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Escena IX

 

MENEMNO, casado, DOROTEA, AUDACIA, TALEGA.

 

MENEMNO, casado.-  No me acuerdo después que nací estar sin comer a tal hora, especialmente siendo convidado; mas cáusalo también este diablo de Micer Duarte con ser tan prolijo en sus cuentas. ¿Pero qué es esto que Talega no vuelve de donde lo envié? Por ventura estará ya en casa de Dorotea. Quiero llegarme allá. La puerta veo cerrada. ¡Ola, aho! Abrid aquí.

DORESTA.-  ¿A quién han de abrir?

MENEMNO, casado.-  A tu cativo, señora mía.

DORESTA.-   ¿Qué es esto, señor Menemno?

MENEMNO, casado.-   ¿Qué ha de ser?

DORESTA.-  ¿Tan presto eres de vuelta? ¿Diste ya la saya a Chillon el sastre y el diamante al platero?

MENEMNO, casado.-  ¿Qué saya, qué diamante me has dado?

DORESTA.-   No te hagas de nuevas ni burles de mí, que la saya y el diamante que me diste, te di.

MENEMNO, casado.-  ¿Para qué?

DORESTA.-   Para que lo hicieses adobar todo.

MENEMNO, casado.-   ¿Adónde me lo diste?

DORESTA.-  Aquí dentro con mis propias manos.

MENEMNO, casado.-  ¿Cuándo?

DORESTA.-  Cuando acabamos de comer tú y yo.

MENEMNO, casado.-  Engañada vives.

DORESTA.-   Así es la verdad, pues que burlas de mí.

MENEMNO, casado.-   Digo que después que te di la saya no he puesto los pies en tu casa.

DORESTA.-  Buen disimular es ése, Menemno.

MENEMNO, casado.-  No hay aquí ningún disimular.

DORESTA.-   ¿Y cómo? ¿De esa manera te piensas alzar con la saya y el diamante? Pues para ésta, que o no seré yo Dorotea, o tú me lo traerás todo perfumado.

MENEMNO, casado.-  No me espanto de fieros de puta. ¿Qué, cerraste las ventanas? Abranse estas puertas.

AUDACIA.-  Así, qué rufián te has tornado, marido. ¿Pensabas que no te había de tomar en el lazo? Nunca mi corazón me fue traidor.

MENEMNO, casado.-  ¡Oh señora mujer! ¿Y qué buscas por acá?

AUDACIA.-   Agora me dice señora, y me pregunta qué busco.

MENEMNO, casado.-  ¿Pues a quién, a Talega?

TALEGA.-   Yo no sé nada de la saya.

MENEMNO, casado.-  Por mi vida que me digas a qué vienes.

AUDACIA.-   Por la saya vengo.

MENEMNO, casado.-   ¿Por qué saya o sayo?

AUDACIA.-  Por la que me has hurtado, sin otras cosas, para dar a tu puta.

TALEGA.-  Él es de ella, que no ella de él.

MENEMNO, casado.-  ¿No callaréis vos, don bellaco?

TALEGA.-   Tú haces las bellaquerías: no me cale hacer señas que calle.

MENEMNO, casado.-   Por el dios Júpiter te juro, mujer, que tales señas no he hecho; mas si no mirase que viene contigo, yo le castigaría.

AUDACIA.-  Déjate de eso: daca la saya.

MENEMNO, casado.-  ¿Ha habido en casa algún desaguisado que así vienes despavorida?

AUDACIA.-   Palabras.

MENEMNO, casado.-   ¿Has habido cuestión con tu padre?

TALEGA.-  ¡Cómo anda huyendo por no otorgar!

MENEMNO, casado.-  ¿No basta que hable ella, sino tú, bellaco?

TALEGA.-  No, que yo por la comida lo he.

MENEMNO, casado.-  ¿Estás enojada contra mí por ventura?

AUDACIA.-  ¿Pues contra quién, don traidor?

MENEMNO, casado.-  Dime la causa, que yo haré justicia de mí.

TALEGA.-   ¡Oh hideputa! Jocantibus gorgoreáis: bien parece que está la barriga llena.

MENEMNO, casado.-  Calla, perro, si no por vida de la señora..

TALEGA.-  No callaré, pues comiste sin mí.

MENEMNO, casado.-  Di adónde, ahorcado.

TALEGA.-  Ponte en medio. señora.

AUDACIA.-   No me le toques. Di adónde.

TALEGA.-  En casa de la puta Dorotea.

MENEMNO, casado.-  ¿Yo? Aun me vea comido vivo si hoy he comido bocado ni puesto los pies en su casa.

AUDACIA.-  Yo lo niegues, que la verdad de todo me ha contado Talega.

MENEMNO, casado.-  ¿Qué le dijiste, puerco?

TALEGA.-  No sé. Dictum vel non dictum, ya está dicho. Pregúntaselo a ella, que te sabrá bien jabonar.

MENEMNO, casado.-   ¿Qué te dijo, señora mía?

AUDACIA.-   ¡Cómo haces del raposo! Díjome que me hurtaron de mi casa una saya.

MENEMNO, casado.-  ¿Cómo? ¿A tan buen recaudo la tenías?

AUDACIA.-  ¿Quién se podrá librar del ladrón de casa?

MENEMNO, casado.-   ¿Quién es el ladrón de casa?

AUDACIA.-  Uno que se dice Menemno.

MENEMNO, casado.-   ¿Por ventura hay otro Menemno sino yo?

AUDACIA.-   Mira, dame la saya, y no me hagas decir desatinos y tornarme loca.

TALEGA.-  Ninguna mujer se puede tornar loca.

MENEMNO, casado.-   Ya tengo probado, señora mujer, lo mucho que me amas y te debo. Si no he fingido tener amistad con Dorotea, ha sido para ver si harías aquel sentimiento que las que mucho aman a sus maridos suelen hacer. La saya se la dejé para solamente sacar la invención de ella, porque dijo que nunca tan gentil dama te ha visto, como cuando vas con aquella saya. Sosiégate por amor de mí, que yo la cobraré.

AUDACIA.-  Creyera lo que dices si no creyese quien tú eres; mas pues te conozco por mis pecados muy conocido, a otro can con ese hueso, y venga la saya y el diamante.

TALEGA.-   Pues que Dorotea se contenta con las obras, conténtate tú con las palabras.

MENEMNO, casado.-  Hasta que yo os muela a palos no callaréis, don mazorral. Señora, ve con Dios, que no pararé hasta que seas servida.

AUDACIA.-  Vamos, Talega, que razón es que mi padre sea informado de vuestras trapazas.

TALEGA.-  Yo, no señora. Audi aliam partem si vis recte judicare.

AUDACIA.-  ¿Qué tengo de oír?

TALEGA.-  Que harto le amonesté que no fuese tras putas, pues que le sobraba tenerte a ti.

AUDACIA.-  Calla, mal criado, y anda allá, que tú y él entonces seréis buenos cuando la rana terná pelo.

TALEGA.-  Crea, señor, que col natura dat nemo negare putas.

AUDACIA.-  Entra, enhoramala con tus latines.



Escena X

 

MENEMNO, mancebo, CASANDRO, AUDACIA, TALEGA.

 

MENEMNO, mancebo.-  ¿Qué es esto, que no puedo encontrar con mi esclavo Tronchón? Por cierto que lo hice como mal considerado en darle la bolsa de los dineros, que por ventura se habrá metido a jugar en algún bodegón; mas no será para tanto, según es avariento. Mas yo ¿en qué tengo de parar con esta saya callejera que parezco pregonero? ¿Pero quién son estos que vienen medio riñendo? Quiero escuchar qué pendencias traen consigo.

AUDACIA.-   ¿Cómo se puede sufrir, señor padre, que esté yo casada con un tan mal hombre como éste?

CASANDRO.-  Descásate pues.

AUDACIA.-  ¡Ojalá!, y costáseme un dedo de la mano.

TALEGA.-   Eso non potest fieri, señor, porque col Deus conjungit homo non sepalat.

CASANDRO.-   Calla, chismero, que no se dice por tanto.

TALEGA.-  Sí, callad, estando muerto de hambre.

CASANDRO.-  ¿De qué te quejas de tu marido?

AUDACIA.-   Quéjome de que me hurta el oro, sayas y cuanto tengo para dar a rameras.

CASANDRO.-  Si él eso hace, lo hace muy mal; y si no, tú lo haces peor en levantarle falso testimonio.

AUDACIA.-  Que no es sino verdadero. Helo do viene. ¡Desvergonzado! ¿No tienes vergüenza de parecer delante de mí con ese vestido?

MENEMNO, mancebo.-  Mujer honrada, ¿con quién piensas hablar?

AUDACIA.-  Con uno que merece estar en la horca.

MENEMNO, mancebo.-  Porque sois hermosa, no seáis atrevida.

CASANDRO.-  Aparta, hija. Menemno, ven acá. Dime, ¿qué rencillas son estas que tienes con tu mujer?

MENEMNO, mancebo.-   Padre honrado, ni te conozco ni tengo mujer, ni jamás fui casado.

AUDACIA.-  ¿Negarás, bellaco, que eres marido?

MENEMNO, mancebo.-  Porque sé que hablas con pasión y porque veo que me tomas por otro, responderé con paciencia, diciendo que ni soy tu marido, ni eres mi mujer.

TALEGA.-  Cásate, señora, conmigo, y vaya él con todos los diablos el traga pollos.

AUDACIA.-   Quítate de ahí, asno. Dime, ¿no es ésa la saya que me hurtaste y prometiste devolver?

MENEMNO, mancebo.-  Habla cortésmente, que nunca fui ladrón, ni jamás me precié de hacer cosas fea.

TALEGA.-  Eso sí, Menemno, negar a pie juntillas.

MENEMNO, mancebo.-  ¿De dónde me conoces y sabes mi nombre?

TALEGA.-  ¿Mas de dónde desconoces tú Talega?

MENEMNO, mancebo.-  De nunca haberlo conocido.

TALEGA.-   ¿No tomaste tú esta saya a tu mujer y la diste delante de mí a tu puta?

MENEMNO, mancebo.-  No seas mal criado, sino el diablo será.

AUDACIA.-  Señor padre, ¿ésta no es mi saya y éste no es mi marido Menemno?

CASANDRO.-   Ella es tu saya, y él es tu marido.

MENEMNO, mancebo.-  De todo eso no tengo sino el nombre.

CASANDRO.-  Ven acá, Menemno: veamos si negarás esto. ¿Tú no moras en aquella casi frontera?

MENEMNO, mancebo.-  Plegue a Dios que si yo en ella jamás entré, que dentro en los infiernos more.

CASANDRO.-   Sin duda que se ha tornado loco.

MENEMNO, mancebo.-  Pues estos dicen que soy loco, mejor será fingir locuras por echarlos de mí.

AUDACIA.-  Bien dices, señor padre; ¿no ves qué boca abre? Parece que me quiere comer.

MENEMNO, mancebo.-   El dios Apolo me manda que queme los ojos a esta mujer con lámparas ardiendo.

TALEGA.-  La paz de Dios descienda sobre ti y sobre nosotros, amen.

MENEMNO, mancebo.-   Sí, sí, Apolo, yo haré lo que mandas, que a esta mujer y a Talega les dé con esta mi espada mil cuchilladas.

TALEGA.-  Señora, huigamos de aquí, que tengo miedo que ni tú tengas Talega ni yo señora.

CASANDRO.-   Bien dice: id a casa los dos porque o haga en vosotros algún desatino; pero mira, Talega, que vayas en un salto a llamar al médico Averrois para ver si dará algún remedio a este loco.

TALEGA.-  Sí haré, señor.

MENEMNO, mancebo.-  Ya te entiendo, Apolo, que quieres que desmenuce los huesos de este viejo con bordón.

CASANDRO.-  Caro te costará si tú a mí te allegas.

MENEMNO, mancebo.-  ¿Qué dices? ¿Que tome una azuela con la cual acepille las carnes de éste mal viejo?

CASANDRO.-  Mal te dé Dios: mejor me será huir de éste, porque el loco y el buey se han de mirar de lejos.

MENEMNO, mancebo.-  Muchas cosas me has mandado, Apolo, ¿y agora de nuevo quieres que vaya con ímpetu y mate a este viejo?

CASANDRO.-   ¡Oh cruel enfermedad! No estoy más aquí. Quiero llamar al médico.

MENEMNO, mancebo.-  ¡Cuán a cuenta me ha venido hacer del loco! Mas ¿cuál fuera que esta señora me recibiera en su cama creyendo que era su marido, como la otra en la mesa, tomándome por su amigo? Yo lo hiciera cierto, según ellas es hermosa, si no se aventurara más que aventuré con la otra, porque a la ramera quitele lo que ella hurtó, y yo le puedo tornar tres doblado; mas a la casada, en este caso quitárale la honra, que quitada no se la pudiera tornar. En fin quiero huir de pueblo donde tantas cosas en tan poco tiempo me han acontecido: y si viniere el viejo, no le digan por cuál de estas dos calles me fui.



Escena XI

 

MENEMNO, casado, CASANDRO, AVERROIS, LAZARILLO.

 

MENEMNO, casado.-  Día triste y de aciago ha sido éste para mí, pues todo lo que pensaba hacer muy secreto, me ha echado en público aquel bellaco de Talega; pero a fe que no se reirá de ello. También esotra bellaca al fin hízolo como ramera, que por más que le rogué que me diese la saya con propósito de darle otra mejor, está en sus trece que ya me la dio. ¡Desdichado de mí! No sé qué me haga. ¿Qué es aquello?

AVERROIS.-  Camina, Lazarillo.

LAZARILLO.-  Ya camino, domine.

AVERROIS.-  Eso sí, siempre que podrás hablar algún latín congrio o no congrio, no lo dejes de hablar, que yo te haré gran persona. Di, quid este necessitas?

LAZARILLO.-   La necesaria, señor.

AVERROIS.-   No solamente respondiste como gramático, mas como excelente filósofo, porque aquella cosa es puramente necesaria, adonde echamos aquello que si no lo echásemos moriríamos.

LAZARILLO.-  Verum est.

AVERROIS.-   Bona salus, señor Casandro.

CASANDRO.-  Sea bien venido, señor doctor. Escuchado he la plática que has pasado con tu criado, y he holgado en oír sus agudezas.

AVERROIS.-  Es el más agudo rapaz del mundo, y es hermano de Lazarillo de Tormes, el que tuvo trescientos y cincuenta amos.

CASANDRO.-  ¿Cuánto ha que está contigo?

AVERROIS.-  No ha más de medio año, y sabe ya todos los nominativos, conjugaciones y cuarto libro de coro, y hablará todo un día latín tan bien como yo, sin que le entiendan palabra.

CASANDRO.-  Bien lo creo: ¿mas cómo te has detenido tanto?

AVERROIS.-  He curado una pierna al dios Esculapio, y he concertado un brazo a Baco, que los dos habiendo tastado ciertos vinos en la isla de Candía, dieron consigo por una escalera abajo.

CASANDRO.-  De manera que también eres médico de los dioses como de los hombre.

LAZARILLO.-   Ita, domine.

AVERROIS.-  ¡Oh qué ita domine tan regalado! ¿Qué te parece, señor Casandro?

CASANDRO.-  Muy bien, pero vengamos al caso. Has de saber que Menemno mi yerno está doliente, y pienso que es de alguna imaginación diabólica que habrá entrado en su entendimiento.

AVERROIS.-  Eso verná de algunos enojos recibidos con mujeres.

CASANDRO.-  A la letra es ése su mal, señor doctor.

AVERROIS.-  Has de saber, señor, que Hipócrates, Galeno y Avecina et omnia schola medicorum ponen ciento y cincuenta remedios para ese mal. El primero es...

CASANDRO.-  Ce, silencio: he allí a Menemno.

AVERROIS.-   Juntémonos los dos.

CASANDRO.-   Sea ansí. Menemno, hijo, ¿qué es de la saya?

MENEMNO, casado.-  ¿Qué saya, señor?

CASANDRO.-  La que tenías agora.

MENEMNO, casado.-  ¡Oh dioses inmortales! ¿Y qué será esto?

CASANDRO.-   ¿No oyes lo que dice?

AVERROIS.-  Ya veo que invoca los dioses.

CASANDRO.-  ¿Qué esperas? Haz tu oficio, maestro.

LAZARILLO.-  ¿Qué quiere decir maestro? Domine doctor, domine doctor acostumbran de llamarle.

CASANDRO.-  Calla, rapaz, no seas tan reagudo.

AVERROIS.-  Menemno, dame esa mano. No pasees tanto, no pasees tanto, pecador de mí, que es malo eso para tu enfermedad.

MENEMNO, casado.-  ¿Qué enfermedad? Vete enhoramala.

AVERROIS.-  ¿Veis cómo desvaría? Escucha y verás que le hago unas preguntas tan profundísimas que bastan a tornar un hombre de cuerdo loco, y otras para tornarle de loco cuerdo: et operibus credite.

CASANDRO.-   Pues acabemos ya.

AVERROIS.-   Hijo Menemno, sosiégate. Dime, ¿sientes alguna cosa?

MENEMNO, casado.-  ¿Soy por ventura insensible, que no tengo de sentir?

AVERROIS.-  Ya lo decía yo, que no podías estar sin sentir. Dime, ¿qué vino bebes, blanco o tinto?

MENEMNO, casado.-   Vete a la horca tú y tus preguntas.

CASANDRO.-  Ya comienza a enloquecer.

AVERROIS.-   ¿Qué te tengo dicho, señor?

MENEMNO, casado.-  Mas pregúntame si como el pan colorado o verde, o aves con escama y peces con pluma.

CASANDRO.-   Maestro, ¿no ves qué locuras se le sueltan? ¿Porqué no le das remedio?

AVERROIS.-  Espera: preguntalle he otras cosas.

CASANDRO.-  Pregunta cuantas quisieres.

AVERROIS.-  Menemno, dime, ¿suélensete algunas veces endurecer los ojos?

MENEMNO, casado.-  ¡Qué diablos! ¿Soy de género de langosta?

AVERROIS.-  Ya sé que blandos los has de tener. Burlábame contigo. Esté atento, señor, que agora vienen las preguntas para volverle en todo su seso. Dime, Menemno, ¿sientes algunas veces que te rugen las tripas?

MENEMNO, casado.-  Cuando estoy harto, no; más agora sí, que estoy hambriento, y con gana de comer.

AVERROIS.-   Di, ¿duermes los ojos cerrados?

MENEMNO, casado.-  Como tú, velando, abiertos.

CASANDRO.-  Agora cuerdamente respondió.

AVERROIS.-  Pues cátatelo ahí sano, señor.

CASANDRO.-  No está agora tan loco como cuando amenazaba a su mujer con fuego.

AVERROIS.-  ¿Habíalo de estar? Duelos me dé Dios.

MENEMNO, casado.-   ¿A quién dices que amenazaba yo?

CASANDRO.-  ¿No te acuerdas cuando a mí y a tu mujer nos querías matar?

MENEMNO, casado.-  ¿Yo matar a quien tanto deseo la vida?

AVERROIS.-   Pecador de mí, señor. ¿Quieres echarme a perder? Téngole medio curado ¿y estás contendiendo con él? Ven acá, Menemno, hablemos aparte tú y yo. Has de saber que nosotros somos los locos, que tú demasiado seso tienes. Tú, rapaz, no es aún tiempo que sopas estos secretos de medicina. Apártate allá.

LAZARILLO.-  Recuérdate digo yo de los quinguaginta cruciatos auri.

AVERROIS.-   ¡Oh! Sí señor. Téngalos a punto que son mucho menester, porque tengo de hacer con ellos en mi casa un cierto cocimiento con cincuenta maneras de yerbas, para cada cruzado una, traídas de la ínsula Fortunada, y después de todas hacer un emplastro por ciertos puntos de astrología, y después ponérselo en los pies para fortificar la cabeza.

CASANDRO.-  Abreviemos, que ya está a punto todo.

AVERROIS.-   Bene dixisti. Oye, Menemno. Tú has de saber que conozco muy bien que si tu entendimiento está algo alterado, es por algún enojo que has habido.

MENEMNO, casado.-  Dices la verdad.

AVERROIS.-  Hora pues por hacer placer a mí y acreditar mi medicina y no enojar a tu suegro, haz todo lo que yo te dijere.

MENEMNO, casado.-   Soy contentísimo.

AVERROIS.-  Si lo haces, yo te prometo de partir contigo los cincuenta cruzados, porque tú ni has menester medicina, ni yo la entiendo más que esa pared.

MENEMNO, casado.-  Pero haz de manera, maestro, que me lleven en todo caso a tu casa.

LAZARILLO.-   Bien dices, porque allí haremos buena gira y beberemos autant.

AVERROIS.-  Decir yo, señor Casandro, que está Menemno del todo sano, no diría verdad; pero helo traído a punto de hacer que me sea en todo obedientísimo.

CASANDRO.-  Veamos.

AVERROIS.-  Menemno.

MENEMNO, casado.-  ¿Qué mandas, señor doctor?

AVERROIS.-  Alza el brazo derecho. ¿No puedes más?

MENEMNO, casado.-  No señor.

AVERROIS.-  Agora da una vuelta en derredor ¿No ves, señor? Por la doctrina del grande Hipócrates te juro que si quiero, te lo convertiré en nabo. Échate de esa ventana abajo.

MENEMNO, casado.-  ¿Qué es de la ventana?

AVERROIS.-   Está quedo, loco, no te muevas. Aprende, rapaz, estos medicinales puntos. Agora, Menemno, dame esa espada.

CASANDRO.-  Agora vas bien: eso me contenta.

AVERROIS.-  Coge así los brazos.

MENEMNO, casado.-  Ya están cogidos. ¿Qué es lo que haces?

AVERROIS.-   Súfrete, que por tu bien se hace que estés atado un poco con este cordel, porque así dice Avicena que se debe hacer.

LAZARILLO.-  In quarta et sexta ad finem.

AVERROIS.-  ¡Oh cómo acotaste bien, rapaz! Es menester, señor Casandro, que de esta manera atado lo lleven a mi casa, porque allí con aquel emplastro áureo te lo daré sano en tres día.

CASANDRO.-  Antes ha de ir así como está a la cosa de los locos, porque aquella es su propia morada. Vaya, vaya presto.

MENEMNO, casado.-   ¡Oh ciudadanos! ¡Oh amigos míos! Socorredme, que me llevan contra mi voluntad acusado falsamente.



Escena XII

 

MENEMNO, casado, CASANDRO, AVERROIS, LAZARILLO, TRONCHÓN, y después MENEMNO, mancebo.

 

TRONCHÓN.-  ¡Oh dioses inmortales! ¿Qué es lo que con mis ojos veo? No sé por qué causa llevan aquellos a mi amo forzosamente.

CASANDRO.-  Averrois, ayúdame. ¿En qué piensas?

TRONCHÓN.-  Menemno.

MENEMNO, casado.-  ¡Oh amigo! No consientas que se me haga tamaña afrenta.

TRONCHÓN.-  ¿Por qué lleváis así a este gentilhombre?

CASANDRO.-  Porque es loco.

TRONCHÓN.-   ¿Quién dice tan gran maldad?

CASANDRO.-  Este médico.

TRONCHÓN.-  Asosegaos, que no es loco.

CASANDRO.-  Si no, ¿qué mal tiene?

TRONCHÓN.-   Está asombrado y endemoniado.

AVERROIS.-   ¿Endemoniado? Arriedro vaya Satanás.

CASANDRO.-   Di, doctor, ¿cómo no le conociste el mal?

AVERROIS.-  Sé que yo, señor, nunca fui doctor en diablos, pero veamos éste lo que sabe.

CASANDRO.-  ¿Qué remedio darás tú?

TRONCHÓN.-   Muy grande. Quiero hablarle al oído para ver si es de los demonios secretos. Mira, Menemno, si quieres librarte de estos tus enemigos, yo te dará una espada entre manos.

MENEMNO, casado.-  Ya la querría tener.

TRONCHÓN.-  De los demonios públicos es: a voces quiero hablarte. Yo te mando de parte de Dios que te vayas a los infiernos sin dañar ni atormentar a este hombre.

MENEMNO, casado.-  No saldré si primero no veo la cruz, o señal della.

CASANDRO.-   ¡Oh pobre mancebo! Bendito seas tú, Dios. ¡Oh cruel mancilla!

TRONCHÓN.-   ¿No hay por aquí una cruz? Mostradme esa espada, que tanto montará como cruz.

AVERROIS.-  Déjasela, Lazarillo.

TRONCHÓN.-   Besa, ladrón, y abrázate con ella.

MENEMNO, casado.-   ¿Así que como loco me llevábades? Aguardad un poquito, perros traidores.

AVERROIS.-  A huir, señor Casandro, que soltado se ha.

MENEMNO, casado.-  Id con la maldición, bellacos.

TRONCHÓN.-  ¿Qué te parece, señor, con qué astucia te he librado de esta gente?

MENEMNO, casado.-   Mas te debo que a cuantos hombres hay en el mundo: por eso mira lo que yo podré hacer por ti.

TRONCHÓN.-  Que me hagas libre te pido.

MENEMNO, casado.-  ¿Por ventura eres tú mi esclavo para que te haga libre, o conózcote yo?

TRONCHÓN.-   No quiero entrar en si me conoces o no, sino que me des por libre.

MENEMNO, casado.-  Digo que te doy por libre, y que te tengo en cuenta de hermano.

TRONCHÓN.-   Quiero ir agora al mesón, y traerte he la bolsa de los dineros y las piezas de plata que me encomendaste.

MENEMNO, casado.-  Anda, que aquí te espero. Cosas maravillosas me han acontecido hoy. Dorotea me dio a entender que había comido con ella, y que me dio la saya y el diamante. Mi suegro y este borracho de médico que estoy loco, y este agora que soy su amo y que me traerá los dineros y la plata. Esperar quiero y ver en qué para esto.

MENEMNO, mancebo.-  Dios te guarde, gentilhombre.

MENEMNO, casado.-  Así haga a ti.

MENEMNO, mancebo.-  ¿Habitas en esta tierra?

MENEMNO, casado.-  Sí habito, hartos años ha.

MENEMNO, mancebo.-  ¿Por ventura sabríasme dar razón de un esclavo extranjero?

MENEMNO, casado.-  Si no das otras señas, es preguntar por Mahoma en Granada.

TRONCHÓN.-   ¡Ah! Señor Menemno.

MENEMNO, casado y mancebo.-   ¿Qué quieres?

TRONCHÓN.-  Qué, ¿dos amos tengo yo?

MENEMNO, casado y mancebo.-  No sino uno.

TRONCHÓN.-   ¿Quién es ese uno?

MENEMNO, casado y mancebo.-  Yo soy.

TRONCHÓN.-   ¿Qué quiere decir yo soy? Esperad, ¿quién ha de recibir esta plata?

MENEMNO, casado y mancebo.-  Yo.

TRONCHÓN.-  Válame Dios ¿y qué será esto? ¿A cuál de los dos libré yo cuando lo llevaban atado como loco?

MENEMNO, casado.-   A mí.

TRONCHÓN.-  Pues tú eres mi amo, y habrás la plata, y él que perdone.

MENEMNO, mancebo.-  ¿Tórnaste loco, Tronchón? ¿Y cómo no te acuerdas que viniste hoy conmigo de la nave?

TRONCHÓN.-  Por cierto que tienes razón. Tú busca mozo, que éste es mi amo.

MENEMNO, casado.-  ¿Do vas, desconocido? ¿Yo no soy quien te ha hecho tranco en este lugar?

TRONCHÓN.-  Por cierto, si, tú eres mi amo y mi señor.

MENEMNO, mancebo.-   Ven acá, desmemoriado, ¿no te acuerdas que cuando quiso entrar en casa de la ramera te encomendé la bolsa con los dineros?

TRONCHÓN.-  Tú sin duda eres mi amo Menemno.

MENEMNO, casado.-   También yo me llamo Menemno.

MENEMNO, mancebo.-  ¿Tú Menemno?

MENEMNO, casado.-  Sí, yo Menemno, y mi padre Menemno.

TRONCHÓN.-  ¿Cuál sería, que fuese éste quien buscamos tanto ha?

MENEMNO, mancebo.-  ¿Eres natural de esta tierra?

MENEMNO, casado.-  No, sino de Sevilla.

MENEMNO, mancebo.-  ¿Acuérdaste algo de allá?

MENEMNO, casado.-  Acuérdome que siendo yo de quince años nos embarcamos mi padre y yo en una nave para las partes de Levante.

MENEMNO, mancebo.-  Dime, y no recibas pesadumbre, ¿cuántos hijos tuvo tu padre?

MENEMNO, casado.-   No más de dos.

MENEMNO, mancebo.-  ¿Cuál era el mayor?

MENEMNO, casado.-  Ninguno.

MENEMNO, mancebo.-  ¿Cómo pudo ser eso?

MENEMNO, casado.-   Porque nacimos de un mismo parto.

MENEMNO, mancebo.-  ¿Llamásteisos entrambos Menemnos?

MENEMNO, casado.-   No, que el otro se decía Claudio.

MENEMNO, mancebo.-   Pues yo soy ese Claudio.

MENEMNO, casado.-  ¿Tú? ¡Oh hermano mío! Claudio, seas muy bien venido.

MENEMNO, mancebo.-  Y tú muy bien hallado, hermano Menemno.

MENEMNO, casado.-  Dime, hermano, ¿quién te mudó el hombre de Claudio en Menemno?

MENEMNO, mancebo.-   Has de saber que como nos vinieron nuevas que mi padre y tú érades muertos, luego nuestra madre (que en gloria sea) por el amor que tenía a nuestro padre y a ti, me mudó el nombre de Claudio en Menemno.



Escena XIII

 

MENEMNO, casado, MENEMNO, mancebo, TRONCHÓN, AUDACIA, TALEGA.

 

AUDACIA.-  ¿Es verdad eso que me cuentas, Talega?

TALEGA.-  ¡Toma si es verdad! ¡Vieras huir a Casandro tu padre y al faldudo de maestre Averrois más ligeros que gamos!

AUDACIA.-  ¿Y a Menemno a do lo podría yo hallar agora para meterlo secretamente en casa?

TALEGA.-   ¿Qué me sé yo? Dios se lo perdone a vuestra merced, y a mí también, porque al principio se podía, excusar todo esto. Albricias, albricias, señora, albricias.

AUDACIA.-  ¿Qué has, inocente? ¿De qué te tengo de dar albricias?

TALEGA.-  ¡Oh señora! Que en lugar de un Menemno tienes dos Menemnos, y en lugar de un marido dos maridos. Cátalos allí.

AUDACIA.-  La verdad dice. ¡Qué es esto, Dios mío!

MENEMNO, mancebo.-  No te aflijas, señora, que yo soy tu marido, y alégrate, que este gentilhombre que ves tan semejante a mí, es mi hermano, que ha mucho tiempo que anda en busca mía.

AUDACIA.-  ¿Tu hermano? Abrazarle quiero por cierto.

TRONCHÓN.-   Sin duda que la ramera te toma por el señor tu hermano.

MENEMNO, casado.-  ¿Qué es eso de la ramera?

MENEMNO, mancebo.-  Has de saber que una ramera tomándome por ti me convidó a comer, y después me dio una saya y un diamante.

TALEGA.-  En fin, señor, que sobre vos vino el comedentes, y super nos el gementes et flentes.

MENEMNO, casado.-   Has de saber, señor hermano, que esa comida yo la ordené para mí a Talega, y di la saya.

AUDACIA.-   ¿Otorgáis, otorgáis, don ladrón?

MENEMNO, casado.-  Es la verdad que yo te la hurté para darla a Dorotea.

MENEMNO, mancebo.-  No recibas pena, señora, que el lo hará muy mejor de aquí adelante, y la saya y diamante está en mi poder con otras joyas muchas que traigo para servirte con ellas.

AUDACIA.-   En verte, señor hermano, se me ha quitado todo el enojo que tenía.

MENEMNO, casado.-   Señor hermano, yo prometí de hacer libre a Tronchón.

MENEMNO, mancebo.-  Desde agora le doy por libre para siempre.

AUDACIA.-  Sus, señores, entremos dentro, porque alcance mi padre de este placer y alegría.

TALEGA.-  ¡Oh! ¿Qué haremos de comer?

MENEMNO, casado.-  Entremos cantando.

 

(Canción.)

 
    Enhorabuena vengáis vos,
hermano mío,
pues a pesares hoy entre nos
dais desvío.











ArribaAbajoApéndice


ArribaAbajoRodrigo Cota y Fernando Rojas


Celestina

Tragicomedia de Calisto y Melibea



Argumento de la obra

Calisto, de noble linaje, de claro ingenio, de gentil disposición, de linda crianza, dotado de muchas gracias, de estado mediano, fue preso en el amor Melibea, mujer moza, muy generosa, de alta y serenísima sangre, sublimada en próspero estado, una sola heredera a su padre Pleberio, y su muy amada: por solicitud del pungido Calisto, vencido el casto propósito della, interviniendo Celestina, mala y astuta mujer, con dos sirvientes del vencido Calisto, engañados, y por esta tornados desleales, presa su fidelidad con anzuelo de codicia y de deleite, vinieron los amantes, y los que los ministraron en amargo y desastrado fin. Para comienzo de lo cual, dispuso la adversa fortuna lugar oportuno, donde a la presencia de Calisto se presentó la deseada Melibea.



PERSONAJES
 

 
CALISTO,   mancebo enamorado.
MELIBEA,    hija de Pleberio.
PLEBERIO,   padre de Melibea.
ALISA,    madre de Melibea.
CELESTINA,    alcahueta.
PÁRMENO,   criado de Calisto.
SEMPRONIO,   criado de Calisto.
TRISTÁN,   criado de Calisto.
SOSIA,   criado de Calisto.
CRITO.
LUCRECIA,   criada de Pleberio.
ELICIA,    ramera.
AREUSA,   ramera.
CENTURIO,   rufián.



Argumento del Acto I

Entrando Calisto en una huerta en seguimiento de un falcón suyo, halló ahí a Melibea, de cuyo amor preso, comenzola de hablar: de la cual muy rigurosamente despedido fijé para su casa muy angustiado y habló con un criado suyo llamado Sempronio, el cual, después de muchas razones, le enderezó a una vieja llamada Celestina, en cuya casa tenía el mismo criado una enamorada llamada Elicia: la cual, viniendo Sempronio a casa de Celestina con el negocio de su amo, tenía otro consigo llamado Crito, el cual escondieron. Entretanto que Sempronio está negociando con Celestina, Calisto está razonando con otro su criado por nombre Pármeno: el cual razonamiento dura hasta que llegan Sempronio y Celestina a casa de Calisto. Pármeno fue conocido de Celestina: la cual mucho le dice de los hechos y conocimiento de su madre; induciéndole a amor y concordia de Sempronio.




Argumento del Acto II

Partida Celestina de Calisto para su casa, queda Calisto hablando con Sempronio, criado suyo: al cual, como quien en alguna esperanza puesto está, todo aguijar le parece tardanza; enví Sempronio a solicitar a Celestina para el concebido negocio, quedan entre tanto Calisto y Pármeno juntos razonando.




Acto III

 

SEMPRONIO, CELESTINA, ELICIA.

 

SEMPRONIO.-  Qué espacio lleva la barbuda, menos sosiego traían sus pies a la venida: a dineros pagados, brazos quebrados. Ce, señora Celestina, poco has aguijado.

CELESTINA.-  ¿A qué vienes, hijo?

SEMPRONIO.-   Este nuestro enfermo no sabe qué pedir, de sus manos no se confía, no se le cuece el pan: teme tu negligencia, maldice su avaricia y cortedad, porque te dio tan poco dinero.

CELESTINA.-   No es cosa más propia de los que aman, que la impaciencia, toda tardanza les es tormento, ninguna dilación les agrada, en un momento querrían poner en efecto sus cogitaciones, antes las querrían ver concluidas que empezadas; mayormente estos novicios amantes, que contra cualquier señuelo vuelan sin deliberación, sin pensar el daño, que el cebo de su deseo trae mezclado en su ejercicio y negociación para sus personas y sirvientes.

SEMPRONIO.-  ¿Qué dices de sirvientes? Parece por tu razón, que nos pueda venir a nosotros daño de este negocio, y quemarnos con las centellas que resultan deste fuego de Calisto; aun al diablo daría yo sus amores: al primer desconcierto que vea en este negocio no como más su pan, más vale perder lo servido, que la vida por cobrarlo; el tiempo me dirá qué haga, que primero que caiga del todo, dará señal, como cosa que se acuesta: si te parece, madre, guardemos nuestras personas del peligro: hágase lo que se hiciere, si la hobiere ogaño, sino a otro año, sino nunca: que no hay cosa tan difícil de sufrir en sus principios, que el tiempo no la ablande, y haga comportable; ninguna llaga tanto se sintió, que por luengo tiempo no aflojase su tormento, ni placer tan alegre fue, que no te amengüe su antigüedad: el mal y el bien, la prosperidad y adversidad, la gloria y pena, todo pierde con el tiempo la fuerza de su acelerado principio: pues los casos de admiración, y venidos con gran deseo, tan presto como pasados, olvidados: cada día vemos novedades, y las oímos, y las pasamos, y dejamos otras: disminúyelas el tiempo, hácelas contingibles. Qué tanto te maravillarías, si dijesen la tierra tembló, o otra semejante cosa, que no lo olvidases luego. Así como, helado está el río, el ciego ve ya, muerto es tu padre, un rayo cayó, ganada es Granada, el rey entra hoy, el turco es vencido, eclipse hay mañana, la puente es llevada, aquel es la obispo, a Pedro robaron, Iné se ahorcó. Qué me dirás, sino que a tres días pasados, o a la segunda vista, no hay quien dello se maraville. Todo es así, todo pasa desta manera: todo se olvida, todo queda atrás. Pues así será este amor de mi amo, cuanto más fuere andando, tanto más disminuyendo: que la costumbre luenga amansa los dolores, afloja y deshace los deleites, desmengua las maravillas: procuremos provecho mientra pendiere, su contienda, y si a pie enjuto le pudiéremos remediar mejor, mejor es, y sino poco a poco le soldaremos el reproche o menosprecio de Melibea contra él: donde no, más vale que pene el amo, que no que peligre el moro.

CELESTINA.-  Bien has dicho, contigo estoy: agradado me has, no podemos errar; pero todavía, hijo, es necesario, que el buen procurador ponga de su casa algún trabajo, algunas fingidas razones, algunos sofísticos autos, ir y venir a juicio, aunque reciba malas palabras del juez, siquiera por los que lo vieron no digan que se gana holganza el salario, y así ver a cada uno a él con pleito, y a Celestina con sus amores.

SEMPRONIO.-  Haz a tu voluntad, que no será éste el primer negocio que has tomado a cargo.

CELESTINA.-  ¿El primero, hijo? Pocas vírgenes, a Dios gracias, has tú visto en esta ciudad, que hayan abierto tienda a vender, de quienes yo no haya sido corredora de su primer hilado. En naciendo la muchacha la hago escribir en mi registro: y esto para que yo sepa cuantas se me salen de la red. ¿Qué pensabas, Sempronio? ¿Habíame de mantener del viento? ¿Heredé otra herencia? ¿Tengo otra casa, o viña? ¿Conóceme otra hacienda más de este oficio? ¿De qué como y bebo? ¿De qué visto y calzo? En esta ciudad nacida, en ella criada, manteniendo honra, como todo el mundo sabe. Conocida pues soy: quien no supiere mi nombre, y mi casa, tenle por extranjero.

SEMPRONIO.-  ¿Dime, madre, qué pasaste con mi compañero Pármeno, cuando subí con Calisto por el dinero?

CELESTINA.-   Díjele el sueño y la soltura, y como ganaría más con nuestra compañía, que con lisonjas que dice a su amo, como vivirla siempre pobre y baldonado, si no mudaba el consejo: que no se hiciese santo a tal perra vieja como yo: acordele quien era su madre, porque no menospreciase mi oficio: porque queriendo de mí decir mal, tropezase primero en ella.

SEMPRONIO.-  ¿Tantos días ha que lo conoces, madre?

CELESTINA.-  Aquí está Celestina, que le vio nacer, y lo ayudó a criar: su madre y yo uña y carne: della aprendí todo lo mejor que sé de mi oficio: juntas comíamos, juntas dormíamos, juntas hablamos nuestros solaces, nuestros placeres, nuestros consejos y conciertos; en casa y fuera, como dos hermanas; nunca blanca gané en que no tuviese su mitad: pero no vivía yo engañada, si mi fortuna quisiera que ella me durara. ¡O muerte, muerte, a cuántos privas de agradable compañía, a cuántos desconsuela tu enojosa visitación! Por uno que comes con tiempo, cortas mil en agraz: que siendo ella viva no fueran estos mis pasos desacompañados: buen siglo haya, que leal compañera me fue, que jamás me dejó hacer cosa en mi cabo, estando ella presente. Si yo traía el pan, ella la carne: si yo ponía la mesa, ella los manteles: no loca, no fantástica, ni presuntuosa, como las de ahora. En mi ánima, descubierta se iba hasta el cabo de la ciudad con su jarro en la mano: que en todo el camino no oía peor de señora Claudina; y a osadas que otra conocía peor el vino, y cualquier mercaduría: cuando pensaba que no era llegada, era de vuelta. Allá la convidaban según el amor que todos le tenían, que jamás volvía sin ocho o diez gustaduras, un azumbre en el jarro, y otro en el cuerpo: así le fiaban dos o tres arrobas en veces como sobre una taza de plata: su palabra era prenda de oro en cuantos bodegones había: si íbamos por la calle, donde quiera que hubíesemos sed entrabamos en la primer taberna, luego mandaba y echar media azumbre, para mojar la boca: mas a mi cargo que no le quitaban la toca por ello, sino cuanto la rayaban en su taja, y andar adelante. Si tal fuese agora su hijo, a mi cargo, que tu amo quedase sin pluma, y nosotros sin queja: pero yo lo haré de mi hierro, si vivo, y lo contaré en el número los míos.

SEMPRONIO.-  ¿Cómo has pensado hacerlo, que es un traidor?

CELESTINA.-   A ese tal dos alevosos: harele haber a Areusa: será de los nuestros, darnos ha lugar a tender las redes sin embarazo, por aquellas doblas de Calisto.

SEMPRONIO.-  ¿Pues crees que podrás alcanzar algo de Melibea? ¿Hay algún buen ramo?

CELESTINA.-   No hay cirujano que a la primera cura juzgue la herida: lo que al presente veo, te diré. Melibea es hermosa, Calisto loco y franco, y ni a él penará gastar, ni a mi ayudar: bulla moneda, y dure el pleito lo que durare: todo lo puede el dinero, las peñas quebranta, los ríos pasa en seco: no hay lugar tan alto, que un asno cargado de oro no lo suba. Su desatino y ardor basta para perder a sí, y ganar a nosotros. Esto he sentido, esto he calado, esto sé dél y della, esto es lo que nos ha de aprovechar. A casa voy de Pleberio, quédate a Dios, que aunque esté brava Melibea, no es ésta (si a Dios ha placido) la primera a quien yo he hecho perder el cacarear: cosquillosicas son todas, mas después que una vez consienten la silla en el envés del lomo, nunca querrían holgar: por ellas queda el campo: muertas sí, cansadas no: si de noche caminan, nunca querrían que amaneciese: maldicen los gallos, porque anuncian el dio, y el reloj, porque da tan a priesa: requieren las cabrillas y el norte, haciéndose estrelleras: ya cuando ven salir el lucero del alba, quiérese les salir el alma, su claridad les oscurece el corazón. Camino es, hijo, que nunca me harté de andar: nunca me vi cansada: y aun así vieja como soy, sabe Dios mi buen deseo, cuanto más estás que hierven sin fuego: cautívanse del primer abrazo, ruegan a quien rogó, penan por el penado, hácense siervas de quien eran señoras, dejan el mundo, y son mandadas, rompen paredes, abren ventanas, fingen enfermedades, a los chirriadores quicios de las puertas hacen con aceites usar su oficio sin ruido; no te sabré decir lo mucho que obra en ellas el dulzor que les queda de los primeros besos de quien aman: son enemigas del medio, contino están posadas en los extremos.

SEMPRONIO.-  No te entiendo esos términos, madre.

CELESTINA.-   Digo, que la mujer ama mucho aquel de quien es requerida, o le tiene grande odio. Así que si al querer despiden, no pueden tener las riendas al desamor: y con esto que sé cierto, voy mas consolada a casa de Melibea, que si en la mano la tuviese: porque sé que aunque al presente le ruegue, al fin me ha de rogar; aunque al principio me amenace, al cabo me ha de halagar. Aquí llevo un poco de hilado en esta mi faltriquera, con otros aparejos que conmigo siempre traigo, para tener causa de entrar, donde mucho no soy conocida, la primera vez; así como gorgueras, garbines, franjas, rodetes, tenazuelas, alcohol, albayalde, solimán, agujas y alfileres: que tal hay, que tal quiere: porque donde me tomare voz, me halle apercebida para les echar cebo, o requerir de la primera vista.

SEMPRONIO.-  Madre, mira bien lo que haces, porque cuando el principio se yerra, no puede seguirse buen fin: piensa en su padre que es noble y es esforzado, su madre celosa y brava, tú la misma sospecha. Melibea es única a ellos; faltándoles ella, fáltales todo el bien. En pensallo tiemblo; no vayas por lana, y vengas sin pluma.

CELESTINA.-   ¿Sin pluma, hijo?

SEMPRONIO.-   O emplumada, madre, que o peor.

CELESTINA.-  A la he en mala hora, a ti he yo menester para compañero, aun si quisieses, avisar a Celestina en su oficio; pues cuando tú naciste ya comía yo pan con corteza, para adalidad eres bueno, cargado de agüeros y recelo.

SEMPRONIO.-  No te maravilles, madre, de mi temor, pues es común condición humana, que lo que mucho se desea, jamás se piensa ver concluido: mayormente que en este caso temo tu pena y mía, deseo provecho querría que este negocio hubiese buen fin no porque saliese mi amo de pena, mas por salir yo de lacería, y así miro más inconvenientes con mi poca experiencia, que no tú como maestra vieja.

ELICIA.-  Santiguarme quiero, Sempronio, quiero hacer una raya en el agua: que novedad es ésta venir hoy acá dos veces.

CELESTINA.-   Calla, boba, déjale, que otro pensamiento traemos en que más nos va: ¿dime, está desocupada la casa? ¿Fuese la moza que esperaba al ministro?

ELICIA.-   Y aun después vino otra, y se fue.

CELESTINA.-  ¿Sí? Que no en balde.

ELICIA.-   No en buena fe, ni Dios lo quiera que aunque vino tarde, más vale a quien Dios ayuda, etc.

CELESTINA.-  Pues sube presto al sobrado alto de la solana, y baja acá el bote del aceite serpentino que bailarás colgado del pedazo de la soga que traje del campo la otra noche, cuando llovía y hacía oscuro, y abre el arca de los lienzos, y hacia la mano derecha bailarás un papel escrito con sangre de murciélago, debajo de aquella ala del dragón, al que sacamos ayer las uñas: mira no derrames el agua de mayo que me trajeron a conacionar.

ELICIA.-   Madre, no está donde dices: jamás te acuerdas de cosa que guardes.

CELESTINA.-  No me castigues por Dios en mi vejez, ni me maltrates, Elicia: no infinjas, porque está aquí Sempronio, ni te ensoberbezcas: que más quiere a mí por consejera, que a ti por amiga, aunque lo ames mucho. Entra en la cámara de los ungüentos, y en la pelleja del gato negro, donde te mandé meter los ojos de la loba, le hallarás: y baja la sangre del cabrón, y unas poquitas de las barbas que tú le cortaste.

ELICIA.-  Toma, madre, veslo aquí: yo me subo y Sempronio arriba.

CELESTINA.-  Conjúrote, triste Plutón, señor de la profundidad infernal, emperador de la corte dañada, capitán soberbio de los condenados ángeles, señor de los sulfúreos fuegos, que los hervientes étneos montes manan: gobernador y veedor de los tormentos, y atormentador de las pecadoras ánimas: regidor de las tres furias, Tesífone, Megera y Aleto: administrador de todas las cosas negras del reino de Estigie y Dite, con todas sus lagunas, y sombras infernales, y litigioso Chaos: mantenedor de las volantes Harpias, con toda la compañía de espantables y pavorosas hidras. Yo Celestina, tu más conocida clientula, te conjuro por la virtud y fuerza destas bermejas letras: por la sangre de aquella nocturna ave, con que están escritas: por la gravedad de aquestos nombres y signos que en este papel se contienen: por la áspera ponzoña de las víboras, de que este aceite fue hecho, con el cual unto este hilado, vengas sin tardanza a obedecer mi voluntad: y en ello te envuelvas, y con ello estés sin un momento te partir, hasta que Melibea con aparejada oportunidad, que haya, lo compre: y con ella de tal manera quede enredada, que cuanto más lo mirare, tanto más su corazón se ablande a conceder mi petición, y se le abras, y lastimes del crudo y fuerte amor de Calisto: tanto que despedida toda honestidad, se descubra a mí, y me galardone mis pasos y mensaje: y esto hecho, pide y demanda de mí a tu voluntad. Si no lo haces con presto movimiento, ternásme por capital enemiga: heriré con luz tus cárceles tristes y acusaré cruelmente tus continuas mentiras: apremiaré con mis ásperas palabras tu horrible nombre: y otra vez te conjuro; así confiando en mi mucho poder, me parto para allá con mi hilado, donde creo te llevo envuelto.



Acto IV

 

CELESTINA, LUCRECIA, ALISA, MELIBEA.

 

CELESTINA.-  Agora que voy sola, quiero mirar bien lo que Sempronio ha temido deste mi camino, porque aquellas cosas que no son bien pensadas, aunque algunas veces hayan buen fin, comúnmente crían desvariados efectos: así que la mucha especulación nunca carece de buen fruto, que aunque yo he disimulado con él, podría ser, que si me sintiesen en estos pasos de parte de Melibea, que no pagase con pena que menor fuese que la vida, o muy amenguada quedase, cuando matar no me quisiesen, manteándome, o azotándome cruelmente. Pues amargas cien monedas serían éstas: ¡ay amarga de mí, en qué lazo me he metido, que por mostrarme solícita y esforzada, pongo mi persona al tablero! ¿qué haré, cuitado, mezquina de mí, que ni el salir afuera es provechoso, ni la perseverancia carece de peligro? ¿Pues iré, o tornármehe? ¡O dudosa y dura perplejidad! No sé cual escoja por más sano: en el osar manifiesto peligro: en la cobardía denostada pérdida. ¿Adónde irá el buey que no are? Cada camino descubre sus dañosos y hondos barrancos. Si con el hurto soy tomada, nunca de muerta, o encorozada falto, a bien librar: si no voy, ¿qué dirá Sempronio? ¿Que todas éstas eran mis fuerzas, saber, y esfuerzo, ardid, y ofrecimiento, astucia, y solicitud? ¿Y su amo Calisto qué dirá? ¿Qué hará, qué pensará, sino que hay mucho engaño en mis pisadas: y que yo he descubierto la celada, por haber más provecho desta otra parte, como sofística prevaricadora? O si no se le ofrece pensamiento tan odioso, dará voces como loco: dirame en mi cara denuestos rabiosos: proporná mil inconvenientes, que mi deliberación presta le puso, diciendo: tú, p... vieja, ¿por qué me acrecentaste mis pasiones con tus promesas? Alcahueta falsa, para todo el mundo tienes pies, para mi lengua: para todos obras, para mi palabras: para todos remedio, para mi pena: para todos esfuerzo, para mí te falta: para todos luz, para mí tiniebla. Pues, vieja traidora ¿por qué te me ofreciste, que tu ofrecimiento me puso esperanza? La esperanza dilató mi muerte, sostuvo mi vivir, púsome título de hombre alegre: pues no habiendo efecto, ni tú carecerás de pena, ni yo de triste desesperación. Pues triste so, mal acá, mal acullá: pena en ambas partes: cuando a los extremos falta el medio, arrimarse hombre al más sano, es discreción. Mas quiero ofender a Pleberio, que enojar a Calisto: ir quiero, que mayor es la vergüenza de quedar por cobarde, que la pena, cumpliendo como osada lo que prometí: pues jamás al esfuerzo desayuda la fortuna. Ya veo su puerta, en mayores afrentas me he visto. Esfuerza, esfuerza, Celestina, no desmayes, que nunca faltan rogadores para mitigar las penas. Todos los agüeros se aderezan favorables, o yo no sé nada deste arte: cuatro hombres que he topado, a los tres llaman Juanes, y los dos son cornudos. La primera palabra que oí por la calle, fue de achaque de amores: nunca he tropezado como otras veces. Las piedras parece que se apartan, y me hacen lugar que pase: ni me estorban las haldas, ni siento cansancio en el andar: todas me saludan: ni perro me ha ladrado, ni ave negra he visto tordo, ni cuervo, ni otras nocturnas71: y lo mejor de todo es, que veo a Lucrecia a la puerta de Melibea, prima de Elicia; no me será contraria.

LUCRECIA.-  ¿Quién es esta vieja que viene haldeando?

CELESTINA.-   Paz sea en esta casa.

LUCRECIA.-  Celestina, madre, seas bien venida: ¿cuál dios te trajo por aquestos barrios no acostumbrados?

CELESTINA.-  Hija, mi amor, deseo de todas vosotras, traerte encomiendas de Elicia, y aun ver a tus señoras, vieja y moza; que después que me mudé al otro barrio, no han sido de mí visitadas.

LUCRECIA.-  ¿A esto sólo saliste de tu casa? Maravillome de ti, que no es esa tu costumbre, ni sueles dar piso sin provecho.

CELESTINA.-  ¿Mas provecho quieres, boba, que cumplir hombre sus deseos? Y también como a las viejas nunca nos fallecen necesidades: mayormente a mí que tengo de mantener hijas ajenas; ando a vender un poco de hilado.

LUCRECIA.-  Algo es lo que yo digo: en mi seso estoy, que nunca metes aguja sin sacar reja; pero mi señora la vieja urdió una tela: tiene necesidad dello, tú de venderlo: entra, y espera aquí, que no os desavernéis72.

ALISA.-  ¿Con quién hablas, Lucrecia?

LUCRECIA.-  Señora, con aquella vieja de la cuchillada que solía vivir aquí en las tenerías a la cuesta del río.

ALISA.-   Agora la conozco menos: si tú me das a entender lo incógnito por lo menos conocido, es coger agua en cesto.

LUCRECIA.-   Jesús, señora, más conocida es esta vieja que la ruda: no sé cómo no tienes noticia de la que empicotaron por hechicera, que vendía las mozas a los abades, y descasaba mil casados.

ALISA.-  ¿Qué oficio tiene? Quizá por aquí la conoceré mejor.

LUCRECIA.-  Señora, perfuma tocas, hace solimán, y otros treinta oficios; conoce mucho en yerbas, cura niños: y aun la llaman vieja lapidaria.

ALISA.-  Todo eso dicho, no me la da a conocer: dime su nombre si le sabes.

LUCRECIA.-  ¿Si lo sé, señora? No hay niño, ni viejo en toda la ciudad que no le sepa: ¿habíale yo de ignorar?

ALISA.-   ¿Pues por qué no lo dices?

LUCRECIA.-  He vergüenza.

ALISA.-   Anda, boba; dilo, no me indignes con tu tardanza.

LUCRECIA.-  Celestina, hablando con reverencia, es su nombre.

ALISA.-   Hi, hi, hi: mala landre te mate, si de risa puedo estar, viendo el desamor que debes tener a esa vieja: que su nombre has vergüenza nombrar. Ya me voy recordando de ella: una buena pieza, no me digas más: algo me verná a pedir, di que suba.

LUCRECIA.-  Sube, tía.

CELESTINA.-  Señora buena, la paz de Dios sea contigo, y con la noble hija. Mis pasiones y enfermedades han impedido mi visitar tu casa, como era razón: más Dios conoce mis limpias entrañas, mi verdadero amor, que la distancia de las moradas no despega el amor de los corazones: así que lo que mucho deseé, la necesidad me lo ha hecho cumplir: con mis fortunas adversas y otras me sobrevino mengua de dinero, no supe mejor remedio que vender un poco de hilado, que para unas toquillas tenía allegado: supe de tu criada que tenías dello necesidad: aunque pobre, y no de la merced de Dios, veslo aquí, si dello y de mí te quieres servir.

ALISA.-   Vecina honrada, tu razón y ofrecimiento me mueven a compasión, y tanto que quisiera más hallarme en tiempo de poder cumplir tu falta, que menguar tu tela: lo dicho te agradezco; si el hilado es tal, serte ha bien pagado.

CELESTINA.-  ¿Tal, señora? Tal sea mi villa, y mi vejez, y la de quien parte quisiere de mi jura: delgado como el pelo de la cabeza, igual, recio como cuerdas de vihuela, blanco como el copo de la nieve, hilado todo por estos pulgares, aspado y aderezado, veslo aquí en madejitas: tres monedas me daban ayer por la onza, así goce desta alma pecadora.

ALISA.-  Hija Melibea, quédese esta mujer honrada contigo. que ya me parece que es tarde para ir a visitar a mi hermana la mujer de Cremes, que desde ayer no la he visto, y también que viene su paje a llamarme, que se le arreció de73 un rato acá el mal.

CELESTINA.-   Por aquí anda el diablo, aparejando oportunidad, arreciando el mal a la otra Ea, buen amigo, tener recio, agora es mi tiempo: ea, no la dejes, llevámela de aquí: ¿a quién digo?

ALISA.-   ¿Qué dices, amiga?

CELESTINA.-  Señora, que maldito sea el diablo y mi pecado: porque en tal tiempo hubo decrecer el mal de tu hermana, que no habrá para nuestro negocio oportunidad: y ¿qué mal es el suyo?

ALISA.-   Dolor de costado, y tal, que según dice el mozo que quedaba, temo no sea mortal: ruega a Dios, tú vecina, por amor mío, en tus devociones por su salud.

CELESTINA.-  Yo te prometo, señora, en yendo de aquí me vaya por esos monasterios donde tengo frailes devotos míos, y les dé el mismo cargo que tú me das. Y demás desto, antes que me desayune, dé cuatro vueltas a mis cuentas.

ALISA.-  Pues, Melibea, contenta a la vecina en todo lo que razón fuere darle por lo hilado. Y tú, madre, perdóname, que otro día se verná, en que más nos veamos.

CELESTINA.-  Señora, el perdón sobraría, donde el yerro falta: de Dios seas perdonada, que buena compañía me queda: Dios la dejo gozar su noble juventud, y florida mocedad que es el tiempo en que más placeres y mayores deleites se alcanzan: que a la mía fe la vejez no es sino un mesón de enfermedades, posada de pensamientos, amiga de rencillas, congoja continua, llaga incurable, mancilla de lo pasado, pena de lo presente, cuidado triste de lo por venir, vecina de la muerte, choza sin rama, que se llueve por cada parte, cayada de mimbre, que con poca carga se doblega.

MELIBEA.-   ¿Por qué dices, madre, tanto mal de lo que todo el mundo con tanta eficacia gozar o ver desea?

CELESTINA.-  Desean harto mal para sí, desean harto trabajo, desean llegar allá, porque llegando viven y el vivir es dulce y viviendo envejecen así que el niño desea ser mozo, y el mozo viejo, y el viejo más: aunque con dolor, todo por vivir: porque como dicen viva la gallina con su pepita. Pero ¿quién te podrá contar, señora, sus daños, sus inconvenientes, sus fatigas, sus cuidados, sus enfermedades, su frío, su calor, su descontentamiento, su rencilla, su pesadumbre: aquel arrugar de cara, aquel mudan de cabellos, y de su primera y fresca color aquel poco oír, aquel debilitado ver, puestos los ojos a la sombra, aquel hundimiento de boca, aquel caer de dientes, aquel carecer de fuerza, aquel flaco andar, aquel espacioso comer? Pues ay, ay, señora, si lo dicho viene acompañado de pobreza: allí verás callar todos los otros trabajos, cuando sobra la gana, y falta la provisión, que jamás sentí peor ahíto que de hambre.

MELIBEA.-  Bien conozco que hablas de la feria, según te va en ella, así que otra canción dirán los ricos.

CELESTINA.-  Señora hija, a cada cabo hay tres leguas de mal quebranto: a los ricos se les va la gloria y descanso por otros albañares de asechanzas, que no se parecen, ladrillados por encima con lisonjas. Aquel es rico que está bien con Dios: más segura cosa es ser menospreciado, que temido: mejor sueño duerme el pobre, que no el que tiene de guardar con solicitud, lo que con trabajo ganó, y con dolor ha de dejar: mi amigo no será simulado, y el del rico sí: yo soy querida por mi persona, el rico por su hacienda: nunca oye verdad, todos le han envidia, apenas hallarás un rico que no confiese que le sería mejor estar en mediano estado, o en honesta pobreza. Las riquezas no hacen rico, mas ocupado; no hacen señor, mas mayordomo: mas son los poseídos de las riquezas, que no los que las poseen: a muchos trajeron la muerte, a todos quitan el placer: y a las buenas costumbres ninguna cosa es más contraria: ¿no oíste decir: durmieron su sueño los varones de las riquezas, y ninguna cosa hallaron en sus manos? Cada rico tiene una docena de hijos y nietos, que no rezan otra oración, ni otra petición, sino rogar a Dios que lo saque de medio dellos: no ven la hora que tener a él so la tierra, y lo suyo entre sus manos, y darte a poca costa su morada para siempre.

MELIBEA.-   ¡Madre, gran pena ternás por la edad que perdiste. ¿Querrías volver a la primera?

CELESTINA.-  Loco es, señora, el caminante que enojado del trabajo del día, quisiese, volver de comienzo a la jornada, para tornar otra vez a aquel lugar: que todas aquellas cosas, cuya posesión no es agradable, mas vale poseellas, que esperallas, porque más cerca está el fin dellas, cuanto más alejado del comienzo. No hay cosa más dulce ni graciosa al muy cansado, que el mesón: así que aunque la mocedad sea alegre, el verdadero viejo no la desea, porque el que de razón y seso carece, casi otra cosa no ama, sino lo que perdió.

MELIBEA.-   Siquiera por vivir más, es bueno desear lo que digo.

CELESTINA.-  Tan presto, señora, se va el cordero como el carnero: ninguno es tan viejo que no pueda vivir un año, ni tan mozo que hoy no pudiese morir: así que en esto poca ventaja nos lleváis.

MELIBEA.-  Espantada me tienes con lo que has hablado: indicio me dan tus razones que te haya visto otro tiempo. ¿Dime, madre, eres tú Celestina, la que solía morar a las tenerías cabe el río?

CELESTINA.-   Hasta que Dios quiera.

MELIBEA.-   Vieja te has parado: bien dicen que los días no se van en balde. Así goce de mí no te conociera sino por esa señaleja de la cara; figuraseme que eras hermosa, otra pareces, muy mudada estás.

LUCRECIA.-  Hi, hi, hi, mudada está el diablo: hermosa era, con aquel Dios os sabe que le atraviesa la media cara.

MELIBEA.-  ¿Qué hablas, loca? ¿Qué es lo que dices? ¿De qué te ríes?

LUCRECIA.-  De como no conocías a la madre.

CELESTINA.-  Señora, ten tú el tiempo que no ande, tendré yo mi forma que no se mude: no has leído, que dicen: vendrá el día que en el espejo no te conocerás; pero también yo encanecí temprano, y parezco de doblada edad, que así goce desta alma pecadora, y tú de ese cuerpo gracioso, que de cuatro hijas que parió mi madre, yo fui la menor: mira, como no soy tan vieja como me juzgan.

MELIBEA.-   Celestina amiga, yo he holgado mucho en verte y conocerte: también hasme dado placer con tus razones; toma tu dinero, y vete con Dios, que me parece que no debes haber comido.

CELESTINA.-  ¡O angélica imagen, o perla preciosa, y cómo te lo dices! Gozo me toma en verte hablar: y no sabes que por la divina boca fue dicho, contra aquel infernal tentador, que no de solo pan viviremos; pues así es, que no sólo el comer mantiene: mayormente a mí, que me suelo estar uno y dos días, negociando encomiendas ajenas ayuna: que en otra cosa no entiendo, salvo hacer por los buenos, morir por ellos: esto tuve siempre, querer más trabajar sirviendo a otros, que holgar contentando a mí. Pues si tú me das licencia, diré la necesidad y causa de mi venida, que es otra que la que hasta ahora has oído, y tal que todos perderíamos, en me tornar en balde, sin que lo sepas.

MELIBEA.-   Di, madre, todas tus necesidades, que si yo las puede remediar, de buen grado lo haré, por el pasado conocimiento y vecindad, que pone obligación a los buenos.

CELESTINA.-  ¿Mías, señora? Antes ajenas, como tengo dicho, que las mías de mi puerta adentro me las paso, sin que las sienta la tierra, comiendo cuando puedo, bebiendo cuando lo tengo, que con mi pobreza jamás me faltó, Dios gracias, una blanca para pan, y cuatro para vino, después que enviudé: que antes no tenía yo cuidado de lo buscar: que sobrado estaba en un cuero en mi casa: uno lleno, y otro vacío: jamás me acosté sin comer una tostada en vino, y dos docenas de sorbos por amor de la madre, tras cada sopa: agora, como todo cuelga de mí, en un jarrillo, mal pecado, me lo traen, que no caben dos azumbres: seis veces al día tengo de salir por mi pecado con mis canas acuestas, a le henchir a la taberna: mas no muera yo de muerte, hasta que me ven con un cuero o tinajica de mis puertas adentro: que en mí ánima no hay otra provisión, que como dicen: pan y vino anda camino, que no mozo garrido, así que donde no hay varón todo bien fallece: con mal está el huso, cuando la barba no anda de suso. Ha venido esto, señora, por lo que decía de las ajenas necesidades, y no mías.

MELIBEA.-  Pide lo que querrás, sea para quien fuere.

CELESTINA.-   Doncella graciosa, y de alto linaje, tu suave habla y alegre gesto, junto con el aparejo de liberalidad, que muestras con esta pobre vieja, me dan osadía a te lo decir. Yo dejo un enfermo a la muerte, que tan sola una palabra de tu noble boca salida que llevo metida en mi seno tiene por fe, que sanará según la mucha devoción que tiene en tu gentileza.

MELIBEA.-   Vieja honrada, no te entiendo, si más no me declaras tu demanda: por una parte me alteras, y provocas a enojo, por otra me mueves a compasión; no te sabría volver respuesta conveniente, según lo poco que he sentido de tu habla. Que yo soy dichosa, si de mi palabra hay necesidad para salud de algún cristiano. Porque hacer beneficio, es semejar a Dios: y más que el que hace beneficio, le recibe, cuando es a persona que lo merece: y el que puede sanar el que padece, no lo haciendo, le mata: así que no cese tu petición por empacho, ni temor.

CELESTINA.-  El temor perdí, mirando, señora, tu beldad, que no puedo creer que en balde pintase Dios unos gestos más perfectos que otros, más dotados de gracias, más hermosas facciones, sino para hacerlos almacén de virtudes, de misericordia, de compasión, ministros de sus mercedes y dádivas, como a ti: pues como todos seamos humanos nacidos para morir, y sea cierto que no se puede decir nacido, el que para sí solo nació: porque sería semejante a los brutos animales, en los cuales hay algunos piadosos, como se dice del unicornio, que se humilla a cualquiera doncella: el perro con todo su ímpetu y braveza, cuando viene a morder, si se le echan en el suelo, no hace mal: esto de piedad. ¿Pues las aves? Ninguna cosa el gallo come, que no participe y llame a las gallinas a comer dello: el pelícano rompe el pecho, por dará sus hijos a comer de sus entrañas: las cigüeñas mantienen otro tanto tiempo a sus padres viejos en el nido, cuanto ellos les dieron cebo, siendo pollitos: pues tal conocimiento dio la natura a los animales y aves, ¿por qué los hombres habemos de ser más crueles? ¿Por qué no daremos parte de nuestras gracias y personas a los prójimos mayormente cuando están envueltos en secretas enfermedades, y tales que donde está la medicina salió la causa de la enfermedad.

MELIBEA.-  Por Dios, sin más dilatar, me diga, quién es ese doliente, que de mal tan perplejo se siente, que su pasión y remedio salen de una misma fuente.

CELESTINA.-  Bien ternás, señora, noticia en esta ciudad de un caballero mancebo, gentilhombre, de clara sangre, que llaman Calisto.

MELIBEA.-   Ya, ya, ya. Buena vieja, no me digas más: no pases adelante: ¿ése es el doliente, por quien has hecho tantas premisas en tu demanda? ¿Por quién has venido a buscar la muerte para ti? ¿Por quién has dado tan dañados pasos, desvergonzada, barbuda? ¿Qué, qué siente ese perdido, que con tanta pasión vienes? De locura será su mal: ¡qué te parece, si me halla sin sospecha dese loco, con qué palabras entrabas! No se dice en vano, que el más empecible miembro del mal hombre, mujer, es la lengua: quemada seas, alcahueta falsa, hechicera, enemiga de la honestidad, causadora de secretos yerros. Jesús, Jesús, quítamela, Lucrecia, de delante, que me fino: que no me ha dejado gota de sangre en el cuerpo: bien se merece esto y más, quien a estas tales da oídos. Por cierto si no mirase a mi honestidad, y por no publicar su osadía dese atrevido, yo te hiciera, malvada, que tu corazón y vida acabarán en un tiempo.

CELESTINA.-   (Aparte.)  En hora mala vine acá, si me falta mi conjuro. Ea pues, bien sé a quien digo: ce, hermano, que se va todo a perder.

MELIBEA.-  ¿Aún hablas entre dientes delante de mí, para acrecentar mi enojo, y doblar tu pena? ¿Querrías condenar mi honestidad por dar vida a un loco, dejar a mi triste, por alegrar a él, y llevar tú el provecho de mi perdición, el galardón de mi yerro, perder y destruir la casa y honra de mi padre, por ganar la de una vieja maldita como tú? ¿Piensas que no tengo sentidas tus pisadas, y entendido tu dañado mensaje? Pues yo te certifico, que las albricias que de aquí saques, no sean sino estorbarte de más ofender a Dios, dando fin a tus días. Respóndeme, traidora, ¿cómo osaste tanto hacer?

CELESTINA.-  Tu temor, señora, tiene ocupada mi disculpa: mi inocencia me da osadía, tu presencia me turba en verla atrada: y lo que más siento y me pena, es recibir enojo sin razón alguna. Por Dios, señora, que me dejes concluir mi dicho, que ni él quedará culpado, ni yo condenada: y verás, como es todo más servicio de Dios, que pasos deshonestos: mas para dar salud al enfermo, que para dañar la fama al médico. Si pensara, señora, que tan de ligero habías de conjeturar de lo pasado nocibles sospechas, no bastara tu licencia para me dar osadía a hablar cosa que a Calisto, ni a otro hombre tocase.

MELIBEA.-   Jesús, no oiga yo mentor mas ese loco, salta-paredes, fantasma de noche, luengo como cigüeña, figura de paramento mal pintado, sino aquí me caeré muerta. Éste es el que el otro día me vido, y comenzó a desvariar comigo en razones, haciendo mucho del galán. Dirasle, buena vieja, que si se pensó, que ya era todo suyo, y quedaba por él el campo, porque holgué más de consentir sus necedades, que castigar su yerro, quise más dejarle por loco, que publicar su atrevimiento: pues avísale, que se aparte deste propósito, y serleha sano, sino podrá ser, que no haya comprado tan cara habla en su vida. Pues sabe, que no es vencido, sino el que se cree serlo: yo quedé bien segura, y él ufano. De locos es estimar a todos los otros de su calidad: y tú tórnate con su misma razón, que de mí no habrás respuesta, ni la esperes: que por demás es ruego, a quien no puede haber misericordia: y da gracias a Dios, pues tan libre vas desta feria. Bien me habían dicho quién tú eras y avisado de tus propiedades, aunque agora no te conocía.

CELESTINA.-   (Aparte.)  Más fuerte estaba Troya: y aun otras más bravas he yo amansado; ninguna tempestad, mucho dura.

MELIBEA.-   ¿Qué dices, enemiga? Había que te pueda oír. ¿Tienes disculpa alguna para satisfacer mi enojo, y excusar tu yerro y osadía?

CELESTINA.-   Mientras viviere tu ira, más dañarás mi descargo, que estás muy rigurosa: y no me maravillo, que la sangre nueva poco calor ha menester para hervir.

MELIBEA.-   ¿Poco calor? Poco lo puedes llamar, pues quedaste tú viva, y yo quejosa, sobre tu gran atrevimiento. ¿Qué palabra podías tú querer para ese tal hombre, que a mi bien me estuvíese? Responde, pues dices que no has concluido, y quizá pagarás lo pasado.

CELESTINA.-  Una oración, señora, que te dijeron que sabías de santa Apolonia para el dolor de las muelas: asimismo, tu cordón que es fama que ha tocado las reliquias que hay en Roma y Jerusalén: aquel caballero que dije, pena y muere dellas: esta fue mi venida; pero pues en mi dicha estaba tu airada respuesta, padézcase él su dolor, en pago de buscar tan desdichada mensajera. Pues en tu mucha virtud me faltó piedad, también me fallara agua, si a la mar me enviara: pero ya sabes, que el deleite de la venganza dura un momento, y el de la misericordia para siempre.

MELIBEA.-  Si eso querías, ¿por qué luego no me lo expresaste? ¿Por qué me lo dijiste por tales palabras?

CELESTINA.-  Señora, porque mi limpio motivo me hizo creer que aunque en otras cualesquier lo propusiera, no se había de sospechar mal: que si faltó el debido preámbulo, fue porque la verdad no es necesario abundar de muchos colores: compasión de su dolor, confianza de tu magnificencia ahogaron en mi boca al principio la expresión de la causa: y pues conoces, señora, que el dolor turba, la turbación desmanda y altera la lengua (la cual había de estar siempre atada con el seso), por Dios que no me culpes. Y si él otro yerro ha hecho, no redunde en mi daño: pues que no tengo otra culpa, sino ser mensajera del culpado, no quiebre la soga por lo más delgado: no semejes a la araña, que no muestra su fuerza sino con los flacos animales: no paguen justos por pecadores. Imita la divina justicia, que dijo: El ánima que pecare, aquella misma muera: a la humana, que jamás condena al padre por el delito del hijo, ni al hijo por el del padre: ni es, se llora, razón, que su atrevimiento acarree mi perdición, aunque según su merecimiento, no tendría en mucho, que fuese él el delincuente, y yo la condenada; que no es otro mi oficio, sino servir a los semejantes, y desto vivo, y desto me arreo: nunca fue mi voluntad de enojar a unos, por agradar a otros: aunque hayan dicho a tu merced en mi ausencia otra cosa: al fin, señora, a la firme verdad el viento del vulgo no la empecé: una sola soy en este limpio trato: en toda la ciudad pocos tengo descontentos, con todos cumplo: los que algo me mandan, como si tuviese veinte, pies y otras tantas manos.

MELIBEA.-  No me maravillo, que un solo maestro de vicios dicen que hasta para corromper un gran puebla. Por cierto tantos y tales loores me han dicho de tus falsas mañas, que no sé si crea que pidas oración.

CELESTINA.-  Nunca yo la rece, y si la rezare, no sea oída, si otra cosa de mí se saque, aunque mil tormentos me diesen.

MELIBEA.-  Mi pasada alteración me impide a reír de tu disculpa: que bien sé, que ni juramento, ni tormento te hará decir verdad, que no es en tu mino.

CELESTINA.-  Eres mi señora, tengo de callar, hete yo de servir, hasme tú de mandar, tu mala palabra será víspera de una saya.

MELIBEA.-  Bien la has merecido.

CELESTINA.-   Si no la he ganado con la lengua, no la he perdido con la intención.

MELIBEA.-  Tanto afirmas tu ignorancia, que me haces creer lo que puede ser. Quiero pues en tu dudosa disculpa tener la sentencia en peso, y no disponer de tu demanda al sabor de ligera interpretación: no tengas en mucho, ni te maravilles de mi pasado sentimiento: porque concurrieron dos cosas en tu habla, que cualquiera dellas era bastante para me sacar de seso: nombrarme ese tu caballero, que conmigo se atrevió a hablar: y también pedirme palabra sin más causa, que no se podía sospechar sino daño, para mí honra: pero pues todo viene de buena parte, de lo pasado haya perdón, que en alguna manera es aliviado mi corazón, viendo que es obra pía y santa sanar los apasionados y enfermos.

CELESTINA.-  Y tal enfermo, señora, por Dios si bien lo conocieses, no lo juzgases por el que has dicho, y mostrado con tu ira: en Dios, y en mi alma, no tiene hiel gracias dos mil: en franqueza Alejandro: en esfuerzo Héctor: gesto de un rey, gracioso, alegre, jamás reina en él tristeza: de noble sangre, como sabes: gran justador: pues verlo armado, un san Jorge: fuerza y esfuerzo no tuvo Hércules tanta: la presencia y la fación74, disposición, desenvoltura otra lengua había menester para las contar todo junto semeja ángel del cielo: por fe tengo, que no era tan hermoso aquel gentil Narciso, que se enamoró de su propia figura, cuando se vio en las aguas de la fuente Agora, señora, tiénele derribado una sola muela, que jamás cesa el quejar.

MELIBEA.-  ¿Y qué tanto tiempo ha?

CELESTINA.-  Podrá ser, señora, de veinte y treinta años, que aquí está Celestina que lo vio nacer, y lo tomó a los pies de su madre.

MELIBEA.-   Ni te pregunto eso, ni tengo necesidad de saber su edad, sino qué tanto tiempo ha que tiene el mal.

CELESTINA.-  Señora, ocho días, que parece que ha un año en su flaqueza: y el mayor remedio que tiene, es tomar una vihuela, y tañe tantas canciones, y tan lastimeras, que no creo, que fueron otras las que compuso aquel emperador y gran músico Adriano de la partida del ánima: por sufrir sin desmayo la ya vecina muerte: que aunque lo sé poco de música, parece que hace aquella vihuela hablar: pues si acaso canta, de mejor gana se paran las aves a le oír que no a aquel Amphion, de quien se dice que movía los árboles y piedras con su canto. Siendo este nacido, no alabarán a Orfeo: mira, señora, si una pobre vieja como yo se hallara dichosa en dar la vida a quien tales gracias tiene: ninguna mujer lo ve, que no alabe a Dios, que así lo pintó: pues si le habla acaso, no es más señora de si, de lo que él ordena: y pues tanta razón tengo, juzga, señora, por bueno mi propósito, mis pasos saludables, y vacíos de sospecha.

MELIBEA.-  ¡Cuánto me pesa con la falta de mi paciencia! Porque siendo él ignorante, y tú inocente, habéis padecido las alteraciones de mi airada lengua: pero la mucha razón me relieva de culpa, la cual tu habla sospechosa causó: en pago de tu buen sufrimiento, quiero cumplir tu demanda, y darte luego mi cordón: y porque para escribir la oración, no habrá tiempo sin que venga mi madre, si esto no bastare, ven mañana por ella muy secretamente.

LUCRECIA.-   Ya, ya, perdida es mi ama, secretamente quiero que venga Celestina; fraude hay, más le querrá dar que lo dicho.

MELIBEA.-  ¿Qué dices, Lucrecia?

LUCRECIA.-   Señora, que baste lo dicho, que es tarde.

MELIBEA.-  Pues, madre, no le des parte de lo que pasó a ese caballero, porque no me tenga por cruel, o arrebatada, o deshonesta.

LUCRECIA.-  No miento yo, que a mal ya esté hecho.

CELESTINA.-  Mucho me maravillo, señora Melibea, de la duda que tienes de mi secreto: no más, que todo lo sé sufrir y encubrir, que bien veo, que tu mucha sospecha echó como suele mis razones a la peor parte: yo voy con tu cordón tan alegre, que se me figura, que está diciéndole allá el corazón la merced que nos hiciste: y que lo tengo de hallar aliviado.

MELIBEA.-  Más haré por tu doliente, si menester fuere, en pago de lo sufrido.

CELESTINA.-    (Aparte.)  Más será menester, y más harás: y aunque no se te agradezca.

MELIBEA.-  ¿Qué dices, madre, de agradecer?

CELESTINA.-  Digo, señora, que todos lo agradeceremos y serviremos: y todos quedamos obligados, que la paga más cierta es, cuando más la tienen de cumplir.

LUCRECIA.-  Trastruécame75 esas palabras.

CELESTINA.-   Hija Lucrecia, ce, irás a casa, y dartehe una lejía con que pares esos cabellos rubios masque el oro; no lo digas a tu señora: y aun dartehe unos polvos para quitar ese olor de la boca, que te huele un poco: que en el reino no los sabe hacer otra sino yo: y no hay otra cosa que peor en las mujeres parezca.

LUCRECIA.-  ¡Oh! Dios te dé buena vejez, que más necesidad tenía de todo eso, que de comer.

CELESTINA.-   ¿Pues por qué murmuras contra mí, loquilla? Calla, que no sabes si me habrás menester en cosas de más importancia: no provoques a ira a tu señora más de lo que ella ha estado, déjame ir en paz.

MELIBEA.-  ¿Qué le dices, madre?

CELESTINA.-  Señora, acá nos entendemos.

MELIBEA.-   Dímelo, que me enojo cuando presente se habla cosa de que no haya parte.

CELESTINA.-   Señora, que te acuerde la oración para que la mandes escribir: y que aprenda de mí a tener mesura en el tiempo de tu ira, en lo cual yo usé lo que dicen; del airado es de apartar por poco tiempo, del enemigo por mucho: pues tú, señora, tenías ira con lo que sospechaste de mis palabras, no enemistad: porque aunque fueran las que tú pensabas, en sí no eran malas: que cada día hay hombres penados por mujeres, y mujeres por hombres: y esto obró la natura: y la natura ordénala Dios, y Dios no hizo cosa mala: y así quedaba mi demanda (como quiera que fuese) en sí loable, pues de tal tronco procede, y yo libre de pena. Más razones destas te diría, sino porque la prolijidad es enojosa al que oye, y dañosa al que habla.

MELIBEA.-  En todo has tenido buen tiento: así en el poco hablar en mi enojo, como en el mucho sufrir.

CELESTINA.-  Señora, sufriste con temor, porque te airaste con razón: porque con la ira morando poder, no es sino rayo: y por esto pasé tu rigurosa habla, hasta que su almacén hubiese gastado.

MELIBEA.-  Encárgote, ese caballero.

CELESTINA.-  Señora, más merece: y si algo con mi ruego para él he alcanzado, con la tardanza lo he dañado: yo me parto para él, si licencia me das.

MELIBEA.-  Mientras más aína la hubieras pedido, más de grado la hubieras recaudado: ve con Dios, que ni tu mensaje me ha traído provecho, ni de tu ida me puede venir daño.



Acto V

Despedida Celestina de Melibea, va por la calle hablando consigo misma entre dientes: llegada a su casa halló a Sempronio que la aguardaba: ambos van hablando hasta llegar a casa de Calisto: vistos por Pármeno, cuéntalo a Calisto su amo, el cual le manda abrir la puerta.




Acto VI

Entrada Celestina en casa de Calisto con grande afición y deseo, Calisto le preguntó de lo que le ha acontecido con Melibea: mientra ellos están hablando, Pármeno oyendo hablar a Celestina de su parte, vuelto contra Sempronio, a cada razón le pone un mote; reprehendiéndole Sempronio. En fin la vieja Celestina le descubre todo lo negociado, y un cordón de Melibea, y despedida de Calisto, vase para su casa, y con ella Pármeno.




Acto VII

Celestina habla con Pármeno, induciéndole a concordia de Sempronio. Tráele Pármeno a memoria la promesa que te hiciera, de le hacer haber a Areusa, que él mucho amaba. Vanse a casa de Areusa: quédase ahí la noche Pármeno, Celestina va para su casa, llama a la puerta; Elicia le viene a abrir, increpándolo su tardanza.




Acto VIII

La mañana viene, despierta Pármeno, y despídese de Areusa: vase para casa de Calisto su señor, halló a la puerta a Sempronio, conciertan su amistad. Van juntos a la cámara de Calisto, hállanle hablando consigo mismo: levantado, va a la iglesia.




Acto IX

Sempronio y Pármeno van a la casa de Celestina entre sí hablando. Llegados allá, hallan a Elicia y Areusa. Pónense a comer, y entre comer, riñe Elicia con Sempronio, levántase de la mesa, tórnanla a apaciguar: en este comedio viene Lucrecia, criada de Melibea, a llamar a Celestina, que vaya a estar con Melibea.




Acto X

Mientra andan Celestina y Lucrecia por el camino, está hablando Melibea consigo misma. Llegada a la puerta, entra Lucrecia primero, hace entrar a Celestina. Melibea, después de muchas razones, descubre a Celestina arder en amores de Calisto. Veen venir a Alisa, madre de Melibea: despídense de en uno: pregunta Alisa a Melibea su hija, de los negocios de Celestina, defendiéndole su mucha conversación.




Acto XI

Despedida Celestina de Melibea, va por la calle sola hablando, veo a Sempronio y Pármeno que van a la Madalena por su señor. Sempronio habla con Calisto sobreviene Celestina, van a casa de Calisto declárale Celestina su mensaje, y negocio recaudado con Melibea. Mientras está en estas razones, están Pármeno y Sempronio entre si hablando. Despídese Celestina de Calisto, va para su casa, llama a la puerta, Elicia la viene abrir: cenan, y vanse a dormir.




Acto XII

Llegando la medianoche, Calisto y Sempronio y Pármeno armados van a casa de Melibea: Lucrecia y Melibea están cabe la puerta aguardando a Calisto: viene Calisto, háblale primero Lucrecia: llama a Melibea: apártase Lucrecia: háblanse por entre las puertas Melibea y Calisto: Pármeno y Sempronio en su cabo departen. Oyen gentes por la calle: apercíbense para huir. Despídese Calisto de Melibea, dejando concertada la tornada para la noche siguiente. Pleberio al son del ruido que había en la calle despierta: llama a su mujer Alisa: pregunta a Melibea quién da patadas en su cámara; responde Melibea a su padre, fingiendo que tenía sed. Calisto, con sus criados, va para su casa hablando: échase a dormir. Pármeno y Sempronio van a casa de Celestina, demandan su parte de la ganancia: disimula Celestina: vienen a reñir échanle mano a Celestina, mátanla. Da voces Elicia: viene la justicia a prenderlos ambos.




Acto XIII

Despertado Calisto de dormir, está hablando consigo mismo, donde a un poco está llamando a Tristán, y a otros criados suyos. Tórnase luego a dormir Calisto. Pónese tan a la puerta, viene Sosia llorando, preguntado de Tristán Sosia, cuéntale la muerte de Sempronio y Pármeno; van a decir las nuevas a Calisto, el cual sabiendo la verdad hace gran lamentación.




Acto XIV

Está Melibea muy afligida, hablando con Lucrecia sobre la tardanza de Calisto, el cual le había hecho voto de venir en aquella noche a visitalla.




Acto XV

Areusa dice palabras injuriosas a un rufián llamado Centurio, el cual se despide de ella por la venida de Elicia, la cual cuenta a Areusa las muertes que sobre los amores de Calisto y Melibea se habían ordenado, y conciertan Areusa y Elicia, que Centurio haya de vengar la muerte de los tres, en los dos enamorados. En fin despídese Elicia de Areusa, no consintiendo en lo que le ruega, por no perder el buen tiempo que se daba, estando en su asueta casa.




Acto XVI

Pensando Pleberio y Alisa tener su hija Melibea el don de la virginidad conservado, lo cual, según ha parecido, está en contrario, están razonando sobre el casamiento de Melibea, y en tan grande cuantidad le dan pena las palabras que de sus padres oye, que envía a Lucrecia para que sea causa de su silencio en aquel propósito.




Acto XVII

Elicia determina de despedir el pesar y luto que por causa de los muertos trae, alabando el consejo de Areusa en este propósito: la cual va a casa de Areusa y con palabras fictas saca todo el secreto que está entre Calisto y Melibea.




Acto XVIII

Elicia determina hacer las amistades entre Areusa y Centurio por precepto de Areusa: vanse a casa de Centurio, donde ellas le ruegan que haya de vengar las muertes en Calisto y Melibea, el cual lo prometió delante dellas. Y como sea natural a estos no hacer lo que prometen, excusase como en el proceso parece.




Acto XIX

Calisto yendo con Sosia y Tristán al huerto de Pleberio a visitar a Melibea que lo estaba esperando, y con ella Lucrecia, cuenta Sosia lo que le aconteció con Areusa. Estando Calisto dentro del huerto con Melibea, vienen Tarso y otros por mandado de Centurio, a cumplir lo que había prometido a Areusa y Elicia: a los cuales sale Sosia, y oyendo Calisto desde el huerto donde está con Melibea el ruido que traían, quiso salir fuera, la cual salida fue causa que sus días feneciesen.




Acto XX

Lucrecia llama a la puerta de la cámara de Pleberio. Pregúntale Pleberio lo que quiere: Lucrecia le da priesa que vaya a ver su hija Melibea. Levantado Pleberio, va a la cámara de Melibea, consuélala, preguntándole qué mal tiene. Finge, Melibea dolor del corazón. Envía Melibea a su padre por algunos instrumentos músicos: sube ella, y Lucrecia en una torre: envía de sí a Lucrecia. Cierra tras sí la puerta. Llégase su padre al pie de la torre, descúbrole. Melibea todo el negocio que había pasado: en fin déjase caer de la torre abajo.




Acto XXI

Pleberio torna a su cámara, con grandísimo llanto, pregúntale Alisa su mujer la causa de tan súbito mal, cuéntalo la muerte de su hija Melibea, mostrándolo el cuerpo della, todo hecho pedazos, y haciendo su llanto, concluye.