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ArribaAbajoRamón Gómez de la Serna


ArribaAbajoEntre la idea y la palabra

En doble sentido fue genial, a mi modo de ver, Ramón Gómez de la Serna: tuvo la genialidad de la invención literaria y -como poquísimos- la genialidad de la palabra imaginativa. Mientras viva recordaré una velada en Buenos Aires, pronto hará veinte años, en que Ramón, ante un pequeño grupo de amigos, habló durante cuatro o cinco horas en todas las posturas que permite la complexión del cuerpo humano y acerca, no de omni re scibili, como Pico della Mirandola, sino de omni re imaginabili: la alergia, la muerte de Cambó, el peronismo, la anatomía de la cabeza, España, la greguería... Y todo ello con un lenguaje personal, suculento, lleno de destellos por igual irónicos y mágicos. Algo literalmente fabuloso.

Ramón, genio de la invención literaria y de la palabra imaginativa. ¿También del teatro? El 7 de diciembre de 1929 fue estrenada en el teatro Alcázar, de Madrid, su «farsa fácil» -así la llamó él- Los medios seres. «El día del estreno -nos dice uno de los asistentes-, el público, formado en su mayoría de intelectuales, jóvenes vanguardistas y admiradores de Ramón, fabricó el gran éxito previsto, no sin que se produjesen algunas protestas a cargo de espectadores despistados e ingenuos.» Lejos ya de aquella sugestiva circunstancia, ¿qué podrá decir hoy de Los medios seres uno que por afición y por oficio hubiese contribuido con gusto a «fabricar» ese buen éxito inicial que la comedia tuvo?

Los medios seres, farsa fácil. Fácil es, en efecto, la idea de construir una farsa sobre la tesis de que la vida social -comenzando por la amistad y el matrimonio, en lo que de «vida social» tienen una y otro- sólo pone en juego las mitades, los cuartos o los octavos de nuestro ser que suscita y exige la personalidad del otro, cuando el otro no sabe dejar de ser un ente limitado, carente de ambición y generosidad. Menos fácil ya, la original idea de hacer que los personajes den apariencia escénica a esa realidad pintados y caracterizados con una mitad en negro y la otra en un color claro, distinto para cada uno. Dalí hubiera sido feliz proyectando el decorado y el vestuario de Los medios seres.

Pablo y Lucía van a celebrar el primer aniversario de su matrimonio. Todo les va bien, pero algo les falta para ser felices: al alegre y optimista Pablo, el contrapunto de gravedad y patetismo que de cuando en cuando pide el alma romántica de Lucía; a ésta, la alegre y un poco alocada vitalidad que con frecuencia -porque íntimamente es menos animoso y seguro de sí de lo que aparenta- ansia su esposo. Unas cuantas escenas ponen sendos trazos cómicos en el recuerdo de esa fecha. Por fin, Pablo y Lucía deciden ofrecer un té a sus amistades; será el mejor modo de convertir en fiesta el aniversario. Ese té social llena el segundo acto de la farsa, y todo él es una deliciosa greguería irónica de la llamada «vida de sociedad»; algo así como una versión ramoniana de Oscar Wilde. Y sin mayores complicaciones intermedias, la farsa termina con una partida de «parchís» entre Pablo, Lucía, Margarita y Fidel. Margarita, la alegre loca que echa de menos Pablo; Fidel, el romántico grave que le falta a Lucía.

En el centro de Los medios seres, una idea psicológica y social no muy brillante, más bien tópica, y una muy brillante y original idea escénica. En la superficie de la farsa, el variopinto, fantástico jardín de la palabra de Ramón, hecha coloquial greguería, «La greguería -dijo su creador- es para mí la flor de todo: lo que queda, lo que vive, lo que resiste más al descreimiento.» Leed algunas de las que confidencialmente dicen los personajes de Los medios seres: «Estamos faltando siempre a una cita que no hemos dado»; «Hasta en los días de más sol me lo encuentro con el paraguas al brazo, como si llevase el bastón ele luto»; «Rendueles tiene cara de reloj que marca la hora de un país que no es el mío»; «El destino se lleva a los que no suspiran»; «Necesito el cine todos los días. Para mí es un largo correo que abro»; «Los besos de cine. Se quedan tan confundidas las almas, que él se queda con la de ella y ella con la de él»; «Los que son realmente amados son los únicos que saben hasta qué punto no se les amó»; «Tomo helado para tener la boca chica»; «Los negros llevan el ojo derecho en lugar del izquierdo, y viceversa»... Veinte más: Buena parte del teatro de humor ulterior a 1930 -el Mihura de Tres sombreros de copa, el Ionesco de La cantante calva o de Las sillas- está genialmente preludiado por la greguería escénica de Ramón.

Algo falta, sin embargo, entre la idea y la palabra de Los medios seres; falta... el teatro, lo que en el teatro es trama y construcción; en definitiva, lo que en el teatro es cuerpo. Por esto, si hoy se estrenase esa farsa de Ramón, es seguro que tendría -«fabricado» por los intelectuales y los más o menos jóvenes vanguardistas en quienes el interés estético pervive junto al interés ético- el gran éxito inicial que en 1929 tuvo; éxito subrayado por las protestas de algunos espectadores a la vez despistados e ingenuos. Pero también es seguro que la farsa no se mantendría mucho tiempo en el cartel. Porque a la indudable y estallante genialidad literaria de Ramón le faltaba la vena teatral. Si la hubiera tenido, ¿no hubiera sido él otro Pirandello?






ArribaAbajoJulio Palacios


ArribaAbajoUn Quijote de la física clásica

Discurso necrológico en la Real Academia Española.


Nunca se borrará de mi alma el recuerdo del último día en que le vi con vida. Tres veces, en el curso de dos horas. Primero, en nuestra sesión plenaria, discutiendo con tenacidad y esfuerzo, porque la elocución de cada palabra exigía de su agotada caja torácica un breve descanso previo, las definiciones de los sustantivos «instante» y «momento»; poco después, en la Comisión de Vocabulario Técnico, bregando con igual tenacidad e idéntico esfuerzo corporal con la noción correcta de términos como «decitex» y «resiliencia»; y algo más tarde, apoyado en el quicio de la puerta de nuestra Casa y envueltos los dos por esa extraña penumbra silenciosa que son los altos de la calle de Felipe IV a las nueve y media de la noche, diciéndome, con voz apenas audible: «Esto es un agonía...» En lo cual sólo a medias acertaba, porque aquella penosa extenuación no era para su cuerpo y su alma «una agonía», sino, más radical y definitivamente, «la agonía»: el aviso de que pocas horas más tarde iba a acabar con él y para siempre aquella terrible y continuada dificultad de seguir viviendo.

Debo hablar hoy del compañero que acabamos de perder, del miembro de la Real Academia Española que durante diecisiete años Julio Palacios ha sido. Pero no podría hacerlo sin exponer, aunque sea muy torpe y profanamente, porque a más no alcanzo, las razones por las cuales Julio Palacios vino con tan pleno derecho a nuestra Casa; sin decir, por tanto, cómo este ilustre compañero nuestro llegó a ser el físico eminente y singularísimo que él fue.

Mientras lanzaba sus últimas luces didácticas aquel pasmoso fuego fatuo que en la enseñanza de la Física fue, entre nosotros, el multiforme don José Echegaray, muy poco después de iniciado nuestro siglo, se dio en la Universidad española, todo lo modestamente que se quiera, pero con toda la seriedad intelectual y moral que el trance requería, el decisivo paso que va desde el simple hábito de «hablar de la Física» -con buena información y excelente elocuencia, tal vez- a la decisión firme de «hacer algo de Física». Ese primer paso tuvo como protagonista otro compañero nuestro, don Blas Cabrera; al cual pronto se unieron, para no nombrar sino los que ya han muerto, el propio Julio Palacios, Miguel Catalán, Arturo Duperier y muy pocos más; la gavilla de hombres a que él, Palacios, contra todos los vientos y todas las mareas de nuestra más reciente historia, tan leal había de ser con su palabra y su conducta.

Comenzó su personal carrera de investigador en Leiden, junto al físico holandés Kamerlingh Onnes, por consejo de don Blas Cabrera, y allí, durante los primeros años de la que entonces llamaban Guerra Europea, realizó interesantes estudios acerca de las propiedades de los gases a muy bajas temperaturas. A su regreso a España, investiga teórica y experimentalmente el problema de la formación de los meniscos de mercurio y su aplicación a la corrección de la lectura de las columnas barométricas, elabora, en colaboración Cabrera, una valiosa teoría acerca de la susceptibilidad magnética de las sustancias diamagnéticas y paramagnéticas, gana por oposición la cátedra de Termología de la Universidad de Madrid. Tiene entonces veinticinco años. Han terminado sus días de aprendizaje y peregrinación, y han comenzado -bien tempranamente- los de su magisterio.

Éste ha sido, en el caso de Palacios, un irrefrenable caminar desde la especialización experimental hacia la especulación teorética, en el cual tal vez sea posible distinguir tres etapas. En la primera, su trabajo se limita casi exclusivamente al análisis de las estructuras cristalinas mediante la difracción de los rayos Röntgen y los electrones. El sugestivo campo del saber abierto por la obra teórica de Von Laue y el consecutivo trabajo experimental de los hermanos Bragg, Debye y Scherrer tuvo un magnífico cultivador en nuestro compañero, que desde el primer momento supo rodearse de excelentes colaboradores. Acaso sea éste el período más fecundo de la vida científica de Julio Palacios. Son los años en que dirige la primera «Cátedra Cajal» de la Junta para Ampliación de Estudios -de la cual fue invitado especial, durante algún tiempo, el antes mencionado profesor Scherrer- y organiza una buena parte de los laboratorios del naciente Instituto Nacional de Física y Química, que por donación de la Fundación Rockefeller acababa de levantarse en los Altos del Hipódromo. Fue entonces, siendo yo alumno del doctorado de Ciencias Químicas, y con ocasión de componer un trabajo bibliográfico para la cátedra de Mecánica Química acerca del problema del crecimiento de los cristales, cuando tuve el honor de conocerle.

Todo parecía dispuesto para que a partir de 1939 fuese don Julio Palacios la figura rectora de la Física española. La plena madurez de su formación científica, su alta y simultánea competencia en la doble vía de la investigación física, la experimental y la teórica, su nunca desfalleciente y siempre proclamada condición de católico y monárquico, su estilo de patriota a la antigua usanza, todo le hacía más que idóneo en aquellos días para esa ardua función rectoral. Pero circunstancias que ahora no son del caso -a las cuales, dicho sea en inciso tal vez no fuera ajena la noble, invariable y amistosa fidelidad a sus antiguos compañeros de que antes hice mención-, impidieron que se cumpliese tan prometedora posibilidad de su vida y le obligaron a iniciar la segunda etapa de su magisterio científico.

En ella, movido por razones a la vez internas y externas, el especialista se dispersa en múltiples actividades. Ha de dividir su docencia entre Madrid y Lisboa y consagra su actividad intelectual a los más diversos temas. He aquí algunos; la dinámica de la rotación de un sólido libre; una teoría termodinámica de los fenómenos magnetoelásticos; una nueva concepción, a la vez teórica y experimental, de los fenómenos electrolíticos; una interpretación física de la miopía nocturna; una serie de trabajos acerca de los ultrasonidos y su utilización terapéutica; un ensayo en torno a la relación entre la Biología y la Física, motivado por la aparición del libro What is Life?, de Schrödinger; una sucesiva revisión doctrinal -suscitada tal vez por la lectura de un trabajo de Sommerfeld- del problema de la «dimensión» de las magnitudes físicas; en términos más técnicos, el cultivo del «análisis dimensional».

Acaso fuese este tema -que él comienza a tratar en 1941, al estudiar las magnitudes y unidades electromagnéticas, y desarrolla más formalmente en un artículo de 1945-, el que derechamente iba a llevarle a la última etapa de su vida científica, iniciada por una breve publicación en Physicalia, con ocasión de la muerte de Einstein (1955), y dedicada en primer término a la elaboración de una crítica muy personal y empeñada de la teoría de la relatividad: el único Julio Palacios que para muchos españoles cultos ha existido.

Quede para más adelante el brevísimo comentario que desde mi profanidad puedo hacer yo de este final y cada vez más absorbente período de la vida de nuestro compañero. Entre otras razones, porque quedaría harto incompleta esta sumaria reseña de la obra científica de Julio Palacios si en ella no constase su importantísima labor didáctica, no sólo con sus cursos universitarios, también con sus excelentes libros de carácter pedagógico -Mecánica física, Física general, Electricidad y magnetismo, Termodinámica y mecánica estadística, Termodinámica aplicada, Física para médicos, Radiodifusión-, y con su labor de organizador de la enseñanza y de hombre de consulta. A él se debe la ordenación de los modernos laboratorios de clases prácticas en la Facultad de Ciencias y la preparación de originales y adecuados experimentos de cátedra, y en él han tenido leal informador y alto consejero científico la mayor parte de los físicos españoles desde hace cuarenta años. «Su apetencia intelectual por cualquier rama de la Física, la solidez de sus conocimientos y la notable claridad de sus ideas -escribe un maestro de la actual Física española- le convirtieron en imprescindible consultor y mentor de todos los que a él se acercaban con los más diversos problemas; todos le interesaban y a todos contribuía con valiosas ideas.» Así lo vinieron a confirmar los últimos honores internacionales que Palacios recibió en su vida: ser nombrado Rector de un International Center for Mechanical Sciences, con sede en Trieste y Udine, y pertenecer, como consecuencia de ese honroso cargo, al comité organizador de una Universidad Internacional hoy en período de gestación.

Éste fue, en cuanto hombre de ciencia, el compañero que honró nuestra Academia y acabamos de perder; el físico que por sus méritos como tal y por la claridad, la precisión y la sobria elegancia de su lenguaje científico -y de su lenguaje a secas: ahí está su libro Filipinas, orgullo de España, ahí sus no pocos artículos periodísticos- vino a esta Casa, sucediendo a Esteban Terradas, en 1953; el noble, asiduo, autorizado e incansable batallador en pro del idioma científico castellano que semana tras semana todos nosotros hemos oído, querido y admirado; en definitiva, el Julio Palacios que hoy, por vuestro encargo, debo yo recordar.

La palabra del hombre; ¡qué maravilla! «Fuente», «árbol», «nube», «electrón», «realidad». Una brevísima y modulada ráfaga de golpecitos de aire sobre el tímpano, unas ligadas rayitas negras sobre la superficie blanca de un papel, y he aquí que una parte mayor o menor de la creación -y en tácita pretensión toda ella, porque así lo exige, como tantas veces nos ha dicho Zubiri, el hecho de que las cosas existan realmente «en sintaxis»- llega a ser nuestra, ahí es nada, nuestra, por la vía del signo sonoro o gráfico que cada palabra es. Pero en virtud de una exigencia inexcusable de nuestra mente, cuando queremos explicar lo que para nosotros es ese fragmento o ese modo de la realidad que cada palabra ha hecho «nuestros», debemos movernos en uno de estos tres planos principales, determinados a la vez por lo que en sí misma es la actividad de «hablar» y por lo que para la mente humana es la realidad misma: el plano de lo que esa palabra significa o debe significar para todos los que en su lenguaje habitual la usan; el plano de lo que esa palabra quiere decir entre los hombres que conocen científicamente la zona del mundo o del trasmundo a que lo significado por la tal palabra pertenece (¿qué es el agua para un hombre de la calle, qué es el agua para un químico?); y, por fin, el plano de lo que la palabra en cuestión dice por el hecho radicalísimo, fundamental, de nombrar algo que es simplemente «algo», que no es «nada», y que, por tanto, tiene de común con todos los «algos» y todas las «no-nadas» posibles -a la postre, con todo lo que significan todas y cada una de nuestras palabras: «Dios», «aire», «sangre», «amor»- su ultimísima propiedad de «ser real»: más precisa y concisamente, el plano filosófico o metafísico de la significación del lenguaje.

Frente a la tarea de componer un diccionario para el común de los hablantes de una lengua, y más si ésta pertenece a la noble familia de las que llamamos «cultas», ¿cómo proceder? Cuando el saber científico y una cierta aspiración al saber filosófico han llegado a ser -tal es el caso en la sociedad cultivada del siglo XX- hábito y hasta exigencia en cierta medida generales, ¿cuál debe ser la conducta del definidor? Para nosotros, los miembros de esta Casa, dos graves e ineludibles interrogaciones. Para Julio Palacios, una de las claves más secretas, apremiantes e incluso dramáticas de su existencia personal, desde que sus muchos y eminentes méritos le trajeron a nuestra Academia.

Don Julio -dejad que ahora le nombre así, aunque él me concediera hace años el privilegio de pedirme que yo le llamase «Julio» y le tutease- era un españolazo de tomo y lomo, un hombre que a través de sus muchos refinamientos intelectuales nunca perdió su terruñera condición de hijo de Paniza, baturrísima villa de Aragón; y como consecuencia de una y otra cosa, un hablante que por amor entrañable a su pueblo se derretía por las palabras que solemos llamar «castizas» y un académico de la Lengua que siempre se esforzó por tener presentes a todos los que con cualquier motivo pudiesen echar una mano de nuestro diccionario, incluidos los más humildes y menos doctos. ¿Recordáis la definición o pre-definición del término «tiempo», que él propuso una vez para anteponerla a la primera -nada lerda, por cierto- de las que en relación con el tal vocablo trae ese dicccionario nuestro? «Algo por lo cual podemos hablar -cito, como es obvio, de memoria, pero estoy seguro de no ser infiel a su pensamiento- de ahora, antes, después, pronto, tarde, luego, ayer, mañana, etcétera.» La intención del definidor no puede ser más patente: lo que en primer término quiere es que cualquier hablante del castellano, por rude e iletrado que sea su pelaje intelectual, se mueva con una cierta conciencia noética, aunque ésta no pase de ser muy primaria y vaga, dentro del ámbito de la significación y de la realidad a que aludimos con ese tan traído y llevado término.

Pero además de ser españolazo de Paniza, amante de su pueblo y patriota a la antigua usanza -esa en la cual podrían unirse el almirante Cervera, el músico Albéniz y el histólogo Cajal-, don Julio Palacios era físico, un físico que allende su personal eminencia científica tenía sus ideas personales acerca de la relación entre el saber físico y la realidad, y un hombre en cuya alma latía, tanto en el sentido religioso de la frase como en un sentido a la vez cosmológico y metafísico, aquella «sed inextinguible del absoluto» que el portugués Antonio Sardinha nos atribuyó un día a los hombres de España; y todo esto, para su honor y para su drama, operaba con energía en su alma a la hora de entender físicamente el mundo y decir, ya no como simple orientador del pueblo menudo, sino como hombre de ciencia doblado de académico, lo que las palabras verdaderamente significan.

Frente a los relativistas, Palacios, fiel en lo esencial a Newton, aunque en algunos puntos le corrigiera, creía en el tiempo absoluto (el que por su propia naturaleza transcurre uniformemente y sin relación con cualquier objeto exterior) y en el espacio absoluto (el que por su propia naturaleza y sin relación con cualquier objeto exterior permanece siempre igual a sí mismo e inmóvil); y estoy seguro de que la fórmula teológica del espacio que propuso el cristiano Newton -el «ilimitado y homogéneo sensorio de la Divinidad»- conmovía secretamente el alma de físico y de cristiano de nuestro don Julio. Era, en suma, un hombre de ciencia que no vacilaba en llevar hasta sus últimas consecuencias lo que se ha llamado el «realismo ingenuo» -recordad el mote con que solía difundir sus opiniones en la prensa diaria- y que sobre esa convicción, a la vez física, metafísica y teológica, basaba los conceptos fundamentales de su saber: espacio, tiempo, magnitud, cantidad, dimensión, distancia, duración, etc. En definitiva, un físico que aspiraba a expresar verdadera y coherentemente la realidad del mundo según los cuatro planos en que él quería que se moviese su inteligencia: el correspondiente a la que él llamaba -véase el más prestigioso de todos sus libros, su Análisis dimensional- «definición cualitativa o epistémica del ente en cuestión», la cual debe ser, según su propia fórmula, anterior a toda ley física e independiente de ella; el relativo a la Física que con Heisenberg él denominaba «abstracta», esa -de nuevo recurro a sus palabras- «en que se cree en la posibilidad de formular leyes para los procesos naturales de manera precisa y simple, leyes que no derivan directamente de las medidas, sino que han sido establecidas por abstracción»; el constituido por las leyes que experimentalmente pueden establecerse entre los observables cuando éstos son sometidos a medida, y que de ordinario todos llamamos «leyes físicas»; y en cuarto y último lugar, el de la realidad misma, como necesario y radical sustrato metafísico de nuestras sensaciones, nuestras medidas y nuestros cálculos. De ahí su abierta hostilidad intelectual contra Bridgman, autor del Análisis dimensional hoy más en boga, para el cual «las dimensiones no tienen en modo alguno carácter absoluto, sino que han de definirse a partir del proceso que se utilice para medir la magnitud respectiva»; y más ampliamente contra la concepción «operacional» de la ciencia; y, en definitiva, contra los negadores, en nombre de la teoría de la relatividad, del derecho del físico a hablar científicamente, como tal físico, de un «espacio absoluto» y un «tiempo absoluto».

¿Hasta qué punto asistía a don Julio la razón, en su constante y descomunal combate con opiniones científicas hoy universal o casi universalmente admitidas? No tengo yo autoridad para sentenciario. Pero como hombre que le ha visto y oído en esta Casa semana tras semana durante casi diecisiete años -yo ingresé en ella seis meses después que nuestro querido y admirado compañero-, alguna tengo, creo, para estimar la índole y la grandeza de su ambición intelectual, para admirar la nobleza de su alma, no sólo en la parte de ésta que era inteligencia, y en último extremo para comprender el drama que latía bajo su siempre dispuesta, siempre precisa y tantas veces fatigada palabra. Sí, el drama; porque no de otra manera debe ser llamada la situación anímica de quien con esa enorme ambición intelectual y aquella penosa insuficiencia respiratoria quería buscar entre nosotros y en voz alta definiciones que fuesen a la vez íntegras, claras, populares, cualitativas, epistémicas, científicas y -a la postre- absolutas. Así considerado, ¿qué fue el hablante y académico Julio Palacios, sino un hombre que en cuanto físico eminente y en cuanto concienzudo definidor de palabras pretendía moverse sin tregua ni descanso, como el joven y todavía romántico Rudolf Virchow de sí mismo decía, «desde el guijarro hasta la Divinidad»? ¿Cómo explicar, si no, que uno de sus más reiterados temas en sus conversaciones conmigo fuese el deseo vehemente de que un filósofo como Xavier Zubiri, al que con tanta sinceridad admiraba, construyera un día la teoría metafísica y teológica del espacio absoluto? Don Julio Palacios, aragonés Quijote del saber, del pensar y del decir de la Física. Tan obvia, tan idónea, tan ineludible era la metáfora, que aunque nuestra Casa parezca exigir mayores exquisiteces literarias, no he podido evitarla en este apresurado y emocionado recuerdo del compañero muerto.

Dije antes que la carrera científica del físico Julio Palacios fue un irrefrenable caminar de su mente, movida a la vez por su «sed inextinguible de absoluto» y por la circunstancia histórica y social a que antes aludí, desde la experimentación más especializada hasta la más abstracta y profunda especulación teorética. Esta última etapa suya es la que desde 1953, fecha en que ingresó en la Academia Española, hemos conocido nosotros; la que semana tras semana presidía su penoso, constante, abnegado, doctísimo esfuerzo por hacer más rico, más amplio y más profundo nuestro diccionario; la que él tan abiertamente inauguró y anunció ya en su discurso de recepción, significativamente titulado «El lenguaje de la Física y su peculiar filosofía»; la que extremó y puso en la cima su ya antigua pasión por el alma de las palabras, esas «ágiles avecicas -como con tan profundo y sugestivo encanto escribía el Ortega joven- que andan revolando de labios en oídos y llevan sobre sus alas misteriosos y profundos conjuros».

Claramente le recuerdo. Era entonces un sesentón de buen porte, y todavía soñaba -soy testigo de mayor excepción- con renovar y poner al día en la Facultad de Ciencias la enseñanza de la Física. Como varón bien nacido, título de nobleza que no todos los hombres alcanzan, hizo un cumplido elogio de dos de sus maestros: Esteban Terradas, a quien aquí sucedía, y Blas Cabrera, su iniciador en la investigación. Como físico con la más firme vocación de lo absoluto, defendió con excelente lenguaje, claro talento y sobresaliente agudeza su visión «ingenua» -con toda explicitud recabó entonces para sí este vidrioso adjetivo- de la realidad del cosmos. Como naciente académico, trajo servicialmente su primera papeleta, relativa a la definición de la Física -«ciencia que se propone descubrir y dar forma matemática a las leyes universales que relacionan entre sí las magnitudes que intervienen en los fenómenos reales»-, y discurrió con profundidad y limpieza mental, desde su personal punto de vista, acerca de los arduos problemas que plantea el empeño de definir con rigor las palabras dotadas de alguna significación científica. Nunca pensó don Julio, como había pensado el filósofo Condillac, que la ciencia no es sino «una lengua bien hecha», pero siempre creyó que sin lengua bien hecha no hay y no puede haber un saber que de veras merezca el nombre de «ciencia». Hecho pensamiento y palabra hablada, allí estaba, dentro de su frac, todo el grande y quijotesco físico y toda la cabal y noble persona que fue y hasta su muerte había de seguir siendo nuestro eximio compañero. Juntos le hemos visto nosotros, años más tarde, ir muriendo; pero como dirían en su Paniza natal, sin reblar un punto en el pensamiento, en la palabra y en la hombría de bien. ¿Me dejaréis deciros que la mañana del pasado 21 de febrero, cuando vi sobre su lecho de muerte, hecho ya pavesa inanimada, el que tan animoso cuerpo había sido, le lloré en silencio, como se llora a un hermano mayor?

Razonando sobre el problema fisiológico y óptico de la miopía nocturna, dijo don Julio el día de su ingreso en la Real Academia Nacional de Medicina: «La voluntad no puede poner en marcha el mecanismo de acomodación (del ojo) cuando falta el estímulo luminoso... ¿A dónde miramos cuando tenemos los ojos cerrados? Cuando hay luz, al infinito; cuando estamos a oscuras, a medio metro.» Envuelto ahora por la lux perpetua que cantaba el viejo Oficio de Difuntos, nuestro don Julio, ya en la mansión de «lo Absoluto», esa hacia la cual su mente siempre quiso moverse, mirará sin esfuerzo al infinito y verá en su más verdadera realidad, sin necesidad de palabras, todo lo que en vida deseó ver: el espacio, el tiempo, la materia, la energía, las magnitudes, las dimensiones, las esencias, las sustantividades. Y, por supuesto, transfigurada, transquijotesca, la España que él quiso y soñó en los Altos del Hipódromo y en las selvas de Iloílo, esa amable Andalucía de unas islas que siguen llamándose Filipinas; una España memoriosa y actual, avellanada y verde, en la cual, sin mengua de la sed de absoluto que para el alma de nuestro compañero era principio y fundamento de todo lo humano, pudieran convivir, trabajar y conversar en paz -que así era de abierto su espíritu, por debajo de las hondas convicciones personales- físicos no relativistas y físicos relativistas, hombres exquisitos y hombres toscos, y en definitiva, para decirlo dentro del lenguaje que le era más propio, el del hombre de ciencia, gentes de ideas dextrógiras y gentes de ideas levógiras. Sí, que sea todo esto lo que él vea cuando, acomodados ya los ojos de su espíritu a la lux perpetua, miren y miren al infinito.






ArribaAbajoMelchor Fernández Almagro


ArribaAbajoAdiós al amigo

Discurso necrológico en la Real Academia Española


¿Qué es a nuestra edad un amigo muerto? ¿Es una ausencia que nos dice «Nunca más», o es una presencia invisible que nos está diciendo «Hasta luego»? ¿Qué es para nosotros el recuerdo del amigo muerto: un sentimiento de soledad o la muda expresión de una cita entre dos personas?

Perdonadme, queridos compañeros, que comience así este homenaje a la memoria de Melchor Fernández Almagro. Sé muy bien que mi deber consiste ahora en traer ante vosotros la figura del gran escritor y académico ejemplar que Fernández Almagro fue. Mas para mí -y pienso que también para vosotros-, Melchor, antes que crítico literario e historiador, antes que asiduo miembro de esta Casa, fue un amigo entrañable. Y cuando la amistad llega a ser cosa verdadera, un millón de páginas impresas no bastaría para alejar de nosotros la realidad viva o la realidad muerta de aquel a quien la amistad nos unió. Desde tan inmediato contacto personal con Melchor Fernández Almagro quiero yo recordarle esta tarde.

Ante todo, para decir lo que fue. ¿Qué fue Melchor Fernández Almagro? Permitidme que para dar mi respuesta a esta interrogación -para entender y describir con alguna verdad y cierta precisión la real personalidad de nuestro amigo- lea en voz alta un fragmento de la conmovedora carta que hace pocos meses me escribió: «En estos días de relativa soledad y relativo descanso he pensado mucho en mi vida y en mi obra. En mi vida, porque ya he entrado en la zona de pericolosità que la Muerte señorea a su gusto. La Muerte da paseos a su manera, sin que se sepa cuándo y dónde descargará su golpe de gracia ese "piquete de ejecución" que son las enfermedades y los accidentes. Y pienso también en mi obra: modestísima, pero ¿no podía haber sido menos modesta? Determinadas circunstancias no me han favorecido: concretamente, en mi vocación de escritor político. Como articulista de "fondos" en La Época (¡ay, mi belle époque!) fue como me di a conocer, antes que como crítico literario: "crítico de la vida pública" hubiera querido ser, con independencia de criterio que cada vez se ha hecho menos posible. Hablo de 1921. Pero dos años después empecé a oír preguntas como éstas en aquella y en otras redacciones: "¿Se podrá decir esto? ¿Lo dejará pasar la censura...?" Y hasta hoy. Mi fraternal amigo Jorge Guillén me decía: "Tú podrías colaborar a la vez, sin contradecirte, en El Liberal, en El Sol, en El Debate y en ABC..." ¿Dónde ha ido a parar mi anacrónico -anacrónico hoy, justificadísimo entonces- "liberal-conservatismo", fórmula encantadora de la sensatez española, fantasmal, si es que alguna vez tomó cuerpo?»

Tomemos estas palabras de autodefinición como punto de partida y preguntémonos otra vez: en cuanto escritor, desde el punto de vista de su obra, ¿qué fue Melchor Fernández Almagro? ¿Un crítico de la vida pública que no puedo, por razones externas, cumplir íntegramente su vocación? ¿Un hombre aplicado a decir con sensibilidad y hondura la verdad de lo que en torno a él está pasando? Sí; pero no sólo eso. Porque Melchor Fernández Almagro, que tantas cosas certeras acerca de sí mismo y de España nos dice en las líneas antes transcritas, limita en ellas a su propio tiempo el campo de su más verdadera vocación y da nombre de «crítico» a lo que el por vocación, por afición y por talento personalmente era; esto es, a su condición de historiador. Melchor Fernández Almagro, historiador de su tiempo y de la vida española, próxima a éste: tal es, a mi juicio, la fórmula que más inmediatamente nos permite acercarnos al conocimiento de lo que como escritor fue nuestro compañero.

Mas no sólo en cuanto al nombre del quehacer debemos rectificar ese testimonio autobiográfico; también en cuanto a la importancia de la obra con ese quehacer lograda. Porque la obra del historiador Fernández Almagro, desde su imprescindible monografía sobre los Orígenes del régimen constitucional en España hasta esa minuciosa y delicada historia de su propia infancia que él tituló Viaje al siglo XX, dista mucho de ser modesta. Con la doble autoridad de su cargo y su persona, uno de nosotros, Francisco Javier Sánchez Cantón, ponderaba hace pocos días en la Academia de la Historia la gran importancia de la contribución de Melchor Fernández Almagro a la historiografía española. Porque todo o casi todo lo que Melchor escribió, crítica literaria, estudio biográfico, artículo volandero o volumen de tomo y lomo -su Cánovas, su Historia política de la España contemporánea, su Historia del reinado de don Alfonso XIII- fue, en definitiva, una valiosa contribución al mejor conocimiento de la hispana ulterior al reinado de Carlos IV. Nada puedo añadir yo a esa documentada sinopsis. Pero, apoyándome en ella, tal vez acierte a decir algo acerca de la relación entre la obra historiográfica de Fernández Almagro y la persona de su autor.

En cuanto modo de ser «intelectual», más aún, en cuanto modo de ser hombre, ¿qué es el historiador, cuando llega a serlo cabalmente? Voy a decirlo con dos textos egregios. Uno es de Menéndez Pelayo, y alude a las dotes anímicas del verdadero cultivador de la Historia. El otro es de Guillermo Dilthey, y nos ilustra acerca de lo que el historiador humanamente hace.

Dice así el primero: «La naturaleza reparte desigualmente sus dones: a unos da el genio filosófico y la penetración intuitiva de las grandes leyes de la evolución humana; a otros, el talento literario, la magia del estilo, la adivinación semi-poética, el poder de resucitar las generaciones extinguidas y de interrogar a los muertos, leyendo en sus almas sus más recónditos pensamientos...; a otros, en fin, les dio diligencia incansable, amor a la verdad por sí misma, celo de propagarla y difundirla, perseverancia modesta en la indagación de cada detalle, espíritu curioso y ordenador... De estas tres naturalezas tiene que participar en mayor o menor grado el historiador perfecto.»

Y el texto del filósofo tudesco -radicalización historicista, sin que su autor lo supiera, de otro, bien hermoso, de fray Jerónimo de San José- reza así: «Sólo la amplitud y el poderío de la vida propia y la energía de la meditación acerca de ella hacen posible la hazaña de dar segunda vida a las sombras exangües del pasado. El enlace de entrambas con una ilimitada necesidad de entregarse a la existencia ajena, y aun de perder en ella la propia personalidad, es justamente lo que constituye al gran historiador.»

Vengamos ahora a nuestro problema. Con esos textos como pauta intelectual, ¿qué podemos decir acerca de Melchor Fernández Almagro? ¿Cómo en su obra historiográfica se expresó la peculiaridad de su persona?

No fue Fernández Almagro -para comenzar por la primera de las tres «naturalezas» que menciona Menéndez Pelayo- un historiador filosófico; pero en modo alguno fue ajena su mente a esa «penetración intuitiva de las grandes leyes de la evolución humana» a que el maestro montañés se refiere. Aunque no vocada ni consagrada al saber filosófico, su fina inteligencia era sensible a él, y nunca en su obra historiográfica -tenga a Ganivet, a Valle-Inclán o a Cánovas como tema inmediato- falta la certera referencia de la realidad estudiada a las formas y los conceptos en que la «evolución humana» se nos hace comprensible. «Hombre pragmático, pero no escéptico», dice, por ejemplo, de Cánovas. «Si cronológicamente pudo ser romántico -escribe en otra página de la misma biografía-, era un superviviente del neoclasicismo.» La penetración psicológica se expresa a través del concepto histórico-cultural; por lo tanto, filosófico.

Pero donde verdaderamente descolló el talento historiográfico de Melchor Fernández Almagro fue en las dos restantes dotes a que alude la preceptiva menendezpelayina. «La adivinación semipoética, el poder de resucitar a las generaciones extinguidas y de interrogar a los muertos...» Semipoeta de la comprensión personal y literaria fue Melchor, y maestro en el arte de interrogar con amor y delicadeza a los muertos. Hay cultivadores de la historia que ven la vida pretérita, historiadores «de ojo»; hay otros que oyen lo que de un modo o de otro dicen los hombres que hicieron esa vida, historiadores «de oído». Los primeros nos ofrecen figuras y cuadros del pasado; los segundos, intenciones y sentidos. Aquéllos describen con mejor o peor arte; estos otros conjeturan con acierto y sutileza mejores o peores. Repasad la lista de los que inmediatamente vengan a vuestras mentes, y pronto se os hará patente la orientación visual o la orientación auditiva de cada uno de ellos.

De uno y otro modo fue historiador Fernández Almagro. Leed su patética descripción del sacrificio de la escuadra de Cerrera y tendréis un acabado ejemplo de historiografía visual. Deteneos en las viñetas que ilustran y agracian su biografía de Cánovas -las ventas andaluzas del tiempo de Isabel II, un baile de disfraces en el palacio de Cervellón, «Frascuelo», sargento del Escuadrón del Aguardiente a las órdenes del duque de Sesto-, y descubriréis con deleite como la mirada descriptiva sabe contraerse a la realidad menuda o mínima. Mas no sólo historiógrafo de figuras supo ser nuestro compañero; también historiógrafo de intenciones, y tanto en lo grande como en lo pequeño. ¿Cómo no verlo así en sus finas y ponderadas conjeturas acerca de los propósitos políticos de Cánovas o de lo que en relación con sus matrimonios fue la intimidad sentimental del gran estadista?

A través del ojo y del oído -aquél, el sentido que nos presenta la realidad natural; este otro, el sentido que nos comunica con la realidad personal-, Melchor Fernández Almagro fue un resucitador y un interrogador de muertos egregios o humildes. Y lo fue, siempre según la plural exigencia de Menéndez Pelayo, mediante «el talento literario» y «la magia del estilo». ¿Por qué? ¿Porque Fernández Almagro perteneció como escritor al género de los que suelen llamar «estilistas»? No. Pudiendo haberlo sido, porque talento literario, gusto y lecturas le sobraban para ello, Melchor no quiso ser y no fue un «estilista». Por lo menos, en la acepción tópica del vocablo. Amaba a nuestro idioma tanto como el que más, y era sobremanera diestro en la percepción y el recorrido de sus recovecos léxicos, semánticos y sintácticos. Esta sala ha sido frecuentísimo escenario de ese amor y esta capacidad. Pero él quiso ser estilista funcional y no estilista decorativo. Y puesto que la función del historiador es, ante todo, narrar sucesos y contar intenciones, narrativo fue, muy en primer término, su estilo literario. Melchor escribía relatos, no romanzas. Ésta fue la clave de su estilo siempre fluyente, siempre corredor, como los arroyos de la sierra y del llano, y sólo despegado de la sencillez cuando la índole de la materia narrada así lo requería.

Vengamos, en fin, a la tercera exigencia: «diligencia incansable, amor a la verdad por sí misma, perseverancia en la indagación de cada detalle, espíritu curioso y ordenador...» Escribiendo estas líneas en 1893, ¿estaba Menéndez Pelayo adivinando que ese mismo año nacería en Granada alguien que varios decenios más tarde había de ser, como historiador y como hombre, vivo y eminente trasunto de lo que él profesoralmente pedía? Melchor, el archivo viviente de nuestra historia contemporánea, el fiel contraste de cualquier duda o cualquier discusión acerca de esa historia, el minucioso y preciso sabedor de hechos grandes y chicos, consultas de la Corona, chismes literarios o políticos, parentescos, actos de bandidaje o ejecuciones en el garrote vil... ¿Quién como Melchor ha dado realidad personal a esa «tercera naturaleza» del historiador? Es verdad. Pero sólo con ciertas salvedades puede ser aplicada a él la letra de ese texto. Porque las palabras de Menéndez Pelayo despiertan en la mente del lector la idea del esfuerzo metódico y cotidiano, y Melchor Fernández Almagro poseía tan inmensa copia de saberes minúsculos como si su adquisición hubiese sido para él cosa de juego, como si la sucesiva y segura penetración de todos ellos en su prodigiosa memoria no hubiera tenido otro método que el gustoso y chispeante de la conversación o la tertulia a que él tan generosa y asiduamente se entregaba.

Mas no todo fue obra historiográfica, artículo volandero y brillantez coloquial -una brillantez que su peculiar prosodia velaba unas veces y realzaba otras- en la vida de Melchor Fernández Almagro. Hubo en ésta también, todos lo sabemos, una singular melancolía. Y esta verdad va a entregarnos la más íntima cifra de lo que como hombre e historiador fue nuestro amigo.

El fragmento de Dilthey antes transcrito brinda una penetrante y elegante noticia acerca de lo que, provisto de las dotes anímicas antes nombradas, hace en su oficio el cabal cultivador de la historia. La tarea de éste consiste esencialmente en «dar segunda vida a las sombras exangües del pasado»; y esto lo logra -supuesta, claro está, una suficiente posesión de las varias técnicas que la historiografía exige- entregándose con magnanimidad a la comprensión de la existencia ajena, e incluso perdiendo la propia personalidad en el empeño. Esto es, gastando vida propia en la tarea de recrear vida ajena sobre los restos inertes del pasado. En definitiva, transmutando efusiva y conjeturalmente el propio vivir en lo que pudo ser -a veces, en lo que tuvo que ser- el vivir de los hombres y las instituciones de antaño. Sólo es historiador de raza quien, sin mengua del respeto a la verdad objetiva y de las preferencias ideológicas y morales, sea capaz de escribir con parejo amor sobre Zumalacárregui y Espartero, Nelson y Gravina, Wellington y Napoleón. O como de nuestro Melchor Fernández Almagro diría Jorge Guillén, quien sin contradecirse a sí mismo -más gravemente: sin traicionarse a sí mismo- es capaz de escribir a la vez en El Liberal, en El Sol, en El Debate y en ABC. Relación a la cual el gran poeta habría podido añadir, sin forzar un ápice su intención, La Publicitat, de Barcelona, La Nación, de Buenos Aires, El Mercurio, de Santiago de Chile, y Excelsior, de México. ¿Qué supone todo esto? ¿Cómo un escritor puede ser simultánea y sucesivamente hombre de El Liberal, de El Debate y de todos los restantes diarios de esa variopinta serie? La respuesta es obvia: sólo si la vocación y la disposición de ese escritor consisten en entregarse gustosa y generosamente a la comprensión vital de lo distinto. Con otras palabras: sólo haciéndose uno mismo, sin detrimento de la propia limpieza, como los demás son. O bien, poniendo un punto de paradoja en la fórmula de Dilthey: sólo cuando uno constituye y afirma su propia personalidad perdiéndola en la. comprensión y en la recreación de la existencia ajena. Recordemos a nuestro Melchor: la persona afable y convivencial, el contertulio a la vez ingenioso y prudente, el crítico bondadoso, el liberal-conservador -más exactamente, el liberal-conservador-socialista-, el gran tímido, el desvalido solitario, el historiador de raza que Melchor fue, ¿no están diciendo a gritos, con su simultánea realidad, que ese hombre afirmaba su personalidad propia perdiéndola en los otros? Y esto, pasada la ocasional fruición de la entrega, cuando la entrega, como en él sucedía, es brillante, ¿puede acontecer sin dejar en el hondón del alma un poco de melancolía? ¿Puede no ser melancólica la soledad del que se gana así mismo perdiéndose a sí mismo, del hombre que se desvive por la convivencia?

Tanto más si ese hombre, por temperamento, es y no puede dejar de ser un niño perdido en el mundo. Tal era el caso de Melchor Fernández Almagro. Por debajo de su aguda inteligencia y de su inmensa memoria de hechos y personas, más allá de su pronto y luminoso ingenio, Melchor era un niño curioso del mundo y perdido en él. Curioso del mundo: esto es, amador de lo que el mundo es, con sus paradojas y contradicciones, y siempre dispuesto a abrir con asombro los ojos ante la inagotable novedad que el mundo ofrece a quienes por naturaleza no pueden ser indiferentes, rapaces o dominadores. A fines del siglo XVII era fundada en Erfurt una Academia Leopoldina-Carolina-Caesarea naturae curiosorum. De ella habría podido ser miembro egregio Melchor, y más aún si ese barroco título hubiese incluido expresamente la curiosidad por la historia: Academia naturae historiaeque curiosorum. Pero Melchor no era sólo amador y curioso del mundo, porque, para su constante desazón, se sentía perdido en aquello mismo que le encantaba. ¿Recordáis sus confesiones retrospectivas de Viaje al siglo XX? En aquellos temores del niño ante las estancias de la casa familiar que con su lejanía y su misterio más le atraían, ¿no percibís el preludio del varón inerme y desvalido frente a la incómoda e hiriente realidad del mundo; esto es, frente a una realidad exterior que sólo raras veces llega a ser maternal? Melchor, el siempre menesteroso de madre... Ved la doble raíz de la delgada melancolía que empapaba su persona, por debajo del alegre y agudo ingenio: su alma de historiador de pro, su permanente condición de niño curioso del mundo y perdido en él.


¡Ay de la melancolía
que llorando se consuela!,

escribió una vez Antonio Machado. La de Melchor no se consolaba llorando; era demasiado noble para ello. Se consolaba tan sólo cuando su paciente y titular, el hombre Melchor Fernández Almagro, generosamente se entregaba a ver, recrear y describir lo mejor de los demás, de todos los demás: liberales, conservadores y socialistas; castizos y europeizados; castellanos, andaluces y catalanes; hispanohablantes de esta orilla y de la otra; campoamorinos y juanramonianos; hombres de tertulia y hombres de torre de marfil. En definitiva, cuando él, perdiéndose a sí mismo, a sí mismo se ganaba.

Comencé hablando del amigo; dejadme que termine hablando de él. Abro nuestro más reciente anuario y leo: «Excmo. Sr. (bien, aceptemos el ringorrango) D. Pedro Laín Entralgo: 372 asistencias.» Más de trescientas semanas, en cada una de las cuales, en silencio o en breve coloquio cuchicheante, él sobre este mismo sillón que yo ahora ocupo, yo a su lado, hemos vivido aquí una hora de compañía y amistad. Su ausencia me abraza y me hace sentir la extraña soledad parcial en que nos deja el amigo muerto. ¿Qué me está diciendo esa ausencia: «Nunca más» o «Hasta luego»? No lo sé. No lo sé.






ArribaAbajoJorge Guillén


ArribaAbajo Encuentro en Alcalá

Cuando estas palabras sean impresas, ya se habrán encontrado en Alcalá de Henares dos realidades afines, la de un recuerdo presente y la de una presencia memorativa. La realidad del recuerdo presente se llama Miguel de Cervantes; la de la presencia memorativa, Jorge Guillén. Jorge va a recibir un premio cuyo nombre es Miguel de Cervantes; en la persona de Jorge Guillén, Miguel abrazará a un viejo amigo, un poeta que con palabras suyas -«Yo, socarrón, yo poetón ya viejo»- quiso presentar al mundo su octogenaria juventud inmarchita.

Miguel es recuerdo, porque se nos murió hace más de tres siglos; pero recuerdo presente, y por tanto redoblada realidad, porque sus invenciones y sus palabras nos ayudan a ser nosotros mismos, cuando con ojos que saben ser oídos las recibimos. Jorge es presencia, y lo es por dos razones: porque la presencia, la condición de las cosas cuando en su integridad queremos verlas y poseerlas, es la clave más central de su poesía, y porque para nuestro gozo y nuestra honra nos vive desde hace más de ochenta y tres años; y es presencia memorativa, además de ser presencia poética y viviente, porque su cántico, humana palabra en el tiempo, sólo recordando puede ser lo que quiere ser.

Dice Plotino que el hombre en el empíreo es racional sin necesidad de raciocinio, y entendedor de toda cosa con sólo mirarla: «allá arriba todo el cuerpo es puro, nada hay oculto o simulado, cada uno es como un ojo, y viendo a uno se conoce su pensamiento antes de que haya hablado». Una primera impresión, no falsa, desde luego, pero sólo primera, nos hará pensar que ese modo de la existencia -todo el hombre, un ojo que de golpe ve sin celajes el doble y el triple fondo de cuanto contempla- es el anhelo supremo de la poesía de Jorge Guillén: sin dejar de ser reales y consistentes, al contrario, siéndolo por modo reduplicativo y trascendental, las cosas que esa poesía canta se nos hacen de repente luz, colores diáfanos, figuras nítidas, palabras en que al fin ha encontrado vaso transparente y justo la cambiante realidad del mundo:


La palabra: sustancia
de las uvas que en copa
de cristal bien se escancia.

Mil y un versos de Cántico podrían ser penúltimamente interpretados a la luz de esa clave. Penúltimamente, sí, porque Jorge Guillén no compone sus poemas en el empíreo, sino «aquí abajo», como el propio Plotino dice, y porque lo que hay aquí abajo es, lo es aconteciendo, y porque el poeta que los inventa y escribe es un hombre de carne y hueso, y no un cuerpo idealmente transfigurado en ojo y mirada. Por todo lo cual su palabra poética no es vaso cristalino de presencias puras -y el poeta sabe que tiene que ser así, y así quiere que sea-, sino vaso, cristalino, eso sí, de presencias que llevan consigo todo aquello que para el hombre de carne y hueso consigo ha de llevar la pura presencialidad de lo que ve: la entrevisión, el sentimiento, el recuerdo de lo que las cosas han sido o han podido ser, la esperanza de lo que acaso sean. Que él mismo nos lo diga: «Me decido resultamente por la poesía compuesta, compleja, por el poema con poesía y otras cosas humanas. En suma, por una poesía bastante pura, ma non troppo.» Ésta, ésta es la clave última de la obra poética de Jorge Guillén. Así nos lo revelará un análisis sensible y moroso de cualquiera de los más «puros» poemas de Cántico; por ejemplo -leo al azar- esa décima al arco de medio punto en que éste, bajo la mirada del poeta, nos hace ver el espectáculo de la historia como «armonía presente», mas también adivinar que en ella, en su «manso discurrir», está operando «aún el eco de una gran voz». («Aún», el tiempo; «el eco», o el misterio.) Y así, sólo así podrá entenderse el contenido de la gavilla de libros ulteriores al Cántico de 1950; esos en cuyas páginas, además de todo lo que antes dije, entrevisión, sentimiento, recuerdo de lo que ha sido o ha podido ser, esperanza de lo que acaso sea, hay ternura lúcida, amistad alquitarada, ironía sutil o sarcasmo restallante, según lo que el tema -cantado unas veces, vejado otras- por sí mismo está pidiendo del que a verso lo reduce. Visión que quiere y sabe tener realidad entreviendo, viendo y no viendo; palabra realzada por los sillares del silencio; presencia que recuerda y espera, porque lo presente no es todo lo que fue ni todo lo que puede ser. En este triple juego tiene su nervio, otro ejemplo, la sabia concepción guilleniana de la amistad:



Amigo: no querrás que te confíe
todo mi pensamiento,
porque te dolería inútilmente
cruel veracidad.
Simple rasguño hiere al delicado.
Una sola palabra acabaría.
con la dulce costumbre
de entendernos hablando entre fricciones
evitables, silencios.

La sutil, la difícil vida impura
va con el corazón. Vivamos. Hombres,
y aquí. ¿Drama fatal?
Querido amigo...

Los sentimientos, las entrevisiones, los recuerdos, las esperanzas, las ironías, los sarcasmos, las veladas ternuras y las amistades que acompañan a las casi-puras presencias esenciales en la obra poética de Jorge Guillén. Buen tema para un estudio demorado y atento de toda ella. Sin palabras, sólo con silencios, acaso el tema principal de la conversación entre Jorge y Miguel, cuando se encuentren en Alcalá. «Yo, poetón ya viejo», dirá Jorge a Miguel guiñándole el ojo. Y Miguel responderá: «Poetón sí; pero ¿viejo? ¿Viejo tú, si tus versos irradian juventud, como ahora los chopos de tu Castilla? Deja para mí mis propios dichos.» A lo cual replicará Jorge: «Miguel, Miguel, que todos conocemos el tornasol y la recámara de tus palabras. ¿Viejo tú, si tus prosas una y otra vez nos hacen ser jóvenes a quienes sin antojos las leemos? ¿Viejo tú, si sólo bajo tu influjo puede lograr juventud este trabajado país nuestro?» Y Jorge y Miguel, que un día de éstos van a encontrarse junto a las aguas del Henares, seguirán hablando. Qué gran poeta, qué gran español, qué gran hombre sería yo, si pudiese adivinar y escribir como si fuese mío todo lo que entre sí ellos van a decirse.




ArribaAbajoGlorioso ochentón

Hace muy pocos días ha cumplido ochenta años -sus primeros ochenta años, para decirlo con la animosa fórmula de Gutiérrez Gamero- Jorge Guillén, uno de los grandes de la poesía española del siglo XX y, por lo tanto, de la poesía española de todos los tiempos. ¿Ocasión para saludarle con sus propios versos?


Dije: ¡Todo ya pleno!
Un álamo vibró...
Dije: Todo, completo.
¡Las doce en el reloj!

No. Porque, por fortuna, la gloriosa vida poética de Jorge Guillén todavía no está completa. Porque su reloj personal aún no ha marcado las doce. Porque su pluma sigue dando la altura y la vibración de los mejores álamos de Castilla a la lengua que su Castilla le enseñó.






ArribaAbajoCarles Riba


ArribaAbajoCon Foix y Manent

Fue en junio de 1952. Por iniciativa de Dionisio Ridruejo y gestión de Joaquín Pérez Villanueva, se celebró en Segovia un Congreso de Poesía, con el solo propósito -¿era poca cosa, entonces?- de lograr que un puñado de escritores distintos por la edad, la lengua, el credo poético y la idea política se reuniesen y entre sí conversaran en torno a su oficio. Y también por iniciativa de Dionisio, Rafael Santos Torroella consiguió que tres eminentes vates catalanes, venciendo bien comprensibles recelos, más aún, afrontando las críticas de algún compañero de pluma, aceptaran la invitación y concurrieran a la asamblea. Fueron Carles Riba, Marià Manent y J. V. Foix. Sin otro título que el de lector de poesía y escritor de prosía, para decirlo con palabra de García Lorca, yo fui llamado y acudí.

Bajo un cielo tormentoso y anubarrado hicimos en grupo la obligada visita a la tumba donde duermen las cenizas de San Juan de la Cruz. Salimos luego al pequeño huerto del convento, y desde un recuesto contemplamos la airosa mole de la ciudad, con la alta proa del Alcázar recortada sobre el plomo de las nubes. Caía la tarde. De pronto, el sol poniente pudo romper el denso velo que le cubría, y como un celeste foco de luminotecnia hizo brillar con luz dorada toda aquella escenografía urbana. No sé si volveré a ver un cuadro tan fascinante, una tan espléndida combinación de lo vivo y lo pintado. Yo tenía a mi vera a Carles Riba. Nos miramos el uno al otro después del común deliquio estético, y entre los dos se produjo lo que Maragall llamaría un «silencio vivo», más intenso aún y más comunicativo que los sonidos verbales por él citados -Aquella canal...; Lis esteles; Mira...- para ejemplificar su tesis de la paraula viva. En ese momento nació mi amistad con Carles Riba, y a través de ella mi personal acceso a lo que antes, recordando el feliz título de un librito de Josep Pijoan, Mi don Francisco Giner, yo he llamado «mi» Cataluña.

Sí, había conocido Barcelona. Siendo muy mozo, paseé el Barrio Gótico y quedé boquiabierto ante los juegos de agua y luz del, a su modo, también poeta Buhigas. Una y otra vez había vuelto desde entonces a la gran encisera. Pero sólo desde ese decisivo encuentro con Carles Riba puedo decir que conozco, que creo conocer algo del alma catalana. Una serie de contactos promovidos por él -intervención en los coloquios literarios de Cantonigròs; ulterior e inolvidable visita a Rupit, capitaneada por el vitalísimo y también inolvidable Janés; conferencia a los monjes de Montserrat sobre un aspecto de la poesía de Maragall y consecutivo diálogo acerca de ella; varios más-, una demorada, empapante degustación del paisaje del Ampurdán y varias lecturas con ánimo ya alertado, los versos y las prosas de Maragall a su cabeza, son los principales hitos de mi camino Catalunya endins. Dos poetas, Riba y Maragall -más tarde, Espriu-, y un paisaje, el Ampurdán -con la Toscana y la Provenza, una de las tres cimas paisajísticas de la Romania, en tanto que Romania-, son las puertas por las que yo he salido hacia el meollo de Cataluña y por las que Cataluña ha entrado en mí, enriqueciéndome.

Mi Cataluña. ¿Y qué es esa Cataluña «mía»? Muchas y muy variadas cosas, tocantes a la naturaleza, al arte y al vivir de cada día. Demasiadas cosas, para dichas en un artículo volandero. Pero si tuviese que elegir la que para mí es más significativa y para todos debe ser más prometedora, el modo catalán de sentir y hacer la existencia en el mundo sería la escogida.

Sobre la catalanidad como forma de vida, no pocos han escrito con suma autoridad desde dentro de ella, comenzando por Vicens Vives y Ferrater Mora. Desde dentro de ella, porque como catalanes hablaban de sí mismos. También yo creo tener algo de Cataluña dentro de mí, aunque no sea catalán. Y mirando con intelletto d'amore mi doble experiencia de la vida catalana, la que en mi interior como tardía, pero irrenunciable parte de mi alma puedo contemplar, y la que fuera de mí como espectáculo se me ofrece, he llegado a formular para mi avío una miniteoría del vivir catalán, en modo alguno agotadora de éste, muy bien lo sé, aunque acaso no enteramente descaminada y acaso, a la vez, de alguna manera útil en nuestra faena de andar por casa. Por esta no siempre cómoda casa de Iberia, quiero decir.

Hela aquí. Al modo catalán de vivir, pertenecen, complementaria y oscilantemente enlazadas entre sí, dos notas al parecer no del todo compatibles: por una parte, el gusto de arraigarse a través de los sentidos en la diversa y cambiante realidad del mundo; por otra, la ironía ante la tentativa de conquistar por modo laborioso o por modo contemplativo el nervio último de esa realidad en que tan entrañable gusto tiene pábulo y fundamento. Noblemente ingenuo, Maragall mira y canta la captadora belleza del mundo:


Home só i es humana ma mesura
per tot quant puga creure i esperar;
si ma fe i ma esperança aquí s 'atura,
m'en fareu una culpa més enllà?

Ávidamente irónico, Rusiñol da figura señorestevesca a la expresión urbana y laboriosa -el pequeño burgués barcelonés- del catalanísimo afán por encontrar en el trabajo puntual y en el lucro resultante el sentido de la vida en el mundo. Pero dentro del uno y del otro, en el corazón de cada uno de los dos y en el corazón de su pueblo, latía la misma esgarrifançade goig i alegria, ese placiente escalofrío que en su fondo, por debajo de la ironía en Rusiñol, por debajo de la devoción en Maragall, es siempre la experiencia de ver con nuestros ojos la sirena de la realidad del mundo; aunque tal realidad no pase de ser la calleja negra y húmeda del poema de Maragall a que estas últimas palabras pertenecen. Gusto sensorial e ironía de la mente, en total y gozosa unidad ambivalente. ¿Acaso no hay una chispa de ironía venerativa hasta en el centro de la conmovida y conmovedora gravedad del Cant espiritual, cuando su autor escribe: Ja ho sé que sou, Senyor; pro on sou, qui ho sap?; «Ya sé que sois, Señor; mas dónde, ¿quién lo sabe?»

La nota que para mí es más significativa y para todos debe ser más prometedora, he llamado antes a este contraste. Acaso no sea inútil examinar qué sentido puede tener tal promesa.




ArribaAbajoCon Gaziel

Vivir es recordar, piensa el nostálgico, y hacia el recuerdo proyecta su evasión del presente. Recordar es vivir, habría que replicarle; es vivir, y aun vivir plenamente, mejor, prepararse a vivir plenamente, cuando el recuerdo, como con graciosa y profunda frase escribió Ortega, nos sirve de carrerilla para saltar hacia el futuro.

Lecturas y recuerdos. El periódico me trae noticia de que el Ayuntamiento de Arenys de Munt -acaso para no ser menos que otro, no barcelonés, sino vizcaíno- ha decidido que una de sus calles cambie de nombre: desde ahora, en lugar de ostentar el de Cervantes, llevará el de cierto señor. Lo de menos es la insignificancia de éste; igual sería para el caso que el apellido del sustituto fuese Verdaguer o Maragall. Porque lo que de veras resulta importante es que en Arenys de Munt, provincia de Barcelona -ciudad a la cual, dicho sea en inciso, tan fino piropo dedicó el autor del Quijote-, se considere que para honrar a cierto señor, o a Verdaguer, o a Maragall, haya que defenestrar al hombre que de niños nos enseñaron a llamar «príncipe de las letras castellanas». ¿Por qué? ¿Por qué?

Lecturas y recuerdos. Esa mínima y penosa lectura ha traído a mi memoria un doble recuerdo: el de Gaziel y el de Carles Riba. Yo, que tan mal correspondiente soy, aunque tan constantemente sufra por ello, tuve amistosa relación epistolar con Gaziel, cuando éste, desposeído desde Madrid, y con cuánta torpeza, de lo que para él era más querido, vivía en Barcelona esperando sin impaciencia una muerte más impaciente que él. De él mismo recibí uno de sus últimos libros. Castella endins, título con que él, tan buen catalán, quiso poner complemento castellano al entrañable Catalunya endins de la tradición catalana ulterior a la Renaixença. Con qué amor, con qué buena llaneza nos cuenta Gaziel en las páginas de ese libro su redescubrimiento de la más medular Castilla; no la Castilla de la retórica consabida, sino la sencilla y recatada, la contenida y cortés del pequeño pueblo abulense donde su niñera había nacido.

Con Gaziel, en mi recuerdo de hoy, el poeta Carles Riba, de quien tuve la distinción de ser amigo. No siendo localista su poesía, siendo su sentir tan ancha y profundamente humano, ¿ha habido un escritor más catalán que Carles Riba? Y lo que en su pluma no era poesía, sino humanismo, docto humanismo, ¿no se empleó en hacer catalanes versos de la raíz helénica de nuestra cultura? No, no era un catalán a quien ahogara la estética, según el repetido apóstrofe unamuniano; era un poeta y un hombre de Cataluña al que una Castilla a la vez pobre y espléndida estaba mostrando un precioso secreto, por él no conocido antes. Tengo por seguro que el noble esfuerzo postrero de Carles Riba por tender un nuevo puente espiritual entre Barcelona y Madrid, en el nervio de ese instante tuvo su más íntimo fundamento. Para mal de todos, también con él fue demasiado impaciente la muerte.

Cataluña y Castilla, una Cataluña fiel a sí misma dentro de una España no uniforme, varia, rica en su diversidad. Me pregunto si no es esto lo que el último Gaziel y el último Riba querían para su patria catalana.

Dolça Catalunya... ¿Acaso no se están buscando entre sí, porque entre sí se complementan, el Quijote y L'Atlàntida, el Cant espiritual y Campos de Castilla? Para encontrar lo que a tantos castellanos y aragoneses ha faltado, la visión del mundo sensible como casa amable y amada, y no sólo como terroso o arbolado escenario de la hazaña personal, no necesitamos ir a Italia los españoles; nos basta con leer los inmortales endecasílabos del Cant maragalliano.

Para saber que don Quijote necesitaba viajar al otro lado del Atlántico, si quería ser héroe de veras planetario -y para hacer sentir a los herederos de Alonso Quijano la integridad del drama histórico que la vida de la América hispana está siendo-, el poeta verdagueriano nos dio a todos la pauta. Así en tantas cosas más.

El recuerdo, sigamos con Ortega, es la carrerilla que el hombre toma para saltar hacía su futuro.

Ese futuro, el de España, en este caso, ¿será el que mi recuerdo de Gaziel y Carles Riba por sí mismo pide, o el que con su pequeñez y su mezquindad, que una y otra cosa se mezclan en él, hace temer la decisión del Ayuntamiento de Arenys de Munt? De todos, catalanes y no catalanes, está pendiente la respuesta.






ArribaAbajoBenjamín Palencia


ArribaAbajoHistoria de una sed

Cuando con mano sabia, fina e irónica gobernaba el timón de su Academia Breve, Eugenio d'Ors dirigió a un pintor joven y ya muy prometedor una tarjeta concebida más o menos en estos términos: «Deseando ver pronto otra exposición de sus cuadros, y todos los días uno de ellos, le abraza...» Todos los días puedo ver yo, por obra y gracia de la virtud que con el texto transcrito procuraba estimular el deseoso ingenio de Xènius, la generosidad del artista, un estupendo lienzo de Benjamín Palencia; acaso uno de los más fuertes y hermosos del recreador pictórico del paisaje de Castilla. Y como personal homenaje al gran pintor, ahora que en la Real Academia de Bellas Artes se acaba de añadir fingida inmortalidad académica a su real inmortalidad artística, quiero decir por escrito la historia externa de este cuadro y bucear brevemente -con prosa propia y verso ajeno- en la entraña de él.

Fue en el invierno de 1952 a 1953, poco después de que Benjamín, con su laureado Amanecer en Castilla, hubiese descubierto el último camino y el definitivo nivel de su espléndida pintura tan versátil hasta entonces. Bien pasada ya la medianoche y, como diría un humanista a la antigua, conversando todos inter pocula, el anfitrión nos mostraba a un grupo de amigos lienzos suyos antiguos y recientes, así en el conjunto de cada uno como en sus detalles más importantes, esto último con ayuda de un marquito hueco, que él, sabio y astuto, iba colocando sobre la porción especialmente elegida. Pasó ante nosotros éste que ahora diariamente me acompaña y quedó luego apoyado sobre el suelo, vuelta su cara pintada hacia la gavilla de los contempladores. Atraídos, retenidos, fijos por la fuerza que de ella irradiaba, hacia esa cara miraban y miraban mis ojos. «¿Te gusta, el cuadro?», me preguntó el artista. «No me gusta: me entusiasma», le respondí yo. «Pues tuyo es», sentenció jupiterinamente su magnánimo creador. Y yo, casi incrédulo frente a lo que oía, resolví el trance con las palabras que para afianzar la incierta posesión de lo prometido ha inventado el expeditivo genio de nuestro pueblo: «Benjamín, no me lo dirás dos veces.» Todavía me estoy viendo con el cuadro en andas, entre las tres y las cuatro de la madrugada, dando gritos de llamada a los taxis que buscando su retiro nocturno rodaban por la desierta y oscura calle de Sagasta.

Pocos días más tarde, ese mismo grupo de amigos celebraba con mi mujer y conmigo, en mi casa, la adecuada instalación del fabuloso lienzo. Hubo palabras de ocasión, hizo el propio Benjamín una pantomima ante su propia obra, la bautizó el poeta Luis Rosales -¿hay acto más poético que el del bautismo?- con el nombre que desde entonces lleva, Historia de una sed, y justificó su invención verbal con este soneto, pegado desde entonces sobre el reverso del cuadro:



La tierra, ya en los huesos, se hace roca
de alucinado y mártir señorío;
el cielo, muy cercano, es como un río
que refresca el canchal; su luz evoca

una herencia de sed; no se equivoca;
ésta es tierra mortal; el aire frío
cruje, quieto y tirante, dando brío
a un andamio de tierra pobre y loca

que muere diariamente; tierra y braña
que son nuestra heredad, tierra que siento
como una llaga en el costado abierta

brindándome su sed, la sed de España,
la tierra con su sed de nacimiento
que aún conserva su sed después de muerta.

Historia de la sed de una tierra; proceso vital y pintado de una sed que comienza siendo de nacimiento y que perdura intensa, insaciada, inmortal, incluso después de haber muerto la tierra que la sentía. La sedienta fracción del planeta por este lienzo recreada pertenece a las zonas altas de la nunca baja provincia de Ávila, y muestra su esencial menester en tres planos paralelos y superpuestos. En el primero, dos cerrillos redondeados, dos nubiles senos geológicos en los que a través de finas manchas de color -amarillas, rojas, azulencas- luce toda la jovialidad que sin negar su radical condición de grave puede ostentar el rostro terreo de Castilla la Vieja; y tras ellos, asomándose poco a poco hacia el costado derecho del cuadro, un estrecho vallecico, entre real y adivinado, donde franjas de verde jugoso contornean el ocre severo de un rectángulo de gleba todavía no sembrada. En el segundo plano, de golpe, todo el drama: una cadena de altas cimas oscurísimamente azules, negras, como amortajadas por el color de tenues vetas cromáticas -amortajadas, sí, porque, acompañando en esa forma al negro, nada hay más funeral que el amarillo y el malva- a las cuales tan valiente tratamiento pictórico hace opresoramente próximas. Y en el tercero y más encumbrado nivel del paisaje, un cielo mucho más de Monte Tabor que de monte alpino o pirenaico, a cuyo esplendor transfigurado contribuyen, mezclándose y separándose entre sí, el blanco, el azul claro y un amarillo, otra vez el amarillo, que dorándose, anaranjándose, parece aspirar ahora a la gloria definitiva.

Historia de una sed, historia de un drama: sed de nacimiento, como la de la tierna Castilla de Gonzalo de Berceo; sed más allá de la muerte, como la de la Castilla exasperada que don Francisco de Quevedo -el Quevedo que existía y sentía allende toda burla, toda crueldad, toda farsa- supo líricamente convertir en verso amoroso. Pero sed, ¿de qué? ¿De la vida que como promesa aparece en el primer plano del paisaje? ¿De la gloria que sobre la mortaja de unas cumbres negras esplende en ese alto cielo del cuadro, gloria cuya realidad, precisamente porque nunca pasó de ser sueño, ya no puede pertenecer a ningún mañana temporal? He aquí el dilema que vigorosamente nos presenta este lienzo de Benjamín Palencia. Día tras día lo contemplo yo, y muchas veces pienso que su autor, hombre que ha coexistido creadoramente con todas las generaciones históricas de nuestro siglo XX, ha acertado con él, sin proponérselo, a mostrar la quintaesencia de nuestro pasado y a brindar una prometedora vía hacia el porvenir.

He hablado antes de la fuerza enorme que irradia el cuadro, y ahora añado que esa fuerza -de la cual cabría decir, utilizando una distinción de la mecánica clásica, que no es «fuerza de inercia», sino «fuerza viva», más aún, originario brote de energía- constituye por sí misma el aura en cuya virtud puede ser salvado el dramático dilema que el propio cuadro nos plantea.


Que el plò et torni feconda, alegre i viva;
pensa en la vida que tens en torn,

decía a la Castilla, a la España de 1898 el catalán Joan Maragall; y como tres lustros más tarde, el andaluz castellanizado Antonio Machado hablaba así a los españoles que por entonces comenzaban a vivir con ánimo propio:


Tú, juventud más joven, si de más alta cumbre
la voluntad te llega, irás a tu aventura
despierta y transparente a la divina lumbre;
como el diamante clara, como el diamante pura.

A través de cuantas tensiones se quiera, la tierra de España nos está mostrando su fuerza viva. Tal vez sea porque es precisamente esto lo que yo quiero ver, esto es lo que yo veo en el cuadro de Benjamín Palencia que noche y día me acompaña.




ArribaAbajoPalencia y Lozano

Acaba de inaugurarse en Albacete un Museo de Bellas Artes, del cual va a ser gala la generosa donación que le ha hecho Benjamín Palencia: ciento quince obras suyas, procedentes de todas las etapas de su varia y alta vida de pintor. Bien reciente es también el ingreso de otro gran pintor, Francisco Lozano, en la Academia de Bellas Artes de San Fernando. No será tiempo perdido el de una breve meditación acerca de ambos.

Para quienes saben contemplarla, y a través de ellos para la sociedad y la historia, ¿qué es la obra del pintor? O bien, en crudo lenguaje utilitario: como miembros de una sociedad y coautores de una historia, ¿para qué sirven los pintores? Pienso que la respuesta debe ser formulada en tres tiempos, cada uno de los cuales engloba al anterior. Con su obra, los pintores nos regalan el gozo -doloroso a veces, si el autor del cuadro se llama James Ensor o José Solana- de sumergirnos en la contemplación de ella. Dentro de este gozo, y de manera más o menos consciente, va produciéndose en el alma del espectador un aprendizaje; porque la contemplación detenida de la obra pictórica acaba enseñándonos a mirar y a ver. Gracias a sus pintores, desde Cimabue y el Giotto, ha aprendido el hombre occidental a mirar y a ver el mundo que le rodea. Ahora bien, el hábito de saber mirar y saber ver tiene un secreto término intencional: la salvación de la realidad visible en tanto que visible, entiéndase tal salvación a la manera de san Pablo o a la de Carlos Marx. Gozo de ver, arte de ver, salvación de lo visible; tales son los tres momentos que integran la utilidad social e histórica de los pintores.

Benjamín Palencia nos ha enseñado a ver el paisaje de Castilla y -dejando aparte la interpretación soteriológica de su pintura al modo paulino o al modo marxiano- nos ha puesto a los españoles ante la responsabilidad, de salvar ese paisaje. Todos sabemos que los descubridores literarios del campo castellano fueron los hombres del 98; pero cabe preguntarse si en la hazaña de ver en ese campo la expresión autónoma de un estado de ánimo, con lo cual el paisaje pasa de ser mera escenografía a ser realidad exenta, no les precedieron pictóricamente los continuadores y superadores de Carlos Haes; muy en primer término, Beruete y Regoyos. Partiendo de la sensibilidad de unos y otros y apoyado en poderosa técnica propia, Benjamín Palencia ha logrado una meta nueva. Con él, en efecto, el paisaje de Castilla gana ante los ojos del espectador su definitiva autonomía, por tanto su soledad, y desde esta pintada soledad suya lanza hacia el alma de cuantos lo contemplan los cuatro motivos esenciales de su voz luminosa y cromática: la recatada poesía, la indigencia, el vigor y el drama. ¿Para qué? Ya lo sabemos. Para regalarnos el no risueño gozo de sumergirnos visivamente en su seno, para hacernos así exploradores de su realidad profunda y, en definitiva, para ponernos ante la exigente responsabilidad de salvarlo; empeño que a una requiere el respeto a lo que esa tierra por sí misma es y, puesto que somos habitadores suyos, la construcción histórica de una vida a la altura de su dignidad. Gineriana y unamunianamente: la forja de un paisanaje merecedor del paisaje en que vive.

Lo que para el paisaje de Castilla ha sido Benjamín Palencia, eso ha sido para el paisaje de Valencia, a su personal modo, Francisco Lozano. Qué bien supo decírnoslo en su discurso de ingreso en la Academia de Bellas Artes. El campo ondulante que se extiende desde Genovés hasta Llosa de Ranes: «Por la parte posterior a Sierra Vernisa se dibujan, sobre el azul cobalto de cada mañana, las tierras altas, blancas y calcinadas, antiguas...; de cualquier hondonada de estos secanos surge una solución de malvas, amarillos y verdes que estructuran... un paisaje tan viejo y tan sorprendentemente renovado cada día.» La costa pedregosa de Jávea. La franja del Saler, hoy toscamente mancillada por la alianza que tan fácilmente conciertan entre sí el afán de lucro y el mal gusto: hacia la Albufera «cañares de pureza oriental», espejismos a los que da resonancias bíblicas «el lomo metálico de sus aguas a las horas crepusculares», sucesión y asamblea «de verdes, de amarillos, de floraciones insólitas que salpican este singular y hermosísimo paisaje». Esta tierra, esta luz y estos colores han sido el problema personal del pintor Francisco Lozano: «Mi problema en todo momento -confiesa- ha sido la intensa y brillante luz del paisaje mediterráneo, hacer una escala rigurosa de esa claridad y ordenar la presencia de esa luz en su simplicidad destellante para que las luces sean luz, integradas en el misterio de la luz única, primera y última de tal paisaje...» Enseñándonos a mirar y ver la tierra de Valencia, Francisco Lozano nos ha puesto y nos pone ante la responsabilidad de salvarnos salvándola.

Dos pintores, en suma, que frente a los temas de su pintura, nos regalan gozo, nos enseñan a ver, nos incitan a mejorar de múltiple modo nuestra condición de huéspedes de este castigado y hermoso pedazo del planeta.






ArribaAbajoFernando de Castro


ArribaAbajoEl último cajaliano

Promovida por el diario Informaciones, se ha celebrado una mesa redonda para conmemorar la obra y la persona de Fernando de Castro, egregio investigador -sin él no hubiéramos conocido, entre otras cosas, la estructura y la importante función de un grumito de sustancia nerviosa situado en el interior del cuello junto a la arteria carótida, ese que los anatomistas llaman «cuerpo carotideo» o glomus caroticum- y, no contando a Lorente de No, ya más de cuarenta años fuera de España, el último de los grandes discípulos directos de don Santiago Ramón y Cajal. Asistimos varios de los que tuvimos la fortuna de tratar como amigos al sabio y el dolor de verle morir cuando todavía era capaz de seguir haciendo mucha ciencia importante, y todos hablamos sinceramente movidos por un doble y dolorido amor: amor dolorido hacia el sabio muerto, amor dolorido por la ciencia española.

Tres fueron las principales cuestiones allí debatidas: ¿por qué Fernando de Castro no recibió, con Heymans, el premio Nobel, siendo así que el propio Heymans reconoció poco tiempo después que sus personales trabajos fisiológicos sobre el cuerpo carotideo no hubieran sido posibles sin los previos de nuestro ilustre compatriota?; ¿por qué Fernando de Castro, hombre «disponible» en 1939 y entonces en la cima de sus posibilidades científicas, no fue nombrado director del Instituto Cajal, al que habría podido imprimir la orientación neurofisiológica que la sazón del tiempo requería?; en 1972, ¿sería posible la repetición de un abandono semejante al que en 1939 sufrió nuestro gran histólogo?

En aras de la brevedad, omitiré mi respuesta a la primera de esas tres interrogaciones, y la daré casi telegráficamente a las dos restantes. No siendo nombrado director del Instituto Cajal cuando debió haberlo sido -mucho después le ofrecieron el puesto, pero ya era demasiado tarde-, Fernando de Castro fue víctima de una pertinaz lacra nacional (nuestro desaforado adanismo, nuestra vehemente tendencia a comenzar o recomenzar partiendo de cero) y de una lamentable lacra circunstancial (el insuficiente interés por la ciencia de quienes entre nosotros inmediatamente dirigían por entonces su desarrollo). Y en cuanto a la tercera pregunta... España gasta hoy bastante dinero, es verdad, en becas para principiantes de la ciencia; pero luego ¿les ofrece suficientes puestos de trabajo suficientemente dotados? ¿No es cierto que no pocos jóvenes investigadores siguen quedándose en los Estados Unidos, en Alemania o en Francia, apenas acabado el período de su formación? (Nota final entre paréntesis: escribo estas líneas a los pocos minutos de haber leído que los «oriundos» -algún sociofilólogo tendrá que preguntarse un día por la razón común del peculiar sentido ocasional de palabras como «oriundo», «reajuste», «tendencia» y varias más- van a dar otra vez importado esplendor a nuestro fútbol.) Es cierto: en 1972, Fernando de Castro hubiese podido tener encendidas a las dos de la mañana, como solía, las luces de su laboratorio, para hacer sus originalísimos e ingeniosísimos empalmes nerviosos; pero él, tan inhábil para las acrobacias administrativas, ¿cuánto tiempo hubiese tenido que dedicar para que «uno» de sus discípulos lograse aquí «un» modesto puesto de trabajo más o menos definitivo?






ArribaAbajoGerardo Diego


ArribaAbajoToda la poesía

Nada de lo humano me es ajeno, dicen -en latín, entre comillas o más a la llana- casi todos los hombres verdaderos; y a la cabeza de ellos, claro, el filósofo y el poeta. Nos muestran hoy los doctos cómo Sócrates enseñó a los griegos que también el humilde quehacer del zapatero es un grave tema de filosofía, y no sólo el espectáculo solemne de los meteoros. Pues bien: los doctos de otro siglo -doctos en la historia y en la alquimia de la poesía- enseñarán a sus discípulos que un poeta español, Gerardo de nombre, Diego de apellido, y sin «de» entre aquél y éste, supo demostrar con el ejemplo que no hay tema humano sobre el que los poetas no puedan aplicar el cincel de su expresión. El contenido del corazón, las aventuras del pensamiento, el andar de la doncella, la nieve de las cumbres, la belleza por los hombres creada... Sí, acerca de todo eso no había duda. Pero, junto a los motivos perennes de la expresión poética -desde Homero hasta Valverde y Bousoño-, ¿por qué no la luz y las tersas formas minerales del cuarto de baño, o el nervioso giro de la ruleta, o el candido vaivén de la pelota de «tennis»? Esto se ha venido preguntando el poeta Gerardo Diego, desde los años de Soria e Imagen.

La técnica de tan osada operación poética -poetizante- se compone de dos sutiles e ineludibles ingredientes. Uno de ellos externo, expresivo: maestría suma en el manejo morfológico y sintáctico del idioma. Otro interno, intencional: arte ingénito y aprendido para combinar en el poema la gravedad y la ironía, la inmensa seriedad del gran poeta lírico y la lúdica destreza del verdadero juglar. Así Gerardo: enorme e insomne poeta lírico ante el sueño de la amada -«tú por tu sueño, y por el mar las naves»-, o frente a las torres de Composo sobre la cumbre virgen del Urbión; y semiserio juglar entre los reflejos de hidráulicas porcelanas, o junto a los andares de Manuel Machado -«banderillero de Apolo»-, o, inopinadamente, bajo aquel «edredón de nubes» que tanto irritaba a Dámaso Alonso. Gerardo Diego, gran poeta, se permite a veces el difícil lujo de serlo jugando.

Éste es Gerardo Diego. Frío por fuera, con su aire de diplomático inglés; nerviosamente ígneo por dentro, según confesión propia; y entre el dentro el fuera, entre la norteña epidermis y la llameante, crepitante intimidad, las rítmicas y azorantes sacudidas de sus párpados. Éste es el poeta que, cantando con gravedad y jugando con ligereza, ha metido bajo el techo de la Academia, cogidos bajo su brazo, todos los temas y todos los modos de la poesía española contemporánea.




ArribaAbajoGerardo y Hölderlin

Para entender a un poeta, otro. Para entender a Gerardo, poeta en quien el juego -de las palabras, de las imágenes, de los conceptos- resulta a la postre ser un alegre y juglaresco indumento de la gravedad, Hölderlin, poeta en quien una dolorida y metafísica gravedad secretamente soñaba con ser juego; el Hölderlin que un día, viendo en sí mismo, a diferencia de don Antonio Machado, un olmo joven y frondoso, escribió así:


...como pámpanos y racimos,
en torno a mí crecen y se enroscan
los dulces juegos de la vida.

Gerardo: un autor de poemas que no parece vivir sino en el elemento del juego; tanto, que muchos lectores superficiales apenas aciertan a percibir como su enorme maestría lúdica, mirada en su más honda realidad, es una actitud entre irónica y reverente ante el misterio último de las cosas y los hombres. Hölderlin: un versificador romántico tan sutil y patéticamente instalado -en el elemento de la gravedad, que no pocos lectores profundos son incapaces de advertir cómo su constante nostalgia metafísica llevaba en su seno mismo el ansia o la esperanza de una existencia cuya flor más fina y cimera fuese el juego. ¿Verdad, amigos, que el metódico contraste de uno y otro serviría para obtener alguna luz acerca de la relación entre el ser, el sentir, el pensar y el jugar del hombre, cuando éste puede serlo poéticamente y a ello se decide?