aquel día, que estaba de Dios había del ser feliz para muchos, obtuvo no solamente,   —193→   que las Cortes le confiriesen el título de rey, si bien en compañía de la reina, su madre y esto con la expresa condición de que el nombre de la señora reina, había siempre de preceder al suyo, pues no había ejemplo de que un hijo reinase en vida de su madre; sino que le concedieron, la suma de seiscientos mil ducados, pagaderos en el término de tres años.

En seguida, y con detrimento de los muchos preparativos, que en tal quedaron, su señoría, pues concluyó a lo que venía y estaba por demás impaciente por pasar a Alemania, a disputar el famoso título de emperador, que esperaba obtener con mejor derecho que sus rivales, tuvo a bien dejar a Valladolid, casi de incógnito y sin ruido, para pasar de allí a Aragón, a arreglar los mismos asuntos, que a Castilla le trajeron.

Por si no está de más, diré, que su señoría tuvo a bien nombrar a su amado preceptor Adriano, virrey de Castilla, con detrimento de muchos nobles Castellanos, que a decir verdad, eran más acreedores a aquel favor que el buen Flamenco, lo que ya podéis imaginar, cuánto disgustaría a los celosos Castellanos.



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ArribaAbajoCapítulo XXVIII5


C'était à l'âge ou naît l'amitié franche.


BERANGER                


Quiso la buena suerte de Sebastián, que en el cortejo, le tocara estar al lado de un joven casi de su misma edad, noble como él, llamado Herrera, al cual, desde luego se aficionó muy especialmente, siendo desde las primeras palabras, recíproca la simpatía. ¡Qué identidad de ideas! Parecíale a Sebastián, a medida que le escuchaba, que el joven leía sus pensamientos y se los repetía: ¡qué ardor! ¡qué bríos! Y por cierto, que hasta en la belleza de las formas y gracia en el decir, había entre los dos jóvenes algo de semejante; y a no ser por que Herrera era rubio y de ojos azules, hubiéraseles podido tomar por gemelos.

Herrera, cuya familia era de Sevilla, venía en compañía del duque de Medinaceli, pensando acompañar al rey a Aragón, y seguirle luego a Alemania; ardiendo en deseos de guerrear y vencer Franceses,   —196→   pues profesaba a los gabachos esa singular antipatía que aún existe en la gente baja española contra los Franceses: antipatía que de una y otra parte, si bien se atiende a las graves y repetidas ocasiones en que los dos pueblos se encontraron el uno en frente del otro, no es de extrañar, si de entonces acá, ha ido en aumento. Encantado con su nuevo amigo, invitole a comer con algunos otros compañeros, en un mesón muy afamado, llamado entonces de los Valientes.

Reuníanse allí, generalmente, los valientes y aún los que no lo eran, pues el tal mesón, tenía la especialidad de que diesen muy bien de comer y que él vino fuera puro y las más veces, de buena calidad.

Aconteció que aquel día había reunida allí mucha gente, charlando, comiendo y bebiendo que era un gusto.

En vano insistió Herrera con don Nuño, que hasta la puerta de la posada les acompañó, para que entrase a comer con ellos, o por lo menos a hacerles compañía; pues el joven, a fuer de discreto, estimó desde luego al viejo y reservado soldado, a pesar de su silencio y sequedad. Pero éste, hallándose por demás impaciente y deseoso de soledad, rehusó cortésmente tan amable invitación, y desde la puerta se despidió de ambos jóvenes, encargando a Herrera no hiciese beber demasiado a su pupilo, a quien, no teniendo costumbre de hacerlo, tal exceso pudiera ser nocivo. Prometiéronlo muy formalmente los dos   —197→   jóvenes, después de lo cual separose de ellos don Nuño con dirección a casa de Sebastián, donde habitaba desde su llegada, habiéndole éste pedido viniese a hacerle compañía en aquel inmenso caserón, en donde estaba triste y desamparado.

Sebastián, de excelente humor, pues el ejercicio le había dado singular apetito, estaba encantado de verse en compañía de aquel apuesto joven, a quien todos parecían conocer y estimar; siendo así, que desde que entraron en el mesón, no cesaban unos y otros de agasajarle, con bromas y buenas palabras, a las cuales respondía él con finura y desembarazo.

Sentáronse ambos jóvenes en una mesa, en donde habían ya varios otros, que, conociendo a Herrera, le invitaron a hacerles compañía; aceptó éste, presentando al punto a su nuevo amigo, que fue recibido con marcada cordialidad y agrado.

Como todos estaban allí de buen humor y bebían, según conviene, no tardó la conversación en hacerse animada y bulliciosa; y aunque era ésta la primera vez que Sebastián se encontraba en semejante situación, teniendo que comer, beber y charlar como el mejor, es fama que nuestro héroe se portara como tal.

«Decidme, don Sancho», dijo un mocetón moreno, algo regordete, que era uno de los que metía más bulla, dirigiéndose a otro joven, moreno también, pero delgado de formas y cuya figura tenía un tipo aristocrático muy marcado: «Qué nos decís del   —198→   nuevo monarca, vos que sois entendido en la materia, pues los Zúñiga, creo que remontáis vuestro origen a los primeros monarcas godos, así como don...»

«Ea, Jaime, déjate de citas, que no sabes hacer; y bromas a un lado, pregunta si has de preguntar, que a mí me sobra qué decir, sin atender a tus ocurrencias», replicó aquel a quien llamaran Zúñiga.

«Pues», respondió Jaime sin cortarse, «decidnos sin embarazo ni rodeos, ¿creís que el Alemán, Flamenco o lo que sea, tiene trazas de...? en fin, ya me entendéis».

«¡Voto va, Jaime!»; interrumpió Herrera. «¿A quién llamas Flamenco, Alemán? No acierto acreer que tu lisura, llegue a punto de dar tal calificación al nuevo monarca; que si así fuera, por Santiago, te había de enseñar a respetar a quien vale dos millones de veces más que...; pero qué digo, ea, muchachos, no le hagáis caso, está borracho».

«¿Cómo se entiende?» replicó de mal humor Jaime, a quien parecía verdaderamente convenir el epíteto de Herrera, pues su semblante encendido y sus ojos chispeantes muy claramente lo indicaban. «¿Acaso vos, Herrera, tomáis por vuestra la demanda? Por vida de mi abuela, no vi nunca gente más insolente y casquivana, que estos nobles señorones, como si, porque sus abuelos fueron más pícaros y logreros que los nuestros, ellos...» No   —199→   tuvo tiempo de acabar su frase; tres o cuatro de los que a la mesa estaban, gritaron con muestras de enojo: «¡Calle el menguado!»

«No es suya la culpa», dijo con tono grave y sentencioso uno de los jóvenes, que, hasta entonces callado y silencioso, comía tranquilamente sin mezclarse en las anteriores conversaciones: «Vosotros le habéis dado alas; bien se os está, pues le admitís en vuestra compañía y le mimáis y sufrís sus groseras chanzonetas, con achaque de que es honrado y tiene chispa. Vaya, que si os acordaseis de lo que a vuestra cuna y alcurnia debéis, no os mezclaríais jamás con tan ruin canalla. Así va todo; por eso, yo, caballeros, beso a ustedes las manos y me largo». Y el joven rubio de la capa azul, se ciñó su espada y dejó la sala, sin decir una palabra más.

Entretanto, los demás jóvenes habían conseguido que callara Jaime y les pidiese disculpa por su acaloramiento y descompuestas palabras.

Luego que hubo salido el de la capa azul, Herrera, volviéndose a los amigos, les dijo: «Ya lo veis, el señor conde de la Entena, duque de los tontos y marqués de los más necios, pretende darnos una lección. Más me cargan su tiesura y pretensiones, que las sandeces del plebeyo Jaime. Error del pobre Jaime fue llamar al rey Carlos, Flamenco o Alemán; pero error, amigos míos, que es necesario no se convierta para nosotros en triste verdad; pues ya habéis visto   —200→   figurar hoy en los primeros puestos, a esos miserables Flamencos y Alemanes, como si su señoría, por ser duque y príncipe Alemán, pretendiente al trono imperial, fuera por eso menos rey, de las Españas. Por Santiago, caballeros, que a fuer de nobles que somos, es necesario disputemos a esos ávidos Flamencos, el honor de rodear y custodiar a nuestro rey y señor».

«Permitid, Herrera», agregó Zúñiga, «no sea de vuestra opinión. En cuanto a que ese bendito conde es tonto, tontería fuera dudarlo; pero en cuanto a la cuestión del rey y sus Flamencos, a quienes Dios confunda, distingo et sub-distingo, como dice fray Cosme. ¿Prefiere a sus Alemanes? Váyase con ellos en buen hora, que a Dios gracias, aún vive la reina su madre y quizás sin ir muy lejos, su hermano Fernando».

«Lo que es en el español», agregó Jaime, «es mucho más entendido que él, yo respondo».

«Calla, Jaime», replicó Herrera, «aún no es tiempo de que cortes tú el nudo. Pero lo que es, siguiendo vuestro raciocinio, Zúñiga, querríais acaso que esta pobre España, se ensangrentase nuevamente, dando a la Europa el triste espectáculo de dos hermanos, que se matan por disputarse el trono, que tan justamente pertenece al primogénito. Mirad, Zúñiga, que en cuanto a esa buena reina, esas paparruchas, sientan mejor allá en las Cortes, en donde, los señores diputados, por tal de poner dificultades y hacer   —201→   enredos, capaces son de jurar que la pobre señora se halla en su cabal juicio y con más lucidez y talentos, que tuviera jamás su discreta madre la Católica Isabel, que de Dios goce. Pero aquí entre nos, jóvenes nobles y amigos de la verdad, las cuestiones toman otro giro, pues no necesitamos ni de oposición ni de mayoría. «Y vos, mi señor Hurtado», dijo Zúñiga, volviéndose a nuestro conocido, «decidnos vuestro parecer. ¿Qué pensáis de tan grave cuestión? Hablad, que por más que a Herrera pese, tengo amor a las mayorías». Sebastián, viéndose interpelado tan directamente, contestó con desembarazo: «Ya que queréis mi opinión, vais a oírla. No creáis que en ello tenga pretensión, porque mal sentara en quien, como yo, no conoce el mundo, ni la Corte, el querer aclarar tan difíciles e intrincadas cuestiones; pero yo, caballeros, en materia de franqueza, soy siempre el primero».

«Eso es», gritaron a una todos los jóvenes, «¡que hable! ¡que hable!»

«Permitidme», agregó nuestro héroe, animándose por grados, «que os pida no toméis a ofensa lo que voy a decir, pues de lo contrario, no chisto; y quedaréis con la curiosidad de oír mi opinión».

«Hablad, hablad»; repitieron todos en coro.

«¿Cuál es el primer deber de un noble?», preguntó Sebastián. «Sostener el trono», respondió él mismo. «¿Cuál es el medio de sostener el trono? Apoyar   —202→   al legítimo heredero. ¿Quién es el legítimo heredero? Su señoría el rey Carlos. Vive su madre, dicen unos; a eso pregunto yo: ¿cuál es el soberano que ofrece más garantías a su pueblo, a sus nobles? Aquel que, viejo, imbécil, inhábil y sin cordura, sería ciego instrumento en manos de ambiciosos y favoritos, que no harían sino convertirlo todo en medios útiles para conseguir sus fines y llenar sus arcas; ¿o aquel que, joven, inteligente y ambicioso, extienda su poder y engrandezca el trono, dando a la España nombradía y riquezas?»

Los entusiastas mancebos, no dejaron continuar a Sebastián; los bravos y palmadas ahogaron su voz.

Herrera, orgulloso de su nuevo amigo, impuso silencio, diciendo: «Dejadle continuar, dejad que acabe».

Sebastián agregó:

«Los Flamencos y Alemanes le rodean, le siguen como aves de rapiña; desean apoderarse del poder, de los primeros puestos. Ahora decidme, ¿cuándo se ha dicho, que un Español, un noble Castellano, Aragonés o de cualquiera parte que sea, cedió jamás el paso a Alemanes, Flamencos o Tudescos? ¿Quieren apoderarse de nuestros derechos, de nuestros privilegios y riquezas? ¡Sus camaradas, a ellos! ¿Por qué volveros contra un hombre solo? ¿Acaso faltan Flamencos o Alemanes, con quienes habérselas? A ellos, disputemos con las armas, con las virtudes, con los   —203→   méritos, los talentos, ese poder: (¡que no temáis, no podrán jamás arrebatarnos!) y una vez que, puestos en balanza nuestros méritos y bríos, con su avidez y lerdura, el rey vuelva los ojos a sus nobles Españoles, entonces y siempre, nuestro el triunfo será ¡sí, camaradas!»

Los jóvenes, levantándose uno a uno, vinieron a abrazar a Sebastián, ofreciéndole su amistad para toda la vida; y hasta el plebeyo Jaime, con su aire tosco y desairado, le dijo: «Señor de Hurtado, si todos los nobles, fuesen como vos, sin que esto envuelva injuria contra ninguno; plebeyos y nobles, nobles y plebeyos, viviríamos siempre en santa paz y perfecta unión».

Zúñiga, que era tan inteligente, como generoso y caballeresco, dijo, estrechándole la mano a Sebastián: «Mi querido Hurtado, a fuer de caballero y amigo vuestro, os digo, que me complazco en confesarme convencido por vuestro entusiasta y sensato juicio; me adhiero a vuestra opinión y requiero a todos mis camaradas, hagan otro tanto, pues lo habéis merecido. Los jóvenes llenaron sus vasos y bebieron por Sebastián y sus juiciosas ideas.

Herrera, propuso un nuevo brindis: «Brindo porque nuestro Sebastián, nos acompañe a Aragón y en seguida a Alemania, para que con su ejemplo y constantes consejos, consigamos ganar la que tan valientemente nos propone».

  —204→  

«¡Que venga! ¡que venga!» gritaron todos a una, con tal brío y algazara, choques de vasos y botellas, que no dejó de alarmar a maese Ruiz, el honrado y robusto posadero, que más de una vez tuvo ocasión de deplorar el belicoso nombre que a su posada diera.

Los jóvenes insistían, para que Sebastián les empeñara palabra de tomar servicio con Medinaceli; unos le ofrecían recomendarle, otros, que llevaban todas las cosas con más exageración y apuro, le aseguraban no ser esto necesario, pues muy pronto iban a proclamar por la ciudad sus discretas y entusiastas palabras.

Sebastián, sin saber ya lo que decía, habiendo bebido como el que más, juró acompañarlos hasta el fin del mundo; lo cual causó aumento de entusiasmo y algazara.

Por último, Herrera, que era el que más despejado estaba, propuso se separasen, para reunirse al siguiente día allí mismo, a concertar la presentación de Sebastián y demás pasos necesarios para que el joven se afiliase en su nueva carrera.

Después de lo cual, tomó cada uno por su lado, acompañando Herrera a Sebastián hasta la puerta de su casa.



  —205→  

ArribaAbajoCapítulo XXIX6


Nihil est ab omni
Parte beatum.


HORACIO                


Hizo el acaso, que en los momentos en que Herrera entraba a la mañana siguiente en casa de su nuevo amigo, impaciente por saber si, ya más despejada su cabeza de los vapores de la noche pasada, se hallaba aún con las mismas ideas; topase en el patio, con el distinguido letrado don Buenaventura Aldarrias, que se paseaba de arriba abajo, en tanto que Sebastián despachaba su almuerzo.

«Caballero», díjole el joven con su natural desembarazo y acostumbrada gentileza, «hacedme la merced de decirme, si sabéis, si mi antigo Sebastián de Hurtado está en casa, y lo que es más, si creís podré hablarle de un asunto que le interesa mucho a él y no poco a mí».

«Señor mío», contestó al punto don Buenaventura,   —206→   «Sebastián está en este momento almorzando: no os invito a que paséis a hacerle compañía, pues se halla a estas horas con él, la vieja Justina, antigua criada de su madre, que, como sabéis, murió ha cosa de dos meses; y como la buena vieja, con achaque de que ha visto nacer al hijo y de que la madre murió en sus brazos, está charlando que se las pela y riñendo a mi pupilo, porque parece que anoche, entró en casa más tarde que de costumbre y un tantito más alegre que lo que a su duelo cuadra. Pero supongo que vos, caballero, sabéis a lo que me refiero; y creo excusado continuar. Entretanto, venid conmigo a esta sala, que os tengo de pie; y de esa manera evitaremos el sermón de Justina y sus lágrimas, tanto más cuanto que, es principalmente contra mí, que ella pone su grito en el cielo: llamándome viejo libertino, cabeza chocha; y acusándome de pervertir al chico. Y como don Nuño, a quien no sé si conocéis, es un aliado débil y sin resistencia, heme aquí solo y abandonado a los furores de la pobre vieja, que desatina que da miedo».

Herrera riendo de buena gana al oír los chistes tan naturales y sencillos de don Buenaventura, replicó:

«He aquí, pues, a vuestro cómplice; os confieso que anoche yo mismo, conduje a Sebastián hasta la puerta de esta casa; y os juro, que, no nos preocupaban sombríos ni lúgubres pensamientos. Ahora   —207→   hacedme la gracia de explicarme, cómo vos, una persona...»

«Pues», agregó Aldarrias, invitándole a sentarse, «una persona mayor y de respeto, pervierte y seduce al inocente corderillo: vais a oírlo, he aquí la queja de Justina».

«Diz que Sebastián no ama a su madre, porque ayer vestido de terciopelo negro y dorados galones, montado en Zadir, que relucía como si lo hubiesen bañado, en aceite, marchó, por indicaciones mías, adonde lo llamaba su deber; ya me entendéis, salió al encuentro del rey. ¡Vaya una culpa! Porque aún falta no sé qué misa o responso, que, según ella, habrá de minorar los tormentos de la difunta su madre, que era una santa, más buena y virtuosa que la misma santa María de la Encina; y aún hay más; pero no sé si debo, ignorando vuestro parecer con respecto a estas materias, hablaros con la franqueza que acostumbro, porque por los tiempos que atravesamos, es tanta la diferencia de opiniones, que uno no sabe cuando disgusta o agrada, y como yo charlo y charlo; ya se ve, ese es mi oficio, pues, con vuestro permiso, me llamo Buenaventura Aldarrias y Rohela, jurisconsulto, para lo que gustéis ordenar; y líbreos Dios de necesitar jamás de mis consejos, pues beatus ille quid procul negotiis, como dice Horacio».

Herrera, levantándose de la silla, contestó a su nuevo conocido: «Quiero, señor mío, responderos   —208→   con igual franqueza, para que sin embarazo ni temor, me confiéis nuestros proyectos, pues me intereso mucho por Sebastián, y quizá a mi vez, os pida segundéis mis miras, si es que no están en abierta oposición con las vuestras».

«Que me place, así lo entiendo yo; tengo, para mí, que nos hemos de entender y os miro ya como un aliado».

Herrera agregó sonriendo: «Me llamo Felipe Herrera y Balbuenas, soy Sevillano, noble si gustáis, tengo veinte y cuatro años y muchas esperanzas; me hallo a las órdenes del duque de Medinaceli, con quien cuento seguir al rey Carlos I a Aragón y a Alemania. Mediante la intercesión de mi santo patrón, espero guerrear pronto con los Franceses; ¿qué os parece? Creo que no os será difícil adivinar, señor licenciado, con vuestra natural agudeza y perspicacia, que rabio por llevarme conmigo a Sebastián, para que alcancemos juntos gloria y honores; ¿aprobáis mi plan?»

A medida que el joven hablaba, el semblante del buen letrado se iluminaba por un reflejo de gozo interior, que al fin, y cuando Herrero callara, estalló de esta manera, con agradable sorpresa por parte de éste:

«¡Dadme esos brazos, bizarro mancebo; sois el mismo Barrabás, venir a proponerme mi mismísimo plan! ¡Con todo mi corazón lo apruebo, lo apoyo y   —209→   os juro que, o no me llamo Buenaventura Aldarrias y Rohela, o la ganaremos, la ganaremos! Seguidme, Herrera, seguidme, que con vuestra ayuda, no temo ya a Justina ni a sus lágrimas, pues fío en vuestro ascendiente sobre Sebastián; ¡y por San Bruno, jóvenes ambos, bizarros, válgame Dios! si aún creo que os asemejáis como una gota a otra. Venid; pero me ocurre... escuchadme. ¿Creís que él...?»

Contole Herrera, entonces, cuanto la noche anterior, Sebastián había prometido a varios jóvenes, todos nobles y soldados, empeñando su palabra.

«Comprendo, comprendo», replicó Aldarrias; «el muchacho había bebido más de lo que acostumbra; ¿y en vuestra atmósfera de juventud y entusiasmo, quién resiste? Pero ahora más apaciguado, más reflexivo...; es necesario, que os diga, que tenemos un terrible enemigo, o mejor dicho, una dulce resistencia».

«¡Cómo!» Exclamó Herrera, «Sebastián...»

«Sí», repuso don Buenaventura, «mucho me temo que el chico esté enamorado, porque aunque me habla siempre de su cariño fraternal, tengo mis dudas y creo que ama a la joven Lucía, más como amante que como hermano; aún no se ha dado cuenta de lo que siente, pero no tardará y quizá ya...»

«Lo siento muy de veras», dijo Herrera tristemente; «si se aman, a qué separarlos; pobre niña, quizá le espera impaciente, en tanto que nosotros   —210→   aquí conspiramos crueles contra su dicha: ¡mucho lo siento!»

«¿Cómo se entiende, señor Herrera y Balbuenas», replicó don Buenaventura de mal humor, «así desertáis tan buena causa? Por vida de Papiniano, que yo miro ese asunto, con más formalidad y acierto».

«Se aman, sea en buena hora, no me opongo a tan dichosa ley de la naturaleza; pero ¿cómo es eso, que a los veinte y dos años, Sebastián, que tiene tan bellas prendas, habrá de sacrificarlo todo a los lindos ojos de la hermosa niña? Que la vea, que se despida de ella, que le jure ser más constante que Ulises y más fiel que...; pero que marche en seguida, a conquistar un nombre para sus hijos, pues bien sabéis, que por lo mismo que sois nobles, habéis de miraros más en vuestras acciones: que lo que en el plebeyo no desdice ni choca, suele ser deshonra, para el hidalgo.

«Ved amigo», continuó don Buenaventura con tono más amable, «que cuento con vos; habladle de su promesa, mirad que tiene honor y es pundonoroso; recordadle que no sólo os lo prometiera a vos, sino a muchos otros; insistid, daos por ofendido, que yo he de segundaros. Y en cuanto a lo demás; no os aflijáis: si se aman, pues esto no es sino una suposición mía, la ausencia, suele ser provechosa a los que de veras se quieren y no curan si el objeto está cercano   —211→   o ausente, para dedicarle todos sus pensamientos y deseos. Suponed que al cabo de cuatro o cinco años, Sebastián vuelve hecho un hombre, estimado de sus compañeros y temido de sus enemigos; qué gusto para vos, mi querido Herrera, volverle a los brazos de la enamorada doncella, que durante este tiempo no habrá hecho sino amarle y esperarle. Y luego, ¡cuánto agradecerá él vuestros consejos, pues merced a ellos, podrá ofrecer a su amada, en vez de un nombre ilustrado, sólo por los hechos pasados y remotos, de sus muertos y olvidados antepasados, las verdes y frescas hojas de sus nuevos laureles! Vos le conduciréis al altar, ella con sus miradas os bendice, porque vos se lo habéis vuelto; y en su felicidad presente, confúndese para siempre el recuerdo de su dolor y angustias pasadas».

Herrera, enternecido, contestó a don Buenaventuta: «Habéis vencido, caballero; amigo mío, pues quiero que desde hoy, me dispenséis ese honor; contad conmigo, soy vuestro ya, sin que nada pueda alterar mi resolución».

Al concluir estas palabras, salieron ambos en busca de Sebastián.

¿No hay entretanto, quién tome por suya la causa de la pobre amante? ¿Quién hablará por ella? ¿Quién pensará en su pena? ¿Quién? Sebastián. Sebastián, que, inquieto y preocupado, por la imprudente promesa que hiciera, no ha dormido un momento en la   —212→   noche. Agitado y sin saber qué lo atormenta, acúsase de frívolo, de insensible, sin que pueda darse cuenta, de por qué se agolpan a su mente, en aquellas horas, los recuerdos de esas horas dulcísimas, de esos días tan dichosos, pasados al lado de su hermana. ¿Pero qué es lo que siente su corazón, al recordar el último beso, que estampó en la frente de la bella joven? Aún le parece sentir entre sus brazos, el delicado y flexible talle de la virgen. ¿Por qué una creciente agitación, un fuego que del corazón parte, y le abrasa y le consume, muéstrale juntas y una a una, las púdicas gracias, de la enamorada doncella? Por momentos, imagina que estrecha cariñoso entre las suyas, las tibias y sonrosadas manos de Lucía; pero ya su tormento es mayor; aún cree sentir en ellas el calor de sus labios; el fuego de esos besos, que entonces fueran tan dulces y hoy le queman. Fuera de sí, deja el lecho, abre las ventanas de su alcoba y ofrece la abrasada frente a las brisas de la noche. El aire puro le hace bien; se siente más tranquilo, cálmase un tanto el fuego de su pecho, brotan lágrimas de sus ojos, parécele que la brisa le trae, los contenidos suspiros de su amiga; ve lo que entonces no viera, comprende lo que significaban esas miradas fijas siempre y anhelando por las suyas, recuerda y se extasía en tierna y voluptuosa sensación, el estremecimiento imperceptible que a la doncella agitaba, cuando con ojos secos y ardiente   —213→   mirada, se abandonó en la última hora de angustia, a sus tiernos abrazos.

Así, la palmera flexible y esbelta, inclina su tallo y pudorosa y amante, se entrega tímida y enamorada a las caricias del viento, que refresca sus marchitadas hojas, y en cada beso, le deja nuevo verdor, nueva frescura, nueva vida. Y llora Sebastián y envía a su Lucía, más suspiros, que lágrimas brotan de sus ojos, y siente que la ama y es amado; y enamorado y dichoso, júrase a sí mismo, no abandonarla jamás. El sueño en tanto, le sorprende ocupado con tan tiernas imágenes; y en sus sueños píntase aún más viva y apasionada su Lucía, que lo que jamás la vieron sus ojos cuando despierto.

Huyó la noche y con ella se alejaron de su mente las bellas imágenes, a medida que el sol sube en el horizonte, cambian sus sueños; cree verse solo en un sombrío monte, rodeado de fieras, que le muestran, las unas los agudos dientes, las otras, que, erizándose, horribles y espantosos, abren sus descomunales bocas y arrojan al aire feroz rugido; y de repente las caras de las fieras toman algo de humano. ¡Ay, que no es ilusión! El tigre, la pantera, el hambriento lobo, se parecen a sus compañeros de la posada, revisten sus facciones, tienen toda su expresión, son ellos mismos. ¡Qué horror! Le hablan, le amenazan, le recuerdan su promesa, le enrostran su falta de fe y todos uno a uno, con eco de bestia y lenguaje   —214→   humano, le repiten, ¡perjuro! ¡perjuro! y el monte repite, ¡perjuro! y hasta el viento gime a lo lejos, ¡perjuro, perjuro!

Bañado en sudor, extraviada su razón, abre repentinamente los ojos y ve a Justina, que trata de despertarle, reprochándole su vuelta de la noche anterior y el desorden en que lo encuentra.

Fuera del lecho y caído cerca de la ventana, como le sorprendiera el sueño, Sebastián ofrecía la imagen más completa de una noche pasada en la mayor agitación.

Sin responder una palabra a la buena criada, mudo y cabizbajo, se cambia de traje, arregla sus cabellos, refresca su abrasada frente y sigue a Justina al comedor, donde le esperaba don Nuño, no para reñirle, como no cesaba de hacerlo la criada, sino para entregarle una carta de fray Pablo, que acababa de recibir. Cuando el joven oyó nombrar a fray Pablo, sintió que sus mejillas se abrasaban; y sin responder palabra a don Nuño, ni preguntar noticias de nadie, guardó la carta en su escarcela sin mirarla y se apresuró a satisfacer un apetito que no tenía.

Tal era la disposición de espíritu en que se hallaba Sebastián, cuando don Buenaventura y Herrera, entraron en la habitación.



  —215→  

ArribaAbajoCapítulo XXX7


Au revoir



Ya podéis imaginar, conociendo las encontradas y opuestas emociones, que al joven agitaron en aquella noche tempestuosa, cuál sería el resultado de las maquinaciones del letrado y su nuevo aliado. Sebastián, por más que en su corazón sentía elevarse una voz que gemía y suplicaba, intercediendo por la amante Lucía, a quien tan cruel sacrificaba, prometió nuevamente alejarse de ella y partir en busca de honores, afrontando no sólo aquella terrible ausencia, sino desafiando, osado, toda clase de riesgos y aun la misma muerte.

Empeñóse don Nuño, en ser de la partida: advirtiendo, sin embargo a Herrera, que en tanto ellos pasaban a Aragón, él y Sebastián, irían a despedirse de su tío y de su hermana que ya, impacientes, les llamaban con instancia en la carta que acababan de recibir, y que en seguida, irían a reunirse a sus banderas para pasar a Alemania.

  —216→  

¡Cuánto agradeció Sebastián, tan feliz ocurrencia,ansiando por demás volverse a Murcia, en donde el ingrato olvidaba al pobre fray Pablo, que, sabedor de su desgracia, le exhortaba cariñoso a que se resignara obediente a los mandatos de la Providencia, confiando en su misericordia!

Gracias a la actividad infatigable de Aldarrias, al buen desempeño de Herrera y al conocido nombre de don Nuño de Lara, admitiole Medinaceli, sin embarazos ni trabas, aquel mismo día, en su estado mayor, a pesar de ser ya muy brillante el séquito que en su compañía llevaba; asegurando, además, a don Nuño, que oportunamente pondría bajo su mando uno de los famosos tercios, que tan conocidos suyos eran. Concedioles al mismo tiempo, licencia para acabar de arreglar sus asuntos y les dio cita para Barcelona, en donde debían reunirse las tropas, para pasar de allí a Alemania, al mando del duque de Alba, general en jefe, pues Medinaceli no tenía sino el segundo puesto; y aunque entonces en los ejércitos no existía la misma organización que en los nuestros, sin embargo, sea dicho de paso, que en esa época ya empezaban los generales a estimar en más la infantería, que lo que hasta entonces fuera de costumbre hacerlo, pues las tropas suizas, que tan a la moda estaban, hacían consistir toda su fuerza en la infantería tan menospreciada antes, por los nobles como indigna de su rango.

  —217→  

Cuando Herrera y sus demás compañeros, se separaron de Sebastián, que, fiel a la cita, no faltó al mesón de los Valientes, los jóvenes, con marcadas muestras de interés, le abrazaron como a un nuevo compañero de armas, a quien desde entonces, miraban como a un hermano; prometiéndole todos, compartir con él, así las fatigas, como las ventajas; y poniendo a su disposición los recursos pecuniarios que cada uno poseía. Sebastián, conmovido por tan espontáneas cuanto sinceras ofertas, les contestó enternecido, aceptando con toda su alma, el nombre de hermano y compañero que le daban; ofreciéndoles también a su vez, su corazón, su brazo y su escarcela, en todos los momentos, sin reparo ni tasa; después de lo cual, despidiéronse, abrazándole todos con efusión; y muy especialmente Herrera, que al separarse, le dijo: «Cuida que la bella Lucía, no haga que te olvides de tu nuevo amigo». Lo que dio motivo, a que Sebastián, le respondiese con una sonrisa y poniendo la mano sobre el corazón: «Hay sitio aquí para ambos; no temas, que soy tu amigo para siempre». Y los jóvenes se abrazaron nuevamente; pensando el egoísta amante, que puesto que Herrera conocía ya su amor, sería para él un consuelo, tener a quien hablar de Lucía, durante aquella ausencia, que aún no podía imaginar el tiempo que había de durar, pues a ese respecto, nada había hablado con don Nuño.

  —218→  

No me parece de más, decir algo, sobre la despedida que a Sebastián, hicieron Justina y Aldarrias. ¡Con cuánto interés se ocupó el buen letrado, de explicar a la pobre criada, que tanto amaba al joven, la necesidad que había para su propio bien, de que éste se alejase por algún tiempo, de los lugares en que había nacido, para ir a correr tierras y buscar aumento a su fortuna!

La pobre vieja, de vuelta a la casa materna, después de la última ceremonia, que con toda pompa se celebró, para el descanso eterno del alma de la difunta su ama, abrazó a Sebastián, con lágrimas en los ojos, pidiéndole no la olvidase, y al mismo tiempo, agradeciéndole enternecida, la generosa dádiva de una pequeña hacienda, que el joven, en remuneración a los servicios fieles, que a su madre había prestado, durante tantos años, acababa de hacerle.

Don Buenaventura, por su parte, abrazó también a Sebastián y a don Nuño, tratando de ocultar su visible emoción, y encargándoles no se demorasen demasiado en Murcia, pues urgía fueran a reunirse a sus compañeros. Después de lo cual y viendo que a pesar de lo mucho que hacía, sus lágrimas pugnaban por salir contra su expresa voluntad, con un gesto de mal humor y dándose una palmada en la frente, exclamó: «¡Qué demonio! ¡Si por más que quiera ocultarlo no puedo! ¡Pese a mí! Lloro como un niño, y esto, porque os marcháis. Idos, pues, en   —219→   hora mala, que ya rabio por verme libre de vosotros». Y don Buenaventura, al decir tales palabras, se entró repentinamente en casa de Sebastián, dejando a éste y a don Nuño a la puerta, prontos ya a montar a caballo.

Justina y Pedro les acompañaron a pie, hasta las puertas de la ciudad, siendo esto motivo de que el impaciente Sebastián, que hubiera deseado ver volar a Zadir, contuviese el ardor de su pecho y el paso de su cabalgadura.



  —221→  

ArribaAbajoCapítulo XXXI8


De quel espoir mon coeur s'enivre?


HUGO                


¡Con cuán diferente espíritu, recorre Sebastián los mismos lugares que hace quince días atravesó distraído y tan infeliz ¡Cuán bellos le parecen esos mismos sitios, animados hoy por la luz de su esperanza! Va a ver a Lucía; podrá decirla ya cuánto la ama; cómo su vida le pertenece; y, sin embargo, va a separarse de ella, va a exponer a mil riesgos esa misma vida a que su amor da hoy tanto precio. Cuando tal idea cruza por su mente, mete espuelas al caballo, se agita impaciente sobre el lomo del brioso corcel y parece, con su esfuerzo, querer salvar la distancia que aún le falta. ¿Cómo decir a Lucía el cambio de sus afectos? ¿Cómo hablar ala doncella del fuego que arde en su pecho? En tales momentos, se vuelve el joven a don Nuño con la idea de hacerle una confidencia; mas el semblante austero y grave de su compañero, sus ojos   —222→   apagados, en cuya mirada hay tan poca animación, aquella falta de vida, que parece aislarle de toda emoción, de todo goce, paralizan los labios del amante. ¿Cómo podrá comprenderlo, un corazón helado ya y sin fuerza? Suspira tristemente Sebastián, inclina la cabeza sobre el pecho y torna a engolfarse, en sus amorosos pensamientos. Y, sin embargo, don Nuño ama mucho a Lucía; Lucía es la única flor que el cielo deja en su áspera senda; más de una vez se ha preguntado el desgraciado amante: «¿Serán dichosos? ¡Se aman! ¡Ay! Desgraciados si se aman demasiado, pues celoso el Cielo de tan perfecta dicha, les arrebatará su tesoro, o las preparará quizá más cruel martirio». Don Nuño, desde los primeros tiempos en que los sencillos jóvenes ni soñaban siquiera en el amor, que iba en breve a hacer de sus almas, una sola, por una intuición verdaderamente divina, adivinó aquel amor, confió en él, prometiéndose desde entonces, amparar a Sebastián, no abandonarle jamás y velar aquel naciente cariño como un reflejo de aquel, que en otros días, fue la vida de su vida y que hoy, a pesar de sus blancos cabellos, es el faro luminoso que aún alumbra su triste existencia, mostrándole más allá y después de la muerte, el brillo de una bendita esperanza.

Así fue que, cuando don Buenaventura le habló tan juiciosamente de alejar al joven por algún tiempo, de hacer que tomase una carrera y marchase en   —223→   busca de glorias y honores don Nuño; como si se tratase de su propio corazón, sintió una cruel opresión, cual si amenazase a Lucía un inminente riesgo. «¡Infelices jóvenes», dijo para sí, «cuando tienen la dicha tan cierta, tan cercana, habrá de separárseles con desapiadada dureza! ¿Habrá de sacrificar Sebastián, lo que posee el hombre, de más precioso, al humo vago de la gloria, que nada, nada deja en el alma?» Y, sin embargo, don Nuño se contentó con deplorar tan triste necesidad, callando, como tenía de costumbre, temeroso siempre, después de tantos años, de que un ojo extraño e indiferente, pudiera ver la cruel herida que ocultaba en su pecho. Así, por el amor de Nina, sacrificó el amor de Lucía, injusto tan sólo porque ama; como si la felicidad, planta exótica en la tierra, tuviese necesidad de ser eternamente regada con lágrimas, para que apenas alcancemos a ver por unas pocas horas, el más tierno y endeble de sus retoños; que muere apenas nace, sin alcanzar jamás a echar la flor.

Sebastián es dichoso, sin embargo, que el corazón del que ama, por desgraciado y combatido que esté, lleva siempre en sí mismo un paraíso que le alienta, le alimenta, le hace sentirse otro, nuevo; poseedor de la divinidad; como si aquella sola chispa, bastara sólo a hacer una inmensa diferencia entre lo que fuera antes y lo que hoy es.

Ingrato Sebastián, ahogada su alma, en aquel mar   —224→   violento a que hoy se abandona, apenas en sus ojos se han secado las lágrimas que derramó sobre la reciente tumba de su madre y ya su corazón, rico de porvenir y de entusiasmo, indicándole un más allá, de dichas y contento, le impide volver la vista al mal que deja y que aún lloran sus ojos. Pobre Sebastián, compadecedle, no os apresuréis aún a condenarle; ved que su dicha habrá de ser tan duradera, como la vida de la fresca rosa que el inocente y aturdido niño, estruja sin saberlo y aún sin quererlo, entre sus dedos, que le dan la muerte. Ved que su misma madre, desde el Cielo le mira, le perdona y llora por él, gozando de la cruel felicidad que poseen las almas de los justos, de leer lo que le espera al caminante, que, con rostro alegre y corazón tranquilo, emprende su jornada, fascinado por la luz de una esperanza que le anima, que le alienta, que le lleva.



  —225→  

ArribaAbajoCapítulo XXXII9


Moi j'étais devant toi plein de joie et de flammes
Car tu me regardais, avec toute ton âme.


HUGO                


«¡Madre, madre!», gritó de repente Lucía, que sentada a la ventana, miraba siempre en la misma dirección. «¡Ellos son, ellos son!» Hallábase Mariana, en la otra habitación ocupada de los aprestos de su modesta comida, a la cual, desde la partida de Sebastián, asistía siempre fray Pablo, y dejando lo que tenía entre manos, con la priesa que le permitieron sus piernas, vino a donde estaba la joven, diciendo: «¿Cómo? ¿Y no corres a recibirlos? ¿Pero, qué pálida estás? ¿te sientes mala?¡Lucía, Lucía!» Y la buena Mariana, sacudía el brazo de la joven, que un tanto más repuesta, replicó con trémula voz: «No es nada, madrecita, no tengo nada, la sorpresa únicamente». En ese momento, entraban en la habitación los viajeros, seguidos de fray Pablo.

Don Nuño corrió a abrazar a Lucía, que se arrojó   —226→   en sus brazos, sollozando. ¿Qué no hubiera dado en ese momento, el de Lara, porque aquella nueva separación no tuviese lugar?; pero, ¿qué remedio? lo habían prometido. Entretanto, Sebastián, después de abrazar a Mariana, pálido y casi tan turbado como Lucía, esperaba a que don Nuño dejase la joven para abrazarla a su turno; pero ella, sin levantar la cabeza, que apoyaba en el pecho de su padre, y casi sin mirarle, le tendió la mano, diciéndole tan sólo: «¡Sebastián!» El joven estrechó dulcemente aquella mano; y sin saber por qué, o mejor dicho, sabiéndolo muy bien, agradeció más aquel Sebastián, que si la doncella, como en su primer entrevista, le hubiera ofrecido su frente, echándole los brazos al cuello.

Mariana, fuera de sí de alegría, iba y venía de un lado a otro. «¡Qué suerte!» repetía, «hayáis llegado a la hora de comer. Ya se ve, vendréis mal acostumbrados y mis guisos habrán de pareceros por fuerza insípidos, no hay remedio; pero sospecho que por allá no teníais quien os quisiese tanto como nosotras; ¡oh! lo que es yo, mi querido Sebastián, compongo muy poco mundo; pero la chica, ¡Lucía! Virgen Santísima, sentada siempre a la ventana, espera y más espera; sin comer ni dormir».

«Madre», dijo Lucía, «basta ya de tristes recuerdos, basta». Pero Mariana replicó: «No, hija mía, quiero que don Nuño y Sebastián te riñan; y eso que   —227→   no hablo de tus lágrimas... de tus... qué sé yo... si esto dura, creo que me marcho yo también, por no verla sufrir».

La joven puso fin al diálogo, yendo a abrazar a su madre y pidiéndole perdón.

Sebastián, entretanto, devoraba a Lucía con sus miradas, que ella parecía evitar; pero al fin sus ojos se encontraron, pudiendo ver uno y otro, en aquella primer mirada, cuánto se amaban y cuán pagados estaban ya, de tanto sufrir y esperar.

¡Qué diferencia entre la animación y la alegría de esa comida, y las que de ordinario se hacían en aquella casa! Todos estaban contentos, la dicha de los amantes parecía reflejarse en todos los semblantes. ¡Cosa extraña, hasta ese momento; ninguno de ellos se había comunicado su pensamiento ni sus proyectos; pero tácitamente y sin que hubiera sido necesario explicarse, a porfía se disputaban el placer de contemplar y proteger tan inocente amor!

No se engañó Sebastián, respecto a las preguntas de Mariana, pues la buena madre, no cesaba de interrogarle sobre los más ínfimos detalles. Pero él, sin omitir circunstancia alguna, que a Mariana y a Lucía pudiese interesar, les describió con su natural despejo y gracia, aquella famosa fiesta de Valladolid, sin olvidar su traje, ni el de don Nuño; absteniéndose, no obstante, de decir nada que tuviese referencia al resultado de ese día, tan alegre   —228→   y que acabó con la fatal promesa, tan dura hoy para su corazón.

Mariana estaba encantada. «Hijo de mi alma», exclamaba, «¡qué hermoso estarías con tan rico traje: jubón de terciopelo, calzas negras, toca con pluma blanca; qué lástima que Lucía no te haya visto tan guapo! Ya se ve, para nosotras siempre eres el mismo; pero imagino, cuánto debían sentar a esos ojos negros, el brillo del terciopelo y los galones. Pero ya te veremos, te veremos, pues espero no habrá de ser ese el último día, que con tan bello traje te engalanes».

Mientras el joven hablaba, Lucía le miraba en silencio, pendiente de sus labios. ¡Cuán bella estaba la enamorada doncella, con sus hermosos ojos, que parecían ese día más grandes que de costumbre, tal era la fijeza e intensidad de su mirar, con las manos cruzadas sobre el pecho, pareciendo escuchar celestes armonías, que tal eran para ella las palabras de Sebastián! ¡Poder del amor, cambias la más sencilla expresión en dulce trova, la más simple narración hecha por el que se ama, tiene el poder de absorber el alma enamorada! ¿Qué encanto es el tuyo, amor? ¿Qué no consigues? Parece que cuando se ama, la vida se reduce sólo a estas dos frases: gozar cuando cerca miramos aquél que amamos; sufrir cuando de nuestro lado se aparta.

Pasaron juntos la velada, nuestros amantes, como   —229→   tenían antes de costumbre; sin más, que sus lecturas favoritas, fueron reemplazadas por la conversación íntima y esas dulces confidencias, que cambian los que han estado ausentes. Esas eternas preguntas y respuestas, que hacen el encanto del que llega adonde es esperado y donde todo lo que le pertenece, interesa y es dulce saber. Sebastián, recordó también a su pobre madre; en pocas palabras, dejó comprender a sus amigas, cuánto había sufrido en aquel triste día de su llegada y en los que le siguieron. Mil veces dichoso Sebastián, la anciana y la joven, derramaron abundantes lágrimas, que de nuevo hicieron correr las suyas; y aquel llanto hizo más bien a su corazón, que las más sentidas y elocuentes expresiones. Sin decir una palabra, cuando el joven habló de su sorpresa, al encontrar desierta la habitación de su madre, y el agudo dolor que sintió su pecho, reconociendo el silencio y la soledad de la muerte, Lucía, que estaba sentada a su lado, le tendió la mano, que él estrechara tiernamente y guardó entre las suyas, hasta el momento de separarse. Fray Pablo, fue quien recordó a su sobrino, la necesidad que tenía de descanso; y no sin tristeza, abandonó éste aquella pequeña manecita, que tan grande felicidad le daba. Pero era forzoso seguir la indicación de su tío, que estaba ya de pie, y daba las buenas noches a don Nuño. Despidiose Sebastián de Lucía, con aquel dulce hasta   —230→   mañana, que encierra en sí, tantas esperanzas y que es un bálsamo suavísimo, para el corazón que ha sido combatido con una cruel ausencia. «Hasta mañana, hijo mío», respondió Mariana. Y aquel hasta mañana, más grato al oído del que ama, que el canto de la alondra y el trino del ruiseñor, como una divina armonía, resonó en el oído de la enamorada doncella, aún mucho después que el sueño cerró sus fatigados ojos.



  —231→  

ArribaAbajoCapítulo XXXIII10


Y en el incierto vaivén
De la fortuna inconstante
Nace y muere en un instante
La esperanza del amor.


ECHEVERRÍA                


El siguiente día, muy de mañana, Mariana y Lucía fueron a la iglesia, a dar gracias a María Santísima, por la feliz llegada de los viajeros, pidiendo la joven muy especialmente, a la Virgen de los Desamparados, no alejase jamás a Sebastián de su lado.

Su plegaria, tan pura y santa, digna era de que la Virgen sin mancha, la escuchara, con semblante gozoso. Mas, ¡ay! todo era en vano, lágrimas habían de correr. Lucía tenía aún que purificar su amor por el sufrimiento y la amargura. Confiada, en tanto, en la sentida súplica, que acababa de hacer; con semblante sereno y ligero paso, volviose a casa, la sencilla doncella, a desempeñar sus modestas   —232→   obligaciones, pareciéndole encontrar en todas ellas, nuevo encanto, pues veía a lo lejos, la recompensa a sus tareas del día.

En la noche vería a Sebastián. ¡Cuánto tienen que decirse, cuánta felicidad les aguarda! No imagina más completa dicha, que verle todos los días, tenerle tan cerca; ¡bendita María, es obra suya, aquélla! Razón tuvo fray Pablo: su corazón esperó y alcanzó.

Entretanto llega el momento de verle; la joven, después de haber ayudado a Mariana en el arreglo y limpieza de la casa, y haber adornado la habitación con flores lo mejor que pudo, poniendo las sillas en el orden que en la noche ocupaban, como si de ese modo acercase la llegada de tan deseado instante; y habiendo abierto los libros en los pasajes que Sebastián prefería, se ocupaba en hacer una labor que destinaba a don Nuño para el día de su santo, ya próximo.

De repente y sin saber cómo, Lucía, que con el pensamiento ausente, fijaba los ojos en su labor, ve a sus pies a Sebastián; éste, sin pronunciar palabra, ni hacer ruido, de rodillas la mira, con ojos apasionados. Sorprendida y sin saber qué decir, con el rostro encendido y turbados ojos, ni repara siquiera la doncella que Sebastián se ha apoderado de sus manos y con ardor las besa.

«Perdóname, ángel, te haya causado susto;   —233→   perdóname, dime que me amas y aceptas mi corazón. ¡Soy tuyo! ¿Pero qué? ¿No respondes? ¿Te ofende acaso la vehemencia de mi pasión? ¿Me habré engañado, Lucía? ¿No me amas? ¡Ah! ¡si supieses!... ¿Pero si no me amas, qué te importa? ¿Por qué ocultas tu rostro celestial? ¿Por qué no fijas tus ojos en los míos?¡Ay cruel! Cuando tan pronto me veré privado de ti, cuando la ausencia...»

«¿Qué dices, Sebastián?» exclama la joven, clavando sus ojos en los suyos. «¿Qué hablas de ausencia? ¿Responde?»

Sebastián, viendo el cambio de la que ama, que ya en vez de huir sus miradas parece ansiar por ellas, responde, estrechando fuertemente sus manos: «Es fuerza partir».

Al oír Lucía, tan crueles palabras, se arroja en sus brazos, repitiendo entre sollozos: «¡Cruel! ¡Cruel!»

En vano trata el joven por medio de sus caricias de tranquilizar a la pobre niña, que tan repentinamente pasa de la esperanza al desengaño; a medida que sus palabras son más dulces, más amargas y abundantes corren sus lágrimas.

De improviso y como quien despierta de un sueño, soltándose la doncella de los brazos de su amante y pasando las manos por la frente, como para aclarar sus pensamientos, exclama: «¡Dices que es fuerza dejarme! ¡Ay! Sebastián, tú me amas; ¿y sin embargo, me dejas? Cree ingrato, que nada en el   —234→   mundo, ni aún la idea de conocer a mi pobre madre, pudiera voluntariamente separarme de ti. ¡Ingrato! ¿Y dices que me amas? No, no es posible que quieras que muera; di que me engaño, di...»

En este momento don Nuño entró en la habitación. «¡Padre! ¡Padre!» repite Lucía volviéndose a él y tendiendo los brazos como para hallar amparo. «Quiere dejarnos. ¡Ay! ¡vos no lo permitiréis!»

«Pobre hija mía», respondió don Nuño, «es necesario; escucha la razón; nada puedo por él, ha empeñado su honor, lo ha jurado».

Inmóvil, Sebastián, de pie, con semblante alterado y mustia mirada, parece la estatua de la desesperación.

Viendo Lucía, que en nadie encontraba apoyo, se arrojó desconsolada sobre una silla, exclamando: «¡Madre, madre, quién me consolará!»

Fray Pablo y Mariana, que en la otra habitación esperaban, sabedores de la entrevista de los jóvenes, entraron juntos, cuando lo creyeron oportuno; Mariana corrió a consolar a Lucía y fray Pablo abrazó a Sebastián.

Mucho tiempo lloró Lucía, sobre el pecho de su vieja madre; que sin saber qué decirla, desolada, viendo su llanto, le prodigaba los nombres más tiernos, hablándole como lo hacía en sus primeros años, cuando trataba de apaciguar sus pasajeros dolores de niña.

  —235→  

Todos callaban; Sebastián, sentado entre don Nuño y fray Pablo, miraba sin cesar el grupo de la madre y de la hija; de vez en cuando, fray Pablo, alzando los ojos al Cielo, pedía misericordia al Señor: don Nuño, con las facciones contraídas y la mirada ausente, parecía asombrarse de que hubiesen aún dolores que conmovieran su corazón helado.

Así se pasó aquel día, que empezaba con tan risueñas ilusiones; nadie pensó sino en sufrir, en consolar, en orar.

Cuando estaba cercana la noche, fray Pablo pidió a Mariana le dejase solo con Lucía. Y todos salieron de la habitación. La joven levantó entonces su pálida frente, y después de tantas horas de sufrir y callar, con acento desgarrador, arrodillándose a los pies del sacerdote, con las manos juntas, en actitud suplicante, exclamó: «¡Piedad, piedad, padre mío!» Fray Pablo, levantándola dulcemente, respondió: «Sí, hija mía, piedad también para él, que es muy desgraciado; piedad para ese corazón que tu duelo desgarra y que necesita de todo su vigor. Piedad, hija mía, para él, que tanto te ama, para él que daría hasta su vida por ahorrarte una queja. Pero su nombre, Lucía, su honor, ese mismo honor que tú algún día guardarás puro y sin mancha, exigen de vosotros este sacrificio. Contempla de hoy en más a Sebastián como a tu esposo. En nombre del santo lazo que ha de uniros, ten piedad de su aflicción, no destroces   —236→   sin piedad, ese corazón que es prenda tuya. La misión sacrosanta de la que ama, es sacrificarse por el objeto amado; inmola tu corazón en la cruz de tan cruel ausencia, purifica tu amor por tus lágrimas. Aún no es tiempo, Lucía; piensa que Aquél, que es el perfecto amor, murió amando y perdonando. El corazón de la mujer debe ser el refugio del hombre; de allí debe su flaqueza sacar fuerza, en él debe siempre encontrar consuelo, pues la compañera del hombre está a su lado, para guiarle, para animarle cuando desfallece, con su ejemplo, con su dulzura, con su paciencia. No llores, Lucía; hija mía, oculta, reprime ese llanto que filtra en el corazón de Sebastián como gotas de hielo, que le embarga, le destroza y acabaría, quizá, por enervar su fuerza, haciéndole capaz de todo, hasta de olvidar un juramento sagrado».

Cuando fray Pablo calló, Lucía, que le había escuchado de rodillas, con la cabeza inclinada sobre el pecho, besó la mano del sacerdote, que, de pie, delante de ella, la contemplaba con semblante cariñoso. «Gracias, padre mío, le dijo, vuestras palabras son siempre el más dulce consuelo para mi corazón; bendito una y mil veces el momento en que el Cielo me puso bajo vuestro amparo: ayudadme en mis tribulaciones, padre mío; alentad mi espíritu, me siento débil. Ahora os pido como una grande merced, me dejéis durante algunos instantes   —237→   sola con mis pensamientos; necesito tranquilizarme y llorar todavía algo más: éstas han de ser las últimas lágrimas, que él ha de ver en mis ojos. Decidle, os pido, que pronto seré digna de su amor y le recibiré como conviene a la que ha de ser su esposa».

El religioso, después de bendecirla, salió de la habitación en busca de Sebastián, a quien halló tan triste y abatido, como si hubiese perdido las alas del corazón. Sin embargo, cuando fray Pablo le repitió las palabras de Lucía, el joven, más animado, exclamó, volviendo los ojos al lugar hacia donde ella estaba: « Ángel; Dios premiará tu valor y fortaleza».

La doncella, entretanto, sola consigo misma apuró hasta las heces su amargo cáliz; nadie sabe lo que pasó por aquel corazón en esa hora de recogimiento; nunca reveló a alma viviente el sobrehumano esfuerzo que hizo, para presentarse en seguida al que amaba, con frente serena y enjutos ojos, devorada por la fiebre que interiormente la consumía. Perdió para siempre Lucía, en aquella tremenda hora, los últimos vestigios infantiles que aún poseía: hundiéronse sus ojos, empalidecieron las redondas mejillas; los sonrosados labios, que aún sonreían con la gracia y espontaneidad de los primeros años, tomaron desde entonces, una expresión amarga y seria, que parecía convenir mejor a su apagada y melancólica mirada: hasta su flexible talle se inclinó suavemente, como delicada planta que a impulso del   —238→   aquilón dobla sus tallos. La joven estaba quizá más bella en su dolor y resignación de lo que antes fuera, citando alegre o indiferente, sonreía y amaba, como aman y cantan las tiernas avecillas. Lucía poseía ya toda la irresistible gracia de la mujer amante, que comprende su misión y se apasiona y ama hasta sus dolores, porque son causados por su mismo amor. La fresca rosa cambiose en pálida azucena, menos fresca y colorida, pero más fragante y bella.

Aquel mismo día, en presencia de Mariana, que lloraba sin saber, si de gozo o de pena y de don Nuño y fray Pablo, Sebastián puso en la mano de Lucía el anillo de novia, que unía ya sus corazones para siempre; y después de besarla en la frente, le dijo estas palabras: «Lucía, a mi vuelta seré tu esposo; entretanto, conserva ese anillo como símbolo del amor que te dejo y confío guardarás sin alteración. Amada mía, espera en tu Sebastián que volverá pronto, para consagrarte su vida entera». Lucía besó el anillo, puso la mano sobre el corazón, y levantando sus bellos ojos al Cielo, como para hacerle testigo de la promesa que hacía, respondió dulcemente: «Siempre».

Como Sebastián debe tan sólo pasar ocho días en Murcia, esfuérzase la doncella, en todos los momentos, en contentarle y hacerle olvidar cuánto sufren ambos. Con suma delicadeza, háblale, de sus proyectos   —239→   para el porvenir; pásanse horas y horas, formando dulces planes, como si para realizarlos no les fuese necesario sufrir aún la cruel prueba que les espera ya tan de cerca. Juntos, como en otro tiempo, fueron a visitar a su ahijadita varias ocasiones, llevando la madrina mil chucherías y golosinas del agrado de los niños; pues ella decía, que aquella criaturita inocente, era la buena hada que había hecho que Sebastián la amase. A lo que el joven respondía cariñoso: «No te afanes en buscarle razón a mi amor, porque todo el que te ve, por fuerza te ama, ángel mío».

Cuando la joven supo, que don Nuño debía nuevamente acompañar a su amante, conmovida por el agradecimiento, que desbordaba de su pecho, dijo a su buen padre: «¿Con qué podré pagaros, señor, lo que por mí hacéis? Huérfana y sin amparo, habéis sido para mí más que padre, ¿cómo pagar vuestro amor, vuestros desvelos?»

«¿Cómo, hija mía?» le respondió don Nuño enternecido, «esperando resignada y no desesperando demasiado».

Mariana, que escuchaba el diálogo ocupada en hilar su algodón, como si aquella ocupación la absorbiese completamente, exclamó, enjugando sus ojos: «¡Ay! triste de mí; dice que es huérfana, como si jamás hubiese tenido ocasión de sentirlo, como si yo no la amase como a mi propia hija. ¡Ingrata, porque   —240→   don Nuño acompaña a Sebastián, olvidas a la pobre vieja, que moriría cien veces, porque no le vieses alejarse de ti!» Lucía y Sebastián se arrodillaron delante de la anciana, para que los perdonase y bendijese como verdadera madre: lo que hizo la vieja Mariana, diciendo, apenas estuvieron lejos los amantes: «¡No los veré felices, jamás! Siento que mi alma se va, pobre hija mía!»

Llegó el tremendo día de la separación; la víspera, por la noche, Lucía, hizo que don Nuño y Sebastián le prometiesen no marcharse, sin despedirse de ella, asegurándoles estaba preparada para el terrible momento y deseaba verles todo el mayor tiempo posible. En seguida, pidió a Sebastián le leyese esos cantos de la Eneida, que tanto les habían hecho gozar, en mejores días, prometiéndole leerlos siempre, como recuerdo de aquellos días y de esa última noche.

Mariana y fray Pablo, cambiaban miradas de continuo, sintiéndose ambos desgarrados por el espectáculo de aquellos dos desgraciados. Don Nuño, más triste que nunca, les volvía la espalda, no pudiendo, según su decir, resistir la horrible serenidad de Lucía.

Aquella noche nadie durmió. Lucía, arrodillada delante de una imagen de Cristo, pedía fuerza, para soportar tan horrendo trance. La anciana, sin querer ponerse al lecho, sentada detrás de su desventurada   —241→   hija, pasaba las cuentas de su rosario en silencio, sin que ni la fatiga de tan larga velada, ni el peso de sus años, cerrasen un momento sus cansados ojos.

Y Sebastián, a pesar de las instancias de su tío, se echó vestido sobre la cama y no hizo sino sollozar y desesperarse, como un niño.

Al rayar el alba, don Nuño, que también velaba, se fue a casa de Sebastián, pues éste le había pedido pasara a buscarle, cuando lo hallase conveniente. Ocupáronse ambos de sus cabalgaduras, y advirtiendo el de Lara, la alteración del semblante del joven, no le habló sino lo referente a los aprestos del viaje, sin hallar qué decir, que estuviese a la altura de tan críticos momentos: tan cierto es, que la palabra no alcanza siempre a revelar lo que el alma siente.

Una vez que estuvieron prontos, dirigiéronse ambos a casa de Lucía, llevando sus caballos de la brida.

En la pequeña sala, donde se reunía de noche la familia, estaba Lucía, más pálida que una estatua, sentada en su asiento de costumbre. Mariana y fray Pablo, a poca distancia, hablaban en voz baja. Cuando Sebastián entró, Lucía, parándose de improviso, exclamó: «¿Vienes a decirme adiós? Amigo mío, no pronuncien jamás tus labios tan cruel palabra, abrázame, soy tu esposa, solo la muerte podrá acabar con mi amor y aún asimismo, mi alma   —242→   conservará la dulce reminiscencia, de lo que fue para la tuya.

«Anda, Sebastián; cumple con lo que debes a tu rey y a tu patria; acuérdate, de la que aquí queda suspirando por ti; no para que tu corazón, se enerve y desfallezca: No; recuérdame como a tu ángel bueno, que desde lejos y a fuerza de amor y de constancia, apartará de ti los peligros y sabrá, a pesar de todo, volverte a mis brazos. Anda, esposo mío; no te cures de mi pena, no repares en el llanto, que pugna por brotar de mis ojos; acuérdate tan sólo de que es necesario padecer y sufrir mucho, para que, el Cielo nos conceda, misericordioso, un reflejo de su luz, a los que estamos en la tierra». Y la doncella abrazó a Sebastián y en seguida a don Nuño, a quien dijo: «Padre, os confío mi tesoro, devolvédmelo». Don Nuño respondió con acento inspirado: «Lo juro».

Era fuerza alejarse; Sebastián, inmóvil en el mismo sitio, parecía clavado al suelo; don Nuño tomándole del brazo, le dijo: «¡A caballo!» Entonces él, volviendo de su estupor, corrió a donde estaba Lucía, y abrazándola con pasión y como si sus brazos se resistiesen a soltarla, la oprimía convulso contra su corazón. La joven, pálida, fría, con los largos cabellos en desorden, casi sin responder a aquellas ardientes caricias, hacía un contraste espantoso con su amante; Lucía parecía la pálida resignación, en brazos de la horrible desesperación.

  —243→  

Fray Pablo, deseoso de dar fin a tan horrible escena, se acercó a Sebastián y con tono severo, pronunció estas palabras: «En nombre de tu padre, Sebastián de Hurtado, oye la voz del deber». Esto bastó; arrancose de la joven y corrió desesperado fuera de la habitación, seguido por don Nuño. Fray Pablo recibió en sus brazos a la exánime Lucía, que fiel a su promesa, sin dar un suspiro ni proferir una queja, resistió hasta el último instante, en que su débil cuerpo cedió ante el inmenso peso de aquella cruel angustia. Mariana, viendo a su hija amada, fría y sin alientos, en brazos del anciano, exclamó: «Hija mía, ¡ampárente siempre esos brazos! Se ha marchado sin acordarse de mí, a quien ya no volverá a ver. ¡Ingrato! ¡Lo perdono y lo bendigo! Dios se apiade de nosotras». Y la buena anciana, casi tan desfallecida como la joven, se puso de rodillas en el suelo para tratar de calentar con sus helados dedos, las frías y húmedas manos de su hija.

He aquí a Lucía, en medio de los dos únicos protectores, que en la tierra le quedan. Su joven amante parte a tierras lejanas a encontrar quizá la muerte, seguido del fiel don Nuño, que ha prometido salvarle, aún a costa de su propia vida. La nube del futuro envuelve aún su destino.

¡Pobre flor, combatida por enemigos vientos! La doncella, amparada por aquellos dos troncos casi secos, ¿cómo resistirá a nuevos combates, a nuevas luchas?

  —244→  

Allá en los Cielos, el Padre Celestial, que ve su alma cándida y virginal, vela por ella. Él la protegerá, él la amparará, como protege y da vida a la inocente tórtola y a la modesta flor del campo.

FIN DE LA PRIMERA PARTE






ArribaAbajoSegunda parte

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ArribaAbajoCapítulo I


Reges tuum labore quid juven meo
Imbellis ac firmus parum!


HORACIO                


En un mesón, que por el año de 1525, era de los más afamados, de cuántos había por esa época en la ciudad de Cádiz, hallábanse reunidas el día que empieza esta narración, dos personas conocidas nuestras, y quizá las más importantes de esta historia. La sala principal de la posada, estaba llena de gente, que parecía venir de lejos, o por lo menos, prepararse para un largo viaje. Por todos lados, veíanse baúles, atados de ropa, canastos de diversas clases y dimensiones; y ese sin número de objetos, que acompañan siempre al viajero de todas partes y que sólo varían de especie y calidad, según nacionalidad, o su fortuna.

Hallábanse allí, mezclados en confusión, siendo mayor el número del que cómodamente podía contener aquella estrecha sala, oficiales, soldados y   —248→   marineros; mujeres y muchachos; hombres de diferentes edades y variados trajes, que hablaban entre sí y se afanaban por acomodar sus equipajes, en el lugar más seguro y apartado, de los que aún quedaban en la revuelta habitación. ¿Qué hacen allí esos buenos campesinos, en tan estrecha liga, con esos rudos soldados? ¿Qué buscan aquellas sencillas mujeres, que con sus hijos en brazos las unas, las otras arrimadas lo más que pueden a sus amantes o maridos, parecen pedir una protección, que al parecer no han menester, pues, a pesar de la algazara y general bullicio, todos están alegres y satisfechos, reinando entre aquellas gentes de distintas y opuestas profesiones, la más grata cordialidad y armonía? ¿Adónde van? ¿De dónde vienen? Subamos a un cuarto pequeño, que da sobre el segundo patio, escuchemos y quizá sepamos eso y algo más.

En la habitación, que es alta, hay una ventana que da al mar, cerca de la cual está sentado un anciano en traje de religioso, leyendo con constante atención un pequeño libro, que, a no dudarlo, es un breviario. El anciano, tranquilo y recogido, embebido en la lectura, de espaldas a la ventana por la cual penetra el sol lujoso de Andalucía, que al pasar, parece acariciarle mansamente, recibe complacido aquella caricia, que conviene cumplidamente a la nieve que ostentan sus raros cabellos. No será difícil adivinar quién es aquel anciano, que supongo habrá   —249→   conocido ya el lector, por el hábito de religioso que viste, no obstante haber descuidado hasta este momento, hacer una descripción de su figura. Y como puede haber, quien desee conocerle más íntimamente, me apresuro a decir, que la cara de fray Pablo hubiera podido servir de modelo, por la dulzura inteligente y grandeza de su expresión, para un retrato del celoso apóstol, cuyo nombre llevaba.

A poca distancia de fray Pablo, y en frente suyo, vese una joven arrodillada en el suelo, delante de un inmenso baúl, ocupada en acomodar en él alguna ropa y varios papeles, que de vez en cuando recorre con sus bellos ojos, como si encontrase en cada uno de ellos algo de muy agradable. A medida, que los lee y los dobla cuidadosamente, una sonrisa de contento brilla en su cara. Ella es, es Lucía, nuestra tierna amante, la misma que abandonamos antes cruelmente, en brazos de Mariana y de fray Pablo; pero, ¡cuánta mudanza hay en ella! La angustiada y marchita joven, tornó de nuevo a sus galas y frescor; sus mejillas, si bien se conservaron siempre pálidas, no es ya con esa palidez ocasionada por el continuo riego de las lágrimas; antes parece que aquella ausencia de color, unida a la dulce languidez de su mirar, proviene, más bien del goce íntimo y sin tasa del placer, en su más ardiente manifestación que de melancólicos solitarios ensueños. Todo en ella lleva un sello especial de íntimo contentamiento. Su   —250→   flexible talle, su busto más lleno ahora, presenta el bello conjunto de la mujer joven y hermosa, en el pleno desarrollo de sus gracias y tesoros. Hasta en sus más leves movimientos, hay algo de mórbido y voluptuoso, que revela un mundo de misterios.

Lucía, que seguía siempre de rodillas y leía atenta un libro, que al parecer, le interesaba mucho, dijo, mirando al anciano: «Amigo mío, ved como no olvido ninguno de los míos», y le enseñaba el libro. El anciano replicó: «Bien, hija mía, como siempre, tu corazón conserva sus delicadas impresiones. ¡Pobre Mariana! Esos romances me la han traído a la memoria».

«¡Ah! padre mío», exclamó Lucía, «¡si supieseis que no hay un momento de mi día, en que no la recuerde! ¡Madre mía! ¡Nos abandonó en bien terribles momentos! ¡Murió sin verme dichosa, haciendo votos que el Cielo ha escuchado! ¡Cuán buena era!» Y al decir tales palabras, la joven guardó el libro, cerró con llave el baúl y vino asentarse cerca de fray Pablo.

Desde la ventana, se distinguían cuatro buques muy cerca del embarcadero, en los cuales se notaba esa animación y movimiento que preceden a la próxima partida. Multitud de marineros, que iban y venían sobre la cubierta, se ocupaban en desplegar las velas, retirar las cadenas y preparar los cables, con esa buena voluntad y alegría, que son el alma   —251→   del marino, cuando el sol brilla en el horizonte y que el viento favorable y un cielo azul, le presagian feliz viaje. Varios botes conducían hasta los buques, a los individuos que esperaban en la sala baja de la posada. El embarcadero estaba lleno de gente; los unos que se embarcaban y los otros que acompañaban hasta allí a los viajeros, sin contar un sinnúmero de curiosos, que con ojos indiferentes y distraídos, escuchaban los lamentos de los que en tierra quedaban, siguiendo con sus miradas, a aquellos que, ya próximos a los barcos, agitaban todavía sus pañuelos y sus sombreros, en señal de despedida. Lucía contemplaba enternecida aquel espectáculo. El día no podía ser más bello. El cielo y el mar, rivalizaban en color y tersura. El viejito favorable, que soplaba mansamente, hinchaba ya las velas, que empezaban a desplegarse coquetamente, imprimiendo a los buques un ligero movimiento de oscilación, sin alterar la limpidez y serenidad de las aguas. «¡Cuán felices somos!» exclamó Lucía, enjugando una lágrima compasiva, que se deslizaba por su mejilla, «nada dejamos detrás de nosotros, sino es la tumba de mi buena madre, que nos contempla desde el Cielo. Nadie llora nuestra partida. ¡Ved, padre mío, esas pobres gentes, cuán tristes se quedan! ¡Y cómo siguen con los ojos, aquellos buques, que les roban a cual un padre, un esposo, o un hermano! ¡Qué dicha tan grande para mí, que vos, mi querido   —252→   padrino, consintáis en acompañarnos! ¡Cuán bueno sois!» «Hija mía», replicó fray Pablo, «¿acaso hubiera yo podido quedarme en España sin vosotros. ¿No eres tú, y Sebastián, lo único que me liga a la tierra? ¿Cómo quedarme solo en Murcia, después de haber vivido en vuestra dulce compañía? Tú, hija mía, has sido hasta hoy el ángel de mi vida, ¿cómo abandonaros, puesto que consentís en llevar con vosotros a este pobre viejo, que de nada puede ya serviros?»

«¡Ah! ¡padre mío, jamás os hubiéramos abandonado, tan solo, en vuestra avanzada edad!

»El día que Sebastián por vez primera me habló de sus proyectos de viaje, de esa sed de descubrimientos y conquistas que le anima, y que le fuera inspirada por su estrecha amistad con el caballero Veneciano, que le acompañó, en su vuelta a España y que tantas maravillas contaba de sus viajes anteriores, ¿sabéis, querido padrino, lo que le respondí? Estas fueron mis palabras:

»Esposo mío, puesto que amas los viajes, y deseas visitar lejanas tierras, con la noble, ambición de adquirir nombradía y aumento de fortuna para nuestros hijos, atiende a tus impulsos, no los desapruebo; sigue a Gaboto en su nueva expedición, emplea, cuantos medios tienes, para tomar parte, como te corresponde, en esa expedición, de la que tanto te prometes; pero, en nombre de lo mucho que por tu   —253→   ausencia padecí en estos cinco años, llévame contigo. No temas para mí, ni las fatigas ni las privaciones de ese viaje; porque tú eres mi vida, mi contento, mi sola alegría; lo soportaré todo, con tal que pueda reclinar mi cabeza sobre tu pecho, y aliviar con mis caricias, las fatigas y angustias de ta nueva carrera. Sebastián, padre mío, me recibió en sus brazos, me juró por la memoria de su madre, no alejarse jamás de mi lado. Pero el amor que a mi esposo tengo, no es el único que guardo en mi corazón. Vos, que habéis sido el refugio de mis pesares, el consuelo de mi alma, durante tan cruda ausencia, erais ya una necesidad para mi tranquilidad. Él, que, como sabéis, es siempre, el primero en leer en mi corazón, me dijo, que además de la dicha de llevar con nosotros a nuestro viejo padre, que no podría ya separarse de Sebastián, tanto es el apego que, desde su campaña en Alemania, le ha cobrado, estaba seguro de que vos nos acompañaríais, contando con el cariño que nos profesáis. Os confieso, que al principio, no me atreví a esperarlo, porque en vuestra avanzada edad, seguirnos a tierras remotas, a países desconocidos, me parecía exigir demasiado de vuestro afecto; pero me he engañado. ¡Dulce engaño, que hoy me colma de alegría!»

«¡Cuán grato me es, hija mía, escuchar las palabras tan tiernas y sinceras con que recompensas, lo que tú crees ser un sacrificio, y es tan sólo una necesidad   —254→   para mí! Sebastián y sus compañeros, no pueden ya tardar; el viento comienza a refrescar y el momento es favorable. ¿Estás pronta? ¿Has concluido de arreglar tu baúl».

«Sí, padre mío», respondió Lucía, «todo está listo, nada olvido; y para no hacer esperar a nuestros amigos, voy a ponerme al punto mi manta y a dar una mirada a esta habitación, en donde he pasado mi última noche de España».

«¡Eres un ángel!», exclamó fray Pablo; «tienes razón, demos gracias al Todopoderoso, por sus constantes beneficios, y pidámosle nos asista en nuestro viaje».

El religioso y la joven esposa, oraron un momento en silencio. Lucía marchó en seguida a decir adiós a la buena mujer del mesón, que, como todos cuantos la veían, le había cobrado gran simpatía; y como la pobre mujer tenía un hijo, entre los que debían acompañar a Gaboto a las Molucas, Lucía, con su buen corazón, que siempre le dictaba lo mejor y lo más caritativo, se fue a consolar a la madre, prometiéndole velar por su hijo, que era un joven de sólo diez y ocho años y el único que tenía.



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ArribaAbajoCapítulo II


Allons, jeune homme! Allons, marche!


CHENIER                


Es conveniente decir algo más sobre este viaje, que la conversación que hemos escuchado entre fray Pablo y Lucía. Creo que todos comprenden ya, que los jóvenes amantes, después de tanto desear y esperar, vieron por fin coronados sus sacrificios, y que al cabo de cinco años, el lazo del matrimonio los unió para siempre. Mariana, la anciana madre, murió un mes después de la partida de Sebastián, no pudiendo ya resistir a aquella última emoción. Murió la buena mujer, como había vivido, oscura y desconocida, reuniendo en sí misma cualidades poco comunes; espiró en brazos de su hija querida, recomendándola muy especialmente, a fray Pablo, que fue el consolador y amparo de aquellos últimos momentos. Su alma voló al Cielo, al lugar que deben ocupar allí, las de los justos, que han cumplido su misión aquí en la tierra, sin ostentación ni brillo y aún sin darse   —256→   cuenta a sí mismos, de los tesoros de bondad y dulzura, que al mundo han prodigado, embebidos siempre en la contemplación de sus deberes y de lo que creen lo mejor y lo más santo.

Don Nuño y Sebastián, que durante esos cinco años de ausencia, habían asistido a las más importantes batallas, que por esa época tuvieron lugar, con motivo de la antigua e interminable contienda del ducado de Milán; a las órdenes del duque de Medinaceli unas veces y otras a las del famoso duque de Alba; fueron siempre de los primeros, acreditando el uno con su pericia y bravura, pasados timbres, mientras que su pupilo, digno compañero suyo, consiguió en poco tiempo, por el esfuerzo de su brazo, y singular arrojo, el grado de teniente, que le concedió en el campo de batalla, el mismo duque de Alba, que a la verdad, no era muy amigo de prodigarlos a quien de derecho no le tocaban. Al cabo de esos cinco años, durante los cuales, muy pocas noticias de Murcia tuvieron nuestros guerreros, comprendiendo don Nuño los sentimientos de Sebastián, que fiel siempre al recuerdo de Lucía, le hablaba de continuo, del dichoso día en que volverían a Murcia, juzgó conveniente pedir su retiro y el de su compañero, hasta tanto que el joven deseara volver a aquella vida de constantes emociones, animado siempre por la idea de hacerse digno de la que amaba.

  —257→  

Cuando Sebastián y don Nuño se separaron de sus camaradas, el pesar fue general, pues tanto el uno como el otro, se habían hecho amar de todos. El duque de Alba recomendó muy especialmente a don Nuño, un célebre piloto veneciano, cosmógrafo inteligente, de nombre Gaboto, que al servicio de Enrique VII de Inglaterra, había descubierto la Terranova y el Canadá.

Descontento éste de la acogida, que el monarca inglés hizo a sus descubrimientos y a los proyectos que de continuarlos hacía, resolvió pasar a España, a ofrecer sus servicios a Carlos V, que, más que ningún otro monarca, tenía por aquella época (si se exceptúa el de Portugal), interés en continuar los descubrimientos, que veintiséis años antes, Colón había iniciado.

Gaboto, que según sus contemporáneos y el juicio de ilustres historiógrafos, era un hombre muy distinguido y poseedor de vastos conocimientos, sólo inferior a Colón; inflamado por los descubrimientos del ilustre Genovés y por manera alguna aleccionado por la ingrata recompensa, que sus inmensos trabajos merecieron, formó vastos proyectos, con grandes esperanzas de realizarlos en corto tiempo. Algunos años antes, Magallanes, inspirado por la idea que fue siempre la dominante en Colón, acababa de descubrir, en provecho del rey de España, el tan buscado paso a las Indias Orientales.

  —258→  

No encontrando Gaboto, apoyo a sus pretensiones, en el poco emprendedor Enrique, para descubrir nuevas tierras por aquel famoso paso, que fue causa de los gran des descubrimientos que inmortalizaron a Colón, decidió dirigirse al joven monarca español, para continuar en provecho de España, los descubrimientos que, merced al Portugués, debían por fuerza hacerse por el lado del sud. No dudando que al fin era llegado el momento de realizar lo que tantos sacrificios y desengaños había costado a Colón.

Muy luego, trabaron amistad nuestros viajeros, siendo así que además de sus vastos conocimientos, poseía Gaboto un corazón sensible y un exterior atractivo, logrando bien pronto ganarse la simpatía de Sebastián, que, a pesar de la diferencia de edades, (pues Gaboto contaba ya cerca de cincuenta años) se ligó estrechamente con él, apasionándose el entusiasta Español, de los proyectos y esperanzas del Veneciano, con ese ardor inherente a las almas jóvenes. Sebastián comprendió en breve, sus aventajadas teorías, resultado muchas de ellas de las juiciosas y sabias observaciones del desgraciado Colón.

Gaboto, hablaba de sus esperanzas, con esa ardorosa inspiración, que acompaña siempre las palabras del hombre de genio, y el joven las escuchaba con una atención en sumo grado halagadora, para el inspirado Veneciano, el cual no cesaba de pintar, con los más vivos colores, la inmensa serie de ventajas   —259→   que su viaje ofrecía a los jóvenes nobles e inteligentes como él; no ya insistiendo en las ventajas materiales y de ganancia directa de fortuna, que, a la verdad, sea dicho, aunque en desdoro de los campaneros de Colón, Cabral y sus imitadores, fuera su principal incentivo. Sino haciéndole ver, que además de esas riquezas, que tanto atraían a la generalidad de sus compatriotas, había otros medios, menos interesados y más nobles, de alcanzar nombradía y buena fama, para aquellos que se dedicasen a cultivar y utilizar las tierras conquistadas y sus desgraciados habitantes. Inflamábase el joven con tan risueños proyectos, y hasta don Nuño, a pesar de sus años, al escuchar las ardientes expresiones de Gaboto.

Sin embargo, Sebastián, más enamorado que nunca, volvía con la dulce esperanza de hacer suya a Lucía, para no abandonarla jamás. Vivo aún el recuerdo de aquella triste despedida, luchaba con encontrados afectos, sin saber cómo combinar un amor que era su vida, con aquella sed de emociones y descubrimientos, que se disputaban el imperio de su alma. Decidió, por fin, consultar a don Nuño; pero su viejo amigo, juzgó conveniente, sin embargo, dejar que por propia inspiración, decidiese el amante, lo que hallara más conveniente y de su agrado, no sin recordarle antes lo que a Lucía debía y la palabra que a su partida le había empeñado, de hacerla su esposa. Sebastián juró por cuanto de más sagrado   —260→   había, no haberle jamás ocurrido, ni la sombra de un deseo contrario al amor que a la doncella profesaba; y que en prueba de ello, renunciaba desde luego a nuevos viajes, prometiéndose dedicar el resto de su vida, a hacer la felicidad de su amada. Pero Gaboto, que era tesonero, y conocía muy afondo el corazón humano, observando el cambio de ideas de su joven amigo, juzgó conveniente no insistir en su demanda, hasta hallarlo conveniente de nuevo.

Llegados a España, pasó el Veneciano a Madrid, que era el lugar en que a la sazón se hallaba el rey con la Corte, prometiendo a Sebastián y a don Nuño, que así que consiguiese lo que del rey deseaba, volvería a Murcia, a ver en qué disposición se hallaban ellos para el viaje. Ya hemos visto, como la hermosa, cuanto discreta Lucía, hallara medio de contentar el propio corazón y el de su esposo, ofreciéndose a participar de las aventuras de aquel viaje, del cual, Sebastián y don Nuño, esperaban tanto provecho, y que para ella no representaba sino la dicha de seguir a Sebastián.

Lucía abandonaba la España sin pesar. El mundo suyo, el mundo de su corazón, el horizonte de sus afectos, se encerraba en aquella estrecha carabela, que iba a conducirles a remotas playas.



  —261→  

ArribaAbajoCapítulo III


The sails were filled and fair the light wind blew
As glad to waft him from his native home.


BYRON                


Era más de medio día; el sol en el zenit, repartía por igual su luz, cuando nuestros viajeros, merced a un viento favorable, zarparon del puerto de Cádiz, con el corazón henchido de esperanza y con la fe más viva en el hábil piloto que los guiaba. Lucía, de pie sobre la cubierta, apoyada en Sebastián, teniendo a su lado a fray Pablo y a don Nuño, rodeada de lo que más amaba en el mundo, dio un último adiós a las playas españolas y permaneció allí, hasta perderlas de vista.

Componíase la flotilla que mandaba Gaboto, de tres pequeños buques, costeados por la corona y de una carabela, propiedad de varios, entre los cuales, nuestros amigos tenían una parte considerable. Como doscientas personas acompañaban a Gaboto, que con el título de piloto mayor del Reino, que antes   —262→   alcanzaron Américo Vespucio y el desgraciado Solís, llevaba plenos poderes, para tomar posesión de las tierras conquistadas, en nombre del rey de España.

Algunas personas de distinción le seguían, deseosos los unos de atravesar de los primeros aquel famoso paso al Océano índico, con idea de aprovechar de las inmensas ventajas que al comercio ofrecía; y otros, movidos por el deseo, tan general por aquellos tiempos, de poseer los fabulosos tesoros que encerraban las Indias, y que hasta entonces habían sido exclusivamente monopolizados por los Portugueses.

El viaje empezaba bajo favorables auspicios, el tiempo no podía ser más bello ni despejado, las naves se deslizaban rápidamente sobre las aguas, perdiéndose de vista al siguiente día, las costas europeas, así que pasaron el cabo San Vicente.

Todos estaban animados y contentos; especialmente los que se hallaban a bordo de la carabela, el buque montado por Gaboto, y en el cual se encontraban reunidas las personas más distinguidas y conocidas nuestras.

Durante los primeros quince días, nada importante ocurrió que mereciera la atención de aquellos, que, animados por el deseo de descubrir tierras desconocidas, abandonaban su patria y sus familias; tocando sólo en la Isla de Tenerife, que hallaron a su paso, con el objeto de refrescar los víveres.

Lucía, que por vez primera veía el mar en toda   —263→   su magnificencia y grandeza, se pasaba largas horas en muda contemplación y recogimiento, en ese dulcísimo estado en que los pensamientos parecen tomar mayor ensanche que en el habitual; participando el espíritu de una extraña mezcla de sueño y de vigilia. Sentada en la elevada popa, siguen sus ojos la fugitiva estela que sobre las aguas marcala ágil carabela; allá van sus pensamientos a perderse, a confundirse con el gran misterio de la creación. Sin saber qué la ocupa y sin tener nada que echar de menos, se sorprende muchas veces, bañada en lágrimas; lágrimas dulces, que corren sin causa de pena, vertidas tan sólo por el irresistible enternecimiento que se apodera del corazón de los que saben sentir y amar, al contemplar las manifestaciones del poder divino.

Acompáñala siempre fray Pablo en sus mudas y solitarias reflexiones; de vez en cuando y gracias a sus variados conocimientos, explica éste a la joven esposa, cómo en los tiempos antiguos, algunos filósofos, merced a una asidua contracción, y al incesante estudio de la naturaleza, predijeron, aunque con ligeras diferencias, algunos de los más importantes descubrimientos, que fueron después asombro de las edades presentes.

Sebastián, compañero inseparable de Gaboto, le asiste en sus observaciones astronómicas, gracias a la buena voluntad y aplicación con que el hábil   —264→   piloto le instruye y le enseña a servirse de los instrumentos náuticos. Escribiendo, además, el diario de observaciones, que aquél llevaba con la más escrupulosa religiosidad.

Los días de fiesta, fray Pablo decía una misa sobre la cubierta del buque, a la que asistía la tripulación, presentando en tales momentos, el espectáculo conmovedor del hombre, que, en todas las horas de su vida, alza los ojos al Cielo y pide luz y amparo al Padre común.

Por la noche, los esposos leían a fray Pablo y a don Nuño sus amados cantos de la Eneida, y aquellos famosos romances, que tanto gustaban a Mariana. Más de una velada han pasado los viajeros escuchando a don Nuño, que narra con singular viveza, alguno de los muchos combates a que asistió siempre como actor.

«¡Ah, padre mío!», exclama en una ocasión Lucía, oyéndole describir una tremenda carga, que dieron en las playas de la Vega, a un famoso escuadrón de moros. «¿Esta es la guerra?¡Qué horrible cuadro hacéis de esos desgraciados perseguidos sin piedad! ¿Es posible? Vos, tan bueno, tan dulce de carácter, dar muerte, por vuestras propias manos, a tan bizarro jefe! ¡Dura ley, que convierte en terrible y desapiadado, al mejor de los hombres! ¡Qué suerte, que las mujeres, estemos siempre libres de semejantes espectáculos! ¡Oh, entonces los héroes   —265→   que tanto admiramos, nos causarían horror!» «A no dudarlo», replicó Sebastián; «a buen seguro, que no amarías tanto a ese bravo Cid Campeador, si le hubieras visto tú misma, dar cruda muerte al tremendo conde Lozano». «Entonces», agregó don Nuño, «¿quiere decir, mi bella Lucía, que me miras ya como a un monstruo sin corazón, indigno de ser querido?»

«Padre mío, exclamó Lucía sonriendo», merecíais por la sospecha, que fuese cierto; pero es una triste verdad, según mi sentir, que los héroes, conocidos de lejos y sólo por sus grandes hazañas, es que son admirables, y ejercen influencia sobre los corazones sensibles, por más que esto no sea para vos de fácil comprensión».

«¡Tienes razón, hija mía!» dijo fray Pablo, «que así se minoran sus defectos, como la dura ley que los empuja, entre el cúmulo de grandes acciones, que caracterizan al verdadero héroe».



  —267→  

ArribaAbajoCapítulo IV


Dans cette tourmente fatale
J'ai passé les nuits et les jours,
J'ai pleuré la terre natale
Et mon enfance et mes amours


V. HUGO                


Entretanto, continuaban su viaje, habiendo avanzado ya mucho camino, pues según las observaciones de Gaboto, debían hallarse muy cerca de los trópicos. Sin embargo, después de mes y medio de camino, en que el tiempo había sido constan temente sereno y despejado, empezaron a experimentar frecuentes lluvias, a la par que el viento, que hasta entonces soplara bonancible, comenzó a decaer tan visiblemente, que muy luego se vieron imposibilitados de continuar la marcha. Comprendiendo la necesidad que tenían, de no separarse unos buques de otros, por temor de cualquier accidente, habíales ordenado Gaboto a los comandantes de los otros buques, que si por algún evento, de los muchos que en el mar acontecen, se veían forzados a separarse de   —268→   la carabela, continuaran siempre el rumbo occidental directo. Pero ya sea obra de la fatalidad, o más bien, efecto de rivalidad, contra los que a bordo de la carabela navegaban, uno de los comandantes insistió con otro, para que, en el supuesto, de que sabían fijamente el rumbo en que debían continuar, no siguieran tun ciegamente a Gaboto; que en vez de embarcarse, como lo creían de su deber, en los buques de la Corona, se hallaba a bordo de la carabela, que era tan sólo de propiedad particular.

Una noche de las más tempestuosas y oscuras que hasta entonces habían experimentado vuestros viajeros, soplaba el viento con despiadada fuerza, el agua caía a torrentes, inundando la cubierta de los bateles; el trueno, que en esas latitudes, acompañado de un sinnúmero de relámpagos, aumenta con su horrible fragor el espanto causado por el vendaval, que por lo mismo que es poco común en aquellas alturas parece desatarse con mayor fuerza y rigor, Gaboto, infatigable, acompañado de sus bravos compañeros, seguía sobre la cubierta de su buque con ojo avisado e inteligente, las diversas faces que la tempestad presentaba, en tan horrible noche. Pareciole de repente, a la luz prolongada de un relámpago, que su flotilla no estaba completa. Temeroso de que, algunos buques, estuviese en apuros, se disponía a tomar medidas para descubrir la verdad, con la idea de auxiliarle si posible fuera, pues la lluvia   —269→   cesaba y el huracán calmaba ya sus furores. Sin embargo, como el día no podía estar ya muy lejano, decidió aguardar la luz para saltar en un bote y pasar a los otros buques, movido siempre por la generosa idea de prestarles socorro.

Lucía y fray Pablo, en oración delante de una imagen de Cristo, pasáronse toda aquella horrible noche pidiendo al Padre de los afligidos, calmase las furias de los dos elementos. El Cielo pareció al fin escuchar clemente sus voces; a medida que la luz del día se acercaba, la lluvia cesaba y el viento caía. Cuando fue completamente de día, nuestro piloto, con singular pesar y asombro, vio que de los cuatro buques que mandaba, sólo tres le quedaban; habiendo el otro sin duda sido arrebatado por la tormenta.

Al punto se trasladó a bordo de los buques que le quedaban, teniendo allí aumento de pesar, al saber que el malogrado bergantín, había sido destrozado tan sólo por la mala voluntad y desobediencia de su comandante, que en vano quiso arrastrar en pos de sí al joven Aguilera, que tenía a su cargo el mando de uno de los otros buques. Después de elogiar cumplidamente la buena conducta del comandante, recomendando a todos la más estricta vigilancia, volviose Gaboto a la carabela, deplorando la pérdida del bergantín y de su desgraciada tripulación a la par que lastimado por aquel primer síntoma de desafección en los que mandaba; que si bien habíales   —270→   sido fatal a ellos mismos, era ya un mal precedente para los preceptos de rígida disciplina, que eran sus más constantes deseos.

¡Con cuánta amargura lloró Lucía la suerte de aquellos desgraciados, que en sus hogares habían dejado tantas esperanzas, que no debían realizarse jamás! Aumentando a bordo de los tres buques el malestar y descontento, cuando a eso de medio día, vieron sobre la superficie de las11 revueltas y enturbiadas aguas del Océano, pedazos de mástiles y tablas, últimos vestigios del malogrado bergantín.

El mal tiempo parecía conspirar en contra, de los viajeros; el sol continuaba oculto entre las nubes, y si bien por momentos se mostraba pálido y descolorido, era para tornar luego a ocultarse tras más opacas y negras nubes, que dejaban en pos de sí una llovizna menuda y fría. En este estado se pasaron dos días, sin que la, más mínima ráfaga de viento agitase las mojadas y arrugadas velas. El corazón de los navegantes, oprimido por la reciente desgracia y por aquel tiempo tan opaco y tempestuoso, del cual nada bueno esperaban, pintaba en sus semblantes el más completo desaliento. Gaboto, viendo el malestar de los suyos y temiendo además que la escasez de víveres, que empezaba ya a hacerse sentir, fuera causa de algún levantamiento, en gente que tanto se prometía, les pintaba, con el ánimo de distraerlos, la magnificencia de los países a donde los   —271→   llevaba y aquellas islas del mar Índico, cargadas de oro y piedras preciosas. Ofrecimientos que, a la verdad, no eran engañosos en el dictamen suyo y que creía verlos realizados todos.

Lucía, en tales momentos de general abatimiento y desconsuelo, fue el ángel salvador de aquella pobre gente. De las provisiones especiales y regaladas, que para uso propio traía, hizo partícipes a todos los marineros, repartiendo entre ellos, aquellos presentes, acompañándolos siempre de una palabra de consuelo. Además durante aquellos penosos días, se reunía a las mujeres que acompañaban a los navegantes, y gracias a la apacibilidad y dulzura de su corazón, conseguía, por medio de halagüeñas expresiones, animar al decaído espíritu de los unos y encender el apagado celo de los otros.



  —273→  

ArribaAbajoCapítulo V


Thus bendig ó er the vessels waving side
To gaze on Dians wave reflected sphere
Her soul forget her schemes of Hope and Pride.


BYRON                


Felizmente, al espirar el tercer día, después de tanto sufrir y desear, el tiempo cambió de aspecto, prometiendo en aquella noche, que el siguiente, sería del todo distinto a los anteriores. Gaboto, como hábil piloto, que preveía este cambio por esos insignificantes fenómenos que escapan al ojo del ignorante y son el más seguro guía del hombre avezado al mar, aseguró a los suyos, que, el siguiente día, volvería de nuevo a soplar favorable el viento y que serían muy pronto coronados sus esfuerzos, por el más completo éxito. En efecto, la mañana amaneció clara y despejada, viéndose de una manera muy visible, que a medida que el sol subía, el viento que desde luego soplara bonancible, llenaba las velas, prometiendo no caer, en todo el día. Gracias a la mudanza tan completa y ventajosa que el tiempo sufrió,   —274→   avanzar nuestros viajeros, en aquel día y muchos otros que se subsiguieron, una notable distancia; haciéndose luego muy perceptible el cambio de hemisferio en que entraban, por una serie de fenómenos, que se sucedían, a medida que navegaban.

¡Cómo pintar la espléndida serenidad y hermosura de esas noches tropicales, en que el cielo, cubierto de millares de astros refulgentes, semeja una trasparente gasa, al través de la cual, asoman resplandecientes los diamantinos ojos multitud de celestes querubines!

Lucía, más que nadie, goza con el espectáculo encantador de aquella naturaleza, en su más lujosa manifestación, aspirando con delicia, las perfumadas y blandísimas auras, que traen hasta los bateles, la amenidad y fragancia que de sí exhalan las arboledas y florestas del Nuevo Mundo, como en los más floridos y risueños meses de la coqueta Andalucía.

Parecía que, a medida que se acercaban a tierra, hasta las aguas del salobre Océano, con todo aquel conjunto de amenidad y blandura, disminuían benéficas, la acritud y aspereza de su sabor. Varios de aquellos que no aventuran jamás su vuelo a gran distancia de las costas, revoloteando curiosos al rededor de las naves, parecían acoger amigablemente aquellos huéspedes, que al Nuevo Mundo venían. Gaboto, aseguró a sus compañeros, que, según sus observaciones, al cabo de dos días,   —275→   a lo más, distinguirían claramente las costas del Brasil. La esperanza de ver tierra, después de dos meses de navegación, fue saludable bálsamo, que reanimó los tristes y desalentados corazones; siendo tanta la ansiedad por ver la tierra, que nadie pensó en dormir en aquellas dos noches, que precedieron al día 15 de abril, en que se avistaron las costas brasileñas. Más de una vez, el imperioso deseo de nuestros navegantes, tomó por tierra esos mirajes, que en los trópicos se ven con tanta frecuencia, formados por las nubes que se levantan sobre el horizonte. Más de un falso grito de ¡tierra! agitó a los impacientes viajeros. Fue, por último, el infatigable Gaboto, quien tuvo lo suerte de distinguir el primero, las costas de Pernambuco, que se avistaron muy de mañana, así que el sol, con sus esplendentes rayos, brilló en el horizonte. Al punto el grito de ¡tierra! ¡tierra! corrió como una chispa eléctrica, de uno en otro buque, siendo unánime el movimiento de caer de rodillas, para dar gracias al Todopoderoso, por aquella primera esperanza, que presagiaba cercano, el fin de tantas angustias.

Muy luego y gracias a los vientos reinantes, que por aquella estación soplan de Oriente a Occidente, perdiéronse de vista las costas de Pernambuco y de Bahía, no sin que el Veneciano tuviese más de un choque, con sus impacientes compañeros, que insistían con marcadas señales de descontento, por acercarse   —276→   a la costa, con el deseo vehemente de desembarcar, para procurarse algunas provisiones. Pero él, que sabía el doble riesgo que corrían, una vez desembarcados, siendo aquellas tierras, propiedad del rey de Portugal, por descubrimientos del Portugués Cabral, algunos años antes; y que además de las rivalidades que por aquella época existían, entre la Corte española y la de Portugal, respecto a las tierras descubiertas, para cuya legítima posesión habían acudido ambos soberanos, al Sumo Pontífice; y suponiendo que de los naturales, no podía esperar sino las más duras agresiones, recordaba el espantoso fin del malogrado Solís, que había perecido a manos de aquellas tribus antropófagas. Trataba de alejarse, merced al viento favorable, a pesar de las instancias de los suyos, costándole mucho persuadir de estas terribles verdades, a sus hambrientos y desconsolados; compañeros, viéndose, por último, obligado a variar de itinerario, atendidos los riesgos que de una y otra parte, le amenazaban.

Los Españoles, que desde sus naves miraban con envidiosos ojos, aquellas risueñas costas, coronadas de palmeras, donde el Creador, con pródiga mano, acumuló cuanto de más bello y prodigioso produce su inagotable poder; amenazaban a Gaboto con duras palabras y crueles reproches, abandonarle con aquellos que quisieran seguirle en su aventurado viaje, si al punto no dirigía a tierra sus naves. En   —277→   tan crítico momento, comprendiendo el Veneciano que nada puede el raciocinio sobre gente abandonada al furor de sus pasiones, recurrió al único medio que le inspiró su corazón, para no caer en manos de los Portugueses, que tratarían por todos los medios de retenerlos prisioneros, o lo que era peor aún, les abandonarían al furor de los indígenas. Lucía y fray Pablo, a ruegos de Gaboto, pedían a las mujeres de los amotinados, con las más tiernas y enternecedoras expresiones, se resignasen a aquellos sufrimientos, confiando en la incansable misericordia divina, que les concedería en premio, abundante y preciosa recompensa; exigiéndoles, jurasen sobre una imagen de Cristo, obedecer ciegamente las inspiraciones del hábil piloto, que a seguro puerto les guiaba.



  —279→  

ArribaAbajoCapítulo VI

Reunidos en consejo, a bordo de la carabela, los comandantes y las personas más notables, entre las cuales se hallaban dos hermanos de Balboa, el descubridor del Pacífico, Gaboto, en pocas palabras, les demostró la necesidad en que se veía, de entrar al río de Solís, esperando que, los descubrimientos que allí harían, les recompensarían ampliamente aquel cambio. Atendida la urgente necesidad de alimentos, que de día en día se hacía más apremiante, unida al desaliento y mala voluntad de las tripulaciones, comprendiendo todos, la importancia de escuchar los sensatos consejos del prudente Gaboto, asegurándole con las más visibles muestras de simpatía, estar dispuestos a seguir en todo, su valiosa opinión, escuchando las juiciosas observaciones de su experiencia. Agradeció Gaboto, con enternecimiento, aquellas palabras amigas, de que tanta necesidad tenía su combatido espíritu, anunciándoles, juzgaba, por la costa que llevaban a su derecha,   —280→   hallarse próximos a descubrir alguna gran porción de tierra, desconocida hasta entonces.

¿Cómo explicar debidamente el descontento que sentía Sebastián, viendo la serie de privaciones y malos ratos, que con fortaleza verdaderamente sublime, soportaba la constante Lucía? «Torpe de mí, amiga mía», exclamaba con profunda tristeza, «que expuse tu sensible corazón a tan terribles pruebas. ¿Qué hacer? ¿Cómo podrás resistir las tremendas pruebas que aún te esperan? ¡Ay! ¿Si pudiera yo a fuerza de amor, y de constancia librarte de los tormentos a que te he expuesto? ¿Qué haré Lucía, qué haré el día que te falte aún ese tosco pan de marinero, que comes con tanta resignación, sin empaparlo antes con amargas lágrimas?» Lucía, a tan tristes quejas, respondía con estas palabras, acompañadas de su más encantadora sonrisa: «¿Qué haremos, Sebastián? ¡Moriremos, y en un último abrazo, subirán juntas nuestras almas, a reunirse a aquellos que en el Cielo nos esperan! ¿Por qué te agitas? ¿Por qué te arrepientes de haberme creído digna de compartir contigo estas calamidades, que no lo son para mí, puesto que aún me resta la dicha de estrecharte contra mi corazón! ¡Ay! Cuando comparo, estos sufrimientos, esta privación de un poco de pan blanco y regalados manjares, con la constante muerte de una prolongada ausencia, entonces bendigo una y mil veces, el momento, en que me   —281→   aceptaste por compañera de tus peregrinaciones. ¡Ea! ¡mi valiente Hurtado, recobra tus antiguos bríos, confía en la Providencia, abrázame y no temas desmaye, quien vive más de la luz de tus ojos, que del grosero alimento del cuerpo!»

«¡Ah! Lucía», exclama Sebastián abrazándola y cubriéndola de amorosos besos, «¿qué he hecho yo para merecer tu cariño?» Y ambos esposos, tornados de la mano, subieron sobre la cubierta, en donde todos, con ojos ansiosos, miraban un punto blanco, que en el horizonte asomaba. Después de navegar algunas horas, con un viento amorosísimo, continuaron siempre costeando el Brasil, y doblando el cabo de Santa María, entraron en el magnífico río, que hasta entonces fue llamado de Solís; y que después, por algunas causas sobre las cuales hay gran divergencia entre los historiadores, tomó el de río de la Plata, que hasta hoy conserva. A poco andar, descubrieron ser aquel punto blanco, una pequeña isleta, que parecía desierta. Una vez que fueron llegados, mandó Gaboto echar las anclas, con la idea de que su gente, que había pasado del más completo abatimiento, a la más bulliciosa alegría, saltara en tierra e hiciese provisión de lo más conveniente, que allí encontrase.

Al punto, desbandáronse por la isla los ansiosos navegantes; no sin haber antes, precedidos por fray Pablo y Gaboto, dado gracias a María Santísima, por   —282→   haber encontrado tan a tiempo aquel socorro; después de lo cual, tomaron posesión, como en aquellos casos se estilaba, en nombre de Su Majestad Carlos I, de aquel pequeño pedazo de tierra, que no era sino el principio de sus descubrimientos futuros. Muy poco o nada de valimiento, hallaron los descubridores en la desierta isla, a no ser algunos pájaros, con los que se regalaron los hambrientos Españoles, como lo hubiesen hecho con el más sabroso y suculento manjar.

Luego que hubieron recorrido la isla, en todas direcciones, que a la verdad, por la estrechez de su tamaño, fue cosa de muy corto rato, viendo Gaboto que el puerto era poco reparado, mandó levantar las anclas y se dispuso para continuar la marcha, dando por nombre a la isla, San Gabriel, en honor del divino arcángel, mensajero de la santísima Virgen.

Con alegres corazones y animados semblantes, continuaron el viaje, llegando ese mismo día hasta el punto en que el Paraná y el Uruguay, confunden sus aguas.

El siguiente, resolvió Gaboto dejar en aquel lugar, al cual llamó de las Palmas, la más grande de sus naves, pues a medida que avanzaban, el río tenía menos fondo, determinando seguir solo con la carabela y el más pequeño de los buques, hasta descubrir la tierra firme, que parecía ya muy cercana. Desde entonces, navegando el Paraná hacia el Oriente, no   —283→   tardaron en encontrar un sinnúmero de floridas islas, que parecían jardines flotantes.

Lucía, desde la cubierta, cogía con sus manos, a la pasada, infinita variedad de pintadas y fragantes flores, que de los sauces colgaban, formando con sus enroscados y flexibles tallos, un gracioso puente de hojas y flores, de un árbol a otro. Veíanse bandadas de loros de variados colores, que, seguidos de sus bulliciosos pichones, se acercaban a los buques, que con sus blancas y henchidas velas, no dejaban ellos de tomar por inmensos nubarrones, cerca de los cuales venían a revolotear curiosos y confiados, hasta que el movimiento de la gente, les hacía desbandarse en ruidosa algazara.

En algunas partes se estrechaba tanto el río, que los árboles, que en una y otra margen había, confundían sus ramas, cubriendo con sus verdes y lustrosas hojas la cubierta de los buques y enredándose caprichosos en los cordajes y mástiles. Grande asombro y contento causaba a los Españoles, el ver algunas de esas ramas, que en su rápida marcha, tronchaban los bajeles, dejar a sus pies, hermosísimas naranjas, que por lo relucientes y amarillas parecían de oro macizo.

El 8 de mayo de 1526 entraron por fin en un río más pequeño, formado por uno de los cien brazos del Paraná y descubrieron a poco andar una inmensa costa, que en vasta llanura se extendía.

  —284→  

Difícil es expresar el gozo de Gaboto, al descubrir aquella inmensa extensión de tierra, desconocida hasta entonces y que parecía habitada por gente mansa e inofensiva, a juzgar por el asombro y tranquilidad con que desde tierra, un grupo de indios, contemplaba las naves que avanzaban rápidamente. Los Españoles, a su turno, miraban con curiosidad a unos veinte o treinta indios, que con los cuerpos casi desnudos, con las cabezas cubiertas de plumas y en la más completa inmovilidad, semejaban estatuas de barro.

Desde ese momento, olvidáronse las pasadas privaciones y rencillas, ocupándose todos en tributar su acción de gracias a la benéfica Providencia y al excelente piloto, que con lágrimas de enternecimiento abrazaba a sus compañeros.

Al punto, comprendiendo que aquellos indios, a pesar de estar armados muchos de ellos con flechas, no parecían dispuestos a hostilidad alguna, ordenó Gaboto a los suyos bajasen todos a tierra, intimándoles observaran cordura y moderación. Acercábanse los indios con creciente curiosidad a los Españoles, tocaban sus vestidos y sus armas, con pueril asombro y lanzaban gritos de alegría.

Después de disponer, que los buques tomasen sus medidas, para no ser sorprendidos por algún accidente, despachó Gaboto una lancha, en busca del bergantín y se internó con los suyos tierra adentro, guiado por los indios.

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Lucía, encantada con el espectáculo de aquella naturaleza virgen, seguía a Sebastián y a don Nuño, asistiendo con su brazo al viejo fray Pablo, que, a pesar de sus años, andaba con paso ágil. El lugar en que se hallaban, llamado por los indios, del Carcarañal, no es ciertamente de los más bellos de la costa del río Paraná; y aunque su vasta y verde llanura cautivaba especialmente la admiración de los Europeos, el terreno era por de más árido, cubierto de una yerba muy verde y allá, bastante dura.

Precedidos por los indios, a los cuales, por señas únicamente, habían explicado, venían desde muy lejos, no la intención de hacerles daño, sino de trabar amistad con ellos, llegaron al campamento, en donde fueron introducidos a presencia del cacique.

El jefe de esta tribu, llamada de los Timbúes, era un viejo bastante entrado en años, el cual recibió a los extranjeros con suma cordialidad, ofreciéndoles en el momento algún refrigerio, de los que ellos habitualmente tomaban y dándoles a comprender, que así que volviesen otros indios, que habían salido a cazar, el alimento sería abundante y nutritivo. Entonces, mandó Gaboto a uno de sus compañeros, hiciese ver a los indígenas la superioridad de sus armas. Al punto volteó el Español de un tiro de arcabuz, una pequeña rama de algarrobo, que estaba a distancia de cien pasos, por este medio hízoles comprender, que ellos   —286→   podían en muy corto tiempo cazar lo necesario para su alimento, lo que en el momento trataron deponer en práctica, seguidos de varios indios que se ofrecieron a acompañarlos, maravillados de la inmensa superioridad de aquellas armas, de ellos no conocidas.

Las indias, que, en gran número, estaban apiñadas detrás de los indios, miraban con expresiva admiración a la graciosa joven, que en extremo fatigada por la distancia que había andado, se había dejado caer sobre un montón de paja, con esa gracia especial que acompañaba a todos sus movimientos, dejando visibles fuera del borde de su vestido, sus piecitos, calzados con unos zapatos de tela negra, que la aspereza de la yerba, había roto en varias partes. Las demás Españolas, acostumbradas a ver siempre a la animosa Lucía, dar consuelo a todos los que sufrían, la rodeaban solícitas, ofreciéndole sus servicios, pesarosas por la expresión de cansancio, que alteraba sus bellas facciones.

Pasaron el resto del día, recorriendo en todas direcciones aquella tierra poblada de una variada cantidad de animales, muchos de ellos desconocidos para los Europeos; y a la noche, recogiéronse a sus naves, no siendo dable quedarse en tierra, en las estrechas chozas de los indios.



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ArribaAbajoCapítulo VII

Convencido Gaboto, de que los indígenas no opondrían resistencia a sus miras, decidió levantar allí, la primera habitación, que tuvieron los Españoles en el río de la Plata. Al punto ocupáronse en acopiar madera, que en grande abundancia encontraban en los alrededores; y ayudados de gruesos puntales que clavaban en tierra y de un barro, para el cual el terreno se prestaba admirablemente, levantaron en poco tiempo, un fuerte que se llamó del Espíritu Santo, en el cual se vieron obligados a trabajar, desde el último marinero, hasta el más distinguido personaje, de los que acompañaban a Gaboto.

Sebastián, que es de los más ardientes en el trabajo, impacientado con la idea de procurar un abrigo para la delicada Lucía, se ocupa con esmero singular, en la confección de dos pequeños cuartos, algo separados del cuerpo principal del edificio, los cuales quiso la joven esposa, así que estuvieron concluidos, adornar lo mejor posible, con los pocos muebles, que de España trajo. Allí veremos de nuevo,   —288→   figurar el cómodo sillón, compañero inseparable de fray Pablo, la mesa de encina sobre la cual se habían apoyado tantas veces los amantes, embebidos en la lectura de sus libros, los mismos que, colocados simétricamente sobre la mesa, daban a la rústica habitación, un sello de cultura, extraño hasta entonces, a aquellas remotas tierras.

La vieja arca de Mariana, convertida en sofá, unas pocas sillas, un hermoso tapiz, presente de boda de Sebastián, y algunos cuadros de imágenes sagradas, sin olvidar dos hermosos floreros, que don Nuño había regalado a Lucía el día de su casamiento, a título de padrino, adornados siempre con las pocas flores que por aquel árido lugar se hallaban, completaban el mueblaje de uno de los cuartos. En el segundo, había una cama, un espejo pequeño, en el cual arreglaba la joven esposa sus modestos atavíos, y algunos otros artículos de toilette, que hubieran hecho sonreír desdeñosamente a las exigentes petimetras del siglo XIX.

En tan estrecha y desnuda vivienda, sentíase Lucía más dichosa, que lo que nunca fuera altiva sultana, en su dorado y perfumado retrete; allí estaba Sebastián, a quien tanto amaba, y que tan enamorado y solícito pagaba aquel amor con constantes y nunca desmentidas pruebas de acendrado cariño. ¿Qué más podía apetecer aquella alma, nacida sólo para sentir los goces de la más exquisita ternura? El   —289→   mundo suyo, era el mundo del amor, su universo acababa, donde no había a quien amar.

Gracias a tan bellas disposiciones, el ascendiente de Lucía sobre su pequeña tribu, como ella graciosamente llamaba a las pocas familias españolas, que en su compañía habían venido, era cada día mayor. ¡Vieseis cómo la madre, que sentía a su hijo descontento y afiebrado, se llegaba a la habitación de Lucía para pedirle consuelos y socorro, escuchando con los consejos y tiernas expresiones, que en tales casos, de los labios de la esposa salían, cual mana de la fuente que da vida, el agua cristalina y trasparente! ¿Qué corazón lastimado acudió a ella jamás, que no saliera de su presencia, reanimado y entero, templado al dulce calor de aquella alma fuerte y delicada, que parecía siempre y con mayor desarrollo, adquirir fuerzas para sí y para cuantos a ella acudían?

Al cabo de unos meses, durante los cuales, los Españoles habían recorrido alguna parte de la tierra que ocupaban, acompañados siempre de los Timbúes, que por medio de señas trataban de hacerles comprender el riesgo que corrían internándose, por hallarse rodeados de feroces enemigos, consiguieron entenderse regularmente y tener conocimiento de lo que aún ignoraban.

El cacique Carripilun, a quien hemos visto agasajar a los recién llegados, lo mejor que le fuera posible,   —290→   contaba, según su cuenta, cerca de novecientas lunas y era considerado por los indios que mandaba con absoluto poder, como un ser muy superior a los demás caciques, que hasta entonces habían gobernado su tribu; pues, además del rango que como jefe ocupaba, poseía méritos muy superiores a los de todos sus súbditos.

Marangoré, su hijo mayor, heredero del cacicazgo, hallábase a la sazón ausente, con su hermano Siripo y los más distinguidos personajes de la tribu. El joven cacique, no obstante sus pocos años, gozaba de la consideración más completa por parte de los suyos, que le juzgaban digno de suceder a su ilustre padre, tanto por la singular riqueza de su ingenio, cuanto por su denuedo y prendas guerreras.

Acostumbraban los indios casar sus primogénitos con las hijas de aquellos otros caciques amigos, con los cuales deseaban formar alianzas para sus guerras; y según esta costumbre, Marangoré había ido en busca de la hermosa Lirupé, hija del cacique de los Gubachos, que era una tribu que se hallaba, andando hacia el Oeste; gente guerrera y esforzada, merced a la cual, esperaba Carripilun, podría resistir los constantes ataques de los feroces Charrúas.

Así que los Españoles pudieron entenderse libremente con los indígenas, merced a la prodigiosa facilidad, con que la bella Española se hizo dueña en poco tiempo del habla de los indios, explicó   —291→   Carripilun a Gaboto, cómo, hallándose ausente su hijo, deseaba esperar su vuelta, para tomar cualquier resolución, en el supuesto que él, hallándose ya próximo a su última hora, deseaba cuanto antes que Marangoré entrase en posesión del cacicazgo. Prestose Gaboto a esperar al joven cacique, para continuar internándose, exigiendo sin embargo, antes, de Carripilun, reconociese al rey Carlos I, como a su soberano y legítimo señor, poseedor, desde ese momento, de aquella tierra y de las que en adelante fuesen por ellos descubiertas. El indio, que era prudente y avisado, le dijo que, en cuanto a reconocer al rey Carlos, como soberano de las tierras conquistadas y por conquistar, poco incumbía eso a él o a sus súbditos, atendido a que ellos eran una tribu nómade, que tan pronto estaba en un sitio como en otro, según sus necesidades; y que no cultivando la tierra, creían a todos con igual derecho para llamarla suya, siempre que supiesen defenderla contra los enemigos, que por todos lados había. Y que, como a juzgar por ellos, el soberano debía ser hombre de buenas prendas y de palabra, él y todos los suyos, dábanse ya por sus amigos y aceptaban su alianza.

Muy pronto, gracias a la nueva facilidad que de entenderse tenían, ligáronse los Españoles con los indios; teniendo Gaboto la felicidad de que las gentes que le acompañaban, gracias a su buen natural y moderación, tratasen a los indios, como no habían   —292→   sido tratados hasta entonces en ninguna parte, aquellos desgraciados habitantes del Nuevo Mundo.

Gaboto nombró comandante del fuerte a don Nuño de Lara, poniendo de segundo jefe a Sebastián de Hurtado, y como el fuerte se hallaba situado a poca distancia del campamento de los Timbúes, las relaciones eran cada vez más amistosas de una y otra parte.

A decir verdad, muchos, o el mayor número de los aventureros, se encontraban bastante descontentos, porque hasta ese momento, las grandes privaciones que habían sufrido, por manera alguna, les habían sido compensadas; siendo así que en vez de las pingües riquezas que esperaban, habían tan sólo hallado una vastísima extensión de tierra inculta, poblada de terribles enemigos, de la cual no parecía posible sacar provecho, sino después de muchos años de duro trabajo. Perspectiva nada risueña para los indolentes Españoles, que confiados en las maravillas, que de las Indias se contaban, abrigaban la esperanza de poseer vastísimos tesoros, con sólo bajarse al suelo, para recoger un sinnúmero de piedras preciosas, de extraordinario tamaño y riqueza. Imaginad el desaliento de estos ambiciosos, viéndose obligados a fabricar una tosca habitación y a vivir tan sólo de la caza y de la pesca, que ellos mismos se procuraban, sin ver más oro ni riquezas, que aquellas que su ardiente imaginación, de continuo les pintaba.

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Quiso, sin embargo, la buena suerte de Gaboto, que esta vez escuchasen sus consejos y esperasen la vuelta de Marangoré, con la esperanza, que era la luz que les guiaba, de hallar algún día, los soñados tesoros en cuya busca corrían.

Marangoré y su hermano Siripo, conduciendo a la hermosa Lirupé, seguidos de un numeroso llegaron una mañana al campamento, después de ocho meses de espera, por parte de los ansiosos descubridores.

Cuando Marangoré, joven indio de veinticinco años, vestido solamente con una cintura de plumas rojas, que ceñía su delgado talle, con la cabeza adornada con plumas del mismo color y con una aguda flecha adornada también con plumas rojas, se presentó en el fuerte del Espíritu Santo, en compañía de Siripo y de dos compañeros, que vestían casi el mismo traje, con excepción de la flecha, pues ellos venían desarmados; cautivados los Españoles por la gentil presencia del indio y por el acto de cortesía que hacía, viniendo a entregarles la flecha que significaba, según ellos: he aquí mis armas, soy amigo, rodeáronle solícitos, ofreciéndole su amistad y pidiéndole noticias de su viaje. Marangoré, contestó en su lenguaje expresivo y figurado, que había traído consigo, a la más brillante estrella del cielo de la Pampa, y que su padre se había ofrecido a auxiliarlos en sus guerras: asegurándoles en seguida,   —294→   hallarse dispuesto a cumplir lo prometido por Carripilun el Sabio, ansiando, tanto como ellos, lanzarse en persecución de los Charrúas. Después de lo cual invitó a Gaboto y los suyos, para que el siguiente día, después de la salida del sol, viniesen a sus chozas, para tomar parte en el regocijo, que con motivo de su casamiento debía tener lugar. Gaboto y nuestros amigos le prometieron no faltar y le acompañaron hasta mitad camino.

Pocos momentos después, una docena de indias se presentaron en el fuerte, con la comisión de invitar a la blanca Española y a las suyas, en nombre de la hermosa y opulenta princesa Lirupé, hija del valiente cacique Antritipay, el de los ojos grandes, para que asistiesen a la fiesta de su matrimonio.