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ArribaAbajo- XXXI -

Los pozos comunicantes. Ráfagas.


La infinita y desacordada variedad de las cosas y los acontecimientos multiplica la ocasión de que nuestra desigualdad radical dé muestra de sí. Y a la influencia de lo que ocurre en torno de nosotros, únense acaso, para ello, otras más lejanas y escondidas... Nuestra alma no está puesta en el tiempo como cavidad de fondo cerrado e incapaz de dar paso a la respiración de lo que quedar bajo de ella. Hemos de figurarnosla mejor como abismal e insondable pozo, cuyas entrañas se hunden en la oscura profundidad del tiempo muerto. Porque el alma de cada uno de nosotros es el término en que remata una inmensa muchedumbre de almas: las de nuestros padres, las de nuestros abuelos; los de la segunda, los de la décima, los de la centésima generación...; almas abiertas, en lo hondo del tiempo, unas sobre otras, hasta el confín de los orígenes humanos, como abismos que uno de otro salen y se engendran; y a medida que se desciende, truécase en dos abismos cada abismo, porque cada alma que nace viene inmediatamente de dos almas. Debajo de la raíz de tu conciencia, y en comunicación siempre posible contigo, flota así la vida de cien generaciones. Todas las que pasaron de la realidad del mundo, persisten en ti de tal manera; y por el tránsito que tú les das al porvenir mediante el alma de tus hijos, gozan vida inmortal, en cuanto perpetúan la esencia y compendio de sus actos, a que se acumulará la esencia y compendio de los tuyos. ¿Qué es el misterioso mandato del instinto, que obra en ti sin intervención de tu voluntad y tu conciencia, sino una voz que, propagándose a favor de aquellos pozos comunicantes, sube hasta tu alma, desde el fondo de un pasado inmemorial, y te obliga a un acto prefijado por la costumbre de tus progenitores?

Pero otros ecos, no constantes ni organizados, como los del instinto, y que se anuncian por manifestaciones más personales de la actividad interior, no llegan tal vez a nuestra alma, de abismos remotos o cercanos: los ecos del pensar y el sentir de mil abuelos, esparcidos por diversas partes del mundo, vinculados a distintos tiempos, modelados por los hábitos de cien diferentes vocaciones y ejercicios; pastores y guerreros, labradores y navegantes, amos y siervos, devotos de unos y otros dioses; y estos ecos, que acaso nunca llegan a fundirse en unidad perfecta y armónica, por enérgica que sea la fuerza concertante de la propia personalidad y por convergentes que acierten a ser alguna vez las virtualidades que se acumulan en herencia; estos ecos, digo, ¿no darán razón de muchas de las disonancias y contradicciones de nuestra vida moral?... Yo los imagino de modo que, ya alimentan un perpetuo conflicto, que la conciencia refleja sin saber su causa e impulso; ya sólo se manifiestan en lucha sorda y subterránea, que apenas percibe la conciencia, hasta que tal vez un eco, destacado de entre los otros, brota de súbito en idea y mueve el corazón y la voluntad, produciendo una de esas divergencias de nuestro ser usual, a que, adecuada y expresivamente, solemos dar nombre de ráfagas, y en las que nos desconocemos a nosotros mismos.

Ráfagas: sugestión melancólica, estremecimiento de religiosidad, arranque de heroísmo, tentación perversa, relámpago de inspiración, asomo de locura: mil cosas vagas e incongruentes, sueño que surgen, de este modo, del secreto del alma, apartándonos por un instante de la pauta de la vida común, para perderse luego en la igualdad y consecuencia de las horas que no conocen ímpetu rebelde. Somos, en esas ocasiones extrañas, como quien, sentado al borde de un abismo, sintiera llegar de sus profundidades misteriosas, rompiendo el silencio en que se escudan, ya un temeroso trueno, ya un vago son de campanas, ya un lastimero ¡ay!, ya un murmullo de alas, ya el rumor de la avenida de un río.




ArribaAbajo- XXXII -

Ventajas de la multiplicidad de nuestro fondo íntimo.


¡Nuestra complejidad, nuestra instabilidad moral, nuestra multitud de formas virtuales que una leve moción exterior basta a veces para levantar a lo activo y aparente del alma! ¡De cuán diversas maneras puede considerarse este pensamiento, y cuán fecundo y sugestivo es! Para el dilettante sólo ofrece alicientes de curiosa delectación y vagabundez agradable; para el asceta y el estoico, es pensamiento de pavor, que trae la imagen de las movedizas arenas sobre que se asienta nuestra unidad personal, que ellos aspiran a afirmar en base de bronce. Pero quien concibe la vida, a diferencia del dilettante, como acción real; a diferencia del estoico y el asceta, como rectificación y tránsito constantes, valora cuánto hay de propicio y ventajoso en la multiplicidad de nuestro fondo íntimo.

La concurrencia, en una organización individual, de aspectos opuestos, de modos de sensibilidad contradictorios; la manifestación simultánea o la alternada sucesión, dentro de la unidad de una conciencia, de elementos ordinariamente separados, es poderoso fermento de originalidad, del que a menudo vienen visiones nuevas de las cosas; percepción de relaciones imprevistas; estímulos de investigación y libertad; maneras de ver y de sentir que acaso entrañan una innovación consistente y fecunda, capaz de comunicarse a los otros: variación espontánea, que, en el desenvolvimiento de la sociedad, como se ha supuesto en el de las especies naturales, propone y hace prevalecer un tipo nuevo. La concordia, o la perenne reacción, de los contrarios, suele ser el secreto de las originalidades superiores. Cien espíritus habrá en quien los divergentes impulsos de la creencia y el deseo, mantendrán indefinidamente la estéril anarquía de la indecisión y de la duda; y otros ciento que resolverán esta anarquía por la vuelta a la sugestión más poderosa entre las que obren con la sociedad y la herencia: por el triunfo de una idea o inclinación de esas que rivalizan dentro de ellos sin modificarla ni ensancharla en nada; reduciendo en adelante los atrevimientos de las demás a desviaciones efímeras y vanas; pero habrá un espíritu que, de la lucha y competencia interior, se levantará a un plano más alto, a una posición ignorada y descubridora de horizontes; ya sea esto en la esfera de la inteligencia, por el hallazgo de una síntesis, de una teoría o de un estilo; ya sea en la esfera de la vida moral, por el ejemplo de un sesgo desusado en la acción y la conducta.




ArribaAbajo- XXXIII -

Momentos proféticos.


Para quien siente en sí la necesidad de una reforma íntima; para quien ha menester quebrantar el hábito o inclinación que tiene bajo yugo a su personalidad moral; para quien ve agotadas las energías que de sí mismo conoce, lo complejo y variable de nuestra naturaleza es prenda de esperanza, es promesa dichosa de levante y regeneración. Porque, supuesto cierto poder avizorador y directivo de la voluntad para contener o alentar los movimientos de esa espontaneidad infinita, es a ellos a quien se debe que seamos capaces de libertarnos y de renovarnos. Cada una de las desviaciones o disonancias de un momento: ráfaga de entusiasmo que calienta el ambiente de una vida apática; acierto o intuición que rasga las sombras de una mente oscura y torpe; vena de alegría que brota en un vasto erial de horas tristes; inspiración benéfica que interrumpe la unidad de una existencia consagrada al mal: cada una de estas desviaciones de un momento, es como un claro que se abre de improviso sobre un horizonte de bonanza, y ofrece, para la reacción redentora de la voluntad, un punto de partida posible. Observar y utilizar tales disonancias, es resorte maestro en la obra del cultivo propio. Y aun cuando la atención y la voluntad no detengan ante ellas el paso... La veleidad dichosa, el momento rebelde, se pierden entonces en el olvido y la sombra, y se reanuda el tenor usual de existencia. -¿Es que han pasado para no volver?-. ¡Quién sabe! ¡Cuántas veces han vuelto...; han vuelto de esa profundidad ignorada de uno mismo, donde vagaron por misteriosos rumbos; y su reaparición no ha sido sólo el eco que vanamente suena en la memoria, ni nueva veleidad que anima el soplo de un instante, sino ya impulso eficaz, voluntad firme y duradera, nuncio de redención, aurora de nueva vida!

Las más hondas transformaciones morales suelen anunciarse, muy antes de llegar, por uno de estos momentos que no dejan más huella que un relámpago, y que confundimos con la muchedumbre de nuestras efímeras inconsecuencias: oscuro y desconocido precursor, profeta sin signo visible, que pasa, allá adentro, envuelto en la corriente del vulgo.




ArribaAbajo- XXXIV -

El barco que parte.


Mira la soledad del mar. Una línea impenetrable la cierra, tocando al cielo por todas partes menos aquella en que el límite es la playa. Un barco, ufano el porte, se aleja, con palpitación ruidosa, de la orilla. Sol declinante; brisa que dice «¡vamos!»; mansas nubes. El barco se adelanta, dejando una huella negra en el aire, una huella blanca en el mar. Avanza, avanza, sobre las ondas sosegadas. Llegó a la línea donde el mar y el cielo se tocan. Bajó por ella. Ya sólo el alto mástil aparece; ya se disipa esta última apariencia del barco. ¡Cuán misteriosa vuelve a quedar ahora la línea impenetrable! ¿Quién no la creyera, allí donde está, término real, borde de abismo? Pero tras ella se dilata el mar, el mar inmenso; y más hondo, más hondo, el mar inmenso aún; y luego hay tierras que limitan, por el opuesto extremo, otros mares; y nuevas tierras, y otras más, que pinta el sol de los distintos climas y donde alientan variadas castas de hombres: la estupenda extensión de las tierras pobladas y desiertas, la redondez sublime del mundo. Dentro de esta inmensidad, hállase el puerto para donde el barco ha partido. Quizás, llegado a él, tome después caminos diferentes entre otros puntos de ese campo infinito, y ya no vuelva nunca, cual si la misteriosa línea que pasó fuese de veras el vacío en donde todo acaba... Pero he aquí que, un día, consultando la misma línea misteriosa, ves levantarse un jirón flotante de humo, una bandera, un mástil, un casco de aspecto conocido... ¡Es el barco que vuelve! Vuelve, como el caballo fiel a la dehesa. Acaso más pobre y leve que al partir; acaso herido por la perfidia de la onda; pero acaso también, sano y colmado de preciosas cosechas. Tal vez, como en alforjas de su potente lomo, trae el tributo de los climas ardientes: aromas deleitables, dulces naranjas, piedras que lucen como el sol, o pieles suaves y vistosas. Tal vez, a trueque de las que llevaba, trae gentes de más sencillo corazón, de voluntad más recia y brazos más robustos. ¡Gloria y ventura al barco! Tal vez, si de más industriosa parte procede, trae los forjados hierros que arman para el trabajo la mano de los hombres; la tejida lana; el metal rico, en las redondas piezas que son el acicate del mundo; tal vez trozos de mármol y de bronce, a que el arte humano infundió el soplo de la vida, o mazos de papel donde, en huellas de diminutos moldes, vienen pueblos de ideas. ¡Gloria, gloria y ventura, al barco!




ArribaAbajo- XXXV -

Cosas que desaparecen en nuestro abismo interior, y vuelven de él. Las pulvículas de lo inconsciente.


Fija tu atención, por breve espacio, un pensamiento; lo apartas de ti, o él se desvanece por sí mismo; no lo divisas más; y un día remoto reaparece a pleno sol de tu conciencia, transfigurado en concepción orgánica y madura, en convencimiento, capaz de desplegarse con toda fuerza de dialéctica y todo ardimiento de pasión.

Nubla tu fe una leve duda; la ahuyentas, la disipas; y cuando menos la recuerdas, torna de tal manera embravecida y reforzada, que todo el edificio de tu fe se viene, en un instante y para siempre, al suelo.

Lees un libro que te hace quedar meditabundo; vuelves a confundirte en el bullicio de las gentes y las cosas; olvidas la impresión que el libro te causó; y andando el tiempo, llegas a averiguar que aquella lectura, sin tú removerla voluntaria y reflexivamente, ha labrado de tal modo dentro de ti, que toda tu vida espiritual se ha impregnado de ella y se ha modificado según ella.

Experimentas una sensación; pasa de ti; otras comparecen que borran su dejo y su memoria, como una ola quita de la playa las huellas de la que la precedió; y un día que sientes que una pasión, inmensa y avasalladora, rebosa de tu alma, induces que de aquella olvidada sensación partió una oculta cadena de acciones interiores, que hicieron de ella el centro obedecido y amparado por todas las fuerzas de tu ser: como ese tenue rodrigón de un hilo, a cuyo alrededor se ordenan dócilmente las lujuriosas pompas de la enredadera.

Todas estas cosas son el barco que parte, y desaparece, y vuelve cargado de tributos.

Y es que nuestro espacio interior, ése de que decíamos que parece acabar donde acaba la claridad de la conciencia, como semeja la espaciosidad del mar tener por límite la línea en que confina con el cielo, es infinitamente más vasto, y abarca inmensidades donde, sin nuestro conocimiento y sin nuestra participación, se verifican mil reacciones y transformaciones laboriosas, que, cuando están consumadas y en su punto, suben a la luz, y nos sorprenden con una modificación de nuestra personalidad, cuyo origen y proceso ignoramos; como se sorprendería, si tuviese conciencia, la larva, en el momento de salir de su clausura y desplegar al sol alas que ha criado mientras dormía.

Allí, en ese obscuro abismo del alma, habitan cosas que acaso creemos desterradas de ella sin levante, y que esperan en sigilo y acecho: el instinto brutal que, domado, al parecer, en la naturaleza del malvado o el bárbaro, se desatará, llegando la ocasión, en arrebato irrefrenable; y el sentimiento de rectitud de aquel que, ofuscado por la pasión, cayó en la culpa, y ha de volver al arrepentimiento; y el impulso de libertad del esclavo que se habitúa a la cadena y yace en soporosa mansedumbre, hasta que, un día, todos sus agravios desbordan en uno de su pecho, y se iergue delante del tirano.

Allí duermen, para despertar a su hora, cosas que vienen de aun más lejos: la predisposición heredada, que, a la misma edad en que ocupó el alma del abuelo o el padre, a la misma edad se manifiesta y reproduce: la fatídica aparición de los Espectros, y esas impresiones de la infancia que, desvanecidas con ella, reaparecen en la madurez como centro o estímulo de una conversión que persevera hasta la muerte: así la emoción de Tolstoy niño ante la piedad de Gricha el vagabundo.

De allí, de esa obscuridad, soplan las intuiciones súbitas del genio, las inspiraciones del artista, las profecías del iluminado, que adivinan belleza o verdad sin saber cómo, por una elaboración interior de que no tienen más conciencia que de los cambios que se desenvuelven en las entrañas de la tierra. De allí también vienen esas tristezas sin objeto y esas alegrías sin causa, que el tiempo suele descifrar después, certificando los anuncios del oráculo íntimo, como el presentimiento de una calamidad o la anticipada fruición de una ventura.

«El Mercader de Venecia. -No acierto a entender por qué estoy triste. Mi tristeza me enfada a mí como a vosotros; pero no sé lo que es, ni dónde tropecé con ella, ni de qué origen mana. Hasta tal punto me ha enajenado la tristeza, que no me reconozco a mí mismo.

»Salarino. -Tu pensamiento se inquieta sobre el Océano, donde tus naves, con sus pomposas velas, como señoras o ricas ciudadanas de las ondas, dominan a las barcas de los pequeños traficantes, que reverentemente las saludan al pasar.

»El Mercader. -No creas que sea ésa la causa. No he puesto mi fortuna en una sola nave, ni en un solo puerto; ni pende todo mi caudal de las ganancias de este año. No nace de negocios mi melancolía.

»Salarino. -¿Nace entonces de amor?

»El Mercader. -Calla, calla...

»Salarino. -¿Tampoco nace de amor? Digamos, pues, que estás triste porque no estás alegre, del mismo modo que si dieras en reír y saltar, y dijeses luego que estabas alegre porque no estabas triste».

Cualquiera idea, sentimiento o acto tuyo, aun el más mínimo, puede ser un punto de partida en ese abismo a que tu vista íntima no alcanza. Lo que, olvidado, se sumerge en él, es quizá como el barco que se desorienta y pierde, y destrozado por las iras del piélago, ya no vuelve más; pero, a menudo también, es como el barco que vuelve, colmado de tesoros. La fuerza de transformación y de fomento que mora en aquella profundidad, es infinita. Por eso, en el principio de las más grandes pasiones, y de los empeños más heroicos, no se suele encontrar sino esas indefinibles vaguedades, esos tímidos amagos, esos pálidos vislumbres, esos perezosos movimientos que aun cuando no los ponga bajo su amparo la atención, ni vengan a excitarlos nuevas provocaciones de las cosas, toman por sí mismos portentoso vuelo con sólo el calor y la humedad de la tierra pródiga y salvaje que se dilata bajo la raíz de nuestra vida consciente.

Son los infinitamente pequeños del pensamiento y la sensibilidad; las pulvículas que flotan, innumerables y dispersas, en nuestro ambiente íntimo; los vagos ecos que la conciencia escucha algunas veces, como venidos de un hervor subterráneo; gérmenes o despojos que representan, con relación al sentimiento neto, actual y definido, lo que para el chorro de agua del surtidor el polvo húmedo que de él se desprende y le rodea.

El sutil y ejercitado atalayador de sí mismo, los trae al campo de la observación; y cuando el psicólogo por los procedimientos del arte, se aventura en las reconditeces de la conciencia y saca a luz lo del más obscuro fondo, ellos aparecen, como los corpúsculos del aire si un rayo de sol cruza por entre sus inarmónicas danzas. Así cuando Sterne, el imaginador de Tristram Shandy, descubre con su lente humorística la imperceptible operación del hecho nimio y desdeñado, dentro del alma y en la vida de cada uno, y su repercusión en las de los otros, y sus asociaciones, y su engrandecimiento; como quien siguiera a la burbuja levísima desde que se disuelve en el aire y entra a hacer parte de invisible vaporación, hasta que nace y campa, preñada de tormentas, la nube; o bien, cuando Marivaux, docto en mil menudencias arduas y preciosas, observa, como tras un vidrio de aumento, los inciertos albores de una pasión, el relampagueo de las intenciones, la gradación de los afectos, el vaivén de la voluntad vacilante, las gracias del amor que a sí propio se ignora; el transito, apenas discernible, de la indiferencia al amor, o del amor al desvío; todo el quizá, todo el casi, todo el apenas, del alma.


Lo que nos parece instantáneo, improviso, y como comunicado por una potestad superior, en las bruscas transformaciones de nuestra vida moral, no es, la mayor parte de las veces, sino el resultado visible, la tardía madurez, de una acción larga y lentamente desenvuelta en el abismo interior, teniendo por principio y arranque una moción levísima. De aquí que baste, a menudo, otra moción no menos leve, una vaga y sutil excitación, un delicado toque, para provocar el estallido con que se desemboza nuevo modo de ser, nueva existencia: la obra estaba a punto de cuajar y no aguardaba más que un rasguño que la estimulara.

«Nada hay vil en la casa de Júpiter», decían los antiguos. Parodiándolo, digamos: «Nada hay nimio o insignificante en la casa de Psiquis».




ArribaAbajo- XXXVI -

¿Hay hecho pequeño?... Un vuelo de pájaros.


Pero aun en lo exterior del mundo, aun en los desenvolvimientos y transformaciones que se verifican dentro de esa capacidad, real o ilusoria, que queda fuera de nosotros, ¿es que existe, en rigor, hecho que pueda ser desdeñado por pequeño? ¿Qué clasificación es esta que nos autoriza a dividir las cosas que pasan, en pequeñas y grandes, en trascendentales y vanas, según nuestra limitadísima inferencia? Para graduar un hecho de pequeño, con certidumbre de lo que juzgamos, habríamos de abarcar, y tener presente en su unidad, la infinita máquina del universo, donde tal hecho está incluido y obra de concierto con todo. ¡Pequeño para quien lo mira pasar es, acaso, un hecho que, en el blanco adonde vuela disparado por la oculta potestad que rige las cosas, ha de embestir y dislocar a un mundo! ¡Pequeño es un movimiento que aparta, en grado infinitesimal, del punto en que tropezarían, dos fuerzas cuyo encuentro sería el caos! ¡Pequeña es una arista que, esforzando la atención, descubres en el viento, y que va tal vez enderezada a volcar el trono de un dios!... Y cuenta que no hablo ahora del hecho cuya pequeñez, acumulada a la de otros que lo reproducen, como los granos de arena en la clepsidra, se suma, al cabo del tiempo, en cosas grandes; sino de aquel que comparece, solitario y único, y que, por la ocasión en que llega, por el punto del tiempo que ocupa, decide de inmediato, con su impulso levísimo, la dirección de una columna inmensa de destinos humanos: al modo como un suave soplo de viento, o la mano de un niño, cambian de posición a esas rocas movedizas que, sin la instabilidad de su equilibrio, resistirían al brazo de un titán.


Allá, en el norte de América, hay una estupenda fuerza organizada; cuerpo en que participan dos naturalezas: manos de castor, testuz de búfalo; imperio por el poderío, república por la libertad. Este organismo es el resultado en que culminan sentimientos y hábitos que una raza histórica elaboró, del otro lado del Océano, en el transcurso de su desenvolvimiento secular. Pero a la raza le eran precisos nuevo ambiente, tierra nueva, y los tuvo. ¿Cómo fue que esta tierra quedó reservada para aquella simiente? ¿Qué hay en la base de esa montaña de la voluntad, pueblo de nuevas magias y prodigios, que, donde no amor, inspira admiración, y donde no admiración, inspira asombro? Hay un vuelo de pájaros.

Sesenta días después de la partida, las naves de Colón cortaban el desierto mar con rumbo al occidente. Quietas las aguas. Nada en el horizonte, igual y mudo, como juntura de unos labios de esfinge. Tedio y enojo en el corazón de la plebe. La fe del visionario hubiera prolongado aquel rumbo a lo infinito, sin sombra de cansancio; y bastaba que lo prolongase sólo algunos días para que las corrientes le llevaran a tierra más al norte del Golfo. Sujetaba apenas las iras de su gente, cuando he aquí que, una tarde, Alonso Pinzón, escrutando la soledad porfiada, ve levantarse, sobre el fondo de oro del crepúsculo, una nube de pájaros que inclina la curva de su vuelo al sudoeste y se abisma de nuevo en la profundidad del horizonte. Tierra había, sin duda, allí donde, al venir la noche, se asilaban los pájaros: las naves, corrigiendo su ruta, tomaron al instante la dirección que les marcaba aquel vuelo. Sin él, es fundada presunción de Washington Irving, que a la Carolina o la Virginia futuras, y no a la humilde Lucaya, hubiera tocado recibir el saludo de la flota gloriosa. Entonces, señoreado el Pendón de Castilla del macizo inmenso de tierra que quita espacio a dos océanos antes de estrecharse en la combada columna del suelo mejicano, fuera allí donde se desarrollara preferentemente la epopeya de los conquistadores, que llevó su impulso hacia el sur. Pero Walter Raleigh, los puritanos, la república, tuvieron por amparo profético, el paso de unas aves. ¡Leve escudo de gigantes destinos! Si en el desenvolvimiento de esas ondas enormes de hechos e ideas, que marcan los rumbos de la historia, vuelos de pájaros deciden así del reparto y el porvenir de los imperios, ¡qué mucho que, con igual arbitrio sobre los hados de la existencia individual, vuelos de pájaros sean, a menudo, origen de cuanto la encumbra o abate; vuelos de pájaros el encendimiento del amor, la vocación del heroísmo, el paso de la dicha; vuelos de pájaros la gloria que se gana y la fe que se pierde!




ArribaAbajo- XXXVII -

Semillas que desdeña el árbol.


Imaginemos en el árbol a punto de dar fruto, una personalidad, una conciencia. La conciencia del árbol escoge entre las semillas que promete la madurez de la flor; y predestina, las unas, a perderse; las otras, a mantener y dilatar en torno suyo su casta. Al lugar de estas últimas hace afluir, con exquisito esmero, lo mejor de la savia, la más delicada industria de la fuerza vital, para tejer al germen escogido cubierta que le abrigue y proteja. Elabora fuerte y acabada semilla; la rodea primorosamente de la carne del fruto. De esta manera piensa haber asegurado el logro de aquel germen, en que fía su esperanza de inmortalidad; mientras los otros, que olvida y desampara, sólo adquieren, por inercia o costumbre de las fuerzas del árbol, débiles y mal provistas envolturas. Pero no es sólo el adecuado acondicionamiento del germen lo que determina sus probabilidades de lograrse: acaso el fruto donde se esconde el germen preferido, es arrancado del árbol por una mano codiciosa, o acaso se deposita la semilla de ese fruto en tierra ingrata; mientras el aire, con su soplo, recoge del suelo la semilla desprendida del fruto abandonado y mal hecho, y la lleva adonde ella encuentre tierra propicia, y abrigo y humedad, que acojan amorosamente al germen desheredado por el árbol y erijan, en aquel sitio, el árbol nuevo; quizá la selva, con el transcurso de los años. Estas semillas, obra de la fuerza inconsciente de mi árbol, y objeto para él de menosprecio y abandono, significan los actos que, cada día de nuestra existencia, realizamos automática o negligentemente y sin ninguna idea de sus vuelos posibles. Apuramos los recursos de nuestra intención para asegurar la eficacia de actos en que ciframos nuestros anhelos y esperanzas; desdeñamos los otros. Pero todo acto tiene entrañado un germen invisible; en todos ellos se encierra el punto vital, minúsculo diseño de la planta futura. El viento, el polvo, el agua, el séquito oficioso de la fatal Naturaleza, deciden de la suerte de las semillas descuidadas, que pueden ser vanos despojos; que pueden ser la selva ingente... ¿A cuál de las semillas estará vinculado, en su nacer, el nuevo árbol? ¿Con qué acto mío arrojo, quizá, al viento que pasa, el germen de mi porvenir?




ArribaAbajo- XXXVIII -

Fuerza de propaganda adscrita al acto más mínimo.


Y así como no hay acto cuya vanidad sea segura con relación a la vida del que, voluntaria o indeliberadamente, lo realiza, tampoco le hay que no pueda dejar huella en la conciencia o el destino de los otros hombres. Con cada uno de nuestros actos, aun los más ligeros, triviales y ajenos de intención, no sólo proponemos un punto de partida para un encadenamiento capaz de prolongarse y conducir a no esperado término dentro de nuestra existencia, sino que le proponemos también para encadenamientos semejantes fuera de nosotros. Porque todo acto nuestro, por nimio que parezca, tiene una potencia incalculable de difusión y propaganda. No hay entre ellos ninguno que esté absolutamente destituido de ese toque magnético que tiende a provocar la imitación, y luego, a persistir en quien lo imita, por esa otra imitación de uno mismo que llamamos costumbre. Hacer tal o cual cosa es siempre propender, con más o menos fuerza, a que la hagan igual todos aquellos que la ven y todos aquellos que la oyen referir. Y esto no es sólo cierto de los actos mínimos de una voluntad grande y poderosa: es una radical virtud del acto, que, sin saberlo ni los que la ejercen ni los que la sufren, puede estar adscrita a un movimiento del ánimo del niño, del mendigo, del débil, del necio, del vilipendiado.

Además, el valor de aquello que se hace o se dice, como influencia que entra a desenvolverse en lo interior del alma de otro, ¿quién lo calculará con fijeza si no es conociendo hasta en sus ápices la situación peculiar de esta alma, dentro de la cual una moción levísima, y en un sentido indiferente para los demás, puede ser la causa que rompa el orden en que ella reposaba, o que, por el contrario, lo restablezca y confirme, por misteriosamente fatal o misteriosamente oportuna?

Hablaban los viejos moralistas del farisaísmo en el escándalo, y lo encontraban allí donde el hecho inocente es acusado de ejemplo tentador. Pero ¿quién sabe qué fondo de verdad personal no habría a menudo en estas acusaciones sospechadas de fingidas y pérfidas, si se piensa en la inextricable repercusión de una palabra o una imagen que entran a provocar los ecos extraños y los falaces reflejos de Psiquis?... Otro tanto pasa con el génesis arcano del amor, de la fe, del odio, de la duda... Porque nada de lo que obra de afuera sobre el alma la mueve como al cuerpo inanimado, cuyo movimiento puede preverse con exactitud, sabidas su resistencia invariable y la energía del móvil. Carácter de las reacciones de la vida es la espontaneidad, que establece una desproporción constante entre el impulso exterior y los efectos del impulso; y esta desproporción puede llegar a ser inmensa...

Una palabra... un gesto... una mirada... El rayo que fulmina no es más certero y súbito que suelen serlo esas cosas sobre el alma nuestra. Y para las mortales lentitudes del remordimiento y el dolor ¿cuántas veces no son el germen terquísimo que retoña y dura hasta la muerte? ¿Quién agotará su sentido a la imagen que sella el recuerdo de Sully Prudhomme como la empresa de su pensamiento intenso y melancólico: aquel vaso de flores que, herido al paso y sin querer, con un golpe ligero, sobrelleva, como quien siente el pudor del sufrimiento, su apenas visible rasgadura, mientras por ella se escapa, lenta, lentamente, el agua que humedece los cabos de las flores, y éstas se marchitan y mueren?...




ArribaAbajo- XXXIX -

El hecho nimio y la invención.


En el descubrimiento, en la invención, en el zarpazo con que aferra su presa la atención hipertrófica que, perenne en el fondo de un espíritu, espía el movimiento de la realidad, a modo de pupila felina, dilatada en la sombra, aguardando el paso de la víctima, el hecho nimio ¡cómo se agiganta y vuelve glorioso!... La manzana de Newton, la lámpara de Galileo, no son sino moldes de una inicial con que comienzan muchas páginas en la historia del espíritu humano. Una marmita cuya tapa se mueve a impulsos del vapor pone a Worcester sobre las huellas de la fuerza con que más tarde humillará al espacio la locomotora. Un papel que, por encima de una llama, se sostiene y sube en el aire, inspira a los Montgolfier el principio de la navegación aérea. Haüy deja caer involuntariamente unos prismas de espato al suelo de su laboratorio, observa cómo se parten en pedazos simétricos, y descubre las leyes de la cristalografía. Un burgomaestre de Brujas, Luis de Barken, frota, por pueril distracción, un diamante con otro, y acierta así con el pulimento y la talla de la más noble de las piedras. El caballero de Meré consulta sobre el juego de dados a Pascal; y con su respuesta, Pascal funda el cálculo de probabilidades. En la invención artística, igual grandeza de la pequeñez apresada por las garras de la observación. Leonardo no halla modo de figurar como quiere al Judas de La Cena; repara un día, yendo por la calle, en la postura de un gañán, y la forma con que en vano soñaba se le imprime en los ojos. Milton asiste, de viaje por Italia, al retablo de un titiritero, y allí germina en su mente sublime la concepción de El Paraíso perdido.





ArribaAbajo- XL -

La vocación: su arraigo inconsciente.


Hay una misteriosa voz que, viniendo de lo hondo del alma, le anuncia, cuando no se confunde y desvanece entre el clamor de las voces exteriores, el sitio y la tarea que le están señalados en el orden del mundo. Esta voz, este instinto personal, que obra con no menos tino y eficacia que los que responden a fines comunes a la especie, es el instinto de la VOCACIÓN. Verdadero acicate, verdadera punzada, como la que, en su raíz original, significa este nombre de instinto, él se anticipa a la elección consciente y reflexiva y pone al alma en la vía de su aptitud. La aptitud se vale de él como los pájaros del supuesto sentido de orientación, por el cual hallarían el camino cierto en la espaciosidad del aire. ¿Adónde va el pájaro sin guía sobre la llanura inmensa; en medio del laberinto de los bosques; entre las torres de las ciudades? A la casuca, al nido, a término seguro. Así, sin conocimiento de la realidad, sin experiencia de sus fuerzas, sin comparación entre los partidos posibles, el alma que ve abrirse ante sí el horizonte de la vida, va por naturaleza al campo donde su aplicación sera adecuada y fecunda. A veces se revela tan temprano, y tan anterior a toda moción externa, este instinto, que se asemeja a la in tuición de una reminiscencia. Otras veces se manifiesta tan de súbito y de tan resuelta manera, cuando ya el alma ha entrado en el comercio del mundo, que sugiere la idea de una real vocación, esto es, de una verdadera voz que llama. «Sígueme ¡oh Mateo!». Otras veces, en fin, después de indecisiones en que parece revelarse la ausencia del saber inequívoco y palmario del instinto, surge la vocación tan clara y enérgica como si las dudas hubieran sido resueltas por el fallo de una potestad superior: tal se contaba, en la antigüedad, que surgió de la respuesta de la Pythia, para Aristóteles y para Licurgo.

La repentina conciencia que un alma, hasta entonces ignorante de sí misma, adquiere de su vocación, suele acompañarse de un estremecimiento tan hondo y recio en las raíces de la vida moral, en los obscuros limbos donde lo espiritual y lo orgánico se funden, que la emoción semeja un vértigo o un síncope; y a veces dura, como un mal del cuerpo, la huella que deja en la carne esa sacudida o arranque misterioso. Cuando Malebranche sintió anunciársele su genialidad metafísica leyendo el Tratado del hombre de Descartes, que puso ante sus ojos la imagen de una aptitud semejante a la que él llevaba, sin conocerlo, dentro de sí mismo, las palpitaciones de su corazón le sofocaban a punto de forzarle a interrumpir la lectura. Wagner nada sabía de su vocación musical, antes de oír, por primera vez, en un concierto de Dresde, una sinfonía de Beethoven. Trastornado por la intensidad de la emoción, llega enfermo, enfermo de verdad, a su casa; y cuando pasados los días, vuelve a su ser normal, tiene ya plena conciencia de su vocación y se apresta para acudir a ella.

Energía que arraiga en el fondo inconsciente y genial de la personalidad, la vocación prevalece sobre los más altos y categóricos motivos de determinación voluntaria. Un padre moribundo, médico decepcionado de su ciencia, llama junto al lecho a su hijo, y le persuade a jurar que abandonará el propósito de estudiarla. El juramento sagrado hace fuerza, durante cierto tiempo, en el ánimo del hijo; pero, al cabo, la soberana voz interior recobra su ascendiente, y ese inculpable perjuro será Walter, el gran anatomista de Koenigsberg. Puede la razón del mismo que se siente fatalmente llevado a cierto género de actividad, condenar y aborrecer el objeto de ésta, sin que por ello la vocación pierda un ápice de su fuerza e imperio. El gran capitán de los reinados de Marco Aurelio y de Cómodo: Albino, es fama que reprobando las armas con toda la sinceridad de su pensamiento, perseveraba en ellas por ímpetu irresistible de su naturaleza, lo que le movía a decir que para él fue ideado el verso de Virgilio: Arma amens capio, nec sat rationis in armis.

En medio de los obstáculos del mundo; del abandono y la adversidad; del desdén y la injusticia de los hombres, la vocación hondamente infundida se desenvuelve con esas porfías indomables que recuerdan las significativas figuraciones en que la fantasía pagana expresó la tenacidad de un don o carácter que se identifica con la esencia de un ser: tal la repetidora Eco, que, muerta y despedazada, no pierde su facultad; la lengua de Filomela que, cortada por su forzador, sigue murmurando sus quejas; Niobe, que, convertida en piedra, llora todavía; o el ensimismado Narciso, que después de descender al averno, aún busca, en las negras aguas de la Estigia, la hermosura de su imagen.

Pero si, una vez desembozada y en acto, la vocación profunda manifiesta esta nota de fuerza fatal, no siempre toma franca posesión del alma sin que la voluntad la busque y anime. Suele ser, la vocación, tardía y melindrosa en declarar su amor, aun cuando luego pruebe, con su constancia, cuán verdadero era; por donde se parece en ocasiones al enamorado tímido y al pobre vergonzante, en quienes la vehemencia del deseo lucha con lo flaco de la decisión. Para consuelo del enamorado y del pobre que sufren por este íntimo conflicto, la naturaleza ha distribuido, entre sus gracias delicadas, un arte fino y sutil, de que suele hacer beneficio tanto a las voluntades sabias en ardides de amor, como a las almas piadosas. Es éste el arte de provocar el atrevimiento, de modo que no se percate de la provocación el provocado, que le tiene por propio y natural impulso suyo. ¡Cuánta perspicacia y habilidad; qué intuitivo hallazgo de la actitud, el gesto y la palabra; qué justo punto medio entre contrarios extremos de insinuación y de desvío, para determinar al labio trémulo a la audacia de la confesión; o a la mano contenida, al recibimiento de la dádiva!... Pues algo de este arte ha menester la voluntad puesta en la obra de vencer la hesitación de ciertas vocaciones: ya para despejar y definir el rumbo de una vocación conocida; ya para que se nos acerque y anuncie una que aún no sabemos cuál sea, pero que acaso nos tiene puestos los ojos en el alma y espera así el momento en que la voluntad, cambiando, por la observación y la prueba, las actitudes del espíritu, acierte con aquella que provocará su atrevimiento.




ArribaAbajo- XLI -

Ausencia de vocación una y precisa, por universalidad de la aptitud. Espíritus universales.


La vocación es la conciencia de una aptitud determinada. Quien tuviera consciente aptitud para toda actividad, no tendría, en rigor, más vocación que el que no se conoce aptitud para ninguna: no oiría voz singular que le llamase, porque podría seguir la dirección que a la ventura eligiera o que le indicase el destino, con la confianza de que allí donde ella le llevara, allí encontraría modo de dar superior razón de sí; y esto, si bien caso estupendo y peregrino, no sale fuera de lo humano: hay espíritus en que se realiza. Cuando Carlyle escribe: «No sé de hombre verdaderamente grande que no pudiera ser toda manera de hombre», yerta en lo absoluto de la proposición, ya que el grande hombre, el héroe, el genio, presenta, a veces, por carácter, una determinación tan precisa y estrecha que raya en el monoideísmo del obsesionado; pero acertaría si sólo se refiriese a ciertas almas, en quienes la altura excelsa e igual se une a la extensión indefinida, y de quienes diríase que alcanzaron la omnipotencia y la omnisciencia, en los relativos límites de nuestra condición.

Puesto que hemos de hablar de vocaciones, demos paso, primero, a estas figuras múltiples de aspectos, tanto más raras cuanto más cerca de lo actual se las busque, y en ningún caso adecuadas para ser propuestas por ejemplo a quien ha de trazarse el rumbo de su actividad; pero que determinan y componen un positivo orden de espíritus, y son magnífica demostración de la suma de fuerzas y virtualidades que pueden agruparse en derredor del centro único de una personalidad humana.

Place verlas en las eminencias del trono, donde se las suele encontrar alguna vez, reconquistando, por su calidad de vivos símbolos perfectos de cuanto cabe de eficaz y escogido en su raza o su época, la púrpura que invisten. Así prevalece, sobre los hijos de Israel, esa majestuosa figura de Salomón, a quien yo quiero representarme en la tradicional entereza de sus líneas, sin quitarle ni aun el rasgo de final y trascendente decepción, que con tan hondo interés completa su personalidad, y que manifiesta el libro que la moderna exégesis le disputa. En aquel varón sabio, que escudriña los senos de la Naturaleza, y sabe de los pájaros, las fieras y los peces, y de las plantas, desde el cedro del Líbano hasta el hisopo que crece en la pared; que así contesta a los enigmas de la reina de Sabá como instruye, en los Proverbios, a los ignorantes y los cándidos; en aquel filósofo, que comunica valor universal a su desengaño y hastío, anticipando el acento penetrante de Kempis y la implacable dialéctica de Schopenhauer; en aquel juez, a quien fue dada sabiduría de Dios para discernir lo bueno de lo malo, y resolver intrincadas querellas; en aquel monarca que, mientras el sabio que lleva dentro esquilma el campo del conocimiento teórico, labra, con la soberana energía de la acción, la prosperidad y grandeza de su reino, dilatándolo desde el Eufrates hasta el Egipto, sojuzgando naciones, reedificando ciudades, equipando ejércitos y flotas, habilitando puertos, y manteniendo una dulce paz con que cada cual goce de abundancia y quietud «a la sombra de su parra o a la sombra de su higuera»; en aquel hijo de David, que hereda el don poético, para desatarlo en el más ferviente, pomposo y admirable canto de amor que haya resonado en el mundo, y hereda el pensamiento del Templo, para plasmarlo en la madera de los bosques del Líbano, y en la piedra, el bronce y el oro; en aquel sibarita, que amontona riquezas, y vive en casa revestida de cedro, entre cantores y cantoras y músicos, y tiene jardines donde crece toda especie de plantas, y dice de sí: «No negué a mis ojos nada que deseasen ni aparté a mi corazón de ninguna alegría», hay un típico ejemplar de redondeada y cabal capacidad humana, al que nuestro sentido moderno de las cosas del espíritu logra añadir todavía una nota más, un complemento, que la Escritura sólo puede apuntar como flaqueza; y es el dilettantismo religioso, la inquietud politeísta, que le mueve, en sus últimos años, a levantar, junto al Templo que él mismo ha erigido al dios de Israel, los altares de divinidades extrañas, desde Astharot, ídolo de los sidonios, hasta Chamós, abominación de Moab, y Moloch, abominación de los ammonitas; confundiendo en su reverencia, o en su angustia, del misterio, las imágenes de enemigos dioses, como antes había abarcado, en los anhelos de su amor humano, a la princesa del Egipto y a las mujeres de Ammón y de Moab; a las de Idumea, a las de Sidón, y a las hetheas. Salomón es el hombre, en la plenitud de las facultades, de alma y cuerpo, con que cabe arrancar a la vida su virtualidad y su interés; el hombre que, a un mismo tiempo, investiga, ora, canta, gobierna, filosofa, ama, y goza del vivir; y que, por suma de esta experiencia omnímoda, deja, al cabo, deslizarse de su pensamiento, la gota de amargura que ha de caer, resbalando sobre la frente de los siglos, en el corazón de Rancé, como en la cerviz de Carlos V, como en la copa de Fausto.

No ya semivelado por el vapor de la leyenda, como el rey bíblico, sino a pleno sol de la historia, otro monarca de genio orbicular, aparece conduciendo a los pueblos, en los últimos días del paganismo. Es Juliano, más vulgarmente famoso por el estigma que agregó a su nombre la vindicta del vencedor, que por la estupenda complexidad de su genio, donde alternan rasgos de santo y de poeta, de sabio y de héroe. En esa alma gigantesca hay comprendidos no menos de cuatro hombres superiores, a la manera como el cráter del Pichincha tiene dentro de sí varias montañas. Renovador de una filosofía, la enciende en espíritu de religión, y su frente pensadora luce las ínfulas sacerdotales; poseedor de un cetro, lo ilustra, como Trajano, por la grandeza; como Antonino, por la bondad; vibrador de una espada, la impone al respeto de los bárbaros cuanto a la admiración de sus legiones: la lleva de las Galias de César a la Persia de Alejandro, y más feliz que Alejandro y que César, esgrimiéndola muere; dueño de un estilo, lo transfigura en la austeridad de Marco Aurelio, en la gracia de Platón, en el arrebato de Plotino, en las sales de Luciano. Una civilización se infunde entera en él para morir, y mueren juntos. Herido por un golpe sublime, el mundo antiguo se desploma a los abismos de la nada: ese titán rebelde lo recibe en sus brazos extendidos, lo mantiene en alto un instante; y cuando vencido del peso lo suelta, se precipita tras él, y su sombra inmensa sirve de cauda, en la memoria de los tiempos, a aquel mundo desorbitado.

Pasando este crepúsculo, y su noche, y aproximándose el albor de un nuevo día del espíritu humano, otra real corona ciñe, en Castilla, una frente capaz de infinita suerte de ideas: la del sabio rey de las Partidas. Si no tan grande, o si no tan venturoso, en las artes de la acción como en las del pensamiento, no menos emprendedor y altamente inspirado en las unas que en las otras, y en las de la sabiduría tan vasto y comprensivo que la extensión de la ciencia de su tiempo se mide por el círculo de sus aplicaciones, don Alfonso es formidable cabeza, de donde brota, armada de todas armas, la Minerva de una civilización que se define y constituye. Toma una lengua balbuciente, y como sentándola sobre sus rodillas, la enseña a vincular los vocablos, a modularlos, a discernirlos; y sin quitarle gracia ni candor, le añade orden y fuerza. Entra por la confusión de fueros y pragmáticas donde se entrelazan, disputando, los vestigios de sucesivas dominaciones y costumbres, y de este informe caos trae a luz el más portentoso organismo de leyes que conociera el mundo desde los días de Justiniano. Quiere escribir de lo que fue, y viniéndole estrechos los aledaños de la crónica, sube a la cúspide de la memoria de los hombres, y hace la grande e general Estoria que no había. El sentimiento poético presta curvas y claros a tan dilatada gravedad; y como la imponente basílica de piedra se animaba a sus horas con la voz del órgano que en las desiertas bóvedas volcaba las quejas y los ruegos de su melodía, así el alma de don Alfonso lleva dentro de su arquitectónica grandeza los registros de donde fluye en inexhausto raudal la piadosa inspiración de las Cantigas, preludios de un sentimiento lírico y mina inagotable de casos legendarios. Pero si la gravedad del entendimiento reflexivo vuelve a él, no le contentan las sendas donde ya ha estampado su garra; porque, como a los Reyes Magos, le atraen también los secretos de las estrellas, y alza, para atalayarlas, aquel ilustre observatorio donde ejecutores de su pensamiento componen las Tablas Alfonsinas. A sus instancias comparecen en las escuelas de Toledo las ciencias del Oriente; y el romance ennoblecido por él se abre a las ideas de los libros hebraicos, de los maestros moros de Bagdad y de Córdoba, y aun de los narradores de la India. Y toda esta maravillosa actividad, que se desenvuelve, ya por su personal y única obra, ya teniendo él en sus manos la dirección y el impulso, cúmplela aquel gigante espíritu, no en apartada quietud, sino en medio a la perpetua agitación del gobierno y de la guerra, mientras negocia colgar de sus hombros la púrpura del imperio alemán, contiene los amagos de una nobleza levantisca, o acude en las fronteras a la algarada de los moros.

Estos son reyes que de veras fueron, no en el simple sentido político, sino en el pleno sentido de la civilización, caudillos de su gente. Pero tan soberana amplitud representativa, o una complexidad de facultades que se le asemeje, no han menester, por cierto, de cetro y corona, cuando, respondiendo a singular elección de la naturaleza, se manifiestan en una criatura humana. La gran florescencia espiritual del Renacimiento es, más quizá que cualquiera otra época no inculta ni primitiva, fecunda en estos casos de omnímoda aptitud, porque, debido a un conjunto de circunstancias transitorias, tendió a generalizar, por tipo de los caracteres, una como multiplicación de la personalidad. Al desatarse las energías reprimidas y concentradas durante sueño de siglos, no parece sino que todas las actividades de la inteligencia y de la voluntad fuesen pocas para dar empleo a tal desborde de fuerza, y que cada hombre hubiera necesidad de gustar su parte de vida de muchos y distintos modos, para saciar su anhelo de gozarla. Quien en aquella alta ocasión de la historia busca sólo héroes del pensamiento o sólo héroes de la acción, encuentra casi siempre héroes de dos naturalezas: testa de águila, cuerpo de león, como el Grifo; a quienes el filosofar, o el producir de arte, y el compartir la más ferviente pasión por las puras ideas que haya prendido en humanos pechos después de Atenas y de Alejandría, no estorbaron para confundirse en la inquietud guerrera de su tiempo, y ganar gloria con la espada; ni para probar los filos de su entendimiento en esa otra esfera de las trazas e industrias de la sabiduría política, que arraigaba entonces su imperio, suavizando el zarpazo de la fuerza brutal mediante las artes refinadas que redujo a cínica y elegante expresión el libro Del Príncipe.

Así resaltan sobre el fondo triunfal del maravilloso siglo XVI, espíritus como el de aquel Cornelio Agripa, que el emperador Maximiliano lució en su séquito de guerrero y de Mecenas; extraordinaria unión de escéptico e iluminado, de ocultista quimérico y crítico demoledor; teólogo, médico, jurisconsulto, ingeniero de minas; maestro de todas ciencias, en Dôle y en Colonia, en Turín y en Pavía; auxiliar a quien los reyes se disputaban los unos a los otros, como un preciado talismán o una interesante rareza; y en la vida de acción, tan apto para el alarde heroico, que le vale título de caballero sobre el mismo campo de batalla, como para asistir a los consejos del Emperador, administrar ciudades, y participar en conciliábulos cismáticos. Así se ostenta también la genialidad de tan ilustre siglo, si la representamos por figura más estatuaria y clásica, en don Diego Hurtado de Mendoza, el hombre por excelencia significativo y armónico del Renacimiento español: cabeza para primores de estilo y para planes de gobierno, brazo para mandobles, ojo para cazas de altanería; el incomparable, el magnífico don Diego: soldado, embajador, gobernador de Siena, árbitro de Italia; verbo de Carlos V, cuya palabra hace retumbar en el concilio de Trento por encima del pontífice romano, y cuya voluntad tiende en redes sutiles alrededor de príncipes y repúblicas; y en el aspecto literario: humanista de los de la hora prima, inflamado hasta la médula de los huesos en los entusiasmos de la resurrección de la belleza y del hallazgo de manuscritos preciosos: a quien el Sultán de Turquía manda una vez, para retribuir cumplidos de Estado, seis arcas llenas de códices antiguos; poeta que lo mismo compone al uso popular que cultiva el endecasílabo de Garcilaso; escritor que reproduce en la historia pintoresca las tintas de Salustio, y enriquece la prosa castellana con la joya exquisita de El Lazarillo de Tormes.

Pero si destaramos las facultades de la política y la guerra, y agrandamos, en cambio, considerablemente, las del pensamiento puro, llevándolo, en sus dos manifestaciones de arte y ciencia, a los más amplios límites de que el genio es capaz, la novadora energía del Renacimiento se infunde en una personificación suprema: la personificación de Leonardo de Vinci. Jamás figura más bella tuvo, por pedestal, tiempo más merecedor de sustentarla. Naturaleza y arte son los términos en que se cifra la obra de aquella grande época humana: naturaleza restituida plenamente al amor del hombre, y a su atención e interés; y arte regenerado por la belleza y la verdad. Y ambos aspectos de tal obra, deben a aquel soberano espíritu inmensa parte de sí. Con los manuscritos de Leonardo, la moderna ciencia amanece. Frente a los secretos del mundo material, él es quien reivindica y pone en valiente actividad el órgano de la experiencia, tentáculo gigante que ha de tremolar en la cabeza de la sabiduría, sustituyendo a las insignias de la autoridad y de la tradición. Galileo, Newton, Descartes, están en germen y potencia en el pensamiento de Leonardo. Para él el conocer no tiene límites artificiosos, porque su intuición abarca, con mirar de águila, el espectáculo del mundo, cuan ancho y cuan hondo es. Su genio de experimentador no es óbice para que levante a grado eminente la especulación matemática, sellando la alianza entre ambos métodos, que en sucesivos siglos llevarán adelante la conquista de la Naturaleza. Como del casco de la Atenea del Partenón arrancaban en doble cuadriga ocho caballos de frente, simbolizando la celeridad con que se ejecuta el pensamiento divino, así de la mente de Leonardo parten a la carrera todas las disciplinas del saber, disputándose la primacía en el descubrimiento y en la gloria. No hubo, después de Arquímedes, quien, en las ciencias del cálculo, desplegara más facultad de abstraer, y en su aplicación, más potencia inventiva; ni hubo, antes de Galileo, quien con más resuelta audacia aplicase al silencio de las cosas «el hierro y el fuego» de la imagen baconiana. Inteligencia de las leyes del movimiento; observación de los cuerpos celestes; secretos del agua y de la luz; comprensión de la estructura humana; vislumbres de la geología; intimidad con las plantas: todo le fue dado. Él es el Adán de un mundo nuevo, donde la serpiente tentadora ha movido el anhelo del saber infinito; y comunicando a las revelaciones de la ciencia el sentido esencialmente moderno de la práctica y la utilidad, no se contiene en la pura investigación, sino que inquiere el modo de consagrar cada verdad descubierta a aumentar el poder o la ventura de los hombres. A manera de un joven cíclope, ebrio, con la mocedad, de los laboriosos instintos de su raza, recorre la Italia de aquel tiempo como su antro, meciendo en su cabeza cien distintos proyectos, ejecutados unos, indicados o esbozados otros, realizables y preciosos los más: canales que parten luengas tierras; forma de abrir y traspasar montañas; muros inexpugnables; inauditas máquinas de guerra; grúas y cabrestantes con que remover cuerpos de enorme pesadumbre. En medio de estos planes ciclópeos, aún tiene espacio y fuerza libre para dar suelta a la jovialidad de la invención en mil ingeniosos alardes; y así como Apolo Esminteo no desdeñaba cazar a los ratones del campo con el arco insigne que causó la muerte de Pythón, así Leonardo emplea los ocios de su mente en idear juguetes de mecánica, trampas para burlas, pájaros con vuelo de artificio, o aquel simbólico león que destinó a saludar la entrada a Milán del Rey de Francia, y que, deteniéndose después de avanzar algunos pasos, abría el pecho y lo mostraba henchido de lirios... Nunca un grito de orgullo ha partido de humanos labios más legitimado por las obras, que estas palabras con que el maravilloso florentino ofrecía al duque de Milán los tesoros de su genio: «Yo soy capaz de cuanto quepa esperar de criatura mortal». Pero si la ciencia, en Leonardo, es portentosa, y si su maestría en el complemento de la ciencia, en las artes de utilidad, fue, para su época, como don de magia, su excelsitud en el arte puro, en el arte de belleza, ¿qué término habrá que la califique?... Quien se inclinara a otorgar el cetro de la pintura a Leonardo, hallaría quien le equiparara rivales; no quien le sobrepusiera vencedores. Poseído de un sentimiento profético de la expresión, en tiempos en que lo plástico era el triunfo a que, casi exclusivamente, aspiraba un arte arrebatado de amor por las fuerzas y armonías del cuerpo, no pinta formas sólo: pinta el sonreír y el mirar de Mona Lisa, la gradación de afectos de La Cena: pinta fisonomías, pinta almas. Y con ser tan grande en la hermosura que se fija en la tela, aun disputa otros lauros su genio de artista: el cincel de Miguel Ángel cabe también en su mano, y cuando le da impulso para perpetuar una figura heroica, no se detiene hasta alcanzar el tamaño gigantesco; el numen de la euritmia arquitectónica le inspira: difunde planos mil, César Borgia le confía sus castillos y sus palacios; sabe tejer los aéreos velos de la música, y para que el genio inventor no le abandone ni aun en esto, imagina nuevo instrumento de tañir, lo esculpe lindamente en plata, dándole, por primor, la figura de un cráneo equino, y acompañado de él, canta canciones suyas en la corte de Luis Sforza. Cuando a todo ello agregues una belleza de Absalón, una fuerza de toro, una agilidad de Perseo, un alma generosa como la de un primitivo, refinada como la de un cortesano, habrás redondeado el más soberbio ejemplar de nobleza humana que pueda salir de manos de la Naturaleza; y al pie de él pondrás, sin miedo de que la más rigurosa semejanza te obligue a rebajarlo en un punto: -Éste fue Leonardo de Vinci.


-¿Y si estuviera probado que Bacon y Shakespeare fueron uno?

-Si estuviera probado que Bacon y Shakespeare fueron uno, nunca las espaldas de Atlas habrían soportado tal orbe; pero ¿dónde te quedas, pecho de lirios de Leonardo, limpio y fragante como el de su león?... De aquella cima de dar vértigos, se divisaría ¡qué tristeza! el quinto foso de Malebolge, que encierra por la eternidad a los que mercaron con la justicia, y donde hirviente pez abrasa las entrañas de Giampolo, ministro prevaricador del rey Teobaldo.


Cuando la universalidad de la aptitud se entiende sólo en relación al conocimiento, al saber, abarcado en la medida que cabe dentro de los límites completos de una civilización o de un siglo, engendra el tipo de omnisciencia que en otros tiempos dio lugar al nombre de sabio, y que, con semejante significación, ya no se reproducirá: a lo menos en cuanto alcanza a prever la conjetura. El modelo insuperable y eterno de esta casta de espíritus es aquella sombra inmensa que se levanta en el horizonte de la antigüedad, llegando la ciencia helénica a la madurez de la razón, y recoge de una brazada cuanto se piensa y sabe en torno suyo, para fijarle centro y unidad, e imprimirle su sello, después de dilatarlo con nuevas ideas y noticias, que comprenden desde la organización de los Estados hasta la respiración de los hombres; desde las formas del razonamiento hasta los fenómenos del aire. Ni aun se contenta Aristóteles con enseñar para la más noble raza del mundo: la férula de su enseñanza sobrevive a dioses que caducan e imperios que se desmoronan. Su obra austera y desnuda es como esqueleto de ideas en que apoyarán los músculos de su pensamiento tres civilizaciones distintas: la que dijo sus postreras razones con Hipatia; la que se propagó con el Islam, y la que se desenvuelve, entre luces y tinieblas, desde los primeros claustros monacales hasta las primeras cátedras de los humanistas. Entendimientos de esta trascendencia: moldes del pensar de las edades; no patrimonio de ninguna. Dicen que si el abismo de la mar se secara y hubiesen de volverlo a llenar, con el tributo que derraman en él, los ríos de la tierra, cuarenta siglos pasarían antes de que lo lograran: tal me represento yo la proporción entre la capacidad creadora de uno de estos intelectos omnímodos y la labor perseverante y menuda de las generaciones que vienen después de ellos.

Antes de que el eclipse de toda luz intelectual cierre sus sombras, la universalidad aristotélica se reproduce parcialmente, animada de nueva y sublime inspiración, en otro inmenso espíritu, y Agustín, razonador de una fe, difunde la actividad de su sabiduría y de su genio por los doce mil estadios de la ciudad de Dios. Luego, en el lento despertar de la razón humana, la universalidad, aunque desmedrada por la ausencia de vuelo y de acento personal, y por la infantil reducción de todo objeto de estudio, es carácter que fluye de lo simple e inorgánico de la cultura que alborea; y universales son, por la naturaleza de la obra que les está cometida, los mantenedores o restauradores del saber: los Casiodoros e Isidoros, los Alcuinos y Bedas, oficiosos Plinios y Varrones de una edad que ha de empezar por recoger las ideas sepultas y dispersas entre los escombros de las ruinas. Pero es en el claro de luz del siglo XIII, al incorporarse pujante el genio de una civilización que quiere dar gallarda muestra de sí antes de pasar su cetro a otra más alta que se acerca, cuando vienen al mundo algunas magníficas personificaciones de saber encíclico, que evocan, en cierto modo, la memoria augusta del humano educador de Estagira. llegan entonces los ordenadores del tesoro penosamente reintegrado, los artífices de sumas: ya, como Tomás de Aquino, concertando en derredor de la idea teológica el pensamiento de la antigüedad, sin dejar punto intacto en aquella esfera a que ciñe los anillos de esta serpiente; ya, como Rogerio Bacon, tomando del conocimiento de la naturaleza el plan regenerador y profético de un nuevo modo de sabiduría; ya, como Alberto Magno, abarcando dentro de la capacidad de su ciencia, lo sublime y lo prolijo, la especulación ontológica y el saber experimental.

En la legión de espíritus omniscios que aquel siglo trae, dos columbro cuya complejidad excede de los términos de la pura sabiduría, y se dilata por círculo aún más vasto de actividades y aptitudes, reuniendo, a múltiples maneras de ciencia, el uno inspiración gloriosa en la acción; el otro grandeza excelsa en el arte, sin que tampoco el arte fuera don negado al primero, ni al segundo faltara el de la acción. Hablo de Raimundo Lulio y Dante Alighieri: Raimundo Lulio, el «doctor iluminado», que, después de desatar sobre su siglo, desde la soledad del monte Randa, inaudito torrente de ideas, que arrastran y consumen todo objeto de conocimiento, baja de allí y aparece como apóstol y héroe de una empresa sublime, corriendo desalado, delirante de amor, los ámbitos del mundo, para predicar la gigantesca cruzada, la redención del Oriente, y alcanzar al fin las palmas del martirio; y Dante Alighieri, el que ganó la cúspide en aquella bandada de enormes águilas; el poeta sabedor de cuanto su tiempo supo, y présago de lo demás; un Leonardo de Vinci (por la dualidad del genio inventor) en quien cuadros y estatuas se transportasen a la verbal imaginería del verso, y descubrimientos y vislumbres se expresaran entre convulsiones pythónicas; o bien, un realizado fantasma Bacon-Shakespeare, apto, por lo concorde y enterizo de la edad en que nació, para manifestar su doble virtud, no en formas separadas, sino en el único y estupendo organismo de un poema donde revive aquel don de síntesis total que fue atributo de las epopeyas primitivas.

Después que el saber se constituye de manera orgánica y metódica y sus diferentes especies se emancipan y reparten, aún suele resplandecer, como aureola de algunas cabezas peregrinas, la universalidad en el conocimiento hondo y eficaz. Los dos primeros siglos de la edad moderna habían llevado ya la indagación científica a un grado de complexidad muy alto, cuando surgió Leibnitz, y tendió la mirada de sus cien ojos de Argos, sobre la naturaleza y el espíritu, y donde quiera que eligió su blanco: ciencias físicas, ciencias matemáticas, filología, jurisprudencia, metafísica, reveló oculta riqueza y mantuvo el rango genial de la invención. Aún más adelante en el tiempo que Leibnitz; menos creador e inventivo que él en los dominios de sa ciencia; pero, en cambio, abarcando, dentro de su abrazo úrdico, inteligencia de verdad e inteligencia de belleza: ciencia y arte, y trascendiendo, además, de la especulación a la acción, por aquella finalidad de la palabra, convertida en máquina de guerra, que toca, en algún modo, al heroísmo de la voluntad, resalta Diderot, el caudillo de una centuria crítica y demoledora; el profeta de la Revolución; el Aristóteles ceñido de casco y coraza, de la «Enciclopedia».

Por bajo de los espíritus en que concurren sabiduría, arte y acción; de aquellos en que se concilian dos de esas tres maneras de heroísmo, y de los que agotan las diferencias y aplicaciones de alguna de las tres, cuéntanse aún otros espíritus de amplitud superior a la ordinaria, y son aquellos que comprenden, dentro del arte o de la ciencia, un grupo armónico de disciplinas, enlazadas por la semejanza de su objeto y la afinidad de las disposiciones que requieren; así, los que cultivan con fortuna todos los géneros literarios: como Manzoni, Voltaire, Lope de Vega; todas las artes plásticas: como Puget, Bernini, Alberto Durero, Alonso Cano; todas las ciencias naturales: como Linneo, Humboldt, Lamarck.




ArribaAbajo- XLII -

A medida que la sociedad avanza, la vocación tiende a formas más definidas y concretas.


La ausencia de vocación una y precisa, por universal difusión de la aptitud, es caso cuya frecuencia disminuye, dentro de la sociedad humana, con los pasos del tiempo. A medida que las sociedades avanzan y que su actividad se extiende y multiplica, como el árbol que crece, dando de sí ramas y ramúsculos, es ley que la vocación individual tome una forma más restringida y concreta. Nacen las vocaciones personales en el momento en que el hombre primitivo deja de bastarse a sí propio y empieza, correlativamente, a ser útil y necesario a sus semejantes. Disgréganse los músculos del brazo del Adán condenado, elemental e indeterminadamente, al trabajo, y se llaman Jabel, el pastor; Tubalcain, el que forja los metales; Nemrod, el que va a caza de las fieras... Y se fija el instinto de cada vocación cuando lo que fue, en su principio, aptitud adquirida por necesidad y asentada por la costumbre, truécase, primero, en afición instintiva del que la adquirió, y se trasmite luego a otros seres humanos, sea por obra de la enseñanza y de la simpatía, sea, más tarde, por la acumulación, en don innato y gracioso, de la virtud de actos ejecutados por los ascendientes.

Las diversísimas disposiciones y aptitudes por que se diferencian los hijos de cada generación en la sociedad civilizada, son como los ecos mil en que se multiplican, repercutiendo en concavidades del tiempo, los cuatro o cinco llamados cardinales a que los hombres de la primitiva edad obedecieron, cuando fue menester repartirse y separarse, durante las horas del día, para acudir a diferentes labores: unos a aprender el uso de las armas; otros a tributar las honras del dios; otros a extraer de las yerbas bálsamos y venenos; otros a soplar la caña musical; otros, en fin, a partir la piedra y desbrozar la selva virgen. Y al compás que las necesidades de las generaciones aumentan, aumentan con ellas los modos de aptitud; y con los modos de aptitud, que plasman y adiestran en el tiempo el genio de una raza, la tendencia a trocarse en predisposición innata e instintiva, en vocación verdadera, cada nueva y más prolija variedad que el natural progreso determina en el desenvolvimiento de las aptitudes humanas.

Una economía infalible provee a toda sociedad y generación, de los obreros que para cada uno de sus talleres necesitan, y tales como los necesitan. Con los obreros, llegan en número adecuado sus capataces naturales. Mientras una actividad de cierto género no se agosta o suspende en la vida de una agrupación social, los espíritus aptos para dirigir esa actividad a sus fines, surgen con admirable puntualidad y eficacia. Diríase que el deseo y la prefiguración de las almas superiores que le son menester para orientarse, obra en las entrañas de la multitud al modo que la representación anticipada del hijo suele plasmarse en las entrañas de la madre, produciendo el parecido real con la imagen del sueño. Una sociedad de alma heroica no permanece largo tiempo sin Héroe grande. Vino al mundo el Mesías cuando todo el mundo pensaba en él y precisaba de él. En punto a hombres superiores, cada sociedad humana dispone, sobre la Naturaleza, de un crédito, cuando mínimo, justamente proporcionado a sus aspiraciones y a sus merecimientos. En la proporción en que ella tiene gestas que realizar y agravios que satisfacer, así suscita altos caudillos que la guíen; en la proporción en que goza de «entendimiento de hermosura», así promueve artistas que lo halaguen; en la proporción en que es capaz de creencia y de fervor, así convoca, de sus siempre vigilantes reservas, profetas, mártires, apóstoles.




ArribaAbajo- XLIII -

El porvenir. La esperanza en formas vivas.


El porvenir que veremos alborear de nuestro ocaso tendrá, como el presente, su resplandor de almas pensadoras; su fragancia de almas capaces de engendrar belleza; su magnetismo de almas destinadas a la autoridad, al apostolado y a la acción. De entre las nuevas, obscuras muchedumbres, surgirán los infaltables electos; y con ellos vendrán al mundo nueva verdad y hermosura, nuevo heroísmo, nueva fe. ¡Qué irresistible y melancólico anhelo se apodera de nuestro corazón, anticipando con el pensamiento ese brote ideal que no será para nosotros!... Pero la esperanza tiene, en la realidad que nos rodea, formas más vivas, determinaciones más seguras, que los espectros de nuestra imaginación; y volviendo a esa viva realidad de la esperanza los ojos, la melancolía del anhelo pierde toda acritud y se vuelve aun más suave que el halago del soñar egoístico... Al lado de la humanidad que lucha y se esfuerza, y sabe del dolor, y ha doblegado su pensamiento y su voluntad a la culpa, y mira acaso al día de mañana con la melancólica idea de la sombra final y la decepción definitiva, hay otra humanidad graciosa y dulce, que ignora todo eso, cuya alma está toda tejida de esperanza, de contento, de amor; hay una humanidad que vive aún en la paz del Paraíso, sin el presentimiento de la tentación y del destierro; sagrada para el Odio, inaccesible para el Desengaño... A nuestro lado, y al propio tiempo lejos de nosotros, juegan y ríen los niños, sólo a medias sumergidos en la realidad; almas leves, suspendidas por una hebra de luz a un mundo de ilusión y de sueño. Y en esas frentes serenas, en esos inmaculados corazones, en esos débiles brazos, duerme y espera el porvenir; el desconocido porvenir, que ha de trocarse, año tras año, en realidad, ensombreciendo esas frentes, afanando esos brazos, exprimiendo esos corazones. La vida necesitará hacer el sacrificio de tanta dicha y candor tanto, para propiciarse los hados del porvenir. Y el porvenir significará la transformación, en utilidad y fuerza, de la belleza de aquellos seres frágiles, cuya sola y noble utilidad actual consiste en mantener vivas en nosotros las más benéficas fuentes del sentimiento, obligándonos, por la contemplación de su debilidad, a una continua efusión de benevolencia.

Todas las energías del futuro saldrán de tan preciada debilidad. En esas encarnaciones transitorias están los que han de levantar y agitar desconocidas banderas a la luz de auroras que no hemos de ver; los que han de resolver las dudas sobre las cuales en vano hemos torturado nuestro pensamiento; los que han de presenciar la ruina de muchas cosas que consideramos seguras e inmutables; los que han de rectificar los errores en que creemos y deshacer las injusticias que dejemos en pie; los que han de condenarnos o absolvernos, los que han de pronunciar el fallo definitivo sobre nuestra obra y decidir del olvido o la consagración de nuestros nombres; los que han de ver, acaso, lo que nosotros tenemos por un sueño, y compadecernos por lo que nosotros imaginamos una superioridad...

Iluminado de esta suerte, un pensamiento, de otra manera, exánime por su indeterminación y vaguedad: el de un porvenir que no veremos, adquiere forma y calor de cosa viva; toma contornos y colores capaces de provocar nuestra emoción y vincularnos con el grito de las entrañas. Es el reinado del Delfín de la humanidad presente: es el reinado que el viejo rey, a quien abruma ya el peso del manto, se complace en imaginar como el resultado glorioso de sus batallas fructificando en la apoteosis de su estirpe alrededor de una altiva figura juvenil...

Pero si el futuro misterioso vive y avanza en esa humanidad toda contento y amor ¿adónde están, dentro de ella, los que en su día han de señalar a los demás el rumbo y personificarlos en la gloria? ¿Cuáles son los que llevan en su brazo la fibra del esfuerzo viril, y en el fondo de sus ojos la chispa de la llama sagrada? ¿Adónde están los cachorros del león Héroe, los polluelos del águila genial: adónde están para levantarlos sobre nuestras cabezas, y honrar, unánimes, la elección de los dioses, antes de que se le crucen al paso contradicción, recelo y envidia?




ArribaAbajo- XLIV -

Augurios. Pasan los niños sublimes...


Vulgo y elegidos del porvenir se confunden indiscerniblemente en esas leves multitudes, donde reina la más sagrada igualdad: la igualdad de la común esperanza. Sobre todas esas frentes que el tiempo levanta cada año una pulgada más del suelo; sobre todas esas frentes, aun las más desamparadas, aun las más míseras, se posa una esperanza inmensa, que sustenta la fe del amor. Las leyendas que adornan de significativos augurios la cuna de los que fueron grandes, se reproducen, en la visionaria fe del amor más puro de todos, para cada alma que viene al mundo; y no hay tiernos labios donde una mirada que ve con la doble vista de los sueños, no haya notado una vez las abejas que libaron en la boca infantil de Hesíodo y de Platón, de San Ambrosio y de Lucano, o bien las hormigas oficiosas que amontonaron en los labios de Midas los granos de trigo, anunciadores de que sería dueño de la próvida Frigia.

Pero aun fuera de lo que pinta esta mirada de amor que, sin mas razón que el amor mismo, imprime su bendición profética, para la mirada común hay también, entre esos graciosos semblantes, los que parecen llevar estampado el sello de una predestinación gloriosa. ¿Quién, en presencia de alguna fisonomía infantil, no ha propendido, por instantáneo sentimiento, a augurar el genio futuro? Cuéntase que cuando Erasmo era niño, Agrícola de Holanda, que le vio, considerando el despejo de su frente y la elocuencia de sus ojos, le dijo: Tu eris magnus! Y en presencia de ciertos poemas de curiosidad, de ciertas originalidades de lógica, de ciertas sorprendentes intuiciones, de ciertas pertinaces inquietudes, de ciertos misteriosos recogimientos, ¿quién no se siente movido a preguntar, como en el Tentanda via est de Víctor Hugo: -¿Qué germina para la humanidad detrás de esa frente límpida? ¿Acaso el mundo intacto de Colón, el astro nuevo de Herschell, la mole armoniosa de Miguel Ángel, el mapa transfigurado de Napoleón?...

Para quien sutil y cuidadosamente la observe, la agitación de esos bulliciosos enjambres está llena de revelaciones que permiten columbrar algo del secreto de los futuros amores de la Gloria. Aquel niño de ojos alegres que, en las calles de una ciudad de estudiantes, se inclina a recoger del suelo los papeles donde ve letras impresas, y los guarda con esmero solícito, es Miguel de Cervantes Saavedra. Aquel otro que, en el patio de una escuela de párvulos, improvisa, dentro de un corro infantil, coplas que aún no es capaz de poner por escrito, y las dicta a los que tienen más edad, dándoles, por este auxilio, estampas y rosquillas, es Lope Félix de la Vega Carpio. Allá, en el valle del Chiana, ante las canteras de mármol que dan la carne de los dioses, un niño de seis años pasa horas enteras absorto en la contemplación de la piedra de entrañas blancas y duras. Aquel niño domará a este mármol: se llama Buonarroti. Otro vaga por la Sevilla de la grande época, y armado de un pedazo de carbón dibuja toscas figuras en las paredes de las casas. Ese pedazo de carbón es el heraldo que abre camino a un pincel glorioso: el pincel de Murillo. Más allá veo, en la falda de un monte de la Auvernia, una cabaña de pastores, y un pastorcillo que, echado sobre el césped, se ocupa en amasar con el barro figuras de bulto: es Foyatier, y vendrá día en que hará revivir en el mármol el alma de Espartaco rompiendo los hierros de la servidumbre. ¿Y aquel pequeño africano que remeda la ceremonia del bautismo a la vista del patriarca Alejandro, el cual sonríe con lágrimas proféticas? Es Atanasio, a quien está reservada la gloria de confundir a los arrianos: aquél es su juego predilecto, como el de Carlos Borromeo será el de edificar altares. Ahora se ilumina en mi imaginación una casa de Halle, allá junto a un río de Sajonia: es de noche; un niño sube sigilosamente a una buharda, donde tiene escondido un clavicordio; y en imitar los movimientos del ejecutante, emplea las horas que hurta al sueño. Este furtivos artista es Haendel. Aun cuenta menos años, porque no pasa de los tres, aquel precoz calculista que, en una pobre casa de Brunswick, está con un lápiz en la mano, y marca líneas y superficies sobre el suelo: se llama Gauss, y dentro de su cabeza aguardan el porvenir cálculos tales que Laplace los ha de poner sobre la suya. Luego vuelvo la mirada adonde los muchachos de la escuela, en un lugar de Normandía, construyen cañones de juguete con cortezas de sauce; uno de ellos enseña a los demás el modo de graduar la longitud y el diámetro del arma, para asegurar la eficacia del tiro. Este infantil maestro es Fresnel, que más tarde lo será de los hombres en la teoría y aplicación de las fuerzas del mundo físico. Coronemos estos ejemplos con la verdad de la tradición leyendaria, donde se destila y concentra el jugo de los hechos. Ésta es la choza de un vaquero de Persia. A su puerta los niños del contorno juegan al juego de la basilinda, el cual consiste en elegir de entre ellos un rey, que designa a su turno príncipes y dignatarios. Hay uno de esos niños que nunca consintió aquella elección si estuvo presente, porque siempre tomó la autoridad real para sí y la hizo acatar sin disputa por los otros. Ciro es el nombre de este monarca de afición; y un día el Oriente caerá rendido a sus plantas, desde el mar Indio hasta el Egeo.




ArribaAbajo- XLV -

Augurios falaces. Las niñeces proféticas.


Aunque el misterioso aviso sea tantas veces simultáneo con el amanecer de la razón, y aun con los primeros e inconscientes movimientos del ánimo, no siempre es, en estos casos, suficiente fianza de que la vocación ha de persistir y consolidarse en lo futuro. Al paso que se incorporan en la personalidad nuevos elementos, capaces de torcer el primitivo curso de la naturaleza, tanto más fácil es que la reveladora voz quede ensordecida. Para el desorientado que no tiene conciencia de su vocación; que no halla en sí impulso que le dé camino, aptitud que se destaque sobre otras, la apelación al recuerdo de sus primeras vistas del mundo, de sus precoces tendencias a cierto modo de pensamiento o de acción; de sus primeras figuraciones del propio porvenir, puede, más de una vez, ser un procedimiento que conduzca a recobrar el rumbo cierto, que se perdió desde temprano.

Una afición vehemente y una aptitud precoz que la justifica, suelen pasar y desaparecer con la infancia, no ya cediendo a obstáculos exteriores, sino por espontánea desviación del sentimiento y de la voluntad. Hay existencias, que prologa una infancia sublime, comparables a esas raras confervas que se agitan y danzan sobre el haz de las aguas, como dotadas de vida y movimiento animal, hasta que se adhieren a una roca de la orilla, y quedan para siempre inmóviles en su sopor vegetativo... Quizá fue ilusoria la vocación precoz; quizá aquel asomo de aptitud no fue sino imitación sagaz pero vana, forma escogida al azar en el revuelo de una vivacidad que no tendía de suyo a objeto distinto; quizá, otras veces, el manantial que comenzó de veras a fluir se extenúa misteriosamente en manos de la Naturaleza; no está desviado ni oculto el manantial, sino cortado de raíz. Pero, quizá también, es sólo la conciencia de la aptitud la que se adormece, extraviando el sentido de la vocación; y por lo demás, la aptitud persiste en lo hondo del alma, capaz de ser evocada, mientras dure la vida, por virtud de una circunstancia dichosa. Ésta es la razón de las infancias que yo llamo proféticas. Califico de tales, no a las que ilumina el albor de una superioridad que continúa después de ellas, sin eclipse, y adelanta simultáneamente con la formación y el desenvolvimiento de la personalidad; sino a las que revelan, por indicios acusados luego de falaces, la presencia de una aptitud superior que, soterrándose al cabo de la infancia, reaparece inopinadamente mucho después de constituida la personalidad y probada en las lides del mundo: a veces en la madurez, y aun cuando la existencia se acerca ya a su noche (... Es el barco que vuelve: ¡gloria y ventura al barco!).

Para suscitar resurgimientos de éstos es para lo que la evocación de los sueños y esperanzas de la primera edad puede valer al ánimo vacilante, operando una sugestión que brote, fecunda, de entre las melancolías del recuerdo: así el náufrago que, desde la desierta playa, contempla, en triste ociosidad, las doradas nubes del crepúsculo, acaso descubre, sin pensarlo, la nave salvadora... Una afición infantil: la de inventar y contar cuentos, manifestada con rara intensidad, ha reaparecido, en dos gloriosos casos, después de una juventud sin brillo, en forma de la facultad creadora del novelador. Richardson, cuya niñez se caracterizó de aquella suerte, produce, ya después de los cincuenta años, su obra primigenia. Walter Scott, también gran cuentista infantil, pasa de su infancia profética a una adolescencia descolorida y nebulosa; y no es sino luego de concluir su primera juventud, cuando corta la pluma peregrina a cuyos conjuros se animará tanta pintoresca tradición y tanta historia deleitable. No ha mucho, Tattegrain refería, consultado al par de otros artistas, sus comienzos de tal: cuando niño, mostró vivo amor por el dibujo; desapareció con su infancia esta inclinación; y luego, ya en el tránsito de la mocedad a la edad madura, recoge el lápiz de sus ensayos infantiles y desemboza, con magistral atrevimiento, su personalidad de artista.

Y no es sólo en el sentido de anticipar la vocación cómo la infancia suele ser profética: el fondo real y estable de un carácter; la orientación fundamental de sentimientos e ideas, que se ha esbozado en la niñez, reaparecen en ciertas ocasiones, después de reprimidos, durante largo trecho de la vida, por una falsa superficie personal, producto del ambiente o de sugestión artificiosa (¿recuerdas la fingida lápida de Sóstrato?...); y por esta razón no es caso extraordinario que el estilo, el sesgo peculiar, que ha de prevalecer definitivamente en la obra de un escritor o un artista, se relacione, no tanto con los rumbos de su producción de adolescente, guiada a menudo por influencias exteriores, a las que allana el paso la fascinación de su primera salida al aire libre del mundo, sino más bien con las impresiones que lo modelaron en sus primeros años. ¿No hay quien ha considerado al genio como la expresión de la personalidad infantil del elegido, dotada ya de medios poderosos con que traducirse y campear hacia afuera?... Brentano prometía, por las aficiones de su infancia, un alma mística. Luego, convertido a la razón, es escritor escéptico, sin merecer gran nota. Su personalidad literaria se afirma y engrandece, como río suelto de trabas, cuando Brentano, inflamado en la religiosidad que puso sello al romanticismo alemán, recobra aquel tenor de alma de su niñez.




ArribaAbajo- XLVI -

Permanencia estática de una simiente apta para germinar.


Así, aun cuando la infancia no ponga de manifiesto la promesa de la aptitud futura, reúne e ni incorpora en la personalidad las impresiones que acaso constituirán luego el combustible, o la substancia laborable, de la aptitud. ¡Cuántas veces no se ha observado que los grandes intérpretes del alma de la naturaleza, en palabras o colores, salieron de entre aquellos en quienes la niñez se deslizó al arrullo del aire del campo! Tal pasó a La Fontaine, cuya revelación tardía vino a dar lengua locuaz a las impresiones de su infancia, embalsamada por el hálito de la soledad campestre, en un siglo y una sociedad en que casi nadie le amaba.

La misma promesa precoz de la aptitud ¿no sería hecho casi constante para el observador sagaz que acertara a interpretar y dar su valor propio al indicio sutil, al rasgo esfumado, a la veleidad aparentemente nimia y sin sentido, al relámpago revelador de un momento? Quizá; pero el misterio en que se envuelve una aptitud latente, sin que ni aun la transparencia de la niñez la haya hecho columbrar a la mirada de los otros, ni la conciencia del poseedor, cuando tardíamente la descubre, pueda relacionarla con recuerdos y anhelos de su primera edad, suele no hallar término hasta muy adelantado el curso de la vida; no ya cuando el medio en que ésta pasa es de por sí inhábil para suscitar la manifestación de la aptitud, porque sería insuficiente para contenerla; sino aun en medio propicio y cuando la aptitud tuvo a su favor, desde mucho antes de la ocasión en que toma conocimiento de sí misma, las facilidades de la educación y los estímulos del ejemplo. Es cosa semejante a lo que en el ser vegetativo llaman el sueño de los granos: la permanencia estática del grano apto para germinar, y que, por tiempo indefinido, queda siendo sólo un cuerpecillo leve y enjuto fuera del regazo de la tierra, sin que por eso deje de llevar vinculada la pertinaz virtud germinadora, la facultad de dar de sí la planta cabal y fecunda, cuando la tierra le acoja amorosamente en su seno. La excitación, el movimiento, de la vida, no es capaz de crear una aptitud que no tenga su principio en la espontaneidad de la naturaleza; pero es infinitamente capaz de descubrir y revelar las que están ocultas.

Sea realmente por este sueño de la aptitud virtual; sea por la superficialidad de observación de quienes las presenciaron, la infancia y la adolescencia de los grandes pueden no dejar recuerdo de límites que las separen de las del vulgo. «Tu infancia no era bella» -dice en una de sus obras menores el poeta del Fausto-; «la forma y el color faltan a la flor de la vid; pero cuando el racimo madura, es regocijo de los dioses y los hombres».

Esto pudo aplicarse, en la antigüedad, a Temístocles y a Cimón, de quienes se dijo cuán opuestas fueron sus niñeces al temple de alma que había de valerles la gloria. Las reputaciones de la escuela suelen ser mal descuento del porvenir, lo mismo en lo que niegan que en lo que conceden. ¿No es fama que Santo Tomás y el Dominiquino eran apodados en su primera edad con el nombre del soñoliento y flemático animal que abre, a tardos pasos, el surco? Il Bue muto di Sicilia; il Bue...; y andando el tiempo: ¡qué mugidos ésos de la Summa!, ¡qué embestidas certeras ésas del pincel de La Coronación de San Jerónimo!... También rumiaba en silencio Jorge Sand. «No creáis que sea imbécil -decía, presurosa, la madre, a las visitas de la casa-: es que rumia... «Y cuando el maestro del niño Pestalozzi, afirmaba, en lo tocante a este discípulo, la ineficacia de sus medios de instrucción, no sospechaba ciertamente que al mal alumno estaba reservado inventarlos nuevos y mejores.

Hay veces en que no sólo esta engañosa torpeza precede a la aptitud, sino que la precede también una aversión manifiesta por el género de actividad en que luego la vocación ha de reconocer el campo que le está prevenido. ¿Quién imaginaría que Beethoven abominó la música en su infancia? ¿Quién llegaría a sospechar que Federico el Grande detestaba el ruido de las armas cuando su padre preparaba para él los ejércitos de Friedberg y de Lissa?

Pero, aun fuera de esos presagios negativos y falaces de la niñez; aun cuando ella es prometedora, o vela en vaguedad e incertidumbre su secreto, la aptitud suele quedar largo tiempo latente después de ella, antes de adquirir la conciencia clara y la resuelta voluntad, de que nace la primera obra. Entendido de esta suerte, el sueño del germen precioso no terminó para Virgilio sino con los años de la adolescencia; para Rousseau y Flaubert, con los de la juventud; para el humorista Sterne y Andrés Doria, el marino insigne, con la primera mitad de la edad madura. Casos como éstos, de tardía iniciación, se reproducen en toda manera activa o contemplativa de existencia, aunque separemos de entre ellos los de sólo aparente morosidad en el despertar de la aptitud, la que desde temprano existe, capaz del fruto y sabedora de sí misma, determinando real y definida vocación; pero no trasciende hasta muy tarde al conocimiento de los otros, por ausencia de medios con que aplicarse-a cultivarla, o de aliciente que engendre el deseo de valerse de ella.




ArribaAbajo- XLVII -

La autoridad paterna. Los oblatos.


Por otra parte, el verdadero impulso de la vocación cede más de una vez, desde sus tempranos indicios, a fuerzas y ardides que se le oponen. A pesar de lo profética y reveladora que suele ser la espontaneidad de la niñez para quien la observa de cerca, y a pesar también de la maravillosa intuición que el amor presta para ver en lo hondo de las almas, es caso común que la enamorada voluntad de los padres milite entre las causas que producen las desviaciones, los malogros y los vanos remedos de la vocación.

No se funda, la mayor parte de las veces, esta contraria influencia, en el desconocimiento de la predilección natural, que, cuando ya se anuncia en la infancia, lo hace en forma sobrado diáfana, viva y candorosa, para quedar inadvertida; sino en la falsa persuasión de que aquella voz de la naturaleza pueda sustituirse o anticiparse, con ventaja, por otra, elegida a voluntad, que se procura obtener laboriosamente, sin saber si hallará eco que la responda en el abismo interior. La oficiosidad del cariño, que previene peligros y padecimientos en la vía adonde tiende un precoz deseo; el halago de las promesas y los beneficios de otra; quizá el orgullo de la vocación propia y querida, que engendra la ambición de perpetuarla con el nombre; quizá, alguna vez, el amor melancólico por una antigua vocación que defraudó la suerte, y que se anhela ver resurgir y triunfar en un alma exhalada de la propia, ya que no pudo ser en ésta: todas son causas de que la voluntad de los padres se manifieste, a menudo, no para favorecer la espontánea orientación del alma del niño, sino para orientarla sin provocar su libre elección, o para apartarla del rumbo en que ella atinadamente acude a la voz misteriosa que la solicita.

La piedad de otros tiempos rendía a la Iglesia el tributo vivo del oblato, consagrado, sin intervención de su voluntad, al sacerdocio, desde antes del uso de razón. En todas las profesiones hay oblatos; y aun más habría si la «predestinación» paternal tuviera en ellas la irrevocabilidad de la consagración eclesiástica.

Fácil es de hallar en la infancia de los hombres superiores esta como prematura prueba de la incomprensión y los obstáculos del mundo. Si Haendel y Berlioz hubieron de optar entre la obediencia filial y su amor por la música, en cambio Benvenuto Cellini y Guido Reni, a la música eran destinados por sus padres, y sólo la rebelión del instinto los encaminó a su género de gloria. La autoridad doméstica que prometía a Hernán Cortés a las letras, dedicaba a Filangieri a las armas. Menos frecuente, pero no imposible, es el opuesto caso, en que la voluntad del padre, guiada por una segura observación, pone a un espíritu, contra el anhelo y preferencia de éste, en la vía de su verdadera aptitud, ahogando en germen una vocación falsa o dudosa. Ejemplo de ello es Donizetti, que soñaba ilusoriamente, de niño, no con el arte más espiritual, sino con el más material: la arquitectura. Cuando la educación que gobierna los primeros años, obra con este acierto, su eficacia es poderosa, casi tanto como el mismo don de la naturaleza: ¿quién tasará la influencia que, para formar y guiar, desde sus tiernos y plásticos comienzos, la natural disposición de un espíritu, puede tener una disciplina tal como la que el padre de Mengs fijó a la infancia del futuro pintor, ordenando menudamente, así sus estudios como sus juegos, a la superior finalidad de aquella vocación, cultivada como se haría con una simiente única y preciosa?


Sabemos de los yerros de la oposición paterna por la historia de los que, superándola, lograron salir adelante con su intento. Pero en la «medianía» de todas las actividades y aplicaciones; en los rebaños de almas que cumplen, sin amor y sin gloria, su trabajo en el mundo ¡cuántos espíritus habrá cuya aptitud original y cierta, sacrificada desde sus indicios más tempranos para forzarla a dar paso a una aptitud facticia, no tuvo empuje o no halló medios con que resistir, y quedó ahogada bajo esta vocación parasitaria, que los condena a una irredimible mediocridad!




ArribaAbajo- XLVIII -

Vocación anticipada a la aptitud.


Suele suceder que una vocación tempranamente sentida, y a la que el alma, ya en edad de realizar sus promesas, permanece fiel sin un instante de duda o desconfianza, no corresponda, sin embargo, a indicio alguno de aptitud, y parezca, por mucho tiempo, vana y engañosa. Pero un incontrastable ahínco de la voluntad la sostiene; y un día, cuando el augurio adverso es unánime, la aptitud da razón de sí; y aquella perseverancia se vindica, y manifiesta cuán noble era.

No es esa vocación testimonio de una facultad real y efectiva, sino presentimiento de una facultad que ha de comparecer tardíamente a ocupar el sitial que la constante voluntad le cuida y guarda. Es como anticipado aroma de remota floresta; como vislumbre que atisba el alma con mirada zahorí, y por el cual asegura la realidad de una luz que aún nadie percibe, pero que luego brotará en palmarios resplandores. Sabe el alma, por misterioso aviso, que está llamada a tal especie de actividad, a tal linaje de fama; no encuentra en sí fuerzas que muestren, ni aun que prometan, la realidad de su visión; persiste en ello, porfía, espera sin razón sensible de esperanza; y después, el tiempo trueca en verdad la figuración del espejismo. Es, éste, género de obstinación que se confunde, en la apariencia, con la terquedad, no pocas veces heroica y temeraria, de que suelen acompañarse las falsas vocaciones. Sólo al tiempo toca decidir si la terquedad respondía a ilusión vana o a inspirada anticipación del sentimiento. De tal manera se confunden, mientras el tiempo no decide, que diríase, parodiando lo que el poeta dijo de Colón y el mundo de su sueno, que nunca hubo en ciertas almas la predisposición de las dotes que luego mostraron en el triunfo, sino que el hado se las concedió, por acto de creación, en premio de su fe. Para la posteridad, que ve completa la vida de los que aspiran a durar en su memoria, la perseverancia del que se engañó al tomar camino y avanzó, hasta caer, por uno que no le estaba destinado, sólo será objeto fugaz de compasión (o de dolorido respeto, cuando heroica); pero serán sublime prólogo de una vida en que la gloria fue difícil y morosa cosecha, los comienzos de desvalida fe, cuya confianza inquebrantable no se apoyaba en la promesa real, en la objetiva demostración, de la aptitud. Porque no hablo ahora de la perseverancia mantenida al través de injustos desdenes, con que el juicio del mundo desconoce merecimientos que existen ya en el desdeñado; sino de la de aquel que nada, aparentemente, promete, para quien con justicia haya de juzgarle; pero que, con un íntimo sentimiento de su tesoro oculto, contra la propia justicia persevera, y vence luego a favor de la justicia. Este yerra tal vez en cuanto a la ilusoria estimación de méritos que aún no tiene, y acierta en cuanto a la profética vista de méritos que adquirirá. El nombre que primero acude a mi memoria, para ejemplo de ello, es el de Luis Carracci: aquel noble, sincero y concienzudo pintor, que con Agustín y Aníbal, vinculados a él por los lazos de la vocación y de la sangre, animaron, en el ocaso del Renacimiento, la escuela de Bolonia. Cuéntase que Luis comenzó a pintar dando de su disposición tan pobres indicios que Fontana, que le había iniciado en el arte, y el Tintoretto, que vio sus cuadros en Venecia, le aconsejaron que abandonase para siempre el pincel. Obstinóse contra el doble parecer magistral la fe del mal discípulo, y éste llegó a ser el maestro a cuyo alrededor se puso en obra aquel ensayo de síntesis de las escuelas italianas, y por quien hoy admiran los visitantes de la Pinacoteca de Bolonia, el cuadro de La Transfiguración y el del Nacimiento del Bautista.

Semejante es el caso de Pigalle, el escultor que había de reconciliar al mármol enervado por la cortesanía, con la verdad y la fuerza; y cuyo aprendizaje infructuoso y lánguido no mostraba otro indicio de vocación que la perseverancia igual y tranquila, que le acompañaba, como la sonrisa de un hada invisible para los demás, cuando despidiéndose, avergonzado, del taller de su maestro, tomaba el camino de Italia, con el pensamiento de encomendarse a la intercesión de dioses mayores.

En el actor dramático, cuyo género de superioridad espiritual requiere el auxilio de disposiciones materiales y externas, que no siempre componen graciosamente su séquito: la voz, la fisonomía, la figura, estas exterioridades, si las da insuficientes la naturaleza, forman delante de la íntima aptitud un velo o una sombra que la hurtan a los ojos ajenos, y que ha de quitar de allí el esfuerzo de la voluntad, enrojecida en el fuego de la vocación. Así se despejan triunfalmente esos nebulosos y pálidos albores de cómicos insignes, como Lekain, como Máiquez, como Cubas; obligados a rehacer, en dura lid consigo mismos, las condiciones de su envoltura corpórea, y aun de su propio carácter, para abrir paso fuera de su espíritu a la luz escondida bajo el celemín.

No tienen los heroísmos de la santidad, inspirada en el anhelo de aquella otra gloria, que culmina en el vértice de los sueños humanos, más rudas energías con que vencer la rebelión de la naturaleza, ni más sutiles astucias para burlar al Enemigo, que éstas de que se vale la constancia de una aptitud que se siente mal comprendida y grande, y busca, desde la sombra, su camino en el mundo.