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O'Donnell

Benito Pérez Galdós





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ArribaAbajo- I -

El nombre de O'Donnell al frente de este libro significa el coto de tiempo que corresponde a los hechos y personas aquí representados. Solemos designar las cosas históricas, o con el mote de su propia síntesis psicológica, o con la divisa de su abolengo, esto es, el nombre de quien trajo el estado social y político que a tales personas y cosas dio fisonomía y color. Fue O'Donnell una época, como lo fueron antes y después Espartero y Prim, y como estos, sus ideas crearon diversos hechos públicos, y sus actos engendraron infinidad de manifestaciones particulares, que amasadas y conglomeradas adquieren en la sucesión de los días carácter de unidad histórica. O'Donnell es uno de estos que acotan muchedumbres, poniendo su marca de hierro a grandes manadas de hombres... y no entendáis por esto las masas populares, que rebaños hay de gente de levita, con fabuloso número de cabezas, obedientes al rabadán que los conduce   —6→   a los prados de abundante hierba. O'Donnell es el rótulo de uno de los libros más extensos en que escribió sus apuntes del pasado siglo la esclarecida jamona doña Clío de Apolo, señora de circunstancias que se pasa la vida escudriñando las ajenas, para sacar de entre el montón de verdades que no pueden decirse, las poquitas que resisten el aire libre, y con ellas conjeturas razonables y mentiras de adobado rostro. Lleva Clío consigo, en un gran puchero, el colorete de la verosimilitud, y con pincel o brocha va dando sus toques allí donde son necesarios.

Pues cuenta esta buena señora que el día 23 de Julio de aquel año (aún estamos en el 54) salía de la cerería de Paredes, calle de Toledo, el enfático patricio don Mariano Centurión ostentando con ufanía el sombrero de copa que estrenaba: era una prenda reluciente, de las dimensiones más atrevidas en altura y extensión de alas que la moda permitía, y en el pensamiento del buen señor tomaba su persona, con tan airoso chapitel, una dignidad extraordinaria y una representación pública que atraía las miradas y el respeto de las gentes. A dos pasos de la cerería se tropezaron y reconocieron Centurión y un ciudadano importante, Telesforo del Portillo, que también estrenaba sombrero, si bien aquel cilindro no era tan augusto como el otro, sino artículo de ocasión adquirido en el Rastro y sometido a un planchado enérgico. Se saludaron, y   —7→   Centurión entabló un vivo diálogo con su amigo, conocido entre el vulgo por el apodo de Sebo. No ha transmitido la Historia los términos precisos de la conversación, limitándose a consignar que ambos patricios se habían encontrado en lastimosa divergencia en aquellas revueltas, por figurar don Mariano en la Junta de salvación, armamento y defensa que funcionó en la casa del señor Sevillano, y Sebo, en la que se denominó Junta del cuartel del Sur. La primera se componía de hombres templados y de peso; en la segunda entraron los jóvenes levantiscos y la turbamulta demagógica.

Según dijeron los dos respetables ciudadanos, las trapisondas entre ambas asambleas dilataron más de lo preciso las anheladas paces entre pueblo y tropa, y dieron tiempo a que asomara su hocico espeluznante el monstruo de la anarquía. Pero al fin, la salud pública se impuso, y las Juntas llegaron a una positiva concordia, gracias al patriotismo del Trono, que se inclinó del lado de la Libertad llamando a Espartero. Sostuvo Centurión que ya teníamos Gobierno liberal en principio, y que era cuestión de días el determinar qué hombres habían de formarlo. Sebo los designó sin recelo de equivocarse, nombrando las figuras más culminantes del elemento progresista. Espartero y O'Donnell entrarían en el nuevo Gobierno, y los hombres civiles serían los que más sufrieron en los once años, y probaron su entereza política con largos   —8→   ayunos. Aseguró don Mariano que su colocación en Estado dependía de que ocupase aquella poltrona el señor Luján, y que si le daban a escoger, tomaría la plaza de jefe en la Sección de Obra pía de Jerusalén, que ya disfrutó por pocos días en otra época. Sebo se daba por empleado en Penales, si ponían en Gobernación a don Manolo Becerra o a don Ángel de los Ríos. Esto era dudoso, según Centurión, porque si bien ambos jóvenes descollaban por sus talentos y acendrado patriotismo, no tenían el peso y madurez convenientes para gobernar.

Sobre si eran aptos o no los tales, discutían Portillo y don Mariano, cuando atrajo su atención un gran tumulto y escandaloso ruido de gente que por la calle abajo venía. Ya estaba próxima la delantera de la que parecía procesión, y el centro de ella, algo que descollaba sobre la multitud como figuras del Santo Entierro conducidas en hombros, desembocaba por el arco de la Plaza Mayor. Antes de que los dos patricios se dieran cuenta de lo que aquello era, rodearon a Sebo unas hembras (no sé si tres o cuatro) con toda la traza de mozas del partido, desgarradotas, peinadas con extremado artificio, alguna de ellas reluciente de pintura en el marchito rostro. «Véanle, véanle -dijeron-. Desde la Plazuela de los Mostenses lo train... El Chico es el que viene en andas, y el Cano a pie... Que los afusilen, que les den garrote... que paguen las que han hecho». Y Centurión, con grave acento, arrimándose   —9→   a la pared por no ser visto de la canalla delantera, pronunció estas sesudas palabras: «¡Justicia del pueblo, mala justicia!... ¿Y don Evaristo no se ha enterado de esta barbaridad?... Decid, grandes púas, ¿vosotras habéis venido con esta procesión infernal? ¿Pasasteis por Gobernación? ¿No estaba allí don Evaristo? ¿Cómo habéis recorrido medio Madrid, o Madrid entero, sin que algunos patriotas honrados os cortaran el paso, ralea vil?

-Cállese la boca, don Marianote -dijo la más bonita de ellas, la menos ajada-, que pueden oírle, y corre peligro de que le chafen el baúl nuevo.

-Rafaela Hermosilla -replicó Centurión alardeando de entereza-, un patriota honrado, un hombre de principios, no teme las coces de la plebe indocta... Pero arrimémonos a esta puerta para no dar lugar a cuestiones, o metámonos en la cerería de Paredes, que será lo más seguro... Sebo... ¿dónde se ha ido Sebo?».

Llamado por su amigo, se retiró también al arrimo de las casas el ex-policía, seguido de otra de las pájaras. Lívido y tembloroso, no podía disimular el terror que la plebeya justicia le causaba, y era en verdad espectáculo que el más animoso no podía presenciar sin miedo y compasión grandes. Detrás de la caterva que rompía marcha gritando, iban dos hombres montados en jamelgos: vestían blusa de dril y cubrían su cabeza con chambergo ladeado sobre una oreja, esgrimiendo   —10→   sendos chafarotes o sables. Seguíales un bigardón con un palo, del que pendía un retrato al óleo, sin marco, acribillado ya de los golpes que por el camino, en las paradas de la procesión, le daban con sus sables los dos jinetes, en demostración de justicia popular. Al portador del retrato seguía otro gandul con trazas de matarife, en mangas de camisa, esta manchada de sangre, llevando una pértiga de la cual pendía muerto y sin plumas un gallo colgado por el pescuezo. Tras este iba un hombre a pie, empujado más que conducido por un grupo de bárbaros, también con aspecto de matachines. Seguían las angarillas cargadas por cuatro, de lo más soez entre tan soez patulea; las angarillas sostenían un colchón, en el cual iba el infeliz Chico sentado, de medio cuerpo abajo cubierto con las propias sábanas de su cama, de medio cuerpo arriba con un camisón blanco, en la cabeza un gorro colorado puntiagudo, que le daba aspecto de figura burlesca. Con un abanico se daba aire, pasándolo a menudo de una mano a otra, y miraba con rostro sereno a la multitud que le escarnecía, al gentío que en balcones y puertas se asomaba curioso y espantado. Arrimándose a las angarillas todo lo que podía, iba la mujer de Chico con una taza en la mano, revolviendo con un palo el contenido de ella, que según decían era chocolate. Parecía loca: su rostro echaba fuego; su cabeza recién peinada y con alta peineta, conservaba la disposición   —11→   de las matas de pelo armadas artísticamente. Digo que parecía loca, porque el menear el palo dentro de la taza vacía era como un movimiento instintivo, inconsciente, efecto de la máquina muscular disparada y sin gobierno. Enrojeciendo más a cada grito, decía: «¡Nacionales, no le matéis! ¡No le matéis, nacionales!».

Pasó todo este bestial aparato de venganza y muerte, que observaron desde la cerería don Mariano y Telesforo, las dos muchachas de mal vivir y don Gabino Paredes con su hijo Ezequiel. Rafaela Hermosilla, que había visto el asalto de la casa de Chico, lo contó de esta manera: «Lleguemos; íbamos con idea de arrastrarle, que es la muerte que merece... El pillo del Cano nos dijo: Atrás, populacho; y no había acabado de decirlo, cuando Perico el lañador le echó mano al pescuezo, y yo y otras le arañamos toda la cara. Daba risa... Después le amarraron bien amarradico con cordeles que prestó un mozo de cuerda... y entremos; subimos dando patadas y gritos, y nos desparramemos por las salas llenas de muebles y cuadros... 'A quemarlo todo'. Esta fue la voz. ¡Qué risa! Pero Alonso Pintado soltó cuatro tacos, gritando: Pena de muerte al ladrón... Salió esa gran tarasca llorando, acabadita de peinar, ¡qué risa!... ¡Y cómo chillaba la muy escandalosa! Que su marido estaba enfermo en cama con la podagra, y que le había pedido el chocolate... 'Señoras y caballeros -nos dijo Alonso Pintado subido   —12→   en una silla-, venimos a hacer justicia, no a faltar a naide. Al ladrón busquemos, no a las riquezas que robó... No toquéis a estos faralanes y cornucopios... Por el tirano de los pobres venimos. Justicia en él, señoras y caballeros; pero sin alborotar, para que no digan...'. Yo, me lo pueden creer... no alboroté, ni cogí nada de lo que hay en aquellas cámaras tan lujosas, donde el gachó va metiendo lo que rapiña... Pues Alonso Pintado, Matacandiles, Pucheta, la Rosa y la Pelos, don Jeremías, Chanflas, Meneos, la Bastiana y otras y otros de que no me acuerdo, empujaron puertas, rompieron fechaduras y se colaron hasta la alcoba en donde estaba acostado el Chico... No le valió a su mujer decir que estaba imposibilitado, y que le iba a llevar el chocolate. ¡Qué risa!... 'Espérense; no le maten... me ha pedido el chocolate... está en ayunas... se muere... se morirá solo... Matarle, no'. Esto decía la tía Panderetona, que no es mujer de él por la Iglesia, sino arrimada, como una, pongo el caso, ¡qué risa!... Total: que en vilo le levantaron, con colchón y todo, y de una escalera hicieron las angarillas... Pepe Meneos trajo un gallo, le retorció el pescuezo, y desplumándolo delante del Chico, le echaba las plumas, diciéndole, dice: 'Lo que hago con este gallo haremos contigo, so ladronazo'. ¡Qué risa! Luego salió la procesión que habéis visto... Pues venía con muchismo orden, como se dice... Pucheta mandaba, que es hombre que sabe del orden y tal...».

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Oyendo estas referencias, Centurión tenía un nudo en su garganta, y no acertaba ni a protestar contra el salvajismo del pueblo. «¡Ignominia, barbarie! -exclamaba dando palmadas en el mostrador-. La Libertad no es eso, cojondrios, no es eso». Y Sebo, que en su consternación se había calado el sombrero nuevo hasta las orejas, habló así: «Dime, Rafa, ¿iba Pucheta en el entierro? Porque yo no he podido distinguir caras, del gran susto y sobrecogimiento que me entró al ver lo que vi. Al tiempo que se me aflojaba el vientre, se me nublaba la vista.

-Pues sí que iba -dijo Centurión-. El jinete de la derecha, el que vimos por la parte de acá, era Pucheta, con blusa de dril y un plumacho en el sombrero. ¡En qué manos está la Libertad, cojondrios! Y al lado de Pucheta, a la parte de adentro, iba la Generosa Hermosilla, hermana de esta buena pieza...

-Mi hermana -dijo Rafa- no se separa de Pucheta: es la que le mete en la cabeza el orden... ¡Qué risa con ella! A todas horas le canta la lección: 'Pucheta, orden... Ándate con orden, hijo'. Mi hermana iba al lado de él, terciado el manto, muy bien peinadita, con un pompón en la peineta...

-Tu hermana y tú -afirmó Centurión furioso-, sois unas solemnes castañas pilongas, que después de llevar a los hombres al vicio, les predicáis el orden. ¡Vaya un escarnio! Orden vosotras, que nunca supisteis con qué se come eso. ¿Qué principios tenéis   —14→   ni qué dogmas profesáis para saber lo que es el orden? ¡Idos al infierno con cien mil pares de cojondrios! Tu hermana Jenara y tú, Rafa maldita, habéis escandalizado en todo Madrid, después de escandalizar en las calles del Humilladero, Irlandeses y Mediodía Grande... A vuestro honrado padre, el bueno de Hermosilla, le pusisteis a punto de morir de vergüenza... No os quitaréis nunca de encima el apodo de las Zorreras, que os aplicaron por ser hijas de un fabricante de zorros, que también hace plumeros... Vete, vete; sigue los pasos de tu hermana, al lado de Pucheta, de Meneos, o de otro de esos matarifes que deshonran la Libertad... No te entretengas aquí, entre gentes honradas y hombres de principios... Corre, y verás cómo ahorcan o fusilan o despachurran al desgraciado Chico».




ArribaAbajo- II -

Echose a reír la moza con el airado discurso de Centurión, y llegándose al dueño de la cerería, don Gabino Paredes, que arrobado la contemplaba, los codos en el mostrador, el rostro en las palmas de las manos, le dijo: «¿Verdad, Gabinico, que tú no me echas de tu casa?». Y el cerero, revolviendo algo en su boca, completamente desdentada, le contestó: «Ni yo ni el amigo Centurión te   —15→   arrojamos de esta humilde tienda. Ha sido un decir, rica: no te enfades... Y para que veas que me acuerdo de ti, toma este caramelito...». Cuando los sacaba del hondo bolsillo de su chaqueta, alargó Centurión la mano diciendo: «Deme otro a mí, don Gabino, que del berrinche que he cogido con esta tragedia, se me ha secado la boca». Hizo el cerero ronda de caramelos, dando la mayor parte a Rafa y a su compañera, que con Sebo platicaba, y chuparon todos, refrescando sus secos paladares. La segunda pájara, de apodo Jumos, mujerona en el ocaso de la juventud, con restos manidos de un gallardo tipo de majeza, tomó la palabra en contra del señor de Centurión, desarrollando sus argumentos con razones no mal concertadas: «Pues si el pueblo no hace la justiciada en ese capataz de los guindillas, ¿quién la hará?... ¡contra con Dios! ¿El Gobierno nuevo que venga le había de castigar? Y vostedes los patriotas nuevos, ¿qué serían más que lameplatos del Chico? Hala con él, y reviéntenle para que no haga más maldades... Él comía con el Gobierno, comía con el ladronicio... ¿Que robaban a vostedes el reloj? Pues para recobrarlo, no tenían más que abocarse con don Francisco, que devolvía la prenda por un tanto más cuanto, según el por qué de la persona... Alhajas muchas pasaron de sus dueños a los ladrones, y de los ladrones a sus dueños, todo con su porsupuesto, menos cuando las alhajas le gustaban a Chico, que tan fresco se quedaba con ellas. De sus   —16→   ganancias prestaba dinero, a seis reales por duro al mes, mediando el portero Mendas y uno de la calle de la Palma, con trazas de clérigo, que le llaman don Galo, y también el Chato de Pinto, por ser de Pinto mismamente...

-Invenciones de la plebe -dijo Centurión menos fiero que antes-; malquerencia de los que Chico perseguía por revoltosos.

-Algo habrá de eso -observó en tonos de templanza el gran Sebo-, sin que deje de ser verdad lo que cuenta esta Jumos. Testigos hay de que el pobre don Francisco no jugaba con limpieza.

-Jugaba con cartas señaladas -afirmó la mujerona-, y era el primer puerco del mundo. El Gobierno le pagaba para defender a cada hijo de vecino, y él ¿qué hacía? cobrar el barato al vecino y al Gobierno y al Sulsucorda. A todos engañaba, y no era fiel más que con la Cristina y su marido, el de Tarancón, porque estos, cuando los Ministros estaban hartos de Chico y querían darle la puntera, sacaban la cara por él... Como que Chico era el hombre de confianza de los Muñoces, y el que estaba al quite por si venían cornadas... que el pueblo hacía por ellos, ¡vaya!

-Exageraciones, mujer -dijo Centurión-, y desvaríos de la pasión popular... Algún día se hará la luz, y la Historia pondrá la verdad en su punto.

-Historias ya tenemos -prosiguió la Jumos-: pídaselas a don José de Zaragoza y a   —17→   don Melchor Ordóñez, que por saber bien de historia han querido limpiarle el comedero a don Francisco Chico. Pero no podían, que la Cristina le echaba un capote, y Chico tan fresco, se reía, se reía, con aquella cara de sayón... Pues el muy marrajo, para dar gusto al Gobierno, se cebaba en los que caían en su mano, por mor del conspirar y de la política. El que era masón y andaba en algún enredo para echar proclamas o escribir contra la Reina, ya podía encomendarse a Dios. A nadie metía en la cárcel sin darle antes un pie de paliza para hacerle confesar la verdad, o mentiras a gusto de él, con las que se abría camino para prender a otros, y abarrotar la cárcel... A un primo mío, Simón Angosto, zapatero en un portal de la calle de la Lechuga, que los lunes solía ponerse a medios pelos y cantaba coplas en la calle, con música del izno de Espartero y letra que él sacaba de su cabeza, le cogió una noche saliendo de la casa de Tepa, y tal le pusieron el cuerpo de cardenales, que gomitó el alma a los dos días.

-No fue así, Pepa Jumos, no fue así -dijo Sebo gravemente, poniendo en su acento todo el respeto a la verdad histórica-. A Simón Angosto se le hicieron los cardenales y se le aplicó de firme el vergajo, porque anduvo en aquellas trapisondas... bien me acuerdo... cuando mataron a Fulgosio... Se le encontró una carta con garabatos masónicos y razones en cifra que parecían... así como un conato de atentado contra Narváez...

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-Para conatos tú, reladronazo -replicó la mala mujer, roja de ira-. ¿Qué es conato?

-Es intento de delito, delito frustrado...

-Me fustro yo en ti y en el conato de tu madre. Sales a la defensa de Chico, porque tú eras de los del vergajo, que deslomaban al infeliz que cogían. Tal eres tú como el otro, que ahora paga sus conatas y fustratas... y con él te debíamos llevar.

-Yo no estoy con él, ni estuve -dijo Telesforo palideciendo-. Pepa Jumos, mira lo que hablas: ten en cuenta que yo, si cumplí mi deber en la Seguridad, luego me dio asco de aquel oficio, y me pasé al partido de los señores generales de Vicálvaro, que nos han traído la Libertad, verbigracia, la Justicia.

-Justicia contra ti, arrastrao -dijo Rafaela Hermosilla, terciando en la conversación-. Ándate con tiento, Sebito, y no pintes el diablo en la pared, que como te huela el pueblo, hará contigo un conato.

-El amigo Telesforo -indicó Centurión extendiendo una mano protectora sobre el renegado de la Policía-, es hombre de principios, que jamás atropelló al pueblo soberano. Si alguna vez impuso castigos, fue mirando por el Ornato Público, que llamamos también Policía Urbana».

Saltó al oír esto la Jumos con briosa protesta, diciendo: «¡Buenas ornatas públicas nos dé Dios! Lo que hacía este tuno era bailarle el agua a don Francisco Chico, y andar siempre agarrado a los faldones de su   —19→   levosa... Y esto no me lo ha contado nadie, sino que lo han visto estos ojos, porque yo, aunque no soy vieja, ni lo quiera Dios, he visto mucho mundo, y pillería mucha; tanto, que de ver canalladas sin fin, cada lunes y cada martes, paréceme que soy vieja, lo cual que no lo soy, sino que lo viejo es el mundo y las malas partidas que se ven en él... Pues el día aquel, ya van para seis años, en que el pobre zapatero de la calle de Toledo le tiró un ladrillo a don Francisco Chico, desde el primer piso bajando del cielo, yo estaba en la acera de enfrente hablando con mi comadre la Venancia, que tenía cacharrería donde hoy están los talabarteros... Pues como allí estaba una servidora, todo lo vi, y nadie me lo cuenta... Y digo que el ladrillo no fue ladrillo, sino un pedazo de cascote, y que no le cayó a don Francisco en la canoa, como dijeron y mintieron, sino que se espolvoró en el aire, y sólo unas motas fueron a dar en el hombro del Chico, y otras salpicaron al que le acompañaba, que era el señor de Sebo, aquí presente. Atrévase a decirme que esto no es verdad... Se calla y rezonga, como los perros... Un perro fue entonces. ¿Quién subió como un cohete a la casa de donde tiraron las mundicias? ¿Quién bajó en seguida trayendo al zapaterín cogido por el pescuezo? ¿Quién...?

-Cierto que fuí yo... no puedo negarlo -dijo Sebo con trémula voz-. Pero como ha declarado el señor Centurión, lo hice por Ornato Público, o por Policía y Buen Gobierno,   —20→   que era el Ramo en que yo servía entonces. Y dice el bando de 1839, en su art. 5.º: «Los que arrojen a la calle basuras, cascos de loza o ceniza de braseros, pagarán cuarenta reales de multa, sin perjuicio de las penas en que incurran en el caso de causar daños a los transeúntes...».

-¿Y por qué bando fusilasteis al zapaterito...?

-Eso no es cuenta mía, ni tuve nada que ver. ¿Que el hombre fuera masón, y guardara papeles que le comprometían, y una estampa indecente de Fernando VII con orejas de burro... es acaso culpa mía?

-¿Y de que por eso le fusilaran -agregó Centurión-, es culpa de nadie... más que del sicario de Narváez?

-Sobre pintarle al Rey orejas que no eran las suyas -dijo Sebo defendiéndose con timidez-, el susodicho dibujó un letrero saliendo de la boca de Narizotas, que a la letra decía: «Marchemos, y yo el primero, por la senda borrical de la reacción».

El cerero don Gabino Paredes cortó con su desentonada voz la disputa histórica, sosteniendo que ninguno de los señores presentes tenía culpa de las barbaridades del 48. Todo ello se hizo para guarecernos de las revoluciones y tempestades que venían de Francia, de Italia y de Hungría, y cerrarle la puerta al maldito Socialismo. No se entendían las graves razones del buen Paredes, porque, deshabitada absolutamente de huesos su boca, el aire conductor   —21→   de la voz hacía dentro de aquella caverna extraños pitidos, gorjeos y cambios de tono, que quitaban a las palabras su verdadero sentido, o las dejaban escapar con silbos desapacibles. Más claramente habló Centurión, despachando a las dos pajarracas con estas desahogadas expresiones: «Seguid vuestro camino, tú, Zorrera, y tú, Jumos, y no alternéis con hombres de principios, que os compadecen, pero no os escuchan. Id a ver cómo mata el pueblo a esos desgraciados, y si llegáis a tiempo, sed piadosas, ya que no podéis ser honradas, y decid al pueblo que no envilezca su patriotismo con el asesinato. Influye tú, Rafa, con tu hermana la otra Zorrera, para que a su vez interceda con ese Pucheta condenado, a ver si el hombre se ablanda, y evita ese crimen de leso Pueblo... Vosotras, zorreras, a quienes debo llamar, para daros más categoría, plumeros, que algo más vale el plumero que el zorro, y si lo dudáis preguntádselo a vuestro padre; vosotras, digo, y tú, Jumos, id hacia abajo en seguimiento de la chusma, y haced una buena obra. Sois lo que sois; pero no malas de mal corazón... creo que me entendéis... El diablo que lleváis dentro vuélvase compasivo, o escóndase para que un ángel se meta en vosotras por un ratito no más. Salvad a esos infelices, y después seguid escandalizando por el mundo; practicad la liviandad pública, hasta que os llegue la hora del arrepentimiento... Idos, dejadnos en paz».

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Risas desvergonzadas provocó en ambas cortesanas del pueblo el agrio sermoncillo de Centurión, endulzado por cariños del cerero, que rasgando toda su boca hasta las orejas, y ahuecándola y haciendo buches con las palabras, decía: «Zorrerita, no te vendas tan cara. Ven mañana y te daré almendras de Alcalá». Presente estaba Ezequiel Paredes, arrimado a su padre, y el pobre chico miraba con encandilados ojos a las dos culebronas, sin expresar horror del infamante oficio de las tales. «Zequilete -dijo la Pepa Jumos acariciando con sus dedos ensortijados la barbilla del mancebo-, ¡qué callado estás!... Ven con nosotras, cara e cielo». De estas confianzas protestó don Gabino cogiendo al chico por un brazo: «No, no; dejadle, que es todavía una criatura. No os entiende...

-Sois libros que el pobrecito no sabe leer -dijo Centurión.

-Deletrea -indicó Sebo jovial-; pero más vale que no pase del a b c. En fin, idos al matadero y no volváis por aquí.

-Lo que sentimos -declaró la Jumos- es no llevarte por delante, para que los fusiles hagan boca con tu cabeza pindonguera». Y la otra: «Con Dios, abuelo y Zequiel... Don Mariano, conservarse... Sebo, no ande hoy por esta calle, no sea que lo derritan».

Diciendo esto la Zorrera, se oyeron tiros lejanos. Don Gabino se santiguó; Centurión soltó un terno; se echaron a la calle despavoridas las del partido, ansiosas de alcanzar   —23→   algo de la función, y Sebo humilló su cabeza y encogió su cuerpo como si quisiese meterse debajo del mostrador. En esto pasaba por la calle tropel de gente con aspecto medroso. Salió Ezequiel a la puerta, y oyó decir: «En la Fuentecilla les han despachado». Oyéndolo, redobló Centurión sus apóstrofes declamatorios, y proclamó la supremacía de los principios sobre las pasiones. Sebo callaba, y como su amigo le propusiera emprender la retirada hacia los barrios del centro, se fue derecho a la trastienda murmurando con ahilada voz: «También yo principios... hombre de principios... hombre de bien... ¿Pero cómo salgo a la calle?... ¡Me ven, se fijan en mí...! Amigo Paredes, escóndame en su casa hasta la noche...». Esto dijo acariciando el sombrero, que en la mano llevaba, e internándose por el pasillo. Tras él, Centurión trataba de aliviarle el miedo: «No hay cuidado, Telesforo... Yendo conmigo, podrá usted salir... Mi persona es la mejor fianza...

-¡Fíese usted de fianzas!... ¿Fianzas contra el pueblo? ¡Ni de la Virgen!... Aquí me quedo».

Retirose don Mariano, dejándole al cuidado de Ezequiel y de Tomás, el encargado de la cerería, pues don Gabino, completamente chocho ya del agobio de sus años, no hacía más que acopiar caramelos para obsequio de toda mujer que entraba en la tienda por cirios, agraciándola con su sonrisa lela, sin distinguir señoras de sirvientas, ni honradas   —24→   de públicas, que para él todo ser con faldas, salvo los curas, era lo mismo. Cuando a don Mariano en la puerta despedía, vieron pasar al General San Miguel, con su séquito de militares y patriotas, a trote largo calle abajo. «A buenas horas, mangas verdes», dijo Centurión; y don Gabino daba toda la cuerda de sonrisa a su boca sin dientes, persignándose como cuando habían oído los tiros. Entraron luego dos señoras, hija y madre, ambas muy guapas, a comprar cerillos y mariposas, y como venían asustadas del tumulto de la calle, no se detuvieron más que el tiempo preciso para su negocio, y tomar los caramelos con que las obsequió baboso y risueño el bueno de don Gabino. Este las despidió enjuagándose la boca con palabras que ellas no entendieron, haciendo la señal de la cruz y besándose los dedos. «Angelote -dijo a Ezequiel apenas se quedaron solos-, ¿cuándo aprenderás a no ser huraño con las señoras? A tu edad yo no las dejaba salir de la tienda sin decirles alguna palabra fina y con aquel... Eres un ganso, y en cuanto ves a una mujer, se te alarga el hocico, te pones colorado y no sabes decir más que mu, mu, como un buey que no ha salido de la dehesa... ¡Y que no son poco lindas la madre y la hija!... No sabría uno con cuál quedarse si le dieran una de las dos... La madre es hija de un señor de Pez que tuvo la contrata de conducción de caudales. Casó con el coronel Villaescusa, que ahora irá para General... Conozco bien a esta   —25→   familia... El coronel y su hermana Mercedes, casada con Leovigildo Rodríguez, son primos carnales de nuestro amigo Centurión, que acaba de salir de aquí... Pues la niña es una flor... ¿no te parece que es una flor?... Se llama Teresita. Ya viste con qué ojos tan tiernos me miraba, y qué cuchufletas tan graciosas me decía, ji, ji, ji... Y tú, grandísimo pavo, te quedaste lelo como un poste cuando la madre te pasó los dedos por la cara y te dijo: «Zequiel, qué guapín eres».




ArribaAbajo- III -

No vuelve a mentar Clío a nuestro buen Centurión hasta la página en que nos cuenta la entrada de Espartero en Madrid, por la Puerta de Alcalá, entre un gentío loco de entusiasmo, que le bendecía, le aclamaba y le llevaba medio en vilo con coche y todo. A pie iba Centurión junto a la rueda trasera, puesta la mano en la plegada capota, dando al viento, con toda la violencia de su voz estentórea, los gloriosos nombres de Luchana, Peñacerrada y Guardamino, emprendiéndola luego con la Libertad, la Soberanía del Pueblo y otras invocaciones infalibles para enardecer a las multitudes. El caudillo de los patriotas, cuando los vaivenes del océano de personas detenían el coche en que navegaba, se ponía en pie, sacaba y esgrimía   —26→   la espada vencedora, y soltando aquella voz tonante, sugestiva, de brutal elocuencia, con que tantas veces arrastró soldados y plebe, lanzaba conceptos de una oquedad retumbante, como los ecos del trueno, con los cuales a la turbamulta enloquecía y la llevaba hasta el delirio... Reaparece luego Centurión cuando Espartero y O'Donnell se dieron el célebre abrazo en el balcón de la casa donde fue a vivir el primero, plazuela del Conde de Miranda. Detrás de los dos Generales invictos se veía, entre otros paniaguados, la imagen escueta de Centurión, derramando de sus ojos la ternura, de sus labios una alegría filial, dando a entender que allí estaba él para defender a su ídolo de cualquier asechanza. Cuenta la Musa que el buen señor se constituyó en mosca de don Baldomero, acosándole sin piedad a todas horas, hasta que su pegajosa insistencia logró del caudillo el anhelado nombramiento en la Obra Pía de Jerusalén.

Daba gusto ver la Gaceta de aquellos días, como risueña matrona, alta de pechos, exuberante de sangre y de leche, repartiendo mercedes, destinos, recompensas, que eran el pan, la honra y la alegría para todos los españoles, o para una parte de tan gran familia. Capitanes generales, dos; Tenientes generales, siete, y por este estilo avances de carrera en todas las jerarquías militares, sin exceptuar a los soldados rasos, aliviados de dos años de servicio. ¡Pues en lo civil no digamos! La Gaceta, con ser tan frescachona   —27→   y de libras, no podía con el gran cuerno de Amaltea que llevaba en sus hombros, del cual iba sacando credenciales y arrojándolas sobre innumerables pretendientes, que se alzaban sobre las puntas de los pies y alargaban los brazos para alcanzar más pronto la felicidad. La Gaceta reía, reía siempre, y a todos consolaba, orgullosa de su papel de Providencia en aquella venturosa ocasión. Y no era menor su gozo cuando prometía bienaventuranzas sin fin para el país en general, anunciando proyectos, y enseñando las longanizas con que debían ser atados los perros en los años futuros. La Gaceta tenía rasgos de locura en su semblante iluminado por un gozo parecido a la embriaguez. Diríase que había bebido más de la cuenta en los festines revolucionarios, o que padecía el delirio de grandezas, dolencia muy extendida en los pueblos dados al ensueño, y que fácilmente se transmite de las almas a las letras de molde.

Era de ver en aquella temporadita el súbito nacimiento de innumerables personas a la vida elegante o del bien vestir. Se dice que nacían, porque al mudar de la noche a la mañana sus levitas astrosas y sus anticuados pantalones por prendas nuevecitas, creyérase que salían de la nada. La ropa cambiaba los seres, y resultaba que eran tan nuevos como las vestiduras los hombres vestidos. El cesante soltaba sus andrajos, y mientras hacían negocio los sastres y sombreros, acopiaban los mercaderes del Rastro   —28→   género viejo en mediano uso. Y a su vez, pasaban otros de empleados a cesantes por ley de turno revolucionario, que no pacífico. Alguna vez había de tocar el ayuno a los orgullosos moderados, aunque fuera menester arrancarles de las mesas con cuchillo, como a las lapas de la roca.

El observador indiferente a estas mudanzas entreteníase viendo pasar regocijados seres desde la región obscura a la luminosa, entonando canciones anacreónticas o epitalámicas, y sombras que iban silenciosas desde la claridad a las tinieblas. Al gran Sebo le veíamos salir de su casa después de comer, bien apañadito de ropa, llevando entre dos dedos de la mano derecha un puro escogido de cuatro cuartos, que fumaba despacio, procurando que no se le cayera la ceniza, y a su oficina de Gobernación se encaminaba, saludando con benévola gravedad a los amigos que le salían al paso. Poco trecho recorría Centurión desde su casa de la calle de los Autores hasta Palacio, bajando por la Almudena y atravesando el arco de la Armería, sin encontrar amigos o comilitones que en tan desamparado lugar le saliesen al encuentro para pedirle noticias de la cosa pública. Mejor era así, pues se había impuesto absoluta discreción... Atento a la dignidad más que a vanas pompas, limitose, en la cuestión indumentaria, a lo preciso y estrictamente decoroso, y pensó en mejorar de vivienda, cambiando el mísero cuarto de la Cava de San Miguel por una holgada habitación   —29→   en la calle de los Autores, casa vieja, pero de anchura y espacio alegre, con vista espléndida al Campo del Moro. Allí se instaló por gusto suyo y principalmente por el de su mujer, que como andaluza hipaba por las casas grandes bañadas de aire y luz. El primer cuidado de la mudanza fue la conducción de tiestos. Los dos balcones de la Cava de San Miguel remedaban los pensiles de Babilonia; diversidad de plantas en macetas, cajones y pucheros, entretenían a doña Celia, que tal era el nombre de la señora, ocupándole horas de la mañana y de la tarde en diversas faenas de jardinería y horticultura. Los cuatro balcones de la calle de los Autores, abiertos al Oeste, dieron amplitud y mayor campo a su dulce manía, y lanzándose a la arboricultura, con el primer dinero que le dio Centurión para estos esparcimientos compró una higuera, un aromo y un manzano, que con la arbustería formaban, a las horas de calor, una deliciosa espesura de regalada sombra.

En su nueva casa, visitado de pocos y buenos amigos, veía Centurión pasar la Historia, no sin tropiezos y vaivenes en su marcha, a veces precipitada, a veces lenta; vio la salida de la Reina Cristina, de tapujo, pues los demagogos querían, si no matarla, darle una pita horrorosa, homenaje a su impopularidad; vio cómo se establecía la Milicia Nacional, de lo que sacaron fabulosas ganancias los fabricantes y almacenistas de paños por la enorme confección de   —30→   uniformes; vio y leyó el Manifiesto que hubo de largar Cristina desde Portugal, quejándose de que la Nación la había tratado como a una mala suegra, y augurando calamidades sin fin; vio entrar en España huésped tan molesto como el cólera morbo; asistió a la apertura de las nuevas Cortes, que eran, para no perder la costumbre, Constituyentes y todo; vio a Pacheco salir del Ministerio de Estado, sustituyéndole don Claudio Antón de Luzuriaga, lo que no le supo mal, por ser este un buen amigo que le estimaba de veras; y lamentó, en fin, los motines con que el loco año 54 se despedía, desórdenes provocados en unos pueblos por la inquieta Milicia, en otros por ella reprimidos.

A medida que prosperaban los árboles en los balcones de doña Celia, Centurión se iba sintiendo más inclinado al orden, y más deseoso de la estabilidad política, tomando en esto ejemplo del reino vegetal y de la Madre Naturaleza, que con lenta obra arraiga las plantas, protege la savia y asegura flores y frutos. La moderación se posesionaba de su alma, y garantida por el empleo la vida física, se sentía lleno de la dulce y fácil paciencia, que es la virtud de los hartos. Quería que todos los españoles fuesen lo mismo, y renegaba de los motines, no viendo en ellos más que una insana comezón, conatos de nacional suicidio. ¡Cuánto mejor y más práctico que estuviéramos tranquilos los españoles, disfrutando de las libertades conquistadas, y esperando en calma la Constitución   —31→   nueva que iban a darnos los conspicuos!... Pensando en esto todo el día, por las noches solía tener el hombre pesadillas angustiosas; soñaba que Espartero y O'Donnell se tiraban al fin los trastos a la cabeza, como decían los profetas callejeros, y venía el temido rompimiento. Con imaginario peso sobre el buche y tórax, don Mariano no podía respirar. Era una barra de plomo, y la barra de plomo era la espada de Lucena, vencedora de la de Luchana. O'Donnell triunfante reía como un diablo de los infiernos irlandeses, con glacial cinismo, entreteniéndose en limpiar los comederos de todos los esparteristas habidos y por haber. Despertaba el hombre sobresaltado, clamando: «¡Ay, que me ahogo!... ¡Quítate... O'Donnell!...». Y aun despierto persistía la sensación de horrible pesadumbre sobre el pecho. A los gritos del buen señor se despabilaba doña Celia, y sacudiendo a su esposo por el brazo de este que tenía más próximo, le decía: «Mariano, ¿qué es eso?... ¿El dolor en el vacío... la opresión en el pecho?

-Sí, mujer... es este O'Donnell...

-¿Qué O'Donnell?

-La opresión, hija. La llamo así porque... ya te lo expliqué la otra noche... Dame friegas... aquí... la opresión se me va pasando, pero el miedo no... Veo la gran calamidad del Reino, el rifirrafe entre estos dos caballeros. El uno tira para la Libertad, el otro para el Orden... Adiós, revolución bendita; adiós, principios; adiós, España... Y todo   —32→   para que vuelva el perro moderantismo... el atizador de estas discordias... por la cuenta que le tiene... Vaya, no friegues más. Duérmete, pobrecilla.

-Cuando me despertaron tus ayes -dijo doña Celia requiriendo el rebozo-, soñaba yo que uno de mis jacintos echaba un tallo muy largo, muy largo...

-¡Muy largo! -murmuró don Mariano cerrando los ojos y arrugando su faz-. Ese largo es O'Donnell.

-¿Sueñas otra vez?

-No sueño... pienso.

-No pienses... Oye, Mariano: treinta y dos capullos tiene mi rosal pitiminí... y ya han echado la primera flor los ranúnculos de Irlanda.

-¡Irlanda... O'Donnell!

-¿Qué tiene que ver?... Duerme... yo también... Me levantaré temprano para limpiar los rosales, sembrar más extrañas, y recortar el garzoto blanco.

-Blanco es O'Donnell... el hombre blanco y frío... Duerme, Celia. Yo no puedo dormir... Pronto amanece. Oigo cantar gallos... su grito dice: «¡O'Donnell!...».




ArribaAbajo- IV -

Modesto y sencillo en sus costumbres, Centurión recibía en su casa, las más de las noches, a familias amigas, unidas algunas   —33→   con lazos de parentesco a doña Celia o a don Mariano. Eran personas de trato corriente, de posición holgada y obscura dentro de los escalafones burocráticos. Con gente de alto viso se trataban poco, no siendo en visitas de etiqueta, y aunque sus relaciones habían llegado a ser extensas en el curso del 54 al 55, no cultivaban más que las de cordial intimidad o las de parentesco. Asiduos eran el comandante Nicasio Pulpis y su mujer Rosita Palomo, sobrina de doña Celia; Leovigildo Rodríguez, con su esposa Mercedes, hermana del Coronel Villaescusa, primo de Centurión, y María Luisa Milagro de Cavallieri, hermana de la Marquesa de Villares de Tajo (Eufrasia). También frecuentaban la tertulia el comandante don Baldomero Galán y su señora, doña Salomé Ulibarri (Saloma la Navarra); Paco Bringas, compañero de Centurión en la oficina de Obra Pía; don Segundo Cuadrado y don Aniceto Navascués, empleados en Hacienda. De personas con título, no iba más que la Marquesa de San Blas, camarista jubilada, y de personas pudientes, las culminantes en aquella modesta sociedad eran don Gregorio Fajardo y su esposa Segismunda Rodríguez, que del 48 al 54 habían engrosado fabulosamente su fortuna. La Coronela Villaescusa y su linda hija Teresa, tenían rachas de puntualidad o abstención en la tertulia. Durante un mes iban todas las noches, y luego estaban seis o siete semanas sin aportar por allí. Razón le sobraba a doña   —34→   Celia, que calificó de alocadas o locas de remate a la madre y la hija.

Redichas y despabiladas eran María Luisa del Milagro, Rosita Palomo y la vetusta y mal retocada Marquesa de San Blas; espléndida y maciza hermosura bien conservada en sus cuarenta años, tarda en el hablar y muy limitada en sus ideas, era Salomé Ulibarri de Galán; despuntaba Segismunda por su tiesura y por el tono que se daba, no perdiendo ocasión de aludir incidental y discretamente a sus improvisadas riquezas. Más de una noche, cuando traía la actualidad asunto político, digno de ser tratado por todos los españoles que entendían de estas cosas, los caballeros, dejando a las señoras que a sus anchas picotearan sobre modas o sobre lo caro que estaba todo en la plaza, se agrupaban en un rincón de la sala. Era este como abreviatura del Congreso, donde todo problema se ventilaba, entendiendo por ventilación que saliesen al aire opiniones poco diversas en el fondo, y que aleteando estuviesen entre bocas y oídos, volviendo al fin cada opinión a su palomar. Tratose allí por todo lo alto y todo lo bajo el gravísimo asunto de la Desamortización Civil y Eclesiástica, votada por las Cortes en Abril. ¿Por qué se obstinaba la Reina en no dar su sanción a esta ley? Desdichado papel hacían O'Donnell y Espartero cabalgando un día y otro en el tren de Aranjuez, con la Ley en la cartera, y volviéndose a Madrid cacareando y sin firma. Leovigildo Rodríguez y Aniceto   —35→   Navascués no se mordían la lengua para sacar a la vergüenza pública, con sátira cruel, las cosas de Palacio. A la colada salieron el Nuncio, Sor Patrocinio, y clérigos palaciegos o gentiles hombres aclerigados.

Por aquellos días, empeñado el Gobierno en que Su Majestad sancionara la ley, y obstinada Isabel en negar su firma, vieron los españoles una prodigiosa intervención del cielo en nuestra política. Fue que un venerado Cristo que recibía culto en una de las más importantes iglesias del Reino, se afligió grandemente de que los pícaros gobernantes quisieran vender los bienes de Mano Muerta. Del gran sofoco y amargura que a Nuestro Señor causaban aquellas impiedades, rompió su divino cuerpo en sudor copioso de sangre. Aquí del asombro y pánico de toda la beatería de ambos sexos, que vio en el milagro sudorífico una tremenda conminación. ¡Lucidos estaban Espartero y O'Donnell y los que a entrambos ayudaron! ¡Vaya, que traernos una Revolución, y prometer con ella mayor cultura, libertades, bienestar y progresos, para salir luego con que sudaban los Cristos! La vergüenza sí que debió de encender los rostros de O'Donnell y Espartero, hasta brotar la sangre por los poros. Por débiles y majagranzas que fuesen nuestros caudillos políticos, incapaces de poner a un mismo temple la voluntad y las ideas, la ignominia era en aquel caso tan grande, que hubieron de acordarse de su condición de hombres y de la confianza que   —36→   había puesto en ellos un país tratado casi siempre como manada de carneros. El de Luchana y el de Lucena se apretaron un poco los pantalones. Y la Reina firmó, y Sor Patrocinio y unos cuantos capellanes y palaciegos salieron desterrados, con viento fresco; al buen Cristo se le curaron, por mano de santo, la fuerte calentura y angustiosos sudores que sufría, y no volvió a padecer tan molesto achaque.

Siempre que de este y otros asuntos semejantes se trataba en la tertulia de Centurión, decía este que el mayor flaco de nuestros caudillos era que no se atacaban bien los pantalones, y solían andar por el Gobierno y por las salas palatinas sin la necesaria tirantez del cinturón que ciñe aquella prenda de vestir. Hombres que en los campos de batalla se cinchaban hasta reventar, y arrostraban impávidos los mayores peligros con los calzones bien puestos, en cuanto se ponían a gobernar, aflojábanse de cintura y desmayaban de riñones sólo con ver alguna compungida faz de persona religiosa, llamárase Nuncio o simple monjita seráfica. La vista de un cirio les turbaba, y cualquier exorcismo de varón ultramontano les hacía temblar. Pero, en fin, aquella vez se habían portado bien y merecían alabanzas de todo buen español. Conservárales Dios en tan buen temple de voluntad y con los pantalones bien sujetos.

Cuando desmayaban los temas políticos de actualidad, pasaban el rato los amigos de   —37→   Centurión entreteniditos con los burocráticos temas: se trabajaba de firme en tal oficina; el jefe de la otra era un vago que permitía hacer a cada cual lo que le viniera en gana. En Rentas Estancadas les había tocado un Director que era una fiera; la Caja de Depósitos disfruta cinco días de estero y desestero, y el Director obsequiaba con dulces a los empleados el día del santo de la señora y de las niñas... Luego invertían largo tiempo en designar sueldos efectivos o sueldos probables, y la conversación era un tejido de frases como estas: «El trabajo que me ha costado llegar a doce mil, sólo Dios lo sabe...». «Heme aquí estancado en los catorce mil, y ya tenemos a Mínguez, con sus manos lavadas, digo, sucias, encaramado en veinte mil...». «Vean ustedes a Pepito Iznardi, con el cascarón pegado todavía en semejante parte, disfrutando ya sus diez mil, que yo no pude obtener hasta pasados los treinta años...». «Madoz me ha dado palabra solemne de que tendré pronto diez y ocho mil...». «Pues yo, si entra en Hacienda, como parece, mi amigo don Juan Bruil, los veinte mil no hay quien me los quite».

El ser empleado, aun con sueldos tan para poco, creaba posición: los favorecidos por aquel Comunismo en forma burocrática, especie de imitación de la Providencia, eran, en su mayoría, personas bien educadas que, por espíritu de clase y por tradicional costumbre, vestían bien, gozaban de general estimación, y alternaban con los ricos por su   —38→   casa. Fácilmente podían procurarse una o más novias los chicos que lograban pescar credencial de ocho mil en sus floridos años, y se consideraba buen partido casar a la hija predilecta con un mozo de catorce mil, que gastaba guantes, y cubría su cabeza, bien peinada, con enorme canoa de fieltro. Llegaba a una ciudad de corto vecindario un caballerete con destino de ocho mil en Administración Subalterna, y sólo con presentarse, volvía locas a todas las señoritas de la población. En tropel se asomaban a las ventanas para verle pasar, y fácilmente introducido en las mejores casas, tomaba el papel de lion irresistible, a poco desenfado y cháchara que gastase. Vestía bien, usaba guantes, y un sombrero de copa que eclipsaba con su brillo a todos los del pueblo. En este, que era de los de pesca, se daba un tono inaudito: de Madrid contaba maravillas y rarezas que embobaban a sus oyentes; en la Corte tenía innumerables relaciones; conocía marquesas, camaristas, actores célebres, caballerizos y gentiles hombres de Palacio... Era sobrino de un tío que cobraba cuarenta mil. Todo esto y su agradable figurilla bastaban para que se le estimase, y para que su alianza con cualquier familia de la localidad se considerara como una bendición.

Tales desproporciones entre la pobreza y el falso brillo de una posición burocrática, componían el tejido fundamental de aquella sociedad. Jóvenes existían que cautivaban con su fino trato y el relumbrón de una superficial   —39→   cultura, y, no obstante, ganaban menos dinero que un limpia-botas de la calle de Sevilla. Pelagatos mil existían, bien apañados de ropa y modales, que se alimentaban tan mal como los aguadores; pero no tenían ahorrillos que llevar a su tierra. Verdad que también había gran desproporción entre la prestancia social de muchos y su valer intelectual. Licenciados en Derecho, con ocho o diez mil reales, que entendían algo de literatura corriente, y poseían la fácil ciencia política que está en boca de todo el mundo, ignoraban la situación del istmo de Suez, y por qué caminos van las aguas del Manzanares a Lisboa... De lo que sí estaban bien enterados todos los españoles de levita, y muchos de chaqueta, era de la guerra de Oriente, o de Sebastopol, como ordinariamente se la nombraba. Los caballeros ilustrados, las señoras y señoritas, hasta las chiquillas, hablaban de la torre de Malakoff con familiar llaneza. El Malakoff y los offes, los owskys y los witches de las terminaciones rusas servían para dar mayor picante a los conceptos y giros burlescos. Ejemplo: «¿Qué pasa, amigo Centurionowsky, para que esté usted tan triste? ¿Se confirman los temores de que Leopoldowitch le juegue la mala partida al gran Baldomeroff?».

En el círculo de señoras, solía dar doña Celia conferencias sobre el cultivo de plantas de balcón, en que era consumada profesora; y cuando no había en la tertulia solteras   —40→   inocentes, o que lo parecían, las casadas machuchas y las viudas curtidas tiraban de tijeras, y cortaban y rajaban de lo lindo en las reputaciones de damas de alta clase, pasando revista a los líos y trapicheos que habían venido a corromper la sociedad. ¡Bonita moral teníamos, y cómo andaban la familia y la religión! La sal de estos paliques era el designar por sus nombres a tantas pecadoras aristocráticas, y hacer de sus debilidades una cruel estadística. Véase la muestra: «La Villaverdeja está con Pepe Armada; la Sonseca con el chico mayor de Gravelina; a pares, o por docenas, tiene sus líos la de Campofresco; la Cardeña habla con Manolo Montiel, y con Jacinto Pulgar la de Tordesillas...». Poniendo su vasta erudición en esta crónica del escándalo la veterana Marquesa de San Blas, el seco rostro se le iluminaba debajo de la pintura que lo cubría. Ella sabía más que sus oyentes; conocía todo el personal, y no había liviandad ni capricho que se le escapase... Muchas le revelaban sus secretos, y los de otras, ella los descubría con sólo husmear el ambiente. Óiganla: «Ya riñó la Navalcarazo con Jacinto Uclés; ahora está con Pepe Armada: se lo quitó a la Villaverdeja, que se ha vengado contando las historias de la Navalcarazo y enseñando cartas de ella que se procuró no sabemos cómo. La Belvis de la Jara, que presumía de virtud, anda en enredos con el más joven de los coroneles, Mariano Castañar, y la Monteorgaz se consuela de la muerte   —41→   del chico de Yébenes, entendiéndose con Guillermo Aransis. La aristocracia de nuevo cuño no quiere quedarse atrás en este juego, y ahí tienen ustedes a la Villares de Tajo aproximándose a ese andaluz pomposo, Álvarez Guisando...». Y por aquí seguía. Las honradas señoras pobres, o poco menos, que se cebaban con voraces picos en esta comidilla, no maldecían la inmoralidad sin poner en su reprobación algo de indulgencia, atribuyendo al buen vivir tales desvaríos. En la estrechez de su criterio, creían que la mayor desgracia de las altas pecadoras era el ser ricas. Doña Celia resumía diciendo: «Véase lo que trae tener tanto barro a mano, y criarse en la abundancia, madre de la ociosidad y abuela de los vicios».

Por la mente de Centurión pasaban, sin alterar la normalidad de su existencia, los sucesos que habían de ser históricos. Casi en los días en que el Cristo sudaba, murió en Trieste don Carlos María Isidro; mas con la muerte del santón del carlismo, no murió su causa: en Cataluña y el Maestrazgo aparecieron las tan acreditadas partidas, y casi tanto como de rusos y turcos, se habló de Tristany, Boquica y Comas... Sin que ningún Cristo sudara, se retiró el Nuncio, y las relaciones con el Vaticano quedaron rotas. El verano arrojó sus ardores sobre la política. Una calurosa mañana de Julio, hallándose doña Celia en la dulce faena de regar sus tiestos y limpiar las plantas, entró don Segundo Cuadrado con la noticia de que habían   —42→   estallado escandalosos motines en Cataluña y Valladolid, y de que O'Donnell, al saberlo, se tiró de los pelos y maldijo a la Milicia Nacional como raíz y fundamento de la brutal anarquía. Don Mariano, que en mangas de camisa se paseaba por la habitación, dijo pestes del irlandés, y le acusó de estar confabulado con los eternos enemigos de la Libertad, para producir alborotos y desacreditar la Revolución. «Maquiavelismo, puro Maquiavelismo, querido Cuadrado. Ese hombre frío nos perderá. Acuérdese usted de lo que anuncio...». Se puso a temblar, y daba diente con diente, como si le atacara pulmonía fulminante. Trájole su mujer un chaquetón, que él endilgó presuroso, diciendo: «En medio de un ambiente abrasador, yo tirito... ¡Oh frío inmenso! Es O'Donnell que pasa».




ArribaAbajo- V -

Linda era como un ángel Teresita Villaescusa, como un ángel a quien Dios permitiese abandonar la solemne seriedad del Cielo, adoptando el reír humano. Porque, según los doctores en belleza, la de Teresita Villaescusa no habría sido tan completa sin aquel soberano don de sonrisa y risa que le iluminaba el rostro y le descubría el alma. A todos encantaba su gracia ingenua, y la amistad y el amor se le rendían. La tez de   —43→   un blanco alabastrino, el cabello castaño, los ojos negros: ¿verdad que no pudo idear combinación más bonita el Supremo Autor de toda hermosura? Pues espérense un poco, y verán qué obra maestra. Hizo el cuerpo de proporciones discretas, ni largo ni corto; el talle esbelto, los andares graciosos, el pecho lozano. Y decían admiradores de Teresa que se había esmerado en la dentadura, haciéndola tan bella y nítida como la de los ángeles, que ni ríen ni comen. La inocente niña, que en sociedad era el hechizo de cuantos la trataban, en la intimidad doméstica se encerraba, según decía su madre Manolita Pez, en una gravedad taciturna, con tendencias a la melancolía. Educada en completa libertad de lecturas, Teresa devoraba cuantos libros caían en sus manos, novelas sentimentales o de enredo, obras picarescas, y hasta tratados ascéticos y místicos. A los diez y ocho años gustaba menos del teatro que de la iglesia, y se dejaba llevar de sus tías, las señoras de Pez, a novenas y triduos. Daba cuenta de los ritos y solemnidades eclesiásticas a que asistía, bien compuesta y acicalada con sencilla elegancia, pues el gusto de arreglarse bien era otro de los dones con que quiso agraciarla el Soberano Fabricante de toda belleza. Su apacible dulzura y su querencia de lo espiritual, y aun su pulcritud modesta, daban motivo a que la madre dijese: «Esta hija mía acabará por ser monja». Confirmábala en tal creencia el tesón con que Teresita, después de sonreír y reír con   —44→   cuantos muchachos se le acercaban, no entraba con ninguno. Admitía bromas galantes; pero en cuanto le hablaban de relaciones y de noviazgo, se metía en la concha de su seriedad, y desaparecían de la vista de sus admiradores los maravillosos dientes.

El coronel don Andrés de Villaescusa, excelente militar, era hombre poco doméstico. Pesábale el techo de su casa; ardía el suelo bajo sus pies: las altas horas de la noche le encontraban en tertulias de cafés o casinos. Liberal en política, lo era más aún con su mujer, a quien dejaba en la plenitud de los derechos, sin ningún rigor en los deberes. Las pasiones que al Coronel dominaban eran los caballos, el juego y el continuo disputar en casinos, cafés y tertulias de hombres, llevando siempre la contraria, embistiendo con impetuosa dialéctica los problemas más difíciles. Menos sus obligaciones militares, todo lo dejaba por hablar, y discutir, y defender las opiniones más apartadas del sentir general: era la eterna oposición. En estos placeres de la charla maniática, contrariábale un crónico padecimiento del estómago, que de tiempo en tiempo con violencia le acometía, haciéndole atrabiliario y por demás impertinente. Se dejaba cuidar por su esposa en la crudeza de los accesos; pero cuando estos pasaban, volvía estúpidamente al vivir desordenado, toda la noche en febriles disputas, comiendo mal y a deshora, renegando del Verbo. De su matrimonio con Manolita Pez no tuvo más sucesión que Teresa.   —45→   De niña la mimaba. Viéndola mujer, no pensó más que en librarse del cuidado que exige la doncellez, casando pronto a la chica, que para eso nacen las hembras. «No andemos con remilgos -decía-. Es locura esperar a que le salgan marqueses, banqueros o accionistas de minas. El primer teniente que pase, o el primer oficinista con diez mil, se la lleva, y a vivir». A risa tomaba lo del monjío, y pensaba que las tristezas de su hija en casa no eran más que ganas de novio, y cavilación en las dificultades para encontrarle bueno.

A fines del 55, en la tertulia de Centurión, le salió a Teresa un novio, que parecía del agrado de ella. Era un teniente muy simpático, de la familia de Ruiz Ochoa. Pero los sangrientos desórdenes de Valladolid interrumpieron el tanteo de amor, porque el joven oficial salió de la Corte con las tropas destinadas a contener aquel movimiento. Teresa, con fría inconstancia, aceptó los obsequios de otro, Rafaelito Bueno de Guzmán, de familia bien acomodada; pero a los tres meses de telégrafos en el balcón y de cartitas, fue despedido el jovenzuelo, y suplantado por un estudiante de Caminos que sabía sinfín de matemáticas y hablaba el francés con perfección. Al matemático sucedió un poeta; al poeta, un chico del comercio alto, Trujillo y Arnaiz; a este, un médico novel, y un pintor, y un hijo del Marqués de Tellería, y un sobrino del contratista de la Plaza de Toros, con poca bambolla y muchos   —46→   cuartos, y un joven filósofo medio cegato, y otro, y otro, en cáfila interminable, peregrinación de criaturas hacia el Limbo.

Rodaba el Tiempo, rodaba la Historia, sin que Teresita encontrase novio de que ahorcarse. Quería, sin duda, que el árbol fuese muy alto, o no había tejido aún cuerda bastante sólida para el caso. Radiante de belleza, y dislocando a cuantos la veían y más aún a los que la trataban, entró la señorita en los veinte años. La Historia, en aquellos días fecundos, traía hoy una novedad, mañana otra, menudencias del vivir público que anunciaban sucesos grandes. Ausente el coronel Villaescusa, que operaba en Andalucía contra milicianos desmandados, y contra otros que se apodaban Republicanos o Socialistas; desentendida Mercedes de su hermano, Centurión y doña Celia eran los encargados de recordar a la niña la obligación de decidirse pronto. Ya se iba haciendo célebre por la descarada seducción con que al paso de los novios los enganchaba, así como por la fría displicencia con que los despedía. Esta conducta de Teresa, que se interpretaba de muy distintos modos, era causa de que se retrajeran muchos candidatos que venían con el mejor de los fines, y de que otros, desairados a las primeras de cambio, hablaran pestes de ella y de su madre y de toda la familia.

Manolita Pez, la verdad sea dicha, no se cuidaba de dar a su hija ejemplo de seriedad ni de constancia, y en su frívola cabeza no   —47→   dejaban las ligerezas propias espacio para los sanos pensamientos que debía consagrar a la guía y dirección de la desconcertada joven. Doña Celia prestaba más atención a sus tiestos que al cultivo de su parentela, y don Mariano, sobresaltado noche y día por el mal sesgo que iba tomando la cosa pública, no tenía tranquilidad para poner mano en aquel negocio de familia. «Déjalas, Celia -decía-, que harto tengo yo que pensar en las cosas del procomún, y en las desdichas que vienen sobre esta pobre patria nuestra. Si la madre es loca y la hija necia, y ninguna de las dos sabe hacerse cargo de las realidades de la vida, ¿qué adelantaremos con meternos a consejeros y redentores? Arréglense como quieran, y que se las lleven los demonios».

Tomaba las cosas el buen señor muy a pechos y era su impresionabilidad demasiado viva. Lo que debía disgustarle, le causaba hondísima pena; lo que para otro sería molestia o desagrado, para él era una desgracia, y su ánimo turbado convertía las ondulaciones del terreno en montes infranqueables. Detestaba el papel satírico llamado El Padre Cobos, considerándolo como la más fea manifestación de la desvergüenza pública. Se había impuesto la obligación de no leerlo nunca, y fielmente la cumplía. Pero no faltaba un amigo indiscreto y maleante que en la oficina o en el café le recitase alguna cruel indirecta del maligno fraile, o graciosas coplas y chistes sangrientos,   —48→   todo ello sin otro fin que denigrar al vencedor de Luchana y pisotear su figura prestigiosa. Ponía sus gritos en el cielo don Mariano, y tomaba entre ojos para siempre al amigo que tales bromas se permitía. No era buen español quien se recreaba con el veneno de aquel semanario y con la suciedad asquerosa de sus burlas. Leer públicamente El Padre Cobos era hacer cínico alarde de moderantismo; llevarlo en el bolsillo, de ocultis, para leerlo a solas, era hipocresía y traición cobarde, indigna de los hombres del Progreso.

Los desmanes de la plebe en ciudades de Castilla, sacaban a don Mariano de quicio. En todo ello veía la oculta mano de la reacción moviendo los títeres demagógicos y comunistas. ¿Qué se quería? Pues sencillamente, desacreditar el régimen liberal, y presentarnos a Espartero como incapaz de gobernar pacíficamente a la Nación. Los retrógrados de todos los matices, y los facciosos y clérigos, andaban en este fregado, y, para engañar al pueblo y arrastrarlo a los motines, alzaban maquiavélicamente la bandera de La carestía del pan... ¡Farsantes, politicastros de tahona, y entendimientos sin levadura! ¡Qué tendrá que ver la hogaza con los principios!... «Pero, Señor -decía-, si tenemos Cortes legalmente convocadas, que sin levantar mano se ocupan en darnos una Constitución nueva, pues las viejas ya no sirven, ¿por qué no esperamos a que esa nueva Constitución se remate, se sancione   —49→   y promulgue, para ver cuán lindamente nos asegura, a clavo pasado, los principios de Libertad, resolviendo para siempre la cuestión del pan y del queso, y de los garbanzos de Dios?».

En el café de Platerías se reunían a media tarde, después de la oficina, media docena de progresistones chapados y claveteados, como las históricas arcas que en los pueblos guardan las viejas ejecutorias y los desusados trajes. Alzaba el gallo en la reunión el buen don Mariano, como el orador más autorizado y sesudo. Había que oírle: «Hasta los ciegos ven ya las intenciones de O'Donnell. Con sus intrigas, ese irlandés maldito nos pone al borde del abismo... ¿Qué creerán que ha inventado el tío para dar al traste con el Progreso? Pues esa gaita del justo medio, y de que se vaya formando un nuevo partido con gente de la Libertad y gente de la Reacción... o lo que es lo mismo, que seamos progresistas retrógrados, o despóticos avanzados... ¡Vaya un pisto, señores! ¿Saben ustedes de algún cangrejo que ande hacia adelante, o de lebreles que corran hacia atrás...? ¿Quieren decirme qué significa el habernos metido en el Ministerio a ese jovencito burgalés? El tal es un modelo vivo de lo que, según O'Donnell, han de ser los hombres futuros: hombres con un pie en el Retroceso y otro en el Adelanto. No le niego yo el talento a ese Alonsito Martínez, o Manolito Alonso, que a estas horas no sé bien su nombre... pero lo   —50→   que digo: ¿tan escaso anda el Partido de hombres graves y experimentados, que sea preciso echar mano de criaturas recién salidas de la Universidad para que nos gobiernen?».

Y otra tarde: «¡Cómo se va realizando todo lo que dije! Ya ven ustedes: el Olózaga nos va saliendo grilla, y aunque parece que tira contra O'Donnell, tira contra el Duque. Uno y otro estorban a su ambición sin límites... ¿Y qué me dicen del Ríos Rosas, ese a quien ha dejado tan mal sabor de boca el deslucido papel que hizo en el Ministerio metralla? Cuidado que el hombre tiene bilis y malas pulgas. Dicen que es moral; pero yo sostengo que Moralidad y Reacción rabian de verse juntas. Ya sabemos cómo estos señores del escrúpulo acaban tragándose medio País. Ríos Rosas tira contra Espartero y la Libertad desde el campo cangrejil, y desde el campo del democratismo tira Estanislao Figueras... otro que tal... Figueras, Fernando Garrido y Orense quieren llevarnos a la anarquía, con esa maldita república que no admite Trono... ¡Como si pudiera existir la Libertad sin Trono!... En fin, que al Duque le tienen aburrido. Él no dice nada; pero bien se le conoce que está más que harto de este paisanaje, y que el mejor día se nos atufa, lo echa todo a rodar, y adiós Libertad, adiós Trono, adiós Milicia. Despidámonos de los buenos principios, y de la Moralidad...».

Y otras tardes, allá por enero del 56 y   —51→   meses sucesivos: «El nuevo Ministerio no me disgusta, porque sale de Fomento el joven burgalés, y entra en Gobernación Escosura. Observen ustedes que con Escosura, Santa Cruz y Luján tenemos tres progresistas en el Gabinete; pero no son de los puros, pues estos se quedan, por lo visto, para vestir milicianos, digo, imágenes. Ya no es un secreto para nadie que el irlandés se entiende con Palacio para barrernos. En Palacio le dan la escoba... ¿Conque tenemos de Capitán General al general bonito? ¿Y ese modo de señalar qué significa? Bobalicones del Progreso, ¿no habéis reparado que todos los mandos militares están en manos de amiguitos y compinches de O'Donnell? Ros de Olano, Director de Artillería; Hoyos, de Infantería... ¿Qué tal, Escosura? ¿Qué dices? El Duque, como personificación de la lealtad y de la consecuencia, desprecia las personalidades y se atiene a los principios... Espartero es Cristo; O'Donnell, Iscariote... ¿Y Palacio?... Palacio es la Sinagoga».




ArribaAbajo- VI -

Concuerdan todos los historiadores en que fue un día de Febrero del 56 cuando Teresita Villaescusa despidió a su vigésimo sexto novio, Alejandrito Sánchez Botín, joven elegante, con buen empleo en Gracia y   —52→   Justicia, y además medianamente rico por su casa. Tan bellas cualidades no impidieron que Teresa le diese el canuto con la fórmula más despectiva: «Alejandrito, su figura de usted me empalaga, y su elegancia se me sienta en la boca del estómago. Va usted por la calle mirándose en los vidrios de los escaparates para ver cómo le cae la ropa... y cuando no hace esto, hace otra cosa peor, que es mirarse los pies chiquitos que le ha dado Dios, y las botitas bien ajustadas. Ea, ni pintado quiero ver aun hombre que gasta pies más chicos que los míos... ¿Que tiene usted una tía Marquesa, y en La Habana un tío que apalea las onzas?... Bueno: pues déles usted memorias... y que escriban... ¿Que su papá le ha prometido comprarle un caballo, y que cuando lo tenga me paseará la calle, y hará delante de este balcón piruetas muy bonitas? Ándese con cuidado, no se le espante el animal y se apee usted por las orejas, como aquel otro que conmigo hablaba... No le valió ser de Caballería... Créame: no le conviene andar en esos trotes. Usted a patita, pisando hormigas con ese calzado tan mono, o en el coche de su tía la señá Marquesa... Y otra cosa, Alejandrito: ¿de dónde ha sacado usted que es elegante dejarse crecer una uña como esa que usted lleva, larga de una pulgada, y emplear en cuidarla y limpiarla tanto tiempo y tanta paciencia? ¡Bonito papel hace un caballero mirándose en la uña como si fuera un espejo, y acompasando los movimientos de   —53→   la mano para que no se le rompa esa preciosidad!... esa porquería, digo yo, por más que la limpie con potasa y la tenga como el marfil... Por todas estas cosas, me es usted antipático, y si admití sus relaciones fue porque mamá se empeñó en ello, y no me dejaba vivir... Alejandrito por arriba, Alejandrito por abajo, como si fuera Alejandrito la flor de la canela... En fin, diviértase, y cuide bien la uña, que esas cosas tan miradas, y en las que se ponen los cinco sentidos, se rompen cuando menos se piensa... Agur... y no se acuerde más de mí...».

No constan las protestas que debió de hacer el galán de la uña despedido con modos tan expeditos y desusados. Ello es que tomó la puerta, y que Manolita Pez se lió con su hija en furioso altercado por aquella brutal ruptura, que en un instante destruía los risueños cálculos económicos de la egoísta mamá. Entró poco después de la disputa Centurión: iba no más que a preguntar por su primo Villaescusa, que aquellos días había tenido un fuerte y alarmante acceso de su mal en provincia lejana. Manuela le tranquilizó, mostrándole una carta de Andrés de fecha reciente... Hablaron un poco de política, que era el hablar más común en aquel revuelto año, y Teresa, con jovial malicia, se entretuvo en mortificar a su tío con las bromas que más en lo vivo le lastimaban... Cogió de la mesa un número de El Padre Cobos, como si cogiera unas disciplinas, y sin hacer caso del gesto horripilante de Centurión   —54→   y de la airada voz que decía: «¡no quiero, no quiero saber!», leyó esta cruel sátira: «Se conoce a la Moralidad progresista por el ruido de los cencerros... tapados».

-¡Déjame en paz, chiquilla!... Lee para ti esas infamias».

Se tapaba los oídos, retirábase al otro extremo de la sala; pero tras él iba Teresa con el papel enarbolado, y risueña, sin piedad, soltaba esta cuchufleta: «Adoquín y camueso... son la sal y pimienta del Progreso».

-Te digo que calles, o me voy de tu casa... Una señorita bien educada y de principios no debe repetir tales indecencias. Manuela, llama al orden a esta niña loca».

Pero la señora de Villaescusa encontrábase aquel día en una situación de sobresalto y ansiedad que la incapacitaba para el conocimiento de los hechos comunes que a su alrededor ocurrían. Distraída y con el pensamiento lejos de su casa, no decía más que: «Niña, niña, juicio». Pero Teresita no hacía caso de su madre, y acosó a Centurión, que huyendo de ella y del maldito fraile procaz, se había refugiado en el gabinete próximo. La diabólica mozuela repetía, poniéndole música, un dicharacho del periódico: «Muchacho, ¿qué gritan? -¡Viva la libertad!- Pues atranca la puerta». Poco valían tales chistes, que como todos los del famoso papel, con menos sal que malicia, eran desahogo de sectarios, dispuestos a cometer en doble escala los pecados políticos que censuraban. Pero en los oídos de don Mariano   —55→   sonaban a de profundis, y antes muriera que encontrar gracioso lo que en su criterio inflexible era depravado y canallesco. El hombre bufaba, y le faltó poco para poner sus dedos como garras en el blanco pescuezo de la casquivana señorita. Esta volvió a la sala riendo a todo trapo. Su madre, súbitamente asaltada de una idea y propósito que podían ser solución venturosa de la crisis que agobiaba su ánimo, cogió a Teresita por un brazo, y adelgazando la voz todo lo posible, le dijo: «Bribona, me estás poniendo a Mariano en la peor disposición... Yo le necesito cordero, y con tus tonterías está el hombre como los toros huidos... ¡A buena parte voy!... En vez de preparármele y cuadrármele bien, o de entontecerle con finuras y zalamerías, me le has puesto furioso... En fin, quita de aquí ese maldito papelucho; lárgate a tu cuarto, o al comedor, y déjame sola con tu tío... con la fiera... No sé cómo embestirle... no sé cómo atacarle...

¡Infeliz don Mariano! Aquel día se tuvo por el más infortunado de los mortales, dejado de la mano de Dios y maldito de los hombres, porque la niña, azotándole y escarneciéndole con El Padre Cobos, y la lagartona de la madre levantando sobre su cabeza el corvo sable de cortante filo, le corrompieron los humores y le ennegrecieron el alma. ¡Vaya un día que entre las dos le daban! En vez de entrar en aquella casa de maldición, ¿por qué, Señor, por qué no se escondió cien estados bajo tierra? No se cuentan,   —56→   por ser ya cosa sabida, los circunloquios, epifonemas, quiebros de frase, remilgos, pucheros y palmaditas con que Manuela Pez formuló y adornó la penosísima petición de dinero para urgentes, inaplazables atenciones de la familia... A Centurión se le iba un color, y otro se le venía. Suspiraba o daba resoplidos echando de su pecho una fragorosa tempestad... Sintiendo su cráneo partido en dos por el tajante filo, no sabía qué determinar. Acceder era grave caso, porque tres meses antes le saqueó Manolita sin devolverle lo prestado. Negarse en redondo no le pareció bien, porque Andrés, al partir, le había dicho: «Querido Mariano: te ruego que, si fuese menester, atiendas, etcétera... que a mi regreso yo... etcétera...». En tan horrible trance, pensó que amarrado al pilar donde le azotaban, no padeció más nuestro Señor Jesucristo... Por fin, cayó el hombre con mortal espasmo en el consentimiento, bañado el rostro en sudor frío de angustia... No era bastante firme de carácter para la negativa, ni bastante hipócrita para disimular su dolor inmenso ante la catástrofe. Al retirarse diciendo con lúgubre voz volveré con el dinero, parecía un ajusticiado a quien el verdugo manda por el instrumento de suplicio...

Hallábase doña Celia en el gratísimo pasatiempo de arreglar sus vergeles, cuando vio entrar al buen don Mariano con cara de amargura y consternación. «¿Qué tienes, hijo? ¿Ocurre alguna novedad?» le dijo destacándose   —57→   del umbrío follaje para llegarse a él y ponerle sus manos en los hombros. Por no afligir a su bendita esposa, Centurión cultivaba el disimulo y se tragaba sus penas, o las convertía en contrariedades leves. Dejándose caer en el sofá y componiendo el rostro, tranquilizó a la señora con estas apacibles razones: «Nada, mujer: no me ocurre nada de particular... No es más sino que... ese maldito Padre Cobos... Un amigo de estos que no tienen sentido común, ni delicadeza, ni caballerosidad... me enseñó el último número. De nada me valió protestar... Yo bufaba, y él me leía un parrafillo asqueroso donde dicen que los del Progreso somos inmorales, que los del Progreso defraudamos y hacemos chanchullos... Ya ves... ¡Y esto se escribe, esto se propaga por los que...! Me callo, sí, me callo; no quiero incomodarme. Es tontería que me sulfure; tienes razón... Punto en boca; pero antes déjame que repita lo que cien veces dije: de estas burdas infamias tiene la culpa O'Donnell... Él, él es el causante... Bajo cuerda, nuestro maldito irlandés azuza, pellizca el rabo a estos sinvergüenzas, todos ellos moderados y realistas, para que hablen mal de nosotros y pongan al Duque en el disparadero... Es mi tema. ¿Que nos insultan? La lengua de O'Donnell. ¿Que estallan motines? La mano de O'Donnell. ¿Que nos piden dinero y tenemos que darlo? El sable de O'Donnell».

En los días siguientes, cuando arreciaban,   —58→   según Centurión, los manejos del de Lucena para deshacerse de Espartero, y cuando Escosura lucía su galana elocuencia en las Cortes, la Coronela Villaescusa y su hija subieron un grado en el escalafón social, concurriendo a las reuniones íntimas que Valeria Socobio daba los lunes en su linda casa, calle de las Torres. Halláronse Manolita y Teresita en un ambiente de elegancia muy superior al de la humilde tertulia de Centurión; y si por virtud de la llaneza de nuestras costumbres, algunas figuras concurrentes a la morada de la calle de los Autores se dejaban ver en la de Valeria, como la Marquesa de San Blas, Gregorio Fajardo y su mujer Segismunda, también iban allí personas de pelaje muy fino, como Guillermo de Aransis, y otros que irán saliendo. Es lo bueno que tenía y tiene nuestra sociedad: en ella las clases se dislocan, se compenetran, y van prestándose unas a otras sus elementos, y haciendo correr la savia social por las ramas de diferentes árboles que, injertados entre sí, llegan a constituir un árbol solo.

Guapísimas eran Manuela y Teresita, cada una según su tipo y edad; la madre, un Verano espléndido derivando hacia los tonos naranjados de Otoño; la hija, plena Primavera rosada y luminosa. A la vera de ambas iban a buscar sombra y frescura los amadores finos, o los timadores y petardistas de amor. Coqueteaba la mamá con arte exquisito, colocándose al fin en un reducto de   —59→   honradez hipócrita que no engañaba a todos, y Teresilla jugaba al noviazgo con risueña desenvoltura, pasando los galanes de la mano de admitir a la mano de rechazar, como en el juego de Sopla, que vivo te lo doy.

Con franca simpatía se unieron Valeria y Teresita. Comunes eran los secretos de una y otra, todavía de poca importancia y gravedad. Juntas paseaban los más de los días, y juntas iban al mayor recreo de Valeria, que era el recorrido de tiendas, comprando, revolviendo, examinando el género nuevo acabadito de sacar de las cajas llegadas de París. El furor de novedades había producido dos efectos distintos: embellecer la casa de Valeria hasta convertirla en un lindísimo muestrario de muebles y cortinas, y esquilmar el bolsillo de don Serafín del Socobio, hasta que el buen señor y doña Encarnación pronunciaron el terrible non possumus. De aquí resultó que Valeria, por gradación ascendente de su fiebre suntuaria, que atajar quería sin voluntad firme para ello, se fue llenando de deudas, cortas al principio, engrosadas luego, hasta que, creciendo y multiplicándose, la tenían en constante inquietud. Para colmo de desdicha, Rogelio Navascués, en vez de llevar dinero a casa, se gastaba en el Casino toda su paga, y era además insaciable sanguijuela que desangraba horriblemente el bolsillo de la esposa, nutrido por la pensión que daban a esta sus padres. Tales razones y el absoluto enfriamiento del amor que tuvo a su marido,   —60→   labraron en el ánimo de Valeria la idea y el propósito de desembarazarse de tan gran calamidad. No había más que un medio: mandarle a Filipinas, con lo cual ella se veía libre de él, y él cortaba por lo sano la insostenible situación a que le habían llevado sus estúpidos vicios.

Iniciado el proyecto por la esposa, el marido lo encontró de perlas. Quería pasarse por agua, y salir a un mundo nuevo donde no le conocieran. Manos a la obra. Valeria trabajó el asunto con febril actividad en Febrero y Marzo, tecleando las amistades y relaciones de su familia con personajes del Progreso. Moncasi, Sorní, Montesinos, Allende Salazar ofrecían; mas todo quedaba en agua de cerrajas. Dirigiose luego a los amigos de O'Donnell, a Vega Armijo, Ulloa, Corbera, y ello fue mano de santo. No había, no, hombre como O'Donnell: su sombra era benéfica, y en ella encontraban su paz las familias. A principios de Abril recibió Navascués el pase a Filipinas, con ascenso, y no esperó muchos días para ponerse en marcha, porque Valeria, modelo de esposas precavidas, le tenía ya dispuesta toda la ropa que había de llevar: las camisas ligeras como tela de araña, los chalecos de piqué, levitines de crudillo... Todo lo adquirió la dama en las mejores tiendas, y del género superior, por aquello de al enemigo que huye, puente de plata. ¡Qué descansada se quedó la pobre! No podía con su alma de fatiga y ajetreo de arreglarle en tan pocos   —61→   días el copioso surtido de ropa para países tropicales.

Horas después de aquella en que la diligencia de Andalucía se llevó a Rogelio, Valeria dijo a su cordial amiga Teresita: «¡Ay, qué descanso!... Si en España tuviéramos Divorcio, no necesitaríamos tener Filipinas».

Y la otra: «¡Filipinas! Alargar la cadena miles de leguas, ¿no es lo mismo que romperla?».




ArribaAbajo- VII -

Consecuentes en su fraternal amistad, Valeria y Teresita pasaban juntas días enteros, muy a gusto de ambas, y a gusto también de Manolita Pez, que podía campar sin ninguna traba, y espaciar sus antojos por el libre golfo de la vida matritense, poniendo a su niña bajo la custodia de una señora casada de buena conducta, que era lo prevenido por los cánones sociales. Cumplía Manolita con la moral por lo tocante a su hija, y aliviada quedaba con esto su conciencia para poder cargar con los pecadillos propios. Muchos días almorzaba y comía Teresa con su amiga, y algunas noches también allí dormía, por la inocente causa de volver muy tarde del teatro, y no tener persona mayor y de respeto que tan a deshora la llevase a casa de su madre. Al poco tiempo de esta   —62→   intimidad, observó la niña de Villaescusa que las atenciones con que Guillermo de Aransis a la señora de Navascués distinguía, iban perdiendo su colorido platónico. Era Teresita una de estas vírgenes que, por asistir demasiado cerca al batallar de las pasiones, están privadas de toda inocencia: no bien ocurridos los hechos, los comprendía y apreciaba en toda su real gravedad, sin asustarse de cosa alguna. Viendo las visitas de Guillermo a horas desusadas, y las salidas extemporáneas de la dama, se hizo dueña de la verdad. Su confianza con Valeria la llevó a una sinceridad ingenua de enfant terrible, y como quien no hace nada, sin asomos de severidad ni dejo malicioso, interrogó a su amiga sobre tan escabrosos particulares. En su acento vibraba un candor que en su alma no existía. Respondiole Valeria con cierto embarazo, empezando diferentes frases que quedaron sin terminar, y concluyó así: «¿Para qué quieres tú más explicaciones?... Estas cosas no las entienden las solteras...».

Saliendo aquel mismo día las amigas al jaleo de tiendas, vio Teresita con asombro que Valeria pagaba cuentas atrasadas, lanzándose a nuevas compras de telas y faralaes de vestir. Generosa y amable, la dama obsequió a su amiga con un corte de vestido para verano, elegantísimo, de extremada novedad y con el más puro sello parisiense, regalándole de añadidura un canesú y un miriñaque de pita de hilo, última novedad.   —63→   Con sincera gratitud acogió Teresa estos obsequios, y los estimó más porque su madre la tenía bastante desairadita de ropa, con sólo dos trajes nuevos, y uno del año mil, transformado ya tres veces.

No estaba descontenta Teresa en aquellos días, que ya eran de franco Verano, y el conocimiento del enredo de Valeria con Aransis despertaba en ella tanto interés como una novela de las mejores que entonces se escribían. Novela era, viva, de estas que entretienen y no asustan. Personaje de novela le pareció Aransis, guapo, joven, condiciones precisas para la figuración poética, la cual era más grande y sutil por sus maneras exquisitas, y el derroche de dinero que suponían sus trajes, coches y todo el tren de su dorada existencia. Y no fue Guillermo el único personaje novelesco que por entonces mantenía el espíritu de Teresa en continua soñación. Desde los comienzos de Mayo se personaba en los Lunes de Valeria un joven muy guapo, de belleza distinta de la de Aransis, pero no menos atractiva. Era rubio, de azules y dulces ojos, con una barba ideal, de corte y finura semejantes a la de Nuestro Señor Jesucristo, tal como le representan Correggio y Van Dyck. Dominaba en sus pensamientos la melancolía, como en su voz los tonos apacibles. Era extremeño; se llamaba Sixto Cámara. A Teresa cautivó desde el primer día por su conversación fina, por el atrevimiento de sus ideas, y la noble lealtad que   —64→   su trato, como toda su persona, revelaba. Gozosa le veía llegar a la reunión, y con mayor gozo veía preferencia que por ella mostró desde la primera noche, entrando al poco tiempo por la senda florida del galanteo. Creyó Valeria que en aquel noviazgo sería Teresa más perseverante que en los anteriores, y de ello se alegraba; Manuela Pez, en cambio, no parecía gustosa de que su hija se insinuase con el galán de la barba bonita, y así se lo manifestó con razones de peso, la noche de un lunes, al volver a casa rendidas de tanto charlar y de un poquito de bailoteo.

«Mira, Teresa -le dijo-: te he reñido por tu ligereza en admitir y despachar novios, y ahora, que te veo más sentadita, también te riño, porque das en ser consecuente con uno que no te conviene poco ni mucho. Ya debes decidirte, fijándote en aquellos que puedan sacarte de pobre, y reservando tus despachaderas para los barbilindos que no traen nada de substancia. Los tiempos están malos, vendrán otros peores, y como no te cases con un rico, no sé qué va a ser de ti. Despreciaste al que yo te propuse, Alejandrito Sánchez Botín, y ahora te veo entontecida y acaramelada con el don Sixto, del cual me han dicho que con todo su saber, y su hablar modoso, y su vestir elegante, y su barbita, no es más que un triste pelagatos, con lo comido por lo servido, y los pocos reales que saca de algún periódico. ¿Te parece a ti que es buen porvenir   —65→   un papel público y las rentas que pueda dar?... Y hay otra cosa: del don Sixto me han dicho que es demagogo. ¿Sabes lo que es esto? Pues tener ideas disolventes, querer derribar el Trono, y puede que también el Altar, y traernos un Gobierno de anarquía, que es, como quien dice, la gentuza. No, hija mía: apártate de esto, y no te me hagas demagoga, la peor cosa que se puede ser. Figúrate el porvenir de un hombre que jamás desempeñará un destino del Gobierno, porque estos no se dan a tales tipos... No des a demagogos, y si me apuras, ni a progresistas, el sí que te piden, pues harías trato con el hambre y la desnudez. Ten juicio y fíjate en alguno que sea resueltamente del partido de O'Donnell, el hombre que muy pronto ha de coger la sartén por el mango... Con que, fuera el don Sixto, o entretenle hasta que venga el bueno... que vendrá, yo te aseguro que vendrá».

Oyó estas razones y sabios consejos Teresita, fingiendo admitirlos como palabra divina; mas en su interior se propuso hacer su gusto, que en esto iba a parar siempre con maestra de tan poca autoridad como su madre. Al día siguiente la llamó Valeria; fue, charlaron... Tratábase de organizar una temporadita en la Granja, donde se divertirían mucho, si la Coronela daba permiso a Teresa para ir con su amiga. Examinaban las dificultades que para esto podían surgir, y la resistencia que había de oponer Manuela si no la invitaban también a ser de la partida,   —66→   cuando entró Aransis inquieto, y contó que en el Consejo con Su Majestad, aquella mañana, O'Donnell y Escosura habían rifado de una manera solemne y ruidosa. La Reina se decidía por O'Donnell, y Espartero, desairado en la persona del Ministro que representaba su política, había dicho: vámonos. El vámonos, o el yo también me voy del Duque de la Victoria, era una proclama revolucionaria. Si Espartero, apoyado en las Cortes y al frente de la Milicia Nacional, daba a don Leopoldo la batalla, ardería Madrid. Había que desistir del viaje a la Granja mientras no se aclarase el horizonte. No se asustaron la señora y señorita tanto como Guillermo esperaba; antes bien, dijeron que les gustaban las trifulcas, y que si había de venir revolución gorda, viniera de una vez para ver si se quedaban con España los Nacionales, o se quedaba O'Donnell, con su personal de caballeros elegantes, limpios y vestidos a la última moda. Esto era lo más probable y lo más revolucionario, pues la ramplonería y ordinariez debían ser desterradas para siempre de este hidalgo suelo.

Observó Teresa que Aransis no estaba contento, y que las anunciadas revueltas le contrariaban. Sintiendo acaso preferencias por estas o las otras ideas políticas, ¿temía verlas derrotadas en la próxima lucha? Esto no podía ser, pues harto sabían Valeria y Teresita que el ocioso galán, aunque inclinado en su espíritu a las tendencias liberales, era en la práctica un gran escéptico,   —67→   y no se dignaba empadronar su nombre ilustre en el censo progresista ni en el moderado. Las gloriosas espadas no le llevaban tras sí, y con igual indiferencia veía los resplandores de la de Luchana, de la de Lucena o de Torrejón. Sin duda, el endiablado humor de Aransis provenía de algún contratiempo relacionado con la política por extraños engranajes, pero que no era la política misma. Así lo pensaba Valeria; así también Teresa, que, aunque más talentuda que su amiga, érale inferior en el conocimiento del mundo. Ninguna de las dos penetró el arcano. La Historia lo sabe, y lo revelará, pues no sería Historia si no fuese indiscreta.

Guillermo de Aransis, Marqués de Loarre por sucesión directa, Conde de Sámanes y de Perpellá por su parte en la herencia de San Salomó, era un joven de excelentes prendas, corazón bueno, inteligencia viva; prendas ¡ay! que se hallaban en él ahogadas o por lo menos comprimidas debajo del avasallador prurito de elegancia. Resplandor de la belleza es la elegancia, y como tal, no puede negársele la casta divina; pero cuando al puro fin de elegancia se subordina toda la existencia, alma, cuerpo, voluntad, pensamientos, sobreviene una deformación del ser, horrible y lastimosa, aunque, en apariencia, no caiga dentro del espacio de la fealdad. Dotado de atractivos, hermosa figura, palabra fácil y seductora, no vivía más que para agregar a su persona   —68→   todos los ornamentos y toda la exterioridad que había de darle brillo y supremacía evidentes entre los individuos de su clase. Exaltado su amor propio, no reparaba en medios para obtener tal supremacía y hacerla indiscutible; sus trajes habían de ser los más notorios por el sello de la personalidad, siguiendo la moda con el precepto sutil de acatarla sin parecerse a los que ciegamente la seguían. Había de ser lo suyo distinto de lo general, sin disonancia, o con sólo una disonancia que, por muy discreta, llevaba en sí la deseada y siempre perseguida superioridad. Se preciaba, o de inventar algo en el arte de vestir, o de ser el primero que importase de los talleres parisienses las formas nuevas, cuidando de presentarlas modificadas por su gusto propio antes que el uso de los demás las generalizara. En todo esto, para que resultase verdadera elegancia, la naturalidad sin estudio alejaba toda sombra de afectación.

A estos primores del vestir seguían los del andar en coche. Muy santo y muy bueno, legítimo a todas luces, es que no salgan a pie los ricos, y que gasten coche para su comodidad, decoro y recreo; pero que se pasen el día ostentando formas y estilos nuevos de carruajes, guiándolos con más trabajo de cocheros que descanso de señores, es un extremo de vanidad rayano en la tontería. El elegante toma con esto un carácter profesional; siente sobre sí la mirada crítica y exigente del público; ha de divertir antes   —69→   que divertirse; los bonitos caballos de tiro y de silla pregonan su riqueza y buen gusto, y al fin se estima y alaba más la gallardía de sus bestias que la suya propia.

Naturalmente, las vanidades del orden suntuario iban a resumirse y coronarse en la vanidad amorosa. Aransis llegó a creer que uno de los principales fines de la Humanidad era que se prendasen de él todas las mujeres hermosas que en Madrid había. Lo consideraba en ellas como una obligación, y en sí como un cumplimiento de las leyes de su destino. Con todas entraba, alcurniadas y plebeyas, más afortunado tal vez en las zonas altas que en las medias de la sociedad, por venir esta corrupción de arriba para abajo, cosa en verdad que no es nueva en la Historia de los pueblos. Imposible referir todas las proezas de amor con que ilustró su juventud el Marqués de Loarre, y sobre difícil, la estadística sería poco interesante, por carecer estas aventuras, en el prosaico siglo XIX, de la poesía erótica y caballeresca que en edades de más duras costumbres tuvieron. La tolerancia de hecho encubierta con la gazmoñería pública, la flexibilidad moral y el culto frío y de pura fórmula que la virtud recibía, quitaban toda intensidad dramática a las transgresiones de la ley. Salían de los palacios estas historias, sin que al pasar de la realidad a las lenguas, movieran ruidosamente la opinión, ni escandalizaran en grado más alto que el común de los sucesos privados y públicos. Como los pronunciamientos   —70→   y motines, como las revoluciones a tiros o a discursos por ganar el poder, estas inmoralidades del mundo heráldico iban tomando carácter crónico que apenas turbaba la paz de las conciencias amodorradas.

Si en los amoríos de garbosa vanidad, y en otros de pasional demencia, se iba dejando Aransis vellones de su fortuna, el vellón más grande lo perdió con la Marquesa de Monteorgaz, dama en extremo dispendiosa, con menguada riqueza por su casa. Era un zarzal con tantas púas, que el Marqués de Loarre perdió en él toda su lana. Los estados de Sámanes y Perpellá quedaron como si dijéramos desnudos, en fuerza de hipotecas. No era en total la fortuna de Guillermo de las más altas de la grandeza: podía con ella vivir holgada y noblemente, sujetándose a un orden estrecho de administración. Pero con la vida que llevaba quedaría todo el caudal liquidado en media docena de años. Tarde vio el lion el abismo en que había de caer; pero aún podía salvar una parte del haber patrimonial si se plantaba en firme y ponía un freno a sus desórdenes. Sobre esto le habló con cariñosa severidad un día su amigo Beramendi: tan instructivo fue el sermón, exégesis de aquella sociedad y de otras más próximas a la nuestra, que la Historia se dignó traerlo acá y hacerlo suyo.



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ArribaAbajo- VIII -

«Estás arruinado, Guillermo, y sólo trazando una raya muy gorda en tu vida con propósito de cambiar esta radicalmente, podrás salvar lo preciso para vivir con decencia, sin locuras. Dices que aún cuentas con la herencia de tu tío el Marqués de Benavarre, y con ese monte de la sierra de Guara, que denunciado ya como terreno carbonífero, puede ser para ti un monte de oro. No te fíes, Guillermo: tu tío puede cambiar de propósito, si llega a enterarse de los humos que gastas, y en el monte no pongas tus esperanzas: una vez entre mil dejan de salir fallidas las ilusiones de los mineros. Déjate, pues, de montes de oro y de tíos de plata, y hazte cargo de la realidad, y oye bien lo que voy a decirte, que es duro, muy duro, pero saludable. Por algo soy el amigo que más te quiere.

La vida que vienes haciendo del 50 acá es enteramente estúpida; tu conducta es la de un idiota. Imbecilidad pura es tu vida, y así la llamo pensando que todavía no la califico tan severamente como merece. Y voy más allá, Guillermo: sostengo que no hay derecho a vivir así. Se dice que cada cual hace de su dinero, de su tiempo y de su salud lo que quiere; y yo afirmo que eso no   —72→   puede ser. En el dinero, en el tiempo y en la salud de cada persona hay una parte que pertenece al conjunto, y al conjunto no podemos escatimarla... Una parte de nosotros no es nuestra, es de la totalidad, y a la totalidad hay que darla. ¿Qué? ¿te asombras? ¿No entiendes lo que digo? Pues lo repito, y añado que están por hacer las leyes que determinen esa parte de nosotros mismos perteneciente al acervo común, y que ordenen la forma y manera de que los demás, todos, le quiten a cada cual esa partija que indebidamente retiene. Las leyes que faltan se harán: ni tú ni yo lo veremos; pero cree que se harán... Y mientras las leyes vienen, debemos anticipar su cumplimiento con algo que se parezca a la ley nonnata. Tú, Guillermo, eres idiota y criminal, porque gastas todo tu dinero, todo tu tiempo y toda tu salud en no hacer nada que conduzca al bien general. El que no hace nada, absolutamente nada, debe desaparecer, o merece que le tasen los bienes que derrocha sin ventaja suya ni de los demás. Me dirás que yo soy lo mismo que tú, que vivo en grande sin trabajar ni producir cosa alguna. Estás equivocado: yo hago algo, no todo lo que debo; pero con un poquito de acción útil cumplo la ley, y no soy como tú, materia inerte en la Humanidad. Yo gasto parte de las rentas de mi mujer en vivir bien y decorosamente, sin escarnecer con un lujo desfachatado a esta familia española compuesta de pobres en su gran mayoría. Yo no cultivo mis tierras, no   —73→   ejerzo ninguna profesión ni oficio; pero no puede decirse de mí que nada produzco. Yo he producido un hijo, y en criarle y educarle para que sea ilustrado, saludable y hombre de bien, pongo todo mi espíritu y empleo casi todas las horas del día. ¿Qué... te ríes? ¿Te parece poco?

No me interrumpas... déjame seguir. Voy a contar por los dedos... por los dedos no, pues son pocos para tan larga cuenta... Voy a recordarte los crímenes de imbecilidad que has cometido, para que te horrorices: Cubrir de piedras preciosas el seno hiperbólico de la Navalcarazo, que te lo agradeció diciendo, al mes de romper contigo, que eras un niño de la Doctrina Cristiana. Para pagarle a Samper toda aquella quincalla fina, tuviste que hipotecar dos dehesas... a dehesa por pecho. Sigo: no fue menor imbecilidad regalarle a Pepa la Sevillana una casa de tres pisos en la calle de Belén. Habrías cumplido con una casa de muñecas... para jugar a los compromisitos... Imbecilidad de marca mayor, los convites de doscientas personas que dabas en tu finca de Aranjuez, con tren especial, comilonas servidas por Lhardy, y champaña de la señora Viuda de Clicquot a todo pasto... En tus chapuzones con la de Cardeña no pudiste deslumbrar a esta con alardes de lujo insensato, porque ella es más rica que tú, como diez veces más rica. Pero de aquella fecha data tu furor de coches y caballos, que luego llevaste al delirio en tiempo de la Villaverdeja, grande   —74→   apasionada de las cosas hípicas y cocheriles. El colmo del idiotismo veo en tu afán de pasear por Madrid trenes lujosos, y la misma Villaverdeja o la Belvis de la Jara, no estoy bien seguro, te hizo justicia poniéndote el apodo del Faetonto...Te han hecho un daño inmenso tus viajes anuales a París, y el flujo de imitar las opulencias que has visto en aquella capital. Bien podías haberte lucido discretamente en este coronado villorrio, sin importar las grandezas que allí son proporcionadas y aquí desmedidas. Añadiendo a estas locuras el boato de tu casa, tus almuerzos y cenas, tu protección a innumerables vagos que, adulándote, te trastornan, y con astutas socaliñas te saquean, tenemos, mi querido Guillermo, que el Bobo de Coria es un sabio comparado contigo.

Pero el punto en donde llegas a la suprema imbecilidad y al idiotismo más perfecto, lo vemos en tu enredo con la Monteorgaz. Si en otros amoríos te arruinabas neciamente, al menos veías satisfecha tu vanidad. Los brillantes de la Navalcarazo, la casita de Pepa la Sevillana, los coches de la Belvis de la Jara, y tus faetones, tus caballos normandos o cordobeses o del Demonio, te daban fama de esplendidez y el diploma de hombre de buen gusto. ¿Pero qué ibas ganando con la Monteorgaz, más graciosa que bonita y más elegante que joven, que tiene detrás de sí un familión famélico, capaz de tragarse el dinero de media España y de digerirlo sin que se le resienta   —75→   el estómago? Carolina te hacía pagar sus cuentas rezagadas de diez años, y las del Marqués, que debía sumas fabulosas a Utrilla y a los dependientes del Casino. Seguían los hermanos de ella, los hermanos de él, todos unos perdidos, con hambre atrasada de dinero y de protección... Caían sobre ti como nube de langosta, y tú, que no sabes negar nada y eres un fenómeno morboso de generosidad; tú, Guillermo, que si hubieras sido mujer, habrías entregado tu honor al primer pedigüeño que se te pusiera delante; tú, Guillermo, a todos consolabas, creyendo rodearte de agradecidos, y lo que hacías era enseñar la ingratitud a los viciosos...

Sigo, y aguanta el nublado... Dime, gran majadero: ¿qué satisfacción del amor propio sentías viéndote de número veintitantos en el índice amoroso de Carolina Monteorgaz? ¿Qué ilusión te fascinó, qué desvarío te disculpa? Si no puedes vivir sin hacer perpetuamente el don Juan; si tu fatuidad necesita el rendimiento de mujeres, búscalas en esfera más humilde: dedícate a las costureras, que las hay muy lindas, más hermosas que las de arriba, y algunas más ilustradas, con mejor ortografía que la Belvis de la Jara, que escribe ir con h (yo lo he visto); cultiva las viudas de empleados o viudas de cualquiera, en clase modesta; y entre estas, tu personalidad de lion fashionable alcanzaría triunfos facilísimos y de reducido coste. Imita al noble Marqués de la Sagra, hermano de la Villaverdeja, que con mundana filosofía se   —76→   ha dedicado a las cigarreras (entre las cuales las hay muy monas), y gracias a lo económico de sus vicios, ha podido fomentar sus propiedades de Griñón, Alameda y Villamiel... Ahí tienes un modelo de próceres que sabe divertirse mirando por la prosperidad del país... Aprende, abre los ojos...

No tomes esto a broma; no argumentes, no te defiendas, que defensa no tiene tu estolidez, y escucha un poco más. He señalado el mal, mostrándolo en toda su magnitud fea para que te cause espanto, y ahora voy a proponerte, si no el remedio, que es difícil y ya vendría tarde, al menos el alivio. Óyeme, Guillermo: si yo te propusiera que cambiaras de improviso tu modo de vivir, sujetándote al modesto pasar de un empleado de catorce o de veinticuatro mil, sería tan necio como tú. Nunca serías capaz de tanta abnegación, ni está tu alma templada para sacrificios grandes del amor propio... Lo que has de hacer, ante todo, es balance general de tu hacienda, y saber lo que debes, las obligaciones hipotecarias que has contraído, lo que aún posees libre, etcétera; en fin, que pongas ante tus ojos la realidad escueta, descartando todo lo ilusorio. Para esto necesitas valor, necesitas disciplina... No perdones ningún dato verdadero, no te engañes a ti mismo... Luego que sepas lo que has perdido y lo que te resta, trata de impedir que ese resto se te escurra también, para lo cual has de hacer propósito firme de poner punto final en tus aventuras donjuanescas   —77→   con señoras de copete... Inmediatamente de esto, antes hoy que mañana, pensarás en buscar novia con buen fin; una heredera rica, riquísima. El santo matrimonio, de que tú has sido burlador, es lo único que puede salvarte... Por la cara que pones, comprendo que esta idea no te parece mal. Como que no hay para ti otra salida del atolladero en que estás.

Te veo meditabundo. Piensas, como yo, que una heredera rica millonaria y de clase igual a la tuya no es tan fácil de encontrar en los tiempos que corren... Casi todas las que había se han ido colocando. Las de banqueros y capitalistas, que fácilmente adquieren hoy título nobiliario, también escasean. Algunas conozco que te convendrían; pero aún son muy niñas; tendrías que esperar, y esperar es envejecer... A ver qué te parece esta otra idea que ahora se me ocurre... Pon atención, y no te enfades si para plantear esta idea, precisado me veo a proponerte algo que seguramente no será de tu gusto, algo que hiere tu dignidad... Lo digo, aunque al oírme des un brinco en la silla... Ya sabes que en España tenemos un medio seguro de aliviar la desgracia de los que por su mala cabeza, por sus vicios o por otra causa, pierden su hacienda. Se les manda a la isla de Cuba con un buen destino, y allá se arreglan para recobrar lo que aquí se les fue entre los dedos. España goza de esta ventaja sobre los demás países: posee un heroico bálsamo ultramarino para los males   —78→   de la patria europea... No te sulfures, ten calma, y óyeme hasta el fin. Ya sé que considerarás denigrante el tomar un empleo en Cuba; ya sé que tú, si lo tomaras, no irías allá con el fin bajo de ensuciarte las manos en la Aduana, o de especular con los desembarcos fraudulentos de carne negra... No... ya sé que no harás esto, y que si vas pobre, volverás puro con los ahorros de tu sueldo, y nada más.

Si te propongo este arbitrio... pasado por agua, es porque calculo que el casamiento redentor que aquí no encontraríamos fácilmente, allí te saldría en cuanto llegaras, por la virtud sola de tu esplendorosa persona, por tu elegancia y nobleza, y la fama que has de llevar por delante. El género de ricas herederas abunda en aquella venturosa Isla, créelo; no tendrás más trabajo que l'embarras du choix. Véate yo, Guillermo, llegar aquí corregido de tus ligerezas y aumentado con una guajirita muy mona, de hablar lento, dengoso, que recrea y enamora. Será bonita, tierna, leal, amante, y con más inocencia y rectitud de principios que el género de acá, un tantico dañado por influjo del ambiente y de la proyección de las clases altas sobre las medias. Pues en el aquel de la instrucción femenina, no sé si te diga que irás ganando. Allá se van estas con aquellas en nociones científicas y de vario saber; pero sí te aseguro, refiriéndome al arte inicial, o sea, la escritura, que las cubanitas gastan una letra inglesa limpia y gallarda, y una   —79→   ortografía que ya la quisieran nuestras elegantes para los días de fiesta. En fin, hijo, que no te me subas a la parra de la dignidad por esto de la cubanita. Mira las cosas por el lado práctico, que suele ser el lado más bonito; no desprecies los ingenios, los potreros y cafetales que para ti reserva la virgen América; piensa en el genio de Colón; considera los cientos de miles de cajas de azúcar que podrás verter en el Océano de tus amarguras para endulzarlo...




ArribaAbajo- IX -

Veo que si te subes a la parra de la dignidad -prosiguió Beramendi-, no trepas tan alto como yo creía... Calma, y ojo a los hechos reales. Ponte en el exacto punto de mira, y aléjate del sentimentalismo, que te alteraría las líneas y color de los objetos... Ahora, dando por hecho que trazas en tu existencia la línea gorda de que antes te hablé, establezcamos el sano régimen económico en que de hoy en adelante has de vivir. Para librarte de la usura que en poco tiempo te dejaría sin camisa, es forzoso que levantes un empréstito, en grande, no para salir del día y del mes, sino para salvar definitivamente los restos de tu patrimonio. Entre tú y yo tenemos que buscar un capitalista o banquero que recoja todo el papel emitido   —80→   por ti en condiciones usurarias, y además te cancele en tiempo oportuno la escritura de retro que en mal hora hiciste a mi hermano Gregorio. De este no esperes piedad ni blanduras, pues aunque él quisiera ser fino y blando, por lo que queda de nativa indulgencia en su corazón, Segismunda no se lo permitiría. Esta es implacable, feroz en sus procedimientos adquisitivos, como lo es en su ambición. Si encontramos el capitalista que quiera salvarte, pactarás con él lo siguiente: tú le entregas todas las fincas de los estados de Loarre y San Salomó, con facultad de vender las que se determinen y de administrar las restantes. Él, al otorgarse la escritura, cancelará las cargas hipotecarias y los créditos pendientes. Tu propiedad inmueble queda en poder suyo hasta la amortización de tu deuda, y en ese tiempo recibirás de él trimestralmente la cantidad que se estipule para que puedas vivir con decoro y modestia, ajustando estrictamente tus necesidades a esa rigurosa medida.

Y ahora digo yo: ¿a qué capitalista debemos acudir? Piensa tú, recorre tus conocimientos; yo pasaré revista en los míos. ¿Qué te parece don José Manuel Collado? De Rodríguez y Salcedo, ¿qué me dices? ¿No eres tú amigo del Duque de Sevillano? Yo lo soy de don Antonio Guillermo Moreno... Cerrajería y Pérez Hernández, me consta que han hecho negocios de esta índole... ¿Quieres que mi suegro y yo hablemos a don Antonio Álvarez y a don Antonio Gaviria, o crees   —81→   tú que podrás entenderte fácilmente con Casariego? ¿Has pensado en Udaeta, en Soriano Pelayo? ¿Podríamos contar con Zafra Bayo y Compañía, si habláramos a nuestro amigo Adolfo Bayo?

Debo advertirte, para que no te adormezcas en una confianza optimista, que nuestros hombres de dinero no se aventuran en ningún negocio que no vean claro y seguro desde el momento en que se les plantea. Por rutina y por comodidad, van tras las ganancias fáciles, con poco riesgo y sin quebraderos de cabeza. Han tomado el gusto a las gangas que nos ha traído la transformación social; se han acostumbrado a comprar bienes nacionales por cuatro cuartos, encontrándose en poco tiempo poseedores de campos extensos, feraces, y no se avienen a emplear el dinero en operaciones aleatorias de beneficio lento y obscuro. No les censuremos por esto: es condición humana.

Que nuestros ricos están a las maduras y no a las agrias, lo ves palpablemente en que pudieron agruparse y acometer con dinero español empresa tan nacional y útil como el ferrocarril de Madrid a Irún, y se han echado atrás, dejando esta especulación en manos de extranjeros. No sienten estos señores el negocio con espíritu amplio y visión del porvenir: ven sólo lo inmediato, y se asustan de la menor sombra. Carecen de la virtud propiamente española, la paciencia. Verdad que esta virtud no la tenemos más que para el sufrimiento... Otra cosa. Es fácil que   —82→   un solo capitalista no se atreva solo con tan grande operación, y que se reúnan dos o tres en reata para tirar de ti, pobre carro atascado en los peores baches de la existencia. En fin, sea lo que fuere, tú por tus relaciones, yo por las mías, buscaremos un Creso, entre los pocos Cresos españoles que tengan el sentido de la reconstrucción, en vez del sentido de la destrucción. Porque no lo dudes: un principio negativo les ha hecho ricos... Grandes casas son, levantadas con material de ruinas... Han contratado el derribo de la España vieja. ¿La nueva quién la construirá?».

Sensible al grande afecto que el sermón revelaba, Guillermo manifestó su conformidad con los claros razonamientos de su amigo, y lanzándose con ardor a las primeras iniciativas, pasó revista fugaz a los próceres del dinero. «¿Te parece que desde luego hable yo con Cerrajería?... Y entre tanto, tú tanteas a Collado, a Sevillano... Este me parece el más capaz de comprender la operación y sus ventajas. Sólo una vez he hablado con él. ¿Sabes dónde? En el baile que dio la Montijo para celebrar los días de su hija Paca, a fines de Enero. Pues Miguel de los Santos me presentó a Sevillano, que estuvo conmigo amabilísimo... Tengo idea de que me dijo algo del arrendamiento de los pastos de mis dehesas de Perpellá... Si no me equivoco, sus ganados trashuman de la provincia de Guadalajara a la de Huesca. Luego le he visto dos o tres veces en la calle; nos hemos   —83→   saludado... Créelo: me resulta respetable este hombre, que de la paja ha extraído el oro».

Quedaron, en fin, los dos amigos en trabajar el asunto cada uno por su lado, y así se hizo, siendo más activo Beramendi que el propio interesado, cuyo espíritu fácilmente se escapaba de las cosas graves para volar hacia las frívolas. La primera noticia de que su amigo gestionaba, la tuvo Aransis una noche en la casa del Duque de Rivas, adonde concurría con preferencia por gusto de la distinción, buen tono y amenidad que allí reinaban. Eran las salas del Duque terreno en que lo mejorcito de las Letras y la flor y nata de la Aristocracia se juntaban, sin que ninguna de las dos Majestades se sintiera humillada ante la otra. Arte y Nobleza hacían allí mejores migas que en ninguna parte, bajo los auspicios del que era Grande de la Poesía y Grande de España, dos grandezas que no suelen andar en un solo cuerpo. La noche de referencia, Guillermo Aransis encontró a Martínez de la Rosa charlando con Romea, y a Escosura con Nocedal, el agua y el fuego. Aquel era, sin duda, el reino de la transacción y de la tolerancia, porque la de Madrigal y la de Monvelle, damas respetabilísimas, celebradas por sus virtudes, alternaban con la Navalcarazo y la Villaverdeja, reputaciones de calidad muy distinta. Molíns, Bretón de los Herreros, Alcalá Galiano y Federico Madrazo, llevaban la representación de las Letras   —84→   y de la Pintura. Con otros próceres arruinados como él, o en camino de serlo, el de Loarre representaba la Grandeza holgazana, distraída y sin ningún ideal serio de la vida, preparándose a un buen morir, o a un morir deshonroso... Le llamó la Navalcarazo, para decirle secreteando: «Guillermo, ya sé que estás en pourparlers con los capitalistas para el arreglo de tu casa. Me lo ha dicho Collado... Yo ando detrás de Felipe (este Felipe era el Marqués de Navalcarazo) para que haga una cosa semejante; pero nada consigo. Felipe es un hombre imposible... el eterno sonámbulo que dormido tira el dinero, y no despierta sino cuando se le acaba y viene a pedírmelo a mí... Aún estás a tiempo, Guillermo. Entiéndete con esos señores. Me ha dicho Collado que hará el negocio a medias con Udaeta...». Así dijo la dama frescachona, y cuando salían, cogiéndole el brazo, añadió esto: «Vas por buen camino, Guillermo. Luego buscas una heredera rica, aunque sea del ramo de Ultramarinos, y ya eres hombre salvado».

Claramente vio Aransis que Beramendi trabajaba por él. Fue a verle al siguiente día, y juntos visitaron a Collado, quien les dijo que tenía el negocio en estudio y que pronto daría contestación. Pero la respuesta se hizo esperar. Hablaron a Bayo y a Casariego, que de plano rechazaron la proposición, y una noche, ya bien entrada la primavera, hallándose Aransis en casa de   —85→   Osma, tuvo inesperada noticia de su asunto por otra dama de historia, muy corrida, y de extraordinario y sutil ingenio. Era la Campofresco, a quien la Marquesa de Turgot, Embajadora de Francia, llamaba Madame Diogène, expresando así muy bien el gracioso cinismo de aquella señora que, sin tonel ni linterna, creaba con sus célebres dichos la filosofía mundana más adaptable a la sociedad de aquel tiempo. «Guillermito -le dijo, sentada junto a él a la mesa-, yo le tenía a usted por un loquinario, y ahora resulta que es uno de nuestros primeros razonables. Bien, hijo, bien: así me gustan a mí los hombres. Lo he sabido por Sevillano, que es mi banquero, y hoy estuvo en casa y me preguntó si me parecía bien el negocio. Yo le contesté que sí... Dígame: ¿quién le aconsejó su salvación? De fijo no ha sido la Navalcarazo, ni la Monteorgaz... Apuesto a que ha sido Pepa la Sevillana, que estas de cartilla son las que tienen más talento...». Reían... Madama Diógenes habló de otras cosas.

En efecto: Sevillano estudiaba el asunto, y en tales estudios pasó tiempo largo, con grande impaciencia y desazón del Marqués de Loarre, que cada día se iba hundiendo más, y que, incapaz de parar en firme los estímulos de su vanidad donjuanesca, buscó en Valeria Socobio un enredillo modesto, creyendo, sin duda, que podría sostener su imperio sobre la mujer en condiciones poco dispendiosas. Cansado de esperar el fin de   —86→   los prolijos cálculos que hacían los aristócratas del dinero, se lanzó a proponer su asunto a otras casas. Habló con Weissweiller y Baüer, los cuales, por conducto del simpático y bondadoso don Ignacio, le dijeron que la cantidad del empréstito no les asustaba; pero que en España no hacían ninguna operación sobre foncière. Tratárase de fondo mobiliario, y llegarían a entenderse. Ya desesperaba el aburrido galán de encontrar su remedio, cuando Collado y Carriquiri unidos formularon unas bases que, si alteraban algo el primitivo proyecto y fijaban condiciones un tantico onerosas, resolvían la cuestión con más o menos ventajas, y el caballero no podía menos de conformarse con ellas. Eran su única esperanza, su salvación infalible, si aseguraba los efectos de la medicina con una perfecta higiene. Empezaron los preparativos, examen de escrituras y ejecutorias, contratos, hipotecas, préstamos, y en ello estaban cuando sobrevino la ruptura entre Espartero y O'Donnell y el derrumbamiento de la situación política. En puerta una nueva revolución, la Milicia Nacional en armas, Baldomeroff rabioso, Leopoldowitch apoyado por Palacio, Palacio decidido a la resistencia, se obscurecían los horizontes, y sobre la sociedad, sobre el Trono mismo y su compañero el Altar, venían tempestades cuyo fragor en lontananza se percibía. Tal fue el motivo del repentino y doloroso desengaño de Aransis, cuando ya creía tener en la mano su regeneración.   —87→   Collado, a quien vio aquel día en el Congreso, le dijo en tono plácido, que a Guillermo le sonó a Dies irae: «Amigo mío, no podemos hacer nada por ahora. ¡Quién sabe lo que va a venir aquí!... ¿Estallará el volcán?... Yo me temo que estalle... Esperemos».

Ved aquí por qué se presentó aquel día el Marqués de Loarre con tan mohíno rostro y decaimiento del ánimo en casa de Valeria, y por qué relató los graves sucesos políticos con acento de pesimismo fúnebre. Como se ha dicho, Valeria no penetraba la causa de la sombría tristeza de su amigo; Teresita, menos conocedora del mundo que Valeria, pero dotada de mayor perspicacia, no sabía, pero sospechaba; no veía el fondo del abismo, pero algo vislumbraba asomándose a los bordes... No era aquel día el más propio para entretenerse en vanas pláticas con dos mujeres, que no daban pie con bola en nada referente a la cosa pública: desfiló el galán volviéndose al Congreso; de allí pasó a casa de Vega Armijo, ávido de noticias. Por desgracia, estas eran malas, y en todas las bocas aparejadas iban con negros presagios. Comió en casa de Beramendi, y fueron luego juntos al Príncipe, a ver El tejado de Vidrio, linda comedia de Ayala. En el teatro no se hablaba más que de política, de esa política febril y ansiosa, natural comidilla de las gentes en los días que preceden a las grandes agitaciones; fue después al Casino, hervidero de disputas, de informes falsos y verdaderos, de ardientes comentarios,   —88→   y al retirarse a su casa de la calle del Turco, cuando apuntaba la rosada claridad de la aurora, sintió el hombre lo que nunca había sentido: desdén de sí propio y de su patria. Su pesimismo se concretaba en esta frase que dijo y repitió mil veces, hasta que sus ideas fueron anegadas por el sueño: «Ni ella ni yo tenemos compostura».



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