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ArribaAbajo- XLIX -

Ocasión preñada de destinos.


Trae la corriente de la vida una ocasión tan preñada de destinos; un movimiento tan unánime y conforme de los resortes y energías de nuestro ser, que cuanto encierra el alma en germen o potencia suele pasar entonces al acto, de modo que, desde ese instante, la personalidad queda firmemente contorneada y en la vía de su desenvolvimiento seguro.

Todo el hervor tumultuoso de nuestras pasiones adquiere ritmo y ley si se las refiere a un principio; toda su diversidad cabe en un centro; toda su fuerza se supedita a un móvil único, cuya comprensión sutil implica la de los corazones y las voluntades, aun los más diferentes, y aun en lo más prolijo y lo más hondo; a la manera como, sabido el secreto del abecedario, toda cosa escrita declara incontinente su sentido: historia o conseja, libelo u oración... ¿Y cuál ha de ser este principio, y centro, y soberano móvil de nuestra sensibilidad, sino aquel poder primigenio que, en el albor de cuanto es, aparece meciendo en las tinieblas del caos los elementos de los orbes, y en la raíz de cuanto pasa asiste como impulso inexhausto de apetencia y acción, y en el fondo de cuanto se imagina prevalece como foco perenne de interés y belleza; y más que obra ni instrumento de Dios, es uno con Dios; y siendo fuente de la vida, aun con la muerte mantiene aquellas simpatías misteriosas que hicieron que una idea inmortal los hermanase?... ¿Quién ha de ser sino aquel fuerte, diestro, antiguo y famosísimo señor, de que habló, con la fervorosidad de los comensales del Convite, León Hebreo? ¿Quién ha de ser sino el amor?...




ArribaAbajo- L -

Fuerza del amor en la formación de la personalidad.


... Es el monarca, es el tirano; y su fuerza despótica viene revestida de la gracia visible, el signo de elección y derecho, que la hace acepta a quienes la sufren. La diversidad de su acción es infinita, no menos por voluntarioso que por omnipotente. Ni en la ocasión y el sentido en que se manifiesta, muestra ley que le obligue, ni en sus modificaciones guarda algún género de lógica. Llega y se desata; se retrae y desaparece, con la espontaneidad genial o demoníaca que excede de la previsión del juicio humano. El misterio, que la hermosa fábula de Psiquis puso de condición a su fidelidad y permanencia, constituye el ambiente en que se desenvuelve su esencia eterna y proteiforme. Si, abstractamente considerado el amor, es fuerza elemental que representa en el orden del alma la idea más prístina y más simple, nada iguala en complejidad al amor real y concreto, cuya trama riquísima todo lo resume y todo lo reasume, hasta identificarse con la viva y orgánica unidad de nuestro espíritu. Como el río caudal se engrandece con el tributo de los medianos y pequeños; como la hoguera trueca en fuego, que la agiganta, todo lo que cae dentro de ella, de igual manera el amor, apropiándose de cuantas pasiones halla al par de él en el alma, las refunde consigo, las compele a su objeto, y no les deja ser más que para honrarle y servirle. Pero no sólo como señor las avasalla, sino que como padre las engendra; porque no cabe cosa en corazón humano que con el amor no trabe de inmediato su origen: cuando no a modo de derivación y complemento, a modo de límite y reacción. Así, donde él alienta nacen deseo y esperanza, admiración y entusiasmo; donde él reposa, nacen tedio y melancolía, indecisión y abatimiento; donde él halla obstáculos y guerra, nacen odio y furor, ira y envidia. Y la fuerza plasmante y modeladora de la personalidad, que cada uno de estos movimientos del alma lleva en sí, se reúne, volviendo al seno del amor, que los recoge a su centro, con la más grande y poderosa de todas, que es la que al mismo amor, como una de tantas pasiones, pertenece; y esta suprema fuerza de acumulación y doble impulso, lo es a la vez de ordenación y disciplina: reguladora fuerza que señala a cada una de aquellas potencias subordinadas, su lugar; a la proporción en que concurren, su grado; a la ocasión en que se manifiestan, su tiempo; por donde inferirás la parte inmensa que a la soberanía del amor está atribuida en la obra de instituir, fortalecer y reformar nuestra personalidad.




ArribaAbajo- LI -

La emoción del bárbaro.


Infinito en objetos y diferencias el amor, todas éstas participan de su fundamental poder y eficacia; pero aquel género de amor que propaga, en lo animado, la vida; aquel que, aun antes de organizada la vida en forma individual, ya está, como en bosquejo, en las disposiciones y armonías primeras de las cosas, con el eterno femenino que columbró en la creación la mirada del poeta, y la viril energía inmanente que hace de complemento y realce a aquella eterna gracia y dulzura, es el que manifiesta la potestad de la pasión de amor en su avasalladora plenitud; por lo cual, como cifra y modelo de todo amor, para él solemos reservar de preferencia este divino nombre. Y en las consagraciones heroicas de la vocación; en el íntimo augurio con que la aptitud se declara y traza el rumbo por donde han de desenvolverse las fuerzas de una vida, tiene frecuente imperio tan poderosa magia.

Así, el blando numen que encarna en forma de niño sonríe y maneja en la sombra mil hilos de la historia humana. Si del amor, por su naturaleza y finalidad primera, deriva el hecho elemental de la civilización, en cuanto a él fue cometido anudar el lazo social, y asentar de arraigo, en el seno de la madre tierra, la primitiva sociedad errante e insólida, que los encendidos hogares ordenan un día en círculos donde se aquieta: la civilización, en su sentido más alto, como progresivo triunfo del espíritu sobre los resabios de la animalidad; como energía que desbasta, pulimenta y aguza; como lumbre que transfigura y hermosea, es al estímulo del amor deudora de sus toques más bellos. Junto a la cuna de las civilizaciones, la tradición colocó siempre, a modo de sombras tutelares, las mujeres proféticas, nacidas para algún género de comunicación con lo divino; las reveladoras, pitonisas y magas; las Déboras, Femonoes y Medeas; no tanto, quizá, como recuerdo o símbolo de grandes potencias de creación e iniciativa que hayan realmente asistido en alma de mujer, cuanto por la sugestión inspiradora que, envuelta inconscientemente en el poder magnético del amor cuando más lo sublima la naturaleza, inflama y alienta aquellas potencias en el alma del hombre. Transformándose para elevarse, a una con el espíritu de las sociedades humanas, el amor es en ellas móvil y aliciente que coopera a la perspicuidad de todas las facultades, a la habilidad de todos los ejercicios, a la pulcritud de todas las apariencias.

Cuando me represento la aurora de la emoción de amor en el fiero pecho donde sólo habitaba el apetito, yo veo un tosco y candoroso bárbaro, que, como poseído de un espíritu que no es el suyo, vuelve, imaginativo, del coloquio en que empezó a haber contemplación, moderadora del ciego impulso, y ternura, con que se ennoblece y espiritualiza el deseo; y que llegado a la margen de un arroyo, donde la linfa está en calma, se detiene a considerar su imagen. Véole apartar de la torva frente las guedejas, como de león; y aborrecer su desnudez; y por la vez primera anhelar la hermosura, y proponerse de ella un incipiente ejemplar, una tímida y apenas vislumbrada forma, en que germina aquélla de donde tomarán los bronces y los mármoles la inspiración de los celestes arquetipos. Veo que luego, tendiendo la mirada en derredor, todas las cosas se le ofrecen con más ricas virtudes y más hondo sentido; ya porque le brindan o sugieren, para las solicitudes de amor, nuevas maneras de gala y atraimiento; ya porque hablan, con misteriosas simpatías, a aquel espíritu que le tiene robado, por modo divino, el corazón. Veo que, bajo el influjo de esta misma novedad dulcísima, fluye en lo hondo de su alma una vaga, inefable música, que anhela y no sabe concretarse en son material y llegar al alma de los otros; hasta que, despertándose en su mente, al conjuro de su deseo, no sé qué reminiscencias de las aguas fluviales y de los ecos de las selvas, nace la flauta de Antigénides, de la madera del loto, o de simples cañas, labrada; para reanimarse después, con más varia cadencia, la música interior, en la lira tricorde, segunda encarnación de la armonía. Veo que, tentado de la dulzura del son, brota el impulso de la danza, con que cobran número y tiempo los juegos de amor; y se levanta el verso, para dar al idioma del alma apasionada el arco que acrecienta su ímpetu. Veo el brazo del bárbaro derribar los adobes que, cubiertos de entretejidas ramas, encuadraban su habitación primera; y obedeciendo al estímulo de consagrar al amor santuario que le honre, alzar la columna, el arco, la bóveda, la mansión firme y pulidamente edificada, bajo cuyo techo se transformarán los aderezos de la rústica choza en el fausto y el primor que requieren la habilidad del artífice: la escudilla de barro, en la taza de oro y la copa de plata; el mal tajado tronco, en el asiento que convida a la postura señoril; la piel tendida, en el ancho y velado tálamo, que guarda, con el dedo en la boca, el Amor, tierno y pulcro, tal como visitó las noches de Psiquis; y el fuego humoso, en la lámpara de donde irradia la luz, clara y serena, como la razón, que amanece entre las sombras del instinto, y el sentimiento, que cría alas en las larvas de la sensación.




ArribaAbajo- LII -

El amor y la civilización personal.


Humanidad reducida a breve escala, es la persona; barbarie, no menos que la de la horda y el aduar, la condición de cada uno como sale de manos de la naturaleza, antes de que la sujeten a otras leyes la comunicación con los demás y la costumbre. Y en esta obra de civilización personal, que tiene su punto de partida en la indómita fiereza del niño y llega a su coronamiento en la perfección del patricio, del hidalgo, del supremo ejemplar de una raza que florece en una ilustre, altiva y opulenta ciudad, la iniciación de amor es, como en los preámbulos de la cultura humana, fuerza que excita y complementa todas las artes que a tal obra concurren; así las más someras, que terminan en la suavidad de la palabra y la grada de las formas, como las que toman por blanco más hondas virtualidades del sentimiento y el juicio. En la deleitosa galería del «Decamerón» descuella la bien trazada figura de Cimone de Chipre, el rústico torpe y lánguido, indócil, para cuanto importe urbanizar su condición cerril, a toda emulación, halago y ejemplo, y a quien el amor de la hermosa Efigenia levanta, con sólo el orfeico poder de su beldad, a una súbita y maravillosa cultura de todas las potencias del alma y el cuerpo, hasta dejarle trocado en el caballero de más gentil disposición y mejor gracia, de más varia destreza y más delicado entendimiento, que pudiera encontrarse en mucho espacio a la redonda. Igual concepto de la civilizadora teurgia del amor, inspiró a Jorge Sand el carácter de su Mauprat, en quien una naturaleza selvática, aguijada por el estímulo de la pasión, se remonta, con la sublime inconsciencia del iluminado, a las cumbres de la superioridad de espíritu.




ArribaAbajo- LIII -

La leyenda del dibujo y la de la imprenta. El amor en las vocaciones.


Por eso la leyenda, significativa y pintora, mezcla esta divina fuerza a los orígenes de la invención, al risueño albor de las artes.

¿Recuerdas la tradición antigua de cómo fue el adquirir los hombres la habilidad del dibujo? Despedíase de su enamorada un mozo de Corinto. Sobre la pared la luz de una lámpara hacía resaltar la sombra del novio. Movida del deseo de conservar la imagen de él consigo, ideó ella tomar un pedernal, o un punzón, o acaso fue un alfiler de sus cabellos; y de este modo, siguiendo en la pared el perfil que delineaba la sombra, lo fijó, mitigando, merced a su arte sencillo, el dolor que le preparaba la ausencia; de donde aprendieron los hombres a imitar sobre una superficie plana la forma de las cosas.

Esta tradición parece que renace en la que, pasados los siglos, viene a adornar la cuna del arte de imprimir. Un flamenco de Harlem distraía, vagando por soledad campestre, la pena que le causaba la ausencia de su amada. Acertó a pasar junto a unos sauces henchidos de la savia nueva, y ocurriósele arrancar de ellos unas frescas cortezas, donde talló rústicamente frases que le dictaba el amor o en que desahogaba su melancolía. Renovó la distracción en nuevos paseos; hasta que, grabando en una lámina de sauce toda una carta, que destinaba a la dulce ausente, envolvió la lámina en un pergamino, y se retiró con ella; y desenvolviéndola luego, halló reproducida en el pergamino la escritura, merced a la humedad de la savia; y esto fue, según la leyenda, lo que, sabido de Gutenberg, depositó en su espíritu el germen de la invención sublime. ¡Mentira con alma de verdad! El interés de una pasión acicateando la mente para escogitar un ignorado arbitrio; la observación de lo pequeño como punto de partida para el hallazgo de lo grande: ¿no esta ahí toda la filosofía de la invención humana? ¿No es ésa la síntesis, anticipada por candorosa intuición, de cuanto, en los milagros del genio, encuentra el análisis de los psicólogos?...

En el Gilliat de Los Trabajadores del mar personificó la gigantesca imaginación de Víctor Hugo la virtud demiúrgica del amor, que inspira al alma del marinero rudo e ignorante las fuerzas heroicas y las sutiles astucias con que se doma a la naturaleza y se la arrancan sus velados tesoros.

Siendo padre y maestro de cuantas pasiones puedan hallar cabida en el alma, el amor, por instrumento de ellas, sugiere todas las artes que pide la necesidad o el deseo a que da margen cada pasión que nos subyuga: las invenciones de que se vale la ambición de gloria o riqueza; los artificios e industrias con que se auxilia el propósito de parecer mejor; los ardides que calculan los celos; los expedientes a que recurre la simulación; las redes que urde la venganza; y de esta diligencia que imprime el sentimiento apasionado a la facultad inventiva, surge más de una vez el invento que dura, agregado para siempre a los recursos de la habilidad y la destreza humanas, aunque en su origen haya servido a un fin puramente individual.

Por el estímulo a ennoblecerse y mejorarse que el amor inspira, suyo preferentemente es el poder iniciador en las mayores vocaciones de la energía y de la inteligencia. Movida del empeño de levantarse sobre su condición para merecer el alto objeto (siempre es alto en idea) a que mira su encendido anhelo, el alma hasta entonces indolente, o resignada a su humildad, busca dentro de sí el germen que pueda hacerla grande, y lo encuentra y cultiva con voluntad esforzada. Ésta es la historia del pastor judío que, enamorado de la hija de su señor, quiere encumbrarse para alcanzar hasta ella, y llega a ser, entre los doctores del Talmud, Akiba el rabino. No de otro modo, de aquel pobre calderero de Nápoles que se llamó Antonio Solario hizo el amor el artista de vocación improvisa, que, ambicionando igualarse en calidad con la familia del pintor en cuya casa tenía cautivo el pensamiento, pone el dardo doble más allá de su blanco, después de traspasarle, por que logra juntos, el amor y la gloria. Este caso enternecedor se reproduce esencialmente en la vida de otros dos maestros del pincel: Quintín Metzys, el herrero de Amberes, transfigurado, por la ambición de amor, en el grande artista de quien data el sentimiento de la naturaleza y la alegría en los cuadros flamencos; y el español Ribalta, que, a exacta imagen de Solario, busca en la casa de un pintor la vecindad de unos ojos al propio tiempo que la norma de una vocación.

De todo cuanto sobre el Profeta musulmán refieren la historia y la leyenda, nada hay acaso que interese y conmueva con tal calor de realidad humana, como la acción que en los vislumbres de su apostolado se atribuye al amor de su Cadija. Cadija es, por pura ciencia de amor, más que la Egeria del profeta: ella le entona el alma; ella le presta fe cuando aún él no la tiene entera en sí mismo; ella da alas a la inspiración que ha de sublimarle... Pero ¡qué mucho que la pasión correspondida, o iluminada de esperanza, preste divinas energías, si aun del desengaño de amor suele nacer un culto desinteresado y altísimo, que vuelve mejor a quien lo rinde! ¿No es fama que para alentar el pensamiento y la voluntad de Spinoza tuvo su parte de incentivo una infortunada pasión por la hija de Van der Ende, su maestro; la cual, aun negándole correspondencia, le instó a buscar nuevo objeto a sus anhelos en la conquista de la sabiduría; mandato que, por ser de quien era, perseveró quizá, en el espíritu de aquel hombre sin mácula, con autoridad religiosa?

El valor heroico, todavía más que otras vías de la voluntad, se ampara de este dulce arrimo del amor. En uno con la vocación del caballero nace la invocación de la dama; y no hay armas asuntivas donde, ya sea porque excitó la ambición de fortuna, ya porque alentó la de gloria, no estampe el dios que campeaba en el escudo de Alcibíades, la rúbrica de su saeta. Sin que sean menester Cenobias, Pentesileas ni Semíramis, hay un género de heroísmo amazónico contra el que jamás prevalecerán Herakles ni Teseos; y es el que se vale del brazo del varón como de instrumento de la hazaña, y de la voluntad de la amazona como de inspiración y premio a la vez, mientras ella se está, quieta y sublime, en la actitud de la esperanza y la contemplación. Ésta es la eterna heroicidad de Dulcinea, más lidiadora de batallas desde su Olimpo de la imaginación del caballero, que al frente de sus huestes la soberana de Nínive. Quien ha leído en Baltasar Castiglione la más fina y donosa de las teorías del amor humano, no olvidará aquella página donde con tal gracia y calor se representa la sugestión de amor en el ánimo del guerrero, y tan pintorescamente se sostiene que contra un ejército de enamorados que combatiesen asistidos de la presencia de sus damas, no habría fuerzas que valieran, a menos que sobre él viniese otro igualmente aguijoneado y encendido por el estímulo de amor; lo cual abona el deleitoso prosista con el recuerdo de lo que se vio en el cerco de Granada, cuando, a la hora de salir a las escaramuzas con los moros los capitanes de aquella heroica nobleza, las damas de la Reina Católica, formando ilustre y serenísima judicatura, se congregaban a presenciar, desde lo avanzado de los reales cristianos, los lances del combate, y de allí la tácita sanción de sus ojos y las cifras mágicas que pinta un movimiento, un gesto, una sonrisa, exaltaban el entusiasmo de sus caballeros a los más famosos alardes de la gallardía y el valor.




ArribaAbajo- LIV -

Amor y arte.


Pero si toda aptitud y vocación obedece, como a eficacia de conjuro, al estímulo que el amor despierta, ningún don del alma responde con tal solicitud a sus reclamos y se hace tan íntimo con él, como el don del poeta y el artista: el que tiene por norte sentir y realizar lo hermoso. Bajo la materna idea de belleza, amor y poesía se hermanan. Anhelo instintivo de lo bello, e impulso a propagar la vida, mediante el señuelo de lo bello: esto es amor; y de este mismo sentimiento de belleza, cuando le imprime finalidad el deseo de engendrar imaginarías criaturas que gocen tan propia y palpitante vida como las que el amor engendra en el mundo, fluyen las fuentes de la poesía y el arte. Amor es polo y quintaesencia de la sensibilidad, y el artista es la sensibilidad hecha persona. Amor es exaltación que traspasa los límites usuales del imaginar y el sentir, y a esto llamamos inspiración en el poeta. Allí donde haya arte y poesía; allí donde haya libros, cuadros, estatuas, o imágenes de estas cosas en memoria escogida, no será menester afanar por mucho tiempo los ojos o el recuerdo para acertar con la expresión del amor, porque lo mismo en cuanto a las genialidades y reconditeces del sentimiento, que el arte transparenta, que en cuanto a los casos y escenas de la vida que toma para sí y hace plásticos en sus ficciones, ningún manantial tan copioso como el que del seno del amor se difunde.

Quien ama es, en lo íntimo de su imaginación, poeta y artista, aunque carezca del don de plasmar en obra real y sensible ese divino espíritu que lo posee. La operación interior por cuya virtud la mente del artista recoge un objeto de la realidad, y lo acicala, pule y perfecciona, redimiéndole de sus impurezas, para conformarlo a la noción ideal que columbra en el encendimiento de la inspiración, no es fundamentalmente distinta de la que ocupa y abstrae a toda hora el pensamiento del amante, habitador, como el artista, del mundo de los sueños. Por espontánea e inconsciente actividad, que no se da punto de reposo, el alma enamorada transfigura la imagen que reina en el santuario de sus recuerdos; la hace mejor y más hermosa que en la realidad; añádele, por propia cuenta, excelencias y bendiciones, gracias y virtudes; aparta de entre sus rasgos los que en lo real no armonizan con el conjunto bello; y verifica de este modo una obra de selección, que compite con la que genera las criaturas nobles del arte; por lo cual fue doctrina de la antigua sabiduría que el amor que se tiene a un objeto por hermoso, no es sino el reconocimiento de la hermosura que en uno mismo se lleva, de la beldad que está en el alma, de donde trasciende al objeto, que sólo por participación de esta beldad de quien le contempla, llega a ser hermoso, en la medida en que lo es el contemplador. ¿Cabe que gane más el objeto real al pasar por la imaginación del poeta que lo amado al filtrarse en el pensamiento del amante? ¿Hay pincel que con más pertinacia y primor acaricie y retoque una figura; verso o melodía que más delicadamente destilen la esencia espiritual de un objeto, que el pensamiento del amante cuando retoca e idealiza la imagen que lleva esculpida en lo más hondo y preferido de sí?...

A menudo este exquisito arte interior promueve y estimula al otro: aquel que se realiza exteriormente por obras que conocerán y admirarán los hombres; a menudo la vocación del poeta y el artista espera, para revelarse, el momento en que el amor hace su aparición virgínea en el alma, ya de manera potencial, incierto aún en cuanto a la elección que ha de fijarle, pero excitado, en inquietud difusa y soñadora, por la sazón de las fuerzas de la naturaleza; ya traído a luz por objeto determinado y consciente, por la afinidad irresistible y misteriosa que enlaza, en un instante y para siempre, dos almas. Como al descender el Espíritu sobre su frente, se infundió en los humildes pescadores el don de lenguas no aprendidas, de igual manera el espíritu de amor, cuando embarga e inspira al alma adolescente, suele comunicarla el don del idioma divino con que rendir a su dueño las oblaciones del corazón y suscitar, como eco de ellas, los votos y simpatías de otras almas, entre las que propaga la imagen de su culto. Con las visiones y exaltaciones de amor que refieren las páginas de la Vita nuova mézclanse las nacientes de la inspiración del Dante, desde que, tras aquel simbólico sueño que en el tercer parágrafo del libro le cuenta, nace el soneto primogénito:

A ciascun alma presa e gentil core...

Del sortilegio que la belleza de doña Catalina de Ataide produce en el alma de Camoens, data el amanecer de su vocación poética; como el de la de Byron, de la pasión precoz que la apariencia angélica de Margarita Parker enciende en su corazón de niño. Si la indignación, por quien Juvenal llegó a hacer versos, despierta antes el estro vengador de Arquíloco, esta indignación es el rechazo con que un amor negado a la esperanza vuelve su fuerza en el sentido del odio. Aun en el espíritu vulgar, raro será que, presupuesto cierto elemental instinto artístico, la primera vibración de amor que hace gemir las fibras del pecho no busque traducirse en algún efímero impulso a poetizar, que luego quedará desvanecido y ahogado por la prosa de la propia alma y por la que el alma recoge en el tránsito del mundo; pero no sin dejar de sí el testimonio de aquellos pobres versos, inocentes y tímidos, que acaso duran todavía, en un armario de la casa, entre papeles que amortigua el tiempo, como esas flores prensadas entre las hojas de los libros; o si de alma simple y rústica se trata, el testimonio de la canción ingenua, no exenta a veces de misterioso hechizo, que, al compás de una vihuela tañida por no menos cándida afición, lleva el viento de la noche, mezclada con el aroma de los campos... Así como, en lo material del acento, la voz apasionada tiende naturalmente a reforzar su inflexión musical, así en cuanto a la forma de expresión, el alma que un vivo sentimiento caldea, propende por naturaleza a lo poético, a lo plástico y figurativo. ¡Cuántas cartas marchitas e ignoradas merecerían exhumarse del arca de las reliquias de amor, para mostrar cómo del propio espíritu inmune de toda vanidad literaria y nada experto en artes de estilo, arranca la inspiración del amor tesoros de sencilla hermosura y de expresión vibrante y pintoresca, que emulan los aciertos de la aptitud genial!

Amor es revelación de poesía; magisterio que consagra al poeta; visitación por cuyo medio logra instantes de poeta quien no lo es; y en la misma labor de la mente austera y grave, en la empresa del sabio y el filósofo, de él suele proceder la fuerza que completa la unidad armoniosa de la obra del genio, añadiendo a las síntesis hercúleas del saber y a las construcciones del entendimiento reflexivo, el elemento inefable que radica en las intuiciones de la sensibilidad: la parte de misterio, de religión, de poesía, de gracia, de belleza, que en la grande obra faltaba, y que después de un amor, real o soñado, se infunde en ella, para darle nueva vida y espíritu, nuevo sentido y trascendencia: como cuando la memoria de Clotilde de Vaux, obrando, a modo de talismánico prestigio, sobre el alma de Comte, hace transfigurarse el tono de su pensamiento y dilatarse los horizontes de su filosofía con la perspectiva ideal y religiosa, que hasta entonces había estado ausente de ella, y que por comunicación del amor, el antes árido filósofo descubre y domina, llegando casi a la unción del hierofante.





ArribaAbajo- LV -

El hecho provocador. El anch'io. La conversación; la lectura.


La natural espontaneidad de la infancia y la inquietud de la adolescencia aguijoneada por el estímulo de amor, son ocasiones culminantes de que las virtualidades y energías de un alma se transparenten y descubran. Pero, además, frecuentemente el anuncio definido y categórico de la vocación puede referirse-a un momento preciso, a una ocasión determinada: hay un hecho provocador, que da lugar a que la aptitud latente en lo ignorado de la persona, se reconozca a sí misma y tome las riendas de la voluntad. Este hecho ha de clasíficarse casi siempre dentro de los términos de esa gran fuerza de relación, que complementa la obra de la herencia y mantiene la unidad y semejanza entre los hombres: llámesela imitación o simpatía, ejemplo o sugestión.

Corre en proverbio la frase en que prorrumpió, delante de un cuadro de Rafael, sintiéndose exaltado por una aspiración desconocida, el muchacho obscuro que luego fue el Correggio: Anch'io sono pittore: ¡también yo soy pintor!... Tales palabras son cifra de infinita serie de hechos, en que la percepción directa, o el conocimiento por referencia y fama, de una obra semejante a aquéllas de que es capaz la propia aptitud, ha suscitado el primer impulso enérgico y consciente de la vocación. Con el anch'io sono pittore da principio, no sólo la historia del Correggio, sino la de otros muchos artistas del color y la piedra: tal Fra Filipo Lippi, que, viendo pintar, en su convento, al Masaccio, declara eterno amor a la pintura; el escultor Pisano, que adquiere conciencia de su habilidad frente a un antiguo bajorrelieve de Hipólito; y el Verocchio, que, en presencia de los bronces y mármoles de Roma, adonde le ha llamado, como maestro orfebre, Sixto V, cede a la tentación de dejar el cincel del platero por el del estatuario. Ejemplos de lo mismo se reproducen en cualquier otro género de vocación: ya sea éste la música, como cuando el compositor Charpentier, que se proponía estudiar para pintor, oye cantar en una iglesia un motete, y se convierte al arte de Palestrina; o cuando el cantante Garat siente la voz que le llama a la escena, asistiendo a la representación de la Armida de Gluck; ya sea la oratoria, donde cabe citar el clásico ejemplo de Demóstenes, arrebatado en la pasión de la elocuencia desde la arenga oída en el tribunal a Calistrato; ya la creación dramática, que manifiesta, en el viejo Dumas, su virtualidad, por sugestión de un drama de Shakespeare; ya la interpretación teatral, cuya aptitud se revela en Ernesto Rossi después de oír al actor Módena, y en Adriana Lecouvreur por las impresiones de que la rodea, siendo niña, la vecindad en que vive, del teatro; ya la investigación de los cielos, que estimula a Herschell, por primera vez, cuando cae en sus manos un planisferio celeste; ya, en fin, el arte médica, como cuando Ambrosio Paré viendo, en su infancia, realizar una operación de cirugía, reconoce el objeto perdurable de su atención e interés. En la esfera de la vida moral, no es menos eficaz el anch'io. La vocación ascética de Hilarión cuando llega delante del eremita Antonio, manifiesta uno de los más comunes modos como obró en los tiempos de fe, el repentino impulso de la gracia.

No es menester la presencia material del objeto o el acto, para transmitir la excitación del anch'io: basta el conocimiento de ellos. Tal vez es la resonancia del triunfo obtenido por otro en cierta especie de actividad, lo que determina al ánimo indolente o indeciso, a probar en ella sus fuerzas: así cuando Montesquieu subyuga, con el Espíritu de las leyes, la atención de sus contemporáneos, y Helvecio se siente movido a emularle, y busca retiro y soledad para abismarse, también él, en la obra. Tal vez es el milagroso prestigio de una invención o un descubrimiento: como cuando la novedad del pararrayos suscita en el ánimo del futuro físico Charles, el primer estímulo de su aplicación. Pero si la conciencia de la aptitud procede de la percepción de un objeto material, puede este hecho no ser clasificable dentro del anch'io: no es, en ciertos casos, la obra de otro, sino Naturaleza misma, la que pone ante los ojos del sujeto aquello que le causa indisipable y fecunda sugestión. No hay en la naturaleza cosa que no sea capaz de ejercer esa virtud súbitamente evocadora, respecto a alguna facultad de la acción o del conocimiento. La misma sensación que en el común de las gentes pasa sin dejar huella, encuentra acaso un espíritu donde pega en oculto blanco, y queda clavada para siempre, como saeta que produce escozor de acicate. El espectáculo del mar visto por primera vez; un árbol que cautiva la atención, por hermoso o por extraño, son sensaciones que han experimentado muchos sin que nada de nota se siguiese a ellas; pero la primera visión del mar fue, para Cook, y luego para aquella mujer extraordinaria, amazona de empresas pacíficas, que se llamó Ida Pfeiffer, la revelación de su genial instinto de viajeros; y Humboldt nos refiere en el Cosmos cómo de una palma de abanico y un dragonero colosal, que vio, de niño, en el jardín botánico de Berlín, partió el precoz anuncio del anhelo inextinguible que le llevó a conocer tierras remotas.

La conversación, ese común y sencillísimo instrumento de sociabilidad humana, con que los necios ponen en certamen su necedad; con que los frívolos hacen competencia a los ruidos del viento; con que los malvados tientan los ecos del escándalo; la conversación, ocio sin dignidad casi siempre es influencia fecunda en sugestiones, que acaso llegan a fijar el superior sentido de una vida, cuando vale para que entren en contacto dos espíritus. Departían, en la corte de Toledo, Boscán y el embajador Navagero, de Venecia; y como cuadrara hablar de versos, Navagero depositó en el pensamiento de Boscán una idea en que éste halló el objeto para el cual sabemos hoy que vino al mundo: transportar a la lengua de Castilla los metros italianos. Viajaba Buffon, aún sin preferencia definida por algún género de estudio, en compañía del joven duque de Kingston; y de sus conversaciones con el ayo del duque, que profesaba las ciencias naturales, Buffon tomó su orientación definitiva. Dirigíase Cartwright, siendo nada más que muy mediano poeta, a una comarca vecina de la suya; trabó conversación en el camino con unos mercaderes de Manchester; y despertando, a consecuencia de lo que le refirieron, su interés por los adelantos de la mecánica, contrajo a ésta su atención y fue inventor famoso. Estudiaba teología Winslow; era su amigo un estudiante de medicina, con quien a menudo conversaba; resultó, de recíproca sugestión, en sus coloquios, que cada uno de ellos quisiera cambiar por los del otro sus estudios; y llegó día en que Winslow fue el más grande anatomista del siglo XVIII.

Pero ninguna manera de sugestión tiene tal fuerza con que comunicar vocaciones y traer a luz aptitudes ignoradas, como la lectura. Obstáculo a la acción del ejemplo es la distancia que, en el espacio o el tiempo, aleja a unos hombres de los otros; y el libro aparta ese obstáculo, dando a la palabra medio infinitamente más dilatable y duradero que las ondas del aire. Para los espíritus cuya aptitud es la acción, el libro, sumo instrumento de autoridad y simpatía, es, aun con más frecuencia que el ejemplo real y que el modelo viviente, la fuerza que despierta y dirige la voluntad. No siempre es concedido al héroe en potencia, hallar en la realidad y al alcance de sus ojos, el héroe en acción, que le magnetice y levante tras sus vuelos. Pero el libro le ofrece, en legión imperecedera y siempre capaz de ser convocada, mentores que le guíen al descubrimiento de sí mismo. Así, la lectura de la Ilíada dio a Alejandro, para modelarse, el arquetipo de Aquiles; como Juliano se inspiró en la historia de Alejandro, y la novela de Jenofonte inició a Escipión Emiliano en la devoción de Ciro el grande. Merced al libro, Carlos XII pudo tener constantemente ante sí la imagen del hijo de Filipo; y Federico de Prusia, la de Carlos XII. De los Comentarios de César, vino el arranque de la vocación de Folard, y a ellos se debió también que, permaneciendo en el mundo el espíritu del sojuzgador de las Galias, fuese, para Bonaparte y para Condé, consejero y amigo.

En otras de las vocaciones de la voluntad: la del entusiasmo apostólico, encendido en las llamas de una fe o de un grande amor humano; la de la práctica ferviente de una concepción del bien moral, también el libro es de las formas preferidas del llamado interior. Tolle, lege!... ¿No fue un mandato de leer lo que trajo la voz inefable que oyó Agustín en el momento de la gracia? Hilario de Poitiers; Fabio Claudio, que en su nueva vida fue Fulgencio, por inspiración de sus lecturas dejaron a los dioses. Este libro que ahora se pinta en mi imaginación, semiabierto, en forma de arca, sobre el globo del mundo; este libro, vasto como la mar, alto como el firmamento; luminoso a veces, más que el sol; otras sombrío, más que la noche; que tiene del león y del cordero, de la onda amarga y del panal dulcísimo; este libro que empieza antes de que nazca la luz y acaba cuando vuelve el mundo a las sombras eternas, ha sido, durante veinte siglos, fuerza promotora, reveladora, educadora de vocaciones sublimes; honda inmensa de que mil veces se ha valido el brazo que maneja los orbes, para lanzar un alma humana a la cumbre desde donde se ilumina a las demás. Por este libro se infundió en Colón el presentimiento del hallazgo inaudito. En él tomó el viril arranque de la libertad y la razón, Lutero. En él aprendió Lincoln el amor de los esclavos. -¿Recuerdas una página de las Contemplaciones, donde el poeta nos cuenta, cómo en su infancia, jugando, halla en un estante de la casa una Biblia, y la abre, y comienza a leerla, y pasa toda una mañana en la lectura, que le llena de sorpresa y deleite; al modo, dice, que una mano infantil aprisiona un pajarito del campo y se embelesa palpando la suavidad de sus plumas? De una manera semejante a ésta fue como Bossuet niño sintió en los hombros el temblor de sus alas nacientes.

Para la revelación de la aptitud del sabio, del escritor o del poeta, la lectura es el medio por que se manifiesta comúnmente la estimuladora fuerza del anch'io. Si la antigüedad dejó memoria de cómo Tucídides descubrió su genialidad de historiador por la lectura (o la audición, que vale lo mismo), de un pasaje de Herodoto; y Sófocles su alma de poeta, por las epopeyas de Homero; y Epicuro su don de filosofar, por las obras de Demócrito, frecuentísimos son, en lo moderno, los casos como el de La Fontaine, que reconoció su vocación leyendo, a edad ya madura, una oda de Malherbe; como el de Silvio Pellico, que nació para las letras después que gustó el amargo sabor de Los Sepulcros de Fóscolo; como el de Lalande, que quiso saber de los secretos del cielo cuando conoció uno de los escritos de Fontenelle; como el de Reid, que se levantó a la especulación filosófica estimulado por la lectura de las obras de Hume... Y aun entre los que tuvieron casi innata la conciencia de la vocación ¿habrá quien no pueda referir, de modo más o menos preciso, a una ocasión de sus lecturas, el instante en que aquélla se aclaró, orientó y tomó definitiva forma?

Por el poder de sugestión con que una imagen enérgicamente reflejada, imita o aventaja al que ejercería la presencia real del objeto, ha solido suceder que una vocación científica o artística deba su impulso a la lectura de una obra literaria. Nuestra Señora de París, no el edificio, sino la novela, consagró arqueólogo a Didron. Agustín Thierry sintió anunciársele su genio de vidente del pasado, por su lectura de Los Mártires. Caso es éste del gran historiador colorista, que puede citarse como ejemplo significativo de la intensidad con que una lectura alcanza a obrar en las profundidades del alma, donde duermen aptitudes y disposiciones inconscientes, y a despertarlas, con súbita y maravillosa eficacia. Cuando Thierry, siendo aún un niño, lee en el libro de Chateaubriand el canto de guerra de los francos, un estremecimiento, comparable al de quien fuera objeto de una anunciación angélica, pasa por él. Levantándose de su asiento, recorre a largos pasos la habitación, mientras sus labios repiten con fervor heroico el estribillo del canto. Desde este punto, la reanimación pintoresca y dramática de la muerta realidad constituye el sueño de su vida, y los conquistadores normandos se inquietan en el fondo de la tumba, apercibiéndose a una irrupción con que alcanzarán ser inmoral.




ArribaAbajo- LVI -

El anch'io que obra por contraste. «Si tú a la izquierda, yo a la derecha».


El anch'io es, pues, gran provocador de vocaciones; pero no ha de entendérsele de modo que implique siempre imitación estricta de la obra o el autor de quienes viene el ejemplo. El carácter constante en el anch'io es la emulación que excita al ejercicio de una cierta aptitud. Por lo demás, dentro de esa amplia semejanza, frecuentemente ocurre (y tanto más cuando se trate, no ya de descubrir la aptitud, sino de encauzarla y darla dirección definida), que un deseo de contraste respecto de las obras ajenas; un estímulo en el sentido de hacer cosa de algún modo divergente u opuesta a la que ha valido en el triunfo de otros, sean la energía que interviene para fecundar la vocación.

Esta diferencia que se apetece y busca puede referirse, ya al género que se ha de usufructuar, dentro de un mismo arte o general manifestación de la actividad; ya a las ideas que han de tomarse por bandera; ya a las condiciones de estilo cuya perfección se anhela llevar a su más alto grado. Frecuente es el hecho de que la excelsa superioridad alcanzada por un grande espíritu en cierto género de arte o literatura, mueva a otro que lo cultivaba a desistir de él y a igualar esa gloria mediante el cultivo de un distinto género, en el cual se define dichosamente su vocación, la que, a no ser por este benéfico prurito de diferenciarse, no hubiera tal vez pasado de la relativa inferioridad en que quedó dentro de su aplicación primera. Cuando el estrépito triunfal de las comedias de Lope llenó los ámbitos de la escena, Cervantes deja la pluma de Los tratos de Argel y la Numancia, con que soñó fijar rumbos al teatro; y la pluma que en adelante maneja es la de Cide Hamete Benengeli. Este caso no es único. Walter Scott comenzó por las leyendas en verso, a la manera del Marmión y La Dama del lago; pero cuando Byron surgió, y de un vuelo fulgurante tomó la cumbre poética, Walter Scott abandonó el camino por donde marchaba a ocuparla, y buscó conquistar una superioridad semejante en la prosa: resolución que significó, para él, el hallazgo de su vocación definitiva y esencial, y para la literatura, el florecimiento de la novela histórica. Ni es otro el caso de Herculano, el gran historiador y novelista portugués, que abandonó la forma versificada por la prosa, donde debía encontrar su verdadero e indisputado dominio, cuando los ruidosos triunfos de Garret le decepcionaron de obscurecerle en cuanto poeta.

La fisonomía y el carácter de la obra; sus condiciones de ejecución, de estilo, de gusto, se determinan, con igual frecuencia, por un espíritu de contradicción. El recién llegado dice al que vino antes que él, como Abraham a Lot: «Si tú a la izquierda, yo a la derecha». La reacción contra la molicie y languidez de los versos de Metastasio, extrema la severidad y estoicismo del estilo de Alfieri. El deliberado pensamiento de quitar la palma al Caravaggio valiéndose de una manera de pintar que sea la viva oposición de la ruda y fogosa que caracterizó al maestro de Bérgamo, da a Guido Reni la norma definitiva de su arte. Y cuando llega el turno, Leonello Spada, herido en su vanidad de principiante por desdeñosas burlas de Guido, se estimula a sí propio con la idea de humillar un día al burlador, arrebatándole, no sólo la preeminencia de la fama, sino también la boga de los procedimientos. Si Guido triunfa por delicado, correcto y primoroso -se dijo Leonello-, yo triunfaré por violento y atrevido.

Para el arranque innovador de los grandes reformadores, de los grandes iconoclastas, de cuantos abren vías nuevas al sentimiento o la razón, este acicate que consiste en la tentación de negar al dominador para emularlo, obra más de lo que parece; y concurre a explicarse por él la persistencia del ritmo en las fases sucesivas del pensamiento humano.

Hubo, sin duda, convicción sincera, sentido hondo de las oportunidades de su tiempo, sugestión poderosísima del temperamento propio, en la iniciativa revolucionaria de Zola; pero ¿cuánto no auxilió, seguramente, a esos motivos, para extremar el carácter de su reforma y los procedimientos de su arte, la ambición de emular la gloria de los grandes románticos por la eficacia de una originalidad opuesta; de una originalidad con relación a la cual la novela de Jorge Sand y Víctor Hugo fuera como un modelo negativo?

En la vía que el genio escoge para llegar a la gloria que ve lucir, lograda por ya sabidos rumbos, en derredor del nombre de otros, suele reaparecer triunfalmente la paradoja del Descubridor, que se propuso hallar camino para las tierras de donde el sol se levanta, yendo hacia donde el sol se pone.




ArribaAbajo- LVII -

Acertar con el género de la vocación, y no con la especie. Determinación estrechísima de la aptitud; espíritus de un solo tema.


Acertar en el género de la vocación y no en la especie; acertar en cuanto a la categoría general dentro de la que debe desenvolverse la aptitud, pero no en cuanto a la determinación particular de ella y la aplicación concreta que conviene a su índole, es caso frecuente en los comienzos de aquel que tienta su vía personal. El instinto le anuncia una vocación, de modo vago e indeterminado, y la elección reflexiva le induce a error al precisar la sugestión del instinto. Pasa con él como con el ciego que lograra entrar sin guía a su verdadera casa, y se equivocara después pasando la puerta de una habitación que no fuese la suya.

En los espíritus de aptitud literaria es de experiencia común que se empieza casi universalmente por el uso del verso, ensayando de esta manera facultades que luego la mayor parte de los que las llevan a madurez, ha de orientar de otro modo. El ejemplo de Fontenelle, poeta nada más que mediano en el primer período de su desenvolvimiento, después escritor y crítico ilustre, es caso que la observación más limitada corroborará con otros numerosos.

El gran Corneille, antes de fundir en el bronce de su alma de romano la tragedia francesa, pensó fijar su vocación teatral, no en la máscara trágica, sino en la cómica. Seis comedias precedieron a la Medea; y si aquí no cabe hablar, con entera exactitud, de una falsa elección en el primer rumbo, pues volviendo accidentalmente a él, Corneille debía cincelar más tarde la rica joya de El Mentiroso, por lo menos la elección no interpretaba el radical y superior sentido de la aptitud, que prevaleció con plena gloria en las tragedias. Otro caso que encuadra dentro de este orden de hechos, es el de Bellini. El futuro autor de la Norma sintió, desde sus primeros pasos, la voz que le llamaba al arte de la música; pero el camino por donde acudió a esta voz no manifestaba, en un principio, conciencia de su verdadera superioridad. Sólo después de ensayar, con desgraciado éxito, ser intérprete de las obras de los otros, ya como cantante, ya como ejecutante, volvió Bellini su interés a la composición dramática. Por lo que toca al arte del color, fácil sería multiplicar ejemplos como el de Julio Clovio, el gran miniaturista italiano, a quien su don de la exquisita pequeñez no se reveló sino luego de probar fortuna, sin lograrla, en los cuadros de tamaño común; o el del menor de los Van Ostade, pobre pintor de género en la adolescencia; después, original y admirable paisajista.

Ocurre que, para precisar ciertos espíritus la verdadera especie de su vocación, hayan necesidad de restringir extraordinariamente el objeto de ella; y sólo mediante esa determinación estrechísima, encuentran el carácter peculiar de su aptitud. Son éstos los espíritus antípodas de aquellos otros, universales y capaces de todo hacer, que antes saludamos. Así, en pintura, los artistas que han sabido pintar flores y nada más que flores: Van Huysum, Monnoyer, Van Spaendonck; o bien Redouté que, pintando retratos e imágenes sagradas, nunca pasó de una discreta medianía, hasta que la contemplación de unos ramilletes de Van Huysum le excitó a consagrar a las flores su paleta, y ellas son las que embalsaman con perenne aroma su nombre. En el espíritu de Alfredo de Dreux, la vocación de la pintura nació unida a la impresión con que cautivó su fantasía de niño la belleza de los caballos que veía en las paseatas elegantes; y de tal manera se identificaron aptitud e impresión, que el pincel apenas fue en sus manos más que un medio de fijar, de cien modos distintos, aquella imagen obsesora.

En la composición literaria, es nombre de significado semejante el de Heredia, el supersticioso de voto de un idolillo inaplacable: el versificador absolutamente contraído, con los recursos de una acrisolada cultura y una perseverante labor, a señorear la técnica sutil y preciosa del soneto. Análogo carácter puede atribuirse, en la ciencia, a los naturalistas que han limitado el campo de su observación a una única especie, dedicándole todo el fervor y afán de su vida; ya las abejas, como Huber; ya las hormigas, como Meyer; y a los astrónomos que se han circunscrito a un solo cuerpo celeste: como Fresner a la luna.

De igual manera que el curso de la civilización presenta épocas de amplitud armoniosa, en que, equilibrándose las ventajas de las primitivas con las de las refinadas, la estructura natural de los espíritus propende, sin mengua de la eficacia de sus fuerzas, a una universal capacidad: como la Grecia de Pericles, el siglo XIII o el Renacimiento, así hay también, en las sociedades que han llegado a una extrema madurez de cultura, tiempos de menudísima clasificación, de fraccionamiento atomístico, en las funciones de la inteligencia y de la voluntad: tiempos y sociedades en que aun los espíritus mejores parecen reducirse a aquella naturaleza fragmentaria con que encarnan los entes sobrenaturales, según el demonio socrático se los describía a Cyrano de Bergerac: cuerpos condenados a no manifestarse a los hombres sino por intermedio de un sentido único: ya sea éste el oído, como cuando se trata de la voz de los oráculos; ya la vista, como en los espectros; ya el tacto, como en los súcubos; sin poder presentarse nunca en percepción armónica y cabal.




ArribaAbajo- LVIII -

Vocación que se define por eliminaciones sucesivas.


Cuando algún propósito de la voluntad no trae aparejada a su imagen, por instinto o costumbre, la inspiración del movimiento con que ha de ejecutarse, calcula y prueba el ánimo movimientos distintos, para dar lugar a que se manifieste el que corresponde a aquel fin. De este modo, quien no tiene el conocimiento intuitivo e inmediato de su vocación, la busca, en ciertos casos, por experiencias y eliminaciones sucesivas, hasta acertar con ella. Un sentimiento vago de la propia superioridad; un estímulo de ambición enérgica y emprendedora: esto es todo lo que algunas almas destinadas a ser grandes conocen de sí mismas antes de probarse en la práctica del mundo; y por eso hay muy gloriosas existencias que se abren con un período de veleidades y de ensayos, durante el cual experimenta el espíritu los más diversos géneros de actividad, y los abandona uno tras otro; hasta que reconoce el que le es adecuado, y allí se queda de raíz.

El abandono de aquellas vocaciones primeramente tentadas nace, a veces, de repulsión o desengaño respecto de cada una de ellas; porque, una vez conocidos sus secretos y tratadas en intimidad, no satisficieron al espíritu ni colmaron la idea que de ellas se tenía. Otras veces, menos voluntario el abandono, refiérese el desengaño a la propia aptitud: no halló dentro de sí el inconstante fuerzas que correspondiesen a tal género de actividad, o no las conoció y estimuló el juicio de los otros. Ejemplo de lo primero: de decepción relativa a cada actividad considerada en sí misma, y no a la propia disposición para ejercerla, lo da, en la antigüedad, Luciano. El impávido burlador de los dioses recorrió, antes de hallar su verdadero camino, las más varias aplicaciones; y ninguna logró aquietarle. Empezó por soltar de la mano, considerándole instrumento servil, el cincel del escultor. Se acogió a la jurisprudencia, pero pronto le repugnó aquel connaturalizarse con la disputa y con la mala fe. Profesó luego la filosofía, de la manera ambulante que era uso en su tiempo; y ganó este linaje de fama en Grecia, en las Galias y en Macedonia; pero debajo del filosofar de aquella decadencia palpó la vanidad de la sofística. Entonces, de las heces de esta desilusión pertinaz brotó, espontáneo y en su punto, el genio del satírico demoledor, bien preparado para fulminar la realidad que por tantos diferentes aspectos se le presentara abominable y risible: y tal fue la vocación de Luciano. Caso semejante ofrece, con anterioridad, Eurípides, que antes de tener conciencia de estar llamado a ser el continuador de Esquilo y Sófocles, abandonó sucesivamente, durante largo período de pruebas, las coronas del atleta, el pincel del artista, la tribuna del orador y la toga del filósofo. Parecido proceso de eslabonados desengaños precede, al cabo de los siglos, a la orientación definitiva del espíritu de Van Helmont, el grande innovador de los estudios químicos en las postrimerías del Renacimiento; decepcionado del poco fondo de las letras, decepcionado de las quimeras de la magia, decepcionado de las incertidumbres del derecho, decepcionado de las conclusiones de la filosofía, hasta que una inspiración, en que él vio sobrenatural mandato, le lleva a buscar nueva manera de curar los males del cuerpo, y le pone en relación con los elementos de las cosas. La pasión anhelante del bien común, que inflamó, desde sus primeros años, el alma abnegada de Pestalozzi, no tendió desde luego al grande objetivo de la educación, sino después de ensayar distintas formas de actividad, ya en los estudios eclesiásticos, ya en los del foro, ya en el cultivo de la tierra.

Pero estos veleidosos comienzos nacen otras veces, como decíamos, de que la natural disposición no se manifiesta con suficiente eficacia allí donde la vocación provisional la somete a experiencia. Así, no fue desencanto del arte, ni desencanto de la acción, sino imposibilidad de llegar, en el uno y en la otra, adonde fingían sus sueños, lo que redujo a Stendhal a aquella actitud de contemplación displicente, que se expresó por su tardía vocación literaria, después de haber buscado la notoriedad del pintor, la del militar y la del político. Análoga sucesión de tentativas defraudadas y errátiles, manifiesta la procelosa juventud de Rousseau: el vagabundo Ahasverus de todas las artes y todos los oficios: tan pronto grabador como músico; pedagogo como secretario diplomático; y en nada de ello llegado a equilibrio y sazón; hasta que un día, más el acaso que la voluntad, pone una pluma en su mano, la cual la reconoce al asirla, como el corcel de generosa raza a su jinete; y pluma y mano ya no se separan más, porque las ideas que flotan, anhelando expresión, en el espíritu de un siglo, tienen necesidad de que ese vínculo perdure.




ArribaAbajo- LIX -

Vacilaciones que resuelve el azar.


Curioso es ver cómo, puesta el alma en el crucero de dos caminos que la reclaman con igual fuerza o la convidan con igual halago, libra a veces a una respuesta de la fatalidad la solución de la incertidumbre que no ha sido capaz de disipar por determinación voluntaria. Cuando el motivo imperioso no surge de deliberación, se le crea artificialmente mediante un compromiso con el azar. Vocaciones famosas han prevalecido de esta suerte, si no se exagera el valor de rasgos anecdóticos, cuyo fondo de verdad humana tiene a su favor, por otra parte, la incalculable trascendencia de lo que parece más pequeño y más nimio, en la secreta generación de lo grande.

Jacobo Sforza, el fundador de aquella heroica estirpe del Renacimiento, fue, en sus principios, humilde labrador de Romaña. Cuando llegó hasta él el soplo guerrero de su tiempo y hubo de resolver si acudiría a este llamado o continuaría labrando su terrón, fió al azar el desenlace de sus dudas. Sacó un hacha del cinto. Frente a donde estaba, en su heredad, levantábase un grueso árbol. Lanzaría la acerada hoja contra el tronco, y sí después de herirle, se desplomaba el hacha al pie del árbol, Jacobo no modificaría el tenor de su existencia; pero si acaso el arma quedaba presa y aferrada en el tronco, la espada del soldado sería en adelante su hoz. Partió el hacha como un relámpago, y el tronco la recibió en su seno sin soltarla de sí: Jacobo Sforza quedó consagrado para siempre a la guerra. De semejante modo cuenta Goethe que resolvió vacilaciones de su adolescencia entre la poesía y la pintura: tomó un puñal, y arrojándolo al río orillado de sauces, por donde navegaba, no lo vio sumergirse, porque lo velaron las ramas flotantes: lo cual significaba, según de antemano tenía convenido, que no insistiría en el género de vocación que rivalizaba con aquella que le llevó a ser el poeta del Fausto.

Esta apelación a la fatalidad suele encontrarse en la existencia de las almas religiosas, con carácter de providencialismo. San Bernardo fue árbitro de los destinos de la Iglesia, bajo la ruda estameña de sus hábitos, pero desechó, por espíritu de abnegación, dignidades y honores. En Milán, la muchedumbre le ruega con instancia para que entre a ocupar la silla episcopal que le ofrecen. Él se remite a la indicación divina, provocándola en esta forma: si su caballo, abandonado a sí mismo, le conduce a lo interior de la ciudad, aceptará la preeminencia; la rehusará si le lleva rumbo al campo. Pasó esto último. La vida del predicador de las Cruzadas siguió en sus términos de gloriosa humildad.




ArribaAbajo- LX -

Falsa universalidad. La amplitud ha de manifestarse en la contemplación.


La vaguedad e incertidumbre de la vocación, cuando no se despeja por virtud de una circunstancia dichosa, que provoque, como a la luz de un relámpago, la intuición de la aptitud verdadera; ni por ensayos sucesivos, que eliminen, una a una, las falsas vocaciones, hasta llegar al fondo real del espíritu; ni por arranque voluntario, que tome, sin elección inspirada, ni paciente observación de uno mismo, un sentido cualquiera, aunque éste no coincida con superior aptitud; la vocación vaga e incierta, prolongándose, suele traducirse, no en abstención e indolencia, sino en una actividad de objeto indistinto: en una falsa universalidad. Es el vano remedo de aquel caso peregrino de ausencia de vocación determinada, por equivalente grandeza en muchas vocaciones. Es la mediocridad a causa de aplicación somera y difusa; el Panurgo mediano: no el sublime y rarísimo.

Cuando el ánimo novel que busca su camino en el mundo, no halla alrededor de sí una sociedad cumplidamente organizada, en cuanto a la división de las funciones del espíritu, que indique rumbo cierto para cada diferencia de capacidad y estimule a una dedicación concreta y ahíncada, ese género de incertidumbre es caso frecuente. Y aun cuando, por la energía del instinto, la voz interior supla a lo indefinido y vago de las voces exteriores que podrían cooperar con ella; aun cuando el espíritu sea consciente de su peculiar aptitud, aquella vaga difusión de las propias fuerzas, suele ser, en tal ausencia de bien diferenciado organismo social, necesidad o tentación a que el individuo concluye por rendirse.

Eacute;ste es de los obstáculos que estorban, en sociedades nuevas, la formación de una cultura sólida y fecunda. Porque cuando hablo de falsa universalidad, me refiero a la que se manifiesta en la producción, en la acción, en el anch'io; no a la amplitud contemplativa; no a ese fácil y abundoso interés, a esa simpática y solícita atención tendida sobre el conjunto de las cosas, únicos capaces de salvar al fondo humano del alma de las limitaciones de cada oficio y cada hábito; género de amplitud que se predicó junto a la estatua de Ariel, y que es tanto más necesaria para aquel fin de mantener la integridad fundamental de la persona, cuanto más el objeto de la vocación se restrinja y precise. Firme y concreta determinación en la actividad; amplio y vario objetivo en la contemplación: tal podría compendiarse la disciplina de una fuerza de espíritu sabiamente empleada.




ArribaAbajo- LXI -

Elemento volitivo que incluye toda aptitud en acto. La vocación y los males de la voluntad.


Toda aptitud superior incluye en sí, además del natural privilegio de la facultad en que según su especie radique, un elemento de naturaleza volitiva, que la estimula a la acción y la sostiene en ella. Si la endeblez de la facultad específica, o la conjuración adversa de las cosas, dan la razón de muchas vocaciones defraudadas, con no menor frecuencia la pérdida de la aptitud, siendo ésta muy real y verdadera en principio, viene de insuficiente o enferma voluntad.

En ese grupo torvo y pálido, que, a la puerta de la ciudad del pensamiento, como el que puso el Dante, entre sombras aún más tristes que el fuego devorador, en el pórtico de la ciudad de Dite, mira con ansia al umbral que no ha de pasar y con rencor a quien lo pasa: en ese torvo y pálido grupo, se cuentan el perseverante inepto, y el que carece de aptitud y de constancia a la vez; pero está también aquel otro en cuya alma pena, como en crucifixión, la aptitud, clavada de pies y manos por una dolorosísima incapacidad para la obra: enervamiento de la voluntad, cuya conciencia, unida a la de la realidad del don inhibido, produce esa mezcla acre en que rebosan del pecho la humillación y la soberbia. Es la sombría posteridad de Oberman, el abortado de genio.

Otras veces, la inactividad de la aptitud no sucede a una inútil porfía sobre sí mismo, que deje el amargo sabor de la derrota. Se debe a una natural insensibilidad para los halagos de la emulación y la fama, y para el soberano placer de realizar la belleza que se sueña y de precisar la verdad que se columbra; o bien se debe a una graciosa pereza sofística, que, lejos de tener la amargura hostil del fracasado trágico, ni el frío desdén del incurioso displicente, se acoge a la condición de espectadora con una benévola ironía, y extiende un fácil interés sobre las obras de los otros, desde su almohada epicúrea. Se ha dicho que el escéptico no es capaz de reconocer a un héroe, aunque lo vea y lo toque: agréguese, para complemento de observación tan verdadera, que ni aun es capaz de reconocerle cuando lleva al héroe dentro de sí mismo...

Las dotes que por estas causas se pierden, quedan, como las que malogra la inconsciencia de la aptitud, en la ignorancia y la sombra; pero aun en aquellos de cuya aptitud se sabe, porque alguna vez dio razón o indicio de sí, no es infrecuente caso el de la idea aherrojada dentro de la mente por falta de fuerza ejecutiva. El pintor Fromentin, midiendo la desproporción entre sus sueños de arte y la realidad de su obra, prorrumpía a menudo en esta exclamación, poseída de tremenda verdad para quien esté interiorizado en los misterios de la invención artística: «¡Si yo me atreviera! ¡Si yo me atreviera!...». Otras palabras significativas, aunque en diverso sentido, para caracterizar las enervaciones de la voluntad en la jurisdicción del arte, son las que se atribuyen a Fogelberg, escultor. Ante el tema que se le proponía, si lo consideraba bueno, argumentaba, a fin de cohonestar su abstención: «Los griegos ya lo han hecho...»; si lo consideraba arriesgado: «Los griegos no lo habrían hecho...». ¿Cuánta no fue la influencia que el dilettantismo indolente de Alfonso Karr ejerció en el espíritu de Gatayes, para convertirle de grande artista probable en mediano crítico real?... Cumplida personificación del estudioso insensible a los estímulos del renombre y a la necesidad de producir, es aquel singularísimo Magliabecci, que, en la Florencia del Renacimiento, acumuló, recluido en su taller de platero, una de las más oceánicas erudiciones de que haya noticia, sin que lo sospechara nadie, hasta que el secretario de Cosme de Medicis descubrió por casualidad aquel mar ignorado. Amiel, que, viviendo en un ensimismamiento de bonzo, nada de vuelo produjo para la publicidad, define en una página de sus Memorias la radical ineptitud en que se consideraba para la producción, su incapacidad para elegir entre la muchedumbre de las formas posibles con que se representaba la expresión de cada pensamiento; pero, por fortuna, en esas mismas póstumas Memorias dejó, sin proponérselo, la más alta demostración de la existencia de la aptitud superior que, por vicios de la voluntad, no llegó a manifestar activamente en el transcurso de su vida.




ArribaAbajo- LXII -

Vocación truncada por deficiente voluntad. El amaneramiento. Ejemplos de modificación progresiva de la obra. El reposo del mediodía.


A la falta de voluntad que ahoga la aptitud en germen y potencia, ha de unirse la que, después de manifiesta la aptitud y ya en la vía de su desenvolvimiento, la deja abandonada y trunca; sea por no hallar nuevas fuerzas con que apartar obstáculos, cuando se acaban las que suscitó el fervor de la iniciación; sea por contentarse el deseo con un triunfo mediano y dar por terminado en él su camino, habiendo modo de aspirar a un triunfo eminente.

Y estas formas de la flaqueza de voluntad no se traducen sólo por la abstención, por la renuncia a la obra, en plena fuerza de espíritu; ni sólo por la decadencia visible de la obra, como cuando la producción negligente y desmañada de autor ya glorioso, se satisface con vivir del reflejo del nombre adquirido. A menudo, una producción que en cuanto a la calidad no adelanta, es ya signo, no de que el autor haya llegado a la completa realización de su personalidad, sino de que ha pasado, en él, la excitación del arranque voluntario, la fuerza viva y eficaz del estímulo. Opta quizá, en este caso, por una abundancia que acrecienta la producción, sin añadirle más intensidad, más carácter, más nervio; y es entonces como el Ahasverus de la leyenda, a quien estaba vedado gastar más de cinco monedas de una vez, pero que inagotablemente encontraba en su bolsillo la misma escasa suma.

El amaneramiento, que hace resumirse el espíritu del artista dentro de sí propio, es, frecuentemente también, una limitación de la voluntad, más que un vicio de la inteligencia. Viene cuando se enerva o entorpece en el alma la facultad de movimiento con que salir a renovar sus vistas del mundo y a explorar en campo enemigo. Artista que se amanera es Narciso encantado en la contemplación de su imagen. La onda que lo lisonjea y paraliza, al cabo lo devora. La plena energía de la voluntad envuelve siempre cierta tendencia natural de evolución, con que la obra se modifica al par que crece. Excelso y soberano ejemplo de esta perpetua modificación de la obra, manifestándose de la manera fácil, graduada y continua, que antes hemos comparado con el desenvolvimiento de una graciosa curva, es el arte de Rafael. Desde sus primeros cuadros hasta el último; desde las obras modeladas en el estilo paterno hasta las inmortales creaciones del período romano, cada lienzo es una cualidad de su genio que se desemboza: es una nueva enseñanza adquirida; una nueva y distinta contemplación, provechosamente libada; un nuevo tesoro descubierto ya sea por sugestión del Perugino, de Masaccio, o de Leonardo; pero todo esto se sucede tan a boga lenta, y se eslabona de tan discreto y delicado modo, subordinándose a la unidad y la constancia de una firme y poderosa personalidad, que apenas hay, de uno a otro cuadro, transición aparente, para quien recorra paso a paso la estupenda galería, que cruza en diagonal la más grande época del arte; aunque sí la hay, y se mide por distancia inmensa, para quien, sin interposición de tiempo, pase de ver el Desposorio de la Virgen a admirar la Escuela de Atenas, o de admirar la Escuela de Atenas a extasiarse con la culminante y portentosa Transfiguración.

Este linaje de progreso, igual y sostenido, que, cuando se trata de grandeza tal, produce la impresión de serenidad y de indefectible exactitud, de un movimiento celeste, es más frecuente acompañamiento o atributo de condiciones menos altas que el genio. A semejante pauta obedeció el entendimiento crítico de Villemain, llevado, como por declive suave y moroso, a seguir el impulso de las ideas que llegaban con el nuevo tiempo, sin conceder sensiblemente en nada, pero quedando, al fin, a considerable espacio del punto de partida; a manera de esas aldeas asentadas sobre tierras movedizas y pendientes: que, fundadas cerca de la altura, un día amanecen en el valle.

Pero esta disposición a cambiar y dilatarse, en pensamiento o estilo, se desenvuelve, por lo general, menos continua e insensiblemente: por tránsitos que permiten fijar con precisión el punto en que cada tendencia da principio y se separa de la que la precedió, como líneas que forman ángulo. Así en Murillo, cuya obra inmensa se reparte en las tres maneras, tan desemejantes, tan netamente caracterizadas, que dominan, la primera, en los cuadros hechos, durante la juventud, para las ferias de Cádiz; la segunda, en los que pintó viniendo de estudiar las colecciones del Escorial; y la tercera, en las maravillas del tiempo de La Concepción y el San Antonio. Análoga diversidad ofrece la obra de compositores como Gluck, persuadido, por la plena posesión de sus fuerzas, a pasar de la molicie y vaguedad de sus primeras óperas al nervio dramático con que expresó la abnegación de Alcestes y las melancolías de Ifigenia; y aún la ofrece mayor ese proteico e inaplacable espíritu de Verdi, transportándose, con facilidad de taumaturgo, del estilo de Hernani al del Trovador o Rigoletto; del de Rigoletto al de Don Carlos; y que, no contento con imprimir, en Aida, sesgo original e inesperado al último vuelo de su madurez, singulariza los destellos de su robusta ancianidad con la nueva y sorprendente transformación de Otelo y Falstaff.

De naturaleza literaria progresiva y flexible podría ser imagen Jorge Sand, la Tisbe dotada del don de rejuvenecer cuanto tocaba con su aliento, y tan rejuvenecedora de sí misma, en cuanto a estilo y formas de arte, como para mover su espíritu de las febricitantes pasiones y la insólita complejidad del alma de Lelia, y el grito de rebelión de Indiana y Valentina, al candor idílico de La Mare au diable y La petite Fadette. Sainte Beuve figuraría, con justo título, a su lado. El imponente rimero de sus cien volúmenes contiene en sus abismos no menos de cinco almas de escritor, sucediéndose y destronándose en el tiempo, al modo como, en el campo donde Troya fue, halló la excavación de los arqueólogos los rastros de cinco ciudades sobrepuestas, levantadas la una sobre las ruinas de la otra.

Constituyen superioridad estos cambios cuando radican, y se reducen a unidad, en un fondo personal consistente y dueño de sí mismo: no si sólo manifiestan una fácil e indefinida adaptación, por ausencia de sello propio y de elección característica. Ha de modificarse la obra de modo que en nada menoscabe la entereza de la personalidad, sino que muestre a la personalidad como reencarnándose, merced a esa aptitud de atender y de adquirir, jamás colmada ni desfallecida, que, lo mismo en el artista que en el sabio, es el don más precioso: el don que se exhala en esencia de aquellas últimas palabras de Gay Lussac, las más altas y nobles con que se haya expresado un motivo para la tristeza de morir. -«¡Qué lástima de irse! Esto empezaba a ser interesante...» -dijo el sabio, aludiendo a lo que se adelantaba en el mundo, y a poco de decirlo, expiré.

Cuando el autor que ha acaudillado y personificado cierta tendencia de pensamiento o de arte, ganando, bajo sus banderas, la gloria, asiste desde su ocaso al amanecer de las ideas por que se anuncia el porvenir, ocurre ordinariamente que las mira con recelo y desvío, y se encastilla, con más decisión que nunca, en los términos de su manera o de su doctrina, llevándolas a sus extremos, como si, mediante esta falsa fuerza, pudiera resguardarlas. Pero suele suceder también que, sea por consciente y generosa capacidad de simpatía; sea, con más frecuencia, por el temor de perder los halagos de la fama; sea, más comúnmente aún, por absorción, involuntaria e insensible, de lo que flota en los aires, el maestro cuyo astro declina, ponga la frente de modo que alcance a iluminarla el resplandor de la nueva aurora. Interesante sería detenerse a puntualizar una influencia de esta especie en las obras de la vejez de Víctor Hugo (cuya producción oceánica es, por otra parte, desde sus comienzos, estupendo despliegue de cien fuerzas que irradian en otros tantos diferentes sentidos de inspiración y de arte); mostrando, por ejemplo, cómo la sensación ruda y violenta de la realidad, a que convergían, al declinar el pasado siglo, las nuevas corrientes literarias, domina en la entonación de las Canciones de las calles y los bosques, y cómo cierto dejo de acritud pesimista atenúa el férvido idealismo del poeta de las visiones humanitarias, en los finales poemas de El Papa y El Asno.

La voluntad constante del artista no implica necesidad de producción ininterrumpida e insaciable. Para la renovación, y el progresivo desenvolvimiento de la obra, son a menudo, más eficaces que una actividad sin tregua, esos intervalos de silencio y contemplación, en que el artista recoge las fuerzas interiores, preparando, para cuando rasgue la crisálida en que se retrae, una transfiguración de su espíritu, que se manifestará por la obra nueva. No es éste el melancólico reposo del crepúsculo, precursor de la sombra y tristeza de la noche; es el olímpico reposo del mediodía: el enmudecimiento y quietud de los campos subyugados por la fuerza del sol, en que la antigüedad vio el sueño plácido y la respiración profunda de Pan, a cuya imitación el aire mismo sosegaba su aliento y se interrumpía el afán del trabajador rendido a la fatiga por la labor de la mañana.




ArribaAbajo- LXIII -

Exceso de amor que paraliza la aptitud.


El amor religioso por un arte o una ciencia puede originar en los que le llevan infundido en las entrañas, extremos de veneración supersticiosa, que reprimen el impulso de la voluntad, mediante el cual aquel amor se haría activo y fecundo; y de este modo, militan, paradójicamente, entre las causas que concurren al malogro de la vocación.

Paralizada el alma entre la sublimidad de la idea, que ha formado del objeto de su culto, y su desconfianza de sí misma, reprime con tembloroso miedo la tentación de tocar el material con que se realiza la obra. Yo tengo para mí que los más fieles devotos, los más finos y desinteresados amantes con que cuenta la Belleza en el mundo, habían de encontrarse buscándoles dentro de esta legión ignorada y tímida: la de aquellos que llevan en lo hondo del alma, desde el albor de su razón hasta el ocaso de su vida, la predilección ternísima por un arte, que adoran en las obras de otros, sin que acaso hayan osado nunca, ni aun en la intimidad y el secreto, descorrer el velo que oculta los misterios de la iniciación, por más que las voces interiores fiaran, más de una vez, a su alma, que allí estaba su complemento y su vía.

¿Quién sabe qué escogida voluptuosidad, qué voluptuosidad de misticismo, se guarece a la sombra de éste como pudor inmaculado y lleno de amor? ¿Quién sabe qué inefables dulzuras y delicadezas de su aroma, guarda, sólo para esas almas, la flor de idealidad y belleza, nunca empañada en ellas por la codicia de la fama ni el recelo de la gloria ajena?...

Otras veces, el supersticioso respeto que nace de exceso de amor, conduce, no a la abstención de la obra, pero sí al anhelo de alcanzar en ella una perfección sublime, anhelo que detiene en el alma el franco arranque de la energía creadora, y quizá trunca, por la imposibilidad de satisfacer su desesperado objeto, el camino de la vocación.

Todos aquellos artistas que, como Calímaco, en la antigüedad; como el Tasso, como Flaubert, han perseguido, con delirante angustia, la perfección que concebían, se han hallado sin duda, alguna vez, al borde del mortal y definitivo desaliento. ¡Cuántas heroicas reacciones de la voluntad; qué taumaturgia evocadora del Lázaro cien veces muerto de desesperanza y de cansancio, no han de ser precisas para volver, otras tantas, del desmayo a que habrá innumerables que sucumban! ¿No es en la fiebre de la perfección inasequible donde está la clave de la insensatez de aquel viejo escultor Apolodoro, de quien la fama cuenta que, acabado cada uno de sus mármoles, no demoraba un punto en destrozarlo a golpes de martillo; y no es ella también la que explica cómo en la divina «obra» de Leonardo quedaron para siempre inconclusas y abandonadas de la mano paterna, cosas que él soñó más bellas que como hubiese podido realizarlas con el espacio y las fuerzas de una vida?...




ArribaAbajo- LXIV -

El sueño de perfección y la voluntad ejecutiva. Dos linajes de artistas. Luca, fa presto!


... Y sin embargo ¡ay de aquel que no lleva inoculado en las venas un poco de este veneno estupefaciente!... En porción parca, él no inhibe ni hechiza, sino que presta divino ritmo y perseverancia a las energías indómitas. Imaginar lo perfecto, y esforzarse hasta la heroicidad por alcanzar un rayo de su lumbre, pero no lisonjear este amor contemplativo con la esperanza de la posesión, porque es amor de estrella que está en el cielo; alimentar el sueño de perfección, limitándolo por la experiencia y el sentido de las propias fuerzas, para saber el punto en que la tensión a que las sometemos ha agotado su virtualidad y después del cual toda porfía será vana; y llegado este momento, acallar a los demonios burladores y malignos que, en gárrula bandada, nos bullen dentro de la imaginación, mofándose de lo que hemos hecho y excitándonos a romperlo o abandonarlo; quemar en tal instante las naves de la voluntad ejecutiva, y obligarse a terminar la obra y a confesarla por propia ante nuestra conciencia y ante los demás, como se confiesa y reconoce al hijo, sin mirar lo que él valga: éste es el modo como el sueño de perfección puede conciliarse con la actividad resuelta y fecunda.

Pero sin ese místico sueño no se llegará jamás a la obra perenne. Si él impidió salir de la crisálida muchos pensamientos de Leonardo, en los que encarnaron en la forma ¡cómo la perfección soñada deja su sello y corona la formidable lid del genio trenzado con el material indómito! ¿Y qué perfección era la que él concebía que, haciendo Vasari la historia del retrato de Gioconda, escribe estas palabras, capaces de helar la sangre en las venas de quien las recuerde frente al cuadro, abismándose en aquel hondor, que no acaba, de ejecución porfiadísima: «E quattro anni penatovi lo lasció imperfetto»?...

Toda la perseverancia y fervor de la más devota existencia de artista, puede consumirse en dos o tres obras, tanto como en muchas; y aun cabe que no sobre el tiempo. El Nulla dies sine linea puede referirse a la línea que se retoca o sustituye, no menos que a la enteramente nueva. Junto al noble linaje de artistas, nunca muy grande en número, para quien la perfección es la dulce enemiga, aparecen aquellos otros fáciles, inexhaustos y torrentosos; los que, indistintamente y a manos llenas, derraman, con la derecha, belleza; con la izquierda, trivialidad; acumulando, entre ambos materiales, tan desigual y vasta obra como la del Tintoreto en pintura; en música la de Donizetti, o la de Lope de Vega en poesía; pero no siempre la mayor realización de fuerza está del lado de quienes más producen, y más considerable suma de energía consagrada al arte representa, sin duda, la vida de un Flaubert, recluido en su encierro y soledad de monje artífice, para dejar por fruto de su esfuerzo titánico unas pocas novelas, que la vida de un Lope, franqueada a todos los vientos de la acción y el placer, y arrojando al mundo, por los resquicios que acertaba a abrir entre unos amores y unas cuchilladas, tal cantidad de invención que, entre veinte autores que se la repartiese, aun pasarían por pródigos.

En medios inhospitalarios y prematuros para el arte, todo género de perseverancia de la voluntad artística es costosa: lo es la que se manifiesta por una producción sin eclipses ni desfallecimientos: lo es más aún, y toma visos de heroísmo, la que persigue un sueño de perfección. Pero sólo lo heroico tiene virtud de rehacer la realidad que lo rodea y adaptarla a sí mismo; lo heroico es cosa necesaria; lo heroico es augusto deber en quien aspira a lauros que son para héroes. Si el arte ha de venir algún día aquí donde suspiramos por él, no será únicamente mediante el general desenvolvimiento de la civilización y la madurez del alma colectiva: no será sin la obra anticipada, y exenta de vulgar recompensa, de algunas almas heroicas.

Hubo un pintor famoso que se llamó, de verdadero nombre, Giordano, pero a quien suele conocerse más por Luca fa presto. Encerrado, de muchacho, en el taller, por su padre, que necesitaba trocar el arte del hijo en pan de la casa, el pobre Giordano había de pintar de prisa; y apenas, cediendo él a su divino instinto, una figura o un rasgo le enamoraban, moviéndole a esmero y primor, la voz del padre acudía para espolear la mano melindrosa. Luca, fa presto! le decía; y los que, pasando cerca del taller, oían a toda hora la consigna implacable, pusieron de nombre al apremiado pintor ese Luca fa presto que aún lo señala en la posteridad. Tierras hay donde el padre de Giordano es un ente representativo, una personificación, un héroe epónimo; es esa concertada voluntad de las cosas que llamamos ambiente. Necesidad de volver pronto a la realidad del combate o del trabajo, puesto que, en tales tierras, el producir de arte aún no es oficio, sino ocio y ensueño; subordinación, otras veces, de la pluma que persigue accidentalmente belleza, a las febriles instancias de la pasión; falta de escuela, de método y disciplina; incomprensión de una cultura apenas desbastada, para lo exquisito y perfecto; indolente lenidad de la crítica; alternativas de inacción y arrebato, que, en la labor del pensamiento como en cualquier otro género de actividad, manifiestan la manera y el ritmo de un carácter de raza; absurdo crédito del repentismo: todas son influencias que fluyen de las condiciones de un estado social, y se suman en una gran voz, que clama en el espíritu de aquel que tiene en la mano un instrumento con que realizar arte o poesía: Luca, fa presto!





ArribaAbajo- LXV -

La colaboración. Casos que la justifican. La amistad en arte y ciencia.


La cooperación, el estudio en común, la disciplina de una liberal autoridad, los estímulos y simpatías de un cenáculo, las confidencias que reparten entre todos la cosecha de observación de cada cual, concurren a guiar la vocación que busca su rumbo. Pero rara vez una asociación de esfuerzos que vaya más allá de lo que es de la competencia del método y la escuela, y que intente participar en la generación misma de la obra, será un medio adecuado de dirigir y orientar la aptitud insegura.

Hay, sin embargo, organizaciones personales vinculadas por tan hondas correspondencias, puestas como al unísono por afinidades tan íntimas, que no sólo pueden compartir entre sí la misteriosa acción creadora, sin sacrificio de ese quid ineffabile de la personalidad, de donde vienen el empuje y el soplo con que se engendra una obra viva, sino que esta acción conjunta es acaso para ellas condición necesaria de todo esfuerzo eficaz. La vocación es entonces como un solo llamado que oyen simultáneamente dos almas y cuyo fin y propósito sólo puede ser desempeñado entre las dos.

Explícanse así los casos de indisoluble sociedad literaria o artística, que reúnen dos nombres, dos personas, en una sola fama, en una única personalidad, para la historia del arte y la literatura; verdadera harmonia preestabilita; fraternidad comparable a la de los nombres inmortalmente enlazados por la tradición en las leyendas del compañerismo heroico: Hércules y Yolaos, Patroclo y Aquiles, Teseo y Piritoo, Pílades y Orestes, Diomedes y Estenelos.

Con frecuencia la hermandad espiritual de los colaboradores se funda en real y positiva hermandad: los hermanos para la labor lo son también por la sangre; y el vínculo de la naturaleza, que da la razón del afecto sin sombras necesario para compartir un bien tan picado de egoísmo y recelo como la gloria del artista, se manifiesta a la vez en la correspondencia de espíritu que vuelve fácil y espontánea la comunidad de la obra. Los hermanos Both, en la pintura flamenca del siglo XVII; los hermanos Estrada, en la pintura española del mismo siglo; los hermanos Bach: Juan Ambrosio y Juan Cristóbal (éstos, si no en el hecho estricto de la colaboración, por el amor entrañable y la extraordinaria semejanza, que comprendía desde el casi absoluto parecido físico hasta la identidad del estilo musical); Pablo y Víctor Margueritte, en las letras francesas contemporáneas: participan de la notoriedad como de una herencia indivisa. Pero ¿quién no sentirá ya aletear en su memoria los nombres más gloriosos y característicos en que pueda cifrarse este interesante hecho psicológico: Edmundo y Julio de Goncourt, los Menechmos de la pluma, enlazados por una cándida, ternísima fraternidad, de niños que jugasen juntos, bajo el techo paterno, al divino juego del arte?... Otras veces, los hermanos artistas lo son solamente de elección: así Polidoro de Caravaggio y Maturino de Florencia, que, en tiempo de Rafael, partieron la honra y el provecho de comunes cuadros; o para citar ejemplos que todo el mundo reconozca: Erckmann y Chatrian; Meilhac y Halevy.

Puede acontecer que las facultades de ambos colaboradores sean idénticas en calidad, sin que ninguno de ellos tenga condición que al otro falte: la eficacia de la colaboración se explica entonces por la mayor concurrencia de fuerzas homogéneas, en el acto de producir; por la mayor suma e intensidad de energía aplicada a la obra. Tal fue el caso de los Goncourt, que, escribiendo separadamente una página sobre el mismo asunto, apenas advertían más que accidentales diferencias cuando comparaban ambas versiones, de modo que, rectificándolas la una por la otra, obtenían la expresión más exacta, enérgica y bruñida, de una única idea. Muerto Julio, Edmundo persistió en la producción, y sus escritos unipersonales no se distinguen, por ninguna excelencia ni defecto esencial, de los que compuso en compañía del primero. Son los libros de los Goncourt como la realización literaria de aquella estatua de Apolo, de que dejaron memoria los antiguos, obra de dos amigos escultores: Telecles y Teodoro, que, después de convenir las proporciones de la estatua, se separaron: uno para Samos, otro para Efeso, a hacer el uno la mitad superior, y la inferior el otro; y terminadas, ajustaron y armonizaron a tal punto que un sólo artífice no las haría más semejantes y concordes.

Pero puede consistir también la virtud de la colaboración en que, dentro de la fundamental unidad sin la cual sería imposible la participación en el trabajo, haya entre los dos espíritus que se asocian cierta oportuna y dichosa variedad de aptitudes, poniendo cada uno de los colaboradores aquello de que el otro no es capaz, y concertándose así, para la armonía y perfección de la obra común, fuerzas que, separadas, darían sólo una criatura irregular o incompleta. De esta manera fueron pintados los cuadros de los Both. Juan poseía la inteligencia del paisaje; Andrés, la de la forma humana; y mientras el uno contribuía con el fondo del cuadro, el otro trazaba las figuras.

Interesante es ver cómo la fuerza instintiva y fatal que aproxima para la labor a dos espíritus que se reconocen complementarios, puede alternar, en ocasiones, con la enemistad, y aun con la envidia, que los aparta y encona mientras dan tregua al trabajo, y los deja que se unan otra vez, para la ejecución de la obra que ha de moverlos a nuevos celos y disputas. Así me represento yo a Agustín y Aníbal Carracci, sobre el fondo, mitad primitivo, mitad refinado, de aquella vida pintoresca y dramática que hacían los artistas en la Italia del siglo XVI; así los pinto en la imaginación: peleados siempre; peleados desde las faldas de la madre, como Jacob y Esaú desde el vientre de Rebecca; ardiendo en sordos rencores y en bajas envidias; y sin embargo de esto, buscándose después de cada enojo, por necesidad irresistible, ya para pedirse inspiración o juicio, ya para aplicar sus pinceles a una obra común, como las famosas pinturas de la galería de Farnesio.

Si la colaboración constante es hecho relativamente extraordinario, la amistad radicada en el campo del arte o de la ciencia, y manifestándose en esa comensalía intelectual de dos espíritus que, sin llegar a la colaboración, por lo menos como procedimiento habitual y persistente, cambian entre sí influencias, estímulos y sugestiones, de manera fecunda para ellos y para la disciplina que cultivan, se reproduce en todo tiempo y lugar. Esta amistad predestinada suscita en uno de ambos amigos, por la estimuladora virtud del ejemplo, el primer impulso de la vocación; o bien, reforma y equilibra, ya por recíproco, ya por solo unilateral influjo, la índole de la producción de ambos o de uno de ellos; o bien, finalmente, los enlaza en una misma acción y un único propósito, a que cada uno contribuye con obras personales, y quizá disímiles de las del otro por sus caracteres, pero que convergen y se aúnan con ellas en el blanco de su puntería. Así, reveladora de su vocación fue para Wordsworth la amistad de Coleridge; y centro de inspiración y fuente de doctrina, fue para el mismo Coleridge la amistad de Southey, como para Fóscolo la de Alfieri. Una amistad gloriosa, en el fin con que confederó las fuerzas autónomas de ambos amigos, es la que unió a Boscán y Garcilaso, y dio por fruto la forma típica y capaz del Renacimiento literario español.

La investigación científica ofrece terreno tan propicio como el arte a esta sugestión de la amistad. Geoffroy de Saint-Hilaire descubre el genio de Cuvier, y desde ese punto sus esfuerzos marchan por cierto tiempo unidos, y aun llegan a confundirse en la colaboración de algunas memorias, para apartarse luego, cediendo a la originalidad de cada uno, y rematar en la polémica célebre que constituye uno de los más memorables episodios de la historia de las ideas durante el pasado siglo.

Tanto más eficaces y fructuosos suelen ser estos vínculos espirituales cuanto más desemejanza hay entre las aptitudes y afecciones de los unidos por ellos, siempre que tales diferencias puedan reducirse a una concordia y unidad superior en el definitivo objeto a que trascienda la actividad de uno y otro. Goethe lo expresó, refiriéndose a su amistad con Schiller, cuando dijo que la eficacia de su unión consistía en que siendo ambos de muy contraria naturaleza, tendían a un fin único. Y esta famosa amistad de Schiller y Goethe, es, en verdad, como ninguna, patente ejemplo de ello. Dotados, por su natural organización, de las facultades e inclinaciones más distintas, dentro de la identidad de un mismo arte y de una misma excelsa aspiración de cultura y de raza; apasionado el uno, olímpico el otro; idealista el imaginador del Don Carlos, realista el del Wilhelm Meister; demócrata el glorificador de la Revolución, aristocrático el consejero de Carlos Augusto; kantiano el autor de las Cartas Estéticas, panteísta el lector de Spinoza, empiezan por mirarse con recelo y desvío; y cuando, venciendo estas resistencias, se aproximan a fin de conocerse mejor, la amistad que llega a vincularlos es para cada uno de ellos la más adecuada y fecunda iniciación en que hubiera podido retemplar su pensamiento y su carácter; y cada uno es a la vez maestro y discípulo; y entre ambos edifican para la posteridad el arca de esta alianza, en sus campañas de Las Horas y en la colaboración de Los Xenios; hasta que, muerto Schiller, su memoria sigue velando, como un numen, sobre Goethe, que la consagra en sublime canto de alabanza y la relaciona con todo cuanto luego piensa y produce.

Otro alto ejemplo de espíritus antagónicos y complementarios, dichosamente unidos para una grande obra ideal, es el de Lutero y Melanchthon. La fuerza vehemente y arrebatada de Lutero necesitaba tener junto a sí la virtud simpática, la gracia persuasiva, la reflexión moderadora, que a él no le fueron concedidas. Halló a Melanchthon; y esos dos espíritus se unieron por un lazo tan indestructible como los que anuda la atracción de los orbes. Fueron como las dos alas de un arcángel. Fueron, mejor, como las dos ruedas de un molino: la voladora en perpetua exhalación, y la solera quieta y segura, que era menester juntar para moler el grano con que se amasaría el nuevo pan de las almas.




ArribaAbajo- LXVI -

Paso de una vocación a otra. De la acción a la contemplación; los grandes historiadores. De la contemplación a la acción.


Interesante objeto de estudio sería el del paso de una vocación a otra: hecho para el que no son obstáculo forzoso, ni la aptitud probada en la primera, ni la honra y el provecho en ella alcanzados, ni el imperio con que un cierto genero de actividad tiende a fijar asociaciones y costumbres, cuando se le ha ejercido largo tiempo. Y no falta ocasión en que este trueque de actividades viene como por desenvolvimiento natural, y en que la nueva vocación parece que nace de las entrañas de la otra, o que maneja y beneficia riquezas que ésta ha acumulado.

El tránsito de Marta a María, de la vida de acción a la de contemplación, es cambio frecuente en el declinar de la existencia que empezó consagrada a las artes de la voluntad; aun dejando de lado los casos de interrupción frustránea o prematura de la aptitud primera, a que ya me referí cuando hablé del niño que jugaba con la copa de cristal. En mucha parte de los espíritus dotados a la vez del ánimo heroico, o el don de gobierno, y de la virtud de la expresión literaria, esta virtud se manifiesta y pone en obra, no simultáneamente con aquellos dones, sino después que ellos han completado la órbita de su actividad. Tal sucesión de aptitudes vese, particularmente, en la vida de los grandes historiadores. El historiador insigne suele ser un hombre de acción que, doblando la cúspide de la existencia, se consagra a acuñar su ciencia del mundo en el troquel de una superioridad literaria que sólo entonces descubre, o sólo entonces cultiva como ella merece. Fácil sería indicar ejemplos de ello en los historiadores clásicos: ya Tucídides, que no da vado a su vocación de narrador sino cuando la pérdida de Anfípolis señala el término de su vida pública; ya Tácito, que toma el punzón y las tablillas de Clío después de quitarse de los hombros la toga consular, bajo el despotismo de Domiciano; ya Polibio, que emplea en escribir su Historia la proscripción a que le reduce Paulo Emilio. Tras la ruina de la cultura intelectual, la narración histórica renace, en Occidente, en brazos de la experiencia política. Cuando los godos de Vitiges caen vencidos por las armas de Belisario, Casiodoro, que, como hombre de gobierno, no ha logrado evitar la ruina de aquel imperio efímero, se retira al convento de Viviers, y entre otras labores de su pensamiento, acomete la de narrar los hechos de los reyes de quienes ha sido, durante medio siglo, inspirador. Veteranos de la acción política y guerrera, fueron muchos de los cronistas que preceden a la reencarnación de la grande historia clásica. Joinville había acrecentado con la recompensa de sus hazañas, como conmilitón de San Luis, las tierras patrimoniales donde, en el reposo de sus últimos días, se contrajo a referir sus recuerdos, con el épico y delicioso candor de su crónica... Cuando don Juan II de Castilla aparta de su confianza a aquel hidalgo de la sangre, del carácter y del estilo, que se llamó Fernán Pérez de Guzmán, el antiguo privado compone, recluido en su señorío de Batres, la más rica y penetrante prosa histórica del siglo XV. Esta observación resultaría confirmada sí se la probase en los historiadores del Renacimiento. Guicciardini vuelve los ojos al tiempo pasado mientras reposa, en su Tusculum de Aratri, de los afanes del gobierno y de la guerra; Hurtado de Mendoza, cuando la ingratitud y suspicacia de Felipe II le retraen a su solar de Granada, después de gloriosísima vida de diplomático y político; Brantôme, hallándose de vuelta en sus dominios de Dordoña, tras largas aventuras de soldado y prolija experiencia de la corte; don Francisco de Melo, el Tácito portugués, cuando su desvalimiento y prisión le obligan a trocar por los libros su espada de las campañas de Flandes y Cataluña. Más adelante, el desengaño y sosiego de Saint-Simon, al cabo del porfiado maquinar con que consagró su vida a un pensamiento de vindicta aristocrática, valdría para la posteridad las pinceladas soberbias de las Memorias. El historiador que sólo sabe del mundo por los papeles que quita del polvo de los archivos, es especie que abunda más desde tiempos más cercanos; pero aún son numerosos, entre los del último siglo, los que proceden del campo de la acción: llámense Grote, que trueca, al término de su juventud, las borrascas del Parlamento por la serena contemplación de las cosas pasadas; llámense Guizot, cuya labor histórica, interrumpida durante veinte años de ilustre acción política, entra en definitiva y fecunda actividad después que el destronamiento de Luis Felipe aparta a su mentor de participar en la historia actual y viva; llámense Niebuhr, que deja su embajada de Roma y se recluye, por el resto de sus días, en el universitario ambiente de Bonn, para dar cima a una idea de su juventud con la obra magna a que dura vinculado su nombre.

La inspiración poética es también, alguna vez, flor que se abre en el ocaso de una vida de acción, por los voluptuosos o melancólicos estímulos del ocio y el recuerdo: tal se reveló en Silio Itálico entre los mármoles de su retiro de Parténope. Y el interés de la especulación filosófica, despertando en la mente, como incitativo dejo del mundo, luego de una juventud, y parte de una madurez, consagradas a la carrera de las armas y a la pasión de los negocios públicos, realizase en la vida de Destutt de Tracy.

Fue teoría de Saint-Simon, no el insigne autor de las Memorias, sino el utopista, que las doctrinas del pensador que aspirara a innovar en punto a ideas morales y sociales, no habían de concretarse y propagarse nunca sino en la vejez, viniendo precedidas de un dilatado período de acción, varia y enérgica, que diese lugar al conocimiento directo de las realidades más distintas y veladas; período experimental, en que proveyera el espíritu sus trojes para el retiro del invierno. Él mismo ajustó su existencia, de tan extrañas aventuras, a esta idea del perfecto reformador; o acaso ajustó la idea, a posteriori, al carácter que su existencia tuvo por necesidad; pero hay en ello, de todos modos, un fondo exacto y discreto, que corrobora cuán lógica y oportuna transformación puede ser la de un modo de vida en que desempeña principal papel la voluntad, en otro que dé preferencia al pensamiento.

El tránsito contrario, de la ciencia o el arte a la vida de acción, es hecho que se reproduce, a menudo, cuando a largos períodos de paz suceden grandes sacudimientos revolucionarios o guerreros. Naturalezas esencialmente activas, a quienes la quietud del ambiente mantiene ignorantes de su radical vocación o sin modo de satisfacerla, permanecen vinculadas hasta entonces a otra, quizá abonada por muy positiva aptitud, pero menos profunda y congenial que la que aguarda silenciosa su tiempo. La voluntad heroica se destaca tal vez, en esas horas supremas, por brazo sólo habituado a manejar una pluma, un compás, un pincel o un escalpelo. La tradición de las guerras de la Edad Media, en la Italia de güelfos y gibelinos, guardó el nombre del médico Juan de Prócida, que, ya famoso como tal, siente un día rebosar de su pecho los agravios de sus paisanos de Sicilia contra la conquista francesa, y va de corte en corte buscando príncipe vengador, y alienta el odio y la esperanza en el corazón de los suyos, hasta que aparece como personificación arrogante del desquite, iluminado por la siniestra luz de las trágicas Vísperas. Cuando el huracán revolucionario hace desbordarse a Francia sobre Europa, sus ráfagas arrancan a Kleber de pacíficas tareas de arquitecto para levantarle, en el término de pocos años, a vencedor de Heliópolis y reconquistador del Egipto; y penetrando en el estudio donde Gouvion de Saint-Cyr adiestra su mano de pintor, le mueven a tomar en ella la espada que ha de valer, en un cercano futuro, el bastón de mariscal del Imperio.




ArribaAbajo- LXVII -

Del arte a la ciencia; de la ciencia al arte; del arte a las letras; de un arte a otra; de la producción a la crítica; de la ciencia a la fe religiosa.


Pasar de los dominios de un arte a los de una ciencia, es otra variedad de vocaciones que se sustituyen. Hay veces en que esta transición se verifica de modo que es posible seguir los pasos graduados con que a una actividad ha sustituido otra. Músico era Herschell, y en la vía de esta vocación heredada (porque era, además, hijo y hermano de músicos), quiso tener puntual conocimiento de su arte, y diose a profundizar la teórica de la armonía. El estudio de la armonía atrajo su atención a las matemáticas puras, y éstas le pusieron en el camino de aquella aplicación de los números y las líneas que constituye la ciencia de los cuerpos celestes. Aquí sintió el pie firme de quien toca en su más honda y radical aptitud; y desde ese instante, dejó la música que se traduce en sonidos, por aquella otra, inefable y altísima, que percibía en la contemplación de los cielos el filósofo de Samos.

Del mismo campo de la música había llegado a la ciencia médica el gran Razí, lumbrera del saber arábigo. La fama conquistada por Morse en cuanto pintor era merecida y grande, cuando vislumbró una senda aún más en relación con sus facultades propias, y tomando por ella, llegó a la invención del telégrafo, gloria que ofusca el recuerdo de sus obras de artista en la memoria de la posteridad. De la pintura procedieron también, para la ciencia, Pirrón, el pensador escéptico; Delalande, el naturalista; Lahire, el matemático; Fulton, el inventor. El tránsito de la aplicación literaria a la científica presenta nombres tan ilustres como el de Cabanis y el de Claudio Bernard, que aspiraron, con vehemente vocación, el uno a la fama de poeta y humanista, el otro a la de autor dramático, antes de echar raíces en las ciencias biológicas; el de Mascheroni, poeta llegado a una discreta madurez, primero que insigne matemático; el de Raynouard, dramaturgo mientras no convirtió su atención a la filología; y desde luego, sería éste caso abundantísimo si hubieran de tomarse en el concepto de una vocación provisional las someras e impacientes manifestaciones de la actividad de un espíritu en los albores de la adolescencia. Grande es el hechizo que vinculas ¡oh belleza que te representas por palabras!, y apenas hay privilegiado entendimiento que no te haya ofrecido su primer amor.

Menos frecuente la transición recíproca, de la ciencia al arte, no deja de evocar en el recuerdo algunos nombres famosos. Del laboratorio donde Reber estudiaba la aplicación de las ciencias experimentales a la utilidad industrial, le apartó la voz que le llevó para siempre al arte de la música. Perrault era médico eminente, cuando un Vitrubio que cayó en sus manos le tentó a nueva vocación, y Perrault fue el gran arquitecto del siglo de Luis XIV, sin que diese al olvido la aptitud primera, pero relegándola a segundo término en su atención y en su gloria.

Una sobreviniente vocación literaria ha apartado del arte espíritus como el de Thackeray, el de Gautier, el de Meilhac: todos ellos habituados al lápiz o el pincel antes que a la pluma. El pasaje de una a otra de las artes plásticas, presenta ejemplos numerosos. Así, Brunelleschi, escultor en sus comienzos, más tarde arquitecto ilustre: caso que reproduce luego Palladio; Bramante, que de pintor pasó a arquitecto; el Ghirlandajo, en quien el hábil orífice precedió al eximio pintor, como, en Verocchio, al estatuario el orífice; Blanchet, consagrado a desbastar el mármol antes que a colorear la tela: tránsito opuesto al de nuestro contemporáneo Bartholdi, cuyo numen renunció al amor de la pintura para desposarse con la estatua. Otra especie de evolución se verifica en el espíritu que, dentro de los términos de una misma arte, de productivo pasa a crítico. Quizá no hay, en literatura, ejemplo de intelecto crítico superior que no haya llegado a su definitiva vocación de tal por la vía de esta transición; aunque, en infinitos casos, la facultad productora persista después de ella, si bien cediendo el primer lugar a las análisis y juicio. Menos común en las artes plásticas que en la de la palabra, porque el crítico es genéricamente un escritor, tal derivación de la aptitud artística se da, sin embargo, en casos como el de Ceán Bermúdez, que, después de ceder, en su juventud, al anch'io del Correggio, consagró definitivamente su atención a la teoría y la historia de la belleza que había soñado realizar; y el de Delécluze, a quien ya había sonreído el renombre del pintor cuando prefirió buscarlo de otro género en el juicio de las obras ajenas. En cambio, Delacroix dio sus primeros pasos, en el arte que había de ilustrar con sus pinceles, escribiendo de crítica pictórica.

Causa no infrecuente de transformación espiritual es la que influye en el hombre de ciencia que, ya porque se desespere o decepcione ante los límites fatales y la morosa adquisición de la verdad accesible a los recursos del conocimiento positivo; ya porque una ocasión sentimental de su vida le lleve delante de la Esfinge que nos interroga sobre el misterio de donde venimos y el misterio adonde vamos, suelta un día los instrumentos de su labor y se lanza tras la idea de la verdad absoluta, bajo la inspiración de un misticismo o de una fe: conversión casi siempre temeraria, delirante y baldía; pero alguna vez, sublime. Sublime es, desde luego, en Pascal, el portentoso geómetra, que, antes de salir de la infancia, sin libros ni maestros, obtiene, por propia y personal abstracción, toda la ciencia de Euclides, y la desenvuelve y aplica en su juventud, dando plena manifestación de uno de los más altos entendimientos científicos que hayan morado en cabeza de hombre; hasta que la palabra de Jansenio, y el accidente que puso en peligro su vida pasando el puente de Neuilly, le hieren en el centro del alma con la obsesión del misterio infinito, y ya no aparta el pensamiento de este género de meditación, revolviéndose en ella con tal angustia de nostalgia, con tales estremecimientos de pavor, con tal melancolía de desesperanza, con tal unción de ruego, que nunca más la elocuencia humana ha hallado términos con que expresar cosa parecida.

A menor precio, sin duda, vendió su vocación de hombre de ciencia Swedenborg. Su aptitud, en la observación de la naturaleza, era de orden soberano, y alcanzaba, en más de una disciplina, a la originalidad y la invención, cuando el fantasma de una verdad revelada que se le pone ante los ojos de la mente, la extravía de su camino, para envolverle, por todo el resto de su vida, en las nieblas teosóficas de aquella Nueva Jerusalén que aún tiene adeptos en el mundo. De semejante modo, Stenon, el gran anatomista danés, cuyo nombre vive vinculado al del canal de las glándulas parótidas, deja interrumpidas, en plena madurez de su espíritu, sus fecundas investigaciones, no para predicar nueva fe, como Swedenborg, pero para abrazarse y consagrarse absolutamente a la antigua.

Aún más a menudo quizá, alcanza esta influencia engañadora a las almas que han perseguido un sueño de belleza. El Botticcelli, a quien aleja del arte la palabra de fuego de Savonarola; Teodoro Kamphuizen, arrebatado fuera de su taller de pintor por los entusiasmos teológicos de su siglo, son ejemplos de ello. Pero la cautividad a que condena las facultades del artista esa seducción de lo sobrenatural, no llega, afortunadamente, en muchos casos, a anular del todo la aptitud, sino que la deja subsistir como vocación subordinada, concretándola y ciñéndola al objeto en que pueda servir a la nueva vocación que le ha quitado preeminencia. Tal es el caso de Fray Bartolomeo de San Marco, de quien cuenta Vasari que, al tomar los hábitos de religioso, quiso dejar la pintura, pero luego volvió a ella como a un instrumento de piedad, limitándose a fijar en el lienzo imágenes sagradas. Ni es otro el moderno caso de Tolstoy, que, cuando realiza su conversión a un misticismo evangélico, abandona y desconoce su grande obra de novelador artista, pero mantiene la pluma, como medio de propaganda y edificación: permitiendo de esta manera que el espontáneo arranque de su genio dé razón de sí en rasgos de tanto más eficaz cuanto más impremeditada belleza.