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ArribaAbajo- XVIII -

Sépase ante todo que no íbamos solos Eufrasia y yo. Nos acompañaba una vieja muy compuesta, hermosura en ruinas, que tuvo su apogeo y esplendor en los años medios de Fernando VII, camarista que fue de la Reina Doña Isabel de Braganza. Perteneciente a la aristocracia mercenaria, de creación palatina, ostenta el deslucido título de Condesa o Baronesa (no estoy bien seguro) de San Roque, de San Víctor, o de no sé qué santo. En la duda, la designaré provisionalmente por el primer bienaventurado que se me ocurra. Es mujer histórica y de historia, hoy mandada recoger por la subida cuenta de sus años, aunque todavía colea en la vida social. Entiendo que tiene un hijo y un yerno en la regia servidumbre.

«Ya sé -me dijo Eufrasia en el rápido avance del coche por la calle del Arenal-, que Rafaela y yo estamos amenazadas de salir, codo con codo, en la primera cuerda para Filipinas».

Soltaron ambas la risa, y yo agregué, siguiendo la broma: «A donde van usted y su amiga es a las islas Marianas... ¿Pero cómo lo saben si yo a nadie lo he dicho?

-Lo sabemos -replicó la veterana beldad-, porque el fantasmón no lo dijo a usted   —182→   solo. Por Pepe Villavieja me mandó un recado para que yo lo pusiera en conocimiento de las interesadas... No hicimos caso: nos reímos...

-Tan bien le resulta a ese espantajo -observó Eufrasia-, el meter miedo a los hombres, que cree poder amedrentar fácilmente a las mujeres. ¡A buena parte viene!... ¿Pero qué ha de hacer él más que estar a la defensiva, muy al cuidado de su pelleja? ¿Con que a las islas Marianas nada menos? ¿Está él bien seguro de que no le embarcarán para allá con viento fresco? Si en aquellas islas hay caribes, ¡qué buen maestro se pierden para perfeccionarse en la barbarie!

-¿Pero es verdad que conspiramos, amiga mía? Yo no lo creí. Pensé que se trataba de una intrigüela... no política.

-Puede usted tranquilizar a su amigo, asegurándole que se han suspendido los trabajos, y que no hemos de volver a las andadas hasta que no se sepa cómo va el negocio de Italia.

-Hasta que no veamos -dijo la San Víctor-, si Fernandito pega o no pega.

-Yo todo lo temo de esta gente y de su mala pata -declaró mi amiga-. Al refrán que reza Por todas partes se va a Roma, debe añadírsele: menos por Gaeta.

-Pero explíqueme, Eufrasia -dije yo riendo de verla tan oposicionista-, ¿qué motivos, qué razones... porque alguna razón habrá... la han traído a la enemistad de Narváez? Antes no pensaba usted así...   —183→   ¿Ha recibido D. Saturno algún agravio del Presidente del Consejo?».

Mordisqueando el abanico, la moruna miraba hacia la calle con evidente ira, más bien rabia. Durante una pausa breve, la San Blas y yo nos miramos, como interrogándonos sobre cuál de los dos hablaría primero, y sobre lo que debíamos decir para poner airoso término a la pausa. Rompió por fin el silencio la marchita beldad con esta familiar explicación: «Usted, Sr. de Fajardo, merece toda confianza, y como está en antecedentes... me consta por la misma Eufrasia que está en antecedentes... yo me permito responder por mi amiga, para que esta pobre no se vea en la precisión de recordar... ciertas infamias. Narváez es hombre muy deslenguado. No respeta ni categorías ni reputaciones, y poniéndose a soltar chascarrillos, no se detiene ante ningún reparo. Hablando de esta una noche en casa de Santa Coloma, refirió no sé qué incidentes, de esos que los hombres poco delicados se confían unos a otros, escenas o casos de la vida que el tuno de Terry hubo de relatarle viajando por el extranjero... cosas reservadísimas que contadas con descaro y mala intención... resultan...

-¡Mentiras, fábulas absurdas! -dijo Eufrasia pálida y balbuciente y completando la información de su amiga-. Cuando me trajeron el cuento, no sentía más que una cosa: no poder volverme hombre.

-Pues hay más, Sr. de Fajardo -prosiguió   —184→   la otra-. Al Presidente del Consejo se le podrán perdonar las botaratadas de lenguaje, que quien trata con políticos es natural que alguna vez se desboque; pero al caballero no se le perdona que sin venir al caso ridiculice a personas de arraigo, apartadas de estas miserias de la vida pública. Ya sabe usted que se trató de conceder a Saturnino un título de Castilla. Esta no quería; pensaba que era subir demasiado pronto. Pero el pobre Saturno, que de algún tiempo acá venía sonando con el Marquesado, no era tan modesto en sus ambiciones. El asunto iba por buenos caminos. Arrazola estaba conforme; el Rey se interesaba en ello. Un día, en el mismísimo Palacio Real, preguntó a Narváez el Duque de Gor qué título se pensaba dar a Saturnino, y el Espadón, como si dijera una cosa muy seria, respondió: «Le haremos Marqués de Capricornio». Ya ve usted qué grosero insulto.

-Tanta grosería y bajeza -dijo Eufrasia-, me han hecho mudar de parecer respecto a esa gracia y a su oportunidad. Ahora, viendo en qué manos está la Nación, lo que antes creí prematuro ya me parece tardío. Seremos Marqueses. Esta Sociedad no merece la modestia. Donde ya no hay ninguna virtud, donde todo se ha pisoteado, y por si algo faltaba, ya pisotean de firme, la mayor de las tonterías es tener delicadeza y escrúpulos. Coronas que fueron de oro han venido a ser de papel dorado, y las de papel se han hecho de oro. Respetar lo pasado, mirarlo   —185→   mucho, ya para amarlo, ya para temerlo, es cosa que ahora no se usa. Pues vivamos en lo presente, y coloquémonos donde sea más fácil pisotear que ser pisoteado».

Causáronme pena este pesimismo y el nuevo ser psicológico de mi amiga. Yo no comprendía por qué rápida evolución, la que hace un año me daba prácticos consejos del vivir manso, cauteloso y positivo, esquivando las pasiones, se dejaba contaminar de las más violentas. Sobre esto dije algo, a lo que me respondió imperturbable: «Las pasiones vienen cuando tenemos arreglada la vida. Si por acaso llegan antes, se encuentran la puerta cerrada, por estar una en los afanes de dentro... Y como al encontrar cerrado se marchan las pasiones, de aquí que pasen por virtuosos los que no lo son. Va una mujer tan tranquila, y a lo mejor alguien le da con el pie; entonces se acuerda de que es víbora, de que puede serlo, y lo es».

Admirando su ingenio, díjele que todo aquel reconcomio contra Narváez podía muy bien carecer de fundamento, como nacido de hablillas y dicharachos de los desocupados. ¿Quién le aseguraba que eran del propio Duque las malvadas referencias de Terry, y la grosería del título de Capricornio?

«¡Ay! -exclamó Eufrasia-; como si yo misma lo hubiera escuchado, segura estoy de que esas infamias salieron de aquella boca, manchada con tantas blasfemias y palabrotas de cuartel. Usted, por lo visto, se ha dejado deslumbrar por el brillo falso de   —186→   ese soldadote, y ha creído la leyendita que propalan los adulones que le rodean. ¡Oh, Narváez, león que lleva dentro un cordero! ¿No es eso? Un hombre que en sus arranques instintivos de mal humor atropella sin reparo al más pacífico, y luego le pide perdón y le hace favores, y le da chocolate de Astorga. Ese es el tipo que quieren darnos en aleluyas, corazón sensible que cuando se irrita ruge, y cuando se aplaca es lo mismo que un niño... ¿No es esta la leyenda? ¿Apostamos a que usted es de los que la ponen en circulación y la reparten de oreja en oreja para que corra?».

Respondí que la tal leyenda, bosquejo biográfico del natural trazado por los contemporáneos, me parecía lo más próximo a la verdad, y que por ella, pues no hay mejor modelo, fijarán los historiadores futuros la figura de Narváez. Eufrasia sonrió, recreándose en la fuerza de los argumentos que en contra de la leyenda cree poseer, y reclamada la atención de su amiga y la mía nos dijo: «Pues aquí me tienen ustedes con voz y autoridad de Historia para echar abajo esa mentira novelesca. Lo que voy a contar, yo lo he sentido muy de cerca, y mi padre, que vivo está, y otros señores manchegos muy respetables, pueden dar de ello testimonio. El año 38 pasó este caballero por un pueblo de la Mancha que se llama Calzada de Calatrava... Iba en persecución del carlista Gómez... ya sabe usted, la famosa expedición de Gómez... De aquel pueblo al mío,   —187→   donde yo estaba con mis padres, no hay más distancia que dos leguas o poco más. Yo era entonces una mozuela: me acuerdo de aquellos sucedidos como si fueran de ayer, y la impresión de terror que dejaron en mí no se borrará nunca; que si espanto causaban allí los facciosos con sus crueldades y saqueos, no daba menos que sentir este maldito que los perseguía en nombre de la Reina, pues unos y otros llegaban, asolaban y partían como una legión de demonios. Era en el mes de Agosto; llegó Narváez tal como ayer, y hoy mandó fusilar, con juicio sumarísimo, al último Prior de la Orden de Calatrava, D. Valeriano Torrubia, a un rico propietario de la misma ciudad y a una mujer. ¿Creerán ustedes que este hecho brutal era escarmiento de facciosos porque las víctimas habían dado apoyo al cabecilla Gómez? Pues están muy equivocados, y si la Historia se escribe así, maldita sea mil veces. El delito del pobre D. Valeriano era estar emparentado con la familia de Espartero, y ser, como este, hijo de Granátula, que sólo dista de la Calzada una hora de camino. Para condenarlo, así como a sus compañeros, en la sumaria hecha de mogollón sin más objeto que cubrir el expediente, se alegó la entrega de un fuerte, realizada siete meses antes, al paso de Cabrera, después de una reñida acción en que perecieron trescientos y pico de liberales. Oigan ustedes a mi padre. Mi madre, que era Torrubia y tenía parentesco con el Prior, diría, si viviera,   —188→   que ninguno de aquellos infelices era carlista ni tuvo arte ni parte en la entrega del fuerte. Todo esto, si no lo he presenciado, lo he sentido en derredor mío, expresado con gritos de dolor que eran gritos de verdad. No son referencias lejanas desfiguradas por el tiempo y la distancia, sino hechos que palpitaban a mi lado, entre mi familia y mis convecinos, y que siguieron estampados en la memoria de todos los que entonces vivíamos en la Mancha.

«Pues oigan más. La única persona, entre las principales de la Calzada, que pudo intervenir en la entrega del fuerte, fue un cura llamado Vadillo. ¿Por qué, pregunto yo, este hombre de la leyenda, este cordero con garras de león no fusiló a Vadillo y sí a los otros, que nunca se significaron como carlinos? ¿Por qué no quiso escuchar, ni recibir siquiera, al hermano de Espartero, canónigo de Ciudad Real, que acudió a pedir clemencia, y llevaba, según dicen, órdenes de que se suspendiera la ejecución? Porque, sépanlo ustedes y sépalo el mundo todo, lo que menos le importaba a este tío era perseguir carlistas y alentar liberales; su pasión dominante era el odio a Espartero, y la envidia de los triunfos y de los increíbles adelantos de mi paisano; su móvil, la idea de ser como él, poderoso y popular; su fin, destruir todo lo que significase adhesión a Espartero, partido de Espartero, familia de Espartero... Esto, que aquí no se vio nunca, lo vimos claro todos los que allá vivíamos:   —189→   yo respiré estas ideas, y de su verdad no puedo dudar... Ahora viene la segunda parte de mi cuento, y aunque para mí esta parte es tan verdadera como la que acabo de referir, no me atrevo a darla como Historia. Vamos, que también traigo yo mi poquitín de leyenda para colgársela al Espadoncito andaluz. La noche antes del fusilamiento, la pasó D. Ramón en compañía de una guapísima mujer... La conocí: había sido mi amiguita; tenía tres años más que yo... Fue público y notorio que el cura Vadillo no era extraño a las amistades de la buena moza con el General. Si un día entregó un fuerte a Cabrera, otro día le entregaba otro fuerte a Narváez; sólo que este castillo, aunque muy bonito como mujer, no valía nada como fortificación... Cierto es lo que digo de esas amistades: lo que presento como leyenda, usted, Pepe, puede ponerlo en claro si se atreve a preguntárselo a Narváez... o a Bodega, que debe saberlo lo mismo que su amo. Pregunte usted a cualquiera de los dos si es cierto que en la noche de marras vacilaba el General entre el rigor y la clemencia, y que Rufina Campos le pidió que fusilara sin piedad, ofreciendo su cuerpo en pago de la orden; si es verdad que en su impaciencia por concluir aquel negocio de las muertes, le hizo coger la pluma y le llevó la mano para que firmara... Este es un punto que yo no me atrevo a sacar de la Fábula para llevarlo a la Historia: lo cuento como me lo contaron, y no respondo de ello.

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Lo que no tiene duda, amigo mío, es que en Calzada de Calatrava había por aquel tiempo una fuerte discordia entre dos bandos que se habían formado, y ardían en rencores con más fuego de pasioncillas locales que de ideas políticas, y que uno de estos bandos se valió del tremendo Narváez para desbaratar al otro. Pescaron al Espadón echándole por cebo la carne fresca de Rufina Campos. Con que ahí tienen los señores Narvaístas una vela que encenderle a su ídolo, el borrego con zarpa de león, que más valdría decir de hiena, por la propiedad de las cosas históricas... ¡Y este hombre quiere que ahora nos dobleguemos ante su Orden y ante su Principio de autoridad, él, que siempre fue díscolo y revolucionario, él, que no hizo más que pisotear su tan cacareado Principio! ¿Cómo se ha de respetar a quien nada respetó? ¿Cómo ha de sofocar las conspiraciones quien toda su vida se la pasó conspirando? Si los sublevados victoriosos del 40 llamaban insurrectos a los vencidos, y estos a su vez, triunfantes el 43, llamaron rebeldes a los del 40, ¿qué nombre hemos de dar a todos más que el de bandidos? No se asombre usted, Pepe, ni me ponga la carita burlona, que sus burlas y su estupefacción no son más que una máscara con que tapa un escepticismo tan negro como el mío. Yo no creo en estos hombres, Pepe, ni usted tampoco. La Historia de España, mientras hubo guerra, es una Historia que pone los pelos de punta; pero la que en la   —191→   paz escriben ahora estos danzantes, no se pone los pelos de ninguna manera, porque es una historia calva, que gasta peluca. Yo, qué quiere usted que le diga, entre una y otra, prefiero la primera... me repugnan los pelos postizos».

Esta idea nos dio pie para reír, dejando incontestada la graciosa sátira contra los hombres públicos, y sin comentario el terrible cuento manchego.




ArribaAbajo- XIX -

Recorriendo la Castellana, cuando ya la tarde caía, deploraba yo que la presencia de la beldad vetusta me privase de hablar con Eufrasia libremente. Perdóneme mi cara esposa; yo me sentía de improviso arrastrado fuera de la existencia regular, al influjo de aquella mujer, que si fue mi tentadora en tiempos libres, cuando con piadosa mano hacia las pacíficas venturas materiales me guiaba, ahora, por diverso estilo, me trastorna y enciende con los atrevimientos de su voluntad sin freno. Lo único de que yo hablarle podía delante de la señora mayor, era la conspiración de ópera cómica en que ponía todos los donaires y sutilezas de su entendimiento, y sobre ello le pedí más explicaciones, que sólo a medias quiso darme. «Conténtese usted, por ahora, con lo   —192→   que le dije... y es que por el momento hay tregua... ¡Pues no faltaría más sino que yo le revelara a un enemigo nuestros planes! Bastante haré, el día en que se den los pasaportes al Ministerio Narváez-Bodega, y se haga limpia general de hombres públicos, bastante haré, digo, con librarle a usted de que le lleven a las Marianas, a tomar los aires que me recetaron a mí... Esté, pues, tranquilo... Y no le digo que se venga a conspirar a mi campo, porque con el Marqués de Beramendi no hay que contar ya para nada. Hombre acaudalado y padre de familia, sus ambiciones deben limitarse a cuidar hijos, que los tendrá en gran número, sin que pueda en ningún caso dudar que son suyos... ¿Le parece que es ésta poca ventaja en los tiempos que corren?

-Es usted mala, Eufrasia, y pensando bien por el lado mío, arroja por otros lados su sátira cruel.

-¿Pero no le he dicho que soy víbora, Pepe? Entre morder y ser mordida, con veneno, ¿qué es preferible?... Y en resumidas cuentas, el ser satírica no es lo peor que puede ser una mujer... Porque yo muerda un poco, no se escandalizará usted, Pepe.

-Pero creeré que no está en carácter, y que pierde parte de su encanto con esas mordeduras. ¿Recuerda usted lo que significa en griego su bonito nombre? Eufrasia.

-Ya me lo dijo usted en otra ocasión: significa Alegría.

-Pues eso ha de ser usted siempre: Alegría,   —193→   la alegría del mundo, de la sociedad...

-¡Ay, Pepito, Pepito... a buenas horas!... En otro tiempo pude pensar que sería eso... ¡Pero hoy, después de tantas penas y de tanto luchar!... Además, mi condición alegre se va saliendo de mí a medida que va entrando la hipocresía.

-¡Hipócrita... también se declara hipócrita!

-Me declaro práctica, maestra en filosofía marrullera, con arreglo a la época y al país en que vivimos. ¡Y usted me desconoce, y usted me niega, Pepe, usted que es mi mejor discípulo!...».

En esto, echábase encima la noche, y una contingencia venturosa vino a conjurarse contra mi virtud y a favorecerme en mis desatinados estímulos de perdición. La Condesa o Baronesa de San Lucas, de San Gil o de no sé qué santo, dijo a su amiga que, llegada la hora de recogerse, diese orden al cochero de dejarla en su casa, Costanilla de la Veterinaria... ¡Con cuánto gozo sentí el traqueteo de las ruedas, corriendo presurosas, descontando los segundos que faltaban para que sola conmigo se quedase la moruna! El ansiado instante llegó al fin, y con él reverdecieron mis antiguas cualidades de audacia y desparpajo. Mis primeros conceptos, reforzados con ademanes que centuplicaban su expresión, fueron para darle a entender que mi ciencia de hipocresía era una vana fórmula, mientras no la justificara con faltas positivas y delitos categóricos que...

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«¡Eh, eh! -me dijo más serena que yo-. ¡Mucho cuidado, señor pollo... con espolones! Estese quieto, y no se me desmande tampoco de palabra. Tome ejemplo de mí. Es hora de que yo vuelva a mi casa, y usted forzosamente ha de irse a la suya, donde le esperan su mujer y su hijo. A los disparates que me ha dicho contestaré muy poco; pero ello será tal que habrá de agradecérmelo. ¿Quiere usted que seamos amigos, que empecemos otro curso de amistad? Pues para hablar de eso, para discutir si puede ser o no, si usted y yo merecemos el beneficio de esa amistad... quizás no lo merezca usted, quizás sea yo quien no lo merece... pues digo que para tratar de esto, es menester que nos veamos otro día, o que nos escribamos. ¿Qué prefiere?

-Las dos cosas. ¿Va usted por las tardes al Casino de Embajadores?

-¡Ay, qué chiquillo!... Basta: yo escribiré a usted.

-¿Al Congreso?

-Al Congreso. Y usted tomará las precauciones debidas para que no le lleven las cartas a su casa.

-¿Y yo a dónde contesto?

-Déjeme que lo piense.

-¡Ay, qué pensadora se nos ha vuelto!

-Hijo, me llamo Alegría, no me llamo Locura. ¡Pues si yo no pensara, qué sería de mí! Pensando, pensando, he llegado a donde estoy. Si mucho he discurrido para subir, no tendré que discurrir menos para no caerme».

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La extraordinaria donosura con que lo dijo desató en mí con mayor fuerza los en mal hora resucitados ímpetus amorosos o de aventureros amoríos... Pero no me dio tiempo la dama moruna para la debida manifestación, puramente verbal, de lo que yo sentía, y tirando del cordón avisó al cochero para que parase... Estábamos en la calle del Arco de Santa María. «Bájate prontito, y no seas loco -me dijo endulzando con el tuteo el amargor y crudeza de la expulsión-. Obedéceme sin chistar, y te escribiré al Congreso». ¿Qué había de hacer yo más que resignarme? Triste cosa era quedarme a pie de un modo tan brusco, aunque mi desairada situación fuese la más conforme con los buenos principios... Pero lo más singular de aquel paso, no sé si comienzo fin o empalme de livianas empresas, fue que al desaparecer de mi vista el coche de la moruna, se apagó en mi pensamiento la ilusión que con tan vivo centelleo me había turbado. Cierto que a una caída más o menos hipócrita quedaba no sólo expuesto, sino comprometido, por ley caballeresca no muy ajustada a la eterna ley moral; pero en medio de los velados desórdenes de un extravío de esta naturaleza, no creo que deje de conservar intangible y puro el bien de mi casa, ni la paz que allí me rodea. Si contemplando a Eufrasia y oyendo su gracioso divagar de política, pude repetir para mis adentros el verso de Leopardi E il naufragar m'e dolce in questo mare, caminito de mi casa, y acercándome   —196→   a este refugio bien templado, me dije: «En ese mar bonito y placentero, podré pasearme sin que nadie me vea; pero nunca naufragaré».

Firme en estas ideas, y comprendiendo cuán penoso y desairado sería para mí que María Ignacia tuviese conocimiento de mi paseo con la Socobio, por soplo de algún paseante que me hubiera visto, eché por la calle de en medio, y se lo conté yo con franqueza relativamente honrada. Claro es que no le conté todo porque no era preciso; y cuidé de advertir que nos acompañó en todo el paseo la respetable señora Condesa o Baronesa de San Juan Nepomuceno. Con gran sorpresa mía, no pareció mi mujer enojada de aquel incidente. Tuve la suerte de cogerla en un momento en que las expansiones de su grande alegría no daban a su alma tiempo ni espacio para el recelo. Nuestro niño revela una resolución firmísima de vivir, y aptitudes colosales para proveerse de medios de vida. Mama de una manera insolente, bárbara, y se apodera de la teta con muy mala educación. El ama es robusta, inagotable, y además, de buen natural. Todas estas bienandanzas se reflejan en el alma de mi esposa, y ayudan a su restablecimiento, franco, rápido y seguro. No quiere María Ignacia abrir en su espíritu ningún hueco por donde entre la tristeza; no quiere más que afianzarse en la posesión de sus felicidades, que estima bien ganadas. Dios le concede lo que merecía.

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Viéndola tan bien dispuesta, me permití ampliar un poquito las referencias de mi paseo romántico, y ella con gran sentido me dijo: «Procura no volver más, y si otra vez te invita, busca una manera delicada de zafarte sin caer en grosería... La verdad, esa intriganta me ha tenido por algún tiempo en ascuas; pero esas ascuas ya no me queman... ¿En qué me fundo para sentirlo así? No lo sé; en algo que se nos revela por el corazón, por las ideas y el cavilar de una misma. Yo no creo en angelitos que vienen con recados a la oreja, como es uso y manía de monjas; pero sí creo que Dios nos baraja los pensamientos para que con ellos sepamos la verdad de las cosas nuestras, de lo que nos llega a lo vivo, Pepe. Como te digo, las ascuas en que estuve por esa maldita manchega, ya no me queman... No viene el mal por ese lado. O no habrá más ascuas, o cree que vendrán de otra parte. Pero de ninguna parte vendrán, ¿verdad, marido mío?».

23 de Junio.- Viendo crecer de día en día la estimación en que mi suegro y toda la familia me tienen, siento en mí la autoridad; me lanzo a platicar con el Sr. D. Feliciano del delicado asunto de las habladurías de su tertulia, pues sin que yo vea en ello, como Narváez, el escándalo de una conspiración, pienso que tales enredos no armonizan con la respetabilidad de la casa. Presentada exquisitamente la cuestión, mi ilustre padre político concuerda conmigo, y alabando mi prudencia y sensatez, se arranca   —198→   con estas sesudas consideraciones: «Yo me encargo de llamar al orden a estos mis amigos, y de hacerles comprender que, si vienen mudanzas hondas en la política, no quiero que salgan de mi casa... Tengamos en cuenta que eres diputado, y ministerial de añadidura, y que si algo ocurre y te ves en el caso de tomar la palabra en el Congreso para defender la situación, no es bien que te acusen de jugar con dos cartas... Puedes decirle al señor Presidente del Consejo, si de esto vuelve a hablarte, que si algunos sujetos graves, y otros que no lo son, le tienden algún lazo para que se enrede y caiga, los hilos no pasan por mi mano. Yo, bien lo sabe él, no soy partidario del Parlamentarismo, ni creo en este Régimen de estira y afloja; pero respeto lo existente, por el hecho de ser existente, que no es poco. También nosotros tenemos nuestros hechos consumados, como ahora se dice, dignos de todo respeto. ¿Qué sería de la Sociedad si cada cual no permaneciera en los puestos adquiridos? El disputar los puestos es lo que da alas al funesto Socialismo, y lo que fomenta la Demagogia, ese virus, Pepe, ese maldito virus que hace estragos en todo el mundo. Ya que la República Romana, centro de ladrones y asesinos, está a punto de caer arrasada por nuestras tropas, vean ahora estos gobiernos de poner aquí un poco de orden, y de refrenar a tanto periodicucho, y de hacer entender a los del Progreso que se despidan del poder para siempre...».

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Conforme con todo lo sustancial de esta arenga me manifesté, añadiendo que las clases pudientes somos las llamadas a conducir el rebaño social. Pero me recaté de expresar la idea que al oír a mi suegro me andaba por el magín, esto es: que todos los pudientes, cuál más, cuál menos, llevamos dentro el demagogo, y si me apuran, el socialista, que son dos clases de virus, de donde resulta que no habrá orden verdadero hasta que no nos metan en cintura... o nos metamos nosotros mismos.

Esto pensaba, y ansioso de distracción, di con mi cuerpo en el Congreso, donde me aburrí soberanamente; por la noche, previo el asentimiento de María Ignacia, con quien yo consultaba siempre mis visitas nocturnas, me fui a casa de María Buschental, donde encontré algunos amigos de mi época de soltero, y otros con quienes había hecho conocimiento en las Cortes: Escosura, Tassara, Borrego, Carriquiri. Departimos de cosas sociales y políticas con la libertad que es el fresco ambiente de aquella morada neutral de las opiniones, y si he de decir verdad, también allí, entre tan amenos narradores y comentaristas, me sentí, como quien dice, a dos dedos del hastío. Hallábame en un estado particular de mi alma, sensación de ansiedad y de vacío, dolencia que de tarde en tarde y sin ninguna inmediata razón ni causa conocida suele acometerme, y que por lo común, lo mismo que viene se va, dejándome un leve rastro de tristeza. Ni aun María   —200→   Buschental, cuyo trato y gracias amables con puntaditas maliciosas fueron y son siempre el antídoto de las murrias, logró desvanecer las mías. Por último, confabulados ella y mi amigo Escosura, aplicaron solapadamente a mi melancolía el tratamiento de las bromas, sin excusar las del género más agresivo, y hube de oír sátiras crueles en que no salía yo muy bien librado.

Según María, yo penaba por la Socobio, mujer corrida y de mucha trastienda, maestra y grande erudita en todos los artes de amor. Según Patricio, yo no he tenido con ella más que triunfos pasajeros, regateados, y felicidades suspendidas de improviso para precipitarme a la desesperación... Yo negué, declarando que no hay tales triunfos ni los he solicitado. Reían a carcajadas, y sin duda todo lo que dijeron lo creían como artículo de fe. Así es el mundo: en la crónica social, disfrutaba yo injustamente reputación de glorias y fracasos, como los falsos héroes que con apócrifas grandezas usurpan un lugar en la Historia. Así lo dije a la dama y a mi maleante amigo, añadiendo no sé qué frivolidades para seguir la broma, y algún chiste, que no me salió, francamente, pues no estaba yo para chistes. Por fin, agarrándome a la primera coyuntura que se me presentó, me despedí cuando empezaban la animación y el interés dramático en el gracioso mentidero de María Buschental.

Deseaba yo verme en la calle y respirar aire menos impuro que el de un salón. Sentía   —201→   vivísimo anhelo de llegar a mi casa, de ver a mi mujer y a mi hijo, y buscar mi solaz y recreo en la felicidad que nadie podía disputarme. Sinceramente y sin la menor afectación, me reí de la historia que mis amigos me colgaban, y ahondando con miradas atentas en todo mi ser, por una parte y otra, advertí que la moruna no me interesaba ni poco ni mucho, que la fascinación de sus gracias es pasajera. Mas no porque observase todo esto, y de mi observación o descubrimiento me alegrase, se mitigaba mi tristeza. «Es el pícaro trastorno de nervios, o del cerebro, quizás desfallecimiento del espíritu -me dije-, ese vacío, esa expectación inexplicable... Voy corriendo a mi casa, y allí se me quitará».

Sentí detrás de mí una voz que me llamaba, y me estremecí cual si sonara un disparo en mis oídos... Era mi amigo, el pintor Genaro Villaamil, que al salir del café de la Iberia, me vio pasar, y corrió en mi seguimiento. Algunas noches solemos retirarnos juntos, pues somos casi vecinos. Vive en el Postigo de San Martín. Hablome de no sé qué... algo de la expedición de Italia, de la Fuoco, de su peinado, no menos famoso que sus pies... Yo le oía sin ninguna atención, y deseaba que me dejara solo. Parecíame que teniendo que oírle y contestarle, por urbanidad, tardaría más en llegar a mi casa.

Íbamos por la calle del Arenal, él, más corto de piernas que yo, acelerando su andar   —202→   para seguirme, cuando una mujer pasó frente a nosotros como a diez pasos de distancia... Cruzaba de la acera de San Martín a la de San Ginés, y nosotros íbamos ya muy cerca de la iglesia de este nombre. La mujer que vimos se paró un instante ante mí y me miró fijamente. Yo la vi a la claridad de la luna que inundaba la calle, la vi, la miré y la reconocí... Era Lucila... Siguió la moza su camino. ¡Cielos! entraba en la iglesia. Atravesó el patio, y antes de llegar a la puerta volvió a detenerse y a mirarme. Antes dudara de mi existencia que dudar que aquella mujer era Lucila, la hermosura salvaje que descubrí en el castillo de Atienza, la sacerdotisa, la musa histórica del gran Miedes, la perfecta hermosura, la ideal hembra, con quien ninguna de las de nuestra edad y raza puede ser comparada... Mi amigo Villaamil, apretándome el brazo, exclamó con entusiasmo de artista y de varón: «¡Qué mujer, Pepe! Nunca vi figura igual». Habíamos entrado en el patio; yo me abalancé hacia la puerta de la iglesia, engañado por la ilusión de que Lucila me esperaba en aquella penumbra... Nada vi: la soberana imagen habíase apagado en la cavidad del templo, como luz devorada por el vacío.



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ArribaAbajo- XX -

La impresión que de aquella imagen quedó en mi retina y en mi mente fue tan viva, que puedo describirla como si aún la tuviera delante. La que en su cuerpo y rostro es la perfección misma, cifra y conjunto de proporcionadas partes armónicas, vestía como las hijas del pueblo más elegantes, entre manola y señorita, la falda sin vuelos, de medio paso, un pañuelo por los hombros. No llevaba mantilla; el peinado, de lo más sencillo, gracioso y coquetón que puede imaginarse... Con ardiente curiosidad y anhelo me metí en la iglesia, Genaro detrás de mí, y apenas dimos algunos pasos hacia la capilla en que veíamos claridad, bultos, y oíamos murmullo de rezos, la poca gente que allí había salió perezosa, arrastrando los pies. El rosario, novena o lo que fuese había terminado. Las luces se apagaban: el sacristán pasó junto a mí con un manojo de llaves. En la vaga sombra, difícilmente se conocían las personas que iban hacia las puertas... Busqué inútilmente entre ellas a la que, tan descuidada en su devoción, llegaba en las postrimerías del piadoso acto... Pero pensé que situándome en la salida no podía escapárseme. A un tiempo, Villaamil y yo nos hicimos cargo de una grave dificultad   —204→   estratégica. San Ginés tiene dos entradas, y por consiguiente dos salidas. Yo hubiera querido dividirme y vigilar ambas puertas. «Usted mire por la calle del Arenal -me dijo el pintor con rápida previsión militar-; yo miraré por la plazuela». Así lo hicimos.

Vi salir a pocos hombres, en los que no me fijé, y mayor número de mujeres que observé atentamente, cerciorándome de que todas eran viejas, y las que no lo eran, no daban lugar a confusión a causa de su ostensible fealdad. Por mi puesto de guardia, puedo jurarlo, no salió la mujer de las soberanas proporciones. Cuando terminada la requisa, y expulsado yo por el sacristán, me reuní en la plazuela con mi amigo, este me comunicó que por su puerta no había salido la moza, podía jurarlo. Mi desconsuelo y ansiedad fueron tales que no acerté con ninguna explicación del caso, y sin el testimonio del pintor habríalo tenido por un caso de alucinación. «Para mí, querido Pepe -me dijo Villaamil-, esa mujer no ha salido»... «¿Cómo que no ha salido? ¿Es acaso alguna efigie que pernocta en los altares?»... «Si no es efigie sagrada, merece serlo. Ahora me confirmo en que no fue engaño lo que creí ver. La moza, al entrar en la iglesia, avanzó derechamente hacia la sacristía». Un rato estuvimos discutiendo este enrevesado punto: ¿Tiene la sacristía comunicación directa con la calle? Hicimos reconocimiento topográfico, dando la vuelta a la parroquia   —205→   por el arco y pasadizo. Sostenía Villaamil que por una puertecilla que hay en la plazuela, muy cerca del arco, había visto salir varios bultos; pero la distancia y el sombrajo que allí hacen los muros le impidió distinguir si eran clérigos o mujeres. La portezuela por donde se desvanecieron estos fantasmas estaba cerrada a piedra y barro. El balcón estrecho y las desiguales ventanas que a cierta altura vimos nos indicaban que hay allí una habitación aneja a la parroquia. ¿Será la vivienda del párroco? Villaamil declaró con firmeza que a la mañana siguiente lo averiguaría. Mis deseos eran averiguarlo al punto. De pronto, como quien encuentra la solución de un problema obscuro, Genaro me dijo: «Oiga usted, Pepe: ¿se habrá metido en la bóveda, en la célebre bóveda de los disciplinantes?»... «¿Y dónde está la bóveda?»... «Viene a caer aquí debajo, y su entrada es por la capilla del Cristo, donde estaban rezando cuando entramos»... «¿Y esa bóveda tiene luego salida por alguna parte?»... «Dicen unos que sale a las Descalzas Reales, otros que a San Felipe el Real; pero esto me parece fábula...».

Propúsome el pintor interrogar al sereno, pero a ello me negué, no por falta de ganas: deseaba emprender solo mis investigaciones. La intervención de Villaamil en un asunto que yo consideraba enteramente mío me molestaba. Todo intruso que me disputara mi absoluto derecho a descubrir a Lucila era ya mi enemigo. Fingiendo un poco   —206→   le hice creer que sólo un interés caprichoso y pasajero me había movido, y me le llevé hacia la calle del Arenal, para dejarle en su casa antes de entrar yo en la mía. Por el camino le hablé de todo menos de aquel misterioso hallazgo y pérdida de la mujer bonita; pero él, sin poder apartar de lo que vimos su potente imaginación de artista, exclamaba: «¡Qué cuadro! Es la primera vez que veo en Madrid un asunto poético y una composición prodigiosa... La mujer furtiva es lo de menos... ¡Pero la plazuela iluminada por la luna, el arco de San Ginés, donde se alcanza a ver el farolillo del sereno... luz rojiza... los desiguales edificios, la disposición irregular de las casas y tejados...! Es un cuadro, Pepe, un soberbio cuadro...». No tuve yo tranquilidad al quedarme solo, y abrasado de celos precoces, no podía desechar el temor de que Villaamil se me anticipara en la busca y rastreo de la mayor belleza del mundo.

Entré en mi casa en una situación de ánimo que no permitía otro disimulo que el darme por enfermo y necesitado de soledad y descanso. Mi mujer, con tierna solicitud, dispuso que me trajeran tacitas de tila y de té. No podía yo resistir su mirada penetrante, y cerraba los ojos con afectación de dolor de cabeza, que no tardó en ser efectivo. Varias veces he preguntado a María Ignacia si hablo yo en sueños, y me ha dicho que no, que tan sólo doy grandes suspiros. Esto me tranquiliza, pues tendría muy poca gracia   —207→   que durmiendo nombrase yo a Lucila, o por ella preguntase a imaginarios guardianes... La noche fue malísima, y los ratos de insomnio me atormentaban menos que los breves letargos con angustiosa opresión y terrores. Ni un momento dejé de sentir la presencia vigilante y cariñosa de mi mujer. Su ternura me incomodaba; le mandé que se recogiese, afirmando que me sentía bien y que mi desazón había pasado.

Otro día de Junio.- Pienso que he perdido la razón, o que llevo dentro de mí un ser nuevo, invasor intruso que ha desalojado mi antiguo ser. No me conozco. Dudo si la continua presencia de Lucila en mi alma es un suplicio intolerable, o un bien necesario que me ocasionaría la muerte si desapareciese. Ninguna mujer se ha posesionado de mi pensamiento y de mi voluntad con tan absorbente tiranía. Soy suyo, y por mía la tengo desde el principio al fin del mundo. Porque desde su emergencia en el castillo, fue para mí la ideal mujer, la perfección del tipo, y ante ella no puede haber otra, ni la hubo ni la habrá. ¿Esto que escribo es locura? Así lo pienso; pero una vez escrito no será tachado por mi mano. Quiero manifestarme cual soy en el momento presente, y si deliro ¿qué razón hay para que me obstine en aparecer discreto y sesudo, tal y como mi señor suegro me ve, o quiere verme, representándome a su imagen y semejanza? Salgan al papel mis desatinos, si lo son, en espera de que el tiempo los convierta en concertadas razones.

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La inutilidad de las diligencias que hoy he practicado en San Ginés y contornos, me ha traído a un abatimiento lúgubre. Ni sacristanes y monaguillos, ni el sereno, ni el celador del barrio, ni los tenderos vecinos saben nada de semejante mujer... He recorrido las calles próximas, he dado vuelta a toda la manzana. Recordando que Lucila apareció por el lado de San Martín, he reconocido también las calles de Capellanes, Tahona de las Descalzas y otras, con la esperanza de encontrarme al patriarca Ansúrez, o al hermanito pequeño; pero ningún rostro de la familia celtíbera he topado en mi divagación por este barrio. En casa logro componer mi pálido semblante, para que ni aun mi mujercita, con su milagrosa perspicacia, entre en el sagrado de mis pensamientos. Voy al Congreso, que es donde más solo puedo sentirme, y huyendo de los amigos que en el Salón de conferencias y pasillos me agobian con su enfadosa charla, busco un refugio en mi asiento de los escaños rojos, y me sumerjo en las narcóticas aguas de la discusión de Aranceles. Me creo dentro de una redoma, y mi atención es como la del pececillo colorado que nada en redondo mirando el cristal que lo aprisiona. Veo al cetrino Nicolás Rivero, al fornido Pidal, a Cantero chiquitín, a Moreno López elegante, a Negrete proceroso, y oyendo el run-run de un orador, para mí desconocido, cierro los párpados; el sueño me rinde... Al volver en mí me siento demagogo, me descubro anárquico;   —209→   no encuentro palabras bastante expresivas para calificar el horripilante desenfreno y audacia de las ideas que se congestionan en mi mente. Porque la somnolencia no acabe de aplanarme, huyo del Teatro-Congreso, y me voy de paseo por la calle Mayor y Carrera de San Jerónimo sin parar hasta el Retiro, donde encuentro amigos, algunos diputados; hablo con ellos; sigo, empalmo con otros; vuelvo a charlar, tomo y dejo, y lo mismo acompañado que solo, continúo sintiendo en mí el llamear ardiente de las fieras pasiones revolucionarias. Los sombreros de copa que cubren el cráneo de tanto señor y señorete me producen indecible antipatía, y nada sería para mí tan sabroso como emplear mi bastón en el apabullo de todos los tubos de felpa que me salgan al paso. ¿Hay nada más imbécil que la invención de esta ridícula tapadera de nuestras cabezas?... En mi negro humor, hasta las señoras se me hacen odiosas y soberanamente grotescas, con sus modas de París y el artificio vano de su exótica finura.

Sí, sí, debo de estar enfermo: esta noche, de las cenizas de la hoguera en que prendí fuego a toda la sociedad de mi clase, ha surgido mi grande amor al pueblo. Todo lo que no sea pueblo no es más que una comparsería indecente, figuras de un carnaval que a lo chocarrero llama elegante, y a las pesadas bromas da el nombre de cultura. Los días del vivir actual, esto que con tanto énfasis llamamos nuestro siglo, nuestra época, ¿qué   —210→   es más que un lapso de tiempo alquilado para fiestas? El plazo de alquiler a su fin se aproxima, y en ese momento del quitar de caretas, volveremos todos a ser pueblo, o no seremos nada... Amo a Lucila porque amo al pueblo: estos dos amores no son más que uno... Presumo que voy al mayor desconcierto de mi razón, y dejo la pluma...

Vuelvo a tomarla, después de una pausa de dos horas, y declaro que veré con grandísimo gozo los disturbios y convulsiones que tanto temen nuestros hombres públicos. La tan maldecida República Romana tiene todas mis simpatías, y los Mazzinis y Garibaldis son mis ídolos... Lleno estoy del condenado virus que es la desesperación de mi suegro ilustre, y con este veneno apaciento mis ideas, con él mis deseos de que nuestras tropas, impotentes para reponer a Pío IX en su eterna Silla, tengan que traérsele para acá, de que húngaros y austriacos hagan polvo a los Radecskys y Metterniches, de que todos los pueblos ardan y todas las artificiales categorías sucumban, de que Francia sea inmensa barricada donde alcen su haraposa bandera los socialistas, comunistas y falansterianos del mundo entero... Ya veis que voy de mal en peor... Me siento insufrible: vuelvo a dejar la pluma... Suspendo esta confesión; pero conste que soy demagogo, furiosamente demagogo...

Otro día de Junio.- Hoy, gracias a Dios, en mi alma turbada se van apagando los incendios revolucionarios. No obstante, oyendo   —211→   al Sr. de Emparán, que me ha dado matraca horrible con la carta filosófica remitida por Donoso Cortés desde Berlín, y publicada estos días por El Heraldo, he sentido en mí un vivo anhelo de que lo maten, no a Donoso Cortés, sino a mi suegro (a los dos no fuera malo), de que vengan al Gobierno las hordas socialistas y le arrebaten cuanto posee, sus riquezas todas, raíces, valores públicos, etcétera, no dejándole más que la camisa, y esto por el aquél de la decencia. ¿Qué?... ¿qué tenéis que decirme? Ya entiendo: que Emparán en la miseria sería yo miserable, reducido a la extrema necesidad de pedir limosna. ¿Y qué? ¿Pensáis que esto me arredra? Pues bien: seré mendigo, andaré descalzo, gozando en la total ruina de los zapateros y en el acabamiento de todo sastre. ¿No iban descalzos y muy ligeritos de ropa los iberos y celtas, y eran felices, y se gobernaban admirablemente y vivían luengos años?... Si por algo, fijaos bien, rectifico esta idea destructora, y dejo a la remota Posteridad el despojo y aniquilamiento de mi padre político, es porque me aterra pensar que mi mujer y mi hijo anden también descalzos y en paños menores por esos mundos. No: sálvense de la catástrofe estos caros objetos, y si para ello es indispensable el indulto del Sr. de Emparán, recojo todo mi virus, y perdonado queda en este renglón. Para quien no tendré misericordia es para Donoso Cortés, que en su famosa carta berlinesa me ha estomagado con sus ñoñerías filosófico-ultramontanas.   —212→   ¿Hay elocuencia más vacía ni retórica más insustancial? Desde que ha sabido que Narváez le odia cordialmente y se jacta de no haberle leído nunca, se aviva y enciende más mi cariño al Espadón, y voy creyendo que es el único grande hombre entre tanto necio hablador y tanto acebuche barnizado. Sostuve esta tarde una viva disputa en el Casino, defendiendo rabiosamente a Narváez, y abominando de los que con desdeñoso humorismo llama la cáfila de abogados... Éntrame ardiente anhelo de ver al Duque, y de platicar con él de los diversos temas que hoy mueven las lenguas de nuestros hombres públicos y de nuestras mujeres... privadas (guarda, Pablo). De mañana no paso sin que yo me encare con el buey liberal, o en su defecto, con Bodega, que en este momento de la Historia mía y de España también merece mi afectuoso respeto. Él es pueblo, como yo, pueblo que resplandece en las alturas.




ArribaAbajo- XXI -

Primeros de Julio.- Han pasado algunos días, no sé cuántos: llevo mal ahora la cuenta del tiempo... En este paréntesis corto de mis Confesiones, mi pensamiento no ha estado libre de alternativas y mudanzas. Sufrí recrudescencias de mi rabia demagógica, y   —213→   he visto luego que esta formidable pasión o dolencia remitía, dejándome volver a mi normal estado de sensatez. Conviéneme declarar que ni en mis delirios ni en mis sedaciones me ha faltado el cariño a mi mujer y a mi chiquillo, sentimiento de un orden reposado, compuesto de deber y amor, y que ha llegado a parecerme armonizable con mis ensueños. Cuando disponga de más reposo, explicaré la filosofía que pongo en práctica para socorrerme con ese cómodo sincretismo... Lo más urgente ahora es que traslade al papel un suceso mío, que no por mío precisamente, sino por suceso en sí propio importante, debe ser comunicado a la indagadora Posteridad. Ello es que al cabo quiso Eufrasia que se cumplieran las profecías: así llamo a las promesas de ella, y a las malignas suposiciones del vulgo. Una carta que al Congreso me escribió, la respuesta mía, una breve entrevista después en el paseo, determinaron lo que por lo visto deseaba ella más que yo en aquel día, no muy lejano del presente. Cogiome en tal estado espasmódico y cerebral, que mi primer impulso fue no acudir al dulce reclamo. Después lo pensé mejor, y entendí que el Acaso me deparaba quizás un grande alivio de mis murrias; deparábame asimismo el gusto de dar la razón al penseque mundano, y de convertir el cronicón apócrifo en historia verídica, espejo de la vida real. Me molestaba la mentira ¡y era tan fácil trocarla en verdad!

Diome la verdad mi amiga una tarde en   —214→   el Casino de Embajadores... Perdonad que me interrumpa para deciros otra vez, y van dos, que me carga Donoso Cortés, y que ya estoy ahíto de la indigesta carta filosófica que nos enjaretó desde Berlín. Infinitas veces se ha tragado su lectura mi papá político, y algunos párrafos quedaron impresos en su memoria como el Padrenuestro. Creeré que lo aprendió en viernes. Esta mañana lo repetía en tono triunfal: «Si se me preguntara mi opinión particular sobre el eclecticismo, diría que es una rama seca y deshojada del árbol del racionalismo. Del racionalismo ha salido el spinozismo, el volterianismo, el kantismo, el hegelianismo y el cousinismo, doctrinas de perdición... La sociedad europea se muere: sus extremidades están frías, su corazón lo estará dentro de poco. ¿Sabéis por qué se muere?». A esta pregunta que mi suegro hacía con entonación propia, como si fuera de su cosecha, contestábamos al unísono mi mujer y yo: «No señor: no sabemos nada». Y él, hinchándose de vana elocuencia, como lo estaban sus bolsillos de copiosos caudales, se contestaba: «Muere porque la sociedad había sido hecha por Dios para alimentarse de la substancia católica, y médicos empíricos le han dado por alimento la sustancia racionalista...».

Pero lo que más a mi señor suegro, reventando de rico, seduce y entusiasma, es aquel pasaje sentimental en que nuestro rutilante orador nos revela que hemos venido al mundo para llorar y padecer. La cosa resulta   —215→   clarísima y se demuestra con un ejemplo. «La vida es una expiación -decía D. Feliciano con semblante fúnebre al repetir uno de los trozos más enfáticos de la carta-; la tierra es un valle de lágrimas. Si no queréis alzar la vista a los Cielos, ponedla en la cuna del niño sin pecado... ¿Qué hace el niño privado aún de pensamiento, de razón y hasta de voluntad? Pues llorar...». Argumento incontestable: si el niño, que todavía es un ángel, llora, nosotros que estamos llenos de pecados, ¿qué fin y destino tenemos más que hacer pucheros en todo el curso de nuestra vida? Observaba yo que mi ilustre suegro, con tanto recomendar el llanto a las personas mayores, se abstenía personalmente de toda demostración de duelo, y nos decía, más regañón que dolorido: «Esta es la verdad, la doctrina pura. Aprended, aprended aquí».

Perdónenme la digresión. Sigo contando. Quedamos en que fui a la calle de Embajadores. Ya comprenderéis que de tan delicado asunto sólo debo hablar lo preciso para establecer la debida coordinación lógica entre las diversas partes de estas confidencias. Me permito saltar de la primera a la segunda entrevista con Eufrasia, que fue ayer, y añado que las alegrías de estos reservados encuentros dejan en mí un sedimento amargo, y que no han apagado, no, el volcán que suscitó en mi mente la fatal aparición de la salvaje Lucila. Os diré con confianza que los halagos de la moruna, con ser en determinadas ocasiones de extraordinaria intensidad   —216→   sensitiva, me traen el hielo en inmediata concatenación con el fuego, cual si fuesen eslabones que forman un toisón de alternados metales. En sus encantos, a poco de gustarlos, no me ha sido difícil ver el desabrimiento de las cosas de serie, que traen de atrás su principio y continúan repitiéndose en la igualdad de sus casos y consecuencias. Yo me sentía sucesor de alguien y predecesor de otro u otros, y si mi herencia me parecía triste, más lástima que envidia sentía de mis presuntos herederos.

Otro día de Julio.- A la tercera vez, con más empeño que en la primera y segunda, trato de indagar el móvil y fin de aquella conspiración de zarzuela en que la moruna entretiene sus ocios. La reciente intimidad no tiene bastante poder para quebrantar el secreto. Eufrasia elude las preguntas, cambia de conversación, niega cuando se ve estrechada; acaba por afirmar que todo concluyó, que fue una broma, chismorreo de damas locuaces, que no saben cómo pasar el rato. Mis coloquios en tan cercana disposición me permiten observar que es recelosa, sagaz y reservada, que las pasiones no ahogan jamás su discernimiento, que poniendo en sus empresas toda la perseverancia del mundo, sabe esperar. Yo no me recato de confesarle mis simpatías por la demagogia, sin descubrir el secreto psicológico de esta novedad, y ella me alienta, declarándose también un poquito revolucionaria, sin precisar ideas.

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Permitidme que en una nueva digresión afirme otra vez, y van ciento, que me encocoran lo indecible el Sr. Donoso, Marqués de Valdegamas, y su ciencia relamida. Si me ofrecéis recibo lo tomaré, y sigo en mi cantinela... Es que a diferentes horas, en las situaciones más diferentes, invade mi alma el desdén de estas retóricas vacías. Ese buen señor que a mis contemporáneos entusiasma, a mí me revienta: no puedo remediarlo... Y a propósito, para que no me acuséis de inoportunidad: Eufrasia, tomando pie de no sé qué apreciación mía, me ha dicho, mientras se arreglaba el desordenado cabello: «¿Verdad que es hermosa la carta de Donoso Cortés?». Yo troné contra el ídolo de las damas y de los grillos parlamentarios, y mi amiga lo defendió con grandes hipérboles, repitiendo algunas de sus vaciedades más rotundas: «Luzbel no es el rival, es el esclavo del Altísimo».

-Bueno, ¿y qué? Concedo que no es el rival, sino el esclavo... ¿Y qué?

-Que el mal no es obra de Satanás: «el mal que el ángel rebelde infunde o inspira, no lo inspira y no lo infunde sino permitiéndolo el Señor, y el Señor no lo permite sino para castigar a los impíos, o para purificar a los justos con el hierro candente de las tribulaciones...». Así lo parla el maestro...

-Eso va con nosotros: falta saber si somos impíos y merecemos azotes, o justos que seremos purificados.

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-No seas tonto. Eso lo dice por las revoluciones...

-¿Qué más revolución que nosotros?

-No hables en plural: tú eres demagogo.

-Y tú descamisada...

-¡Ay, qué pillo!... El descamisado, el sans culotte eres tú... Las palabras de Quiquiriquí sobre el Sr. de Luzbel no van con nosotros. Es que algunos han dicho que la revolución de Febrero del año pasado en Francia, la que echó del trono a Luis Felipe, fue un castigo, y que después vendría la misericordia de Dios. Pues no es eso: Donoso Cortés, con ese talentazo que no le cabe en la cabeza, ve las cosas claras y dice que no habrá misericordia... «Los que vivan verán asombrados que la revolución de Febrero no fue más que una amenaza, y que ahora viene el castigo...».

-¡Ya escampa! Pongámonos en salvo.

-No te burles. Vendrá un cambiazo muy gordo que nos libre de tanto pillo.

-Y en ese cambiazo trabajas tú y otras, a cencerros tapados... Destruiréis todo lo actual, y pondréis al frente de la Administración un Ministerio de niños llorones presidido por Quiquiriquí.

Soltó al oír esto una risa franca, fresca, sonora, expresión de abandono y travesura.

«Déjame que cierre así la discusión -me dijo-. Mi nombre es Alegría...». Y acabó por confesarme que también a ella le revuelven el estómago los sermones de Valdegamas, y que si los celebra y repite es por seguir   —219→   la corriente; que toda aquella hinchazón insubstancial no sirve para nada, ni traerá la más pequeña mudanza de las cosas públicas. El mundo, según Eufrasia, se gobierna por pasiones, no por ideas, y estas no influyen sino cuando son apasionadas. No echo yo en saco roto esta sentencia, que me parece de un profundo sentido en los tiempos que corren. Tiene la moruna mucho talento. Así lo declaro, y ella con candoroso orgullo me dice: «¿Pues qué eres tú...? Si yo fuera Reina haría de España una gran Nación. Yo sabría ser mujer y soberana, sin que la soberana y la mujer se estorbasen la una a la otra. Yo poseería y practicaría el arte más difícil, que es el de escoger hombres más o menos públicos, y en cada puesto estaría el sujeto apto para desempeñarlo... Yo los examinaría bien, y hasta que no estuviera bien segura de sus cualidades no les daría el rango... Créete que yo haría una Reina admirable, como Isabel de Inglaterra, o Catalina de Rusia; pero con la condición de ser soberana absolutamente absoluta, porque de otro modo no respondería del acierto. ¿Libertad? No habría más libertad que la mía. ¿Religión? La mía, y que fuera yo mi propio Papa. ¿Ejército? Yo Generalísima. ¿Marina? Yo Almirantísima. ¿Gobierno? Yo Ministrísima... Verías tú qué bien andaba todo. Yo y el Pueblo, y entre este y yo un cierto número de lacayos instruidos que sirvieran fielmente al Pueblo en mi nombre». Preguntada por mí acerca del lugar que a   —220→   su esposo daría en este absolutísimo gobierno mujeril, me contestó que en su Reino decretaría el cese de todos los maridos que no fueran padres, y que a D. Saturno, por gratitud, le nombraría Inspector General de Matrimonios, para divorciar a los que no tuviesen prole... Yo, como padre que soy bien acreditado, tendría un puesto de importancia en la Nación...

Con estas y otras tonterías pasamos el rato. El ingenio de esta mujer me divierte... pero el vacío de mi alma continúa sin llenar. Termina la moruna diciéndome que se va a la Granja, donde está la Corte, y me incita a que vaya también yo con mi familia... Si María Ignacia y sus padres desean lo mismo, ¿por qué no acabo de resolverme? ¿Qué interés o querencia me amarran a Madrid? Respondo que sí, que no y qué sé yo.

Otro día de Julio.- Hoy, después de dos infructuosas tentativas, he logrado satisfacer mi vivo deseo de hablar con Narváez, de quien tenía yo las mejores ausencias, pues supe no ha mucho que en casa del Duque de San Carlos me alabó y encareció infinitamente más de lo que yo merezco. Antes de pasar a la presencia del Espadón tocome un poco de antesala, la cual se me hizo corta por la agradable compañía de mi amigo y compañero de Congreso, Eusebio Calonge, el más joven quizás de los mariscales de Campo. ¿De qué habíamos de hablar sino de la expedición a Italia, general comidilla en estos días? Marchitas las ilusiones de los que   —221→   vieron en el envío de tropas a Gaeta un principio de históricas hazañas militares, ¿qué hacían allí los españoles? Recibir la bendición del Papa, ocupar a Terracina, y gastar su ardimiento en marchas y contramarchas.

«El veto del General francés, cerrándonos el camino de Roma -me dijo Calonge-, nos ha puesto en situación muy desairada. La expedición queda reducida a un acto diplomático, y únicamente con ese carácter se la puede defender hasta cierto punto. Mi opinión es que los actos diplomáticos de un ejército sólo son eficaces después de actos verdaderamente militares. La fuerza que pega duro es la fuerza que puede negociar...». Pareciome de perlas esta observación de mi amigo, que revelaba la viveza de su entendimiento, y algo más habríamos divagado sobre aquel asunto, si no nos interrumpiera D. Juan Bravo Murillo, que salía de hablar con Narváez. Tocaba su vez a Calonge, que según me dijo despacharía en cinco minutos. No llegaron a tantos los que empleamos D. Juan y yo en recíprocas salutaciones. No he tenido ocasión de decir que el ilustre extremeño y hombre público es antigua relación de los Emparanes, y ha dirigido como letrado en ocasiones diversas, y en una muy reciente, los asuntos de la casa. D. Feliciano le estima como amigo, y le mira como a un santo en la religión de la jurisprudencia. Nada teme mi suegro del rigor de las leyes teniendo en sus altares a San Juan Bravo Murillo.

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«¡Dichosos los ojos...! -exclamó Narváez al recibirme-; y conste que ya no le llamo pollo. Por muchas razones merece usted el empleo inmediato...».

Hablamos de todo, de Eufrasia, de mi familia, de mi hijo, de los Emparanes, de los Socobios, de todo menos de la campaña de Italia, punto delicadísimo que no me atreví a tocar, sabedor de lo aburrido que anda mi hombre con este frustrado intento de intervención gloriosa. En su tono, en su mirada, descubro la calma que ha sucedido a su recelo de las conjuras, y siempre que la conversación recae en cosa referente a mi persona, sus elogios me colman de gratitud, no inferior a mi confusión, pues ignoro en qué funda el alto concepto que de mí ha formado. Háblame de que desea utilizar mis dotes, esas dotes que con increíble benevolencia y engaño llama extraordinarias, y cuando pienso que su idea es ofrecerme un puesto diplomático, sale por un registro que me causa tanta sorpresa como disgusto. ¿Sabéis a qué quiere aplicar el Duque las facultades mías, que estima o parece estimar desmedidamente? Pues a las funciones de un cargo palatino. La independencia que disfruto me permite tomar a risa la propuesta de mi jefe y amigo, y manifestarle que podrá hacer de mí lo que quiera, pero jamás hará un palaciego. Él se ríe también; al despedirme me da palmaditas, repite en forma humorística su pensamiento de vestirme de gentilhombre, sumiller de corps o cosa tal, y con toda   —223→   seriedad me dice: «Yo miro este asunto por el lado mío, por el lado de la conveniencia oficial, y sostengo que es necesidad imperiosa del Estado tener en aquella casa un personal inteligente, instruido, que posea las buenas formas y las ideas liberales... Ya ve usted si es difícil... digamos imposible. Adiós; que vuelva usted pronto por aquí, y aunque no quiera hablaremos de lo mismo...». Salí: la idea del General, descartando radicalmente de ella mi persona, pareciome idea luminosa y madura, de hombre de mundo, de hombre de Estado.

Al anochecer, camino de mi casa, no falté a la estación que dos veces al día, una por lo menos, hago en San Ginés, por la querencia misteriosa de los lugares donde, visto una vez el paso de la felicidad, creemos que allí nos está esperando para pasar de nuevo. Es aquel mi sitio de peregrinación, y a él acudo por devota costumbre, o por impensado rumbo de mis andares. No diré que hayan sido absolutamente infructuosas mis pesquisas en la parroquia y sus aledaños, porque si ningún conocimiento positivo ha venido a saciar la sed que me devora, creo haber descubierto hilos menudos que a otro más grande, y finalmente al ovillo de esta sin igual aventura, pueden conducirme. Desengañado de sacristanes y monagos, así como de vecinos y porteras, me dediqué al trato de pobres de ambos sexos que piden en aquel santo lugar. Repartiendo sin tasa calderilla y algo de plata, he adquirido en tan   —224→   mísera república relaciones muy útiles... Pero anoche encontré la puerta cerrada; la turba mendicante se había retirado de sus puestos, faltándome hasta el más fiel y consecuente amigo, que esperarme suele a deshora en la escalerilla del patio por la calle del Arenal. De los hilos tenues, imperceptibles casi, que este hilandero de chismes ha puesto en mi mano, no quiero ni debo hablar mientras no sepa si han de conducirme a la esperanza o a mayor desesperación.




ArribaAbajo- XXII -

16 de Julio.- Decididamente nos vamos a la Granja. Habría yo preferido pasar en Atienza los rigores del verano, por disfrutar de mayor sosiego y dar a mi madre el gustazo de tenernos en su compañía. Estos eran también los deseos y planes de María Ignacia; pero el unánime voto de todo el señorío Emparánico en favor del Real Sitio de San Ildefonso se impone a nuestra voluntad. Punto final en las discusiones, y comienzo de los fastidiosos preparativos... Mi mujer, o ignora en absoluto mi devaneo con Eufrasia, o lo considera superficial y sin importancia, aplicando al caso una filosofía suya, soberana, elevadísima, que en rigor no puede admitirse más que estableciendo ley conyugal distinta para cada sexo... Cuido de   —225→   rodear mi falta de cuantas precauciones pueden preservarla del conocimiento y aun de la sospecha de esta familia; pero creo difícil mantener la ignorancia más allá de los temporales límites que encierran todo humano artificio.

Deseaba yo una ocasión de ver a Eufrasia antes de su partida, y hablarle de estos temores, apelando a su buen discernimiento para que, mientras dure la jornada en el Real Sitio, encerremos en mayor tapujo nuestras intimidades, o las encubramos con la soberana hipocresía de suspenderlas efectivamente. De fijo accederá, porque, como gran maestra de la vida, es cautelosa, ve y entiende toda realidad, y en sus programas, según me ha dicho mil veces, figura en primer término la conservación de mi prestigio y buena fama en la familia. La ocasión que yo buscaba se me ha presentado esta tarde. Habiendo ido con mi señor suegro a visitar a Bravo Murillo (para consultarle un pleito Emparánico entablado en el Consejo Real), tuve el gusto de toparme allí con Don Saturno del Socobio y su morisca esposa, que se despedían del extremeño, con quien están todos los Socobios del mundo en buena amistad social y jurídica.

Pero antes de que yo refiera esta visita y las entretenidas pláticas que en casa del insigne letrado y ministro tuvimos, oblígame el orden del relato a contar alguna meditación mía muy interesante; que las meditaciones, y aun los volubles escarceos de la   —226→   mente, son materia o documentación utilísima de la historia de un hombre, más o menos sincero confesor de sí mismo. Es, pues, el caso que al despertar esta tarde de la siestecilla con que suelo pagar mi tributo a los ardores veraniegos, sentí en mi alma un bienestar hondo, cual si de ella, con la virtud de aquel descanso, se desprendiera un formidable peso que la oprimía. Sentíame no ya aliviado, sino totalmente restablecido de lo que yo llamaba el mal de Lucila, la monomanía, la horrenda pasión de ánimo que encadenó mi pensamiento y todo mi ser a la imagen más soñada que vista de aquella mujer. Y la súbita extinción de mi mal, habíamela traído... ¿A que no lo adivináis? Pues una idea, que al despertar apareció posesionada de mi mente, y encendida dentro de ella como vivísima luz, semejante por su potencia a las que en los faros alumbran el paso de las naves. La idea que me iluminaba, única, despidiendo rayos en mi cerebro, era esta: la enfermedad que yo he padecido no es más que una efusión estética.

«Mujer -dije a la mía, que en el momento de mi despertar se me apareció con el chiquillo en brazos-, ¿no sabes que ahora caigo en que soy un artista sin arte... un hombre que crece, vive y toma puesto en la vida social fuera de su vocación? En mí has de ver un artista inmenso, escultor, pintor, músico tal vez... quiero decir que yo he debido ser ese gran creador de arte, y por no   —227→   serlo, me pongo malísimo, y hasta parece que se me va el santo al Cielo».

Echose a reír mi digna esposa, y sin dejar de zarandear en sus brazos al crío, me contestó: «¡Pero, bobito, si eso que me dices no es idea tuya!... ¡Si eso te lo dije yo anoche cuando te acostabas! Y te lo repetí no sé si dos o tres veces hasta que te quedaste dormidito. ¿Ya no te acuerdas?

-Sí: algo voy recordando. Me hablaste de eso; pero no dijiste el nombre del mal que tuve. El nombre de lo que padecemos es muy importante, y creo yo que el hecho solo de saber ese nombre nos cura. Esto que padecí se llama efusión estética.

-No me vengas a mí con terminachos. Yo no sé más sino que no te conviene estar ocioso. Tu mamá te conocía bien cuando te recomendaba que escribieras la Historia del Papado, y aun creía la pobre que la estabas escribiendo. Yo soñé noches pasadas que habías hecho una catedral tan magnífica, que las de Toledo y León parecían al lado de la tuya buñuelos de piedra... Y otra noche pensé, esto no fue sueño, que si llegas a dedicarte a la estatuaria, habrías hecho maravillas... De todo entiendes, y sobre cada cosa discurres con tanto tino que se queda una tonta oyéndote... Más de una vez te dije que has sido muy desgraciado, Pepe, porque primero quisieron hacerte clérigo y te mandaron a Roma, donde no te encaminaron por el lado del arte, sino por el de desempolvar bibliotecas; luego viniste aquí, te dieron un   —228→   empleo; nadie se cuidó de ver para qué servías; te lanzaste al mundo; te hiciste señorito elegante; y por fin, sin que lucharas por la vida, ni por el arte, ni por nada, te viste en buena posición y casado con una fea... ¡Ya lo creo que estarás enfermo, Pepe! Y has de ir de mal en peor como no busques ahora otro rumbo, y te ocupes en algo que sea boca de volcán por donde arrojes todo lo que tienes dentro del alma».

Respondile que cuanto me decía era exactísimo, menos que yo me hubiese casado con una fea, y quien así lo afirmara mentía bellacamente. Varió con rápido giro María Ignacia la conversación, diciéndome que su padre me esperaba ya para ir a la visita del Sr. Bravo Murillo. Vestime de prisa y corriendo; a los veinte minutos ya estábamos en la calle suegro y yerno. Por el camino iba yo pensando en mi enfermedad, la cual, al paso por San Ginés, no me pareció radicalmente curada... ¿Podría creer al menos en una mejoría profunda y franca, precursora del perfecto equilibrio? La idea que al despertar de mi siesta me trajo conciencia luminosa de curación, había sufrido alguna mudanza, como el lento correr de una veleta, y observándola me dije: «No era efusión estética, sino efusión popular». Oyendo las campanudas majaderías que D. Feliciano me echó por el camino, tocantes al Principio de Autoridad y a las medidas que debían adoptarse contra el tremendo virus, me sentí otra vez dañado profundamente, y el síntoma   —229→   denunciador de mi recaída no era otro que un vivo afán de que reventara mi suegro, o de que un alzamiento de las turbas le hiciese total liquidación de vida y hacienda. En este morboso anhelo mío no entraba para nada la idea de herencia: mi furor revolucionario contra el Sr. de Emparán era esencialmente desinteresado y justiciero...

Adelante. Antes de que yo tuviese el honor de conocer a D. Juan Bravo Murillo, me contó mi suegro que este grave señor se desayuna con media docena de chorizos crudos y medio cuartillo de Valdepeñas. Pensaba yo que quien con tan grosero y bárbaro comistraje se prepara el cuerpo para los trabajos matutinos, no podía ser una inteligencia sutil, de penetrantes destellos. Mas luego, viéndole, oyéndole y tratándole, reconocí en él cualidades de hombre entero, sesudo, tenaz, de viril discernimiento sin fantasía, que me reconciliaron con aquel hábito suyo de la ingestión de chorizos cuando los demás tomamos café o chocolate. La persona de D. Juan no puede ser más extremeña: como político es compacto, duro, consistente; como orador, macizo, aplastante, pesado, de una claridad pasmosa en los asuntos de ley escrita. Al jurisperito le tengo por excelente, al político por uno de los más vulgares, hombre aferrado a ideas viejas, y hecho a las rutinas como a los embutidos de su país. La extremeña virtud de la voluntad le sirve para enranciarse más cada día, y es lástima que tal virtud se aplique a convertir en actos   —230→   el pensar retrógrado y los sentimientos absolutistas. Menos austero de lo que parece, goza no obstante fama de honrado, y lo es. Ha podido ser millonario, y su fortuna, según dicen, no pasa de moderada, en el sentido general. No escandaliza con su lujo, y su vanidad se reduce a vestir bien: usa levitas de buen paño de Sedán bien cortadas, guantes amarillos, botas de charol, y fuma puros de a cuarta, del mejor habano. En sociedad es afable, muy distante de la zalamería; en la Administración todo lo severo que puede ser aquí un Ministro, tratante en favor y credenciales.

Encontramos la sala de D. Juan llena de gente, y a él recibiendo plácemes por su recobrada salud. Había tenido un ataquillo de grippe, la enfermedad que ahora está de moda, y restablecido ya, sus amigos políticos, sus clientes y una caterva de extremeños acudían a felicitarle. Diputados vi unos doce, y al poco rato, con los que en pos de mí llegaron, la cifra pasó de veinte. Allí estaba Cándido Nocedal, que a mi parecer se pasa de listo, de fácil y seductora palabra, progresista el 40, el 44 moderado de la fracción Puritana, en la cual permanece; allí también Carriquiri, hombre rico y por lo tanto ameno, alegre y de afable trato; allí D. Cristóbal Campoy, auditor de Guerra en el ejército de D. Carlos, hoy moderado de los de peso, que andando se tambalea como un santo que llevan en procesión; allí Don Félix Martín, el diputado labrador, el villano   —231→   de Illescas, como suelen llamarle, alto, moreno, con gruesos anteojos, y un levitón que debiera ser de paño pardo para que el hombre estuviese más en carácter; allí Don Santiago Negrete, diputado por Llerena, corpulento, cetrino, de voz atronadora; allí los extremeños Ayala y Fernández Daza, este de figura juvenil y semblante risueño; allí, en fin, D. Joaquín Compani, el ingenuo del Congreso, o hablando en francés, l'enfant terrible, porque las verdades se le salen de la boca sin que pueda la discreción contenerlas, hombre de una franqueza sublime, orador altísono y de voz cavernosa, que se ha hecho célebre por haber soltado la bomba de que sólo hay en España dos elementos de gobierno: el cansancio de los pueblos y la empleomanía. Naturalmente, tal afirmación fue terror y escándalo de los que viven dentro de la ficción y el convencionalismo; pero no se arredró el ingenuo, y sin pararse en pelillos hizo brava defensa de la empleomanía, y sostuvo que es un hecho contra el cual nada pueden los declamadores, porque escaseando en España los medios de vivir, hay que reconocer a los españoles el derecho al presupuesto.

Ofrecidos mis respetos a D. Juan, dejéle con D. Feliciano hablando del asunto contencioso, y pasé a saludar a mis amigos de la Cámara. Entró en seguida D. Joaquín Rodríguez Leal, diputado extremeño, independiente, progresista, amigo particular de Bravo Murillo, y tras él el Marqués de Torreorgaz,   —232→   menguadito de talla, de buen humor, contento de la vida, como hombre adinerado. Este representante del país no deja transcurrir ninguna legislatura sin presentar y apoyar una proposición de ley declarando la absoluta incompatibilidad del cargo de diputado en los empleos, honores y obvenciones. ¡Qué si quieres! Es un soñador, el hombre de lo imposible, y D. Juan Bravo Murillo, según cuentan, ha sudado más de una vez la gota gorda contestando a tales utopías. Son amigos y paisanos, y no riñen más que en el Congreso. Llegaron luego otros extremeños desconocidos, dos de ellos con sus respectivas señoras, de la tierra de Hernán Cortés y Pizarro, y por fin hizo triunfal entrada el matrimonio Socobio, D. Saturno risueño, claudicante, envejecido; Eufrasia elegantísima, dominando desde el primer instante con su desenvoltura graciosa toda la reunión. No fueron pocas las alabanzas que D. Juan le tributó por su hermosura, y los piropos con que le rindió pleitesía como dueño de la casa y admirador respetuoso del bello sexo. Las extremeñas damas allí presentes, que aún vestían por la última moda de Badajoz, o por las retrasadas de Madrid, no quitaban los ojos de la vestimenta y accesorios de la manchega, reparando todo lo que llevaba.

Iniciamos la conversación por el tema fácil de los insufribles calores y de lo bien que sienta un viajecito a la Granja en esta canicular estación, y D. Juan saca uno de sus   —233→   tópicos predilectos, que es traer aguas a Madrid. Asegura que el abastecernos de tan precioso elemento de vida se impone, cueste lo que costare, para que la capital de las Españas no sea un pueblo sediento y sucio. A renglón seguido se entabla una interesante porfía sobre la calidad de los cuatro viajes que surten esta capital, y se marcan bandos o partidos, pues si el uno defiende el sabor del Bajo Abroñigal o la Castellana, no falta quien pondere la delgadez del Abroñigal Alto y la Alcubilla. D. Juan, que ha estudiado detenidamente el asunto, nos dice que Madrid se despoblará si continúa bebiendo por la primitiva medición de reales, que se dividen en cuartillos y estos en pajas. La pobreza de aguas de la Corte se evidencia con sólo decir que corren en ella, cuando corren, treinta y tres fuentes, en las cuales hay ochocientos y pico de aguadores que distribuyen en todo el vecindario trescientos treinta y siete reales de líquido potable. Pero D. Juan presentará a las Cortes un proyecto de ley para traer acá el Lozoya, sacándolo enterito de su lecho y derramándolo por nuestras calles, plazas, paseos y jardines. Oyeron esto los presentes como un cuento de hadas. La pintura que hizo Bravo Murillo de los espléndidos chorros de agua que su proyecto realizado habría de verter sobre Madrid, cautivó de tal modo al auditorio, que no sólo se nos refrescaban las imaginaciones, sino también los cuerpos.



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ArribaAbajo- XXIII -

Pero el marrullero y pesadísimo D. Saturno, que anda de algún tiempo acá medio trastornado con la manía de antiparlamentarismo, y consagra sus estrechas facultades y su holgado tiempo a proveerse de razones, datos y copiosas estadísticas que demuestren la inutilidad o más bien el perjuicio de las llamadas Cortes, ora sean Constituyentes, ora Ordinarias, echó sobre el proyecto del Lozoya no diré un jarro de agua, sino cántaros de fuego, asegurando que de la Representación Nacional no puede salir traída de aguas ni de ninguna cosa buena, sino traída de barullo, confusión, corruptelas e inmoralidad.

«Y no lo tome a mala parte, D Juan, que contra usted no voy, porque usted no ha inventado el Parlamentarismo, ni en él... las cosas claras... se encuentra muy a gusto, por más que lo calle, vamos, que no pueda decirlo... ¡Pero qué bien gobernaríamos sin Cortes, D. Juan, y qué derecho andaría todo el mundo!

-Eso habría que verlo...

-Muy pronto se dice; pero en la práctica...

-No está el mal en las Cortes, sino en el maldito Reglamento.

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-Por mi parte, que las supriman».

Estas y otras observaciones que como granizada caían sobre la opinión de D. Saturno, salieron de los grupos en que estaban Torreorgaz, Negrete, Compani, Campoy, D. Félix Martín y Carriquiri.

«Si me dejan meter baza, señores -indicó la moruna-, les diré que mi marido no condena el Parlamentarismo en principio...

-¡Oh, sí! en principio, en principio y en fin. Es malo, malo per se -vociferó Socobio-, y en ningún caso puede ser bueno. No hagan ustedes caso de mi mujer, que está un poco tocada, y transige, transige con el mal, por aquella falsa teoría de que se puede consentir un mal relativo para evitar un mal absoluto.

-Bueno -prosiguió Eufrasia, sin hacer gran caso del orador-: reneguemos del Parlamentarismo en principio y en postre, pues todo lo que conocemos de él es ruin y corrompido... Se puede demostrar que las Cortes actuales no son más que un Régimen de comedia, porque los procuradores de los pueblos o distritos no los representan más que en el nombre; todos salen elegidos por obra y gracia del Gobierno, que primero los trae y luego los paga... Señores, no hay que ofenderse... Cuando quieran se saca la cuenta parlamentaria, y se demuestra que de los trescientos y tantos señores que dicen y no, los más son funcionarios, y por tanto cobran... Todo es engañifa... No hay farsa más repugnante que esta de las Cámaras...

  —236→  

-¡Señora, por Dios...!

-¡Señora... por decirlo usted, puede pasar... Pero...

-¡Señora...!

-¡Si nadie tiene por qué ofenderse! ¡Oído! -exclamó D. Saturno, echándose mano al bolsillo de la levita-. Soy el litigante monomaníaco, y digo como él: «¿Hablaba usted de mi pleito? Aquí traigo los papeles». Yo, señores, soy un hombre muy práctico, y de mucha paciencia. Soy un hombre, señores, que cuando digo una cosa la pruebo, y... aquí traigo los papeles. Llevo ya algunos meses recogiendo datos, y formando mi estadística... Voy siempre prevenido, señores. Papel canta. Contra la realidad, contra los números, no hay aquello de tal y qué sé yo... Esto es indiscutible... Si el Sr. D. Juan me lo permite, y estos caballeros me honran con su atención, les leeré mi cuadro sinóptico».

Sacó un doblado papelote, y mientras con solemne pausa lo desplegaba, su mujer dijo: «No es necesario leerlo. Hartos están de saber los señores del margen, que si se exceptúan tres o cuatro próceres, como Berwick, Bedmar y Vistahermosa, media docena de propietarios ricos, y otra media de fabricantes, los cuales, entre paréntesis, vienen al Congreso engañados y para dar a la reunión algún viso de independencia; exceptuando esos poquitos, todos, todos cobran sueldo en una forma o en otra.

-Señora, yo no sé lo que es un sueldo -dijo respetuoso el Villano de Illescas.

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-¡Sr. Martín, feliz garbanzo que no figura en esta olla!

-¿Y yo, señora? -preguntó risueño Rodríguez Leal, rico hacendado de Badajoz.

-Tampoco usted cobra... directamente; pero se le da su partija... no se ofenda... en empleítos para repartir en casa. Que levante el dedo el independiente que no lleva tras de sí una cáfila de primos, sobrinos o cuñados, que piden y toman destino.

-Señora, ¿pero se ha de hilar tan delgado que...?

-Saturno -prosiguió la dama-, para que se convenzan de que el Congreso no es más que una legión asalariada, léeles tu estadística.

-Que la lea, que la lea».

Y D. Juan Bravo Murillo se volvió para mí, que a su lado estaba, diciéndome risueño: «¿Para qué endilgarnos el mamotreto? Peor es meneallo.

-En el trabajo que ha hecho mi marido con escrupuloso esmero y paciencia, se ve lo que todos cobran, y también... aunque sea mala comparación... el plato donde comen».

Breve silencio. Entra pomposo y risueño en la sala D. Nicolás Hurtado, diputado por Zafra, el cual, después de saludar al señor Ministro, se encara con Eufrasia y le dice graciosamente: «Amiga mía, ya está usted con la cantinela de si comemos o no comemos... Deje usted vivir a todo el mundo, criatura, que estando bien comidos, mejor podremos admirar y festejar a usted...

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-Gracias, D. Nicolás... Siéntese a mi lado, y vote conmigo.

-Sí lo haré. Ya sabe usted que no cobro.

-Así consta en el decreto de su nombramiento... No podía ser de otro modo para poder estar sujeto a reelección... Pero en nuestro delicioso país para todo tenemos trampa; y así, por bajo cuerda, mediante un solapado artificio, percibe usted...

-Veinticuatro mil reales como Oficial Primero en la Sección de lo Contencioso del Ministerio de Hacienda -dijo D. Saturno impávido-. Y no hay que asustarse, Nicolás, que aquí no nos ponemos colorados por estas cosas.

-Explicaré a ustedes...» rezongó el señor Hurtado, llevándose la mano a las gafas.

Por lo bajo le dijo la moruna no sé qué conceptos afables y donosos, que le redujeron a prudente mutismo, y siguió lo que podremos llamar información alimenticio-parlamentaria. El ingenuo Compani, l'enfant terrible del Congreso, afirmó que por sí no cobraba; pero que entre parentela y amigos tiene como unos treinta chupones sobre su conciencia, sin que por esto abomine del Parlamentarismo, porque la vida moderna requiere un nutrido presupuesto para dar de comer a los que carecen de bienes de fortuna, y no son hábiles para ninguna industria, ni aun siquiera para la de pescadores de caña.

«Allá voy, allá voy -dijo D. Saturno impaciente-. En mi Cuadro Sinóptico figuran   —239→   veintinueve sanguijuelas parlamentarias que chupan por Gobernación.

-Hombre, me parecen muchos para un solo Ministerio -observó Carriquiri.

-Papeles hablan, y numeritos cantan -dijo Socobio-. Y si hay un guapo que se atreva a rectificarme lo que tengo escrito, aquí le espero... Adelante. Por Gracia y Justicia cobran treinta y dos padres de la patria, comprendidos jueces, oidores y empleados del Ministerio.

-No puede ser.

-Se le ha ido a usted la mano en la estadística, amigo D. Saturno.

-Pues yo aseguro que los de Gobernación me parecen pocos -afirmó la moruna-. ¿A que me pongo yo a contar y saco más?

-¡No por Dios!

-Verán... el Sr. D. Ricardo de Federico, treinta mil reales; el Sr. Fernández Espino, treinta mil; cincuenta mil el Sr. Gaya, director de la Gaceta; el Sr. D. José Juan Navarro, cuarenta mil; el Sr. Ruiz Cermeño, cuarenta...

-Basta.

-Collantes, cincuenta mil; D. Joaquín Cezar, cuarenta; Álvaro, Anduaga... Bueno, señores: me callo. Saturno, échanos los de Gracia y Justicia.

-Bastará decir que son treinta y dos.

-Se te ha olvidado agregar a D. Manuel Ortiz de Zúñiga, que ahora se nutre... por la Comisión de Códigos.

-No se olvida nada. Ahora van los de   —240→   Hacienda, que son ¡ay! veinticuatro, y con cada sueldazo que da miedo.

-Pero en esa lista estarán comprendidos los ex-ministros que disfrutan su cesantía -indicó el Sr. Campoi.

-No están incluidos -replicó Socobio-. Esos componen otra serie de comilones. Constan también aquí los ex-ministros que no perciben cesantía, rara avis, los señores Mendizábal, Cantero...

-Ya que estoy en el uso de la palabra -dijo el ex-carlista Campoi-, protesto de que se me haya metido entre los que manducan en Gobernación. Yo no cobro más que en el concepto de Jefe político cesante de Granada, a donde fui sacrificando mi salud, sacrificando mi tranquilidad, y sacrificando mis ideas. Si no tuviera que contender con una bella y distinguida señora, yo sostendría... Pero vale más que renuncie a la palabra y... He dicho.

-Sigamos. Adelante, D. Saturnino.

-En Instrucción Pública tenemos quince; en Guerra, veintidós; en Marina, ocho; en el Consejo Real... tantos como Consejeros... Señores, esto da grima. ¿Qué Parlamento es este, ni qué Representación Nacional, ni qué niño muerto? Pues vean más: Empleados en Palacio, seis; en Estado, nueve».

Nocedal, Carriquiri, Negrete y el mismo D. Juan sonreían entre burlones y melancólicos, como si juntamente vieran la extensión del mal y la imposibilidad de remediarlo. Las damas extremeñas, del antiguo tipo   —241→   de señoras, calladitas y vergonzosas, no hacían más que sonreír, abanicarse con pausado ritmo, y apoyar las exclamaciones de los más próximos con algún término de su cortísimo vocabulario social, con un ¡enteramente!... ¡qué cosa!.. ¡es muy extraño!... Si antes admiraron y repararon el atavío de la bella manchega, cuando la oyeron despotricar con tan picante y hombruno desenfado, no volvían de su asombro, y la diputaban mujer de poco seso, contaminada de la chocarrería francesa.

Antes se trocarían en caudalosos ríos los viajes de Madrid, inundando las calles de la Villa y Corte; trocáranse los aguadores en marineros y los coches en góndolas; antes el calor africano que sentíamos, en celliscas y hielos de Diciembre se convirtiera, que renunciar D. Saturno a la cumplida explanación de sus estadísticas ante cada uno de los grupos en particular, y luego persona por persona, mostrando las notas y comprobantes que sobre sí llevaba, y deteniéndose a convencer con mayor esfuerzo de razones a D. Juan Bravo Murillo, que oía, suspiraba, y moviendo la pesada cabeza decía que había que verlo, que una cosa es predicar y otra dar trigo... Opinaba lo mismo Emparán, fiel eco del eximio letrado y político, y detrás repetía lo propio el coro de Carriquiri, Campoi, Negrete y otros. Torreorgaz pretendía convencer a D. Nicolás Hurtado de que si cuajara su salvador proyecto de incompatibilidad absoluta, el Parlamento   —242→   sería lo que debe ser, y D. Nicolás Hurtado fruncía el entrecejo, acabando por afirmar que con Parlamento libre iríamos a la Convención, sí señor... ¡y a los horrores del 93! El ingenuo Compani, a quien nadie hacía caso, explicaba a las señoras su plan de reglamentación de la empleomanía, y Nocedal, siempre ferviente devoto de las mujeres graciosas y bonitas, se fue derecho a Eufrasia diciendo que a Saturno se le había olvidado la estadística más interesante, la de los diputados maridos, la de los viudos con enredo, o solteros en estado de merecer. Al lado de cada cifra de sueldo debe ponerse: «¿Quién es ella?

-Cándido -replicó la moruna-, no tome usted a risa nuestro Cuadro Sinóptico, que es un monumento de sinceridad. Hay que decir las cosas claras, para que pueblo y reyes y hombres públicos abran los ojos y vean. Y no me diga usted que algunos pocos, muchos si se quiere, no figuran en nómina. Esos que parecen estar curados de empleomanía, padecen de otro mal mayor, lo que llama Sánchez Toca la empleopesía, o furor de apandar destinos para fomentar la vagancia de provincias enteras. Hable usted de esto a los hidrópicos de credenciales, a los Mones y Pidales y Canga-Argüelles, a D. Fernando Muñoz, a los Collantes, a Sartorius, al mismo D. Juan, a Venavides, con ser puritano, y verá usted que el Régimen es una farsa, un engaña-bobos.

-Crea usted, señora, que yo no defiendo   —243→   el Régimen, ni lo creo perfecto; pero tal como es, con él hemos de seguir mientras no nos descubran otro mejor. Esos que no llamaré lunares, sino verrugas y lamparones que afean el bello rostro del Régimen, son inherentes a toda innovación, y se irán corrigiendo con el tiempo. Como decía D. Juan Nicasio, dentro de unos trescientos años se habrá completado la educación del país, y las espinas de hoy serán entonces rosas y claveles. No todas las cosas del mundo son como la mujer, que en el principio fue bella, y bella y seductora es hoy... como la muestra.

-Gracias, Candidito.

-Pero la mujer es obra de Dios, mientras que el Parlamento es obra de los hombres: por eso es tan imperfecto...

-Pues suprimirlo.

-Mejor será corregirlo. ¿Cuánto mal no se ha dicho de las mujeres? Y buenas o malas, tuertas o derechas, sin ellas no podemos vivir. ¿Qué defecto ve usted en el Parlamento? ¿Que en él se habla demasiado?

-Eso no es defecto, porque yo... ya ve usted si hablo sin ton ni son, y digo mil disparates... ¿pero eso qué? Yo siempre estoy dentro de la legalidad. Soy quizás demasiado rigorista en mis actos, aunque en la palabra parezca un poquito casquivana.

-Usted no parece más que una belleza superior, y por eso tiene algún derecho a no ser tan rigorista... Así como hay bulas para difuntos, haylas para las mujeres que unen a la belleza el ingenio.

  —244→  

-¿Bula yo? No la quiero ni me hace falta. La bula es dispensa de algo, y yo, cumpliendo, como cumplo, mis deberes, no necesito...

-Quiero decir... ¿No sabe usted que el justo peca siete veces?

-Yo ni siete ni ninguna, Cándido; y por justa me tengo».




ArribaAbajo- XXIV -

Desfilaban los visitantes; mas D. Saturno embistió al Ministro y a mi suegro con su salmodia de moscardón, sin darles respiro, de lo que me alegré mucho, porque así pudimos tener Eufrasia y yo algunos apartes, y comunicarnos las respectivas instrucciones y consignas. Muy contenta de que fuese yo a la Granja con mi familia, me dijo: «Allí no hay que pensar en tonterías. Virtud a todo trance, y edificación completa. Déjalo de mi cuidado, y verás que bien me arreglo para que tú en tu terreno y yo en el mío edifiquemos con nuestra conducta intachable. Ya nos veremos allá, en el teatro, en los jardines, y hablaremos... pero poquito y con la mayor cautela. Hasta la Granja, Pepe... ¡Ay! ¿no ves? Mi Saturno se ceba en el pobre D. Juan y en D. Feliciano». En efecto: miré con disimulo las caras de las víctimas, y vi   —245→   que a D. Juan lo había volteado ya dos veces, recogiéndolo para despedirlo de nuevo. Rogué a mi amiga que echase un capote, y así lo hizo, librando de la cogida feroz a tan respetables señores. Poco después de esto, marido y mujer salieron, y quedándonos solos con D. Juan mi suegro y yo, escuchamos las observaciones que el extremeño nos hizo acerca de la cosa pública. No ve claro... El verano, políticamente hablando, viene cargado de nubarrones. Los grupos disidentes de Venavides, González Brabo, Ríos Rosas, ayudados de Gonzalo Morón y Bermúdez de Castro, dan mucha guerra. La mayoría va sacando los pies de las alforjas, y no hay ya destinos con que amansarla y sostener en ella esa satisfacción interior que es el nervio y alma de todo ejército... Las actuales Cortes envejecen ya, y están minadas por las malas pasiones. Hay que traer nuevas Cortes el año próximo... ¿Pero quién puede hacer cálculos para un año más, en este país de lo imprevisto? Teme que las tempestades que se anunciaron no ha mucho estallen ogaño... Los revolucionarios no desmayan; la sociedad, apenas curada de una fiebre, se inficiona de otra... Y esto ¿qué es? Es, a su juicio, que el pueblo español no quiere curarse de su principal defecto, la exageración.

Oyendo esto, mi suegro echaba lumbre por los ojos, señal de la conformidad de sus ideas con las que expresaba D. Juan. El cual, vanaglorioso como si acabara de descubrir un mundo, continuó así: «Sí, amigos   —246→   míos, la exageración es lo que nos pierde a los españoles. Aquí el religioso cree que no lo es si no le damos la Inquisición, y el filósofo no ha de parar hasta la impiedad y el descreimiento; el militar quiere guerras para su medro personal, y el civil revoluciones para desarmar al ejército; el negociante no está contento si no alcanza ganancias locas por la usura y el monopolio; el hombre público no piensa más que en acaparar toda la influencia, dejando a los contrarios en seco. En todo la exageración, el fanatismo... Si Dios quisiera hacer de España un gran pueblo, nos haría lo que no somos, sensatos... Pero búsquenme en esta Nación la sensatez. ¿Dónde está? En ninguna parte. No veo sensatez en los partidos; no la veo en la Prensa; no hay sensatez en el Gobierno... no hay sensatez, digámoslo aquí en confianza, ni en la Familia Real... ¿Y cómo le decimos al pueblo bajo que sea sensato si los que andamos por las alturas no lo somos?... En fin, amigos míos, buenas tardes... Es un poco insensato tanto charlar... Ya saben que me tienen siempre a sus órdenes».

En la calle, oyendo repetir a Emparán la muletilla de la sensatez, con hipérboles harto empalagosas, me sentí repentinamente recaído en mi demagógica dolencia, y se me representó como el más gustoso espectáculo la ejecución de mi suegro, en garrote vil, haciendo artístico juego con D. Juan, en dos lados del mismo patíbulo, y ambos echando un palmo de lengua con muchísima   —247→   sensatez... En casa, el mal me acometió con mayor furia, y del exterminio general no exceptuaba yo más que a mi cara esposa y a mi hijo. Como no quería salir de Madrid sin despedirme de Narváez, a quien debo tantas atenciones, me fui a la Presidencia: no estaba. Dejé recado a Bodega; volví más de una vez, y al fin, a media noche, antes de retirarme al descanso, el General me hizo la distinción de recibirme a mí solo, entre tantos postulantes de audiencia, y tuve el gusto de platicar con él, viéndole en zapatillas, sin peluca, con holgado traje de nankín.

«Yo también iré a la Granja -me dijo-, pero lo menos posible... Allí no va uno más que a ver cosas desagradables... Hay que decir a todo amén, repudriéndose uno por dentro. Esta vida de Gobierno es muy perra. Aquí el gobernante está siempre vendido, porque cuando no hay revoluciones hay intrigas, y estas salen de donde menos debieran salir; cuando no le atacan a uno de frente o por el costado, le minan el terreno...». Aquí se detuvo, creyendo sin duda que había dicho demasiado. Pareciome que se esforzaba en desechar tristezas, y que buscaba temas susceptibles de charla jovial. De pronto me sorprendió con esta familiar salida: «Bien, pollo, bien. ¿Sabe usted que ahora me dan ganas de volver a llamarle pollo?... No sé si es porque le veo más joven, o me siento yo más viejo... Antes que se me olvide: lo que me dijo usted hace días se ha   —248→   confirmado plenamente. Ya no conspiran en casa de Emparán, ni tampoco en las de Socobio. Toda esa gente arrimada a la cola es muy cuca: no quiere comprometerse. ¿Sabe usted dónde se reúnen ahora los zorros? En la Escuela Pía de San Antón. Creen que cuando toquen a escurrir el bulto los salvará el lugar sagrado. No me conocen. La suerte de ellos es que ya no les hago caso. Sí, hijo: me les he metido en el bolsillo. Nada temo por ese lado. En Aranjuez hablé con Su Majestad... Ella, naturalmente, me dio la razón, y con la razón la seguridad de que no tendremos un disgusto. La Reina es un ángel; pero... no está averiguado que los ángeles sirvan para ceñir la corona en una Monarquía constitucional... Pero en fin, es buena, y como ella pueda hacer el bien, crea usted que lo hace... No falta sino que pueda hacerlo, que la dejen... que no se atraviese alguna influencia mala... y vaya usted a responder de que no habrá malas influencias en ese maldito Palacio donde entra y sale todo el que quiere... En fin, de esto no puedo decirle a usted más».

Charlamos un poco de política, expresé mi recelo de que no pudiera gobernar más tiempo con las actuales Cortes, y él, expansivo y desdeñoso, me contestó que con estas y con otras es muy difícil el gobierno... Le informé de la Estadística de D. Saturno, y no le pareció mal; que las verdades suelen decirlas los niños y los tontos. De lo que hablamos deduje su desprecio del Parlamento,   —249→   mecanismo que hacía funcionar sin conocer bien su objeto, pues los que lo pusieron en sus manos no le habían demostrado para qué servía, y los que hoy le ayudan a moverlo no están de ello muy bien enterados. ¡El Parlamento! Funcionando por sí, no permitiría gobernar; funcionando a fuerza de mercedes, no sirve para nada. Tal como tenemos hoy el Régimen, no es otra cosa que el absolutismo adornado de guirindolas liberales... Así lo manifesté al General, correspondiendo a la franqueza que me daba y pedía; y él, después de una pausa en que su mente parecía perderse en penosas vacilaciones, me dijo: «Yo quiero poner muy alto el Principio de autoridad, porque sin eso, ya usted lo ve, no hay país posible; pero al propio tiempo quiero ser liberal, muy liberal, más liberal que nadie».

Iba yo a contestarle, viendo clara una gallardísima respuesta; pero a las primeras palabras se me fue el santo al cielo; se evaporaron mis ideas y me llené de confusión. Yo no sabía cómo puede un gobernante ser liberal, muy liberal; yo ignoraba lo que es Libertad... «¿Pero qué es Libertad, mi General? -le pregunté por disimular mi turbación. Y él me respondió: «Pues Libertad... Ello es, es... Yo lo siento, pero la definición no me sale, no doy con ella. Dígame usted ahora qué entiende por Principio de autoridad»... «¡Ah! -repliqué yo más confuso a cada instante-. Principio de autoridad es pura y simplemente el aforismo de   —250→   quien manda manda... Ahora el porqué del mando, el origen de la autoridad, yo no lo veo claro. Usted recibe la facultad de mandarnos a todos; la Reina, que hoy le da a usted el bastón, ya sea garrote o junquillo, mañana se lo quita. ¿Por qué?... ¿Porque el Espíritu Santo inspira a los Reyes? No: no creamos eso. ¿Es la Soberana la suma sabiduría, como dicen los Mensajes a la Corona? No. A Su Majestad no la inspira el Espíritu Santo, sino la opinión, que puede equivocarse. Y esa opinión ¿cómo llega a Su Majestad? Puede llegar por boca de leales consejeros; pero puede llegar, y llega también, por boca de una monja histérica, o de un fraile, o de un criado de Palacio. En fin, que la autoridad viene... del aire, como la salud y las enfermedades, y usted es un continuo enfermo que está esperando siempre que un soplo lo mate o que otro lo resucite.

-Pollo, no se guasee usted conmigo -me dijo Narváez nada colérico, antes bien inclinado a las bromas-. Quedamos en que usted sabe menos que yo del Principio de autoridad, y de quien lo trae y lo lleva. Bueno: explíqueme ahora en qué consiste la Libertad... porque yo soy liberal, quiero serlo.

-Quiere serlo... adora la Libertad. Yo también amo algo que no poseo... que ni siquiera sé dónde está. Precisamente eso nos distingue de los tontos a usted y a mí, General: que amamos lo que no entendemos.

-Con muchísimo salero se está burlando de mí este ángel. Y digo que se burla, porque...   —251→   me habían asegurado que tiene usted mucho talento; que desde su más tierna infancia no hizo más que tragar libros y librotes, y que en Roma todas las bibliotecas eran pocas para usted. Eso me habían dicho y lo creí; pero ahora, a los que me trajeron la copla del niño Beramendi, o Fajardo, tengo que decirles que me devuelvan el dinero... porque resulta que usted sabe de estas cosas lo mismo que yo, total, nada; que en usted, como en mí, todo es un sentimiento, un deseo, una soñación y nada más. ¿Bastará con eso? Porque, oiga pollo, aquí en confianza: yo he sondeado a Sartorius, a Bravo Murillo, a todas las eminencias del moderantismo, para que me expliquen bien esto de la Libertad y de la Autoridad y del Régimen, y la verdad, camará, no me han sacado de mis dudas. Dígame: en estas cosas ¿habrá que decir lo de aquel sabio: sólo sé que no sé nada?

-Sí, mi General, al menos por lo que a mí toca. Cierto que yo almacené infinidad de textos en mi caletre; pero aunque algo conservo de aquel fárrago, no me sirve para responder a su pregunta. El punto que me consulta es de acción, y yo en cosas de acción estoy poco fuerte. Todos los problemas de la vida me los han dado resueltos. Hablando en plata, soy un hombre de inspiración que no tiene arte en que ejercitarla. Usted me lleva a mí gran ventaja, porque tiene inspiración y arte, el arte de Gobierno.

-Y según eso, yo debo dejarme llevar de   —252→   la inspiración, o hablando en oro, hacer mi santa voluntad.

-La santa voluntad de un hombre de gran entendimiento, como el que me escucha, no puede ser otra que salvar al país de un cataclismo... Si me lo permite, General, me atreveré a preguntarle...

-Atrévase: ya ve que soy muy llano. Me ha cogido en la hora del pavo.

-¿Cree usted, como Bravo Murillo, que esto se va poniendo mal, que por debilidades de todos, la política ¿cómo diré...? fundamental, lleva una dirección torcida?

-Sí señor, así lo creo.

-Y esta dirección torcida de la política fundamental ¿quién puede enmendarla, estableciendo la dirección derecha?

-Sólo hay en España un hombre capaz de hacer eso.

-¿Quién es? ¿se puede saber?

-O ese hombre no existe, o es Narváez.

-Pues conociendo usted, mi General, mejor que nadie, la torcedura de que hablo, ¡ánimo y a ello!».

Se levantó como por un resorte, y se lanzó a dar paseos por la estancia marcando enérgicamente el paso militar. Luego se paró ante mí, y tomando la actitud de gallo insolente, provocativo, de indómito coraje, me dijo: «¡Carape, Pepito, que me está usted buscando el genio! ¿Se atreve a dudar que puedo...?

-¡A ello, mi General!

-¿Va usted pronto a la Granja?

  —253→  

-Mañana, si no me manda otra cosa.

-¿Conoce usted de cerca la Corte? ¿No? Pues es preciso que la conozca -dijo reanudando el paseo casi a paso de carga-. Dígame, niño del mérito: ¿no le convendría ser Gentilhombre de Su Majestad?

-Soy harto subversivo para servir en Palacio.

-Vamos, como yo. Tampoco serviría en la Corte por nada de este mundo. Primero sería sereno del barrio, salvaguardia, rebuscador de colillas. Veo que somos igualmente demagogos, o demócratas, hablando en oro con diamantes... Oiga usted, joven (nueva parada brusca ante mí con tiesura de gallo): yo haré que le presenten a la Reina... ¡Verá usted qué agradable, qué simpática!... ¡Oh, si con un gran corazón se gobernara...!

-Accedo a la presentación... Y al Rey ¿por qué no? Deseo conocerle.

-Muy agradable también... a primera vista, muy inteligente... Le cautivará a usted. Pero... ya sabe que ese buen señor y yo andamos algo esquinados. Por hoy, no puedo decirle a usted más... Pues bien: conocerá usted la Corte de cerca, la verá por dentro y por debajo, y cuando haya leído ese libro al derecho y al revés, convendrá conmigo en que dentro de lo humano no hay nada más difícil que...

-¿Que qué?

-Basta. Pasemos a otro asunto -dijo con rápido giro del pensamiento, volviendo a sentarse junto a mí-. Ahora me contestará   —254→   el simpático Beramendi a una pregunta un poquito escabrosa... Ya comprenderá que este cura no se asusta de nada.

-Ni yo.

-Lo que hablemos no sale de aquí.

Reiterada mi disposición a la confianza, me interrogó respecto a Eufrasia. ¿Insistía yo en negar mis amorosas relaciones con ella? ¿Desde mi última negativa no había ocurrido novedades que...? No le dejé concluir. A un hombre que con tanta llaneza me trataba, no podía yo negarle la verdad. Apenas se la di, me permití agregar: «General, aprovecho este momento de espontaneidad para pedir a usted un favor, una merced... No es para mí...

-Ya la adivino: me pide usted el título de Castilla para esa ave fría de Socobio. Bueno, pollo. Yo hablaré con la Reina y con Arrazola, y cuando volvamos a Madrid se hará... La razón de haber detenido ese asunto es que... vamos; bastaba que fuera recomendación de D. Francisco para que yo le diera carpetazo. Pero ahora, hijo mío, mediando usted... las cosas varían...

-En este caso, señor Duque, más que en otro alguno, le conviene a usted ser generoso.

-Y ya que hablamos de ese diablo de mujer -me dijo sonriendo con picardía-, de confianza en confianza llegaré hasta preguntarle a usted si es celoso.

-No, mi General; no tengo ese defecto.

-Vamos, que es usted de una pasta angelical.   —255→   Tendrá usted otro enredo que le interese más. Bien, pollo. El mundo es de los pollos.

-¿Y por qué me hace usted, mi General, esa pregunta de los celos? ¿Puedo saberlo?».

Bien porque de improviso terminase la hora del pavo, bien porque calculadamente quisiera mostrarme el lado áspero de su carácter, ello es que le vi cambiar de fisonomía y de tono. El bueno y jovial amigo se retiraba dejando el puesto al hombre autoritario y de inseguro genio. «Camará -me dijo acudiendo a coger despachos y cartas que le traía Bodega-, no tarde usted en irse a la Granja... Es la una... Descansar... Le conviene conocer de cerca la Corte... Será usted presentado a la Reina... Vaya, con Dios».




ArribaAbajo- XXV -

San Ildefonso, Agosto.- El General Gobernador del Real Sitio, permitiéndome escribir estas páginas en su oficina de la Casa de Canónigos, ha venido a ser el Mecenas de mis Confesiones, y a su graciosa protección deberá la Posteridad el conocimiento de mis singulares aventuras o desventuras (que de todo hay) en esta veraniega Corte de las Españas; y sabrá lo que he pensado y visto, extrañas ideas, excelsas personas.

  —256→  

Sean las primeras líneas de esta crónica para consignar que mi hijo continúa famoso vividor y mamón impertérrito, anunciando con su precoz robustez los grandes arrestos de una existencia fuerte y emprendedora. Su madre goza de perfecta salud; come con apetito, y se recrea en observar cómo se nutre y vigoriza; no pierde ocasión de hacerme notar la dureza de sus carnes y el apretado tejido de sus músculos, diciéndome mientras yo apruebo y admiro: «¿Te parece, Pepillo, que estoy bien dispuesta para mi oficio de madre? Ya sabes que mi gloria es tener muchos hijos y poder criarlos gordos y sanos, y educarlos después para que sean hombres de mérito, o mujeres de su casa. Es mi ambición y no tengo otra. Ahora, tú verás...». No necesito decir cuánto me agradan estos proyectos de hacerme patriarca, y por mi parte estoy decidido a no poner limitación a la numerosa tribu que mi esposa me anuncia. Aumenta mi gozo el ver que María Ignacia no vigila mis actos, cual si no dudase de mi honradez conyugal, o se viese plenamente compensada de cualquier disgusto con las garantías de no interrumpir la serie prolífica que ambiciona. Sin duda se dice: «Dame hijos y llámame tonta». Pero yo me guardo muy bien de llamarla tonta. Su inteligencia es cada día más alta, y quizás por tanta elevación y sutileza, ha dejado de estar a mi alcance. Pido a Dios que mi hijo se parezca más a mi mujer que a mí.

Pues señor... a los cuatro días justos de   —257→   mi estancia en este Real Sitio fuí presentado al Rey, a la salida de la Colegiata, por el Marqués de Malpica. No hubo en la presentación más que los cumplimientos de ritual; pero dentro de ellos supo D. Francisco mostrarme excepcional afabilidad, seguro indicio de que mi persona no le era desconocida. Al siguiente día recibí la visita del gentilhombre, D. Juan Quiroga, quien me señaló hora para tener el honor de ser recibido por Su Majestad. A fin de que esto vaya con el mejor método, debo empezar por dar conocimiento del Gentilhombre, hermano de la religiosa francisca Sor María de los Dolores Rafaela Patrocinio, comúnmente nombrada Sor Patrocinio, quien con la celebridad que adquiriendo va, paréceme que llegará al futuro siglo antes que estas páginas en que por primera vez escribo su nombre. No la he visto nunca; tan sólo sé de ella lo que la fama con el resonar de estupendos milagros nos cuenta un día y otro; por lo cual no es ocasión todavía de que a mis Memorias la traiga, como hago ahora con su hermano, a quien tuve por persona noble, juzgándole por su apostura, tono y modales.

No se compadece la nobleza del aspecto con el origen y crianza del Sr. Quiroga, de quien se cuenta que tuvo niñez mísera y juventud harto trabajosa, pues el hombre se formó y educó en un modestísimo establecimiento de bebidas del Paseo de la Virgen del Puerto, donde, para estímulo del despacho, había el pasatiempo de juegos de envite,   —258→   como el cané y el famoso de las tres cartas para descubrir el as de oros; y tan buena organización tuvo la casa, según dicen, en este enredillo, que los viandantes salían de allí muy ligeros de todo lo que llevaban. Pues ved de qué bajas capas ha salido este hombre, y admirad conmigo que haya sabido disimular y poner en olvido su ruin escuela, tomando aspecto, lenguaje y modos tan finos que ello parece milagro. Sin duda lo es, si no de la virtud, de la ambición, anímica y social fuerza capaz no sólo de mover las montañas, sino de purificar las charcas cenagosas, y hacer de un Rinconete un Don Quijote. Este ha dado quince y raya, por la trayectoria de su transformación, a los Godoyes y Muñoces, y si bien se eleva mucho menos, es su mérito mayor, porque se ha elevado de más bajo. Y hay más: si de los milagros de su bendita hermana dudan los incrédulos, y aun algunos teólogos, de los de éste nadie puede decir lo mismo. En fin, que el hombre me agradó mucho, y sin esfuerzo le ofrecí mi amistad a cambio de la suya.

Pero si grato fue el emisario del Rey Francisco, mayor encanto tuvo este para mí, contribuyendo no poco a mi satisfacción la sorpresa, porque me habían hecho formar del esposo de Isabel idea muy distante y muy distinta de la realidad. Juzgando por los pareceres del vulgo, que se forman sabe Dios cómo, creía yo encontrarme con un señor desabrido y chillón, de escasa cultura, ideas   —259→   pobres y encogidas maneras, y no le vi conforme al anticipado retrato, al menos en lo esencial; pues si bien no suena su voz con el timbre más robusto, en finura de trato, extensión de conocimientos comunes para poder hablar superficialmente con todo el mundo, y arte Real de desplegar toda la amabilidad compatible con la etiqueta, creo que no hay en la familia quien pueda superarle. Me agradó la pureza de su pronunciación castellana; de rostro le encontré demasiado bonito, con perjuicio de la gravedad varonil; de cuerpo algo menguado en la mitad inferior. A la conciencia de estos defectillos atribuyo la timidez que en él he creído advertir: la vencerá cuando en la conciencia de su posición se afirme. ¡Cuidado que está fuerte el hombre en literatura italiana! Tengo por cierto que hubo de prepararse para mi visita, la cual creyó que debía constar de dos materias principales: mi manuscrito de Roma, que ha leído, y algo de literatura y artes de aquella tierra. Juicios muy atinados, del patrón selecto, le oí sobre pintura y escultura, sobre los Médicis, sobre León X y Julio II; y españolizando su erudición me habló del Marqués de Pescara y Victoria Colonna, de la Campaña del Garellano, del grande Osuna, del pintor Ribera, y de otros asuntos y personas en que los nombres de Italia y España suenan juntos en dulce armonía. De la presente expedición en auxilio del Pontífice... se calló muy buenas cosas...

  —260→  

Y por fin le tocó la vez al manuscrito de mis romanas aventuras. Yo, francamente, quizás por haber transcurrido tanto tiempo desde que perdí mis papeles, no me ruboricé oyendo elogiar aquella joya. Si no tuviera la mejor idea de la discreción de Su Majestad, habría podido creer que se burlaba de mí. Entre col y col no dejó de tirarme alguna china, siempre con bastante delicadeza, por la malicia y poca vergüenza que revelo en algunos pasajes de mi autobiografía... Hasta aquí, fuera de lo hiperbólico de las alabanzas y de lo atenuado de las censuras, no había nada de particular. Lo extraordinario, lo que suscitó en mí tanta sorpresa como admiración, por el poder adivinatorio que en D. Francisco revelaba, fue que me hablase de la continuación de mis Memorias, escrita en Madrid en Febrero y Marzo del año anterior, parte que no se me ha perdido, y bien guardada está en mi poder, y yo bien seguro de que por nadie ha sido leída.

«Será interesante, en esa Segunda Parte -me dijo sonriendo con aires de agudeza-, aquel pasaje del baile de Villahermosa, en que se le aparece bajo el disfraz de una ciociara la propia Barberina, y le embroma a usted de lo lindo diciéndole que es gallega recriada en Tordehúmos. Principia usted creyendo que es Barberina, y luego ve en la máscara una dama incógnita que le ha robado su manuscrito y quiere divertirse un rato a costa del autor... Es graciosísimo, convenga   —261→   usted en que es saladísimo. La falsa italiana se divirtió todo lo que quiso, y luego se le escapó a usted metiéndose en un coche con sus criadas...

-Señor -respondí con todo el descaro del mundo-, si Vuestra Majestad conoce esa parte de mi historia, la habrá leído en el manuscrito de la máscara, no en el mío.

-Yo no digo que lo haya leído, señor Marqués; digo que será interesante escrito por usted... La escena de Villahermosa se hizo pública. ¿Cómo? Lo ignoro. Lo que sí sé es que la primera lectora de su manuscrito de Italia fue una ilustrada monjita... A propósito, Marqués, puedo dar a usted una noticia que seguramente le será muy grata... Su señora hermana, Sor Catalina de los Desposorios, a quien usted no ha visto desde el año pasado, volverá este otoño al lado de las religiosas de la Concepción Francisca, que están ahora en el convento de Jesús».

Siguiéndole, pues así me lo ordenaba la cortesía, en el repentino quiebro que dio a la conversación, hube de mostrarme muy gozoso de que mi hermana volviese a Madrid, de que se juntara prontito con las otras monjas franciscanas y milagreras, no sé si descalzas, calzadas o por calzar. El bondadoso Príncipe quiso halagarme en el orgullo de linaje, tributando a mi señora hermana elogios que sin duda merecía, y que yo escuché con bien acentuadas muestras de gratitud. «Es Sor Catalina de los Desposorios   —262→   -dijo D. Francisco gravemente, marcando con la cabeza cada palabra encomiástica-, una religiosa eminentísima, por sus virtudes, por su talento, verdadera gloria de la Orden Franciscana; y yo creo que, si no fuese tan modesta, luciría más, mucho más... Pero si con la modestia de Sor Catalina, insigne escritora que no quiere escribir, pierde mucho la Orden, con la misma virtud gana mucho ella en su alma, y... váyase lo uno por lo otro».

No sabiendo cómo corresponder a estos encomios, declaré que el alma es lo primero; glosé con afectados conceptos la idea excelsa que el Rey tiene de mi hermana, y sospechando que la visita pasaba de las dimensiones convenientes, pedí la venia para retirarme. El Rey no me retuvo, y saludándome afectuoso, después de poner en mi mano el manuscrito, me dijo: «Isabel también lo ha leído, y desea conocer a usted». Respondí que ansío ofrecer mis respetos a la Reina: sólo aguardo que se me conceda la audiencia solicitada... Cortesías, un sonreír ceremonioso, y afuera, Pepe... La verdad, no salí descontento, con mejor opinión de la Majestad Consorte que la que al entrar llevaba, y con mis recobrados papeles bajo el brazo. Milagro me parece que haya vuelto a mí lo que Sofía sigilosamente me sustrajo, ahora restituido a su dueño por este discreto y piadoso varón.

Sigo mi cuento. En la Granja he podido añadir a mis buenas relaciones de Madrid   —263→   otras muy agradables. Cuento entre mis amistades, pollos, hombres maduros de ambas aristocracias, y damas y señoritas o pollas de la más alta distinción. Los amigos que más trato son Pepe Ruiz de Arana, Enrique Galve (Alba) y Juanito Arcicollar (Santa Cruz). Los corros que en los jardines se forman son las más risueñas tertulias que cabe imaginar, encanto de los ojos y del oído, cual si los arriates de flores se animaran, cobrando el don de mirada y el don de palique, entre los murmullos y risotadas del agua de las fuentes mitológicas. Allí se juntan, formando lindos grupos de matronas y ninfas, la Marquesa de Santa Cruz, las Duquesas de Gor y de San Carlos, la Princesa de Anglona, y entre ellas, diseminadas por su propia ligereza versátil, Carmen, Pepa, Luisa, Encarnación, Rosario, Jacoba, Cristina, Joaquina y otras, retoños lindísimos de las casas de Malpica, Gor, Santiago, Santa Cruz, que pronto formarán nuevas ramas frondosas del árbol de la Grandeza... En rancho aparte se reúne la aristocracia nueva, producto de la riqueza, de la audacia mercantil o de la usura; mas no veo un extremado prurito de separación entre estos dos firmamentos sociales que pretenden destacarse sobre el vulgo. Hay tangencias y aun inmersiones de unas masas en otras. Yo mismo entro y salgo de esfera en esfera, y llevo y traigo ideas de aquí para allá, confundiendo, hibridizando las clases. Mi amiga Eufrasia ha compuesto hábilmente su círculo,   —264→   atrayendo a no pocos ancianos y pollos de ilustre nombre, mientras D. Saturno, infatigable en su proselitismo antiliberal y antiparlamentario, se infiltra en los corros aristocráticos, y busca y halla catecúmenas para su iglesia entre las matronas de Malpica o de Santa Coloma.

Paso ratos entretenidos en estas tertulias au grand air, bajo los olmos y tilos de los incomparables jardines. Pero no puedo arrastrar a mi mujer a que participe de mi distracción; ha tomado el hábito y el gusto del vivir obscuro y retraído, y no hay quien la saque de su estuche, o del capullo que ha labrado con las atenciones del niño y su propia timidez. A mis instancias para que no se retraiga en absoluto de la vida social, responde que no le hacen falta corros, ni le interesa saber cómo se viste Fulanita o se peina Doña Mengana: de lo que en los jardines se hable y se murmure se enterará cuando yo se lo cuente. D. Feliciano y su esposa sí frecuentan la sociedad jardinesca, arrimándose a la gente de sangre azul, entre la cual tienen no poca simpatía por la noble ranciedad de sus caracteres. A excepción de Doña Josefa, inseparable de María Ignacia en sus caseras afecciones y menesteres, las damas maduras se han quedado en Madrid a las inmediatas órdenes de Genara Baraona, consagradas al visiteo de monjas, vestidero de imágenes, y al trajín de hermandades caritativas o de pura devoción santurrónica.

  —265→  

Tenemos en el teatro compañía modesta de ópera; en la Colegiata funciones religiosas de gran lucimiento. Pero las más divertidas fiestas de la jornada son las cacerías en Riofrío, paseos a Balsaín, en coche o caballo, y las excursiones borricales a la Boca del Asno, Chorro Grande, Silla del Rey, y otros agrestes y pintorescos lugares. En el descanso y merienda de una de estas caminatas fuí presentado a Su Majestad, que me agració con amables atenciones, riñéndome blandamente por no haber ido a visitarla. Excuseme como pude, y aunque la culpa no era mía, sino de ella, culpable me declaré, y prometí enmendar pronto mi descuido. No he visto mujer más atractiva que Isabel II, ni que posea más finas redes para cautivar los ánimos. Pienso que una gran parte de sus encantos los debe a la conciencia de su posición, al libre uso de la palabra para anticipar su pensamiento al de los demás, lo que ayuda ciertamente a la adquisición de majestad o aire soberano. Pero no hay duda que ella ha sabido crearse una realeza suya, en perfecta armonía con sus azules ojos picarescos y con su nariz respingada, realeza que toca por un extremo con la dignidad atávica, y por otro con no sé qué desgaire plebeyo, todo gracejo y donosura. Es la síntesis del españolismo, y el producto de las más brillantes épocas históricas. Manos diferentes han contribuido a formar esta interesante majestad. No es difícil ver en tal obra la mano de Fernando   —266→   III, de Felipe IV, quizás la de otros reyes y princesas de la sucesiva y cruzada serie, manos austriacas y borbónicas, y si hay manos de poetas castizos, digamos que la última pasada se la dio D. Ramón de la Cruz.

Fue tan extraño, tan inaudito lo que me pasó en las entrevistas o audiencias que se ha dignado concederme la Reina, que para contarlo con el debido respeto de la Historia general y de la de mi vida, necesito tomar resuello, y preparar bien mi espíritu para que no me falte la sinceridad, ni el adecuado lenguaje de esta virtud.