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ArribaAbajo- IX -

Al pasar de nuevo por la casa de Miedes, vimos en la puerta a la tía Ranera, dentro de un círculo formado por otras vejanconas y unos arrapiezos de la vecindad. Con diligente afán cosía en la mortaja el pedazo de estameña que faltaba. «Está igual o pior -nos dijo-, y tan disparado del caletre, que discurre lo mesmo que un molino de viento.   —92→   El médico ha prenosticado que si le repite el arrebato de pintarla de galán, poniéndose negro del golpe de sangre en la cabeza, en él se quedará como si le retorcieran el pescuezo... Ya ven los señores que me estoy dando priesa, y para tenerlo todo aparejado y que no digan, también he traído las velas... ¡Pobre señor! era el primer cristiano de la cristiandad, más bueno que San José bendito... ¡Vaya por lo que le ha dado ahora, al cabo de los años!... ¡Por enamorarse de la que llama la princesa Filipolida, que según dicen es una puerca, y viste a la similitú de las gitanas! Dios le lleve a su gloria, que bien se la merece, y perdónele aquesta ventolera, por no ser pecado, sino locura. No: no peca un hombre para quien fue siempre más amoroso el pergamino de los libros que el pellejo fino de mujeres, y a la suya propia, la Bibiana Conejo, que de Dios goza, no le decía jamás cosa denguna, aunque era tan limpia que se lavaba las manos con jabón de olor... así le trascendían a claveles... ¡Y el que despreció a la que tan bien golía, como que se mudaba los bajos cada semana, y de camisa siempre que bajaba a la villa, que entonces vivían en Bochones, ahora se trastorna por una que anda como la Madalena, hermana de unos tales vagamundos... que según dicen, no se puede entrar a ellos, porque el fetor de cuadra da en la nariz!... ¡Lo que una vede, Señor! Y era tan simple mi amo y tan arrebatado de su caridad, que toda la despensa de casa, donde   —93→   siempre hubo de cuanto Dios crió, verbigracia, cebollas, pan y vinagre, iba a parar al Castillo, y aquí están estas mis encías con telarañas para dar testimonio de las hambres que pasé... Pero, al fin, esos diablos de los infiernos se han ido ya, y mi Don Ventura subirá esta noche al Cielo, donde le darán su puesto entre la sinfinidá de arcángeles. Váyanse ya tranquilos los señores a su casa, y díganle a Doña Librada que mi amo es concluido. Ahora quedaba porfiando que ha de volverse mozo, y entre el albéitar y D. Juan el cura no lo podían asujetar... Luego entrará en la agonía, y por mucho que tire no ha de pasar de las diez de la noche. Vaya por él y su descanso este Padrenuestro... «Padre nuestro...». Rezaron todos, viejas y chiquillos, y mi mujer y yo nos retiramos angustiados ante tan aterrador ejemplo de la miseria humana. A la mañana siguiente, supimos que el buen Miedes había expirado al filo de media noche. Fuimos a misa todos los de casa, y mi madre dispuso costearle el entierro y funeral.

Difícil me será explicar la pena que sentí en los días siguientes, no sé qué vacío en mi alma, como si la desaparición del sabio me afectara más de lo que lógicamente correspondía, un desconsuelo de lo pasado fugitivo, un temor de lo futuro incógnito. Mi mujer, restablecida en su equilibrio nervioso, ocupábase con mi madre en formar lista y presupuesto de las limosnas que habíamos   —94→   de repartir en el pueblo y sus arrabales, como tributo reclamado a nuestra sobrante riqueza por la necesitada humanidad, con lo que satisfacían nuestros corazones un generoso anhelo y se cumplía la ley de nivelación económica, o al menos poníamos de nuestra parte la intención de cumplirla. Intacto estaba el repuesto de onzas que habíamos traído de Madrid, y ante tales tesoros lanzábase mi madre con grande espíritu a los más atrevidos cálculos de caridad, reflejando en su rostro todos los esplendores de la Bienaventuranza. «Gracias doy a Dios -nos dijo una mañana la santa señora, viendo a mi mujer muy afanada en escribir los listines de limosnas-, por este favor inmenso de veros socorrer delante de mí tanta miseria, y os juro que no gozaría más si lo hiciera yo misma con mi hacienda propia. No hay vida más ejemplar que la del que cultiva los campos, porque toda ella es sacrificio y paciencia, de que no tenéis idea los ricos que vivís y triunfáis en las ciudades. Mala es hoy la condición del labrador rico, agobiado de contribuciones y gabelas, y expuesto a que se lo coman, al menor descuido, los viles usureros; pero la del labrador pobre, que apenas saca para el sostén de su familia y animales, es mucho peor, como que vive de milagro; y nada quiero deciros de los que no poseyendo más que sus cuerpos se atienen a un jornal, cuando lo hay, que estos son como esclavos propiamente».

La idea que expresó María Ignacia de socorrer   —95→   a los que habían perdido sus cosechas por el pedrisco, entusiasmó a mi madre, hasta el punto de saltársele las lágrimas. «Bendito sea tu corazón piadoso, hija mía, y el tino que tienes para todo -le dijo-. No podías pensar cosa más acertada... Poned, pues, en la lista a los infelices que en aquella calamidad perdieron su esquilmo; pero no debéis olvidar a otros tan desventurados como aquellos, o más, si me apuran; que si malo fue el pedrisco que presenciasteis y que quitó la vida a nuestro pobre D. Ventura, peor fue la horrible seca de este año, la cual asoló tanto, que muchos no pueden llevar a las eras más que un puñado de espigas. Yo que les conozco a todos, os diré cómo habéis de hacer la distribución, para que no queden desigualados en el beneficio y sea el socorro conforme a necesidad. A los que perdieron sus patatales y el sembrado de judías y menudencias, les asignaréis doblón de a cuatro, o doblón de a ocho, según tengan más o menos familia de hijos y animales... De todo este contingente puedo yo daros razón... Y a los que no trillan, por causa de la sequía, ni un tercio de su cosecha, les señalaréis a onza por barba. ¡Ay, hijos míos, no conocéis del campo más que las galas con que se viste por estos meses! Quedaos por acá y veréis la cara que pone cuando se desnuda de todas las alegrías verdes y se recoge para preparar las fatigas del año próximo. Ya habéis visto que el invierno asoma el hocico por los altos   —96→   de Sierra Pela. Los hogares ya quieren lumbre, y los cuerpos echan mano de cualquier trapajo para abrigarse. Pues imaginad qué días esperan a esa pobre gente que no tiene trigo para pan, ni patatas, ni dinero con que proveerse de ello. Dios que no abandona a sus criaturas, si mandó sequía y granizo para probar la conformidad de estos pobres esclavos del terruño, os mandó luego a vosotros, hijos míos, para traer el remedio, y seréis el uno el arco iris que aparece después del Diluvio, la otra la paloma que viene con el ramo de oliva en el piquito».

Paloma y arco iris nos pusimos a formar la nueva estadística con los datos que nos daba mi madre. Otra tarde nos dijo: «También en el pueblo tenéis dónde emplear lo mucho que os queda, pues los telares están parados, y los abarqueros y curtidores no saben de dónde sacar una hogaza. La miseria proviene de estas modas malditas que traen ahora trastornados a los pueblos, y de las muchas telas que aquí llegan, falsas como Judas, tejidas como telarañas, pero lucidas a la vista, y baratas, eso sí, con una baratura que desvanece a los tontos y aburre a nuestros tejedores. ¡Vaya unos lienzos indecentes que nos traen, y unas estameñas y unos tartanes que mirados al trasluz, parecen cedazos! Pues los montereros también andan de capa caída. Ahora salen estos brutos con la tecla de que las monteras de pellejo, para diario, no son elegantes,   —97→   y algunos se cubren las chollas con esos buñuelos de paño que vienen de las Provincias... Y habéis de ver a las chicas vistiendo ya por la moda de Madrid, con esas indianas de a dos reales la vara, y esos pañuelos de listas que hasta parece que no visten, sino que desnudan...».

Como allí nos sobraba el dinero, y no temíamos ulteriores escaseces, pues mi próvido suegro ya nos anunciaba nueva remesa, abrimos gallardamente la mano, y fuimos como benéfico rocío que derramó algún consuelo sobre las entristecidas almas. Mas era tal el ardor que ponía mi buena madre en aquellas empresas de caridad, que mientras más dábamos, mayores larguezas nos pedía, como si el ejercicio del bien llevase a su noble alma del entusiasmo a la embriaguez. «Ya podía tu padre -dijo a María Ignacia-, mandaros un par de mulas cargadas de onzas para que os decidáis a edificar aquí el convento de monjitas de que me habló Catalina en sus cartas. Tan apagada está la cristiandad en este pueblo, que nos hace falta un instituto religioso que avive el fuego de la fe. ¡Ay, qué bien nos vendría un convento para la enseñanza de niñas, donde estuvieran desde los cinco años hasta que saliesen para casarse, aprendiendo todas las labores, y bien guardaditas del melindre de novios, cartitas, bailoteo y demás perdición! Andan las muchachas aquí tan desenvueltas, que esto parece un rincón de Madrid, y las de buen palmito no piensan más que en retratarse   —98→   cuando recala por Atienza alguno de esos que traen maquinilla del garrotipo, con las que sacan unos retratos que se miran a contraluz para ver lo blanco negro y lo negro blanco. Y mocosas hay que hasta llegan a decir que les gusta el café, y lo toman si se lo dan. Otras... tú las conoces... han aprendido a ponerse el peinado de tirabuzones, que es una indecencia, con aquellos mechones colgando; y algunas... pongo por caso, las de Cuadra y las de Aparicio... mandan traer de Madrid corsés como el tuyo, de los que sacan el pecho... cosa impropia de solteras. Este pueblo no es conocido. Me acuerdo de la villa de mi juventud, y me parece que han pasado siglos, o que la humanidad se nos ha vuelto loca».

Con estas cosas y la satisfacción de hacer el bien a tanto desvalido, íbamos pasando los días de Atienza, que ya comenzaban a ser un poquito enojosos. Expirante Septiembre, se descolgaba de la sierra, por las tardes, un vientecillo enteramente soriano; crecían las noches; descargaban a menudo copiosas lluvias que nos privaban del paseo, y pronto nos haría la nieve sus primeras visitas. Preparados estaban ya los hogares, limpias las chimeneas y apilada la leña que pronto habríamos de quemar si no buscábamos mejor otoño en tierra templada. La casa patrimonial, donde tan alegres habían transcurrido los días y las semanas, ya se llenaba de una vaga tristeza, que hacía más obscuros sus anchos aposentos, más bajas   —99→   las techumbres, que casi se ponían a la altura de nuestras cabezas, más negro el maderamen de las pesadas puertas. Por los resquicios de las tuertas ventanas, avaras de luz, se colaba con insolencia el aire frío; a media tarde teníamos que subir a tientas para no tropezar en la escalera; los cortinajes nuevos con que mi madre había decorado nuestro aposento, se trocaban en fúnebres colgaduras, y las imágenes de Vírgenes y Santos nos ponían el ceño adusto, o se asombraban de vernos allí.

Hube de fijarme entonces en un accidente de mi casa que en todo el verano no mereció mi atención, y era el ruido, o más bien concierto de ruidos que hacían las diferentes puertas del vetusto edificio al ser abiertas o cerradas. Cada noche observaba yo un nuevo rumor o musical concepto, ya como lastimero quejido, ya como frase de angustia o sorpresa, y aplicando el oído y la imaginación, concluía por dar un significado verbal a sones tan extraños. Por entretenernos en algo en las lentas noches, comuniqué mis observaciones a Ignacia, y apoderada esta de lo que tanto era artificio de la mente como realidad sonante, oyó más que yo, y compuso todo un poema con los ruidos de las viejísimas tablas de mi casa solariega. «La puerta del comedor, siempre que entra alguien, dice: «¡ay, ay, ay!, ¿cuándo os cansaréis de abrirme?...» y la de la despensa: «Dejadme morir cerrada...». Pues fíjate en los peldaños de la escalera cuando sube Úrsula,   —100→   que es de libras... Dicen: «Muero porque no muero». Y cuando baja Prisca, que corre como una rata, hablan en lenguaje familiar. Yo lo oigo así: «Pues aquí venimos los frailes gilitos vendiendo cabriiitos...». Pon atención y oirás lo mismo que oigo yo...

«Pepe, Pepe -me dijo Ignacia una noche cuando desperté del primer sueño-, fíjate en ese ventanón que han dejado abierto en el desván. El viento lo mueve, y al abrirse canta el primer verso de la jota... atiende y oirás: 'Hay en el mundo una España...' luego se cierra con un golpe, pum, al cual sigue un ruido muy suave, algo así como el de las chupadas de un niño cuando coge la teta». Puestos a oír, oíamos verdaderas maravillas. La puerta del comedor hablaba en griego y en latín, y decía cosas de la misa para echarse después a reír con alguna frase desgarrada, más propia de boca de manola que de una venerable puerta de casa ilustre; la que comunica el comedor con la pieza donde están los armarios de ropa decía: «Madre, unos ojuelos vi», y los armarios remedaban rezos de monjas, ronquidos de durmientes, pregones como el «¡De Jarama, vivos!» que tanto habíamos oído en Madrid...

Llegamos a componer el completo inventario de estos domésticos ruidos, con música y letra; y como alguna noche nos molestase tanta música, nos atrevimos a decir a mi madre que mandara untar de aceite los mohosos goznes para que callasen, o fueran   —101→   más silenciosas las parlantes y cantantes puertas. Pero ella, sonriendo con la dulce severidad que empleaba siempre que se veía en el caso de negarse a darnos gusto, nos dijo: «Por Dios, hijos míos, no me pidáis que suprima los ruiditos de mi casa, que si ella no me cantara con el son de sus puertas y el estribillo de sus gonces, me parecería que pasaba de casa viva a casa muerta. Con esos ruidos melancólicos, que me cuentan cosas del presente y del pasado, me crié, y con ellos quisiera morirme. En ellos oigo la voz de mis padres y de mis hermanos, la de mi tío Anselmo, corregidor que fue de Guadalajara. Amigo íntimo del Empecinado y de D. Vicente Sardina, nos refería las palizas que estos daban al General Hugo. También me traen a la memoria esos murmullos la voz de mi abuela, cuando a mí y a mi hermana nos contaba las fiestas que dieron en el Retiro por el casorio de Doña Bárbara con Fernando VI; la voz de mi padre ¡ay! una tarde, cuando, sentaditas mi madre y yo en este mismo sitio desgranando judías, entró y muy afligido nos dijo que le habían cortado la cabeza al Rey de Francia. Esto fue el año 93: la noticia de tal atrocidad llegó a nuestra villa el día de San Blas: ya veis si tengo memoria... Con que, no matéis los ruidos, y dejadme mi casa como está... No seáis, por Dios, tan modernos».



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ArribaAbajo- X -

El testamento de Miedes, otorgado en Sigüenza veinte años ha, carecía de interés por la desaparición de los bienes raíces. Los consistentes en papel impreso y escrito pasaban a ser propiedad del Seminario de San Bartolomé de Sigüenza, y el ajuar de casa, ropa y trebejos, que en buena tasación no valdrían arriba de ochenta reales, se adjudicaba íntegramente a la señora Laureana de La Toba, conocida por la Ranera. Habiéndome dicho un día D. Juan Taracena, testamentario con el confitero Gutiérrez del Amo y D. Cosme Aparicio, que en el revoltijo de la biblioteca se había encontrado un cajón de papeles escritos de puño y letra del erudito atenzano, me picó el deseo de echar la vista sobre ellos, y accedí a la invitación del señor Cura para examinarlos juntos, y rebuscar algunos destellos de inteligencia dentro de aquel caos. Y aquí viene a pelo la explicación de que lleve la fecha de Octubre esta parte de mis Confesiones, toda en una pieza, después del largo silencio de cuatro meses en que suspendida tuve mi comunicación con la Posteridad. Lo poco que escribí desde la petición de mano hasta el día de mi casamiento, pareciome tan falto de interés y sobrado de fastidiosas declamaciones tocantes a la dignidad humana sacrificada   —103→   en aras del positivismo, que lo rompí para no causar risa y tedio a mis futuros lectores... Entré por el aro del matrimonio agenciado por mi hermana; nos vinimos a esta villa mi mujer y yo, y pronto advertí la imposibilidad de escribir mis reservados pensamientos, porque mi esposa y mi madre no me dejaron ni un instante en la soledad necesaria para tal desahogo. Han pasado los meses en espera de una ocasión dichosa, la cual no ha venido hasta que, sin recelo de María Ignacia, he podido recluirme en la caverna del viejo Miedes con el pretexto muy razonable de la compulsa y escrutinio de sus descabalados papelotes.

En tres mañanas de recogimiento y aplicación, he podido emborronar toda esta parte de los días de Atienza, que a mi parecer no será de las que menos ilustren y amenicen la historia de mi vida, en contacto con la vida y alma españolas. Ni mi mujer ni mi madre se sorprenden de que pase aquí mañanas enteras, y aun les parece poco cuando a la hora de comer les doy cuenta de los peregrinos borrones en prosa y verso que D. Juan, revolviendo lo pasado, mientras yo escribo para lo futuro, ha podido descubrir en este maremágnum: un Discurso de tesis escolástica (Alcalá, 1801), una epístola en ripiosos tercetos Contra el vicio de hablar y vestir a la francesa (1823), un extenso alegato refutando las crónicas que atribuyen la fundación de León al Rey egipcio Mercurio Trismegisto (muy señor mío), y por fin una   —104→   serie de cartas que D. Ventura, por comezón monomaníaca, escribía desde su solitaria cueva a todo personaje que descollaba en la celebridad militar y política. Había carta a Espartero, al Marqués de Miraflores, a Olózaga, a Martínez de la Rosa, a Mendizábal y a Narváez, y era particularidad de todas ellas que, principiadas con gran esmero de letra y profusión de atrevidos pensamientos, ninguna estaba concluida y, por tanto, ninguna había ido a su destino. Graciosísima entre todas era la que empezó a escribir para Narváez, con fecha reciente. Tanto gusto tuve de su lectura que Taracena me la regaló, y aquí transcribo un párrafo de ella muy interesante: «En vos, Señor, saludan las presentes kalendas al esclarecido descendiente de aquellos Turdetanos que en el Sur de nuestra Península renovaron la ciencia de los famosos Túrdulos, compañeros de nuestro común padre Túbal. La historia que de Vuecencia se ha de escribir notará la concordancia del su carácter con el etimológico sentido de la palabra Túrdulo, que se compone de Thur (buey) y de Duluth (exaltado). Reconociendo en Vuecencia el primer túrdulo del Reino, yo le proclamo Buey, que es lo mismo que decir fuerte, y Exaltado, que suena lo mismo que liberal, de donde sale la especiosa síntesis de Vuecencia, o sea el ayuntamiento y consorcio de los atributos de Fuerza y Libertad...».

La soledad de Atienza se alegró estos días con la llegada de los maranchoneros... Son   —105→   estos habitantes del no lejano pueblo de Maranchón, que desde tiempo inmemorial viene consagrado a la recría y tráfico de mulas. Ahora recuerdo que el gran Miedes veía en los maranchoneros una tribu cántabra, de carácter nómada, que se internó en el país de los Antrigones y Vardulios, y les enseñaba el comercio y la trashumación de ganados. Ello es que recorren hoy ambas Castillas con su mular rebaño, y por su continua movilidad, por su hábito mercantil y su conocimiento de tan distintas regiones, son una familia, por no decir raza, muy despierta, y tan ágil de pensamiento como de músculos. Alegran a los pueblos y los sacan de su somnolencia, soliviantan a las muchachas, dan vida a los negocios y propagan las fórmulas del crédito: es costumbre en ellos vender al fiado las mulas, sin más requisito que un pagaré cuya cobranza se hace después en estipuladas fechas; traen las noticias antes que los ordinarios, y son los que difunden por Castilla los dichos y modismos nuevos de origen matritense o andaluz. Su traje es airoso, con tendencias al empleo de colorines, y con carreras de moneditas de plata, por botones, en los chalecos; calzan borceguíes; usan sombrero ancho o montera de piel; adornan sus mulitas con rojos borlones en las cabezadas y pretales, y les cuelgan cascabeles para que al entrar en los pueblos anuncien y repiqueteen bien la errante mercancía.

Todo Atienza se echó a la calle a la llegada   —106→   de los maranchoneros con ciento y pico de mulas preciosas, bravas, de limpio pelo y finísimos cabos, y mientras les daban pienso, empezaron los más listos y charlatanes a dar y tomar lenguas para colocar algunos pares. En mi casa estuvieron dos, sobrino y tío, que a mi madre conocían; mas no iban por el negocio de mulas, sino por llevarnos memorias y regalos de mi hermana Librada y de su familia. (Si no lo he dicho antes, ahora digo que mi hermana mayor, casada en Atienza con un rico propietario, primo nuestro, había trasladado su residencia, en Abril de este año, a Selas, y de aquí a Maranchón, por el satisfactorio motivo de haber heredado mi primo tierras muy extensas en aquellos dos pueblos.) Obsequiados los mensajeros con vino blanco y roscones, de que gustaban mucho, se enredó la conversación, y al referirnos pormenores de su granjería y episodios de sus viajes, vino a resultar que inesperadamente, sin que precediera curiosidad ni pregunta nuestra, tuvimos noticia de la cuadrilla o tribu de los Ansúrez.

Entre otros cuentos o aventuras refirieron los tales que en una venta cerca de Trijueque habían topado con los vagabundos, entrando en pláticas y tratos con ellos, porque el Jerónimo les propuso comprarles una mula de las ancianas, no para comerciar, sino para andar en ella, no llegando a entenderse porque parecía insegura la fianza. Vista y examinada la linda moza que los Ansúrez   —107→   llevaban, propusieron los marchantes tomarla a cambio, no de una mula, sino de dos, a escoger, y con algún dinero encima si así fuese menester para igualar, y de esto vino una pendencia con palos recíprocos, teniendo que salir más que de prisa los agitanados para que no acabara en sangre la función... Después volvieron a encontrarse en Taracena, resultando que la moza se había comprado zapatos en Valdenoches, y algún trapo con que más honestamente se tapaba. Esquivaron los de Maranchón nuevas disputas; pero la casualidad les hizo presenciar la que tuvieron los Ansúrez entre sí, unos hijos con otros y algunos con el padre, saliendo de la refriega la hermanita con un chichón en la frente; y a consecuencia de este gran cisco se separaron, tirando cada cual por su lado, como huyendo unos de otros, con intención de no volver a juntarse nunca. Uno de los hijos tiró hacia Brihuega, otro se metió por el camino que conduce a Pastrana y al paso para Cuenca y Reino de Valencia, el tercero subió hacia el lugar de Talamanca, como para correrse a Segovia; el cuarto dijo que se quedaría en Guadalajara, y el chiquitín, con la hija guapa y el padre anciano dijeron que derechamente se iban a Madrid. La dispersión de la tribu, contada con tanta sencillez por los traficantes de mulas, me hacía el efecto de las emigraciones de los hijos de algún patriarca, tal como la fábula o la Historia nos las transmiten, y la salida de cada cual para fundar   —108→   pueblos y difundir ideas al Norte y al Sur, hacia donde nace o se pone el sol. Estaba sin duda mi cerebro bajo el influjo de las ideas de Miedes, y en todo veía éxodos de razas, familias dispersas, y viajes que traen la civilización o van en pos de ella.

Y como persisto en no ocultar nada de lo que siento, séame o no favorable, diré que desde que oí a los muleros, no se apartó de mi pensamiento la imagen de la hija de Ansúrez. «¿Qué apuestas a que te adivino lo que estás pensando? -me dijo Ignacia por la noche, ya solos en nuestra alcoba. Y yo me eché a temblar, porque en efecto, mi mujer de algunos días acá me adivina los pensamientos con sólo mirarme, y a veces sin este requisito, por pura infiltración del rayo de sus ojos al través de mi frente, o por misteriosa lectura de signos que trazan sin quererlo mis manos, mis pasos, mi sombra sobre las paredes o el suelo. Antes que acabara de responderle con una donosa evasiva, me dijo: «¡Mentiroso! estás pensando en Lucila, o digamos Illipulicia, como la llamaba su enamorado caballero D. Ventura». Negué; di nuevo giro a nuestro coloquio; mas era verdad que en Lucila pensaba, llevando muy a mal que descompusiese su escultural figura imponiendo a sus libres pies el suplicio y la fealdad de estas horribles invenciones de los zapateros. Por mi gusto habríale comprado en Guadalajara, en Cogolludo o donde la encontrase, túnica y manto de finísima franela blanca, con las cuales prendas   —109→   y un delgadísimo camisolín de batista cubriese y guardase honestamente toda su persona, sin añadidura de corsé, ni faja, ni cinturón, ni canesú, ni medias, ni cosa alguna más que lo dicho, privándola asimismo de toda suerte de alhajas o accesorios, que siempre habían de interceptar alguna parte o pedacito de su soberana belleza, y de distraer los ojos que en contemplarla se embelesaban. Sólo en su cabeza consentiría un aro de metal, oro puro sin ornato ni piedras preciosas, que sujetase su espléndida cabellera, recogida y arrollada en una sola onda. Guardaba yo esta imagen en el más recóndito espacio de mi pensamiento, bien sujeta de mis disimulos para que no se me escapase, y le tributaba culto espiritual, castísimo, haciéndome la cuenta, como el loco Miedes, de que en tal figura amo el alma de un pueblo y la historia de las cosas vivas.

El invierno nos arroja de Atienza. Echo muy de menos la sociedad, mis amigos, la política, el fácil y pronto conocimiento de cuanto pasa en el mundo. Ya resuenan lúgubremente en los empedrados de la antigua Tutia las herraduras de las caballerías que suben y bajan por estas empinadas calles y carreras; ya se me hace fúnebre como el Dies irae el ladrido de los perros en largas noches, y hasta el matutino canto de los gallos me suena como una invitación a que tomemos el portante. Y de los ruidos del maderamen de la casa no digamos: ellos son de tal modo tristes, que harían regocijadas las Noches   —110→   de Young y de Cadalso... Ya me inspiran profunda antipatía los señores y damas del pueblo, que con su apéndice de niñas emperejiladas a estilo de Madrid redoblan ahora sus fastidiosas visitas, sin duda porque no tienen a dónde ir. No puedo soportar a las de Aparicio; las del Confitero me amargan, y las del Médico me enferman. D. Lucas de la Cuadra se me ha sentado en la boca del estómago, y D. Manuel Salado en la coronilla... Ya los pórticos románicos se desdicen de todas aquellas donosuras poéticas que nos habían cantado, y el alto Castillo se reviste de una fiereza tal, que no nos atrevemos a mirarle cara a cara. Si al pronto las nieves nos alegran la vista, no tardamos en asustarnos de su blancura irónica, que deslíe y absorbe los colores de la campiña, mata todo sonido y borra todo signo vital. Vientos glaciales bajan del Alto Rey y quieren barrernos. La vida se reconcentra en las cocinas, como en el orden vegetal desciende a las raíces la savia, y junto al fuego se agrupa toda la bárbara inocencia y la marrullera ignorancia de la humanidad campestre.

Madrid nos llama y Atienza nos despide, pues mi propia madre, que no se cansa de tenernos a su lado ni de prodigarnos su inextinguible cariño, reconoce que es hora de que ella torne a Sigüenza y nosotros a la Villa y Corte, con todas las precauciones imaginables y cien más, y aún es poco, porque... hace días anduvieron ella y María Ignacia en   —111→   secreteos, y según parece, ya no hay dudas respecto a lo que más deseamos todos, esposo y padres... ¡Ay, Dios mío! El temor de un fracaso, que ahora no sería imaginario como en los días de nuestra llegada, inspira a mi señora madre las más audaces previsiones y los planes más peregrinos respecto a viaje, método y pausas con que debemos realizarlo, estructura y acomodos del coche, limpieza y monda de piedras en todos los caminos que hemos de recorrer... Pronto a partir, precisado me veo a poner fin a estas páginas trazadas al descuido y como a hurtadillas en la polvorosa madriguera del erudito atenzano. ¿Pluma de estas Confesiones, cuándo volveré a cogerte?... Adiós, Atienza, ruina gloriosa, hospitalaria; adiós, santa madre mía; adiós, Noble Hermandad de los Recueros, que me hicisteis vuestro Prioste; adiós, amigos míos, curas de San Juan, San Gil y la Trinidad; adiós, Teresita Salado, Tomasa y chiquillos que alegrabais nuestras tardes; adiós, paz y recreo del campo, simplicidad de costumbres; adiós, sombra del grande y misterioso Miedes, el de la locura graciosa y sublime, el soñador celtíbero, enamorado de la más bella representación del alma hispana; adiós, en fin, imagen de la errante Lucila, mentira de la realidad y verdad casi desnuda que pasaste como un relámpago de hermosura entre el polvo de los deshechos terrones... adiós, adiós, adiós... Ved aquí las últimas plumadas, las últimas sin remedio,   —112→   porque tengo que sellar y empaquetar cuidadosamente estos papeles para llevármelos bien guardaditos... No más, no más... Hasta que Dios quiera.




ArribaAbajo- XI -

Madrid, 22 de Noviembre.- Me parece mentira que puedo consagrar un rato al desahogo de estas Confesiones, en lugar seguro, lejos de la inspección y vigilancia de mi mujer, de mis suegros y de toda la ilustre familia con quien vivo, tratado como príncipe, regalado hasta el mimo, pero sin libertad. No debo quejarme, pues los bienes que Dios derrama generoso sobre mí aligeran la cadena de oro que arrastro, reduciéndola, fuera de contadas ocasiones, al peso y tensión de un cabello. No me quejo; voy muy a gusto en este gallardo machito: en mi casa me aman, y tienen de mí la más alta idea; en sociedad me veo rodeado de consideraciones; el respeto me sigue, la admiración me acompaña, y el dorado vulgo me rinde homenajes que en mi vida de célibe nunca pude soñar. A mi nombre va unida, con el flamante título que ostento, la idea de sensatez; pertenezco a las clases conservadoras; soy una faceta del inmenso diamante que resplandece en la cimera del Estado y que se llama principio de autoridad: en mí se unen felizmente dos naturalezas, pues soy elemento   —113→   joven, que es como decir inteligencia, y elemento de orden, que es como decir riqueza, poder, influjo. Váyanse, pues, unas libertades por otras, que algo se puede sacrificar de la doméstica para gozar la pública, la que nos autoriza para campar con nuestra caprichosa voluntad por encima de la cuitada multitud, a quien nunca falta Rey que la ahorque ni Papa que la excomulgue.

Desde que regresamos de Atienza, toda tentativa de confesión escrita hallaba en la curiosidad de los míos insuperable obstáculo: ¿pues qué había yo de escribir que mi mujer no atisbase, receloso fiscal de mis pensamientos? Ausente mi amigo Aransis, no tenía yo quien me diese seguro asilo, que bien puedo llamar confesonario; ahora que vuelve Guillermo a Madrid, a su casa me voy y en su cuarto me meto, y en su papel escribo... Sepan los que en futura edad me leyeren que amo a Ignacia con plácida ternura, y que estoy muy contento de haberla hecho mi esposa. El afecto que le doy débilmente corresponde, así debo declararlo, al exaltado amor que ella tiene por mí, y a la ofrenda que constantemente me hace de su sinceridad, pues todo me lo revela y confía, desde las cosas más importantes a las más menudas, y no hay repliegue de su conciencia ni secreto de su mente que no ponga ante mí. Su inteligencia descubre y ostenta de día en día nuevos tesoros. Con sus padres es la niña encogida y vergonzosa de siempre, petrificada en las ñoñerías tradicionales de la casa;   —114→   para mí es la mujer de libre pensamiento, la mujer de ideas propias que en el sagrario matrimonial rompe el cascarón en que la criaron, y conservando hacia la familia las fórmulas de un pasivo respeto, sólo en el esposo pone su alma entera.

Padre seré de los hijos que Ignacia quiera darme, y como es bueno que me ejercite en las paternales obligaciones, de la Patria quieren hacerme venturoso papá. Me ha llamado Sartorius para decirme con cortesana franqueza que, por mi posición independiente y mis dotes intelectuales, estoy llamado a representar un distrito en el futuro Congreso. ¡Paso a los hombres de arraigo; atrás los vividores! Este lema de regeneración política me parece muy bello, y no vacilo en poner al servicio del país todo mi arraigo, que espero ha de aumentarme Dios. Aunque las elecciones generales para nuevas Cortes no han de ser hasta el año próximo, el previsor Conde me pregunta si llegado el caso podría yo disponer en Sigüenza de los necesarios elementos para el triunfo. Le contesto que no me faltan allí parentela y amigos; pero desconfío del éxito si vuelve a presentarse, como presumo, el señor Conde de Fabraquer. Por lo que me aseguró el alcalde de Atienza, D. Manuel Salado, con Fabraquer no será posible la lucha, a menos que el Gobierno no haga un verdadero desmoche y tabla rasa... Hablamos en seguida de Brihuega, donde toda la fuerza es de D. Luis María Pastor; de Almazán, donde probablemente   —115→   luchará, y no han de faltarle medios y buenas armas, el Sr. Ramírez de Arellano, funcionario de Gracia y Justicia; y por fin echamos una miradita a Molina de Aragón, donde la desventaja de tener enfrente a un antagonista tan formidable como D. Fernando Urries, se compensara con el apoyo que ha de darme mi cuñado y primo, gran propietario en Selas y Maranchón, y a poco que me ayude el Gobierno... Pensó en ello un instante Sartorius, y después me dijo: «Ya lo resolveremos de aquí a las elecciones generales, que serán el invierno próximo... y por mi gusto no se convocarían nuevas Cortes hasta el 50... De todos modos tenemos tiempo... Pero usted no debe estar ocioso, amigo mío. Cada día se nota más en esas malditas Cortes la falta de personas de arraigo... Las complacencias de los Gobiernos con los que hacen de la política un oficio, van desmoronando el Régimen... Yo veré si le sacamos a usted en alguna elección parcial...».

Volví, por indicación del amable Ministro, a los cuatro días; pero nada de mi presunta paternidad política pudimos hablar, porque las graves noticias llegadas de Roma arrebataban la atención de los hombres más o menos arraigados, no dejando espacio para tratar de personales asuntillos. A pesar de esto, debo confesar ingenuamente que si en la concurrida recepción o tertulia de Sartorius, a horas altas de la noche, aparecí asociado al general asombro y pena que ocasionan los graves sucesos de Italia, sentí en   —116→   mi interior el hielo de la desafección a todo lo que no trajera ligamentos o enlace con mi propio bienestar. En verdad digo que lo ocurrido en Roma me inspira un cuidado muy relativo, y no ha de quitarme porción ninguna del sosiego de mis días ni del sueño de mis noches. Pero, como todos me creen muy entendedor de cosas y personas romanas, no cesaron aquella noche de interrogarme acerca de los antecedentes y móviles de los aterradores acontecimientos; contesté conforme a mi conocimiento personal, y añadiendo a lo que ignoro alguna ingeniosa gala de mi fantasía, satisfice la curiosidad y escuchado fui como un oráculo.

Acerca del Marqués de Azeglio, propagandista de las ideas liberales bajo la bandera papal, y del partido llamado Joven Italia, que proclamaba las dos grandes ideas Libertad y Unidad; acerca del grande y austero revolucionario Mazzini, que a su fin va sin reparar en los medios, hombre de robusta inteligencia, de formidable voluntad, frío, despiadado, cerrado a todo sentimiento que no sea el de un patriotismo fanático, a la romana, mezcla imponente de Catón y Sila, les di prolijos informes que a mi parecer se aproximaban bastante a la verdad. Las concesiones de Pío IX a los revolucionarios, que aparecían en las calles de Roma ennegrecidos aún con el tizne de las logias, yo las había presenciado; y también vi que el Papa, otorgando al pueblo cuanto este pedía, llegó al límite de la generosidad. El pueblo, desvanecido   —117→   por las ideas de Balbo y Gioberti, y por la predicación del Marqués de Azeglio, pedía más cuanto más obtenía. Mastai Ferretti concedió el Ministerio laico, y Constitución y Cámaras. La moda de las Constituciones llegó a invadir la morada de la inmutable Iglesia. Contra la Joven Italia y los revolucionarios alzaba fuerte antemural el Imperio austriaco, poseedor de las más bellas regiones del Norte de Italia; contra el Austria armaba sus huestes Carlos Alberto, Rey de Cerdeña. ¿Ante cuál de estos dos poderes se inclinaría San Pedro?... Diles una explicación sucinta de las dos ideas fundamentales que la Historia expresa con los términos rutinarios de güelfos y gibelinos, y les referí que en los postreros días de mi estancia en Roma yo había visto al Papa indeciso (perdonad, yo le veía en la opinión que me rodeaba, dándome la perspectiva general de las cosas), y, por fin, inclinado a no romper con el Imperio. Si Julio II gritó «fuera los bárbaros», Pío IX creyó sin duda comprometer su tiara si los bárbaros, entiéndase austriacos, negaban su apoyo al débil Estado romano y a la Barca del Pescador.

Incansable en organizar las demostraciones patrioteras, a la calle lanzaba Mazzini las multitudes, con cuyo vocerío halagaba y amedrentaba al Pontífice, el cual, harto de vanos ruidos y agobiado bajo la pesadísima responsabilidad de la Iglesia que llevaba sobre sus hombros, gritó un día en el balcón   —118→   del Quirinal: «No puedo, no debo, no quiero». Con esto, y con la Encíclica en que desmintió el Pontífice su política del 46 y 47, se desligó de la Joven Italia: deshecha como el humo la popularidad de Mastai Ferretti, el sentimiento popular le acusó de defección a la causa de la patria. Lanzado a la resistencia, Su Santidad nombró Ministro al Conde de Rossi.

A una me interrogaron acerca de este desgraciado personaje, y aunque yo no le conocía más que de verle en la calle cuando era Embajador de Francia, hice de él pintura física y moral con los elementos de la opinión oída o sentida, que casi siempre han sido los más eficaces medios de la Historia. Rossi era un hombre pálido y pensativo, poco elegante y un tanto displicente, gran jurisconsulto y expositor de ciencia jurídica... Ministro papal (esto no lo alcancé yo, pero hablé de ello como si lo hubiera visto), desplegó una energía que había de ser insuficiente contra la hinchada onda de la revolución.

«¿Conoce usted el palacio de la Cancillería, en cuya escalera ha sido asesinado Rossi? -me preguntan con el intenso interés trágico que despierta el lugar de un crimen. Y yo impávido, bien asistido de mis luminosos recuerdos, les describo todo el barrio, la via Pellegrini, el Campo di Fiori; encaro con la majestuosa fachada de la Cancillería, trazada por Bramante; traspaso el monumental pórtico, obra de Fontana; entro en el   —119→   bello patio, y torciendo a mano izquierda, señalo el arranque de la escalera, en cuyos primeros peldaños ha perecido a manos de la demagogia desmandada el Ministro de Pío IX. Luego me lanzo de nuevo a la calle, y con mi fácil vena descriptiva les guío hacia las construcciones heteróclitas entremezcladas con los vestigios del Teatro de Pompeyo, ¡donde fue asesinado César!... y admiran la coincidencia, que no está en las personas, ni en la calidad o móviles del delito, quedando sólo reducida a la vecindad de lugares trágicos. En pueblos tan pletóricos de Historia como aquel, las tragedias se tocan, y juntas están las piedras en que sucumbieron mártires o afilaron sus cuchillas los verdugos.

1.º de Diciembre.- Según las noticias de Roma que nos llegan por los correos de Francia, Rossi fue víctima de su temeraria confianza o de su indomable valentía. Más altanero que precavido, despreció los avisos que se le dieron de que las logias habían decretado su muerte. Entró solo, sin miedo ni precaución, en la Cancillería, rompiendo por entre una multitud enconada y bullanguera. Al poner el pie en el primer peldaño recibió un garrotazo en el costado derecho. Volviose, y en el mismo instante, por la izquierda, una furibunda mano armada de cuchillo le cortó la yugular. Muerto el Ministro, la autoridad temporal del Pontífice era una vana sombra. El siguiente día, 16 de Noviembre, trajo el desenfreno de las muchedumbres,   —120→   las gesticulaciones del patriotismo epiléptico frente al Quirinal, la ansiedad de Pío IX, el ir y venir de comisiones pidiendo y negando... Las noticias de hoy confirman que Su Santidad huyó de Roma. ¿En qué forma? ¿Disfrazado de aldeano como Juan XXII escapando del Concilio de Constanza, o de mercader como Clemente VII escabulléndose por entre las tropas españolas?

3 de Diciembre.- Por referencias de nuestra Embajada se sabe que Mastai Ferretti salió del Quirinal vestido de simple cura, y en velocísima carrera de coche se plantó en Albano. Allí le tomó de su cuenta el Ministro bávaro, conde de Spaur, que viajaba con su señora y familia menuda. Con el carácter de ayo de los niños salvó Pío IX felizmente la distancia entre Albano y la frontera de Nápoles... Ya le tenemos en Gaeta, que ha venido a ser la provisional Sede y metrópoli del mundo católico. En Roma imperan Mazzini, Sterbini, Cicerovacchio, el Príncipe Canino, que es un Bonaparte encenagado en la demagogia, y les sigue y hace coro la ronca turba insaciable. Grandes acontecimientos se preparan en el mundo. Arde Italia. El caballeresco Carlos Alberto reúne la más florida milicia lombarda y piamontesa para marchar contra Austria... ¿Qué pasará? ¿En qué pararán estas colosales trifulcas, que comparadas con nuestras revoluciones de campanario no nos parecen menos grandes que los combates de Dioses y Héroes en los cantos de Homero, o las peleas   —121→   de arcángeles en las estrofas de Milton?... No lo sé, ni en verdad me importa mucho. Rueden los tronos; vacile, ya que rodar no pueda, la inmortal tiara; sobre las monarquías deshechas alcen su imperio efímeras o vigorosas repúblicas. Nada de esto alterará la paz del hombre árbol, que ve resueltos los problemas de su nutrición vegetal, y siente bien asegurado el suelo entre sus hondas raíces. Mi optimismo me asegura que las tempestades europeas no se correrán a España, porque aquí tenemos la Providencia de un D. Ramón María Narváez que con el ten con ten de su fiereza y gracias andaluzas, tigre cuando se ofrece, gato zalamero si es menester, maneja, gobierna y conduce a este díscolo Reino, y en él asegura el bienestar de los que lo han adquirido, o están en el trajín de su adquisición. Vívame mil años mi Espadón de Loja, y durmamos tranquilos los que juntamente somos usufructuarios y sostenedores del orden social.




ArribaAbajo- XII -

16 de Marzo de 1849.- De tal modo absorben mi espíritu el cuidado de mi cara mitad y el problema de la sucesión, que ha de resolver María Ignacia, según los cálculos más discretos, en fines de Mayo o principios   —122→   de Junio, que no hay espacio en mi pensamiento para suceso alguno de orden distinto, así privado como público. ¿Qué me importan las alteraciones de Francia, de Roma o de Hungría, ni las malandanzas del Estado español, ante este inmenso enigma del embarazo, cuyo término y desenlace feliz esperamos con el alma en un hilo? ¿Qué puede afectarme ese lejano enredo de la República Romana, ni las diabluras de los Mazzinis, Caninos y Garibaldis? ¿Ni qué atención puedo prestar a los entusiasmos de mi cuñada Sofía por Luis Napoleón, Presidente de la República Francesa, o por Manin, desgraciado Dux de la de Venecia? Y cuando mi hermano Gregorio me da irresistibles matracas por el desconcierto de la Hacienda española, ¿qué he de hacer más que abrir la oreja derecha para que salga lo que por la izquierda entró? Ya comprenderéis que de la guerra intestina que arde en Cataluña hago tanto caso como de las nubes de antaño, que lo mismo es para mí Cabrera que un monigote de papel, y que los movimientos de Pavía, de Concha o de Córdova en persecución de los facciosos no mueven mi curiosidad. Entre o salga Montemolín, lo mismo me da, por no decir que ahí me las den todas.

No me cansaré de afirmar que son cada día más vivos y puros mis afectos hacia la compañera de mi vida, y que esta ha llegado a seducirme y enamorarme con sólo el talismán de sus anímicas dotes. Diré también   —123→   que mis suegros y toda la familia me quieren entrañablemente, viendo y comprobando con diarios ejemplos que hago feliz a la niña. Cuido mucho de no dar pretexto al menor disgusto de mis papás políticos, atento siempre a mi completa identificación con ellos y a fundirme en las ideas y rutinas del mundo Emparánico, sin hipocresía ni violencia. Sólo en los comienzos de mi asimilación me causaron enojo las extremadas santurronerías a que las señoras mayores me sometieron, y se me hacía muy largo el tiempo consagrado, sobre la diaria misa, a Triduos, Cuarenta Horas, o visitas a las monjas del Sacramento, de la Latina y de Santo Domingo el Real; pero a ello me fui acostumbrando con graduales abdicaciones del albedrío, hasta llegar a cierta somnolencia que se compadece con las materiales ventajas de mi posición. Por el bienestar que me rodea y las comodidades que disfruto, doy gracias a Dios y a mi hermana Catalina, sintiendo mucho no poder dárselas más que con el pensamiento, pues desde que volví de Atienza no he visto a la bendita religiosa, que ahora está rigiendo la comunidad Concepcionista Franciscana de Talavera de la Reina. Ved aquí por qué no la he nombrado en esta parte de mis Confesiones. De veras me ha dolido no encontrarla en Madrid, no sólo porque estoy privado de sus consejos amorosos, sino porque su ausencia me tiene ignorante de si recibió y acogió a los Ansúrez, recomendados por mi   —124→   carta. Nada sé de esta gente, nada del noble patriarca de la tribu, nada de la sin par Lucila, y pienso que, desamparados aquí, se han corrido a tierras distantes.

Volviendo a mi nueva familia y al fenómeno de mi adaptación social, diré que fue para mí un poquito duro, en los primeros días, el trato de las personas que frecuentaban mi casa en las veladas de invierno. Poca substancia, o más bien ninguna, sacaba yo de la conversación de los respetables señores carlinos o convenidos de Vergara, a los que no creo ofender si digo de ellos que su desenfrenado absolutismo me daba de cara como un mal olor de boca. A los que ya he dado a conocer tendré que añadir alguno, si Dios me da salud y tiempo, que ostentando traje militar o civil, trae olor de curas y tipo de la Bóveda de San Ginés. Pero con todos estos tufos y apariencias desagradables, yo voy apechugando con ellos, y ya no me causan la menor molestia ni sus personas anticuadas ni sus estrafalarios discursos. A todo se hace el hombre en las diferentes situaciones a que le lleva su Destino, y por algo dice la filosofía popular: No con quien naces, sino con quien paces. En realidad yo pacía exclusivamente con mi mujer, y de este nuestro pastar reservado en el íntimo campo conyugal, nació el que yo me adaptase fácilmente a la vida Emparánica, como se verá por lo que voy a referir ahora.

Me lanzo a descubrir y delatar lo más secreto de mis conversaciones con María Ignacia.   —125→   Ya en los días de Atienza, cuando nos quedábamos solos, se me quejaba de la pesadez insulsa del rosario que mi madre nos hacía rezar con ella todas las noches. Claro es que estas opiniones eran sólo para mí, y ante mi madre nada decía que pudiera disgustarla. En Madrid me manifestó las propias ideas, y una noche llegó a decirme: «El rosario me sirve a mí para pensar en mis cosas. No hay nada más propio que esta taravilla para meterse una en sí misma. Ya tengo yo mi lengua bien acostumbrada a rezárselo ella sola, y la dejo ir al compás de la cancamurria de los demás. Dentro de mí, yo solita pienso, y si viene a pelo, le pido a Dios con palabras mías lo que quiero pedirle... ¡Vaya, que si dijese yo estas cosas a mis tías, creerían que me he vuelto loca! Pues hace tiempo que pienso así; pero a nadie lo he dicho, porque la vergüenza me sellaba la boca. Como entre nosotros no hay vergüenza, todos mis pensamientos son tuyos.

Y en la noche de un día consagrado a religioso bureo, con misa solemne por la mañana, por la tarde manifiesto y procesión, y como fin de fiesta, fastidiosa charla mística del Sr. Sureda con nuestras reverendas tías, María Ignacia, cuando estuvimos donde nadie pudiera oírnos, me dijo: «Con muchos días como este, pronto se hace una volteriana, aunque yo, la verdad, no he leído a ese Voltaire ni falta que me hace. Oye, Pepe: ¿no te parece que sobre todas las estupideces   —126→   humanas está la de adorar a esos santos de palo, más sacrílegos aún cuando los visten ridículamente? ¿No crees que un pueblo que adora esas figuras y en ellas pone toda su fe, no tiene verdadera religión, aunque los curas lo arreglen diciendo que es un símbolo lo que nos mandan adorar entre velas? Yo te aseguro que no siento devoción delante de ninguna imagen, como no sea la de Jesucristo, y que si yo tuviera que arreglar el mundo, mi primer acto sería condenar al fuego a toda esa caterva de santos de bulto, empezando por los que llevan ropa.

-Lo mismo pienso -le respondí-. Pero nosotros, que tenemos nuestro entendimiento limpio de esos desvaríos, hemos de disimularlo, y hacer como que no discurrimos, ni vemos más allá de las narices del Sr. Sureda, o de tu tía Josefa... Seamos cautos, mujer mía, que nada cuesta decir a todo amén, y vivir en santa paz con la familia».

Y una noche, recordando lo que desentonadamente se habló en nuestra tertulia de la situación del Papa, y de las tropas que mandaremos a Italia para restablecerle en su trono, mi mujer se dejó decir: «Ya ese bendito Conde de Cleonard me tenía estomagada con que la Iglesia debe ser maestra de la vida en todos los órdenes, con que los liberales están condenados, con que debemos traernos para acá al Papa, y hacerle cabeza de nuestra nación... Pues yo digo que si es Vicario de Jesucristo, ¿para qué necesita fusiles y cañones? Jesucristo no   —127→   tuvo artilleros, ni le hacían falta para nada... Y también digo que no tuvo embajadores, ni ministros de Hacienda, ni cobraba dinero por bulas o dispensas, ni gastaba esos lujos... como que nunca se puso zapatos. ¿Lo entiendes tú, Pepe? Me dirás que no, y que tus dudas son iguales a las mías... Pero tienes razón, hijito: callémonos y hagámonos los tontos, que así nadie se mete con nosotros, y vivimos tan tranquilos».

El escepticismo de mi cara esposa no se estacionaba: era esencialmente progresivo, como se verá por los conceptos formulados hará unos veinte días: «Esto de que hemos de confesar y comulgar todos los meses me parece un abuso de nuestra paciencia, Pepe. ¿No crees lo mismo? Bueno que me hagan confesar a mí; pero tú, que eres hombre, ¿por qué has de arrodillarte tan a menudo delante de un sacerdote para contarle lo que has hecho? ¡Pues buena tendrías el alma si a cada treinta días te la llenaras de nuevos pecados! Con confesar una vez al año, o dos, vamos, bastaría, pienso yo. Claro es que salimos del paso muy lindamente. Yo de algún tiempo acá no le digo al cura más que lo que me parece. Ya te conté los disparates que me preguntó el de las Descalzas. Desde entonces hago mi composición y no me apuro por nada. ¿Y tú cómo te las arreglas con D. Sinforoso? ¿Es preguntón; es de los que se pasan de listos y quieren saber, a más de los pecados cometidos, los pecados probables, y se meten en lo que no   —128→   les importa?... Verdad que tú ya sabrás desenvolverte. A buena parte van. Yo digo que la mujer casada no debe confesarse más que con su marido, si este no es un pillete, como hay muchos. A ti te digo yo todo lo que pienso; tú me dices a mí parte de lo que discurres, porque un hombre, naturalmente, debe tener alguna más libertad de pensar, y así somos felices, y nos entendemos a maravilla».

30 de Marzo.- Suspendo aquí los desenfados de María Ignacia, para dar sitio al estupendo notición de hoy. En Novara, gran batalla entre piamonteses y austriacos, vencedores estos, viéndose precisado Carlos Alberto a salir de estampía, previa abdicación en su hijo Víctor Manuel. No caben en sí de contento los de mi tertulia Emparánica, y mi hermano Agustín ya ve asegurada la paz del mundo y el orden social con este triunfo del Imperio... Ni ante la rota de Novara, que ha sido el humo en que se desvanecen las esperanzas unitarias de los italianos, entran en razón los descamisados y descalzonados de Roma, que siguen adorando a esa tarasca ebria de su República. El Papa, muy obsequiado del Rey Piísimo (Fernando II), continúa en Gaeta esperando que las tropas francesas y españolas le devuelvan sus Estados, hoy en poder de todos los demonios. Estos no van con exorcismos ni anatemas, y es menester gran cantidad de pólvora y balas para conseguir arrojarlos del santo cuerpo en que se han metido.

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«¿No has reparado -me dijo anoche Ignacia-, que en casa no quieren a Narváez? Lo habrás notado sin duda. Ello está bien a la vista. Siempre que hablas de él, para elogiarle, naturalmente, o callan o salen con alguna cuchufleta... y que el Sureda las dice del peor gusto. Luego papá y las tías no pierden ripio para ponerle faltas: que si es un cascarrabias, que si no guarda la religión, que si no mira más que por sí, que si todo lo arregla con andaluzadas, que si debajo de la capa de moderado es un liberal tremendo, que si ha dicho o no ha dicho del Nuncio una frase muy fea... y no pude enterarme, porque entre sí los hombres la pronunciaron muy en secreto, y unos se indignaban, otros se reían... En fin, Pepe, que no le quieren en casa, desengáñate. ¿Sabes la que soltó esta noche D. Serafín Cleonard? Pues que la Reina ha perdido el miedo a Narváez; pero que le mantiene en el poder por meterle miedo a su marido D. Francisco y tenerle siempre en jaque... Mi tía Josefa, que, como sabes, está muy al tanto de lo que pasa en el cuarto del Rey, se echó a reír y dijo: «Ya no le temen. ¿Qué han de temerle, si el tigre va saliendo gato? Preparado está ya el cascabel que han de ponerle.

-¿Y no añadió quién es el guapo que se lo pondrá?

-Se lo calló la muy ladina. Si mañana se les va la lengua un poquito más... seré toda orejas, para grabarlo bien en mi memoria y poder contártelo».



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ArribaAbajo- XIII -

17 de Mayo.- No me preguntéis nada de cosas públicas, ni aun de la expedición militar que ha salido ya para Italia. Todo lo ignoro, y lo que traen a mi oído derecho los amigos cuenteros y parlanchines, o el bullicio de las calles, no tardo en arrojarlo por el izquierdo hasta dejar mi caletre vacío de cuanto no pertenezca a mis personales intereses y cuidados. He tenido a mi mujer muy malita. ¡Qué días, qué cinco semanas de mortal ansiedad! En mi sobresalto y tribulación temí que no sólo perdiéramos el fruto, sino el árbol. Gracias a Dios, vimos felizmente resuelto el infarto de la garganta y cuello con alarmantes manifestaciones de erisipela... Dejadme que respire. Ya la tenemos completamente bien: el mundo recobra su alegría. Yo le digo a María Ignacia que Dios está resueltamente de nuestra parte; ella se ríe y me contesta, barajando la fe con el escepticismo: «Acá para entre los dos, Pepe, yo pienso que Dios me ha de conceder... ya sabes qué... el tener felizmente a nuestro hijo, pues ya que me negó tantas cosas buenas que otras poseen, esta me la tiene que dar. Si no, no sería justo... Aunque... vete a saber si es justo. Yo voy creyendo que no lo es, y que su principal atributo es la injusticia, al menos lo que por tal tenemos de tejas   —131→   abajo, y que es quizás... la sublime esencia de la justicia. En fin, chico, lo que quiera Dios ha de ser, y, como dice tu madre, venga lo que viniere, siempre tendremos que dar gracias».

Así en la enfermedad como en la convalecencia y franca mejoría, se redoblaron los mimos que a María Ignacia prodigamos todos, y por mi parte, a más de renovar ante ella la declaración y juramento de fidelidad que como esposo le debo, le sometí y entregué mi lícita libertad, que tal fue el compromiso de alejarme sistemáticamente de todo lugar donde pudiera presentárseme ocasión pecaminosa. Con ello no hago, en realidad, gran sacrificio, porque de tal modo embarga mi voluntad el indescifrado misterio de la sucesión, que al presente nada me solicita fuera de mi casa, y me sorprendo de encontrarme desalentado y glacial ante personas que el año anterior me sacaban fácilmente de quicio. Desde mi regreso de Atienza, he visto más de una vez a Eufrasia, en su casa, en las ajenas, en el teatro, en la calle. En nuestras primeras entrevistas, encareció sin ironía mis virtudes, incitándome a persistir en ellas. En Febrero último, un casual incidente nos aproximó y puso en soledad con tan tentadoras circunstancias, que el no desmandarme habría sido, más que honradez, santidad. Por fortuna, la presteza con que acudió la manchega a la corrección de mi atrevimiento, nos salvó a los dos, acreditando su virtud más que la mía.   —132→   Desde entonces nos hemos visto poco y sin ocasión de largas explicaderas. Me han dicho que en su casa, donde politiqueaban el año anterior los disidentes de la situación moderada, cabildean ahora los enemigos más obscuros del régimen. No sé qué hay de verdad en esto, ni me importa.

De Virginia y Valeria debo decir que cada una tiene de novio a un capitán... Por extraordinario efecto de reflexión de lo femenino a lo masculino, los dos novios me parecen un capitán solo. Ya no bromean conmigo las dos chiquillas, ni yo, respetándome y respetándolas, me permito jugar con ellas a los amorcitos. Sé lo que debo a la sociedad, a los amigos y a mí propio: siento en mí la saludable invasión anímica de la sensatez; como árbol magnífico que soy, plantado en el suelo de la patria, me duelen las raíces al menor movimiento de mi tronco... Noto en mí un sentimiento nuevo, la alegría de la corrección, porque nace entre las vanaglorias de una vida llena de ventajas y dulzuras del orden material. En la cúspide de mi sensatez, pirámide que tiene por base mi sólida posición, afirmo de nuevo que la renuncia que hice a María Ignacia de mi asistencia a reuniones mundanas, no es en realidad un sacrificio muy meritorio, pues en muchos casos no iba yo a ciertas casas más que a medir la longitud y latitud de mi aburrimiento. Tan sólo echo de menos la tertulia de María Buschental, cenáculo de hombres presidido por una mujer encantadora,   —133→   de sutil ingenio. Allí van mis mejores amigos; allí se habla de lo divino y lo humano con deliciosa libertad, y se lleva puntual cuenta y razón de las flaquezas cortesanas que ofrecen interés por andar en ellas los poderosos, pues las flaquezas de los pequeños a nadie interesan; allí se hace la exacta crítica de las cosas públicas, harto más sincera que la de los periódicos, porque las causas y móviles de los hechos, comúnmente reseñados con falaz criterio por la Prensa, salen de las bocas vestidos y armados de la refulgente verdad... Espero que en cuanto rebasemos la formidable línea de la sucesión, recabaré de mi bendita esposa que, a cambio de otras concesiones, me dé de alta en el amenísimo conciliábulo de la calle del Príncipe. Por hoy, me resigno a no tener más sitio de esparcimiento y charla que el Teatro de Oriente (convertido en Congreso, mientras se concluye la nueva Cámara de los Comunes), aunque allí, como dice Salamanca, tiene uno la desdicha de encontrar siempre a todas las personas que le cargan.

29 de Mayo.- Pongo en conocimiento de la Posteridad un importante suceso. Ayer estuvo en casa mi amigo Eduardo San Román con esta comisión: «Vengo de parte del General Narváez a llevarte a su presencia... No te asustes: desea conocerte». Sorpresa y confusión: esta sube de punto cuando agrega el simpático emisario que no se trata de concederme audiencia, por otra parte   —134→   no solicitada, ni de una entrevista ceremoniosa: será una simple presentación de confianza, por la mañana, cuando el General, no vestido aún, o a medio vestir y quizás tomando chocolate, recibe a sus amigos más íntimos. Francamente, no entraba en mi cabeza que con tan primitivas formas de llaneza me llamase y recibiese D. Ramón a mí, para él desconocido, o apenas conocido de nombre. Llegué a creer que San Román me daba una broma; pero con tal seriedad insistió en su mensaje, que hube de tenerlo por verídico. Pensando que me hallaba en vísperas de una singular emergencia, me dije: «¿Qué es esto? ¿Para qué me querrá el dueño y árbitro de los destinos de la Nación?... No puede ser para ofrecerme un acta en elección parcial, que de esto se ocupa Sartorius... Para reñirme no ha de ser, porque en nada le ofendí, y no soy su subordinado... ni para darme las gracias, porque ningún servicio me debe...». En fin, pronto saldría de confusiones. Convine con Eduardo en que nos reuniríamos en casa, por hoy, a la hora que él designara.

Por la noche, mi mujer y yo apuramos hipótesis y conjeturas para dar con el quid de tan extraña cita, y en el giro de nuestra charla, hablamos de mi presunto introductor San Román, en quien reconozco a uno de mis mejores amigos. Soldado de pluma más que de espada, sus notables escritos de Arte Militar le han valido el entorchado de plata. Es quizás el brigadier más joven del ejército,   —135→   y en política no anda ciertamente a retaguardia: D. Ramón le ha hecho diputado por Loja, su pueblo, que es como hacerle de la familia... La tenaz adhesión de nuestro pensamiento a la persona del guerrero de Arlabán, nos llevó a recordar la carta inédita, inconcluida y sin curso del pobre Miedes, que de Atienza trajimos y conservamos como oro en paño en recuerdo de nuestro bondadoso y trastornado amigo.

«Mira tú -dije a María Ignacia-, que sería muy gracioso entrar yo a la presencia de Narváez saludándole con el dictado de Buey liberal, que según Miedes es la fórmula sintética de su carácter.

-Gracioso sería, sí... ¡Lo que tardaría el hombre en tirarte por las escaleras abajo!

-Como no dispusiera que me agregaran a la primera cuerda que salga para Filipinas...».

Bromas aparte, no llegué sin temor, esta mañana, a la Inspección de Milicias, morada del General cuando es Ministro Presidente. La idea que todos los españoles, con razón o sin ella, han formado de la fiereza del personaje, justificaba mi vago recelo, que San Román cuidó de disipar asegurándome que no debía temer ningún arranque iracundo, porque el león, no tan fiero como se le pinta, sólo echa el zarpazo a los subalternos que no cumplen su deber. Entramos, y en una estancia nada elegante, que más bien parecía cuerpo de guardia, vi que hacían antesala unas cinco o seis personas, algunas   —136→   de las cuales conocía yo. Eran D. Juan Gaya, Administrador de la Imprenta Nacional y Director de la Gaceta, mi jefe un año ha, hoy Diputado por la Seo de Urgel (¡Cielos, apiadaos del inocente Cuadrado, mi compañero de oficina!); el corpulentísimo D. José María Mora, Diputado por un distrito de Alicante y oficial en Gobernación, y el de tenebroso entrecejo y desapacible rostro Don Claudio Moyano, Rector de la Universidad. Además vi a uno que me pareció periodista, cara que conozco mucho, mas el nombre se me ha ido de la memoria... Mientras yo saludaba a mi antiguo jefe en la Gaceta, y le proponía que trabajásemos juntos para traer de su destierro al sin ventura Cuadrado, desapareció Eduardo San Román. Al poco rato le vi volver con un ayudante, y ambos me llevaron afuera, como quien desanda lo andado, y luego me condujeron por un pasillo con dobleces que no parecía sino un rompecabezas. Al término de esta caminata, entramos en un aposento grande, todo claridad, donde lo primero que vi ¡Dios me valga!, fue la propia persona del Túrdulo D. Ramón Narváez en mangas de camisa. Entrar yo por aquella puerta y salir él de otra frontera, con vivo paso, mirar fiero y arranque impetuoso, que me dio la impresión de un toro saliendo del toril, fue todo uno. Quedeme parado a pocos pasos de la puerta sin saber qué hacer, ni a dónde volverme, ni a quién saludar. Por un momento dudé que fuera el Duque de Valencia   —137→   quien de tal modo me recibía. Mis introductores, no menos perplejos que yo, se pararon también en firme junto a mí, a punto que el General, en medio de la estancia, gritaba como quien da la voz de mando en lo más comprometido de una batalla: «¡Bodegaaa!

-Mi General -dijo el ayudante-, yo le llamaré.

-En el pasillo se cruzó con nosotros cuando entrábamos», balbució San Román, señalando al ayudante la dirección que tomar debía.

Narváez, gritando nuevamente «¡Bodega!» reforzaba su exclamación con el repique de una campanilla que cogió de la mesa y agitaba en su mano. Después se volvió hacia mí, y secamente, sin dar espacio al saludo que inicié, me dijo: «Dispense usted, pollo». Al poco rato, como si la presencia de un extraño calmase su furia, aplacó los gritos, y no hacía más que sacudir la campana, diciendo por lo bajo: «Este Bodega me va a quitar a mí la vida». De pronto entró el ayudante, y tras él un criado como de cincuenta años con un servicio de chocolate. Lo mismo fue verlo Narváez que le tiró la campanilla con toda la fuerza de su brazo, diciendo: «Ahora te lo tomas tú, arrastrado... que ya con tu cachaza me has quitado la gana... ¡Si me tienes podrida la paciencia!... Que te lo lleves, te digo... ¡Qué no lo tomo, ea, que no lo tomo!».

Cayó la campanilla a los pies del criado, el cual, imperturbable, como si creyera en conciencia que de su enrabiscado señor no   —138→   debiera hacer más caso que de un niño, dio con el pie al proyectil que este le había lanzado, y siguió su camino rodeando la pieza hasta dejar el servicio en una mesa próxima a la ventana. Yo había oído hablar del famoso Bodega, del viejo soldado, compañero y servidor del General en la guerra, y ahora su ayuda de cámara y mayordomo; pero no le había visto nunca. Encontrele alguna semejanza con el gran Miedes, la cual, si muy vaga en la fisonomía, más acentuada en la traza y estatura, salva la diferencia de edad, era exactísima en los pies, grandes, juanetudos, como los del sabio celtíbero, marcando bajo el paño de los zapatos bultos como nueces. Pues el fiel servidor, mudo y flemático, sin precipitarse en sus movimientos, luego que dejó el chocolate en la mesa, cogió el chaleco, y alzándolo en ambas manos, hizo un movimiento semejante al del banderillero cuando cita al toro y le muestra los palillos que ha de clavarle. Narváez arrojó sobre su asistente una mirada de indignación, y llegándose a él dio media vuelta y se dejó meter los brazos por los agujeros de aquella prenda. Luego se abrochó de prisa, y antes que Bodega trajera la levita le echó otra rociada: «Te digo que te lleves ese menjurje. He dicho que no lo tomo ya. Llévatelo, o te lo tiro a la cabeza». Bodega, sin la menor alteración en su rostro, que parecía de palo, puso a su amo la levita; el General, volviéndole la espalda, se la ajustó con un nervioso estirón del paño sobre la cintura;   —139→   luego palpó y aseguró su peluquín, que con los berrinches parecía desviarse un poco. Retirose Bodega con la tranquilidad del justo, sin cuidarse de obedecer a su señor en lo de llevarse el desayuno, y el Duque, al verle salir, le flechó de nuevo con una mirada de odio; después dirigió otra de desdén al chocolate; por último, volviéndose a mí, me señaló un sofá, a punto que él también se sentaba, y me dijo: «Dispense, pollo, que le reciba con esta confianza... Voy a decirle con qué objeto me he tomado la libertad de llamarle...




ArribaAbajo- XIV -

-Mi General -le respondí-, estoy siempre a sus órdenes. No podía usted hacerme honor más grande que tratarme con esta confianza...

-Pues, verá...

-Tome usted su chocolate, mi General -le dije creyendo corresponder a su franqueza-. Por mí no se prive...».

Me interrumpió con un gesto impaciente que traduje de este modo: «No se ocupe usted de lo que no le importa. Yo tomaré o no tomaré el chocolate conforme a mi santa voluntad; usted oiga y calle». Así lo hice. No sin grande estupor oí estas palabras, que reproduzco suprimiendo el ligero ceceo andaluz con que el Dictador las pronunciaba:   —140→   «Pues quería decir a usted lo siguiente: en su casa, en la casa de los señores De Emparán se conspira de un modo descarado contra mí... No, no me lo niegue. Con usted no va nada. Tengo de usted la mejor idea: ya sé que es sensato, muy sensato, y que entre las ideas del Marqués de Beramendi y las de su suegro... hay un abismo... Lo que no quita que usted aparente amoldarse... Naturalmente, es esposo de su hija... ¡Si me hago cargo!... Es posible también que delante del yerno no se permitan decir todo lo que sienten, ni dejar traslucir sus intenciones. Yo lo sé todo, y si no lo sé todo, sé mucho, lo bastante para no dejarme sorprender. Mi objeto al llamarle no es pedirle que me cuente lo que se habla en su casa. Ni yo acostumbro apelar a esos medios, ni usted, que es un joven pundonoroso, de gran talento, según me dicen, se había de prestar a un espionaje de tal naturaleza... No, no: mi objeto es tan sólo decirle que haga entender a su familia que Narváez no está ignorante de lo que se trama contra él, y que se halla dispuesto a meter mano a todo el que perturbe, sin distinción de pobres y ricos. Es gran injusticia mandar a Filipinas a tanto infeliz descamisado, y dejar aquí a los revoltosos de buena posición, que pelean contra lo existente... con armas que no son el trabuco naranjero, y se hacen fuertes en barricadas... que no son las de las calles. Aquí donde usted me ve, soy yo más liberal que nadie, y si me apuran, más demócrata que la Virgen Democracia.   —141→   Ni temo a los de abajo ni adulo a los de arriba... Si los que pintan el diablo en la casa de Emparán son carlinos, enhorabuena: que salgan al campo, que den la cara. Yo he visto de cerca las caras de Zumalacárregui, de González Moreno, de Don Basilio, de otros muchos guerreros muy respetables, y no me dan asco. Ellos luchaban en su campo, yo en el mío; ellos se mataban por su Rey, yo por mi Reina. Éramos rivales nobles. Ganamos nosotros la partida. Por zancas o barrancas, quedaron los facciosos debajo; nosotros encima... Pues ahora los convenidos de Vergara, y los clérigos de capa corta que allí tuvieron su desengaño, quieren suplantarnos y abolir el Régimen, y traernos el carlismo sin D. Carlos, o el absolutismo con Isabel, y esto no hemos de tolerarlo, ¡carape!... Como no hemos de consentir que los que tronaron contra la desamortización, sean ahora los que quieran echar abajo lo existente... No será tan malo el árbol cuando a su sombra hicieron sus pacotillas estos ricachones que ahora se gastan el dinero en escapularios, y que me acusan de que no miro por la Religión... Hable usted de esto con su señor papá político, y con otros que en pocos años se han llenado de millones. Si es tan malo el Régimen, que se lo cuenten a los que por ese mismo sistema político, ¡ahí duele! fueron Comisionados del crédito público, y se encargaron de recoger el papel-moneda de los conventos... ¿Dónde está ese papel? Yo no digo nada: hable   —142→   usted con los que dicen que se ha convertido en ladrillos y estos en casas...».

Aprovechando el primer descanso que tomó el orador, dije que si en mi casa se hablaba mal del Gobierno, común achaque de toda casa de Madrid, cualquiera que fuese la procedencia de sus ladrillos, no debía ello tomarse como efectiva conjura, sino como desahogo natural de las almas españolas; a lo que me contestó el Duque con un suspiro que de su pecho salía como avergonzado, por no ser aquel pecho de los que albergan la resignación, o el sentimiento de una radical impotencia contra fatales obstáculos. Después miró un instante al suelo, y me dijo que aunque la intriga no tuviese su principal centro en mi casa, allí debía él dar un toque de atención en esta forma: «Cuidado, caballeros, que tengo abierto el registro para Filipinas...». En esto apareció de nuevo Bodega, y su amo le interpeló en el tono más suave: «Bodega, hijo, ¿qué haces que no te llevas ese chocolate maldito? No lo tomo... Oye otra cosa: sírvenos el almuerzo a las doce en punto. Este señor almuerza hoy conmigo». Cuando yo le daba las gracias por tanta fineza, entró el ayudante, al cual preguntó su jefe si había más personas en la antesala. «Acaba de entrar D. Pedro Egaña; hace un rato llegaron el Sr. Sagasti y D. Pascual Madoz.

-Que pasen a esa sala los que aguardaban y los recién venidos: los despacharé a todos de una estocada -dijo el Duque abriendo   —143→   la puerta que a la estancia próxima conducía-. Bodega, no hay prisa para el almuerzo, porque hoy no tengo que ir a Palacio: de aquí me iré al Senado».

Y con severidad tutelar, tranquilo y apacible, como quien ejerce paternalmente la autoridad doméstica, el gran Bodega recogió el servicio, diciendo: «Buena memoria nos dé Dios. Si no va mi General a Palacio, bien sabe que le espera en su casa el Sr. D. Luis Mayans. ¿No quedaron en eso?

-¡Oh! sí: tienes razón... Almorzaremos a las doce en punto».

Pasando el Duque a la sala de audiencias, quedamos allí el ayudante y yo con San Román, el cual, mientras hablamos Narváez y yo lo que referido queda, había permanecido en discreto apartamiento, leyendo no sé si La España o El Heraldo, a la claridad del balcón. Luego que estuvimos solos, vino Eduardo a mí para darme instrucciones acerca de la actitud que debo observar ante el General en las incidencias probables de un largo coloquio. «Si te trata con confianza, guárdate mucho de hacer lo mismo con él; si te da alguna broma, aguántala sin que se te pase por el magín la idea de devolvérsela, aun siendo de las más inocentes. No tolera confianzas de nadie, como no sea de Bodega, y en cuanto a bromas, no ha nacido todavía quien se las dé. Es un hombre bonísimo, pero de un amor propio que no le cabe en el alma. Admite que se le contradiga en ideas; pero no quiere oír cosa alguna por donde a   —144→   él se le figure que queda en ridículo a sus propios ojos. Nada de chistes, Pepe, alusivos a lo que ha hecho, o pueda hacer y acontecer. Cuanto al General se refiera, sea dicho en el tono más serio».

Terció el simpático ayudante en la conversación para añadir nuevas advertencias a las expresadas por San Román, lo que yo agradecí mucho, porque con tales maestros no había medio de desbarrar. «Fíjese usted también en esto: de las caricaturas que le sacan en los periódicos callejeros, no tiene usted que hacer mención ni aun para reprobarlas, ni tampoco hablar de los papeles satíricos, ni reírles las gracias. Los muñecos y las sátiras más o menos chistosas o indecentes, le sacan de quicio... Dé la prensa en general, aun de la moderada, hable usted con poca estima.

-Es un gran corazón y una gran inteligencia -dijo San Román-; pero inteligencia y corazón no se manifiestan más que con arranques, prontitudes, explosiones. Si mantuviera sus facultades en un medio constante de potencia afectiva y reflexiva, no habría hombre de Estado que se le igualara.

-Es todo inspiración, todo inspiración.

-Lanza el gran bufido, y cuanto mayor sea este, más pronto vuelve el hombre al estado de calma y prudencia. Créelo: si a todos los que ha mandado fusilar, pudiera resucitarlos, lo haría de buena gana... Si es duro en los hechos, en la palabra suele ser muy inconveniente... pero su furor pasa pronto.

  —145→  

-Le hemos visto pedir perdón a muchos que le oyeron cosas terribles, cogidos de las solapas.

-Las personas a quienes más ha protegido y protege, digo yo que son las hechuras del arrepentimiento. Recibieron algún apabullo, les salpicó a la cara el espumarajo de la ira del león... Pero luego ha venido el león mismo a limpiarlo, concluyendo por colmar de beneficios al ofendido.

-La principal regla de conducta es no tomarse con él ni la más ligera confianza.

-Una mañana estuvo aquí un diputado andaluz, que es hombre graciosísimo. Fue en las Cortes pasadas. De su nombre no me acuerdo; de su cara sí: alto, moreno, con patillas de boca de jacha, dientes muy blancos, y un decir ameno, con chiste en cada frase, y los ademanes tan sueltos y desahogados que ellos bastaran para hacer reír. Narváez se divirtió oyéndole contar cosas de la tierra: aquel día ceceaba como en su mocedad. El pobre granadino, viendo a su paisano tan gozoso y bromista, se fue del seguro y cometió la pifia de ponerle la mano en el hombro. Sentir la mano del andaluz en su hombro fue para D. Ramón como sentir la picadura de una víbora. Volviose, cogió con violencia la insolente mano, y echando lumbre por los ojos, le dio un fuerte estirón hacia abajo, diciendo: «¡Esa mano en los calzones!». Quedose el otro de una pieza. No volvió a soltar chistes, ni D. Ramón se los hubiera reído aunque a chorros los   —146→   echara. Pasado algún tiempo, el tal se trocó de amigo en furioso enemigo de Narváez, y escribió sus chirigotas en La Postdata... Al fin se hizo progresista: ha estado en un tris que le mandemos a Filipinas».

Antes que San Román concluyera, oímos la voz del General en la sala próxima. Reñía con D. Pedro Egaña y con D. Pascual Madoz, que también es hombre de malas pulgas. Luego supimos por el ayudante que los Sres. Gaya, Mora, Sagasti y Moyano se habían retirado después de oír alguna palabra, ni agria ni dulce, del Espadón. Este toreaba por lo fino a D. Pedro Egaña, que venía con pretensiones vascongadas, y a Don Pascual Madoz, que solicitaba privilegios para Cataluña. Era un caso de incompatibilidad irreductible entre los intereses catalanes y los vascos. Llamado por el Duque, pasó el ayudante a la sala de audiencias para hacerse cargo de todo el papelorio que dejaban los dos pedigüeños de gollerías, y al abrirse la puerta oímos a Narváez que gritaba: «¿Pero esto es España o la ermita de San Jarando que hay en mi tierra, donde cada sacristán no pide más que para su santico? Ea, caballeros, yo estoy aquí para mirar por el Padre Eterno, que es la Nación, y no por los santos catalanes o vascongados...». Les despidió con buena sombra, y si Egaña partió cejijunto, conteniendo su enfado dentro de la cortesía, D. Pascual, que es muy nervioso, chillón, rudo, francote, como cuarterón de catalán y aragonés, y de aragonés   —147→   y navarro, salió con la peluca bermeja un tanto descompuesta y erizada, diciendo: «General, es usted atroz, y a este paso iremos... a donde no queremos ir».

Terminadas las audiencias, creímos que nadie quedaba en la sala; pero el periodista que vi al entrar, y que según dicho del ayudante se había retirado, apareció de nuevo como un duende, no sé si por secreta puertecilla o surgiendo de los pliegues de un cortinón. Con forzada sonrisa y pruritos de ligereza que eran disimulo y atenuantes de su miedo, adelantose en seguimiento del General que a nuestro lado volvía. Infeliz esclavo de las duras necesidades de su oficio, se arriesgaba, con peligro de la existencia, a quitarle motas o pulgas al león. Volviose este con el movimiento rápido que a sus arranques de ira o de generosidad precedía, y tocado por suerte de la segunda más que de la primera, dijo al intruso en el tono con que imitaba la paciencia: «Pero, condenado Santanita, ¿cuándo concluirá usted de freírme la sangre?

-Mi General -dijo con ceceo andaluz el llamado Santana, tranquilizándose-, es usted más bueno que el pan y más dadivoso que San Antonio bendito. ¿Qué le cuesta decirme con palabra y media lo que está pidiendo con tanta necesidad mi Carta autógrafa de esta noche?

-¡Si no hay nada, si no tengo nada que decirle!

-Mi General, yo le voy conociendo ya,   —148→   y sé que cuando más regatea más da, y que si al principio le niega a uno hasta la sal del bautismo, luego le entrega su corazón, ese corazón más grande que la Puerta de Alcalá...

-Basta, Santana... -replicó D. Ramón, en plena expresión de benevolencia-. Ahora no puedo entretenerme. Véngase esta noche antes de comer, a la salida del Congreso... no, no: de diez a once, y hablaremos.

-¿Pero no podré llevarme ahora un par de rengloncitos, como quien dice, nada?... La expedición ha llegado a Gaeta. ¿Se sabe ya si Córdova ha conferenciado con el Papa?... ¿Cuándo empezamos las operaciones?... ¿Atacaremos a Garibaldi antes que lleguen los refuerzos?...

-Que vuelva esta noche, ¡jinojo! -dijo Narváez como con ganas de enfadarse una chispita, pues con la mayor presteza pasaba de un extremo a otro de la gama humoral-. Esta noche, y no moler, amigo. Ya sabe que le quiero bien, por trabajador y honrado, y que le distingo entre tanto holgazán trapisondista.

-A la orden, mi General -murmuró el otro despidiéndose con militar saludo y saliendo como un cohete.



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ArribaAbajo- XV -

-Este Santana me gusta -nos dijo Narváez cuando nos sentábamos a la mesa-. Es hombre de gran mérito; es un inventor que adivina alguna cosa que no se ve y que él quiere descubrir; confía en sí mismo; no tiene capital: él lo creará con cuatro pedazos de papel y una piedra litográfica... y con la paciencia de todo el mundo, ¡carape!, pues el maldito pone a contribución a cuantos podemos darle alguna noticia, y hasta que no aflojamos la mosca no nos deja en paz... Pero con eso y con todo, este hombre es una voluntad, y merece que se le proteja... Le conozco desde que empezó. Me ha dado algunas jaquecas...».

Luego me contó San Román este pasaje delicioso de las relaciones de Narváez con Santana. «En los primeros días de la Autógrafa, se le fue la mano al periodista apreciando ciertos actos del General. Este, al leer el periódico bufaba como un gato. 'Si encuentro en la calle a ese catatintas, le deshago -me dijo. Y una tarde quiso la mala suerte del periodista que, viniendo él por la calle Mayor fuésemos por la misma calle y acera, en dirección contraria, el General y yo... Santana, con ojo de lince, le vio desde lejos y se pasó a la acera de Platerías; Narváez,   —150→   que también tiene buen ojo, le sorprendió el movimiento y se fue a él como un ave de presa, y antes que pudiera escabullirse le agarró por las solapas y... yo no sé las perrerías que le dijo. El otro daba sus excusas... Realmente, el agravio era insignificante, de esos que se hacen un día y otro a los hombres políticos, censurándoles con más o menos equidad sin lastimar su honra. Seguimos calle adelante, sin que yo me permitiese hacerle ninguna observación sobre la aspereza de su genio, porque le vi sofocadísimo, y tardaba más que de costumbre en recobrar la calma. Por la noche, aquí, le noté bastante aplanado, taciturno, contestando poco y mal a los hombres políticos que vinieron a verle. Hasta con su íntimo amigo, el granadino D. Miguel Roda, estuvo muy avinagrado. A la mañana siguiente le encontré en la misma disposición de espíritu; a Bodega tan pronto le llenaba de improperios como le llamaba hijo... Bien se veía que un pesar le agobiaba; pero como es hombre de arranques, y los de sinceridad son quizás los más hermosos que tiene, así como no se le pudre en el cuerpo ningún resquemor por agravio recibido, tampoco se le quedan dentro las espinillas de los disparates que hace. Soltando un terno volviose a mí de repente y me dijo: '¡Qué me traigan a ese Santana!... Eduardito, hazme el favor de traérmele. Ayer, ya lo viste, le atropellé estúpidamente... No había motivo... Estuve muy duro... ¡Un hombre que   —151→   se gana la vida sin pedir a nadie más que noticias!... Este le mete a uno los dedos en la boca, jamás en los bolsillos. Quiero hacer algo por él, y demostrarle que Narváez no es rencoroso. Dispondré que se suscriban a la Carta autógrafa todas las Direcciones Generales, a más de los Ministerios... y se recomendará la suscripción a todos los jefes políticos y a los cuerpos del Ejército'... Con que ya ves si el hombre es de buen natural. Esto pasó tal como te lo cuento». Era en verdad un rasgo que descubría la integridad del carácter, una línea que era toda la figura.

Durante el almuerzo, del que participaron también San Román y el ayudante, nada nos dijo el Duque digno de que yo lo mencione. El hábito del gobierno le había curado de sus resabios expansivos, y comúnmente, como alguna cuestión picante no excitara su nativa franqueza, nada decía que debiera reservarse. De los diversos asuntos políticos o internacionales que estaban, como suele decirse, sobre el tapete, apenas habló; ocupose más de nosotros que de sí mismo, pidiéndonos noticia de la sociedad que frecuentamos, y distinguiéndome a mí con sus finezas. No sé si debo contar como tal la insistencia en darme la denominación de pollo, que me pareció de notoria impropiedad, pues aunque soy joven efectivo, por razón de mi estado y circunstancias no pertenezco a la juventud suelta y de cascos ligeros designada vulgarmente con aquel término gallináceo. Este se aplica hoy sin ton ni son, y significa   —152→   frivolidad, corbatas de colorines, primeros pasos en cualquier carrera; significa infatigabilidad en el baile, lanzándose a la moderna polka con vértigo y furor, audacia en los amores, atreviéndose con las damas de alto copete, alegría decidora, jactancia de los triunfos cuando los hay, resignación en las calabazas; significa el desprecio del romanticismo y la repugnancia de venenos y puñales. El llamar pollos a los muchachos es uso moderno, y data del 46; lo inventó, que invento es la novísima aplicación de las cosas, así vocablos como fuerzas naturales, una dama muy linda, en una reunión aristocrática, no sé si en casa de Montúfar o de Montijo, o de Santa Cruz (averígüenlo los eruditos). Oía esta señora las arrebatadas declaraciones de un jovenzuelo tan elegante como atrevido, y aunque las oía con agrado, hubo de contestarlas con una negativa graciosa. El mancebo, que no era bastante fino para guardarse el no sin más explicaciones, pidió a la dama razón de su desvío, y ella, tomando el brazo de un señor maduro (cuarenta años), le dijo: «¿Por qué? Porque es usted todavía demasiado pollo». La frase fue de las que caen en terreno fértil: hizo fortuna, sin duda como flor nacida en tales labios, y no tardó en extenderse rápidamente al lenguaje común. Bautizados por la hermosa dama, nombre de pollos tuvieron ya para in aeternum todos los jovencitos bien vestidos y arrogantes que buscan dotes o pretenden los favores de mujeres hechas,   —153→   más o menos casadas, bien o mal avenidas con sus esposos. Ha llegado a tener un uso constante y amaneradísimo la palabreja: a mí me llamaron pollo desde que vine de Italia hasta que me casé. Después del cambio radical de mi posición, nadie me ha llamado así más que Narváez, del cual me ha dicho San Román que aplica el mote a muchos que ya gallean. Para él son todavía pollos Cumbres Altas y Pepe Casasola.

Otro toque del General. A mitad del almuerzo noté que no le parecía bastante bueno el vino que bebíamos. «Tráenos el borgoña del año 4», dijo a Bodega que hacía de maestresala, tan imperturbable, metódico y puntual en estas funciones como en todas las demás de su omnímodo servicio. Sin mirar a su amo, ni alterar ningún rasgo de su fisonomía, que era siempre de palo, Bodega contestó: «El borgoña se guarda para las comidas de etiqueta». Yo temblé; no me atreví a mirar al Duque, creí que ya volaba un plato desde la mano del anfitrión a la cabeza del criado; pero no cruzó los aires más que esta frase con que el General nos explicaba su mansedumbre, después de mirar compasivamente al gran Bodega: «A este bruto hay que matarlo o dejarlo».

Servido el café, mandó poner junto al balcón una mesita, y me hizo señas de que allí nos apartáramos para tomarlo juntos y solos. «Vaya -pensé yo-, ahora me dirá lo que resta, pues ya no tengo duda de que hay segunda parte». En efecto: no tardó el hombre   —154→   en explicarse. Ved aquí cómo: «Pues hay conspiración, pollo, por más que usted no se entere bien de lo que se habla en su casa. ¿No va usted por la de Socobio, Saturnino? ¿No frecuenta usted la de Socobio, Serafín, que hoy vive en las habitaciones altas de Palacio?». Díjele que muy rara vez voy yo a esas casas, y siempre de visita, acompañado de mi mujer, a lo que él replicó: «Pues en este mal negocio anda, como portadora de recaditos y de instrucciones, una señora que... no es ofensa, pollo... una señora que, según públicos rumores, ha tenido y tiene amistades íntimas con usted». Al oír esto me turbé un poco. Si se refería el General a Eufrasia, podía ser verdad que esta señora conspirase; mas no lo es que tenga conmigo las concomitancias de hecho que el vulgo supone.

«¿Qué señora es esa, mi General? Creo que a usted le han informado mal.

-La de Terry, hijo... ¡Si es más conocida que la ruda!... Pero ¿se hace usted el novicio, o cree que yo lo soy?...

-Yo le juro que...

-¿Pero es de veras?... Vamos, ahora que es usted hombre de arraigo no quiere ponerse a la altura de su reputación».

Le conté ingenuamente el caso, mi amor por Eufrasia, mis largas esperas, y por fin, mi retirada honesta al campo de la fidelidad conyugal. No me creía. Riendo me dijo: «¡Pamplinoso!... Pues quien lleva el alza y baja de estos enredos me había asegurado   —155→   que no era usted solo... porque esa no está por exclusivismos, ¿sabe usted?... Es de las de ancha base, como el Ministerio que quiere Pacheco, donde entran todos... Otra: también oí que se jacta de haber hecho la boda de usted.

-No es cierto, mi General -respondí, molesto de tener que dar tales explicaciones.

-Ahora resulta que este pollo cándido y honesto no se entera de nada. ¿No sabe tampoco que Eufrasia y una tal Rafaelita, hija de uno que fue jefe político en tiempo de Espartero, son los correos de gabinete que llevan a la casa de Socobio y al palacio de usted las órdenes de otra casa más grande?

-No lo sabía, mi General.

-¿Y también ignora que esta y otras andan ahora continuamente entre curas?

-He observado en esa, como en otras amigas mías, un furor de moda religiosa, y demasiada querencia de los altares, sacristías y confesonarios.

-La manchega y su editor responsable, Socobio, confiesan ahora con el Padre Fulgencio.

-Sé que el escolapio es muy amigo de esa familia.

-Pues siento mucho que no se haya usted arreglado con esa señora, pues de usted pensaba valerme para hacer entender, tanto a la Eufrasia, como a la Rafaela...».

Detúvose y lanzó un terno de los garrafales acompañado del destello iracundo de sus   —156→   ojos, y seguido de esta explosión: «Como me llamo Narváez, que no quisiera morirme sin coger un barco viejo, de los más viejos que tenemos en los arsenales, y llenarlo de estas beatas... y mandarlo bien abarrotado de ellas... ¿Qué Canarias ni qué Filipinas?...¡a las islas Marianas!».

Dando un golpetazo en la mesilla, levantose repitiendo: «¡A las islas Marianas!». Recorrió una y otra vez la estancia, corajudo, apretando las mandíbulas y mascando el cigarro, y sus labios escupían el nombre de aquel remoto archipiélago: «Marianas... Islas Marianas...».

Pasado lo más vivo del arrechucho, volvió a mi lado y prosiguió así: «¿Tienen algo que echarme en cara como jefe de un Gobierno que está obligado, como todos, a mirar por los intereses eclesiásticos? Hablo de intereses, porque de Fe y de Principios no hay que hablar, que católicos el que más y el que menos somos todos aquí. ¿No he mandado un ejército a Italia para restaurar a Pío IX en sus Estados, que le birlaron los demagogos de Roma? ¿No estoy dispuesto, luego que el Papa recobre su Silla y en ella esté bien seguro, a tratar con él del nuevo Concordato, cediendo en todo, y haciéndolo a gusto de nuestras reverendas beatas, y de nuestros venerables obispos, y de nuestros convenidos de Vergara, y de nuestros apreciabilísimos compradores de bienes del Clero?... No me digan a mí que estos quieren el Régimen: en esa intriga no hay más que Carlismo,   —157→   Montemolinismo... Parece que aquí todos están locos... locos los de abajo, locos los de arriba y los de más arriba... Créalo usted: a veces, metido yo en mí mismo, me pregunto: ¿Pero seré yo solo el cuerdo entre tanto tocado, y mi papel aquí es el de rector de un manicomio?... ¡España y los españoles! ¡Vaya una tropa, compadre! Aquí, el Gobierno no halla día seguro; aquí es imposible acostarse sin pensar: ¿qué absurdo, qué disparate nos caerá mañana? Y se da usted a discurrir cosas raras, y nunca acierta. Mil veces me digo yo: ¿tendrán razón los anárquicos? ¡Porque mire usted que tenemos cosas, carape! El que inventó el llamar cosas de España a todos los desatinos que da de sí esta Nación, ya supo lo que decía... Y aquí no se puede gobernar porque nadie está en su puesto, nadie en su obligación y en su papel, sino todo el mundo en el papel de los demás. Como que hay quien conspira contra sí mismo, sí, no lo dude usted, quien se entretiene en destruir su propia casa... labrada, Dios sabe cómo, con esfuerzos... que me río yo...! ¡Ay, pollo! usted no es militar, usted no ha hecho la guerra, peleándose con otros españoles por un sí y un no; usted no se ha metido hasta la cintura en ríos de sangre. ¿Y todo para qué? Para que, a la vuelta de algunos años de lucha y de otros tantos de celebrar la victoria con himnos y luminarias, nos encontremos como el primer día... ni más ni menos que el primer día, creyendo, como antes se creyó, que puede venir el   —158→   Zancarrón, y que aquí no ha pasado nada... Lo que digo: todos locos...».

Comprendí que el General, en esta familiar y quizás indiscreta expansión de su ánimo, sólo mostraba una mínima parte de su pensamiento. Oyéndole por primera vez en mi vida, parecíame ver en todo su desarrollo la procesión que le andaba por dentro. Acordeme de un concepto enigmático de Miedes, que así dice con enrevesado estilo: «Gobernáis atado de pies y manos, con ligaduras palatinas, y os estorba el paso y el gesto la polvorienta madeja de supersticiones, o de místicos escrúpulos que descienden de la altura como telarañas de los tiempos...». Esta monserga del sabio atenzano, que copio de memoria sin responder de la exactitud de su fraseología, ya no me parece tan estrafalaria.

«Dispénseme usted, pollo, que le haya molestado -me dijo después-. Y admitiendo que su dominio sobre esa viborilla de la Socobio no es como creí, bien podrá valerse de algún medio, como su pretendiente y adorador que fue, para persuadirla de que ella y su amiga la Milagro corren el riesgo de salir un día codo con codo entre guardias civiles... No es broma, no... Yo soy capaz de eso... Que me busquen el genio y verán... Las contemplaciones tienen un límite. O gobierno como se debe gobernar, o me voy a mi casa. Tener fama de duro y no serlo es gran tontería. Exigirme que lleve a todo el mundo derecho, ir yo más derecho que nadie, y que se me   —159→   tuerzan los que a todos deben darnos ejemplo, es fuerte cosa...». Algo más entre dientes dijo que no pude entender. Hállase, sin duda, estos días atormentado por la tenaz aprensión de que no le permiten desplegar alguno de sus capitales atributos. O no le dejan ser thur, que es como decir buey (fuerte), o no le dejan ser duluth (liberal), o le estorban sistemáticamente para dar al mundo la feliz combinación de ambas cualidades. Saco de la entrevista la impresión de que es un hombre de tanta voluntad como inteligencia; pero le falta el resorte que hace mover concertadamente estas dos preciosas y fundamentales piezas del mecanismo anímico.

¿Y cómo puedo yo explicarme que viéndome aquel día D. Ramón por primera vez, dejara traslucir ante mí una parte, siquier pequeña, de sus amarguras políticas? Lo explico y razono por mi insignificancia, porque nunca fue, según mil veces oí, tan hábil en disimular sus agravios como expresivo en arrojarlos a la cara del primero que le sale. Tratando conmigo de un negocio de espionaje, sin quererlo, abandonándose a la sinceridad, se le fue un poco la mano, y como el velo que tapaba el asunto privado estaba unido por invisible alfiler al velo del público asunto, vi más de lo que el General quería que viese... Si no hubiera nombrado al Padre Fulgencio, nuestra conversación no habría salido de los términos de la gacetilla; pero en un descuido de su boca andaluza, movida siempre de la imaginación y harto   —160→   abundante en amarga saliva, escupió al fraile (a quien sin duda no podía tragar), y desde aquel momento lo que sólo había sido gacetilla fue Historia... Historia no fría y colada como la que pasa a los libros, sino viva y caliente como la sangre de nuestras venas.




ArribaAbajo- XVI -

31 de Mayo.- Asistido de mi excelente memoria pude contarle a María Ignacia los varios incidentes y dichos de mi conferencia con Narváez. No se contuvo mi mujer en el asombro que tan interesante visita debía de causarle, sino que se divirtió grandemente oyéndome referir los pasajes cómicos, y se rió con ellos como en la representación de un gracioso sainete. «Por lo que cuentas -me dijo-, pienso, como tú, que le falta un resorte, y es lástima que un hombre de tan buenas prendas no las tenga completas y bien ordenadas. Pero se me ocurre una cosa, Pepe. Dios le negó a D. Ramón el resorte o clavija para concertar la voluntad con la inteligencia; pero le ha concedido a Bodega, que viene a ser como clavija suplente, que hace las veces de la que falta. Me parece a mí que España estaría gobernada con perfección si el Duque fuera ejecutor de lo que pensara y dispusiese el Bodega... ¿No crees tú lo mismo?».

  —161→  

Hablamos aquella noche y al siguiente día de lo que Narváez llamaba conspiración en casa de Emparán, y convinimos en que, si no formal conjura, hay un exceso de comidillas que pueden ocasionar algún disgusto. Me ha dicho Ignacia que delante de ella suspenden la conversación o varían de tema. Como en mi presencia no se habla tampoco de Narváez y sus Ministros, resultamos mi mujer y yo en una especie de aislamiento político dentro de la familia. Don Feliciano, en puridad, parece curarse poco de las hablillas de sus amigotes, o no les da importancia real, como hombre que llegado al colmo de sus ambiciones, bien cubierto el riñón, vive persuadido de que con unos y con otros siempre ha de estar a flote. Que personalmente no patrocina aventuras, bien a la vista está. Es absolutista furibundo, cimentado en el pedernal de la religión, más que por la pura fe, por la tenaz creencia de que las artes de Gobierno se derivan del dogma, y de que la potestad civil y la divina son dos brazos de un solo cuerpo. A pesar de esto, no se lleva mal con lo existente, ni apetece variaciones que podrían traernos un estado peor. Su gran riqueza es la consejera de su inestabilidad, y le inspira el prudente sistema de poner toda cuestión política en manos de Dios. «A lo que el Señor disponga debemos atenernos -es su lema-. Ni se mueve la hoja en el árbol sin la voluntad celeste, ni los titulados gobernantes disponen cosa alguna que no venga de lo alto».   —162→   Esta filosofía, adoptada por mi ilustre suegro en la plenitud de sus materiales provechos, es de lo más práctico que han ideado los hombres.

Por picar en todo, de Eufrasia charlamos mi mujer y yo. Indudablemente, la conjura que trae tan desasosegado al bueno de Don Ramón es la de casa de Socobio, no la de la nuestra. Por algo que María Ignacia ha oído a su tía Josefa, hemos podido traslucir que los hilos de alguna tramoya palaciega pasan por los dedos de la dama moruna y rematan en su conciliábulo, viniendo sólo al nuestro alguna ramificación secundaria. No puedo menos de abominar del politiqueo de las mujeres, sacando a relucir el ejemplo de mi cuñada Sofía y de otras de igual laya, que con sus hombrunas aficiones dan a todos de cara y sirven de fácil asunto a los escritores satíricos. Dijo a esto mi sabia esposa que no es Eufrasia una marisabidilla o politicómana a estilo de Sofía, pues su talento la preserva de caer en tal ridiculez. Las intrigüelas de la Socobio no la privan del encanto femenino, ni su natural instinto de toda elegancia la permite incurrir en afectaciones que destruyen la gracia. Y acabó exhortándome (fórmula donosa del mandato) a que me abstuviese de acercarme a la tal sirena (monstruo medio mujer, mitad merluza), pues corro el peligro de que sus cantos armoniosos y pérfidos me arrastren a algún escollo del que no pueda salir, o tengan que sacarme sabe Dios cómo.

3 de Junio.- Por accidente natural de lo   —163→   que llamo cacerías de hechos y pesca de personas, vino a caer anoche en nuestras manos el Padre Fulgencio, por todos muy nombrado, de pocos conocido. Veréis lo que pasó. Fui a Gobernación a visitar a Sartorius. Por la noche, una vez solos, le faltó tiempo a mi cara esposa para decirme: «¿No sabes, Pepillo, quién ha estado aquí esta tarde? Pues el Padre Fulgencio. No lo tomes a broma: el celebérrimo escolapio, confesor de monjas, confesor de reyes... Asómbrate, chico: dijo que sentía tanto no verte... que la fama de tu talento le ha despertado la curiosidad, y que desea echar un párrafo contigo. Mis tías no sabían qué hacerle. Por poco le ponen un cirio a cada lado del sillón donde estaba sentadito... Antes que se me olvide: tantas flores quiso echarme el hombre, que ya me apestaba. Que soy modelo de esposas, modelo de hijas y modelo de no sé qué. Le consta que Dios se ocupa mucho de mí, y que tiene muy bien arregladitas todas las cosas para mi felicidad... Ha dispuesto Su Divina Majestad que yo te dé sin fin de hijos, y que todos ellos sean muy buenos, pero muy buenos, alguno santo. Ya ves qué gloria para ti y para mí... Pues te aseguro que nos hemos equivocado de medio a medio, chico, y la idea que teníamos del Padre no concuerda ni poco ni mucho con la realidad. Recordarás que nos lo figurábamos como uno de esos frailachos sin educación, puercos, zafiotes, de esos que hablando contigo, a lo mejor te sueltan un eructo, sin más   —164→   precaución que ponerse la mano en la boca en el momento de darlo a la luz. Ni es tampoco viejo, sino así, entre-joven; ni es sucio, Pepe; antes bien, me ha parecido que se rocía la sotana con aguas olorosas... Como lo oyes: no te rías. Su rostro es más bien guapo que feo, dentro del tipo de guapeza propio de curas, que es muy distinto de la hermosura de hombres... ya me entiendes. Los ojos son negros y listos, la tez bastante morena, y el habla... ¡ay, hijo! el habla fue lo que más me sorprendió, pues nosotros nos lo figurábamos con una voz muy bronca, como de castellano cerril o vizcainote medio salvaje, y resulta que es andaluz, que cecea un poquito, y con su miajita de gracia y aquel. No habló más que de temas de religión pura, sin mezcla de política, y de personas religiosas. ¡Ah!... se me olvidaba lo mejor: mis tías le preguntaron por tu hermana... Sabrás que de Talavera tratan de mandárnosla otra vez acá, porque no le prueba aquel clima, ni las franciscanas de Madrid se pueden pasar sin su dulce compañera. Vuelven todas las palomas dispersas a juntarse en su nido... ¡Ay! si yo fuera Reina, si yo fuera Narváez y Bodega reunidos, ¿sabes lo que haría? Plantar en la calle a todas las monjas, y suprimir la vida de claustro. La que quiera dedicarse a rezar por los pecadores, que rece en su casa. ¡Mira que llamarlas esposas de Jesucristo! ¡Qué indecencia! ¿Cuándo tuvo el Redentor esposas, ni mentó para nada estos casorios? ¿Ni qué falta le hacen a Dios   —165→   estos coros de Vírgenes flatulentas, aburridas y desaseadas?... ¡Ay, si mis tías me oyeran! Creerían que me he vuelto loca... Pues algún día, cuando yo acabe de perder la vergüenza, pues hasta hoy no la he perdido más que para ti, les diré que el Señor no puede estar conforme con tanta virginidad, ni estimar a las doncellas más que a las casadas. ¡A dónde iría a parar la Humanidad si todas nos quedásemos para vestir imágenes! ¿Nacen o no nacen las criaturas? Pues si nacemos, claro es que tiene que haber madres, ¡y lo que es madres vírgenes...! No se sabe más que de una, María Santísima... Con que, sin mamás y papás, ¿cómo ha de haber mundo y personas?... Pero dejemos esto, y sigo contándote que el Padre Fulgencio tomó chocolate, no sin hacer antes muchos repulgos con su boquita, los cuales no acabaron hasta que entró mi tía Josefa con la jícara y bollos, diciendo: «Hágalo por penitencia, Padre, y si es exceso, cárguelo a nuestra cuenta». Bueno: pues ni la más ligera alusión a las cosas de que hemos hablado nosotros, hizo el escolapio, acreditándose así de hombre ladino. Si yo no hubiera estado presente, ¡sabe Dios...! En resumidas cuentas, el D. Fulgencio no me resultó antipático. El será un peine, como dicen que dijo Narváez en casa de la Generala Córdova; pero lo que es en visita, nadie verá en él más que un pobre gaznápiro correctito, bien criado, insignificante. Se fue a las seis, repitiendo sus plácemes y cucamonas al despedirse de mí».

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La visita del famoso escolapio solo sirvió para que María Ignacia conociera su facha, modos y habla dengosa. De lo interno, nada. «Fue -me dijo, expresando gráficamente lo incompleto de su observación-, como si me presentaran un libro de Historia escrito en lengua desconocida y con estampas. No comprendí nada del texto. Contentéme con ver los monigotes».

4 de Junio.- A mí viene mi nunca bastante ensalzado suegro, y me manifiesta que seré pronto diputado en elección parcial. Aunque harto estaba yo de saber lo que se urdía, híceme de nuevas, para que el señor de Emparán pudiera darse el lustre de su protección y de mi agradecimiento. Desde Abril venía mi hermano Agustín trabajando a la calladita con el Conde de San Luis este negocio, y elegida entre las dos vacantes la de Tolosa, no necesitó más el Gobierno para ver en mí una firmísima columna del Régimen. A fines de Mayo, sólo faltaba el exequatur de los cacicones, diputados por Vizcaya, Guipúzcoa y Álava, que poseedores de toda influencia en las tres provincias, tienen hecho un pacto fraternal con visos de masónico, por el cual mandan ellos solos dentro de aquel país, con cierta independencia del mangoneo ministerial. Para obtener el pase o conformidad de estos reyezuelos de taifa, solicitó mi hermano la mediación de mi suegro, según este me dijo al referirme las dificultades vencidas. Habló, pues con D. Pedro Egaña y D. Francisco   —167→   Hormaeche, con el médico Sánchez Toca y D. Fermín Lasala, que representan los distritos de Vitoria, Guernica, Vergara y San Sebastián respectivamente, y si en los dos últimos halló excelentes disposiciones en favor mío, los primeros se le pusieron de uñas, y hubo de sacar el Cristo de su amistad y de su arraigo en Guipúzcoa para que me tragasen y digiriesen. Debo advertir que tanto el Sr. Egaña como el Sr. Hormaeche son cabezas de pedernal, y tan extremadamente celosos de la conveniencia y franquicias de aquellos pueblos, que a todo las anteponen, y sólo a la defensa de esta particularidad española se consagran. Por esto, más que de diputados tienen, según la gente dice, traza de embajadores, que como tales proceden, y como tales cobran. Mi buen padre político cuida mucho de hacerme comprender que su noble país me acepta, no por mi nombre, que allí nada significa, sino por el nombre adyecticio que me ha dado mi matrimonio, y por el sonoro título vasco de Beramendi.

Mi mujer y yo, que en las noches pasadas divagamos acerca de este asunto, riéndonos de las Cortes, de los electores de Tolosa, y de los discursos que tengo que pronunciar defendiendo los fueros, acabamos de ponernos en solfa con esta metamorfosis de mi nombre en el pensamiento tolosano, pues no soy quien soy, sino un yerno, al que se pega la etiqueta de un marquesado. Nos hace muchísima gracia lo que anoche mismo nos contó San Román. Preguntado Narváez   —168→   por el candidato nuevo, y no acordándose de mi apellido, salió del paso así: «¿Candidato por Tolosa? El pollo de Emparán».




ArribaAbajo- XVII -

8 de Junio.- Obligado a reflejar en estos papeles, con mis particulares andanzas, algo de lo que anda o corre en tomo mío, diré que la expedición que hemos mandado a Italia en socorro del Soberano Pontífice continúa moviendo la opinión y dando mucho que hablar. Considérase afortunado todo aquel madrileño que puede mostrar una carta de Reina, de Estébanez Calderón, de Lersundi o de Arteche, describiendo la marcialidad y gallardía de las tropas en el acto de recibir la papal bendición, y manifestando las ganas que tienen de batirse y acá volver cargaditos de laureles. Sobre este particular, mi buena madre ha escrito a María Ignacia lo que a la letra copio, reflejo del popular sentimiento: «Y de la Cruzada que habéis mandado a Italia para reponer al Papa en su Silla, no te digo más sino que me pasé la tarde lloriqueando; tal efecto me hizo el relato que trae el periódico de la bendición de Su Santidad a las tropas, cosa grande, hija, cosa sublime, que a todos los españoles debe llenarnos de satisfacción y júbilo. ¿Qué más podían ambicionar nuestros   —169→   militares? Me los figuro locos de alegría, deseando que les den la voz de fuego y de ataque, para no dejar títere con cabeza, y dar cuenta de toda esa caterva de anárquicos, infieles y republicanos que le han usurpado al Pontífice su bendito reino. Digo yo que si los soldados españoles han sido y son de suyo valientes, como hijos, hermanos y sobrinos del Cid Campeador, y no han menester de bendiciones del Papa para vencer a todo el mundo, ahora que les cae tan de cerca y como de primera mano el rocío celestial, su arranque y bríos serán tales que no habrá poder humano que les haga frente. El cartaginés y el romano, el celtíbero, el godo y el sarraceno de que nos hablaba el pobrecillo Miedes, que de Dios goce, serían ahora niños de teta delante de nuestra milicia. Pienso que cuando esta leas, querida hija, habrán llegado a Madrid noticias de alguna tremenda batalla en que no queden ni los rabos de los Garibaldis y Mazzinis... Ya estoy viendo al gran Pío entrando triunfalmente en Roma en brazos de los Córdovas y Lersundis, que ahora son los caballeros o paladines de Dios... Hemos de consagrar, hijita del alma, nuestro sufragio y nuestras oraciones a los pobrecitos que han de morir, pues muertes habrá, que ellas son inseparable calamidad de las guerras. Y no es bien que nos metamos en averiguaciones del por qué permite Dios peleas sanguinarias entre los hombres, pudiendo arreglar las cosas con sólo su querer. Tratándose ahora de poner en su Silla al   —170→   que es Vicario del mismo Dios, parecía natural que Dios, en este caso juez y parte, dispusiese hacer polvo a los malos sin sacrificar la vida de los buenos. Pero ¡ay! la semejanza de esta campaña por la Fe con las comunes querellas entre naciones, más debe maravillarnos que confundirnos, pues lo que hay es que Dios abandona su causa a los humanos, y es grande orgullo que sea España la que ahora pelea por Él... Ya estoy viendo, hija mía, los beneficios que van a llover sobre nuestra Nación por esta Cruzada. En premio de haber salido a su defensa, el Señor nos dará la paz en todo lo que resta de siglo, y si me apuras, por el que viene; y a nuestra Reina piadosa colmará de venturas, y al Rey muy pío otro tanto, y les concederá numerosa y masculina sucesión para dicha del Reino; y entre todos los Ministros y magnates que habéis dispuesto la Cruzada repartirá felicidades, buenas cosechas, suerte en los negocios y demás cosas buenas.

Hija muy amada, ya espero todos los días la noticia de tu alumbramiento, y lo veo tan feliz que más no puede ser. Dios y la Santísima Virgen te asistirán. Y como Pepe me ha dicho que me mandará la noticia por el telégrafo del Gobierno, no hago más que mirar a la torre que tenemos en el alto de Baides a ver si hace alguna garatusa con las bolas... Yo no lo entiendo; pero como el telegrafista D. León Preciado me ha prometido que me comunicará la noticia tan pronto como llegue, en él descanso, y no hago más   —171→   que pedir a Dios que te dé un buen cuarto de hora. Supongo que en estos días estarás muy molesta... Llévalo con paciencia, niña mía, y no dudes de la completa felicidad del suceso. Verás como no me equivoco en lo que te anuncié, y para que no lo olvides y cobres ánimo, te lo repito: Tendrás hijo varón, tan robusto y sanote que si te descuidas la emprenderá contigo a bofetadas a poquito de nacer. Será tan guapo que las muchachas, en su día, se volverán locas por él, y sacará todo el talento de su padre, y todita tu bondad, tu prudencia y tu gracia. Apúntalo, hija, para que veas que acierta y no se equivoca en un solo punto de estas adivinanzas vuestra amante madre -Librada».

12 de Junio.- Agustín y D. Feliciano me notifican que ya parieron los de Tolosa el embuchado de mi elección. Me imagino los terribles incidentes del acto, tantas firmas en el Ayuntamiento como colegios electorales componen el venturoso distrito, descanso de las urnas, que no habrán tenido que indigestarse de papeletas; algunos vasitos de sagardúa empinados a mi salud por los muñidores electorales de cada barrio, y luego un acta más limpia que la cosa más limpia del mundo, la cual es, según el gracioso marqués de Albaida, mi amigo, el bolsillo de los contribuyentes. Aunque tengo bien aprendida mi lección política, me advierte Agustín que estoy obligado a votar siempre con el Gobierno, salvo en alguna cuestión vascongada que pudiera surgir, y   —172→   en caso de disidencia, votar con Sartorius, como fiel parroquiano de su iglesia... No puedo seguir. Me llaman de mi casa. Ya me figuro... Abandono mi confesonario, la biblioteca del Congreso...

15 de Junio.- El día 12, a las tres de la tarde, salió mi mujer de su cuidado con felicidad y presteza, que parecieron maravillosas al propio Corral. Según este, que presidió el acto en nombre de Esculapio, y mi suegra, que al mismo llevaba su conocimiento práctico y el maternal cariño, no se ha visto alumbramiento más fácil y espontáneo, ni primeriza más valiente, ni criatura más desahogada que la que Dios me ha dado por hijo. Sus primeros berridos revelaron un carácter impetuoso, dominante, que no admite objeciones a su potente albedrío. Mi suegra observó que cuando lo fajaban después de lavarlo, daba manotazos como un atleta del circo, y que su robustez es lo mismo que la de un aguador. Mi mujer dice que es muy pillo, y que le da unos tremendos estrujones con aquellas manazas. No necesito contarle a la Posteridad mi satisfacción, mi orgullo, mi gratitud a Dios, omnipotente y próvido; ni afirmar que se centuplica el cariño a mi mujer por los extraordinarios bienes que me ha traído, entre ellos la inefable dicha de ser padre, cabeza de familia, dicha que las redondea y resume todas, así las espirituales como las del orden social, así las que tienen su raíz en el corazón como las que extienden por todo el ancho campo   —173→   de la vida sus lozanas ramificaciones.

Tres días he permanecido junto a María Ignacia sin separarme de ella un instante, platicando del chiquillo y de lo bravo y jacarandoso que viene. Bien quisiera criarlo, y asegura que le sobra lozanía para ello; pero los abuelos y yo entregamos el heredero de Emparán a la opulenta ubre de una de las dos amas alcarreñas enviadas por mi madre. No debe exponerse mi esposa a los peligros y pejigueras de la lactancia, ni ello estaría, como dice mi suegro, en armonía con su posición...

Si hoy he tenido que abandonar mi grato puesto de honor y de alegría junto a María Ignacia, débese al enfadoso deber de jurar mi cargo en este maldito Teatro Congreso. Tres días ha, me estrené de padre de familia; hoy me estreno de padre de la patria. Una vez prestado, con la debida solemnidad, de rodillas, la mano sobre los Santos Evangelios, el juramento que confirmaba mi investidura, pasé a sentarme en los escaños, prestando voluble atención al rezo perezoso con que aquellos señores, mis compadres de la patria, en corto número allí reunidos, examinaban y discutían los Aranceles de Aduanas; y fue tal mi embeleso ante tan entretenido asunto, que habría caído en profundo sopor si no escapara del salón, buscando mayor amenidad en el de Conferencias, ancho vestíbulo de lo que ha de ser teatro. Allí me encontré a mi caro amigo Federico Vahey, diputado por Vélez-Málaga, el hombre   —174→   de mejor sombra de este Congreso, el que con sus oportunidades y agudezas ameniza las soñolientas páginas del Diario de las Sesiones; y sentándome con él en un diván excéntrico, pasamos revista al nutrido personal de periodistas y diputados que allí bullía. Después de apurar graciosos comentarios de aquel vano tumulto, y de trazar con fácil palabra retratos breves de este y el otro, díjome Vahey que lleva una exacta estadística de los representantes del país que gastan peluca, los cuales no son menos de diez y siete. Con disimulo me los designa en los grupos próximos, sin cuidado en los distantes, para que yo aprecie la variedad de color y estilo de aquellos capilares artefactos, que tapan calvas venerables. La primera peluca que me hace notar es la de Pascual Madoz, rubia y con ricitos, como las que las beatas suelen poner a San Rafael o al Ángel de la Guarda; veo y examino después la del Sr. Maresch y Ros, diputado por Barcelona, excelente persona, de notoria honradez y trato muy afable, mas de un gusto marcadamente catalán en la disposición de sus pelos postizos. Muy bien hecha y ajustada, hasta parecer cabellera de verdad, es la falsa de Martínez Davalillo, representante de Santa Coloma de Farnés; pero no puedo decir lo mismo de la del Sr. D. Joaquín López Mora, de un gris polvoroso, y con bucles que parecen serpientes; ni merece mejor crítica la del Sr. Ruiz Cermeño, representante de Arévalo, que parece de hojas secas.   —175→   Pero después de bien vistas y examinadas todas, asignamos el primer premio de fealdad a las que ostentan los dos hermanos Ainat y Funes, el uno diputado por Pego, el otro no sé por dónde, las cuales, sobre ser mayores que el natural, imitan en su bermeja color tirando a rucia, las greñas del león viejo del Retiro. Ved aquí en lo que nos entreteníamos dos descuidados padres de la patria, novel el uno, corrido y desengañado el otro.

No quise volverme a casa sin echar otra ojeada al Salón de Sesiones, por ver a qué alturas andaba la divertidísima cuestión de Aranceles. Ante una docena de diputados soñolientos, hablaba un orador de alta estatura, ya viejo, de bella fisonomía y cabellos blancos naturales, vestido con luenga levita de corte inglés, muy elegante, la palabra tan pronto atropellada como premiosa, el gesto vivo, tendiendo con facilidad a descomponerse. Era Mendizábal.

En el momento de mi entrada en el Salón, decía: «Yo, señores, repitiendo lo que ayer tuve el honor de manifestar al Sr. Infante, soy partidario del libre comercio; pero no desconozco que en espera de tiempos mejores, hemos de conceder a nuestra industria una protección prudente...». Después se metió en un laberinto de cifras, en el cual no pude seguirle. Entendí que hacía estudio comparativo de la fabricación algodonera en Inglaterra y en Cataluña. En el Banco Negro, o de los Ministros, sólo estaba el Sr. Mon,   —176→   con benévolo cansancio, mirando al orador, y denegando alguna vez con signos de cabeza, o con un sonreír bonachón. En el banco de la Comisión, había dos individuos, el señor Amblard y otro que no conozco (me parece que era el Sr. Barzanallana, pero no puedo asegurarlo), ambos de bruces en el respaldo delantero, o sea el Ministerial, en actitud de hastío. Entre los diputados que escuchaban al orador vi a Gonzalo Morón, que a todo atiende, de todo habla y en todo ha de lucir su ingenio fecundo; Sánchez Silva, que no pierde ripio en las cuestiones de Hacienda; Madoz, que entró poco antes que yo, y D. Alejandro Oliván. Los demás, como el gotoso Sr. Álvaro, director de Aduanas, y el Sr. Canga Argüelles, que, según creo, es director de Fincas del Estado, dormían una siestecita o escribían en sus pupitres. Detúveme un rato, atraído de la familiar sencillez de aquel cuadro que me pareció interesante, y no pude menos de contemplar con tanta tristeza como admiración al hombre de voluntad atlética, que expresaba su pensamiento rodeado de un silencio tedioso y de una desatención lúgubre, ante unas cuantas personas que representaban a la generación heredera de la suya... Por fin, oí decir a Mendizábal tras un leve suspiro: «Y no sigo, señores diputados, porque el Congreso está fatigado, con razón fatigado de este interminable debate... y yo también lo estoy». Recogiendo con ambas manos los largos faldones de su levita, se dobló despacio para sentarse.   —177→   Como entonces le veía yo por primera vez en mi vida, me pareció que buscaba el descanso como todo aquel que cree haber hecho grandes cosas.

El Vicepresidente, Conde de Vistahermosa, a quien faltaba poco para descabezar un sueñecico, levantó la sesión.

20 de Junio.- Ayer volví al Congreso porque era día de Secciones y querían meterme en una comisión de importancia. Fuera de este motivo, relacionado con mis altos deberes, vine por el gustillo de oír a Olózaga, que hablaba por primera vez después de su vuelta de la emigración, y aunque el asunto en que había de intervenir era la enojosa y nunca terminada cuestión de Aranceles, se creyó que de esto tomaría pie para un discurso político de sensación y bullanga. Hubo, pues, plena entrada y concurso de gente política o de afición, y las tribunas, que aquí son palcos, se habían llenado dos horas antes de la hora reglamentaria. Ya después de las cinco empezó el célebre agitador progresista su discurso, que como retórica parlamentaria me pareció admirable, oración capciosa en que los derechos de Aduanas eran un pérfido artificio combinado con arte sagaz para producir gran cisma y confusión en la inquieta mayoría. Gracias que el Gobierno anduvo listo y acudió con remedios oportunos a componer el cotarro. Terminado todo con menos rebullicio de lo que se esperaba, no pude consagrar el resto de la tarde al recreo de mi confesión, porque se   —178→   me atravesó inopinadamente una eventualidad que no sé si llamar feliz o adversa, y que debió de ser obra de un diablillo chancero, a juzgar por la extraña mezcolanza de sorpresa, sobresalto y alegría que ante ella sentí. No había concluido D. Salustiano su perorata, cuando un ujier me entregó un papelito enviado desde las tribunas. Era de una señora que me suplicaba subiese a verla antes de que terminara la sesión. Leer la esquela, alzar la vista hacia el palco frontero y ver a Eufrasia, que en aquel instante me miraba risueña, llevándose a la mejilla su abanico cerrado, fue todo uno. No había escape. ¿Cómo eludir, sin pecado de grosería, un reclamo tan halagüeño? Pensé que algún asunto más importante para ella que para mí quería comunicarme la señora de Socobio, y con esta idea tomé la resolución de acceder a su ruego; así, en cuanto Olózaga se sentó, levantéme yo, y al palco me fui derecho. Salió a mi encuentro la dama, y en el antepalco, que es de los mayores en este soberbio edificio teatral, fuí recibido sin ceremonia, ambos en pie porque no teníamos donde sentarnos. Como las demás señoras no se habían movido de su sitio, atentas a la respuesta que daban a Olózaga los oradores de la comisión, pudimos hablar lo que fielmente copio:

«Ante todo, amigo mío, abra usted de par en par su alma para recibir mis enhorabuenas; ábrala mucho, porque si no, no caben. Ya es usted padre; asegurada está la sucesión   —179→   de su casa y familia... Créalo: he tenido un alegrón muy grande. Ya sé que la madre y el niño siguen muy bien: él como un ternero, ella como una excelente vaca. Ya tiene usted todo lo que deseaba: un hogar feliz, una posición independiente... Con lo que no estoy conforme, es con que me le hayan metido en política, trayéndole a esta farsa del Congreso. Porque esto es una mascarada, y si no sirve usted para dar bromas, vale más que se largue de aquí».

Díjele que yo tomaba la política a beneficio de inventario, o con un simple fin decorativo; que mi hermano Agustín y Sartorius me habían dado la investidura, propiamente así llamada porque era como ponerse un vestido elegante, o un lucido uniforme social. A esto respondió con gracia:

«El traje ha de resultar molesto para quien se lo pone sin la mira de hacer el papelón. Esto es muy bueno para los que buscan el negocio; pero los que ya lo tienen hecho no vienen aquí más que a servir de comparsas... Vamos, no me mire usted tanto: creeré que estoy hecha una visión.

-Es todo lo contrario. La encuentro a usted guapísima.

-Un poquito flaca.

-Propiamente flaca no: con tendencias a la estabilidad de formas, y a no engordar... En el rostro no hallo variación: solamente los ojos me parecen más grandes, más soñadores... o soñolientos...

-Pensé que iba usted a decir que estoy   —180→   ojerosa. Eso no: duermo perfectamente, y no lloro nunca ni tengo por qué».

Reparé en su traje elegantísimo, de batista de Escocia chaconada, con fino dibujo verde musgo sobre fondo blanco; el sombrero de paja gruesa de Italia, con lazos y flores de tafetán de los mismos tonos. El ajustado cuerpo en forma de blusa marcaba su inverosímil talle gentil, unión de las abultadas zonas del seno y caderas.

«Ya habrá usted comprendido -prosiguió- que no te he llamado exclusivamente para darle mis parabienes. Tenemos que hablar un poquito... pero aquí no puede ser. Cuando se levante la sesión, véngase a dar conmigo una vuelta por la Castellana. Mi coche está en esa calle por donde se sube a la parroquia de Santiago. Allí le espero... Y ahora, no se entretenga más. Ya suena la campana llamando a votación... También aquí tengo yo que ser su maestra, instruyéndole en las obligaciones parlamentarias. Ese cencerro convoca a todo el ganado de la mayoría para que vote lo que manda el Gobierno. Vaya usted, corra, y lleve preparado el o el no, según lo que sea... Con que ¿le espero en mi coche?».

Mirando cara a cara el peligro y sobresaltado de la atracción que sobre mí sentía, contesté que daríamos la vuelta en la Castellana... una sola vuelta, todo lo más dos... Media hora después navegaba yo en el coche, y por cierto que al entrar en él iba ya un poquito mareado.