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Novelistas jóvenes y panorama editorial en la década de los cuarenta

José María Martínez Cachero1





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Sería fácil tarea la de componer doble nómina de novelistas españoles supervivientes de la Guerra Civil, integrada una por aquellos que a su término comenzaron a formar parte de la «España peregrina» (trasterrados o exiliados) y por quienes se quedaron en España, la otra. Muerto en 1938 el patriarca decimonónico Armando Palacio Valdés, fallecidos en 1936 Valle-Inclán y Unamuno, apartado voluntariamente del cultivo del género Ramón Pérez de Ayala, los nombres más antiguos del conjunto son los de los noventayochistas Pío Baroja y Azorín, quienes publicarán en los años 40 nuevos títulos narrativos que, a mi ver, no constituyen aportación sustancial a su prestigio. Mencionaré a narradores más y menos vinculados a la plenitud de la denominada «Promoción de El Cuento Semanal», de la que Eduardo Zamacois será su representante en el exilio y López de Haro, Insúa, Mata y Martínez Olmedilla algunos de los que dificultosamente superviven en actividad y estima dentro de España. José María Salaverría y Ricardo León mueren en seguida (1940 y 1943 respectivamente); Wenceslao Fernández Flórez y Concha Espina todavía conocen en los años 40 éxitos de alguna importancia -caso de El bosque animado, 1943; o del premio «Miguel de Cervantes» concedido en 1950 a Un valle en el mar, obra de la novelista santanderina-. Miembros de la Generación del 27, afectos a la estilística de los «Nova Novorum» o independientes en su humor y en su realismo tradicional, van a   —450→   encontrarse, asimismo, ya en el exilio -Salinas, Jarnés, Francisco Ayala, Rosa Chacel o Salazar Chapela-, ya en España -caso de Miquelarena, Samuel Ros, Claudio de la Torre, Ledesma Miranda, José Ballester, Tomás Borrás, Pérez de la Ossa, González Ruano, Ximénez de Sandoval-2. Habrá que hacer algún día recuento debidamente circunstanciado pero mi objeto de ahora es otro: atender a los nombres nuevos, inéditos o muy poco difundidos hasta 1936; a los modos de llegada al público lector y a la situación editorial existente; así como a ciertas acogidas de la crítica.

La mayor dificultad para el novelista recién llegado era, desde luego, la de encontrar medio de publicación, si es que no podía hacerlo a sus expensas, y, además, medio eficaz para no salir de la ineditez y caer, inmediatamente, en el olvido por desconocimiento de los posibles lectores. El caso de Camilo José Cela pateando Madrid en busca de editor para La familia de Pascual Duarte y el ningún éxito que obtuvo resulta harto significativo3. Estaban muy en lo cierto Agustí y sus amigos del semanario «Destino» cuando en 1944, muerto Eugenio Nadal, pensaron en un premio para novelas inéditas ya que «probablemente habría en España muchos escritores que no sabían que lo eran y tenían ya su novela en trance de aflorar. ¿Podríamos despertar docenas de novelistas dormidos en los rincones anónimos del país?».4 El «Nadal» fue logrando semejante objetivo desde su primera convocatoria en 1944 pero aún no es momento para tratar de este certamen.

Si se atiende al panorama editorial, harto reducido y no poco politizado en los años iniciales de la década, encontraremos que en Ediciones Españolas (empresa madrileña sita en el número 40 de la calle Almagro) se ofrecieron por entonces títulos de autores conocidos que ni por edad ni, tampoco, por talante estético aportaban novedad apreciable; es el caso de: La ciudad, Manuel Iribarren (1939), Una isla en el mar rojo, Wenceslao   —451→   Fernández Flórez (1939) y Una mujer en la calle, José María Salaverría (1940). Acaso constituya una excepción en este brevísimo catálogo narrativo Don Adolfo, el libertino, subtitulada «Novela de 1900», cuyo autor, Jacinto Miquelarena, cronista deportivo que fue, corresponsal periodístico en el extranjero, cultivador de un humorismo nada convencional, ofrece una imaginativa fabulación basada en las peripecias de unos cuantos pobres y tristes personajes, situados en un concreto tiempo histórico visto con mirada entre burlona y compasiva5. Situación análoga presenta «La Novela del Sábado» (colección de la misma empresa editora), que publicaba semanalmente narraciones debidas a autores viejos o envejecidos y que rehusó la revelación, pese a los elogios que sus originales merecieron por carta de la dirección de la serie, de los entonces jovencísimos y totalmente desconocidos Pedro Álvarez Gómez, Pedro de Lorenzo y Domingo Manfredi Cano6.

Desde 1941, heredera de la falangista Ediciones «Jerarquía»7, radicaba en Madrid la Editora Nacional, dirigida a partir de 1943 por Pedro Laín Entralgo, institución oficial o estatal pero bastante más abierta y nueva que la dicha Ediciones Españolas, su coetánea. Fue en Editora Nacional donde buen número de escritores jóvenes encontró un cauce muy propicio para salir a la luz; recordemos algunos títulos narrativos: Nasa, de Pedro Álvarez Gómez, El hombre que iba para estatua, Juan Antonio de Zunzunegui y Leoncio Pancorbo, José María Alfaro -(los tres, de 1942)-; Javier Mariño, Gonzalo Torrente Ballester y La fiel infantería, Rafael García Serrano -(de 1943)-; Retorno a la tierra, Eugenia Serrano (1945) o La sal   —452→   perdida, Pedro de Lorenzo (1947). Sabía bien lo que decía (año 1944) uno de tales jóvenes escritores, muy bullidor entonces, José María García Rodríguez8: «Desde 1939 tenemos los noveles libre el paso en periódicos y revistas Para el libro, la Editora Nacional abrió un ancho [...] portillo».

¿Hubo más portillos abiertos, cualquiera fuese su holgura o estrechez? Si se hace un repaso de las publicaciones periódicas y del catálogo de algunas otras editoriales de a la sazón obtendremos datos fehacientes como los que siguen:


A) Publicaciones periódicas

Si durante los años 40 tuvieron los noveles libre el paso en periódicos y revistas (García Rodríguez dixit), a la acción de Juan Aparicio como Director General de Prensa correspondió buena parte de semejante posibilidad. Con todas sus limitaciones y manipulaciones, «El Español» (primera época), «La Estafeta Literaria» (primera época) y «Fantasía» constituyeron en aquellos años -desde los que deben ser juzgadas- casi única excepción, digna de ser tenida en cuenta al margen de simpatías o antipatías políticas. La página antepenúltima del primer número (31 de octubre 1942) del semanario «El Español» lleva unas pocas líneas alusivas a una situación que necesita urgente remedio:

«En nuestra Patria, la aportación de la iniciativa privada a la bibliografía de la postguerra está integrada casi en su totalidad por literatura de tercera o cuarta categoría, de producción extranjera. Así esta progresión y fomento de malas traducciones de obras deleznables presenta, como primer mal, la apariencia de falta de valores nacionales en el campo de la novela. // EL ESPAÑOL cree que puede demostrar lo contrario: que entre nuestros escritores de hoy se distinguen algunos como magníficos novelistas capaces de convencer literariamente al más exigente lector».



Abrieron la inserción a tres columnas en la dicha página 14 las novelas escritas por Miguel Villalonga, El tonto discreto, Pedro Álvarez Gómez,   —453→   Los chachos y José Vicente Torrente, IV grupo del 75-27; seguirían otros originales debidos a escritores que más o menos empezaban así y que, tras este comienzo, iban a encontrar más fácilmente acogida editorial. Las novelas cortas y los cuentos que aparecieron en «Fantasía» (semanario y, después, quincenario «de la invención literaria»; 38 números) y el caudal de referencias varias difundido desde las páginas de «La Estafeta Literaria» ayudaron eficazmente a la revelación e implantación de algunos escritores por entonces nuevos e, incluso, noveles.

Juan Aparicio, además, habló con elogio de la apenas si iniciada obra narrativa de algunos de estos autores; por su columna Pasado mañana, lunes -en la tercera página de «El Español»- desfilaron Pedro Álvarez Gómez (artículo Lunfardo castúo), Camilo José Cela (Camilo y Camila), Rafael García Serrano (La triple visión), Pedro de Lorenzo (!Ay de los solos!), Gonzalo Torrente Ballester (22 dioptrías), Miguel Villalonga (Quotidie morior) y Juan Antonio de Zunzunegui (Z. Z.), noticiosos trabajos que pueden leerse reunidos en el libro de 1945, Españoles con clave, editado en Barcelona por Luis de Caralt, en cuya página 123 se aventura una clasificación de tales narradores «por su contacto cronológico con la Universidad», mientras que en 101 a 103 se contrapone la trabajada seriedad de sus novelas (y también de las debidas a Ignacio Agustí, Manuel Iribarren y Cecilio Benítez de Castro) a la «charcutería más o menos obscena, más o menos psicológica» de los promocionistas de «El Cuento Semanal» y a la novela tupida y morosa de los orteguianos «Nova Novorum».




B) Editoriales madrileñas

«El lagarto al sol» es el título de una colección narrativa que inicia su vida en 1947 con el libro de Ramón Gómez de la Serna, Cuentos de fin de año, y que sale en Madrid a cargo de la librería «Clan», dirigida por el poeta Tomás Seral y Casas. Los números 2 y 3 (en 1948) ofrecían las primeras novelas de dos autores inéditos y jóvenes: Marcial Suárez (30 años), La llaga, de ambiente rural gallego, narración ni muy interesante ni, tampoco, muy renovadora; y Antonio Mingote (29 años), Las palmeras de cartón, una novela que bien podría situarse en la línea de las que   —454→   años antes, en la preguerra, escribían Samuel Ros, Edgar Neville, Manuel Abril y otros, salvando las diferencias que supone el paso del tiempo en materia tan cambiante y perecedera como es el humor. Otros títulos de escritores también jóvenes se anunciaban como de próxima publicación: Diario, Álvaro de La Iglesia, y Los honorables señores de Dalmau, Clemente Pamplona; a tales nombres habría que añadir los de Eusebio García Luengo y C. J. Cela, incluidos en el anuncio pero sin indicación de título. El inquieto director de esta serie pretendía (son palabras suyas) «ir así conjugando la representación de escritores maduros [como Claudio de la Torre con Viento del Sur] y de jóvenes realidades de las letras en esta hora caracterizada por el desconcierto crítico y la fácil subversión de todos los valores»9.

Tres prestigiosas editoriales madrileñas, todas ellas sobradamente conocidas antes de 1936, deben estar presentes en nuestro repaso aunque su representación resulte ahora escasa en cantidad de títulos. Sea la primera, Biblioteca Nueva que en 1940, al tiempo que dedicaba atención preferente a la biografía de personajes españoles en sus dos series «La España Imperial» y «Vidas de Santos Españoles», sacó Alicia al pie de los laureles, novela de Claudio de la Torre, cuya acción se sitúa en tierra canaria y es protagonizada por unos personajes no poco excéntricos, hábilmente traídos y llevados por su creador10. En 1946 sacó de la ineditez a Carlos de Santiago (30 años), presentado por el catedrático universitario Joaquín de Entrambasaguas, «un nuevo y moderno novelista que viene 'por la puerta grande' a nuestra literatura contemporánea», autor de La   —455→   encrucijada antigua, historia gallega llena de realidad y fuerza a veces violenta, a lo que ha de añadirse una sensible atención hacia el paisaje natural11. En 1950 ofrecía Biblioteca Nueva la segunda novela de Marcial Suárez, más lograda e interesante ésta que La llaga, trasladada la acción a un lugar harto reducido, la calle que da título al volumen, Calle de Echegaray, donde por debajo del ambiente encanallado y ostensible late la vida normal de unas gentes humildes que pasan por la calle y se paran un momento a ver, beber y charlar; relato en cierto modo neo-realista cuando está en boga el neo-realismo cinematográfico italiano, que llegó para nosotros antes que el novelístico, (1950 es el año de la proyección en un cine de la Gran Vía madrileña de la película Ladrón de bicicletas)12.

Un año antes de 1950 la orteguiana editorial Revista de Occidente había publicado El empleado, de Enrique Azcoaga, a la sazón conocido como poeta en ejercicio, crítico de teatro (uno de los pocos que arremetieron continuadamente contra los éxitos del superficial comediógrafo Adolfo Torrado) y crítico de arte, muy afecto a Eugenio D'Ors y colaborador suyo en empresas como la Academia Breve de Crítica de Arte y el Salón de los Once. La novela de Azcoaga es la narración de una existencia vulgar: la del oficinista Rogelio Alonso de Celis, escritor dramático que no ha conseguido estrenar porque tampoco ha conseguido acabar ninguna de las piezas que proyecta. Una vida muy triste cuyo fracaso es culpa del interesado y no de las circunstancias -la España de aquellos años de postguerra- pues, tal como Azcoaga nos lo presenta, resulta claro que   —456→   este personaje también hubiera fracasado en otras circunstancias ya que carecía de condiciones positivas para salir adelante. («Revista de Occidente» editorial, que por entonces prestó alguna mayor atención a la poesía naciente: libros de Germán Bleiberg y de Vicente Gaos, por ejemplo, no repitió fortuna con la publicación de novelas inéditas de jóvenes autores).

Diríase que Espasa-Calpe, tan benemérita en la historia editorial de la novela española (e hispanoamericana) de anteguerra, atenuó considerablemente en los años 40 la cantidad y el interés de su aportación al género. En 1941 saca La casa del padre, de «Julio Romano» (seudónimo de Hipólito Rodríguez de la Peña), conocido ya por otras novelas y por algunas biografías de escritores y militares decimonónicos (Alarcón o Cabrera), obra nada nueva ni joven. Cosa por el estilo pudiera decirse de: Zafarí (1942), de Pedro Barragán13 y de El pobre Segurita (1944), de Francisco Arniches, dos desconocidos que no volvieron a insistir. De 1944 data asimismo la publicación de Amor no entró en la judería, de Luis Antonio de Vega, hábil beneficiario de una exótica y fantaseada realidad musulmana que ya en 1941, con Los que no descienden de Eva, le había servido para conseguir el premio «Unamuno»14; en el módulo novelístico de Vega (nacido en 1900) aparecen dosificadamente el misterio, la descripción de lejanas geografías y el tono rosáceo lo que le valió durante algún tiempo éxito de lectores y la no desfavorable acogida de algunos críticos15. También es de 1944 la publicación de Muchachas que trabajan, de Ángeles Villarta (26 años), a manera de vivo fresco costumbrista   —457→   mantenido por las ilusiones y las realidades de unas cuantas vidas juveniles ligadas por el trabajo y la amistad.

En estos años 40 quizá fue Afrodisio Aguado editorial madrileña de mayor empuje aparente y alguna vez prestó atención a la novela española, dentro de la serie «Literatura» de su colección «Los Cuatro Vientos». En ella vieron la luz, junto a trabajos de cervantismo erudito debidos a Luis Astrana Marín y al lado de reediciones de Concha Espina, novelas de varios jóvenes escritores, a saber: Pabellón de reposo, C. J. Cela (1944), que venía a la sombra del enorme éxito obtenido poco antes por su Pascual Duarte16; Zarabanda, Darío Fernández Flórez (1944), nacido en 1909 y muy tempranamente iniciado en el cultivo de la narración puesto que ya en 1931 había publicado un tomo de novelas cortas y en 1932 la novela Maelstrom; y La canción del jilguero, José Antonio Giménez Arnau (1947), nacido en 1912, que refiere la un tanto misteriosa historia del escritor Lázaro Fonseca17. La edición segunda y definitiva de una novela de Ramón Ledesma Miranda (nacido en 1901), Almudena, en la que algún crítico de preguerra había señalado una clara impregnación galdosiana, sale ahora (1944, en esa misma serie de Afrodisio Aguado) con el título de Almudena o historia de viejos personajes para convertirse no tardando en libro bastante leído y muy elogiosamente comentado por críticos y colegas. Ledesma Miranda, como curado de ciertos virtuosismos de tiempo atrás, afecto ahora al realismo tradicional, es un modelo o el «hermano mayor» (así lo llamó Cela), quien hacía constar18 «nuestro íntimo, entrañable convencimiento de que nos hallamos ante el único novelista español que desde Baroja y al lado de Pérez de Ayala, adquiere una total resonancia europea».



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C) Editoriales barcelonesas

Pasemos de Madrid a Barcelona, por aquellos años emporio editorial de la traducción, a través de cuyos catálogos parecen harto escasas las posibilidades de aparición para el novelista español. Acaso nombres ingleses, desde Virginia Wolf a Mauricio Baring pasando por Carlos Morgan, fueron los más frecuentemente atendidos por editores, traductores y críticos pues, respecto a estos últimos, no ha de olvidarse que por entonces ven la luz libros como el de Ricardo Gullón, Novelistas ingleses contemporáneos (1945) y el de Charles David Ley, Cinco novelistas inglesas (1948).

En febrero de 1942 comienza la colección «Áncora y Delfín» de la editorial Destino (todavía sin premio «Nadal» pero ya con el semanario del mismo nombre). Abre marcha el volumen de cuentos Cavilar y contar, obra de Azorín, quien es reconocido autor prestigioso con atractivo bastante para, al igual que pasó coetáneamente a Pío Baroja, iniciar la aventura; tras él vinieron (utilizo hasta el número 58 de la colección, 1951) veintiocho títulos españoles, la mayor parte novelas de autores jóvenes, desde Ignacio Agustí (las dos primeras entregas de la saga de los Ríus) hasta los premiados con el «Nadal», los finalistas estrictos del certamen, los bien clasificados en las sucesivas convocatorias de éste, etc.

Ocurre que para proveer así a «Áncora y Delfín» contó la editorial Destino con la capacidad receptiva y estimulante del premio «Nadal», cada día más concurrido por más serio y respetado. Limitándose aquí a los últimos cinco años de la década -1946 a 1950 inclusive- tenemos que de 82 originales el primero de esos años se pasó a 112 -en 1947-, 122 -en 1948-, 148 -en 1949, el año de asistencia más alta- y 120 -en 1950- pero, al tiempo que ésta aumenta o se mantiene en un nivel numérico considerable, la nombradía de los autores presentados y la calidad de sus originales crecen y, por ofrecer un ejemplo, en ese año 1949 de máxima concurrencia entran en liza -aparte ganador y finalista: José Suárez Carreño y Carlos de Santiago, respectivamente-: Ana María Matute, Enrique Nácher; Darío Fernández Flórez con la escandalosa Lola, espejo oscuro; Mercedes Fórmica con una novela de la guerra española, Monte de Sancha; Luis Landínez, autor de una historia rural lindante a veces con el   —459→   dramón chafarrinesco, Los hijos de Máximo Judas; o José Luis Castillo Puche, a cuestas con su perplejidad vocacional en Sin camino, novela católica tiempo antes de que entre nosotros se empezara a considerar, y en ocasiones a premiar, esta especie o modalidad narrativa. En suma, «un año de un altísimo nivel de producción», como señaló complacidamente uno de los miembros del jurado.

Ediciones Patria, indiscutible adelantada en la creación de premios que sirvieran de estímulo a novelistas jóvenes e inéditos (véase nuestra nota 14), fue una editorial radicada en Barcelona y de no muy larga vida, a quien se debe la publicación de algunos libros de versos y de los cinco números de la revista «Cuadernos de Poesía». Sacó también Don Laureano y sus seis aventuras (1940), novela de Alfredo Marqueríe que no era ciertamente un escritor novel pero tampoco muy conocido como narrador. Las a veces regocijantes, a veces tristes peripecias del mediocre funcionario protagonista fueron muy comentadas a su aparición -«una novela finísima», «un libro de graciosa amenidad», un ejemplo de novela humana y humanizada-19. La marcha de Jesús Nieto Pena, responsable de la editorial, a Hispanoamérica supuso la desaparición de Ediciones Patria que en 1941 había ofrecido la novela de Samuel Ros, Los vivos y los muertos20, breve narración elegíaca o canto a la amada muerta con relevante acento poético y estructura dialogada.

Barcelonesas por radicación, dirección o impresión de sus libros aunque en alguno de ellos consta Madrid como sede fueron Ediciones Ánfora, Editorial Emporion y Ediciones La Gacela, en rústica los libros de la primera y encuadernados los de las otras dos, libros levemente alargados y en octavo mayor, sencilla y cuidadosamente hechos. Si tomamos   —460→   Como el amor loco..., la novela de José María García Rodríguez, veremos que es, a la altura de 1943, la única pieza integrante de la serie «Autores Españoles» dentro de la colección «Ánfora», que contaba ya con doce nombres extranjeros entre los que figuraban, socorridos e inevitables a la sazón, Knut Hamsum, Baring y Lajos Zilahy. Editorial Emporion, dirigida por José Janés y el poeta y catedrático Félix Ros, entonces muy metido en tareas editoriales, tenía una serie narrativa, «La rosa de piedra», donde a la altura de 1941, año en que se publica la primera edición ilustrada de Miss Giacomini, cuenta como títulos españoles nada más que con la segunda edición de Clara, novela de Francisco de Cossío, y la dicha de Miguel Villalonga, anunciándose en prensa Historia del caballero Rafael, por Álvaro Cunqueiro. Ediciones La Gacela, con un pie en Barcelona y otro en Madrid (según consta en la portada de sus libros), era empresa animada por José Janés21 y con una llamada «Colección Gacela de Autores Españoles» que en abril de 1942 sacaría Los surcos, primera y primeriza novela de Ignacio Agustí.




D) Algunos panoramas histórico-críticos

Los nombres que han ido compareciendo en este repaso, ¿son los que han de cargar con la representación de la joven novela española de la década de los cuarenta? El paso del tiempo con sus mil diversas e imprevistas vicisitudes depura el terreno, aclara las cosas y conserva permanentes sólo a unos cuantos; desertan los demás, pasan algunos a cultivar otros géneros o, a su pesar, son relegados otros al olvido. De los escritores que toman el relevo y la salida en estos años de postguerra se conoce o recuerda ahora mismo nada más que a unos pocos, (y ello es hecho de siempre y universalmente repetido). Si repasáramos encuestas, antologías, panoramas críticos o meros artículos periodísticos de por entonces llegaríamos a saber qué nombres gozaban, con mayor o menor motivo estético, del aprecio de ciertos lectores, periodistas y críticos; hagamos tal repaso.

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A lo largo de 1943, durante varios números de la revista «Arte y letras» se ofreció una encuesta acerca de cuestiones relativas al cultivo del género novela en España y, también, respecto a la estimación que merecían a cada uno de los encuestados sus colegas coetáneos. Son citados a declarar once novelistas y, de entrada, notamos la ausencia de Azorín y Baroja entre los viejos maestros y, entre los muy recientes, las de José María Alfaro (que el año anterior había obtenido no mal éxito con su Leoncio Pancorbo) y Rafael García Serrano (próximo autor de la asendereada La fiel infantería pero conocido y celebrado ya tanto por sus colaboraciones periodísticas como por Eugenio o proclamación de la primavera). En el conjunto seleccionado cabría hacer una división: los mayores en edad o con alguna prehistoria narrativa -caso de Ledesma Miranda, Pemán, Manuel Iribarren, Samuel Ros y Zunzunegui-, de una parte y, de otra, los recién llegados -como Cela, Cecilio Benítez de Castro, Agustí, Pedro Álvarez Gómez, Miguel Villalonga y Gonzalo Torrente Ballester-. Tanto o más que la lista y que las opiniones de unos sobre otros -en ocasiones pintorescas e hirientes como cuando Iribarren afirma de Zunzunegui: «No creo que sea un novelista»-, me importa advertir la casi total coincidencia en el elogio del realismo como tendencia de tradición más prestigiosa entre nosotros y, asimismo, de mayores posibilidades. Cela, Zunzunegui, Villalonga, Pedro Álvarez Gómez y Ledesma Miranda vuelven a salir en la antología Novelistas españoles contemporáneos (Aldecoa, Madrid-Burgos, 1944); preparada por «Juan del Arco» (seudónimo de Francisco Mota).

De 1944 es también el artículo de Manuel Vela Jiménez, periodista, biógrafo y narrador perteneciente al grupo barcelonés de Luys Santa Marina; artículo de raro título -San Casiano, sí; Manolete, no (inserto en la página 5 del número 9: 15-VII-1944, de «La Estafeta Literaria»)-. Cuando en lo que llamaríamos segunda parte del mismo su autor se decide a señalar unos cuantos nombres y títulos valiosos en la novelística española del momento, la relación se reduce a seis, y la coincidencia con las que acabo de ofrecer es casi total pues salen a plaza Pedro Álvarez Gómez, Cela, Villalonga y Zunzunegui junto a dos nuevos en estas lides: García Serrano -premiada ya y prohibida La fiel infantería- y José María   —462→   García Rodríguez22, cuya inclusión cabe explicar diciendo que este escritor era miembro del antedicho grupo literario23.

Manuel Muñoz Cortés, entonces crítico de «Arriba» y «Escorial», y quien esto escribe fuimos los primeros historiadores y críticos del género en la España de la postguerra, tempranísima avanzada nuestros panoramas de una bibliografía ahora muy abundante y que aumenta periódicamente. El estudio del profesor Muñoz Cortés, La novela española en la actualidad, ocupa sesenta y seis páginas del volumen segundo de El rostro de España, libro colectivo publicado por Editora Nacional en 1947 pero la composición de tal estudio data de los años 1943-1944. La relación y el oportuno comentario valorativo se inician por Azorín (novelas y cuentos que suponen «la intensificación de lo autobiográfico» son los publicados por el autor noventayochista en los años de la postguerra); vienen después: Baroja, Salaverría, Ricardo León, Concha Espina, Wenceslao Fernández Flórez, Tomás Borrás y Agustín de Foxá, autor de Madrid de Corte a cheka. Entrando en nuestro terreno aparecen los nombres de: Ledesma Miranda, Zunzunegui (estudiado con amplitud), Manuel Iribarren, Pedro Álvarez Gómez, Miguel Villalonga, Rafael García Serrano, Cela (también estudiado ampliamente), Torrente Ballester e Ignacio Agustí. Las coincidencias de esta nómina con las anteriores saltan a la vista del lector.

Mi avanzadilla bibliográfica fue un folleto de treinta y dos páginas publicado en Oviedo por el Sindicato Español Universitario, 1945, pero compuesto y entregado meses antes, otoño de 1944, lo que explica, vgr., la ausencia del premio «Nadal» en su primera convocatoria. No voy a hacer autocrítica de este trabajo de estudiante universitario; tan sólo diré que mi lista última, la que acoge los supuestos nombres máximos entre los novelistas jóvenes del momento, estaba formada por estos cinco: Zunzunegui, García Serrano, Pedro Álvarez Gómez, Villalonga y, más favorecido en extensión, Cela.

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De otros artículos y encuestas coetáneos podrían sacarse deducciones análogas pero no es cosa de abrumar con erudición fácil. Pasados no muchos años se mantienen algunos nombres y van cayendo otros; muere Miguel Villalonga en 1946 y se revelan Carmen Laforet, José María Gironella y Miguel Delibes, etc. Por eso cuando en 1948 José Luis Vázquez Dodero habla (en el número 3 de la revista «Finisterre») de un segundo renacimiento de la novela española (recordando el título de un libro de Eduardo Gómez de Baquero), lo apoya en la obra de los siguientes autores (y he aquí otra lista): Agustí, Sebastián Juan Arbó -con obra anterior a 1936 pero puesto ahora en vigencia por un premio «Nadal» (1948) y por reediciones y traducciones al español de novelas publicadas inicialmente en catalán-24, Cela, Foxá -que no volvió a insistir en el cultivo del género pese al buen éxito de su primera y única novela-, Manuel Halcón -incorporado desde 1944 con Las aventuras de Juan Lucas-, Carmen Laforet, Ledesma Miranda, Pemán, Bartolomé Soler -en circunstancias de antigüedad de obra y realismo temático y técnico bastante parecidas a las de Arbó-, y Zunzunegui. Ni Pedro Álvarez Gómez, ni Torrente Ballester y García Serrano, nombres antaño reiterados, figuran ahora; como tampoco un Benítez de Castro y un García Rodríguez, que ya habían iniciado su estancia en tierras hispanoamericanas. Es natural que falten, puesto que se trata de mostrar un renacimiento operado por la actividad de gentes más jóvenes, Azorín y Baroja como, análogamente, otros nombres vetustos (llámense Concha Espina o W. Fernández Flórez) y los siempre olvidados promocionistas de «El Cuento Semanal». La década de los 50 está ya a las puertas y el enriquecimiento y la variación nominal proseguirán pero se trata de otra historia que ahora no me incumbe.







 
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