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Memorial a Su Majestad Católica sobre los excesos y agravios hechos a los jesuitas de las cuatro Provincias de España en la Ejecución de su Real Decreto de 26 de febrero de 1767

José Francisco de Isla

Texto comentado y recopilado por el p. Isidro María Sans sobre un texto original del p. Isla; prólogo, notas y edición de Enrique Giménez López y preámbulo de Manuel Luengo. El autor del texto es Isidro María Sans




ArribaAbajoPreámbulo

Luego que llegamos a la Ciudad de Calvi en la Isla de Córcega por julio de 1767, dio orden el P. Ignacio Ossorio, Provincial de Castilla, para que un sujeto de cada uno de los Colegios formase una exacta relación del modo con que se ejecutó el arresto en él, y del viaje hasta la caja adonde fue destinado. Y así mismo se encargó a uno de los Novicios, que lograron unirse con la Provincia y desembarcar con ella en el dicho puerto, que hiciese una puntual relación de todo lo que pasó por ellos, especialmente después que fueron separados por segunda vez de los demás. Estas relaciones, si se conservan originales o a lo menos en copias exactas, son en la realidad documentos muy estimables, y ellos encierran una historia sincerísima, puntual y menuda del gran suceso del arresto improviso de la Provincia de Castilla y de sus viajes a varios puertos para embarcarse y para ser exterminada de todos los Dominios de España.

Todos estos papeles fueron puestos en manos del P. José Francisco de Isla, que en la larga navegación desde El Ferrol hasta Calvi se había reparado medianamente de los daños que había padecido en su salud con el accidente que le dio y repitió varias veces en el viaje desde Pontevedra hasta La Coruña, como él mismo refiere difusamente en este mismo escrito, y así estaba ya en estado de poder, aunque con alguna fatiga, atarearse al trabajo. Con ellos, con algún otro Diario que se hizo en la navegación, con algunas relaciones de sus cosas que le entregaron los PP. Procuradores y con lo que él mismo vio y tocó con las manos en La Coruña, en el Navío San Juan Nepomuceno y en Calvi, escribió este Memorial los primeros meses que estuvimos en Calvi, siendo cierta y sincera la data que pone al fin de él, es a saber del 15 de febrero de 1768.

No tratamos en este breve prólogo ni de hacer un elogio ni tampoco una censura de esta obra. Y así nos contentaremos con decir alguna otra cosilla que pueda servir para hacer un juicio más ajustado de ella. Si se mira al estado de salud fatal todavía en que se hallaba el autor cuando la escribió, a la miseria, opresión, trabajos e incomodidades en que se hallaba, como todos los demás, los que necesariamente abaten el ánimo, turban y oscurecen la fantasía y roban aquella serenidad y sosiego de mente y de corazón tan necesaria para escribir, está su escrito excelente y de más gusto, hermosura y brillantez que se pudiera esperar en aquella ocasión. Si se consideran bien el tiempo en que escribió, tan cercano a nuestra desgracia, el furor del Ministerio de Madrid contra los jesuitas, la amenaza fulminada en la Pragmática misma de quitarnos a todos la pensión por uno sólo que escribiese en nuestra defensa, y la facilidad de que llegase a él la noticia de esta obra, siendo tantos los que por entonces salían de la Compañía, de quienes se podía temer una vileza, se entenderá fácilmente que se dice demasiado en ella y que casi fue una temeridad escribirla.

Si se examina bien el título de la obra, se conocerá sin dificultad, como la conocía también el autor, que no es muy acomodado al contexto y contenido de ella. Se dicen muchas cosas que no se debían decir en un memorial al Rey y se hace menos fuerza de la que se debía en el punto capital, que es el derecho de ser oídos y juzgados, el protestar la inocencia de la Compañía en los delitos que comúnmente se le atribuían por sus enemigos, y otras cosas semejantes. La verdad es que nunca se pensó seriamente en formar un memorial que hubiese de ser presentado al Rey, porque esto se tuvo por imposible en el miserable estado a que estábamos reducidos, y además de esto expuesto al peligro de que, irritado el Ministerio de España si llegaba a traslucir nuestro intento, nos oprimiese con nuevos trabajos y vejaciones. Si hubiera habido arbitrio y facultad para hacer llegar al Trono un memorial en nombre de la Compañía de Jesús de España, se hubiera sabido formar ciertamente con la energía, perspicacia, precisión y brevedad conveniente para que hiciera impresión en el ánimo del Monarca. Así que el título de memorial en este escrito no es más que un arbitrio o pretexto para poder cohonestar el haberlo extendido, alegando que no se creyó prohibido en la Pragmática un recurso al Soberano. No sé si hubiera valido mucho esta excusa en el tribunal de nuestros Ministros, si hubieran llegado a entender que se había escrito esta obra. Pero la verdad es que con este designio se le intituló de esta manera.

A la sombra de este título de memorial al Rey se pensó formar un género de historia de nuestro arresto, viajes y establecimiento en Córcega, aunque se olvidasen sus circunstancias y los sucesos que se han atravesado en estas cosas. Y así efectivamente se ha hecho. No obstante, es preciso confesar que, por las razones que antes apuntamos y también porque no desmintiese la obra demasiado el título que se le ponía, le falta no poco para ser una historia completa de nuestro destierro, y mucho más de las cuatro Provincias Españolas, como se anuncia en el título, pues de las otras tres, fuera de la de Castilla, se dice muy poco, y aun se olvidó el autor, y fue ciertamente descuido, de poner el desembarco, después de varias aventuras, de la Provincia de Toledo en Ajaccio y de la de Aragón en San Bonifacio. Se dice poco en esta relación de lo que sucedió en las cajas en donde se fueron reuniendo los Colegios, y especialmente de las de San Sebastián, Bilbao y Santander, o porque no se le dieron al autor papeles que le instruyesen bien o no lo tuvo por conveniente. También se habla muy de paso de la peligrosa navegación de los jesuitas de Oviedo y la trabajosísima de los muchos que se habían juntado en Santander. Y uno y otro es punto muy substancial en esta historia.

Se omiten además de estos muchos sucesos de monta, ya de sujetos particulares, ya de Colegios enteros y ya también pertenecientes a los mismos Ejecutores, especialmente a los que se portaron con benignidad y compasión, temiendo justamente que se les parase perjuicio por habernos dado algunos de ellos alguna más libertad de lo que la permitían las Instrucciones de Madrid. Para prueba de estos dos últimos puntos, bastan los ejemplos de los Ejecutores en el Colegio de Logroño y en el mío de Santiago de Galicia. Aquél, después de intimarles el Decreto, pasado de dolor y anegado en lágrimas, no se metió con ellos en todo aquel día y les dejó en toda su libertad. Éste no sólo nos dejó con toda franqueza en todo el Colegio y en nuestros aposentos, sino que dejó entrar a visitarnos a mucha gente de la Ciudad.

En prueba del primero contaré brevemente un suceso que no refiere el autor, verosímilmente porque el mismo interesado, que estaba en Calvi y sabía muy bien lo que se escribía en esta obra, no gustaría de ello. Entre los muchos jesuitas de la Provincia de Castilla que, hallándose fuera el día del arresto, vinieron voluntariamente a meterse en las cadenas por seguir en sus desgracias a sus Hermanos, ninguno hizo en esto, a nuestro juicio, un sacrificio tan heroico como el P. Isidro López, del cual sólo muy de paso habla el autor de esta obra. Desterrado de la Corte, como lo había sido su grande amigo, el famoso Marqués de la Ensenada, estaba el día del arresto en casa de un Sr. Abad cerca del Colegio de Monforte, al cual pertenecía. Tuvo allí, además de violentas sugestiones para que se huyese y pusiese en seguro, la facilidad de dinero, vestidos para disfrazarse y comodidad de todo lo necesario para hacer con diligencia el viaje a uno de los puertos de Portugal, desde donde era muy fácil pasar a Inglaterra o a Holanda. Y no le faltan por otra parte talentos, instrucción y maña para saberse manejar, y pericia de lenguas poseídas con perfección para poder disimular que era español.

Fuera de esto, estuvo firmemente persuadido, y lo tuvo como cosa indubitable, que su paradero sería el Castillo de San Antón en La Coruña u otra fortaleza semejante. Porque ¿qué cosa más natural, decía, que Madrid, así como imita a Lisboa en desterrar a los jesuitas, le imite también en dejar algunas docenas de ellos como delincuentes más famosos en cárceles y mazmorras? Y en la realidad, no reparando en delitos, como no repara aquel Ministerio, una política sagaz y advertida excitaba que así se debía hacer, pues no es posible que el mundo, que reflexiona, se persuada que entre los jesuitas españoles, viendo que a todos se les destierra y con ninguno se hace un castigo ejemplar, haya culpados en el tumulto de Madrid o reos de lesa Majestad por ningún título. En tal caso, si se hubiera hecho, como parecía indubitable que se haría, no hay uno que no conozca que este P. Isidro hubiera sido de los primeros destinados a este sacrificio. En medio de esta firme persuasión de que iba a ser sacrificado y de la comodidad de ponerse en seguro, determinó resuelta y generosamente juntarse por los demás y sacrificarse por el honor de la Compañía, para que ninguno pensase, con el menor descrédito de ella, que él huía por reconocerse reo de algún grave delito y temer la pena y castigo que le podía dar la justicia.

Por dejar otras cosillas, le falta a esta obra para ser una completa historia dar a conocer los sujetos que entran en ella, o nombrarlos por lo menos. No lo hizo el autor por estar tan frescos los sucesos y por un honrado respeto de no infamarlos. En parte supliremos nosotros esta falta, y siempre será fácil suplirla del todo. Acaso haremos también alguna otra breve nota sobre algunas equivocaciones que hemos encontrado, y sobre tal cual reflexión que nos ha parecido menos sólida y ajustada. La verdad en todo lo que cuenta, que es el alma de la historia, es pura, constante e indubitable, aunque por las razones insinuadas deje de decir otras muchas cosas que eran igualmente ciertas. Aun así, si se hubiera impreso y hecho pública esta obra cuando se escribió o en estos años pasados, y aun en el día, sería una cosa leída con gusto y con ansia, de algún honor y acaso utilidad a la Compañía. Pero la prepotencia y furor, que ha oprimido por tantos años nuestros justos lamentos, dura todavía, y así no hay otro remedio que el silencio y la paciencia, y reservar estos escritos para tiempos más serenos. Y con esto basta de prólogo para hacer otro más copioso si algún día logramos dar al público esta obra.

Manuel Luengo, S.I.




ArribaAbajoPrólogo

Las cuatro Provincias, que componían en España el Cuerpo regular de la Compañía de Jesús, piden licencia a Vuestra Majestad para postrarse humildemente a los pies del Trono y poner en vuestros Reales piadosísimos oídos los justos motivos de su profundo dolor. No lo puede haber mayor para unos fieles vasallos, y vasallos de esta calidad, que verse tan ruidosa, y aun tan ignominiosamente constituidos en la desgracia de su Rey, y de un Rey, cuyo carácter ha sido siempre el que dibujan la piedad, la clemencia y la justicia. Preciso es, Señor, que la malevolencia, el odio y el engaño, disfrazados en celo, hayan logrado sorprender con alevosa infidelidad el Real justificadísimo ánimo de Vuestra Majestad, pintándole a los jesuitas como los mayores monstruos contra la Religión y contra el Estado que ha producido hasta ahora la Naturaleza, cuando han podido conseguir que en su destierro, en su expatriación, en el total despojo de su honor y de sus bienes, se hayan desatendido todas las Leyes que prescriben el Derecho Natural, el Divino y el humano, practicadas siempre inviolablemente aun con el hombre más vil y más facineroso del mundo. Sin hacerles causa, sin darles traslado de la más mínima acusación, sin hacerles cargo en particular del más ligero delito, y por consiguiente sin oírlos, se les destierra, se confiscan todos sus bienes, se desacredita su conducta y su Doctrina, y se supone sospechosa y aun vergonzosa la comunicación con ellos, aun en los bienes puramente espirituales, se declara delincuente y criminoso todo comercio con sus individuos, sin exceptuar el de los padres con sus hijos ni de los hermanos con sus hermanos carnales, cerrando absolutamente la puerta no sólo al alivio de sus penas, sino aun a la noticia de sus trabajos, y en fin se les confina a todos en cuatro estrechos presidios de la Isla más belicosa, más inquieta, más asolada y más pobre que se reconoce hoy en todos los mares de Italia, expuestos a todos los trabajos, miserias y desdichas que trae consigo el furor de la guerra, y de una guerra tan obstinada como irregular.

Permítanos, Señor, Vuestra Majestad que hagamos presentes a Vuestra Real Benignidad, con la verdad más pura y más destituida de toda ponderación y artificio, así los excesos, irregularidades y violencias que se cometieron casi generalmente en la práctica de su expulsión, muy ajenos de vuestro Real piadosísimo ánimo, como el extraño modo con que se procedió en el desembarco de las dos Provincias de Castilla y Andalucía por los tres Oficiales que mandaban los dos respectivos convoyes, y los indecibles trabajos que estamos padeciendo, como consecuencias necesarias de aquella, al parecer, precipitada resolución. Ante todas cosas, protestamos no ser nuestro ánimo culpar la conducta del más mínimo de los Ministros que intervinieron en la ejecución de las Reales Órdenes expedidas en nombre de Vuestra Majestad, antes bien, excusando desde luego su derecha intención, nos queremos persuadir a que, si hubo algunos excesos, fueron hijos del celo a vuestro Real Servicio, el cual pudo muy bien desacertar inculpablemente en la elección o en el ejercicio de los medios, considerándolos más conducentes o quizá absolutamente necesarios para conseguir el fin. En débito obedecimiento a vuestro Real Decreto con fecha de 26 de febrero de este presente año de 1767, se pasó con toda la diligencia posible a su más pronta y puntual ejecución. Señalóse para la de los Colegios, que había en Madrid y en sus cercanías a una o dos jornadas de distancia, la noche del 29 al 30 de marzo, y para todos los restantes de España la de 2 al 3 del inmediato mes de abril. Con esta sola diferencia, que a todos los jesuitas habitantes fuera de Madrid se les concedieron por lo menos 24 horas para salir de sus Colegios a las Cajas destinadas, contándose desde el mismo punto de su arresto o extrañamiento; pero a los residentes en Madrid no se les dio más tiempo que el preciso para vestirse, oír la intimación del Decreto y meterse en el carruaje que se les tenía preparado, sin permitirles llevar consigo más ropa blanca ni negra que la que traían a cuestas. Y aunque se les ofreció que a su tiempo se les remitiría todo lo perteneciente a cada uno, según el espíritu de la Real Pragmática, pero el hecho es, Señor, que después de un mes de su salida de Madrid se embarcaron en Cartagena sin que se les hubiera enviado ni una hilacha de ropa común ni particular, manteniéndose muchos todo este tiempo con la misma camisa que sacaron de sus aposentos. Y a todos los hubiera sucedido lo mismo con la incomodidad, indecencia, mortificación y desaseo que se deja considerar, a no haber socorrido esta necesidad la conmiseración de algunos corazones piadosos y caritativos, traspasados de dolor al ver dentro de la misma España en semejante miseria aun a los mismos que habían merecido el supremo honor de ser Confesores de las Augustísimas y Serenísimas Reinas difuntas Nuestras Señoras, Vuestra Madre y Vuestra Hermana, y a los que actualmente lograban el no menos supremo de ser Maestros del Serenísimo Príncipe, Nuestro Señor, y de los Serenísimos Infantes, vuestros muy caros y muy amados Hijos. Aumentaba extrañamente el dolor de ver tratados así a unos hombres de este respeto el cotejo que se hacía de aquel tratamiento con las benignísimas palabras de vuestro mismo Real Decreto, en que expresamente manda Vuestra Majestad «se les trate a todos en la ejecución con la mayor decencia, atención, humanidad y asistencia», lo que el más delicado y preciso entendimiento no acertaba a componer con el atropellado tratamiento que se les hizo en Madrid casi a vuestros mismos Reales y piadosísimos ojos.

No fue desemejante ni en nada inferior a éste, aunque en líneas diferentes, el que padecimos en casi todos los demás Colegios de España para poner en ejecución el referido Decreto. En unos a la media noche del día 2 de abril y en otros al amanecer del día 3 se vieron de repente ocupadas todas sus avenidas y cercadas todas las paredes que formaban su circunferencia, ya de tropa arreglada con bayoneta calada, ya del Paisanaje, ya de los Guardas de vuestra Real Hacienda, todos bien armados, según se les proporcionaba el auxilio a los Ejecutores Comisionados. Franqueáronse por los respectivos Rectores las puertas de todos los Colegios sin la menor resistencia, tergiversación ni demora a la primera intimación que se les hizo, en unas partes a nombre de Vuestra Majestad, en otras a nombre de la Justicia del lugar y en algunas con el ociosísimo pretexto de llamar algún Padre para auxiliar a un afligido moribundo, como si ningún Superior de la Compañía fuese capaz de no obedecer pronta, ciega y rendidamente a la menor insinuación que se le hiciese a vuestro Real Nombre o al del más ínfimo de aquellos que para la administración de la Justicia lo representan en los Pueblos. Inmediatamente que se franquearon las puertas, entró con apresurado tropel la gente armada, que estaba prevenida para ocupar los claustros, tránsitos, dormitorios, puertas de aposentos, piezas comunes y particulares, sin reservar en algunas partes aquéllas que el consentimiento universal ha declarado privadas porque así lo requieren la modestia, la necesidad y la decencia. Todos estos sitios se vieron de repente ocupados de uno o más centinelas con bayonetas caladas. Lo mismo se practicó generalmente con puertas interiores de la Iglesia y Sacristía.






ArribaAbajoOviedo

Pero en el Colegio de Oviedo se cometió en este particular un exceso tanto más reparable cuanto su ejecución fue por orden de un Ministro tan sabio, tan cristiano y tan moderado como el que actualmente preside y rige aquella Real Audiencia. Luego que entró en dicho Colegio con un pequeño pelotón de soldados, Ministros de Justicia y Criados suyos, se fue derecho al aposento del P. Rector, sin que en su comitiva apareciese persona alguna Eclesiástica, y, llevándole consigo a la Iglesia, mandó abrir sus puertas exteriores para introducir en ella el Cuerpo de Guardia, compuesto de seis u ocho soldados que tenía prevenidos, los cuales entraron por el templo con bayonetas caladas y, penetrando por medio de él hasta la Sacristía, dejaron sus puertas cerradas, como también las exteriores y las interiores de la Iglesia. Causó desde luego esta inesperada acción la disonancia y el dolor que se dejan considerar, viendo tan atropellada la misma Casa de Dios con notoria violación de su sagrada inmunidad. Pero se hizo después mucho más extrañable esta violencia cuando se leyó lo que tan cristianamente prescribe el capítulo 8.º de la Instrucción sobre el respeto y la decencia con que se debía tratar todo lo que perteneciese a Iglesia y Sacristía, suponiéndose que en estas Sagradas Oficinas nada se podía practicar sin la intervención de Provisor, Vicario Eclesiástico o Cura del Pueblo a falta de Juez Eclesiástico legítimo. Ni deja de ser digno de reparo que el Regente anduviese tan apresurado en aquella diligencia como que fue la primera que hizo después que entró en el Colegio, siendo así que era la octava en la Orden de las que se le encomendaban, no descubriéndose razón alguna para esta menos considerada apresuración, puesto que los soldados que esperaban a la puerta de la Iglesia igualmente podían entrar por la portería común del Colegio, que tenía aquel Ministro a su disposición.




ArribaAbajoBilbao

No fue menos extraño, aunque pudo ser más casual, otro atropellamiento de la sagrada inmunidad con que se dio principio a los procedimientos judiciales en el Colegio de Bilbao. Acostumbrábase en él abrir la puerta de la Iglesia algo antes de amanecer, especialmente en tiempo de verano por mayor comodidad de los que madrugaban a oír Misa y a confesarse. No ignoraba esta costumbre general en todas las Provincias del Bascuence el Juez Comisionado y, pareciéndole sin duda que sería menos ruidosa la entrada en el Colegio por la Iglesia que por la portería, especialmente si se solicitaba con estruendo que ésta se abriese antes de la hora regular, resolvió esperar a que se franquease la primera para introducirse al cumplimiento de su Comisión. Apenas la abrió el Criado de la Sacristía, que era un muchacho de pocos años, cuando cuatro soldados con bayonetas caladas se las presentaron al pecho, pidiéndole todas las llaves. Atemorizado el pobre muchacho se las dejó todas y se puso en precipitada fuga hacia lo interior del Colegio. Entraron con intrepidez los soldados en la misma conformidad sin reflexionar el sagrado sitio en que se hallaban, penetrando hasta el Altar Mayor con irreverente desacato. Entonces sin duda cayó en la cuenta el Juez Comisionado y mandólos retirar del Santuario, introduciéndose en el Colegio a formalizar las demás diligencias de su Comisión.




ArribaAbajoOrduña

Semejante a éste fue el primer paso que se dio en el Colegio de Orduña, pero en una circunstancia que hizo subir mucho la irreverencia hasta un grado que no se haría creíble a no haber sido el hecho tan notorio. Introdújose el Comisionado con todos los Guardas de aquella Aduana, que, armados, le iban auxiliando. Salía al mismo tiempo revestido para celebrar el Santo Sacrificio de la Misa un jesuita de aquel Colegio. Estaba ya a pocas varas del altar cuando, acercándose a él el Comisionado y haciéndole el ademán de aplicarle la mano al pecho, le dijo en voz alterada y menos respetuosa: «Deténgase, Padre, vuélvase a la Sacristía y desnúdese los Sagrados Ornamentos, porque tengo que decirle una palabra». Sorprendido altamente el pobre Sacerdote al verse embestido de aquella indecente y atropellada manera cuando iba a celebrar el más sagrado y el más tremendo sacrificio, se volvió a la Sacristía sin despegar sus labios. Desnudóse las sagradas vestiduras y siguió al Comisionado al aposento del P. Rector, como aquél se lo intimó con imperioso dominio. Señor, ¿serían conformes a la religiosísima mente de Vuestra Majestad estas impías tropelías? ¿Qué hombre habrá en el mundo tan bárbaro que se atreva a hacer a vuestra ejemplar y notoria religión tamaño agravio?

No se descubre otra disculpa para una acción tan violenta que la turbación del mismo Ejecutor. Por lo demás, si el Comisionado de Orduña pretendía evitar todo tumulto en la Iglesia, ¿qué cosa más fácil que cerrar las puertas de ella, quedarse él solo dentro con todos los que le auxiliaban, prevenir al Sacerdote revestido que no se asustase y que celebrase el Santo Sacrificio con toda tranquilidad, dejar algunos Guardas que asistiesen a él para precaver todo desorden y mientras tanto entrarse el Ejecutor en el Colegio a cumplir con las demás funciones de su encargo, dando tiempo en el aposento del Superior a que el Sacerdote, que estaba en el altar, acabase el Divino Sacrificio? Esto parece que debía hacer el Comisionado en aquellas circunstancias y esto sin duda hubiera hecho si «la presencia de ánimo y la frescura», que se le encargaba en la Instrucción, fuera tan fácil conservarla como lo es recetarla en el Gabinete.

Palpóse esta dificultad en el modo menos considerado con que se practicó la ejecución en casi todos los Colegios. A la reserva de muy pocos, en todos los demás se entró con gente armada, ni más ni menos como si se fuera a prender a unos forajidos, homicidas y salteadores, violándose el espacio sagrado de los Claustros Religiosos y la inmunidad eclesiástica, que tanto se ha respetado en España siempre, y haciéndose grandemente reparable que, siendo el objeto de tanto estrépito el repentino arresto de más de 2.000 Religiosos, en ninguna parte se hubiesen acompañado los Ejecutores legos con algún Juez o persona eclesiástica que a su nombre salvase, a lo menos en la apariencia, el debido respeto a la Inmunidad de la Iglesia.

Causó más novedad esta extrañeza cotejándola con el capítulo 8.º de la Instrucción, en que expresamente se previene que «las alhajas de la Sacristía e Iglesia se inventariarán a su tiempo con asistencia del Procurador de la Casa..., a intervención del Provisor, Vicario Eclesiástico o Cura del Pueblo, en falta del Juez Eclesiástico, tratándose con el respeto y decencia que requieren especialmente los vasos sagrados». Aquí, Señor, deseáramos merecer a la benignidad de Vuestra Majestad que se dignase preguntar al autor de la Instrucción si son más sagrados los vasos inanimados que los vivos, y si son más dignos de respeto los ornamentos y alhajas que sirven al Sacrificio que él mismo, que es indistintamente el Ministro y el Sacrificante. ¿A qué fin respetar las Leyes de la Iglesia con los vasos muertos y atropellarlas todas con los vivos? De manera, Señor, que para inventariar y asegurar las alhajas que sirven al altar, consideró precisa la asistencia de un Juez Eclesiástico el que compuso la Instrucción, mas para hacer el inventario y el arresto de los Ministros que ofrecen inmediatamente el tremendo Sacrificio, le pareció ociosa esta diligencia, concibiendo que para esta segunda función, en lugar de Provisores y Vicarios Eclesiásticos eran justo equivalente Sargentos, Cabos de Escuadra y Granaderos con bayoneta calada. Este delicado modo de salvar la inmunidad descubre al mundo un género de escrúpulos de nueva invención y verdaderamente original, pero nunca merecerán que Vuestra Majestad los declare por legítimos.




ArribaAbajoMonforte

En el Colegio de Monforte se añadió una particularidad digna de vuestra Regia Consideración, porque acrecentó muchos grados a la Irreligión y a la violencia. Fuera de las armas ordinarias que llevaban los soldados, iban prevenidos de hachas para romper las puertas y de escalas para montar los muros de la clausura, no de otra manera que si fueran a tomar alguna plaza al asalto. ¿Qué se figurarían los que iban prevenidos con aquellos aparatos militares? ¿Se persuadirían de que aquel puñado de pobres jesuitas, por la mayor parte viejos, enfermos y estropeados, se habían de poner en defensa barricándose con sus libros, cartapacios y sermones? Pero no se debe disimular por amor de la verdad que esta prevención fue de los paisanos, desaprobándola el Oficial que mandaba un destacamento del Regimiento de Navarra, única tropa arreglada que auxilió la ejecución en aquel Colegio.

Fue general casi en todos los Colegios la violenta precaución de haberse introducido en ellos los Ejecutores con gente armada. Formáronse diferentes Cuerpos de Guardia en varios puestos; púsose por lo menos un centinela con bayoneta calada a cada puerta, y después de intimado el Real Decreto y apercibida toda la Comunidad que ninguno saliese sin licencia particular de la pieza donde se había hecho la intimación, se observó universalmente con tango rigor que ninguno, desde el anciano más venerable y más autorizado hasta el más ínfimo Hermano, salía jamás de ella, aun para los desahogos más indispensables y más reservados de la naturaleza, sin que precediese el permiso del Oficial que mandaba aquella Guardia, y sin que les fuese acompañando hasta el lugar más inmundo otro centinela con bayoneta calada. Rigor o nimiedad, que en todas partes arrancó infinitos suspiros y aun hizo prorrumpir en voces tan dolorosas como significativas a los mismos soldados que obedecían a lo que se les mandaba, habiéndose observado que en aquel nuevo espectáculo se mostraban más tiernos los que en la Campaña se había acreditado de más valerosos, porque la humanidad, la piedad y la ternura son partes esenciales del verdadero valor.

No descubrían los enternecidos soldados qué razón podría haber para tratar con aquella severidad y desconfianza a unos hombres en quienes no habían encontrado ni el más remoto asomo de la más mínima resistencia, pues en todos los Colegios de España a la primera intimación se franquearon todas las puertas y no hubo siquiera un Superior que, al acabársele de notificar vuestro Real Decreto no hubiese respondido con tanta prontitud como presencia de ánimo que «bastaba la menor insinuación de Vuestra Majestad para llevar a cualquiera parte del mundo a los jesuitas y que así en toda ocasión como en todas las demás daría siempre incontrastables pruebas de su constante respeto y de su ciego rendimiento a todas vuestras Reales Órdenes». En esa substancia respondieron unánimemente todos los Rectores de la Compañía en España, sin que un golpe tan terrible como no esperado descompusiese su serenidad, desconcertase sus voces, alterase su tono, ni sacase a sus labios algún asomo de queja. El mismo imitaron generalmente sus súbditos.




ArribaAbajoMedina del Campo

La única demostración que se hizo en algunos Colegios, sobre todo en el de Medina del Campo, después de intimado y obedecido el Real Decreto, y habiéndose retirado el Juez Comisionado con los PP. Rector y Procurador a entender en las demás diligencias que encargaba la Instrucción, fue que los demás Padres y Hermanos, que habían quedado en la pieza donde se les había congregado con orden de que ninguno saliese de ella con pretexto ninguno, se postraron todos inmediatamente en tierra y perseveraron una larga hora de oración, desahogando el corazón por los ojos y pidiendo fervorosamente por la prosperidad de Vuestra Majestad, por la de toda su Augusta Familia, como también por el mayor bien espiritual y temporal de todos aquellos que hubieren ocasionado a la Compañía tan dolorosa aflicción. Esta misma oración la continuamos todos cada día con moral seguridad de que apenas se hallará individuo alguno entre nosotros que no la dirija al Cielo con amor muy particular a la Sagrada y Real Persona de Vuestra Majestad.

En este mismo Colegio de Medina acaeció un suceso que no puede menos de enternecer vuestras Reales y piadosas entrañas. Entre dos y tres de la tarde del mismo día en que se ejecutó el arresto general, se oyó en la pieza donde estaban los Padres custodiados un ruido como de persona que venía arrastrando por el tránsito. Acudieron los centinelas a examinar la causa y era un pobre Hermano Coadjutor ya muy anciano, que se hallaba en cama con la santa Unción, y con el ansioso deseo de ver a sus Hermanos venció la debilidad de los años y de la enfermedad, levantándose del lecho. Y estribando con una mano en el báculo y con otra en la pared, se fue arrastrando hasta que logró lo que deseaba. Pero, luego que les avistó, se quedó yerto, sin poder articular palabra, explicando su dolor en una avenida de lágrimas: espectáculo que traspasó el corazón de los afligidos Padres, enterneciéndolos más que todos los trabajos que ya estaban padeciendo.

A este suceso tan tierno se añadió en el mismo Colegio otro, que pudo tener visos de ridículo, y sin duda que en otras circunstancias hubiera excitado afectos muy distintos que los que movió en tan dolorosa ocasión. Avisado el Juez Ejecutor de que estaba apagada la lámpara que ardía en la Iglesia delante del Santísimo Sacramento, respondió con mesurada circunspección que «hacía escrúpulo de entrar en la Iglesia, siendo lego, sin asistencia del Juez Eclesiástico», como si los legos no pudieran entrar en la Iglesia sin un Juez Eclesiástico por delante o como si los Sacristanes legos no pudieran encender ni atizar las lámparas sin aquella ceremonia, siendo muy digno de reparo que el Señor Ejecutor hiciese tanto escrúpulo de mandar encender una lámpara, porque era lego, sin que la Iglesia autorizase su precepto, y no hiciese el menor de prender, arrestar y custodiar con soldados con armas a tantas personas sagradas. Volvemos a decir, Señor, que en la ejecución de vuestras Reales Órdenes se vieron escrúpulos de rara y delicadísima invención.

No deja de ser extraño el que padecieron los Rvdos. Padres de cierta esclarecida Religión1 en la Ciudad de Burgos. Enfermó en ella un Hermano Coadjutor del mismo Colegio de Medina. Destinóle aquel Intendente a un Hospital que está a cargo de dichos Rvdos. Padres. Agravósele la enfermedad y se le mandó dar el Viático. Clamó el enfermo por un jesuita para confesarse, pero se le negó constantemente este consuelo por aquellos Religiosos, que escrupulizaron faltar en ello a la Real Intención de Vuestra Majestad, persuadidos sin duda a que era contravención expresa del artículo 12 de vuestra Real Pragmática. No reflexionaron (dejando otras consideraciones) a que, si este artículo se debiese de entender con aquella material severidad, quedarían excluidos de los Sacramentos, aun en el artículo de la muerte, todos los jesuitas, a lo menos mientras estuviesen en España, pues por una parte no se podían confesar unos con otros y por otra se les prohibía rigurosamente por todos los Comisionados todo trato y comunicación, de cualquiera especie que fuese, con todos los demás vasallos vuestros, sin exceptuar los de más alta y más Sagrada Dignidad. ¿Sería esta interpretación del referido artículo conforme a la piadosísima mente de Vuestra Majestad?




ArribaAbajoSan Sebastián

A vista de este modo de discurrir en unos hombres con justa opinión de sabios, no debe causar ya tanta novedad que un Alcalde lego y sin letras hubiese opinado de un modo muy parecido en otro caso de semejante naturaleza y también en materia de Sacramentos. Algunos días antes que fueron arrestados los Padres de San Sebastián, había enfermado gravemente el P. Nicolás Rillac, francés de Nación, habíasele administrado el Santo Viático y, agravándosele la enfermedad después de arresto, mandó el Médico que se le administrase la Santa Unción. Hallábase ésta en una Capilla interior del Colegio, a la que no se podía pasar sino por un tránsito que estaba prohibido a los arrestados y guardaba un centinela. Empeñóse porfiadamente el Alcalde Comisionado en que no podría permitir se le administrase al moribundo aquel Sacramento, sólo porque era preciso pasar para administrarle por el tránsito entredicho. Pero al fin ya se le pudo persuadir, aunque con indecible trabajo, a que desistiese de aquel durísimo empeño, haciéndole ver el agravio que hacía a la religiosa intención de Vuestra Majestad en dar a sus Reales Órdenes una inteligencia tan poco piadosa, cuando en ninguna de ellas se leería expresión ni sílaba que remotísimamente autorizase tan injuriosa inteligencia. Murió, en fin, el enfermo al tercero o cuarto día del arresto, y no sólo no se permitió que el cadáver se enterrase secretamente y a puertas cerradas en la Iglesia del Colegio para que descansasen sus huesos entre los demás de sus Hermanos, sino que se le sacó del Colegio sin que lo entendiesen los jesuitas y se le dio sepultura en una de las Parroquias. No tenemos la menor duda de que nada de esto fue arreglado a vuestra Real Soberana mente.

Igualmente nos persuadimos que fueron muy contra ella las precauciones, parte ridículas y parte violentísimas, que el mismo Alcalde tomó para asegurar la custodia de los jesuitas, como si cada uno de ellos hubiera quebrantado las más famosas cárceles del mundo. El primer paso de su procedimiento, que explica con bastante viveza el carácter de la persona, fue el siguiente. Luego que se abrieron las puertas del Colegio y entró en él escoltado de la tropa con bayoneta calada, le salió a recibir apresuradamente el P. Rector. Encontróle en la escalera y, viéndole con su vara levantada y con todo aquel aparato, le preguntó sobresaltado: «Señor Alcalde, ¿qué es esto? ¿Trae Vmd. alguna Orden de la Corte contra mí o contra alguno de mis súbditos?». La respuesta fue sacar el Alcalde su caja con afectada autoridad y reposo, alargársela al P. Rector y decirle estas formales palabras: «No es nada; tome Vmd. un polvo, que no hay cosa mejor para despejar la cabeza». Tres cuartos de hora se estuvieron paseando por un tránsito el Alcalde y el Rector mientras se vestía y juntaba la Comunidad, padeciendo el pobre Superior congojas de muerte, entregado a todos los discursos funestos de una vivísima imaginación. Seis o siete veces repitió el Superior la misma pregunta en este tiempo y otras tantas renovó el Alcalde la impertinente acción de alargarle la caja, repitiendo siempre la misma respuesta, sin moverle a compasión las molestas congojas y sobresaltos que ahogaban al Superior, quien se persuadió finalmente que había llegado ya su última hora y la de toda su Comunidad. No parece que cabía en la humanidad un despego tan frío como cruel, por lo que es preciso atribuir aquella aparente serenidad del exactísimo Juez a una verdadera perturbación del ánimo y del corazón.

Acreditóla mucho más en las providencias sucesivas. Practicadas con arreglo a la Instrucción las regulares de intimar el Decreto y la custodia de todos los sujetos del Colegio en una Capilla interior muy reducida con la acostumbrada Orden de que ninguno saliese de ella bajo de algún pretexto, pasó, acompañado del P. Rector y Procurador al registro y al inventario de todos los aposentos. Protestó desde luego que el inventario de éstos, según sus Instrucciones, se debía hacer con individual distinción y separación de los libros, papeles, muebles y demás alhajas que pertenecían al Colegio y de las que pertenecían al uso de cada individuo. Representó modestamente el Rector que esto era absolutamente impracticable sin la asistencia personal de los que ocupaban los aposentos, porque ni él ni el Procurador podían saber lo que pertenecía a cada uno, especialmente no siendo irregular se hallasen libros, papeles y algunos otros muebles depositados o prestados que tuviesen dueños forasteros. La representación era convincente, pero ni por eso se rindió a ella el buen Alcalde, antes se empeñó en que todo se amontonase y se guardase debajo de llave sin distinción. A esto se opuso el P. Rector, diciéndole que debía arreglarse a lo que prevenía la Instrucción, con lo que entró en algún cuidado, y, consultando el punto con el Comandante General, se resolvió que cada sujeto asistiese al inventario de cada aposento, porque a muchos les dejaron aun sin sus Breviarios y a todos sin más tabaco que el que tenían en las cajas, hasta que a instancias del P. Rector se sacó un bote del aposento del Procurador para renovar esta provisión.

Como el Colegio de San Sebastián era una de las Cajas señaladas para que se reuniesen en ella los Colegios de la Provincia de Guipúzcoa y del Reino de Navarra, se mantuvieron los sujetos del Colegio en la prisión de la Capilla tres o cuatro días. Todo este tiempo empleó el Alcalde en hacer que se atajase y cerrase la tercera parte del Colegio, aunque todo él era muy estrecho, disponiendo que se aforrasen y tapiasen con gruesos tablones cuantas ventanas y puertas tiraban a la azotea, a las campanas y a la calle, con tanta nimiedad que hasta una especie de linterna, por donde se comunica la luz a la Librería en el centro de su elevado techo, la aforraron igualmente con tablas corpulentas por la parte de adentro, sin duda con el temor de que alguno saltase o volase por la vidriera a hacerse dueño del tejado. De manera, Señor, que en aquellos tres o cuatro días ni de día ni de noche oían los pobres arrestados más que terribles golpes de martillo, que resonaban por todas partes; y sobre no permitirles el sueño, de que estaban necesitados, los llenaban de nuevo susto y pavor, como ignoraban el fin a que se dirigían, hallándose confinados en su estrecha Capilla, sin trato ni comunicación con ninguno que les pudiese instruir del verdadero objeto de aquella extraña maniobra, la cual no fue tan superficial ni tan de burlas que no se gastasen en ella más de 200 pesos. ¿Qué juicio haría del silencioso y humilde rendimiento de los jesuitas, el que consideraba necesarias todas estas precauciones para su seguridad? Preciso es, pues, que su presencia de ánimo no fuese tanta como aparentaba, cuando discurría con tanta turbación.

Pero ésta se mostró mucho más en el suceso siguiente. Apoderado el Ejecutor de todas las alhajuelas que se encontraron en los aposentos, quedaron comprendidas en ellas las tijeras y navajas de cortar uñas y plumas, con tal cual estuche o posada2 de camino de que usaban los Padres. Pidiéronselos éstos, ya para la limpieza y ya para valerse de estos utensilios en la navegación y en su largo viaje, en que la experiencia les hizo conocer que eran muy necesarios. Negóse el Alcalde a concedérselos alegando era capítulo expreso de la Instrucción que «no se les confiase ningún instrumento cortante ni punzante». Seríalo de alguna Instrucción reservadísima y comunicada singularmente a este buen Alcalde, pues por lo demás en ninguna de las Instrucciones que se imprimieron en Madrid y se comunicaron a los otros Ejecutores se leía semejante capítulo, que quizá sería muy oportuno si se tratase con unos hombres facinerosos y desesperados, pero que parecía tan impertinente como injurioso, siendo el negocio con unos Religiosos tan dóciles, tan obedientes y tan rendidos que muchos no esperaron a que se les notificasen las Órdenes de Vuestra Majestad para correr espontáneamente a obedecerlas y todos se manifestaron prontos a alargar su cuello al cuchillo, como silenciosos corderos, si aquéllos les hubieran pedido este sacrificio, con la misma resignación y alegría con el que dejaron3 el de su honra, sus bienes y todo lo más amado que tenían en este mundo.

Sea de esto lo que fuere, el Alcalde de San Sebastián se mantuvo tenaz en su negativa hasta que el Escribano, que le asistía, le hizo palpar la inconsecuencia y aun la ridiculez de su caviloso empeño. Como a esta sazón habían ya llegado a dicha Ciudad algunos de los Colegios que debían reunirse en aquella caja, no bastaban los cuchillos del Colegio para el servicio de las mesas, aumentadas con tantos huéspedes. Advertido el Alcalde de esta falta, mandó se comprasen otros nuevos y él mismo se los envió a los Padres. Ocurriósele entonces felizmente esta especie al Escribano y dijo al Alcalde con bastante gracia: «Pues, Señor Alcalde, ¿los cuchillos nuevos que Vmd. envió a los Padres no son cortantes ni punzantes? ¿No podrán hacer lo mismo con ellos que con otros? ¿Y no serán punzantes los asadores ni cortantes los cuchillos de la cocina?». Cayó entonces en la cuenta el perturbado Ejecutor y no sin algún sonrojo desistió de su porfía.

Son sin duda estos lances prueba bien convincente de lo perturbada que se hallaba aquella razón, pero ninguna iguala a la que se va a referir. Tomó tan a la letra el encargo que se le hacía de prohibir toda comunicación de los jesuitas arrestados con todo género de personas forasteras, que el primero que se inhibió fue el propio Alcalde a sí mismo. En los 26 días, que duró el estrechísimo arresto de los jesuitas de San Sebastián, de ninguno se dejó ver el Alcalde desde el segundo día, siendo así que en todos acudía al Colegio por tarde y por mañana. Consiguiente a esto, prohibió con la mayor severidad a los dos Escribanos, que le acompañaban (y aun se cree que les tomó juramento), todo trato con los referidos Padres, de manera que éstos se hallaron con la puerta cerrada absolutamente a todo recurso en mil cosas que se les podían ofrecer. Al Juez no le volvieron a ver el pelo, y los Escribanos, los únicos que podían entrar y trabajar en su tránsito, huían cuidadosamente de ellos, siendo tan escrupuloso el uno de los dos que ni aun oír quería lo que le decía el P. Rector, para que se lo propusiese a Alcalde o al Comandante General, y sólo le contestaba con encogerse de hombros, arquear las cejas, levantar los ojos al cielo, juntar las manos y otras ridículas gesticulaciones, que excitarían la risa al mismo severísimo Catón, si en el corazón de los que se hallaban en tan miserable estado pudiera caber otro afecto que el del dolor y el de un tristísimo abatimiento. Dígnese ahora considerar Vuestra Majestad si todos estos excesos de celo, cuando no fuesen efectos connaturales de una gran perturbación, serían muy conformes a vuestra Real piadosísima mente.



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