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ArribaAbajo- XXVI -

En el templo más hermoso y venerado no entraría Teresa con más respeto que entró en la humilde casa de Virginia. Desnudas paredes vio, muebles viejos en buen uso, cama, cómoda, cuna, en todo una pobreza decorosamente conllevada, y un vivir modesto y sin afanes. Allí no había nada bello ni superfluo; nada tampoco que indicase la penuria angustiosa, la inquietud del día siguiente. La mano hacendosa se veía en todas partes, y cierta entonación alegre de las cosas, en conformidad con la claridad de la estancia.

Virginia, después de mostrar el chiquillo a Teresa, dormido ya, y de dársele a besar, le acostó en la cuna. En un sofá de Vitoria con colchoneta de percal encarnado, se sentaron las dos. El sol penetraba en el aposento,   —260→   dando a los objetos vigoroso colorido. «Mi casa es pobre -fue lo primero que dijo Virginia-; ¿pero verdad que es alegre, muy alegre?

-Ya lo creo: más que la mía... -afirmó Teresa, espaciando su vista por todo.

-¿Cómo ha de ser este tabuco más alegre que su casa de usted... que será un palacio?

-No, hija, no... -dijo la señora echándose a reír-. No es palacio... ¡quia!

-¿No tiene usted niños?

-No...».

La pregunta referente a los niños envolvía en el espíritu de Virginia la persuasión de que Teresa era casada. No podía ser de otro modo. Ninguna soltera sale sola, y toda señora de aquel empaque tenía forzosamente marido por la Iglesia. Debe decirse que las ideas de cada una frente a la otra eran totalmente distintas. Teresa conocía perfectamente la historia de Mita y Ley, y hasta los trabajos de Beramendi con los Socobios para negociar las paces. En cambio, Virginia no sabía nada de Teresa: entre la señorita que había visto y tratado en tiempos remotos en alguna reunión, y la señora que tenía delante, había un enorme vacío de conocimientos. Dígase también que Virginia, en su vida salvaje, y después en aquel vivir apartado del trato de personas de viso, había perdido toda la picardía mundana, quedándose en una ingenuidad enteramente pastoril. Con sencillez digna de la   —261→   Arcadia, preguntó a la otra si era Marquesa.

«¡Marquesa yo! No, hija mía.

-Dispénseme: me he vuelto muy bruta. Lo he preguntado porque... Verá: alguna vez hablamos Pepe Fajardo y yo de la sociedad de mis tiempos de soltera. Yo le pregunto: '¿Y Fulana... y Zutana...?'. Y él casi siempre me responde: 'Es Marquesa'. Resulta que de poco tiempo acá, todos los que tienen algún dinero son Marqueses, Condes o algo así... Por eso yo pensé... Dispénseme.

-Sí, hija mía: la pregunta es de lo más natural... Hay, en efecto, sin fin de títulos de nuevo cuño, unos con dinero, otros buscándolo...

-Marquesa o no -dijo Virginia echando fuera toda su ingenuidad-, usted es de esas damas de la Beneficencia que vienen a estos barrios pobres a ver dónde hay miseria, para remediarla.

-Sí, soy benéfica -replicó Teresa confusa-. En otros barrios he socorrido yo a muchos pobres...

-Pues en este los hay también. Yo podré decir a usted dónde encontraría grandes desdichas... ¡y qué desdichas!

-Sí, sí... pero no he venido a eso...».

Al pronunciar esta frase, contúvose Teresa bruscamente, invadida de un sentimiento que participaba de la vergüenza y el temor. ¿Cómo decir que su presencia en aquel barrio y en aquella casa no tenía otro móvil que buscar a un hombre? ¡Ella, que despreciaba   —262→   la moral corriente, como desprecia el gran artista las formas comunes del amaneramiento, sentíase cohibida, vergonzosa ante la pobre Virginia, que era sin duda la primera de las inmorales! Habíala tomado Virginia por gran señora. ¿Qué pensaría cuando la gran señora le dijese: «Vengo tras del aprendiz de armero que está en tu casa»? Esta idea caldeó el rostro de Teresa, y la puso en gran turbación. De alguna manera tenía que justificar su visita. ¿Qué diría, Señor? Afortunadamente para Teresa, la desbordada ingenuidad de Virginia la sacó de tan embarazosa perplejidad, señalándole este camino: «Ahora recuerdo... Me dijo Pepe no hace muchos días que algunas señoras de la mejor sociedad se interesaban por mí en la cuestión que traemos ahora mis padres y yo... Mis padres quieren tenerme a su lado; yo también lo deseo; pero exigen que sacrifique a...

-Ya sé... Estoy bien enterada... Y ese sacrificio es imposible -afirmó Teresa, gustosa del pie que le daba la otra para fundamentar racionalmente su visita-. En mí tiene usted una partidaria acérrima... Buena es la ley; pero cuídese mucho la ley, digo yo, de no pisotear los corazones.

-¡Ay... también yo digo eso! -exclamó Virginia suspirando fuerte-. Los corazones por encima de todo... No me engañaba el mío cuando la vi llegar a usted. Usted no me conocía... preguntaba por mí a las vecinas... quería informarse...

  —263→  

-Informarme, sí, Virginia. Yo he dicho a Pepe que dada la testarudez de los señores de Socobio, no hay más que una solución... Solución propiamente no es... Yo le indiqué a Beramendi, y convino en ello conmigo, que a falta de solución se arreglaría un... Ya no me acuerdo cómo se llama eso... Es un término en latín... modus vivendi... o cosa tal...».

En aquel momento, dos jilgueros aprisionados que formaban parte de la familia, y habían sido puestos al sol, jaula sobre jaula, en el batiente de uno de los balcones, rompieron a cantar con tal algarabía de trinos, que las mujeres tenían que alzar la voz para entenderse. Gustaba Teresa de aquella música, que cubría su propio acento, permitiéndole ser poco explícita en lo que hablaba. La idea del modus vivendi no era invención suya para salir del paso. Del asunto de Virginia se habló días antes en su casa, de sobremesa; pero no recordaba bien Teresa lo que Pepe Fajardo había dicho de la solución o arreglo provisional que pensaba proponer a los Socobios; mas obligada, por su equívoca situación en la visita, a manifestar algo concreto sobre aquel punto, apeló a su imaginación, y entre el estruendoso cantar de los pájaros, como otro pájaro que también cantaba, salió, a su parecer airosamente, por este registro: «El arreglo consiste en que sus padres le señalen a usted una cantidad para alimentos, que por el pronto debe ser corta, lo preciso y nada más. Irán   —264→   ustedes a vivir a casa del Marqués de Beramendi, en un pisito que tiene arriba, y que ahora está desocupado, pues la servidumbre vive casi toda en el principal. La respetabilidad de la casa será el mejor ambiente para la reconciliación que deseamos. Allí podrán los señores de Socobio visitar a su hija, que ya parece que pierde gran parte de culpa poniéndose bajo el techo de los Emparanes. Hay que ir poquito a poco, amiga mía. Al principio, recibirá usted la visita de su padres cuando no esté Leoncio en casa... Será preciso para esto fijar horas determinadas. Los papás se volverán locos de alegría con el chiquillo, con su nieto... Le devolverán a usted su cariño, y así, día tras día... podrá llegar el de la completa benignidad de esos señores con toda la familia, con el propio Leoncio...». Dijo esto Teresa, y al concluir su inventada solución o modus vivendi, vio que la obra era buena, y descansó como Dios después de haber hecho el mundo.

Oyó Virginia la donosa mentira, con intensa curiosidad primero, con arrobamiento y grande admiración al fin, y acogió la propuesta de Teresa como uno de esos maravillosos descubrimientos que después de conocidos nos asombran por su sencillez... «Pues sí que es un arreglo magnífico, una idea preciosa... -dijo cruzando las manos y descruzándolas luego para coger una de las de Teresa y besarla-. ¿Y esto se le ha ocurrido a usted? Verdaderamente se interesa   —265→   por nosotros... ¡Y ha venido a enterarme del arreglo...! ¡Qué idea!... es la mejor, la única... ¿Lo sabe ya Pepe? ¿Se lo ha dicho usted a Pepe...?».

Teresa, creyendo que no podía menos de afirmar, afirmó ligeramente con la cabeza. Los pájaros cantaban ya con frenesí, alzando tanto sus agudas voces, que Teresa no habría podido hacerse entender si algo dijese. Así era mejor... En aquel momento el chiquillo remuzgó en su cuna. Acudió Virginia diciendo: «Estos diablos de pájaros me le han despertado con su música... Y creo yo que lo hacen adrede. El niño es su amiguito, se vuelve loco con ellos, y cuando se me duerme ellos le llaman, le dicen: «Ven, ven, rico; te estamos cantando, y no nos haces caso...». Cogió en brazos al niño, que malhumorado se restregaba los ojos con los puños, y prosiguió hablándole así: «Te han despertado estos parlanchines... Es que quieren charlar contigo, mi sol. Ven, ven, y diles tú cosas; diles cosas...».

Cogió Teresa el chiquillo, que no la extrañó; antes bien, se dejó zarandear por ella frente a los pájaros, desarrugando el tierno ceño, y con sus manos gordezuelas quería tocar las jaulas en que sus amiguitos trinaban desaforadamente. Virginia, en tanto, mirando a su hijo en brazos de Teresa, y a ésta gozosa, apuntándole al niño lo que tenía que decir a los jilgueros en contestación a sus amantes clamores, entretuvo algunos segundos con este ingenuo monólogo: «Buena   —266→   señora es Teresa Villaescusa... Viene a verme y a contarme el arreglo que ha inventado... ¡Famosa idea!... Pero yo digo: Teresa Villaescusa, ¿quién es ahora? ¿Será la Navalcarazo, esa de quien tanto se habla? ¿Será la Cardeña, esa de quien también se habla mucho? No, no es ninguna de estas, porque me ha dicho que no es Marquesa. Será entonces mujer de algún banquero, sin título ni corona. ¿Y qué clase de amistad tiene con Pepe? ¡Oh, quién lo sabe!... ¡Vaya, que no saber yo con quién casó Teresita Villaescusa!... Me da en la nariz que es una de estas casadas ricas, a quienes Pepe corteja... porque es tremendo ese hombre... El venir ella aquí a decirme lo que ha discurrido, revela dos cosas: un gran interés por mí, una confianza grande con Pepito...».

El chiquillo, distraído un momento con los jilgueros, volvió los brazos y el rostro hacia su madre, poniendo en sus lindas facciones un mohín displicente. «Ahora pide teta -dijo Teresa-. Désela pronto... que si no, se va a incomodar con usted y conmigo.

-Ven acá, sol... Es de lo más malo que usted puede figurarse... Mire, mire las carantoñas que me hace para que le dé lo que tanto le gusta... ¡Si será pillo...! Me pasa la mano por la cara, me mete los deditos en la boca... y luego, véale usted... va derecho a sacar lo suyo... ¡Ah, ladrón...!».

En esto, ruidos que venían del piso bajo, voces confusas de personas y chocar de hierros, anunciaban que habían llegado el   —267→   maestro y el aprendiz. Al entenderlo así, sacó Teresa de su cacumen otra donosa invención, que debía cubrirle la retirada y permitirle realizar el propósito que la llevó a las Vistillas. «Yo me voy -dijo, afectado la inquietud de las graves ocupaciones olvidadas-. Esta casita humilde; usted, Virginia, y su niño precioso, me han encantado... El tiempo se me ha ido sin sentirlo... Ya no puedo entretenerme más. Presénteme usted a Leoncio; quiero conocerle...

-Le llamaré, le mandaré que suba».

Antes que la maestra llamara, detúvola Teresa: «No, no. Le saludaré abajo, al salir... No le llame usted... Él tendrá que hacer, y yo me voy corriendo, corriendito... ¡Dios mío, qué tarde! Pues ahora tengo que ir a la calle de la Solana, que ni siquiera sé dónde está». Dijo Virginia que Leoncio la acompañaría, y ella, con rápida visión de su plan estratégico: «No, hija... Que venga conmigo el chiquillo, el aprendiz.

-No es chiquillo, es un hombre.

-Lo mismo da. Bastará con que me indique el camino...».

Bajaron... Leoncio y Juan, ambos en traje de mecánica, con blusa azul, la cabeza al aire, se quedaron como quien ve visiones ante la mujer que iluminó el taller con su hermosura. Presentó Virginia al que llamaba su marido, que invalidado por la cortedad no supo qué decir, ni qué hacer con el cañón de escopeta que en la mano tenía: al fin lo dejó sobre el banco. Palideció el aprendiz   —268→   al ver la celeste aparición, y luego se puso muy colorado, permaneciendo en perfecta inmovilidad, tan mudo como las tenazas que en la mano tenía... Al fin vio Teresa cumplido su estratégico plan de retirada tal y como lo imaginara en rápida concepción. No había tenido poca suerte; que si se empeña Leoncio en acompañarla, de nada le hubiera valido su ingeniosa mentira. Cogió su manguito, despidiose afectuosamente del matrimonio libre o liberal, llevándose al aprendiz para que en el laberinto de las calles la guiase. ¡No era ella mal laberinto! El aprendiz la siguió callado y respetuoso, y Mita y Ley quedáronse comentando la visita, que tenían por venturosa, sin poder discernir quién era, en la sociedad del 59, la que de soltera fue Teresita Villaescusa. Casada y rica debía de ser; Marquesa no; amiga de Beramendi sí.

Hasta que entró con su guía en la calle de los Santos, no rompió el silencio Teresa. Comprendiendo Tuste que su deidad tutelar quería hablarle a solas, la desvió hacia la calle de San Bernabé. Tomó Teresa un tonillo algo displicente para decirle: «Quiero saber por qué te has metido en este oficio de armero sin decirme una palabra. ¿Acaso no soy nadie para ti? ¿No merezco ya que me consultes todo lo que piensas?

-Usted lo merece todo, Teresa -replicó Juan-. Pero ¿cómo había yo de consultar a mi bienhechora, si no la he visto en dos semanas?

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-Estuve enferma. Ni siquiera has tenido la atención de ir a preguntar por mí.

-Usted me prohibió que fuera a su casa y hasta que pasara por la calle.

-Es verdad; pero ya debiste comprender... En fin, Tuste, ¿por qué te has metido en ese oficio sin decirme nada?... Yo te hablé de conseguirte un destino... ¡Bonitas se te están poniendo las manos!...

-Pues yo... -balbució Tuste, no sabiendo cómo aplacar aquel enojo que no comprendía-. Verá usted... Pensé que de este modo sería más grato a la señora...».

Teresa se plantó en medio de la calle, y con súbita energía le echó sus dos manos a los hombros, diciéndole en un tono que lo mismo podía ser de reconvención que de súplica: «Juan, la última vez que te vi te mandé que no me llamases señora; yo no soy señora... soy una mujer y nada más que una mujer. Sigamos, y hablaremos andando... Suprime lo del señorío, vuelvo a decirte». Antes de que Tuste pudiera formular sus protestas de obediencia incondicional, volvió a plantarse Teresa, y con el mismo tono que revelaba la firmeza de su voluntad, le dijo: «Tuste, hasta me incomoda que me trates de usted... Es ridículo que hablemos tú y yo como se habla en las visitas. Tutéame...

-¡Yo... Teresa!

-Que me tutees, digo... Yo lo quiero, yo lo mando».



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ArribaAbajo- XXVII -

«Bueno -dijo Tuste, guiándola hacia Gilimón-. Al llamarte de , me entra en el alma una frescura deliciosa... que... No sé cómo expresarlo... Tratándote de , soy otro, crezco, me agiganto... Me siento capaz de las acciones más hermosas, y hasta me parece que mi inteligencia levanta el vuelo... Teresa, ¿qué ideal sublime se encarna en ti?

-Tuste, dime, dime esas cosas, aunque sean mentira, y bien sé que lo son... Antes me daba de cara la poesía, y ahora no.

-Pues déjame que te cuente cómo me metí en este aprendizaje sin consultar contigo. Pasados dos o tres días desde la última vez que te vi, me encontré a Leoncio, que es amigo mío: le conocí cuando Jerónima tenía la casa en Mesón de Paredes... Me dijo: 'Si quieres aprender el oficio de armero, yo te enseñaré'. Le respondí que lo pensaría... Pues aquella noche soñé contigo, Teresa, como todas las noches... Te me apareciste coronada de rosas, vestida de un blanco traje que relucía como plata, los pies con zapatos azules...

-Estaría bonita...

-Alargaste un pie y me dijiste que te descalzara... así lo hice.

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-Pues eso podía significar que aprendieras el oficio de zapatero.

-No, porque andando descalza en derredor de mí, me dijiste: 'Vete con tu amigo y que te enseñe a construir las bonitas armas... armas con que matar a los egoístas, a los perversos...'. Teresa, me puedes creer que vi y oí todo esto como si fuera la misma realidad... Al siguiente día tuvo tal fuerza en mí la idea de ponerme a trabajar con Leoncio, que no vacilé un momento más. Tú me lo dijiste, me lo mandaste. Yo te veía como te estoy viendo ahora, puedes creerlo...

-¿Y en las noches siguientes no me viste también?

-Sí... venías a mi lado, tal como estás ahora... Yo callaba; tú me decías: 'Juan, abandona la idea de seguir estudiando Filosofía y otras garambainas que nunca te sacarán de pobre. No pienses en destinos del Gobierno, que no son más que pan para hoy y hambre para mañana... Métete en el comercio; compra y vende patatas, fruta, madera, cal, huevos, cualquier cosa; aprende un oficio; ponte a hacer cosas, a fabricar algo, jabón, ladrillos, clavos, peines, velas, relojes o demonios coronados... el cuento es que ganes dinero...'.

-¿Eso te decía? ¿Pues sabes que esas noches estaba yo muy prosaica, después de aquella otra noche en que me llegué a ti con zapatos azules?

-Prosaica estuviste, y yo, que siempre fuí rebelde al prosaísmo, me sentí tocado del   —272→   tuyo. ¿Por ventura, digo yo, tus consejos prosaicos no eran la quinta esencia de la poesía?

-Es fácil que sí, Juan... Dime: ¿y cuando te aconsejaba que comerciaras o aprendieras un oficio, cómo iba yo calzada?

-De ninguna manera, porque venías a mí con los pies desnudos.

-¡Ay, Juan! eres un soñador tremendo... Ten cuidado...

-¿Cómo no soñar estando a veces cerca de ti, a veces tan lejos como lo estoy de las estrellas? Teresa, si después de lo que te he dicho, encuentras mal que yo aprenda el oficio de armero, lo dejaré... Tú mandas.

-No, Juan, no: si hace un rato te reñí por esto, fue... qué sé yo... Tenía yo ganas de pelearme contigo... el motivo importaba poco... la cuestión era decirte cosas... que tú me las dijeras a mí... Ya no te riño por lo que has hecho. Déjate llevar de tu inspiración. Puede que esto sea el principio de una gran fortuna para ti... Juan, busca donde nos sentemos, que yo estoy tan cansada como si hubiera andado leguas... Allí veo una piedra grande que es como un banco. Vamos allá.

-Vamos... siéntate... Estoy pensando una cosa: Leoncio y Virginia dirán que tardo mucho en llevarte a la calle de la Solana; ¿pero qué nos importa?

-Dices bien: ¿qué nos importa?... Has medido el tiempo que debías tardar en volver a tu taller, y en eso, Juan, demuestras   —273→   ser más prosaico que yo, que de tal cosa no me acordaba.

-Pero medí ese tiempo, Teresa, sin que se me diera cuidado de que fuera largo. Obedeciendo a mi corazón, yo entraría en casa de Leoncio diciendo: 'Esa mujer es para mí más hermosa que los ángeles, más alta que las estrellas, y más benigna y generosa que la propia Caridad que Dios envió al mundo...'.

-¡Ay, ay, ay, Juanito...! ¡Cómo se reirían de ti Leoncio y su mujer si entraras diciendo eso...! Esos disparates no debes decirlos más que a mí. Aun sabiendo lo mentirosos que son tus dichos, me gusta oírlos, Juan. Hoy es día de libertad, casi casi de embriaguez. Sigue, Juan, sigue. Las almas cogen un día cualquiera y hacen en él su carnaval.

-No son mis dichos mentirosos, sino la verdad misma -afirmó Tuste fundiendo su mirada en la mirada de ella-, sino la misma verdad. Cosas y personas no son lo que ellas creen ser, sino lo que son en el alma del que las mira y las siente.

-Quiere decir eso que yo puedo ser para los demás lo que quieran; pero que para ti siempre seré como debo ser... No sé si lo entiendo bien, ni cómo se ha de explicar esto.

-Para mí, las denominaciones de señora y caballero son motes que este y el otro gustan de ponerse en un juego social parecido al de las cuatro esquinas... Yo no pongo   —274→   motes; no clavo tampoco letreros infamantes en la frente de ningún ser humano. Cristo me ha enseñado el perdón; la Democracia me ha enseñado la sencillez, la igualdad... Yo miro al alma, no miro a la ropa».

Dicho esto por Tuste, ambos callaron. Había Teresa encontrado en el banco unas briznas secas, despojo de un árbol plantado no lejos de allí. El árbol, nada robusto y con su ramaje en completa desnudez, daba sombra al banco en estío; en invierno soltaba sobre él y sobre el suelo próximo los residuos muertos de su verdor pasado, para dar lugar a los nuevos brotes. Cogió Teresa dos, tres o más de aquellas briznas y se las llevó a la boca: eran amargas, pero el amargor no la desagradaba. La pausa que hicieron Teresa y Juan en su diálogo fue larguísima: él, apoyando en las rodillas los codos, miraba al suelo; ella, teniéndole a su izquierda, volvió su rostro hacia el opuesto lado, y clavaba sus miradas en una larguísima y fea pared que como a veinte pasos se extendía, triste superficie con letreros pintados anunciando alguna industria, y otros escritos debajo con carbón por mano inexperta... Sobre aquellas letras y garabatos dejaba correr sus ojos Teresa sin ver nada, sin darse cuenta de lo que allí estaba escrito... El lugar o fondo de la escena no podía ser más prosaico; el suelo era todo polvo. La pared escrita limitaba el espacio por esta parte; por aquella, a distancia de pedrada corta, una fila de casas pobrísimas... Como seres   —275→   vivos, daban animación a tan feo lugar perros flacos, chiquillos sucios y mujeres desmedradas.

De improviso volvió Teresa el rostro chocando su mirada con la de Tuste, y mordiendo los amargos palitos le dijo: «Según eso, Juan, podrás tú quererme a mí, sin llamarme ángel, ni diosa, ni nada de eso, queriéndome con todo lo que tengas en tu alma, sin acordarte para nada de lo que fuí ni de lo que soy...».

Abrumado Tuste por la gravedad de esta proposición, que le cogió algo desprevenido y despertó en su alma un furioso tumulto, no tuvo arrestos para resistir la mirada de Teresa; bajó los ojos, y pasando el dedo por la superficie áspera y polvorosa del sillar en que se sentaban, iba soltando con lentitud la respuesta, como si anotara las palabras, o si leyera lo que escribía. Fue así: «¡Quererte yo, Teresa! ¡Si desde que te vi y me socorriste, te estoy queriendo, más que con amor, con adoración! Yo no veo en ti señora, ni veo la que otros hombres llamaron o llaman suya. Para mí, tú no eres de nadie, no puedes ser de nadie... Yo no he mirado a tu cuerpo tanto como a tu espíritu. ¿Por qué te he llamado ángel? Porque he visto en ti el corazón generoso, la frente noble, y las alas para subir a donde no subió ninguna mujer... Cuando supe tu pasado y la vida que hacías, lloré y rabié lo que no puedes figurarte... Pero luego mis ideas separaron tu espíritu de toda la broza material, y limpia   —276→   y purificada te guardé en el sagrario de mi corazón, donde te doy culto con el espíritu mío. ¡Que si te quiero, Teresa! El amor mío por ti es grande, como todo amor que ha nacido y crecido sin esperanza... El no esperar nada, aviva el fuego de amor. Si me despreciaras, te querría lo mismo... Queriéndome tú, lo mismo que si no me quisieras... ¡Vivir, amar, morir!... términos absolutos...

-¿Me amarás de veras? -dijo Teresa en lenguaje llano-. ¿Como yo a ti?

-No me lo preguntes con palabras, sino con la imposición de algún sacrificio, o sometiéndome a la prueba más terrible. ¿Que es preciso morir por ti? Dímelo, y verás qué pronto...».

Siempre que Tuste hablaba este lenguaje de vaporosa espiritualidad, Teresa se conmovía y se le aguaban los ojos. Aun en los casos en que las declamaciones de su amigo la movían a risa, no dejaba de sentir emoción, y confundía la risa con el llanto. Aquella tarde hubo de extremar el esfuerzo de su voluntad para contener las lágrimas. «Oye, Juan -dijo después de una corta pausa-: vete a tu maestro y a tu maestra, diles... cuéntales esto. ¿Sabes cómo se nombran en la intimidad Leoncio y Virginia? Mita y Ley. Pues diles que te quiero y me quieres. No se asombrarán poco, y... ¡quién sabe! puede que no se asombren nada.

-Virginia y Leoncio se quieren y hacen de sus dos almas un alma sola.

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-Pregúntales por su vida salvaje... que te cuenten cómo fueron a esa vida, y la felicidad que tuvieron en ella.

-No están unidos más que por la ley de sus corazones.

-Sus corazones fueron la ley... Pregúntales cómo han vivido, cómo han soportado las penas...».

El recuerdo de Mita y Ley determinó repentinamente en Teresa un estado de espíritu semejante al que tuvo en la entrevista con Virginia. Sintió vergüenza y miedo. ¿Qué pensaría Virginia si supiera que había sacado del taller con engaño al aprendiz para irse con él de bureo por las calles? Esto era incorrectísimo. ¿Por quién la tomaría Virginia, después de haberla tomado por señora y hasta por Marquesa? No, no podía soportar los juicios desfavorables de Mita... Veía en ella, ¡qué cosa tan rara! la cifra y compendio de la moralidad. La salvaje había venido a ser como una personificación de toda la virtud humana.

«Tuste -le dijo levantándose resueltamente, llena su alma de un sentimiento de pudor-, no quiero que Mita y Ley piensen mal de nosotros... No está bien que les engañemos. Dirán que para enseñarme dónde está esa calle has empleado mucho tiempo.

-Sí: pensarán mal... y no quiero yo eso.

-Pues vete pronto, Juan, vete. Si te riñen por la tardanza, cuéntales la verdad... les dirás quién soy: ¡qué vergüenza!... Pero sí, deben saberlo... Anda, no tardes. Yo   —278→   también me entretengo demasiado. Todavía no soy libre.

-Les diré la verdad, la verdad. Quizás me conozcan en la cara que tú me quieres, y nada tendré que decir.

-Quizás, Juan... ¿Y a mí me lo conocerán también en la cara? No: yo sé disimular... Es preciso que nos separemos.

-Se separan nuestras personas, como dos sombras que han estado confundidas en una; pero tu espíritu y el mío permanecen juntos, juntos como un solo espíritu.

-Como un solo espíritu...

-Adiós. Déjame esas briznas que llevas en tu boca.

-Tómalas. Máscalas un poco, y las guardas luego.

-Son amargas. Toda la vida es amarga; pero contigo el amargor es dulzura. Teresa, déjame besar tu mano... Así... Déjame ahora que meta mi mano en tu manguito para que se me pegue el calor de las tuyas.

-Así... deja tu mano metida aquí un ratito, para que te lleves el calor... Vaya, no más.

-No más. Adiós... yo me voy por aquí.

-Yo por aquí... Adiós».

Desde lejos, embocando diferentes calles, uno y otra se pararon para saludarse. Alzaba ella la mano en que tenía el manguito, él la suya sin nada. No llevaba bastón ni sombrero. Por fin, cada calle se llevó lo suyo, y entre los dos aumentaba el oleaje de calles, de transeúntes...

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Fue Teresa por todo el camino hasta su casa en completa abstracción de cuanto pudiera apreciar por los sentidos. Toda su compañía la llevaba dentro. Al llegar a su casa, ya de noche, la primera pregunta que hizo a Felisa fue: «¿Ha venido ese?...». Diciendo ese chocó con la realidad... Se sentía fatigadísima; le dolían los pies de andar por calles empedradas con guijarros puntiagudos. Despojada de mantilla y zapatos, se tendió en un sofá, y a solas, recordando y pensando, su cerebro entró en blanda sedación. De la calle traía, para decirlo claro, una borrachera de espiritualidad. ¿Pero todo lo ocurrido en aquella tarde, la excursión a las Vistillas, la entrevista con Virginia, la conversación con Tuste, era verdad? ¿Estaba ella en su cabal sentido cuando dijo al aprendiz lo que aún recordaba, pues cada palabra suya, cada palabra de él, estampadas permanecían en su mente?... ¿No se había excedido un poco en el abandono de su voluntad, comprometiéndose a más de lo que debiera?... En estos pensamientos se mecía y aun se adormecía, cuando un fuerte ruido de voces y de pisadas en la escalera le anunció que volvía Risueño con los expedicionarios de la Alameda de Osuna. No sintió Teresa que Facundo viniese acompañado, trayendo a cenar a dos o más amigos, pues cuando venía solo eran más difíciles de conllevar las brusquedades e impertinencias del contratista.

Entraron en la casa con alegre vocerío   —280→   Risueño y otro señor, luciendo el empaque andaluz de marsellés y calañés, y dos más en traje corriente de caballeros que van de campo. Estos eran el Marqués de Beramendi y José Luis Albareda, el más arrogante, salado y ceceoso de los señoritos andaluces que por entonces se abrían camino en la política. Dirigía El Contemporáneo, órgano de los conservadores que llamaban de guante blanco, los más atildados y conspicuos, chapados a la inglesa, que era la dernière en punto a política y arte parlamentario.

Hubo Teresa de violentarse para sonreír a toda la cuadrilla, y disertar con ella de asuntos que no la interesaban. Allí estuvieron hasta media noche, charlando, contando cuentos andaluces, consumiendo la manzanilla y otras bebidas de que tenía Risueño grande acopio en aquella casa. Resistiéronse a cenar: tan repletos venían del comistraje en la Alameda; pero bebían, algunos moderadamente, otros empinando de lo lindo, sin embriagarse o sólo poniéndose alegres y decidores. Risueño cogió la guitarra, y tras un preludio de ayes y jipidos lastimosos, se arrancó el hombre con playeras. No lo hacía mal: alguno le jaleaba con palmaditas; Beramendi tenía más sueño que ganas de música. Las doce serían cuando desfilaron dos, quedando solos Facundo y el compañero que, como él, traía ropa y sombrero al estilo de la tierra de María Santísima. Era un caballero joven a quien las aficiones a la jácara y a las cañitas no privaban de la   —281→   exquisita distinción en sociedad. A todo hacía, mostrando igual superioridad en ambos papeles; era el primero en las zambras andaluzas, el primero en la cortesanía que podremos llamar europea, terreno común de la civilización. Disputaron un rato Risueño y Manolo Tarfe (que tal era el nombre del caballero), sobre si braceaban los potros cordobeses mejor que los jerezanos o viceversa; pero ello quedó en las primeras escaramuzas, porque Risueño fue bruscamente acometido de tan intensa modorra, que con media palabra entre los labios, dejó caer al suelo la guitarra, y su cuerpo se estiró en el sofá, convirtiéndose en plomo. Tarfe le llamó con fuertes gritos, como podría llamarle si se hubiera caído en un pozo... «¡Pobrecito! -dijo Teresa, gozosa de ver anulada la personalidad de su contratista-, hay que dejarle dormir la manzanilla». Entre ella y Felisa le sacaron con no poca dificultad las botas... El marsellés no pudieron quitárselo, por la extraordinaria pesadumbre del cuerpo de Risueño.

Cogió en esto el caballero Tarfe su calañés para retirarse, y haciendo ademán de poner el gracioso sombrero andaluz en la cabeza de Teresita, le dijo: «Ahí te dejo con ese fardo... Mejor para ti que se haya convertido en lo que ves, en un saco de patatas...».

Solía tutear a Teresa, viéndola sola, por arranque nativo de su temperamento, y por expresarle mejor sus atrevidas pretensiones.   —282→   Tiempo hacía que la enamoraba con disimulo, aprovechando toda buena coyuntura para convencerla de que debía entenderse con él, rescindiendo la contrata con Risueño. Pero Teresa, blasonando de virtud relativa, no daba oídos a la sugestión del caballero, y se mantenía leal a su compromiso. Sin esperanza de ser más afortunado aquella noche, Tarfe, cuando Teresa salió a despedirle hasta la sala, dejando en el gabinete el inanimado cuerpo de Facundo, que más bien cadáver parecía, le soltó la milésima declaración y propuesta de amores. Echose a reír la guapa moza; pero más benigna que otras veces, deslizó una frase de esperanza.

«Manolito, tenga paciencia...

-¿Te decides a despachar al fardo?

-Paciencia, Manolo.

-Di una palabra... ¿Quieres que hablemos...?

-Sí: algo tengo que decir a usted.

-¿Dónde podríamos...? Teresa, no me engañes. Has dicho que tienes algo que decirme... Pues aquí mismo... Cuenta que Facundo es una pared.

-Las paredes oyen... Aquí no puede ser.

-¿Pues dónde, cuándo? ¿Me citarás?

-Sí: para ponerle a usted banderillas.

-No bromees. ¿Me citarás?...

-Que sí... Y basta. Tome el olivo pronto.

-Bueno: me voy. Pero quedamos en que me citas, Teresa.

-Para que hablemos...

  —283→  

-Eso, para que hablemos. ¡Si es lo que deseo: hablar contigo! Adiós, gracia del mundo».




ArribaAbajo- XXVIII -

Se ignora el día, el mes no es seguro... ello pudo ser en Febrero, en Marzo del 59, cuando en todo su apogeo lucía su espléndido plumaje nuevo la Unión Liberal, empollada por el gran O'Donnell. La indecisión de la fecha no quita valor histórico a la comida con que los Marqueses de Villares de Tajo obsequiaron a sus amigos. Estos eran cuatro: el Marqués de Beramendi, Manolo Tarfe, Nocedal y el pomposo Riva Guisando, la première fourchette de Madrid. Asistían también a la comida don Serafín del Socobio y su hija Valeria; pero como el pobre señor estaba medio paralítico, no gustaba de sentarse a la mesa grande, temiendo el desagradable espectáculo que a los convidados daba con su torpeza para el manejo de cuchillo y tenedor. En una estancia próxima le habían puesto una mesita, donde Valeria le acompañaba, le partía la comida cuando era menester, y se la iba metiendo en la boca con tenedor o cuchara.

Bromeaba Eufrasia graciosamente con Guisando, diciéndole que su patriotismo le ordenaba la proscripción de todo estilo francés en su cocina. Mal día le esperaba al gourmet.   —284→   Afirmaba Guisando que él era internacional, y que adoraba los buenos platos españoles condimentados secundum artem. Dejándose llevar de su galantería, llegó a decir que mantenidos en España los buenos principios gastronómicos de la raza, él sería el primer enemigo de la invasión, y pondría en todas las cocinas una copia en pastaflora del grupo de Daoiz y Velarde. Don Saturno del Socobio, que estaba ya casi lelo, no decía más que: «España es la primera nación del mundo por el valor y por la sobriedad. ¿Qué mayor gloria para un país que vivir sin comer? Los españoles han hecho en ayunas su brillante historia». Apoyó esto Nocedal, diciendo que España no había cultivado nunca las artes que no eran espirituales, y que entre todas las filosofías había preferido el ascetismo, que resuelve de plano y sin quebraderos de cabeza la cuestión de subsistencias. La Economía Política que a la sazón estaba tan en boga, era desconocida de los españoles del gran siglo... La decadencia empezó cuando entraron las ideas económicas... La vida española es, por naturaleza, vida de inspiración, vida de hazañas en la esfera humana, y de milagros en la esfera religiosa... Es España la cristalización del milagro: vivir sin trabajar, trabajar sin comer, comer sin arte y hacer una historia que así revela el poder de las voluntades como el vacío de los estómagos... Con estas paradojas a los comensales entretenía, y corroboraba su fama de decidor agudo.

  —285→  

Beramendi preguntaba si había noticia histórica de cómo se alimentaban el Cid, Nuño Rasura y Laín Calvo, y Guisando afirmó que estos caballeros no comían más que pan y sus derivados; migas o sopas de ajo, caza y cotufas, con lo que se podía componer un excelente Timbale de perdreaux aux truffes... Don Saturno, reiterando su patriotismo, sostuvo que la cocina francesa era una alquimia indecente y una botiquería repugnante, y Tarfe se declaró internacional como Guisando, preconizando la concordia y armonía entre los dos sistemas culinarios, tomando lo bueno de uno y otro para formar lo excelente y superior; vamos, una verdadera Unión Liberal del comer.

¡Unión Liberal! Estas mágicas palabras llevaron la conversación a la comidilla política, que era la más incitante y sabrosa.

«Tiene razón Tarfe -dijo Eufrasia-. ¿Qué es la Unión Liberal más que una mixtura de sistemas gastronómicos?

-Trátase de un sistema político -apuntó Nocedal-, que no tiene más que un dogma, o si se quiere, tres dogmas: comer, comer, comer.

-Trátase, señor don Cándido Nocedal -dijo Tarfe, el más convencido y frenético de los unionistas-, de traer a España la vida nueva y grande, la vida del progreso, de la cultura, y poner fin a la política sectaria y facciosa».

Apoyado por Beramendi, hizo Manolo Tarfe el ardiente panegírico de la Unión y de   —286→   su creador y jefe don Leopoldo O'Donnell. Con ser profunda la fe del caballero en las excelencias del nuevo partido y en las venturas que al país traería, más que la fe en las ideas le alentaba su amor y respeto al Conde de Lucena y a toda su familia. Por el General tenía verdadera adoración; con tal vehemencia ponderaba su valor, su talento y su sencillez y bondad, que en el Casino solían llamarle O'Donnell el Chico. Provenía más bien este apodo de su estatura, harto menguada en comparación con la de su ídolo, y de su semejanza fisonómica con personas de la familia del General. Era rubio, de azules ojos, simpático, y de hablar expedito y donoso. Rico por su casa, Tarfe quería lucir en el terreno político, y no carecía de bien fundadas ambiciones. Ya era diputado, y con la protección de O'Donnell sería todo lo que quisiese. Su frivolidad y los hábitos de ocio elegante en los altos círculos, o en los pasatiempos y deportes andaluces (pues esta doble naturaleza era en él característica), se iban corrigiendo con el trato de personas graves y con la constante proyección de la seriedad de O'Donnell sobre su espíritu. No era un derrochador como Aransis, ni había llegado al reposo y madurez de juicio del gran Beramendi. Algunos le tenían por cuco, y veían en sus jactanciosas actitudes, dentro de las dos naturalezas, un medio de hacerse hombre y de abrirse camino en la política.

Ameno y fácil hablador, O'Donnell el Chico   —287→   se disparaba en la conversación, estimulado por su propia facundia y por el agrado con que le oían. Decía la Villares de Tajo que no había caja de música más bonita y menos cansada que Manolo Tarfe, y siempre que a su mesa le tenía, dábale cuerda, variándole al propio tiempo la tocata. Todas las de O'Donnell el Chico iban a parar siempre a la exaltación y apoteosis de la Unión Liberal. Nocedal y don Saturno creyeron que Tarfe deliraba o se ponía peneque cuando le oyeron decir: «Don Leopoldo es el primer revolucionario, porque al par de los derechos políticos para todos los españoles, trae los derechos alimenticios. Viene a destruir la mayor de las tiranías, que es la pobreza. Su política es la regeneración de los estómagos, de donde vendrá la regeneración de la raza. Sin buenos estómagos, no hay buenas voluntades ni cerebros firmes. De Mendizábal acá, nadie ha pensado en que España es un pobre riquísimo, un vejete haraposo, que debajo de las baldosas del tugurio en que vive tiene escondidos inmensos tesoros... Pues O'Donnell levantará las baldosas, sacará las ollas repletas de oro, y con ese oro, que es a más de riqueza talismán, le dará al vejete unos pases por todo el cuerpo, a manera de friegas, devolviéndole la juventud, la fuerza física y mental».

Tronó don Saturno contra esto; Eufrasia y Beramendi rieron; Nocedal, más desdeñoso que indignado, dijo que la figura podía pasar, pero que la idea era detestable y masónica.   —288→   La palabra Desamortización corrió de boca en boca, y en la de Riva Guisando provocó esta opinión escéptica: «Hágase la prueba... Sáquese del subsuelo un poco de pasta, dénsele las friegas al vejete... véase qué cara pone, y si le entusiasma la idea de recobrar la juventud... Porque si después de desamortizar salimos con que el viejo requiere sus andrajos y clama por que no le quiten de la cara sus benditas arrugas, no hemos hecho nada...».

Y tal alboroto levantaron las ideas de Tarfe, que hasta la salita donde comía don Serafín llegó el eco de los apóstrofes, réplicas duras y burlonas risas. El pobre señor se afligió enormemente cuando Valeria le dijo que hablaban de Mendizábal y de la Mano Muerta, y con la suya, que no estaba muy viva, dio sobre la mesa no pocos golpes, diciendo: «Tarfe masón... Perdónele Dios». Tan excitado se puso, que Valeria pasó al comedor para rogar que se variase la tocata.

«¿Qué hay, hija mía?

-Papá está furioso por lo que dice Manolito Tarfe. Manolito, haga el favor de no ser aquí tan masónico.

-¿Qué ha dicho mi buen amigo don Serafín?

-Que toda política que va contra Dios, es una política infernal.

-No he dicho nada... Valeria, aunque venga usted en clase de inquisidora, nos alegramos de verla.

-No nos abandone, Valeria. Está usted   —289→   monísima; nos embelesa su rostro; su mirada y su sonrisa nos encantan, aunque vengan cargadas de anatemas y excomuniones».

Halagada en su vanidad por tales piropos, dijo Valeria que no podía separarse de su papá, pero que aprovecharía cualquier ocasión para dar un saltito al comedor y echar un palique con los buenos amigos, siempre que estos prometieran ser muy poquito herejes y muy poquito masónicos. La ocasión para zafarse del cuidado de don Serafín, y campar un rato a sus anchas en el comedor, la determinó Fajardo, que cuando servían el café se fue a tomarlo en compañía del paralítico, relevando a Valeria. Esta voló al comedor, y solos el Marqués y don Serafín, ofrecieron a la Historia una memorable conversación: «Mi noble amigo, de hoy no pasa que usted me dé su conformidad con el plan que le he propuesto para el perdón de Virginia...

-¡Oh, Virginia, hija del alma! -exclamó Socobio lloriqueando, pues en cuanto aquel tema se tocaba, sus ojos eran fuentes.

-¡Hija del alma, dice usted, y no le abre sus brazos!... ¡Hija del alma, y le niega su cariño, le niega el pan!...

-El pan no... Todo el sobrante que hay en casa, que no es poco, será para ella... ¡Hija mía... tan pobre y lactando!... Yo le aseguro a usted que si Virginia criara dentro del santo matrimonio, yo pagaría con gusto las mejores amas asturianas y pasiegas...   —290→   Pero ella lo ha querido, ella rompió todos los lazos y pisoteó todas las leyes... Castigo de Dios: darás el pecho a tus hijos, porque no tendrás dinero para pagar ama...

-Virginia goza de buena salud, y no necesita alquilar la leche para su hijo. Virginia es la mujer fuerte, la mujer que va derecha por el camino de la vida.

-¡Ay! no, no, Pepe... no me aflija usted más de lo que estoy... Vea, vea cómo corren mis lágrimas... Ya tengo este pañuelo que se puede torcer... Pero traigo otro... y otro. Siempre que salgo de mi casa llevo tres pañuelos, porque me aflijo por la menor cosa y... ya ve usted... Hágame el favor, Pepito, de no disculpar a Virginia ni llamarla mujer fuerte. Podré perdonarla; pero disculparla nunca... Es la mujer débil, la mujer extraviada... Póngame usted más azúcar... me agrada el café dulcesito... Pues no ensalce usted a Virginia, pecadora y adúltera; no la comparemos con este ángel, con mi Valeria, la hija fiel, la hija discreta que ha preferido las asperezas del deber a los deleites de la libertad... Ahí la tiene usted, casada honesta y viuda honestísima, que viudez efectiva, aunque pasajera, es el alejamiento de su marido... Ahí está, firme en sus deberes, intachable en la virtud, ajustando estrictamente su conducta a lo que dice San Dionisio Areopagita acerca de la forma y manera con que han de guardar su recato las viudas. ¿Lo ha leído usted?

  —291→  

-No, señor... Pero sin leer nada de eso, reconozco que Valeria es un modelo de viudas ocasionales y de amantes hijas.

-No tiene más que un defecto, que es su loco devaneo por los muebles elegantes y las cortinas de última novedad... Pero este defecto no atañe a la virtud propiamente, ni la menoscaba. ¡Oh, qué diera yo por que a Virginia no se le pudiera echar en cara otro pecado que el mueblaje suntuoso y el gusto exagerado del vestir a la moda!... Los pecados de Virginia van contra Dios, son la negación de Dios y de su maravillosa obra en la humanidad... Yo lloro esos pecados, querido Pepe; los lloro por ella, y los estaré llorando mientras viva...

-Serénese un poco, don Serafín; tómese su cafetito, que está muy bueno, y sin lloriqueos ni suspiros, deme su conformidad con el proyecto de reconciliación... ¿Quiere que le recuerde las bases? Usted señalará a su hija pensión de alimentos, cantidad razonable, la que le correspondería si no existieran estas discordias... Virginia y su familia vivirán en mi casa; podrán visitarla usted y doña Encarnación a la hora que se determine para encontrarla sola con el chiquillo... ¿No es esto lo tratado?

-Eso es... déjeme que llore... eso y algo más. Viéndome ya tan caduco y de tan torpe andadura, propongo que puedan venir a mi casa Virginia y su nene; pero nunca pretender vivir con nosotros... De su casa de usted vendrán a la mía, y de la mía volverán   —292→   allá, sin que el hombre en ningún caso les acompañe por la calle...

-Muy bien. Mi mujer o yo nos encargaremos de la traslación... Todo irá bien. Yo he hablado con Ernestito... ya se lo dije a usted ayer. El dulce Anacarsis está en la disposición más conciliadora, y no le importa ni poco ni mucho su mujer. Se hace la cuenta de que Virginia no existe, de que está viudo, situación que le agrada en extremo. No echa de menos el matrimonio, ni tampoco el divorcio, porque si lo hubiera y él recobrara por la ley la facultad de volver a casarse, no lo haría... Con que todo va como una seda, mi querido Socobio, y sólo falta que pongamos en ejecución nuestro convenio lo más pronto posible...

-Sí, pronto... De pensar que veré a Virginia soy un río de lágrimas... ¿Dice usted, Beramendi, que el chiquillo es lindo? Bien podrá ser que haya sacado toda mi cara, mi expresión...

-Paréceme que sí... Usted le verá...

-Y es una bendición que no hable todavía... Me sabría muy mal oírle nombrar a su padre... No sé quién me dijo que el padre es guapo, y yo me resistí a creerlo... Ya sabe usted lo que dice Santo Tomás...

-No me acuerdo.

-Pues dice que nada puede ser bello si no es bueno.

-Hay excepciones... Pero, en fin, dejemos eso...

-Dejémoslo... que, en último caso, la belleza   —293→   física poco importa y poco vale... La belleza moral es reflejo de la Divinidad... Vea usted reunidas las dos bellezas, la moral y la física, en esta angelical Valeria, ¡ay!... que sería la perfección misma sin esa flaqueza por la futilidad de las consolas, por la absoluta vanidad de los entredoses, y por la frágil opulencia de las porcelanas... Déjeme usted que llore, mi querido Beramendi... mi llanto es una mezcla de alegría y de pena, porque veré junto a mí a mis dos hijitas, la buena y mala, y a ratos, a ratos... me forjaré la ilusión de que las dos son buenas, piadosas, y las querré a las dos lo mismo, lo mismo; y el chiquitín de Virginia me figuraré que es de Valeria, y creeré, como creen los niños, que no lo engendró varón, sino que lo han traído de París... de París, Pepito, para recreo de mis dos hijas y mío. Jugarán ellas, jugaremos todos con él... De París ha venido en una caja con mucho papel picado, como las que recibía Valeria con aquellas lámparas elegantísimas y aquella loza de Sevres, que me costaban un dineral... De París ha venido el niño, sí, sí, y yo estoy muy contento, yo lloro de contento... y le estoy a usted muy agradecido... Beramendi, deme usted un abrazo fuerte, fuerte... y de mi parte este para María Ignacia... Déselo usted bien fuerte, bien fuerte... ¡ay, ay, ay!».



  —294→  

ArribaAbajo- XXIX -

Salvó a Beramendi de aquel sofoco Cándido Nocedal, que fue a dar sus plácemes a don Serafín por la feliz aprobación del convenio de paces, y tuvo que aguantar los abrazos con salpicadura de lágrimas efusivas. El ex-ministro reaccionario no había contribuido poco a domar la testarudez socobiana, desmintiendo en aquel caso, como en otros de la vida privada, el rigor de sus principios dogmáticos. En el comedor, todo era luz, animación y alegre bullicio. Valeria se derretía con los finos galanteos de Manolo Tarfe, y afectaba sorpresa burlona cuando el caballero hacía descaradas alusiones a los flamantes amoríos de ella con Pepe Armada... Beramendi cogió al vuelo estas frases. «¡Qué tonto, qué malo!... Con usted no hay reputación segura». Y en el otro corrillo oyó a don Saturno: «Querido Guisando: eso que usted dice es un insulto a la Divina Providencia, y una burla de los designios del Altísimo. Porque el Altísimo permite que haya pobres, y los pobres y miserables lo son porque así les conviene... Permite también que haya ricos que no necesitan trabajar... Naturalmente, les conviene la ociosidad en medio de la abundancia; pero el Hacedor, al permitir estas desigualdades por conveniencia   —295→   de unos y otros, no consiente que los ricos inventen manjares absurdos por lo costosos. Eso es ya sibaritismo, y el sibaritismo es pecado.

-El desenfreno de la gula -dijo Eufrasia-, llevará a los infiernos a nuestro simpático gourmet».

Riva Guisando, encendido de satisfacción el rostro, respondió con sonrisa olímpica que él no era más que un experimentador, un espíritu teórico que ponía sus conocimientos al servicio de la Humanidad. «Repetiré lo que ha escandalizado a esta señora -dijo-, para que se enteren Beramendi y Tarfe. Yo sé hacer un caldo tan superior, que cada taza sale por diez duros... cinco tazas cincuenta duros, y no rebajo ni un maravedí». Grande escándalo y risotadas de incredulidad. «¿Pero qué demonios echa usted en ese caldo?»... «Será que, en vez de carbón, emplea usted billetes de Banco»... «Lo hará con alones de ángel, o con huesecitos de santos milagrosos»... «Cuando uno tome ese caldo, verá desde aquí el rostro del Padre Eterno». Fiando a la comprobación real su problema gastronómico, Guisando emplazó y convidó a los presentes para la prueba. Él haría su caldo en casa de Farruggia. Luego que los amigos cataran y saborearan tan extraordinario condumio, él les daría exacta cuenta de las carnes, especias y demás ingredientes que habían entrado en la composición... y se vería si era o no razonable calcular en diez duros el coste de cada taza.

  —296→  

Aceptaron todos el extraño convite. En opinión de don Saturno, Guisando tenía que pedir pagas adelantadas, vender sus camisas y empeñar toda su ropa, si daba en regalarse a menudo con su famosa invención. «Pues sí -dijo Eufrasia-, quiero probar ese caldo y saber cómo se hace... para no hacerlo en mi vida, y declarar loco a su inventor». Con esto se puso fin a la reunión, que en aquella casa venerable terminaba siempre temprano. Salió el primero don Serafín, acompañado de su hija, y luego los demás convidados, agradecidísimos a las atenciones de los Marqueses. Nocedal y Beramendi se fueron a sus casas, y Tarfe y Guisando al Casino.

No se le cocía el pan a Manolito hasta no avistarse con Teresa, y a la mañana siguiente se fue a su casa, esperando verla ya en completa liberación del fardo. Aunque el rompimiento era seguro, aún no había dicho Risueño la última palabra, según contó a su amigo la moza, inquieta y malhumorada. «Hemos tenido más de un arrechucho. Está el hombre imposible... Ni él puede aguantarme a mí, ni yo a él. A decir verdad, no ha estado muy violento... lo que significa que no me tiene ninguna estimación. Yo a él tampoco le estimo desde que sé que quiere proteger a una tal Genara, alias la Zorrera, que estuvo con Pucheta... y es de lo último de la calle... Lo que más me carga de Facundo es su gusto pésimo y su ordinariez... Veo que me despedirá como se despide   —297→   a una criada que no guisa con aseo. Ayer me dijo: 'Sé que tomas varas de un chico, aprendiz de armero, que pedía limosna... Ya veo que tus caridades no son más que una tapadera indecente'. Yo le contesté con medias palabras, de las que ni afirman ni niegan... siempre con dignidad. Sé tener dignidad; él no... Vaya con Dios... No me importa: ya lo deseo».

Reiteró Tarfe su proposición de recoger la herencia de Risueño, y la guapa mujer, agraciándole con sonrisas y seductores melindres, le ordenó que tuviese paciencia, y escuchase lo que a decirle iba. Sacó del bolsillo un mal escrito papel, sentose frente a O'Donnell el Chico, y le dijo mostrando sus garabatos: «Estas notas, Manolo, escritas por mí, que no estoy fuerte en ortografía, las pondrá usted en limpio. Tome, entérese. Verá tres nombres de personas, y otros tantos destinos, que quiero, Manolo, que necesito... Lo hago cuestión de gabinete: o me trae usted las tres credenciales, o no se presente más delante de mí. Usted es poderoso; el General O'Donnell no le niega nada. En todos los Ministerios tiene usted gran metimiento. Se va usted a Posada Herrera, o a Calderón Collantes, o a Salaverría... si no prefiere irse a la cabeza, a su padrino don Leopoldo, diciéndole: 'Padrino, esto quiero... Mis compromisos políticos me exigen, me...' En fin, usted sabrá lo que tiene que decirle».

Leyó Manolito la nota, y suspirando dijo   —298→   que lo haría, lo intentaría, sin asegurar que lo consiguiese, pues había pedido ya y obtenido de don Leopoldo y de los demás Ministros excesivo número de credenciales. Pero, en fin, él lo tomaría con gran empeño, presentando los tres casos como graves compromisos políticos, de los ineludibles y que no admiten espera. Pedía Teresa para su tío don Mariano plaza de Jefe de Administración, que era el ascenso que le correspondía, si era posible en Estado, y si no en cualquier parte. Para Leovigildo Rodríguez pidió plaza de la misma categoría que tuvo en Hacienda, y otra igual para don Segundo Cuadrado. Tragose la nota el buen Tarfe, viendo que con Teresa no valían palabritas engañosas, y se fue dispuesto a marear a medio Ministerio y a su cabeza visible hasta lograr las tres plazas. Cosas más difíciles había en este mundo. Él de nada se asustaba, fiado en su buena estrella y en su ángel. Era el niño mimado de la Unión. Adelante, pues, y a trabajar por Teresa, por aquel París que bien valía una misa, y aun tres misas.

Mientras andaba O'Donnell el Chico en la campaña que había de producir el remedio de tres cesantes infelices, Teresa no mantenía ociosa su mano liberal. Creía llegado el caso de repartir todos los bienes que a ella le sobraban. Su idea desamortizadora y de distribución del bienestar nunca brilló en su mente con luz tan viva. A su madre dio dos trajes muy buenos para que los arreglara, y   —299→   dos miriñaques; a Mercedes Villaescusa, una bata, camisas, enaguas, zapatos; a doña Celia envió macetas con las mejores plantas que entonces se conocían en Madrid, y además loza de vajillas descabaladas, un par de cortinas, cuatro botellas de manzanilla, un calentador para los pies, tabaco y otras menudencias; a Jerónima, provisiones de boca, galletas finas y un jamón, amén de unos visillos para las ventanas... Y entre otros pobres que en sus excursiones por los barrios del Sur había encontrado, repartió diferentes especies de ropa y comestibles, y algún dinero. En esta caritativa ocupación la sorprendió el ultimatum de Risueño, que se despidió de ella con una carta muy mal escrita, concediéndole la propiedad de todo lo existente en la casa, y enviándole mil reales de plus... Alegrose Teresa de que la madeja de aquel lío se desenredase tan suavemente, y dio por buena la mezquindad del socorro final, perdonando el coscorrón por el bollo. Nunca le fue tan grata la libertad; nunca tan a sus anchas respiró, a pesar del alarmante vacío de sus arcas. Ya vendría dinero de alguna parte; vendría tal vez la franca resolución de despreciarlo, y el recurso supremo de no ver su necesidad. Hallábase después de la carta de Risueño en gran perplejidad, cavilosa, echando ahora su alma por un camino, ahora por otro. Pocos días después de encontrarse libre, recibió la visita de una señora, o con apariencias de tal, que alguna   —300→   vez se personaba en su casa; mujer de peso, de historia y de mucha labia, de estas que vienen a menos por desgracias de familia, o por picardías de hijos desnaturalizados. Había sido famosa cuca; vestía decentemente, sin borrar de sí la inveterada traza celestinoide.

Secretearon las dos algo que merece referirse. Con extremados encarecimientos habló Serafina, que así la tal se llamaba, de un opulento señor, en buena edad, que por la calle había visto a Teresa y deseaba obsequiarla en alguna forma delicada... «Usted se habrá fijado tal vez... y ya comprende a quién me refiero... Sólo le diré, por si lo ignora, que ese señor tiene la contrata de todo el tabaco que en España se consume, y que no sabe qué hacer del dinero... Pero sí sabe, sí. ¿Ve usted la Puerta del Sol, con todas las casas derribadas para hacerlas de nuevo, ensanchando la plaza? Pues dicen que él levantará todas las casas nuevas. Imagine usted qué fincas... Es de estos hombres que de chicos se van descalzos a la Habana y vuelven con las botas puestas... Pero este no trabajó en calzado, sino en sombreros, con más suerte que mi difunto esposo, que después de ganar en Cuba muchísimo dinero, allá se dejó las onzas y la pelleja... Pues como le digo, es persona sentada, tan limpio que da gloria verle; la cara bonachona, los cabellos entrecanos... figura hermosa en sus años maduros...

-Le conozco de vista -dijo Teresa poco   —301→   interesada en el asunto-, y algo me han contado de la facilidad con que gana el dinero. Yo, si he de decirle la verdad, Serafina, estoy cansada de esta vida... ¿Sabe usted lo que pienso de algunos días acá? Se va usted a reír... Ríase lo que quiera. Pues se me ha metido en la cabeza dedicarme a la honradez pobre, o a la pobreza honrada... que es lo mismo... ¿Qué le parece?

-¡Ay, hija mía: si es cuestión de conciencia, yo nada digo; no me meto a dar consejos a nadie, mediando la conciencia! ¡Ay, no, no!... ¿Pero de qué le ha dado a usted esa ventolera? ¿Es cierto lo que oí, que le ha salido a usted un obrerito? Hija mía, ándese con cuidado con los obreritos, que esos... a lo mejor la pegan, y salen unos perdularios o unos borrachines. Las clases bajas de la sociedad, me decía Bravo Murillo, son dignas de que se las socorra, de que se las aliente; pero líbrenos Dios de meternos entre ellas... No, no: ni usted ni yo, por nuestra educación, podemos hacernos a la grosería del pueblo.

-Yo no pienso así. Al contrario, se ha fijado en mí la idea de que no hay cosa mejor que no poseer nada, absolutamente nada. ¡Fuera necesidades, fuera obligaciones! Tener una un hombre que la quiera... casarse con él, vivir con vida sencilla, descuidada... ganando el pedazo de pan necesario para cada día...

-¡Ay, ay, Teresa, qué gracia me hace usted! ¡Salir con eso del bocadito de pan,   —302→   ahora, ahora, cuando tenemos a la Unión Liberal, que viene con la idea de hacer de España otro país, como quien dice, fomentando, fomentando...! Yo no sé expresarlo bien; pero este es el momento histórico... así me lo ha dicho don Francisco Martínez de la Rosa... el momento histórico de multiplicar en España las comodidades y el bienestar de tantos miles de almas... Tendremos más ricos, pudientes muchos, y menos pobres... Vendrá la venta de la Mano Muerta... saldrán miles de millones... y verá usted a España cubierta de ferroscarriles, que traerán a Madrid todo el género de las provincias casi de balde... Así me lo decía esta mañana Salustiano Olózaga, y del mismo parecer es el Infante don Francisco, con quien hablé la semana pasada, y me dijo: 'Serafina, mucha riqueza que está guardada veremos salir pronto de debajo de la tierra'. ¡Y en este momento histórico cambia usted de rumbo, y vuelve su lindo rostro hacia la pobreza!...». La condenada tenía la perversa costumbre de citar personas respetables, que le daban confianzudamente un autorizado parecer, con el cual fortalecía su opinión propia. Teresa, en verdad sea dicho, había tenido con ella poco trato, y este fue casi siempre puramente comercial, por la compra o cambalache de joyas, encajes, abanicos, y otras prendas que cautivan a las señoras. Sin hacer ningún negocio la despidió aquella mañana, y fue tan discreta Serafina que no reiteró su proposición, limitándose   —303→   a decir: «Volveré, Teresita... quiero verla a usted en su nuevo papel... ¡Compartir la vida pobre con un obrerito! ¡Qué pronto se dice, y qué bonito parece pensado y dicho!... En el hecho ya es otra cosa... Aquí donde usted me ve, yo, en mis quince y en mis veinte, tuve, mejor diré, padecí, ese bello ideal, y... ¡ay!... En fin, no quiero quitarle las ilusiones. Váyase usted, Teresita, a la pobreza honrada, que si es cuestión de conciencia, yo seré la primera que le aconseje ir por ese camino. La conciencia sobre todo: así me lo decía, sin ir más lejos, ayer tarde, el Cardenal Fray Cirilo de Alameda... Adiós, hija mía».




ArribaAbajo- XXX -

Atacó el buen Tarfe con loco empeño a su protector don Leopoldo, de quien obtuvo una repulsa cariñosa. Ya le dolía la mano de dar a su protegido tantas credenciales. De Posada Herrera, a quien ya tenía frito con sus peticiones, nada sacó en limpio. Más feliz fue con Salaverría y con el Marqués de Corbera, que al menos le dieron esperanzas. El hueso más duro de roer era el destino de Centurión, en Estado; y no viendo medios de salir airoso con O'Donnell ni con Calderón Collantes, que se llamaban Andana, dirigió sus tiros contra doña Manuela,   —304→   que le quería, le mimaba y se divertía con su graciosa cháchara. No la encontró muy propicia, por tener bastante gastada ya su poderosa influencia; pero Tarfe insistió, y para ganar el último reducto de la voluntad de la señora, le llevó folletines nuevos, que ella no conocía: Isaac Laquedem, por Alejandro Dumas, y luego Los Mohicanos de París, del mismo autor. Esta larga y complicada obra fue muy del agrado de la Condesa. Tarfe sacrificaba por las noches sus más agradables ratos de casino y teatros para leerle a doña Manuela pasajes de febril interés. Total: que con esto y sus hábiles carantoñas, y los elogios que hacía del gran mérito administrativo de Centurión (no le conocía ni de vista), logró interesar a la señora, y el buen don Mariano tuvo su destino, no en Estado, sino en Fomento, que para el caso de comer era lo mismo.

Para mayor ventura de Manolo Tarfe, el mismo día que le dieron la credencial de Centurión, entregole Salaverría la de Leovigildo Rodríguez. Sólo faltaba la de Cuadrado; pero de esta colocación se encargó Beramendi, gozoso de favorecer al que había sido su desgraciado jefe en la Gaceta. Con estas bienandanzas, corrió Tarfe a ver a Teresa. Le llevaba todo lo que le había pedido. Tan contento estaba el hombre de poder satisfacerla en sus deseos generosos, que al darle las credenciales, se dejó decir: «Pide por esa boca, Teresa. A ver si encuentras   —305→   otro que con tanta diligencia te sirva». Muy agradecida, y loca también de contento, Teresa no dio al caballero el sí que este anhelaba; difirió su acuerdo para dentro de algunos días. «Estoy ahora en grandes dudas, Manolo, y dispense si no le contesto a lo que desea... Mil y mil gracias, amigo: es usted la flor de la canela para estas cosas. ¡Viva la Unión Liberal! y viva O'Donnell el Chico, que es el vicario del grande... Crea usted, Manolo, que le aprecio de veras... Pero estoy en la crisis del alma, en la terrible duda, Manolo. ¿Me voy hacia arriba, o me voy hacia abajo? ¿La felicidad dónde está? ¿En la honradez pobre y sin cuidados, con sólo un hombre para toda la vida, o corriendo, arrastrada de muchos hombres, y metiendo mano a los millones de la Desamortización?». Decía esto muy nerviosa, poniéndose la mantilla. Creyó Tarfe que no estaba buena de la cabeza, o que de él donosamente se burlaba. Salió la guapa moza, sin permitir que el caballero la acompañase por la calle. En la esquina de Antón Martín le dejó plantado, corriendo con paso ligero a llevar las buenas nuevas al infortunado Centurión.

Interesantísima fue la escena de la presentación de la credencial a don Mariano, quedándose el buen señor tan absorto y turulato que no daba crédito a lo que veía... Leyó doña Celia; corrió Centurión a sacar del cajón de la mesa unos anteojos de gran fuerza que usaba para leer documentos de letra borrosa... Ni aun leyendo con aquellas   —306→   potentes gafas se convencía... Ordenó a su mujer que leyese de nuevo... ¡Colocado y con ascenso! No podía ser. «Teresa, o eres tú un demonio, que gasta conmigo bromas harto pesadas, o Dios me confunde por haber hablado mal de don Leopoldo O'Donnell». Díjole a esto Teresa que el Jefe de la Unión Liberal estaba bien al tanto de lo que valía don Mariano, y que de su motu proprio había ordenado la reposición... El gozo de ver terminada su horrible cesantía inundó el alma del buen señor; mas por entre los espumarajos del gozo asomó la dignidad adusta diciéndole: «Hombre menguado, aceptas tu felicidad del hombre público más funesto... y por mediación de tu pública sobrina... Lo que no lograron los principios de un varón recto, lo consigue la hermosura de una mujer torcida... ¡En qué manos está el Poder!...». Viendo que doña Celia mostraba su gratitud a Teresilla besándola con ardiente cariño, se escabulló del alma la dignidad de don Mariano. «Será preciso que yo vaya personalmente a dar las gracias al General -dijo paseándose en la habitación con grandes zancajos. Replicó Teresa que no deseaba O'Donnell más que conocerle, y felicitarle por su mérito administrativo.

Una vez derramados los chorros de alegría en aquella casa, corrió Teresa a la de Mercedes Villaescusa. Al darle la credencial añadió estas graves palabras: «Dile a Leovigildo que ahí tiene eso, la mejor prueba de que Teresa Villaescusa es buena cristiana   —307→   y sabe devolver bien por mal. Tu marido escribió el anónimo diciéndole a Facundo que yo tenía algo que ver con Santiuste... Es una canallada, de la cual me vengo sacándoos de la miseria... No, no me niegues que tu marido escribió el anónimo. Por mucho que quiso disimular la letra, no logró disimular su infamia... Conocí la mano que escribió el anónimo por el trazo y por dos faltas de ortografía que son suyas... suyas son... Se me quedaron en la memoria desde que me escribió una carta pidiéndome doscientos reales, que por cierto le di... Pone berdad con b alta, y prueva con v baja... No, no le defiendas: mi ortografía es mala; allá se va con la de él... Pero... convence a tu marido de una cosa: la falta más fea de ortografía es... la ingratitud... Adiós; que lo paséis bien». No esperó la réplica, y bajó muy terne por la empinada escalera.

Con la satisfacción de haber producido el bien, Teresa no pensó ya más que en frecuentar el trato de Mita y Ley, a quienes había tomado gran cariño. Mientras vivieron en las Vistillas, a los dos les veía casi diariamente; pero una vez que los esposos libres se trasladaron a la casa de Beramendi, no encontraba en el taller más que a Leoncio y al espiritual Santiuste, ardoroso en el trabajo por instigación constante de la guapa moza. Ya esta no era un enigma para Mita y Ley, que la conocían por lo que era y lo que había sido, y ambos ponían gran empeño   —308→   en atraerla mansamente a las vías de la virtud, conforme al sentir general, no al sentir suyo; que no se atrevían a proponer su libertad como modelo de vida. Pero ya se uniesen Juan y Teresa por lo libre, ya por lo religioso, tropezarían con un grave problema: los medios de la vida material. Pensando en esto, Mita y Ley no veían clara solución, porque con el mezquino jornal que daban a Juan (y más no le daban porque no podían), no era posible sostener una casa por humilde que fuese. Quizás Teresa, pensaban ellos, que tan buenas plazas había obtenido para infelices cesantes, conseguiría para su futuro un buen puesto en la Administración pública, quitándole del oficio. En esto discurrían torpemente Leoncio y Virginia, pues nada más lejos de la fantasía de Teresa que vulgarizar y empequeñecer la personalidad del buen Tuste, confiriéndole la investidura de vago a perpetuidad, sin horizontes ni ninguna esperanza de gloriosos destinos. En la crisis que removía su espíritu, la cual era como si todo su ser hubiese caído en ruinas, y de entre ellas quisiera surgir y sobre ellas edificarse un ser nuevo, extrañas ambiciones al modo de centellas la iluminaban. Por momentos veía que la más hermosa solución era imitar el arranque intrépido de Mita y Ley cuando se arrojaron solos en brazos de la Naturaleza, sin recursos, con lo puesto, volviendo la espalda a la sociedad y encarándose con la severa grandeza de los bosques inhospitalarios...   —309→   ¿Serían Teresa y Juan capaces de repetir el paso heroico de sus amigos?

En esto pensaba la Villaescusa sin cesar, desde que se sintió enamorada de Tuste, y miraba con desdén, casi con repugnancia, los ordinarios arbitrios de vida pobre, el jornal, el empleíto, y el encasillado inmundo en un mechinal urbano. En estas ideas fluctuaba cuando ocurrió lo que a continuación se cuenta.

Tan hechos estaban Mita y Ley al vivir campestre, que no podían pasarse sin salir los domingos a ver grandes espacios luminosos, tierra fecunda o estéril, árboles, siquiera matas o cardos borriqueros, la sierra lejana coronada de nieve, agua corriente o estancada, avecillas, lagartos, insectos, todo, en fin, lo que está fuera y en derredor del encajonado simétrico que llamamos poblaciones. Desde que Tuste entró en el taller, les acompañaba en sus domingueras expansiones, y cuando Teresa cultivó la amistad de los armeros por querencia de Juan, fue también de la partida una vez o dos, y por cierto que se recreó lo indecible, tomando gusto a lo que parecía ensayo de vida suelta. Salían los expedicionarios por diferentes puntos, la Mala de Francia, la Moncloa, las Ventas; pero cuando no querían andar demasiado, y esto ocurría siempre que llevaban a Teresa, incapaz de largas caminatas, preferían un lugar próximo, la llamada huerta del Pastelero, grande espacio cercado, en las afueras del Barquillo,   —310→   junto al camino viejo de Vicálvaro, ni huerta, ni solar, ni campo, ni jardín, aunque algo de todo esto era, y restos quedaban de las diversas granjerías que existieron en aquel vasto terreno. Teníalo arrendado Tiburcio Gamoneda para establecer en él en grande las famosas industrias de obleas, lacre y fósforos, que tuvo su padre en la calle de Cuchilleros. Había una casa o almacén que debió de parecer palacio a los que estaban hechos a los chinchales del interior de Madrid; había dos estanques de quietas y limpias aguas, con pececillos; algunos árboles, entre ellos cuatro cipreses magníficos junto a los estanques, que reproducían, vueltas hacia abajo, sus afiladas cimeras de un verde obscuro y triste. Eran Tiburcio y su mujer hacendosos, y habían compuesto una noria vieja, con la cual podían sostener un fresco plantío de hortalizas. Tenían gallinas y palomas que se albergaban en la casa; un perro y un burro completaban su arca de Noé, amén de un tordo enjaulado.

Pues un sábado de Abril, pocos días después de la entrega de credenciales a Centurión y Leovigildo, recibieron Mita y Ley, a punto que anochecía, la visita de Teresa. Invitáronla para el día inmediato, domingo, en la huerta, que así llanamente decían. Aceptó Teresa gozosa. ¿Quería que Tuste fuese a buscarla? No: ella iría sola; bien sabía el camino. No convenía que Juan fuese a buscarla, porque si se enteraba la madre de ella, furiosa enemiga de Juan, podría inventar   —311→   cualquier enredo para impedir que acudiera a la cita. Fueran los tres temprano, que ella, solita, recalaría por la huerta sobre las diez... Así se convino... Partió Teresa... En Puerta Cerrada tomó un coche para llegar pronto a su casa, y al entrar en ella temerosa, dijo a Felisa: «Si vuelve O'Donnell el Chico, le dices que no estoy, que he ido a casa de mi madre... No, no, eso no, que el muy tuno allí se plantaría... Le dices que me he marchado fuera de Madrid... a un pueblo... inventa el pueblo que quieras... y que no volveré hasta pasado mañana... o hasta cuando a ti te parezca». Adviértase que desde que le dio las credenciales, Tarfe la perseguía sin descanso, y a su puerta llamaba sin conseguir ni una vez sola ser recibido.




ArribaAbajo- XXXI -

Se acostó Teresa, y desvelada estuvo gran parte de la noche, sintiendo la voz de Tarfe en la puerta y las mentiras con que Felisa por centésima vez le despachaba. Engañó el insomnio, pesando y midiendo los términos candentes de la resolución que había de tomar el día próximo. Se llaman candentes estos términos, porque le quemaban el cerebro cuando alternativamente o los dos juntos entraban en él. Grave era esto, grave lo   —312→   otro... tan difícil el sí como el no, y el ser no menos escabroso que el no ser... Levantose temprano, después de un corto sueño; se arregló y vistió; cuando tomaba su chocolate, cayó en la cuenta de que su portamonedas estaba flaquísimo. Sólo le quedaban dos napoleones y alguna peseta del dinero que le dejó Facundo. Afortunadamente, tenía innumerables objetos de valor que vender o empeñar... Apartada un momento del estado económico, voló a más alta esfera, y de esta descendió, para pensar que debía ir a ver a su madre. Si no la entretenía y embaucaba con cualquier embuste, Manolita vendría en busca de ella; la perseguiría como a una criminal, si no la encontraba... Hasta era capaz de coger un coche y plantarse en la huerta, que bien sabía dónde estaba. La primera vez que Teresa fue a la merienda, hizo la tontería de contárselo a su madre, y describirle el sitio, y darle cuenta de las personas que la invitaron... Por ser ella tan necia, se veía sin libertad. «No se puede ser libre -pensaba-, sino con sombra de hombre».

Encaminose a la calle de Cañizares, donde vivía doña Manuela Pez, y tan recelosa iba de que su madre la detuviera birlándole la merienda en el campo, que de la escalera pensó volverse. No se determinó a retroceder. Subió despacio. Manolita, que desde el balcón la había visto entrar, le abrió la puerta, y llevándola con cierto misterio al cuarto más próximo, le dijo: «¿Tienes   —313→   algo que hacer hoy por la mañana? ¿Has venido con la idea de quedarte a almorzar conmigo?»... «De aquí -replicó Teresa, encontrando con rápida inspiración la mentira-, pensaba ir a casa del tío Mariano. Quiero zambullir mi espíritu en la alegría de aquella casa, nadar en ella. ¡Cómo están los pobres!

-Pues vete al instante -dijo Manolita, con el delicado y sutil acento que empleaba en los casos de gran oficiosidad-. Espero por la mañana la visita de una persona que viene a tratar conmigo de un asunto... No te lo digo... Ya has comprendido que se trata de ti, ¿verdad? Pues por lo mismo que se trata de ti, no quiero que estés en casa.

-¿La persona que usted espera es hombre o mujer?

-¡Ah, picaruela! sospechas que es Serafina. No... Serafina estuvo anoche dos veces; hoy volverá... Pero no es ella la persona que espero... Y lo repito: no quiero que estés aquí cuando venga... Necesito estar sola... ¡Ay, hija, cuánto tienes que agradecerme!... Otra cosa: como al mediodía tendré que salir y no sé cuándo volveré, no vengas acá hasta la tarde... mejor a la noche... ¡Ay! concédame Dios el poder darte esta noche un notición tremendo... Mucho vales tú, Teresa... pero una suerte tan grande, tan grande, no podrías soñarla...

-Bueno, mamá: ya me lo dirás... ¿De modo que me mandas que me vaya?...

  —314→  

-Sí, sí... pronto... Vete a casa del tío Mariano... Que te convide a almorzar, que bien te lo has ganado... Bueno... no te entretengas... Adiós, hija; hasta la noche».

Vio Teresa el cielo abierto, y no se hizo rogar para tomar el portante... ¡Qué suerte había tenido! Su madre no sólo no la retenía, sino que la echaba... ¿Y qué negocio arduo era el que la viuda tenía que tratar con el desconocido visitante? ¡Ay, ay, ay!... ¿Y por qué no podía estar ella en la casa mientras Manolita conferenciaba? ¡Ay, ay!... ¡Y era ella el objeto de la conferencia!... ¡Y a la noche, notición tremendo! ¡Ay!... Aunque todo esto le resultaba odioso, no cesaba de pensar en ello, siguiendo presurosa su camino en dirección de la calle de Alcalá... Y era la curiosidad lo que la hacía pensar, pensar en lo mismo, apurando toda la lógica para descubrir el pensamiento de su señora madre. Curiosidad era sin duda, y no gusto de aquellas intrigas ni de sus consecuencias... Verdad que el amargor de ciertas cosas no quita el picor del deseo de conocerlas. «Sabiendo lo que es esto -se decía-, lo aborreceré mejor». Gozosa de haber encontrado esta fórmula que armonizaba la virtud con la curiosidad, desembocaba por la calle del Baño para tomar la de Cedaceros, cuando chocó con un objeto duro... tal efecto le hizo ver a O'Donnell el Chico, que venía en dirección contraria.

«¡Teresilla... alto! Ya no te me escapas... Trescientas veces he llamado inútilmente a   —315→   tu puerta... y ahora... la casualidad te trae a mí.

-Si me hubiera bajado al Prado desde mi casa -dijo Teresa, sin disimular lo que el encuentro la contrariaba-, mejor cuenta me habría tenido... Manolo, por Dios, déjeme seguir mi camino... Vaya; un saludito y cada uno por su lado».

No se avino el joven a esta forma tan simple de separación, y siguió junto a ella protestando de que no era su idea molestarla. Aceleró Teresa el paso, fingiendo mucha prisa; pero Tarfe no se rendía fácilmente, y amenizaba la carrera con estas bromas: «¿Vas a apagar un fuego? Mejor: yo llevo las bombas».

-Manolo, por la Virgen Santísima -dijo Teresa parándose, sofocada-: es usted caballero, y no se obstinará en seguirme cuando yo le suplico que no me siga... ¿Qué quiere de mí?

-Verte, oír tu voz... Hicimos un trato que yo he cumplido fielmente, tú no.

-Yo no prometí nada, Manolo, ni era preciso, porque usted, al conseguirme las credenciales, hacía una obra de caridad, y no quería más recompensa que la satisfacción de socorrer a los desgraciados.

-Teresilla, sabes más que Aristóteles. Si no te quisiera por tus encantos, por tu talento te adoraría, por el salero con que sabes ser traidora, pérfida, ingrata.

-No desvaríe, Manolo, y déjeme seguir.

  —316→  

-Vas aprisa como los que han hecho una muerte: el muerto soy yo.

-Voy aprisa, sí señor; voy fugada.

-¡Fugada!... Llamas tú fugas a las escapatorias de la mujer caprichosa que un día sale a correrla...

-No es escapatoria de un día, Manolo -dijo Teresa con gravedad que dejó suspenso a O'Donnell el Chico-; es para siempre.

-¡Para siempre!

-Y no me verá usted más...

-Si fuera cierto, sería lo más desagradable que pudieras decirme... Pero no es verdad, Teresa. Tú no eres capaz de seguir la senda por donde fueron Mita y Ley. Eres cortesana... Parece que has abandonado tu puesto en la Corte de Venus, y lo que haces es alejarte hoy para volver mañana, y ocupar tu sitio... con ascenso... Cuando parece que bajas, subes, Teresa, y has de ponerte al fin tan alta que desprecies a los pobres como yo... y no podremos ni mirarte siquiera». Dijo esto el pequeño O'Donnell con tristeza. Teresa no le entendía; esperaba que hablase más claro.

«Todo lo que usted me dice, Manolo, es para mí como si me hablara en chino... ¡Yo despreciarle a usted... y por pobre!... ¡Jesús! ¡Vaya con el pobrecito, el hombre de la influencia, el niño mimado de la Unión Liberal, el primero de los hombres públicos. Muy agradecida estoy a O'Donnell el Chico, pues apenas abrí la boca para interceder por tres cesantes, fuí atendida...

  —317→  

-Pero ya no necesitarás recurrir a mí, Teresa. Lo que obtuve yo para tus parientes, te ha de parecer pronto a ti la última de las bicocas... Porque tú, con más facilidad que ninguna otra persona, darás credenciales de Directores Generales, de Gobernadores, ascensos al Generalato y propuestas de Obispos; tú, Teresa, tú... No pongas ojos espantados...».

Decían esto bajando por la calle de Alcalá. La curiosidad que, en forma de brasas, sentía Teresa en su mente, ya levantaba llama. «Explíqueme eso de modo que yo lo entienda -dijo a Tarfe-; y explíquemelo pronto, porque tengo prisa. Voy lejos, y en la Cibeles he de tomar coche, o tartana si la encuentro.

-Yo tomaré la tartana, y te llevaré a donde quieras.

-Eso no... Acompáñeme a pie un ratito, y después cada lobo por su senda... Quiero saber de dónde voy yo a sacar ese poder que usted supone... ¡Qué gracioso!

-¿De dónde?... De tu hermosura, de tu gracia... Eres la mayor farsante que conozco, y la cómica más perfecta. No sé para qué gastas conmigo esos disimulos. ¿Cómo has de ignorar tú que alguna persona de grandísimo poder y de riqueza desmedida te solicita... vamos, pide tu mano para llevarte al altar que no tiene santos?... Hazte la tonta. ¿Crees que me engañas?...

-Pues, hijo, gracias por la noticia de la petición de mano... Pero puede creerme que   —318→   no sabía nada... ¡Qué risa! ¿Pues así se piden manos sin que los ojos se hayan dicho algo antes? Usted ha perdido el juicio, Manolo.

-Lo perderé por ti, viéndote en manos de las que no podré quitarte. Soy fuerte si me comparas con Risueño, débil si con otros me comparas... ¿Quieres que te diga una cosa, una idea que desde anoche se me ha metido aquí y no puedo soltarla? Pues tú eres el numen de la Unión Liberal, la encarnación de esas ansias de bienestar y de esos apetitos de riqueza que van a ser realizados por mi partido. Tú eres la evolución de la sociedad, que transforma sus escaseces en abundancias con los tesoros que saldrán de la tierra; tú...

-Cállese, por Dios, Manolo... Me trastornaría la cabeza si no la tuviera yo bien firme. ¿Qué tengo yo que ver con tesoros enterrados, ni con nada de eso?

-No diré que por tus propias manos; pero sí que por manos que estarán muy cerca de las tuyas, han de pasar los millones, los miles de millones de la Desamortización.

-¡Jesús, Manolo!

-Sé lo que digo... A tu lado verás nacer y crecer las maravillas del siglo, los caminos de hierro... verás el remolino que hace el oro, girando en derredor de los que lo manejan y hacen de él lo que quieren... ¿Qué mujer podrá, como tú, darse el gusto de ser dadivosa?».

Pudo creer Teresa, en los comienzos de la   —319→   conversación, que Tarfe bromeaba... Ya creía que mezclaba las burlas con las veras, y que algo había de verdad en aquel fantástico vaticinio. Sin duda, en el conocimiento de Manolo había una certidumbre que en el ánimo de ella sólo era un presagio, más bien sospecha. Cierto que hombres de gran poder político y financiero gustaban de ella; pero ¿en qué se fundaba O'Donnell el Chico para sostener que entre el deseo y la realización había tan poca distancia? Con esto, la curiosidad, que desde la rápida entrevista con su madre prendió en su mente, era ya incendio formidable. Las llamas le salían por los ojos, y por la boca este vivo lenguaje:

«Párese un poquito, Manolo, y, dejando a un lado las bromas, dígame si es verdad eso de la Desamortización; si es un hecho ya, vamos. Porque Risueño decía que la Desamortización es un mito, que es como decir una guasa.

-No es mito, sino dogma, Teresa: pronto será un hecho, y la gloria más grande de O'Donnell y de la Unión Liberal... Con la ventaja de que ya el desamortizar no traerá trifulcas ni cuestiones, porque se hará de acuerdo con el Papa... Ya está negociado el nuevo Concordato. Ríos Rosas y Antonelli han quedado ya conformes. ¿Me entiendes? Concordato es un convenio con la Santa Sede.

-¿Para que desamorticemos todo lo que queramos?

-Para que se venda la Mano Muerta, favoreciendo a la Mano Viva...

  —320→  

Algunos segundos estuvo Teresa como alelada, mirando al suelo... Luego dijo: «Bien, Manolo; me parece bien... Razón tiene usted en adorar a O'Donnell... yo también le admiro, y declaro que es el primer hombre de España.

-Como tú la mujer más simple de todo el Reino, si no me confiesas que eso que has dicho de fugarte y no volver, es un bromazo que quisiste darme. ¡Cómo he de creer yo que desmientes la ley de tu destino en el mundo, y que ahora, cuando la fortuna te da todo lo que ambicionabas... no lo niegues: tú me has dicho que lo ambicionabas... cuando la fortuna viene en busca de ti, huyes tú de ella!...

-Cierto es que tuve mis sueños de grandeza y poder... ¿Quién no sueña, viviendo como vivimos en medio de tantas necesidades?... Pero ya esa racha pasó, ya estoy curada de esos desatinos...

-Esa cura no puede hacerla más que el amor... Pero hay casos en que la salud es tan mala como la enfermedad... o peor... Y yo te digo, con toda la efusión de mi alma: «Teresa, ¿no podrías conciliar la ambición y el amor? Ello es sencillísimo: aceptas lo que los ricos te dan, y me quieres a mí. La riqueza mía es corta, Teresa; lo suficiente para la vida de mediano rumbo que yo me doy... No puedo satisfacer tu ambición... Pero los que pueden satisfacerla no te darán un corazón amante como el mío». Rebelose Teresa contra la profunda inmoralidad que   —321→   esta proposición envolvía... «Manolo -le dijo-, no es nada caballeroso lo que usted pretende... ¿Quiere que le diga toda la verdad, confesándome con usted como con Dios? Pues sentémonos. Estoy cansada. Se cansa una de andar, de pensar cosas raras: cansa la duda, y cansa el no entender bien las cosas... ¿Con que dice usted que podré yo desamortizar? ¡Qué risa!

-¿No lo crees?

-Juro a usted que no lo creo».

Teresa juraba en falso. Aunque no conocía la tragedia de Macbeth, en su íntimo pensamiento se decía: La ciencia de aquellas mujeres (las brujas) es superior a la de los mortales. Y las brujas del tiempo de estas historias se llamaban O'Donnell el Chico.




Arriba- XXXII -

Se sentaron en un rústico banco, próximo al jardín de la Veterinaria. Habló Teresa la primera: «No tengo ya esa ambición, Manolo. Me la quitó el amor. Por primera vez en mi vida puedo decir que quiero a un hombre. Dispénseme si le lastimo: ese hombre que yo quiero no es usted.

-Ya sé... -murmuró Tarfe sombrío, quejumbroso...-. Es el aprendiz de armero. Le conozco... Sigue, Teresa.

-¿Qué más quiere usted que le diga? Que   —322→   a los pocos días de tratar a Juan sentí por él una piedad y un respeto, que pronto, sin pensarlo, se me convirtieron en cariño. Vi en él la conformidad con la desgracia, cosa nueva para mí; pude ver y conocer que el pobrecito tenía por mí un amor muy grande, sin cuidado de la opinión, y que con su pensamiento me limpiaba, y borraba todas mis faltas para volverme pura y poder adorarme a su gusto. ¿Comprende usted lo que esto vale, Manolo? Por el hombre que así me quiere, por el que en mí ve la mujer, la madre, la hermana, y todos estos amores reunidos en uno, ¿qué menos puedo yo hacer que consagrarle mi vida?

-Comprendo, sí, que desees consagrarle tu vida; pero no que lo hagas. La cantidad de abnegación que necesitas para descender hasta él es enorme... Más que virtud, sería santidad, y esta no existe hoy en el mundo. Creo en tu amor; no creo en tu santidad. Si yo te viera consumar el gran sacrificio, si te viera precipitarte a la pobreza y al estado de vulgar estrechez que te traería la unión con el armero, fuera por matrimonio, fuera de otro modo, yo te admiraría, Teresa, y respetaría tu caída... Caer de ese modo es alcanzar la mayor elevación moral. ¿Entiendes lo que quiero decirte?

-Sí lo entiendo, y desde hoy puede usted empezar a respetarme y admirarme -dijo Teresa levantándose-. A la pobreza honrada voy... ahora mismo...

-Vas a la huerta llamada del Pastelero,   —323→   donde te esperan Mita y Ley, y con ellos tu novio... Ya puedo llamarle así...

-Así debe llamarle. Voy a la huerta... Ya me ha detenido usted bastante... Si es usted caballero, déjeme seguir mi camino.

-Tienes razón. No te estorbo en tu camino. Pero te digo que si vas hoy a lo que llamas la pobreza, volverás de ella mañana. ¿Qué has de poder tú contra tu Destino, tontuela?... Sobre tus resoluciones, sobre esos arranques fantásticos, de momento, prevalecerán las dos grandes fuerzas que hay en ti. ¿No las conoces? Pues son la pasión del buen vivir y la pasión de repartir el bien humano... En la pobreza, ni una ni otra de estas pasiones puede tener realidad... Vete, corre a donde te esperan el hombre enamorado y los amigos que fueron salvajes. Ya no te detengo... Anda, sigue tu camino. Sé que volverás... Media palabra, un recadito, una mirada de cualquiera de nuestros dioses... ¿No sabes qué dioses son estos? Los ricos, Teresa, los inmensamente ricos, que te rondan sin que lo sepas tú... Pues cualquier insinuación de uno de estos te sacará de la pobreza honradita y sosita para traerte a la deshonra brillante, tolerada... Si lo dudas, haz la prueba. Te acompaño hasta indicarte la vereda más corta para ir a tu objeto».

En pie, mirando a su amigo con cierto espanto, Teresa no se movía. Tarfe, llevado ya por el hervor de sus ideas y de sus apetitos al punto de la inspiración, de la sugestiva   —324→   elocuencia, prosiguió así: «No olvides lo que te he dicho, no una vez, sino veinte o más. Te lo dije en tiempo del fardo, y después del fardo. Tú eres, Teresa, sin darte cuenta de ello, el numen de la Unión Liberal; eres la expresión humana de los tiempos... Los millones de la Mano Muerta pasarán por tu mano, que es la Mano Viva... Mueve tus deditos, Teresa. ¿No sientes en ellos el frío de los chorros de oro que pasan...?

-No siento nada, Manolo; no siento nada -dijo Teresa, ceñuda, estirando y encogiendo sus dedos como Tarfe le mandaba.

-Pues es raro. Los nervios de los ambiciosos se anticipan a la sensación real, y el alma a los nervios. Eres tú la fatalidad histórica y el cumplimiento de las profecías... ¿No lo entiendes? Sin entenderlo lo sentirás en ti, como sentimos el correr de la sangre por nuestras venas... Tú serás la ejecutora de lo que decimos y predicamos yo y los de mi cuerda, los de mi partido, los que evangelizamos el verbo de O'Donnell, que es el verbo de Mendizábal... No pongas esos ojos espantados, esos ojos que están diciendo: «Yo desamortizo; yo quito del montón grande lo que me parece que sobra, para formar nuevos montoncitos... Yo soy la niveladora, yo soy la revolucionaria... Yo desplumaré a los bien emplumados para dar abrigo a los implumes; yo quitaré el plato de la mesa de los ahítos para ponerlo en la mesa de los hambrientos...». Esto dices tú sin saber que lo dices, y esto piensas creyendo pensar en   —325→   las musarañas... Si otra cosa sientes hoy, es una humorada, un sentir pasajero... Vete a la pobreza; vete a ese juego inocente, Teresilla, que de allí volverás, y si no vuelves pronto, alguien irá en tu busca, y te traerá con sólo cogerte de un cabello y tirar de ti... Si tardas en volver, te buscarán los que te rondan, y dirán: «¿Dónde está esa loca?...». Y esta loca está jugando a la honradez pobre, uno de los juegos más inocentes de la infancia. Juega a las comiditas, a ir a la compra, y a remendarle los trapos al ganapán que la llama su mujer. Vete, vete pronto, Teresa. Cuando vuelvas, me encontrarás... Yo te espero: iré a tu casa... a tu nueva casa. Adiós, gran revolucionaria, adiós».

Dicho esto con el hechizo que reservaba para ciertas ocasiones, se fue, dejándola sola en una vereda por donde sin cansancio podía llegar pronto a su objeto. Desde lejos la saludó, y ella tuvo fijos en Tarfe sus ojos hasta que le vio desaparecer. Siguió entonces por la vereda, cabizbaja: lo que le había dicho O'Donnell el Chico levantaba en su alma un tumulto borrascoso. ¡Y qué cosas se le ocurrían, tan bien dichas y con tan hondo sentido! Sin duda era Manolo un diablillo simpático, tentador, que con permiso de Dios le sugería las ideas ambiciosas cuando ella anhelaba ser modesta y despreciar las vanidades del mundo.

A cada rato se paraba Teresa y volvía sus ojos hacia Madrid. Poníase de nuevo en marcha lenta, arrastrando sus miradas por los   —326→   surcos del campo, en que verdeaba la cebada raquítica para pasto de las burras de leche. ¿Quién era, o quiénes eran los magnates del dinero que la solicitaban? Esto se decía, mirando a los surcos, y relacionando las indicaciones de Tarfe con las vaguedades de Manolita Pez, y todo esto con la indirecta que le soltó Serafina días antes. Fuera de ella y de su voluntad, había sin duda una conspiración cuyo fin bien claro veía: faltábale sólo conocer la persona. Según Tarfe, no se trataba del candidato de Serafina, sino de otro de mayor vuelo y poder más brillante... Loca la habían vuelto entre todos; pero ella debía persistir en sus sanos impulsos de moralidad, apresurando el paso para llegar pronto a la presencia de Juan y de Mita y Ley, que confortarían su alma turbada.

Pasaron junto a ella, y se le adelantaron, algunas familias pobres que iban de merienda. Groseros le parecieron los hombres, desgarbadas las mujeres, flacuchos y pálidos los niños. ¡Oh! ¿llegaría Teresa a verse así, sin garbo ella, bárbaro su hombre, y degenerados sus hijos, si los tenía? ¿El hambre y la privación de todo bienestar la llevarían a tan triste estado? No quería ni pensarlo... Entráronle súbitas ganas de volverse a Madrid, y aun dio algunos pasos hacia atrás, movida de un ardiente deseo de encararse con su madre y decirle: «¿Pero quién...?». Pronto se rehízo de esta instintiva inclinación al retroceso; siguió su camino y... pensando   —327→   en el hombre aceleró el paso, como aceleran las aves el vuelo cuando van al nido. ¡Vaya, que el pobrecito Juan esperándola! ¡Qué impaciente estaría, qué inquieto, qué ansioso! ¿Y Mita y Ley, qué pensarían de aquella tardanza? Ya eran las doce, las doce y media. Tendrían ganas de comer; pero la esperarían... Sólo en el caso de que ella tardase mucho, comerían... ¡pero qué tristeza tener que ponerse a comer sin ella!

Llegó hasta donde veía las tapias de la huerta, y lo mismo fue verlas que sentir que los pasos se le acortaban por sí solos, hasta llegar a detenerse en firme. Tuvo miedo; sintió la urgencia de resolver y ordenar en su mente un aluvión de ideas que en ella entraron como huéspedes alborotadores. Grande era el amor que sentía por Juan; mucho le quería, mucho. Era bueno, sencillo, inteligente, capaz de todo lo bello y noble... Merecía la felicidad y cuantos bienes ha puesto Dios en el mundo... Pero si ella se metía en la vida pobre, ¿quién había de dar estos bienes al honrado y amante Santiuste? ¿Quién cuidaría de su alimento, quién le socorrería en sus desgracias? ¿Quién le costearía las más brillantes carreras en el caso de que quisiese dedicarse a la sabiduría? ¿Quién le pondría la gran tienda de armero en el caso de que optase por la industria? ¿Quién le proporcionaría las mejores ropas, los libros más instructivos, la casa cómoda y elegante, y las mil frivolidades y pasatiempos que engalanan la vida?... Tenía   —328→   que pensar en esto antes de lanzarse resueltamente en la vida pobre, y para pensarlo despacio y poner cada idea en su punto, se apartó del camino. La cosa era muy grave. Necesitaba recoger su espíritu... Tanto quiso recogerlo, que se fue a un altozano donde se alzaba un artificio que parecía noria, entre pelados olmos. Sentose allí y meditó.

Pensando, se fijó en los grupos que merendaban en el prado próximo a la huerta. ¿Quién cuidará de socorrer a tanto pueblo infeliz, si ella se metía en el árido reino de la pobreza?... ¡Cuánta miseria que remediar, cuánta hambre que satisfacer, y cuánta desnudez que cubrir! Ella, ella sola podía con mano solícita y diligente acudir a todo, cogiendo a puñados lo que sobraba del montón grande, y... No había duda, no, de que era verdad lo que Tarfe le dijo. Como que Manolo era el espíritu mismo y la esencia de O'Donnell el Grande, trasvasados a un ser familiar, un tanto diablesco, rebosante de ingenio y de gracia.

¿Pero no era discreto y razonable que todas estas cosas se las dijese al propio Santiuste, su amor único desde que vivía? Seguramente, cuando se lo dijera, Santiuste le daría la razón, y le aconsejaría que se dedicase pronto a las funciones de intérprete del verbo de O'Donnell, que era el verbo de Mendizábal. La Humanidad aguardaba con ansia los beneficios que la Mano Viva de Teresita había de derramar sobre ella... Púsose en camino hacia la huerta, cuyo tapial   —329→   bien cerca veía; pero a los pocos pasos la obligaron a nueva detención estas ideas: «Si digo esto a Mita y Ley, no me comprenderán. Si lo digo a Tuste, me comprenderá, pero después de explicaciones muy largas, que no pueden hacerse en un día ni en dos. Juan tiene mucho talento, y ve las cosas desde lo alto, desde lo más alto; pero idea como esta, ni Tuste, con todo su entendimiento y su saber castelarino, la puede penetrar, así... de primera intención. Yo se la pondré bien clarita... pero no puede ser ahora... ahora no...».

Vaciló un instante, frunció el ceño, y al fin determinó que no pudiendo decir lo que pensaba, debía volverse a Madrid. Frente a ella se extendía la tapia de la huerta, por el Este. Veía los tejados irregulares de la casa, los chopos, los cuatro cipreses, de igual altura con muy poca diferencia. El del extremo de la derecha subía un poquito más que sus tres hermanos. Acercose Teresa aguzando el oído con intento de percibir algún ruido del interior de la huerta... Oyó voces confusas, pasos, cantos del gallo... Su viva imaginación le fingió imágenes precisas de lo que allí dentro pasaba. Juan, muerto ya de impaciencia y desconfiado de que a tan avanzada hora llegase, se había retirado del portalón, donde estuvo en acecho desde las diez, y abrumado de tristeza se sentaba en el brocal del estanque, mirando las aguas verdosas y el reflejo de los cuatro cipreses, tan rígidos y melancólicos vueltos hacia el   —330→   cielo bajo, como lo eran señalando al cielo alto con afinada puntería. Mita, sentada en la puerta de la casa, expresaba con su inmovilidad, el codo en la rodilla, la cara recostada en la palma de la mano, el aburrimiento de una larga espera. Ley paseaba por entre los chopos al niño, y le zarandeaba para alegrarle; el perro corría tras ellos fingiendo alborozo, sin más objeto que aligerar el tiempo... Por fin, Mita llamaba: ya no podían esperar más. ¿Qué habrían llevado para comer? La imaginación de Teresa vaciló entre figurarse la tortilla y un buen arroz, o el par de pollos precedidos de ruedas de merluza... Vio, sin dudar un punto, el postre de polvorones que tanto gustaban a la amiga invitada; vio también que, arrimados Mita y Ley al mantel tendido a la sombra del moral, Juan negábase a comer... Su tristeza le ponía un nudo en la garganta y no podía tragar bocado. Los amigos le consolaban, discurriendo las explicaciones más racionales de la tardanza de Teresa. Los consuelos quedábanse en los oídos de Juan sin llegar al alma; esta, empapada en amargura, agrandaba su pena hasta lo infinito, viendo en la ausencia de la mujer amada algo tan solitario y desesperante como el vacío de la muerte... Mientras los otros comían, Juan, volviendo a la puerta, asaltado de una débil esperanza, declamaba mentalmente cláusulas altísonas, que lo mismo podían ser suyas que de Castelar. Teresa las reproducía en su imaginación y en su memoria como si   —331→   las oyera: «Muerto el paganismo, el humano espíritu levanta el vuelo y corre tras el cumplimiento de la ley de amor... Amor le brindan los cálices de las flores, amor la dulce onda de los sagrados ríos, amor la conciencia pura de la mujer cristiana, Eva restaurada, virgen renacida de las cenizas de la inmolada Venus...».

La idea de que Juan saliese a explorar el camino y la encontrara en aquel acecho angustioso, le infundió tal vergüenza y terror, que instintivamente se alejó a buen paso. Alborotada su conciencia, no quería ver ni aun con la imaginación los rostros de sus inocentes amigos, ni oír sus amantes voces. ¿Qué entendían ellos de los graves conflictos del alma en lucha con todo el artificio social, y solicitada de poderosas atracciones?... Por el amor mismo que a Juan tenía, y por la piedad intensa con que miraba el presente y el porvenir del interesante mozo, amigo de su alma, no debía verle en tal ocasión... ¡A Madrid, a Madrid otra vez! Anduvo largo trecho muy aprisa, siguiendo la mejor dirección para cambiar pronto de perspectiva... Al fin vio casas mezquinas y tapias de corrales, que a cada paso aparecían en mayor número, como si ante ella surgieran del suelo. Por un boquete de aquellas rústicas construcciones distinguió la Plaza de Toros... Como no había comido nada desde el desayuno, que tomó muy temprano, sentía, sin tener apetito, los desmayos propios de un cuerpo exhausto en   —332→   día de tantas emociones. Una vieja, vendedora de rosquillas, torrados y cacahuetes, le salió al paso. ¡Hallazgo feliz! Con tres o cuatro rosquillitas y un poco de agua, pensó Teresa que se sostendría muy bien hasta la noche. Cuando esto pensaba, vio aparecer una aguadora. Ya tenía su lista de comida completa. En un banco de mampostería del Paseo de la Ronda se sentó, una vez hecha la provisión de rosquillas, que hubo de ser harto mayor de lo presupuesto, porque se le acercaron multitud de chiquillos que le pedían chavos, o pan, y a todos obsequió. De la cesta de la vendedora pasaban las rosquillas a la falda de Teresa, que las repartía graciosamente y con perfecta equidad entre aquella mísera chusma infantil. Y cuanto más daba, mayor número de criaturas famélicas y haraposas acudían, hasta formar en torno a la guapa mujer una bandada imponente. La más contenta de esta invasión fue la rosquillera, que viendo la pronta salida del género decía: «¡Ay, señorita, hoy casi no me había estrenado, y con usted me ha venido Dios a ver! Bien pensé yo, cuando la vi venir, que la señora se parecía a la Virgen Santísima».

Sin dar paz a su mano generosa, Teresa iba consolando a toda la chiquillería. «Desnuditos y hambrientos estáis -les dijo-. Malos vientos corren en vuestras casas...». Contaban algunas chiquillas las miserias de su orfandad, y las viejas vendedoras metieron baza, lamentándose de lo malo que estaba   —333→   todo. Si los hombres no tenían dónde ganar para una libreta, ¿qué habían de hacer las pobrecitas mujeres? Con gravedad bondadosa les dijo Teresita, dirigiéndose igualmente a las ancianas y a los niños: ¿Pero no sabéis que ahora van a venir tiempos buenos, muy buenos?». Ante la incredulidad de las viejas, Teresa repitió: «Vendrá una cosa que llaman la Desam...». No siguió, porque su auditorio no entendería tal palabra... «Señora, como eso que venga no sea un alma caritativa, no sabemos lo que podrá ser»... «Pues eso -añadió la guapa mujer-: vendrán manos piadosas que cojan lo que sobra de los montones grandes, y lo lleven a remediar tantas miserias... Creed que vendrá esa mano... ya está cerca... casi está aquí ya».

Con estos consuelos que daba a los menesterosos, se le fue a Teresa el tiempo sin sentirlo... Más de dos horas había permanecido en aquel lugar, entre mocosos y viejas; la tarde declinaba; se veían grupos de familias pobres que volvían ya de paseo con dirección al centro de Madrid. Buscando la soledad, Teresa se metió por un callejón que a su parecer debía de conducirla a la Veterinaria y al mismo sitio donde estuvo sentada con Tarfe. Pero se había equivocado de sendero, pues el callejón la condujo al Taller de coches, y costeando este, fue a parar junto al Palacio de Salamanca, cuyo grandor y artística magnificencia contempló largo rato silenciosa, midiéndolo de abajo arriba   —334→   y en toda su anchura con atenta mirada. En esto la sorprendió un movimiento de ternura en lo más vivo de su alma, y acongojada apartó del palacio sus ojos, que empezaron a llenársele de lágrimas: fue que se acordó del pobre Juan y de los excelentes amigos, de honesta, sencilla y semisalvaje condición. Trató de encabritar su espíritu abatido, espoleándolo con esta idea: «Pobre Juan mío, yo haré por ti más de lo que pudieras soñar...».

Afirmando esto, vio multitud de carruajes que volvían de la Castellana. Antes que en acercarse para ver bien a los que pasaban, pensó en retirarse para no ser vista... Entre una ligera neblina polvorosa, Teresa vio pasar a la Navalcarazo, que llevaba en su coche a Valeria; a caballo, al vidrio, iba Pepe Armada. Pasó después la Belvis de la Jara; tras ella la Cardeña, tan linajuda como ricachona, en una berlina de doble suspensión, elegantísima, de gran novedad... Pasaron otras que Teresa no conocía, y otros a quienes conocía demasiado. La Villares de Tajo iba en el coche de la Gamonal, de la aristocracia de poco acá, que deslumbraba con el brillo chillón del oro nuevo. Ambas señoras iban muy emperifolladas, y llevaban en el asiento delantero de la berlina al pomposo y magnífico Riva Guisando. Detrás iban a caballo, con toda la gallardía andaluza, Manolo Tarfe y Pepe Luis Albareda. «¡Ay -pensó Teresa, volviendo el rostro-, si llega a verme O'Donnell Chiquito, me   —335→   luzco!...». La Villaverdeja, la Monteorgaz, dejáronse ver en la rauda procesión de vanidad; y por fin... O'Donnell el Grande, en una vulgar berlina con doña Manuela... Vio Teresa el rostro del irlandés en la ventanilla, y en su imaginación le consideró rodeado de un glorioso nimbo de oro y luz como el que ponen a los santos. «Maestro, Dios te guarde -dijo la guapa moza con vago pensamiento-. Toquemos a desamortizar... Ya está aquí la Mano Viva».




 
 
FIN DE O'DONNELL
 
 


Madrid, Abril-Mayo de 1904.