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- I -

Todas las literaturas cuentan con genios innovadores, que señalan un cambio progresivo en las tendencias artísticas y en los ideales de su tiempo.- Truena Byron en Inglaterra contra las costumbres inveteradas de la ceremoniosa sociedad británica; rompe con las viejas tradiciones de la poesía cortesana; personifica en sí el alma entera de su siglo, y ora envuelto en la corriente de un escepticismo contagioso, exhala dolorido los amargos acentos de la duda y de la incredulidad, ambas desgarradoras, pero también invencibles; ora, henchido de un sentimiento nobilísimo, vibra en su lira el cántico de la libertad y recuerda a Grecia oprimida los hechos gloriosos de su inmortal historia y excita a sus hijos para que devuelvan su pasado esplendor y emancipen de extrañas tutelas a la inspirada madre de las artes.- Leopardi, en Italia, se aparta de las escuelas optimistas, encarna en sí la nueva dirección del pesimismo, lanza a los espacios los ayes que se escapan de su atormentado corazón, y al mismo tiempo lamenta en patéticos tonos y pinta en conmovedores cuadros las desgracias de su patria, como para sacudirla de su sueño de muerte y hacerla levantar, redimida y una, su arrogante y hermosa cabeza, que taladraban las espinas de su martirio y su servidumbre; espectáculo grandioso que hemos visto realizarse más tarde a nuestros propios ojos, testigos ayer de su infortunio y hoy de su resurrección-. En Alemania, lucha Goëthe por identificar la poesía con la realidad, abre nuevos horizontes a la inventiva y al genio germánico, y da comienzo a una nueva era de prosperidad y de grandeza para las letras de su país.- Francia, en fin, sacude el gusto versallés y entra en derroteros artísticos hasta entonces desconocidos, gracias a la fantasía soberana de Víctor Hugo, que olvida las instituciones caducas y se inspira en los vastos problemas sociales y en la epopeya gigantesca de nuestros adelantos maravillosos.

España no podía tampoco permanecer inmutable entre este universal renacimiento, y así como en el siglo XVI, Boscán primero y Garcilaso después introducen en la decadente poesía nacional las formas métricas de la escuela italiana y dan principio al mayor período de esplendor que por entonces alcanzara la lírica española, así también en los albores de nuestra centuria resuena potente la voz de Quintana, que maldice los torpes ídolos de un absolutismo degradante y entona himnos exaltados en loor de las modernas conquistas; y más adelante fulgura el estro de Espronceda, que marca otra dirección a nuestro inquieto pensamiento y expresa un nuevo aspecto del vacilante espíritu de nuestra época renovadora.

Después, no ha quedado estacionaria tampoco la poética castellana: más jóvenes y peregrinos ingenios diéronle gallardo impulso, consagrando su vida a esta empresa meritoria; y hoy, mientras escucha nuestro oído embelesado los acordes armoniosos de sus áureas arpas, tributamos a su inspiración nuestros aplausos y rendimos a su genio el homenaje de nuestro entusiasmo.




- II -

Don Ramón de Campoamor es uno de los representantes más ilustres de esta pléyade de insignes poetas. En su juventud diose a conocer en el antiguo Liceo de Madrid con algunas delicadas composiciones, llenas de fantasía por una parte y de primores de rima por otra. Después las reunió en colección, y aparecieron sus «Ternezas y Flores» y sus «Ayes del alma». La imaginación meridional del autor se revela en ellas en toda su riqueza; lanza su inspirada lira sones cadenciosos de incomparable armonía, todos espontáneos, todos naturales, y las imágenes florecidas, y los conceptos elegantes y las galas más bellas, forman el conjunto admirable de estas obras afiligranadas. Unas son alegres y risueñas, escritas con todo el fuego del amor impetuoso de los primeros años; otras reflejan ya una nueva faz del alma del cantor, menos crédula que antes y más herida por los pesares.

De estos libros elegimos sus silvas «A la luz», para presentar a Campoamor como poeta descriptivo en sus ensayos juveniles.- En la tercera de ellas pinta el declinar de la tarde, y luego añade:


   «Los árboles sus cúpulas frondosas
con verde pompa y majestad inclinan,
a impulso, de las auras sonorosas
que hacia el ocaso tras la luz caminan.
   Si alza la noche sus atezado manto,
la luz, huyendo, sus horrores dobla;
si gime un ave en dolorido canto,
el eco gime, y su plañir redobla,
   Quejas levanta al murmurar doliente
fugaz el aura en apacibles giros,
y al trasmontar la luz, son de la fuente
las aguas llanto, y el rumor suspiros.
   ¡Ay! no es así cuando a los frescos llanos
bajan al alba en celestial decoro
sílfides blancas, que con rubias manos
la aurora ciñen con guirnaldas de oro.
   Plácida entonces sin rumor aspira
ligera el aura despertando olores,
y regalada del frescor, respira
amor la selva, y la pradera amores.
   La niebla entonces, por el manso viento
se adorna de los rayos matutinos,
y entonces se oyen con sabroso acento,
en vez de quejas, amorosos trinos».



De las facultades del autor en el género festivo, que también ha cultivado, pueden dar idea las siguientes quintillas dedicadas «A una Beata de máscara», y que rebosan picaresca gracia:


   «La del enlutado manto,
la de la toca de encaje,
la de mil hombres encanto,
¿cuánto va a que no es tan santo
tu pecho como el ropaje?
   En vano ocultarnos trata
de tus ojos los destellos
el lienzo que te recata;
y por Dios que son, beata,
para ser santos, muy bellos.
   Sobre tu nevado seno
pesa la cruz de un rosario,
y aunque humilde «nazareno»
muriera de gozo lleno
en tan hermoso calvario».



Campoamor compuso también una serie de «Fábulas», políticas, religiosas, morales y filosóficas, en las cuales, entre rasgos de ingenio, estampa máximas y consejos de provecho para la vida.

Hasta aquí, Campoamor era ya un poeta muy distinguido; pero aun podía acrecentar su fama con empeños más altos y obras de mayores vuelos; y en efecto, avanzando el tiempo inicia en sus aptitudes una nueva tendencia filosófica y un nuevo y superior progreso, y da a las prensas su poema en dieciséis cantos titulado «Colón»; otro en ocho jornadas que denomina «El drama universal»; y la colección inestimable de sus «Cantares», verdaderos poemas de ternura, intención y sentimiento.

El primero es notabilísimo, tanto en la versificación como en la idea; lo mismo cuando pregunta por los atrevidos navegantes que componían la expedición al Nuevo continente, y dice:


«-¿Que quiénes son?- Nadie su nombre ha oído.
-¿Que a dónde van?- ¡A donde nadie ha ido!»



y cuando expresa el pensamiento del protagonista con esta frase:


«- ¿Os espantáis? Yo en vuestro espanto abundo:
Marcha a borrar los límites del mundo;»



que en las, cantos «La Atlántida», «Las nubes» y todos los otros.

«El drama universal» merece también subidos encomios por su pensamiento y por su desarrollo: aquél es digno del ingenio que lo concibiera y así hacemos su mayor elogio; éste se halla de igual modo a la altura de las mejores obras del autor, y al decir de un distinguido publicista, abunda en detalles admirables.

En cuanto a sus «Cantares», los tiene bellísimos: Campoamor es uno de los poetas que con más éxito han cultivado este género, logrando presentarnos gran número de aquellos en los cuales aparece limpia de defectos la forma de las coplas populares, reuniendo a la vez un fondo profundo, que pocas veces se halla en las que son producto espontáneo de la musa desaliñada de los indoctos.

Citaremos sólo unos pocos, para no alargar en demasía este estudio, y en seguida entraremos de lleno en la parte principal y más importante del mismo.

De los siguientes, pertenecen los dos primeros a la sección de los epigramáticos, y el último a la de los filosófico-morales:


   «Mira que ya el mundo advierte
que al mirarnos de pasada,
tú te pones colorada,
yo pálido cual la muerte.
   Cuando pasas por mi lado
sin tenderme una mirada,
¿no te acuerdas de mí nada
o te acuerdas demasiado?
   El tiempo a todos consuela;
sólo mi mal acibara,
pues si estoy triste se para,
y si soy dichoso, vuela».






- III -

Enumeradas ya algunas de las obras por las cuales disfruta Campoamor de justa nombradía, tócanos ahora tratar de aquellas de sus creaciones que constituyen los más brillantes timbres de su gloria. Tales son las «Doloras» y los «Pequeños poemas».

Con ellas, Campoamor ha operado una profunda revolución en el campo de nuestra lírica. Así como Becquer, por ejemplo, encontró en sus «Rimas» el modelo de la poesía del corazón, halló aquél en estas producciones la fórmula de la poesía filosófica; y poniendo al servicio del arte las investigaciones y las conquistas de la ciencia, y adornando a ésta con el hermoso ropaje de la forma artística, realizó a la par dos empresas grandiosas: dar a la poesía verdadera transcendencia, y presentar los descubrimientos modernos bajo el aspecto más agradable y simpático. Todos los problemas de la filosofía los convierte en temas para sus canciones, y los adorna con los primores de la versificación.

Esto ha hecho decir a la crítica que Campoamor es uno de los poetas castellanos que mejor pudieran sufrir una traducción en prosa a cualquier lengua extranjera. Ciertamente, la idea domina sobre todo en sus obras, y las hace más substanciosas y nutridas de pensamiento que las de otros ingenios, dados a la armonía del ritmo más que a la intención e importancia del argumento. Campoamor, por el contrario, procura hermanar ambas cualidades; y porque lo consigue es proclamado poeta insigne.

En cuanto a la originalidad de Campoamor, está ya fuera de duda. Las polémicas suscitadas con este motivo hace algún tiempo, concluyeron dilucidándola claramente, y hoy no es puesta por nadie en tela de juicio. Las «Doloras», tal como él las ha concebido y realizado, forman un género nuevo, que habrá de prevalecer en lo sucesivo. Podrá encontrarse en las obras de ciertos escritores antiguos, alguna que otra poesía a ellas comparable; existirá entre ambas semejanza, y quizá parezcan informadas por la misma tendencia; mas estas inspiraciones sueltas de autores diversos, nunca llegaron a sujetarse a un plan determinado, y la gloria de haber reducido a «sistema» estos elementos dispersos, y de haber constituido con ellos una escuela, corresponde toda entera a Campoamor. Los «Pequeños poemas» se encuentran también en igual caso: lo mismo Heine que Musset, lo mismo Byron que Hugo, cultivaron en sus países este género y le hicieron adquirir gran importancia; pero en nuestra patria, Campoamor es el que los funda, el que los crea, el que les da vida; y además, logra que los suyos a ningunos otros se parezcan y que sean completamente propios y originales.

Ahora podremos preguntar qué es la «Dolora», y lo primero que saltará a nuestra vista, será el neologismo de la palabra. Campoamor la inventó para designar esta clase de poesías a él debidas, y al frente de la primera edición expuso las razones en que hubo de fundarse para ello. Definiéndola, el autor dice que la «Dolora» es «una composición poética en la cual se debe hallar unida la ligereza con el sentimiento y la concisión con la importancia filosófica». Otros escritores han tratado de explicarla también: Ruiz Aguilera opina que es «una composición poética en la cual debe hallarse «constantemente» unida a un sentimiento melancólico, más o menos acerbo, cierta importancia filosófica»; Laverde Ruiz la considera «una composición didáctico-simbólica en verso, en la que armonizan el corte ligero y gracioso del epigrama y el melancólico sentimiento de la endecha, la exposición rápida y concisa de la balada y la intención moral o filosófica del apólogo o de la parábola»; para Revilla, en fin, es «una composición poética, de forma épica o dramática, y de fondo lírico, que, en tono a la vez ligero y melancólico, expresa un pensamiento transcendental». Como se ve, todas estas definiciones convienen en el fondo.

Los temas que Campoamor desenvuelve en sus «Doloras», con ser tan varios, se distinguen casi siempre por su tendencia pesimista, la cual establece una línea divisoria entre sus inspiraciones de los primeros años y sus obras de la edad madura, joviales y placenteras aquéllas, impregnadas éstas de cierto desencanto y cierta tristeza, que retratan el estado de su alma y a la par reflejan el de su época. Uno de sus biógrafos ha escrito que Campoamor va dejando cada día que pasa un girón de sus creencias, que expone en sus «Doloras»; y según la opinión de otro crítico célebre, su escepticismo es aún «más amargo, más desconsolador y más peligroso, que el de Espronceda, por lo mismo que es más sereno y razonado. El de éste revela una época en que la duda era un tormento para el espíritu; el de Campoamor anuncia un estado social en que ya nos hemos connaturalizado con la duda. Aquél arranca del corazón, y es hijo de los desengaños; éste nace de la cabeza, y es fruto de serena y fría reflexión. El primero denuncia una existencia atormentada y dolorosa; el segundo la vida tranquila de un espíritu a quien no molesta gran cosa la falta de creencias. Campoamor no se limita a renegar de los hombres, sino que su duda alcanza a las ideas; no se circunscribe a negar el amor, la poesía y la amistad por virtud de añejos desengaños, sino que lo niega todo, inclusa la realidad del conocimiento. Y lo niega con imperturbable calma, con serenidad pasmosa, a veces nublada por ligero tinte de tristeza.»

No hay más que leer las «Doloras» de Campoamor, para convencerse de la exactitud de estos asertos; en ellas dice «que son humo las glorias, de la vida»; que «vivir es olvidar»; que «todo es sombra, ceniza y viento»; que «tarde o temprano es infalible el mal»; que»el bienestar del hombre es la muerte»; que «todo se pierde»; que «al hombre sólo le afectan el calor y el frío»; que «no hay honor ni virtud más que en la lengua»; que «el placer es la fuente del hastío»; que «el variar de destino sólo es variar de dolor»; y en fin,


   «Que en este mundo traidor
nada es verdad ni mentira.
Todo es según el color
del cristal con que se mira».



Véase, como cuadro completo, la «Dolora» titulada «Amor y gloria», que elegimos por su corta extensión:


   «¡Sobre arena y sobre viento
lo ha fundado el cielo todo!
lo mismo el mundo del lodo,
que el mundo del sentimiento.
De amor y gloria el cimiento
sólo aire y arena son.
¡Torres con que la ilusión
mundo y corazones llena,
las del mundo sois arena
y aire las del corazón!»



No ha mucho que se ha publicado la 15ª edición de las «Doloras», y este número elevado, tan poco frecuente en nuestro país, prueba de cumplido modo la gran acogida dispensada por el público al vate esclarecido de quien tratamos. En esta colección reciente aparecen treinta «Doloras» nuevas, las cuales son gallardo testimonio de que su autor no envejece nunca: la fantasía de Campoamor es eternamente joven, eternamente lozana y vigorosa; los armoniosos acentos de su lira suenan cada día con más cadencia, y bien puede asegurarse que el tiempo, en vez de marchitar, pule y abrillanta las ricas galas de su fecunda imaginación.

Por su brevedad citaremos dos de estas nuevas y preciosas «Doloras»:



Rosas y fresas

   Porque lleno de amor te mandé un día
una rosa entre fresas, Juana mía,
tu boca, con que a todos embelesas,
besó la rosa sin comer las fresas.

*  *  *


   Al mes de tu pasión, una mañana
te envié otra rosa entre las fresas, Juana;
mas tu boca, con ansia, y no amorosa,
comió las fresas sin besar la rosa.



Según se ve, aún de los asuntos más sencillos sabe sacar Campoamor el partido posible, y es siempre en ellos el mismo ingenio intencionado.

La otra «Dolora» es todavía más corta, pero no por eso menos substanciosa. Consta de dos solos versos, a saber:




Amor al mal


«Por más que me avergüenza y que lo lloro,
no te amé buena, y pérfida te adoro».



Pero no resistimos a la idea de transcribir la titulada «Contrastes», aunque sean mayores sus proporciones. Recordamos haberla leído tiempo atrás y que nos produjo singular encanto. Ahora no la tenemos a la vista; pero tal como en nuestra memoria se conserva, hela aquí:



   «Mucho le amaste y te amó;
¿recuerdas por quién lo digo?
Era tu amante y mi amigo,
amaba, sufrió y murió.
Cuando su entierro pasó
todos te oyeron gemir;
mas yo, Inés, al presentir
que le habías de olvidar,
sentí, viéndote llorar,
la tentación de reír.



   Al año justo ¡oh traición!
al baile fui de tu boda,
y allí, cual la villa toda,
vi el gozo en tu corazón.
¿Y el muerto?- ¡En el panteón!
¡Ay! cuando olvidada de él
a otro jurabas ser fiel,
yo al verte reír, gemí,
y dos, lágrimas vertí
amargas como la hiel.



   Primero amor, luego olvido:
aquí tienes explicado por qué
en el baile he llorado,
y en el entierro he reído;
siempre este contraste ha sido
ley del sentir y el pensar;
por eso no hay que extrañar
que quien lee en lo porvenir,
vaya a un entierro a reír
y acuda a un baile a llorar».



Algunas veces Campoamor ha hecho vibrar también en su lira la cuerda del sentimiento, y entre sus mismas «Doloras» -prescindiendo de los «Poemas», que en seguida juzgaremos-, las hay muy bellas y delicadas, como la que se denomina «¡Quién supiera escribir!» Tan magistral y admirable nos parece, que creeríamos no proceder justamente si dejásemos de trasladarla íntegra:


- Escribidme una carta, señor cura.
      - Ya sé para quién es.
-¿Sabéis quién es, porque una noche obscura
      nos visteis juntos?- Pues.
- Perdonad; mas...- No extraño ese tropiezo.
      La noche... la ocasión...
Dadme pluma y papel. Gracias. Empiezo.
      «Mi querido Ramón:»
- ¿Querido?... Pero, en fin, ya lo habéis, puesto...
      - ¿Si no queréis?...¡Sí, sí!
- ¡Qué triste estoy! ¿No es eso?- Por supuesto.
      - ¡Qué triste estoy sin ti!
«- Una congoja al empezar me viene...»
      - ¿Cómo sabéis mi mal?
- Para un viejo, una niña siempre tiene
      el pecho de cristal.
«- ¿Qué es sin ti el mundo? Un valle de amargura.
      »¿Y contigo? Un edén.»
- Haced la letra clara, señor cura,
      que lo entienda eso bien.
«- El beso aquel que de marchar a punto
      »te dí...»-¿Cómo sabéis?...
- Cuando se va y se viene y se está junto,
      siempre... no os afrentéis.
«Y si volver te afecto no procura
      »tanto me harás sufrir...»
- ¿Sufrir y nada más? No, señor cura:
      ¡que me voy a morir!
- ¿Morir? ¿Sabéis que es ofender al cielo?
      - Pues, sí señor, ¡morir!
- Yo no pongo «morir.»- ¡Qué hombre de hielo!
      ¡Quién supiera escribir!
Señor rector, señor rector, en vano
      me queréis complacer,
si no encarnan los signos de la mano
      todo el ser de mi ser.
Escribidle por Dios, que el alma mía
      ya en mí no quiere estar;
que la pena no me ahoga cada día...
      porque puedo llorar.
Que mis labios, las rosas de su aliento,
       no se saben abrir;
que olvidad de la risa el movimiento
      a fuerza de sentir.
Que mis ojos, que él tiene por tan bellos,
      cargados con mi afán,
como no tienen quien se mire en ellos
      cerrados siempre están.
Que es, de cuantos tormentos he sufrido,
      la ausencia el más atroz;
que es un perpetuo sueño de mi oído
      el eco de su voz...
Que siendo por su causa, el alma mía
      ¡goza tanto en sufrir!...
Dios mío, ¡cuántas cosas le diría
      si supiera escribir!...

Después de esto, parécenos ya hora de hablar de los «Pequeños poemas», en número aparte y con el debido detenimiento.




- IV -

A veinte asciende el número de estas joyas preciosas, publicadas en la última edición madrileña. Al frente de la misma expone el autor los fundamentos de su doctrina literaria, en un extenso «Prólogo»; y si no a copiarlo, dadas sus dimensiones, vamos al menos a extractar algunos de sus puntos más esenciales.

El propósito de Campoamor al escribir estos «Poemas», ha sido, según él mismo dice, «dar forma a unas composiciones que reunieran todos los géneros poéticos, desde el epigrama y el madrigal, hasta la oda y la epopeya». Su procedimiento, «exclusivamente personal, consiste en hacer de toda poesía un drama, procurando basar éste sobre una idea que sea transcendental y que pueda universalizarse». «Es necesario, añade, poner las ciencias al servicio del arte, agrandando su esfera con esa magnífica irrupción de ideas, de frases y de giros que en forma de literatura prosaica, de filosofía y de ciencias naturales, van elevando cada vez más, el nivel del espíritu humano». Además, es preciso que «en toda obra artística haya una idea clave, sin la cual aquélla se vendría abajo. Versificar de todas iguales en importancia, sin categorías, sin someterlas a un principio único de concepción, es hacinar, pero no es componer; es formar un montón de piedras informes, sin ensambladura ni objeto arquitectural.»

Para Campoamor, «lo principal es el argumento y la acción». Según él, «después de inventar la idea generadora, base del asunto, hay necesidad de dramatizarla, de sujetarla a un plan». Dice, en fin, que «la poesía verdaderamente lírica debe reflejar los sentimientos personales del autor, en relación con los problemas propios de su época.»

Una vez expuesta esta teoría, Campoamor habla en su «Prólogo» de lo que él llama «el paganismo en el arte» y censura A «la mojigatocracia literaria y a la gazmoñería moderna, que quieren tener a nuestra sociedad en babia y reducir al hombre a un ser neutro o a la condición del eunuco; término incoloro, a que tienden a limitarnos todos los entendimientos vulgares». Discúlpase de los ataques que se le dirigen por su escepticismo, y asegura que «creyendo en lo constitucional, lo demás para el artista es reglamentario, como se dice en política». Luego trata de «la inutilidad de las reglas de la retórica para formarse un estilo», y asegura que ésta, «con sus preceptos antiguos y con su estructura fósil», es, aplicada al arte moderno, «una vieja remilgada y presumida que siempre le ha dado frío. Después de muchos años de amamantarse un joven a los pechos de esa momia, sobreviene la tisis intelectual y el joven muere». Por último, llama «dialecto poético» al usado por algunos clásicos, aboga por la naturalidad en el lenguaje, sin afectación ni hinchazones (combatiendo también el extremo contrario), y afirma que «la poesía es la representación rítmica de un pensamiento por medio de una imagen, expresado en un lenguaje que no se pueda decir en prosa ni con más naturalidad ni con menos palabras».

Si Campoamor ha conseguido o no el propósito que le moviera a componer sus «Poemas», revélalo elocuentemente el éxito por ellos alcanzado y la fama de que disfrutan. El ingenio peregrino del autor manifiéstase en los mismos en toda su pujanza y en toda su variedad: al lado de descripciones de primer orden, hállanse observaciones delicadísimas y detalles admirables de sentimiento: la pluma del poeta es un pincel maravilloso de inimitable colorido, que diseña en cuatro rasgos un cuadro de singular belleza; y al propio tiempo, es también atrevido escalpelo que remueve las fibras más hondas del alma humana y penetra y descubre sus secretos más íntimos.

La serie inapreciable de los «Pequeños poemas», es acaso el florón más brillante de la corona de poeta de Campoamor. Bien dicen algunos comentadores suyos, que una colección de composiciones de esa índole, escritas con la naturalidad, la elevación y la filosofía de éstas, es un fenómeno literario del cual no hay ejemplo en ninguna literatura del mundo, ni antigua ni moderna. A la verdad, la apreciación sola de las cualidades que resaltan en dichas obras, daría lugar a largas consideraciones: tal es la abundancia con que en ellas se prodigan las galas más bellas de dicción, de rima y de pensamiento. ¿Quién como nuestro autor, por ejemplo, sabe expresar los más peligrosos y resbaladizos conceptos, con una habilidad tan exquisita que todos los escollos quedan salvados y todas las dificultades vencidas, hasta el punto de convertirse en los más primorosos pasajes aquellos que parecían llenos de sirtes, para perder sin remedio al ingenio osado que en su derredor se aventurara? A este propósito, escribe cierto crítico -y es exactísimo-, que Campoamor suele hablar de las mujeres más apasionadas, con el mismo, a veces con más pudor que lo hacen nuestros místicos al tratar de las vírgenes en algunas de sus descripciones extáticas. En «Las tres rosas» se encuentra un terceto que puede servir de prueba, en apoyo de esta opinión. Dice así:


    «Al llegar el instante de la hora
en que se hunde aquel puente que separa
a Eva inocente de Eva pecadora...».



Creemos que no es posible llevar a más alto grado la perfección para velar discretamente la forma, y expresar la crítica situación que se insinúa de la manera más diestra y poética.

«El tren expreso», «La novia y el nido», «Los grandes problemas», «Dulces cadenas», «La lira rota» y «Por dónde viene la muerte», son sin duda los más valiosos de los «Pequeños poemas».

El primero luce en todas sus partes un lirismo inagotable, y unas veces encanta por su sencillez y otras maravilla por su grandilocuencia. Es la historia de un amor tan rápido en sus accidentes como perdurable en sus efectos, entre dos seres infortunados que se hallan juntos por una hora y luego se recuerdan y lloran durante toda la existencia.

Ella es


«una joven hermosa,
alta, rubia, delgada y muy graciosa,
digna de ser morena y sevillana».



La casualidad la junta con el autor en el fondo de un coche del tren; y es de ver la manera cómo sus almas empiezan a comunicarse y la corriente de simpatía que entre ellas se establece. Cuéntanse ambos los hechos de su vida, revélanse mutuamente el estado de sus corazones, doloridos por anteriores desengaños y sienten nacer un nuevo amor en sus pechos sensibles y comienzan de nuevo a alentar sus desmayados espíritus. Mas ella necesita reposo, como dice en feliz frase:

«La tierra está cansada de dar flores.»

y la cita queda prometida para dentro de un año.

Sin embargo, ¡qué desdicha tan inmensa! a vuelta de algunas páginas de oro, el poeta refiere el desenlace, y este no es otro que la muerte de la heroína. Unas estrofas escritas por la más inspirada de las musas, relatan este desgraciado fin:


    «-Mi carta, que es feliz, pues va a buscaros,
cuenta os dará de la memoria mía.
Aquel fantasma soy, que, por gustaros,
probó a estar viva a vuestro lado un día.
   Cuando lleve esta carta a vuestro oído
el eco de mi amor y mis dolores,
el cuerpo en que mi espíritu ha vivido
ya durmiendo estará bajo unas flores.
   Por no dar fin a la ventura mía,
la escribo larga... casi interminable!...
¡Mi agonía es la bárbara agonía
del que quiere evitar lo inevitable!
   Hundiéndose al morir sobre mi frente
el palacio ideal de mi quimera,
de todo mi pasado solamente
esta pena que os doy borrar quisiera.
   Me rebelo a morir, pero es preciso...
¡el triste vive y el dichoso muere!
¡Cuando quise morir, Dios no lo quiso;
cuando quiero vivir, Dios no lo quiere!
   ¡Os amo, sí! Dejadme que habladora
me repita esta voz tan repetida;
que las cosas más íntimas ahora
se escapan de mis labios con mi vida.
   Hasta furiosa, a mí que ya no existo,
la idea de los celos me importuna;
¡juradme que esos ojos que me han visto
nunca el rostro verán de otra ninguna!
   Y si aquella mujer de aquella historia
vuelve a formar de nuevo vuestro encanto,
aunque os ame, gemid en mi memoria;
¡yo os hubiera, también amado tanto!...
   Mas tal vez allá arriba nos veremos,
después de esta existencia pasajera,
cuando los dos, como en el tren, lleguemos
de nuestra vida a la estación postrera.
   ¡Ya me siento morir!... ¡El cielo os guarde!
Cuidad siempre que nazca o muera el día,
de mirar al lucero de la tarde,
esa estrella que siempre ha sido mía.
   Pues yo desde ella os estaré mirando;
y como el bien con la virtud, se labra,
para verme mejor, yo haré rezando
que Dios de par en par el cielo os abra.
   ¡Nunca olvidéis a esta infeliz amante
que os cita, cuando os deja, para el cielo!
¡Si es verdad que me amasteis un instante,
llorad, porque eso sirve de consuelo!...
   ¡Oh Padre de las almas pecadoras!
¡Conceded el perdón al alma mía!
¡Amé mucho, Señor, y muchas horas;
mas sufrí por más tiempo todavía!
   ¡Adiós, adiós! como hablo delirando,
no sé decir lo que deciros quiero!
¡Yo sólo sé de mí que estoy llorando,
que sufro, que os amaba, y que me muero!»



En «La novia y el nido» se cuentan las dudas de una niña inocente que se halla perpleja ante el problema de averiguar para qué sirve el blando albergue de dos golondrinas, que en su propio cuarto cuelgan su vivienda. Pregúntase con sorpresa por el objeto de un nido, cuestión obscura que no acierta a resolver; y pensando, pensando, abísmase en un mar de confusiones, y apenas puede a la noche conciliar el sueño. Al día siguiente vuelve a su tema, mira con afán la amorosa pareja de los pájaros, y acabando al fin por descubrirlo,



«ve en las aves del nido dos esposos
y en su canto una música de besos.



   De su lecho de pluma
salió Isabel cual Venus de la espuma;
después, mirando al techo,
vibró su corazón dentro del pecho
al ver la golondrina que cubría
en forma de abanico a sus hijuelos,
y al padre que en el pico les traía
pan de la tierra y besos de los cielos.
   Tan grande amor su corazón inflama;
y en sus ojos, con fuego inusitado,
arde una pura y transparente llama
al ver en los hijuelos desatado
el nudo misterioso de aquel drama.
Espantada, el misterio comprendiendo,
casi vuelve a gemir y casi reza;
y unas veces rezando, otras gimiendo,
entrando de repente en la tristeza,
ya marchitas sus puras alegrías,
la niña acaba y la mujer empieza;
y más cuando la tímida nidada
de aquel nido, asomándose a la entrada,
parece que le dice: -¡buenos días!-
y más aún, cuando a los hijos viendo,
suspirando responde: -¡ya lo entiendo!
Y encendido su rostro, cual la frente
de una mujer culpable y candorosa,
sobre sus ojos pudorosamente
deja caer sus párpados de rosa».



«Los grandes problemas» se reducen a las tres confesiones de una mujer, primero niña a los diez años, luego adulta a los veinte, y por último casada y en la edad madura al cumplir los treinta. Al principio llena de candor infantil,



    «Mirando al confesor con inocencia,
cual si fuesen sus ojos unas puntas
que hundiese del anciano en la conciencia,
fue haciéndole la niña unas preguntas,
como ésta por ejemplo,
capaz de hacer estremecerse a un templo:
- Vos ¿sabéis lo que es malo, señor cura?
- Yo de todo, hija mía, estoy al cabo-,
respondió el sacerdote con premura,
lo cual no era verdad, mas lo creía
porque el breviario con afán leía
a la luz de un candil colgado a un clavo.


   Y del amor ya viendo lontananzas,
con sus ojos tan llenos de esperanzas,
en su candor intrépido del todo
sigue ella preguntando de este modo:
- ¿El dejarse besar es malo o bueno?-
De confusión y de sorpresa lleno,
se turbó el cura, como el hombre que antes
de haber cazado un pájaro, lo vende
y sin poder cumplir lo prometido,
se queda, al fin, como el lector comprende,
el cazador corrido, el comprador burlado,
y el pájaro vendido y no cazado.
Echó al cielo una olímpica mirada,
buscando la respuesta en las estrellas;
mas como nada le dijeron ellas,
el cura del Pilar no dijo nada.


   Con misterio después ella se inclina
hacia el cura que la oye fascinado,
y prosigue: -Me ha dicho mi madrina,
que el que bese a mi primo es un pecado;
y mi primo ha jurado
que él me habrá de besar, pese a quien pese,
pues cree que a mí me gusta que me bese».



Y así continúa en el mismo tono, hasta hacer exclamar al sacerdote:

«- ¡Primera confesión; primer problema!»

Pero Teodora, que tal se llama ella, no para aquí; prosigue refiriendo otra porción de pecadillos veniales, y algunos ponen al buen párroco en tal aprieto, que al terminar murmura entre dientes:

«- Son el diablo estos ángeles de niñas.»

La segunda confesión, es otro problema: el primo se halla lejos, y la enamorada doncella le tiene consagrado su corazón; la familia, sin embargo (la madre especialmente), pretende que se case con «un hombre muy de bien, pero sin gracia alguna». Ella no quiere violentarse, y al mismo tiempo teme no ser obediente a los mandatos superiores; y en este apurado extremo, recurre otra vez al sacerdote, y le dice:


«-... Vuestro favor imploro;
prestadme ayuda en tan difícil paso:
de uno me río y por el otro lloro;
éste me hiela y por aquél me abraso.
No amo al presente y al ausente adoro;
¿qué hago, señor, me caso o no me caso?»



En el tercer canto aparece ya la esposa, y la esposa atribulada; dio su mano al hombre que le impusieron, el primo ha regresado de su larga expedición, y ella se encuentra enferma. El confesor, al escuchar la narración de sus desventuras, al oírle referir sus vacilaciones y congojas, cree sorprender en ella algún rasgo de demencia; pero entonces


«Agarrándole bien con la mirada,
- No soy loca, es que estoy enamorada-
siguió la esposa,- y lo que quiero, quiero;
vuestra piedad, no vuestra fe reclamo:
si le amo, vivo; si no le amo, muero;
respondedme, ¿qué haré? ¿le amo o no le amo?
Aguzando el oído,
y azorado de miedo como un gamo
que oye en el bosque de repente un ruido,
el cura sorprendido
dice cayendo en postración extrema:
- ¡Tercera confesión, tercer problema!...»



Y efectivamente, la disyuntiva es grave: como ella ha dicho antes,


«-No hay remedio; o vencer o ser vencida;
o perder la virtud o dar la vida.-»

Teodora muere, y el poema acaba; pero ahora al concluir, como antes al desarrollarse, ¡qué toques tan magistrales y qué poesía tan encantadora! Nosotros, enamorados de joya tan primorosa, hemos necesitado hacer no pocos esfuerzos para contener nuestros impulsos de entusiasmo y no trasladar aquí enteras sin faltar un verso, todas las páginas de que el poema consta.

Por no hacer interminables nuestras citas, dejamos de presentar al lector algunos fragmentos de los otros poemas titulados «Dulces cadenas» y «La lira rota», y hasta prescindimos, en este caso, de referir el argumento, que tanto pierde siempre en colorido y en belleza, cuando se extracta en prosa desaliñada lo que tan galantemente se halla expresado en preciosos versos; pero no por eso hemos de escasearles en este lugar nuestros elogios incondicionales.

Por último, de todos los «Poemas» que hemos mencionado con preferencia, quédanos que hablar del que se titula «Por dónde viene la muerte»; y en atención a su fecha más reciente -pues en cuanto a méritos todos están a la misma altura-, nos detendremos un instante en apreciarlo. Compónese de un solo canto, y todo en él es notable. Un sabio médico, el doctor Prieto, tiene una hija joven, bella, soñadora, a quien ama como el más cariñoso de los padres. Sus teorías científicas, no obstante, le inclinan a un materialismo inflexible, y creyendo


«que es el alma el ensueño de un delirio,
y el fruto de este sueño el pensamiento,»



sólo acepta que puedan producir el aniquilamiento de la vida los fenómenos externos, las fuerzas y los agentes físicos. Por eso cuida bien de resguardar a su hija de esas influencias perniciosas y la pone al abrigo de causas tan funestas de destrucción; mas ¡ah! que Eugenia, la hermosa joven de ojos azules y de hechicero rostro, llega a la pubertad, hállase con el espíritu en el aislamiento y en el vacío, ¡ella, que necesitaba a su lado un ser amante, joven y apasionado, que satisficiera las ansias vehementes de su tierno corazón! Y entonces le asaltan deseos vagos e informes, y llenan su cabeza fantasmas locos y visiones extrañas:


    «Siente Eugenia impaciencias sin objeto;
mas no quiere estudiar el doctor Prieto
el gran misterio que su pecho encierra;
pues como hombre discreto,
cree que toda mujer tiene un secreto,
que nada importa al cielo ni a la tierra;
y no ve que, en su estado visionario,
Eugenia, en la región del firmamento,
da citas en un parque imaginario,
a un novio que creó su pensamiento.
¿Quién detener podría la corriente
de ideas hechiceras
que brotan de la frente
de una mujer que en su exaltada mente
conduce diez legiones de quimeras?
Hay seres en amar de tal constancia
y de alma tan ardiente y abstraída,
que sacan de sí propios la substancia
con que tejen la tela de su vida.
Así Eugenia, soñando y más soñando,
de hablar tanto con ellas
fue creando, creando
un lenguaje especial con las estrellas;
y de mirar la joven extasiada
a la celeste esfera,
como era de esperar, quedó extenuada...
Mas la niña hechicera,
por su padre adorada,
¿qué tiene enfermo? Nada:
el pensamiento, esto es, ¡la vida entera!»



El doctor de nada se apercibe, cuidando, en cambio, de abrigar a su hija para que no le causen perjuicio los aires fríos; y satisfecho ya de sí mismo y confiado en su ciencia, ningún miedo tiene de que pueda llegarle la muerte, porque él sabe por dónde ha de venir:


    «Mas lo triste es que un día
nuestra Eugenia del sueño en que dormía
inquieta despertó de tal manera,
que su alma empezó a amar como debía
y su cuerpo a sentir como lo que era.
Y Eugenia sin amante ¿a quién amaba?
Al amor ¡qué sé yo! misterios de ellas.
El caso es que aquel tipo que adoraba,
¡oh fuerza de los sueños! habitaba
muy cerca... más allá de las estrellas.
Y es natural: un alma cuando es pura
y vive en un estado visionario,
como no tiene objeto su ternura
lo aplica ¿a quién? a un ser imaginario».



El padre advierte ya algunos síntomas de la enfermedad de su hija,


    «Y como es una fruta la experiencia
que está sin madurar o está podrida,
apelando el dolor a su conciencia,
recuerda que en la edad de los placeres
se murieron por él muchas mujeres
que vivieron después toda su vida;


y al deducir, por la doctrina impura
de sus principios, de malicia llenos,
que muchos platonismos de ternura
no acaban en Platón, ni mucho menos,»



el doctor aleja de su lado a un primo de Eugenia, por si éste podría causar sus pesares; y tomando precauciones verdaderamente infantiles, cubre una estatua de Cupido, desnuda sobre una mesa, y da libertad a dos jilgueros, por si ella observaba sus besos de amor. Inútil todo; Eugenia no mejora,


    «Y cuando, al fin, con ansia verdadera
nota el doctor cuan presto
lleva a Eugenia hacia un término funesto
la casta consunción de una quimera,
ya, aunque muy tarde, a comprender alcanza
que es la niña adorable
una enferma incurable
del santo malestar de la esperanza.»



Prieto ve al cabo extinguirse la vida de la joven, y al abandonar ésta el mundo dejándolo sumiso en llanto, el padre exclama tristemente:


    «-¡Ten por Dios! ten por Dios, ídolo mío,
quieta la mente, el corazón en calma;
no matan sólo la humedad y el frío;
¡viene también la muerte por el alma!»



Quizá nos hemos extendido demasiado, prodigando la traslación de tanto fragmento: sírvanos de atenuante que éstos serán ya los últimos que transcribimos en el presente trabajo, y además la belleza irresistible de esos hermosos versos, que atraen como el imán y seducen como la atención. ¡Ah! Campoamor es un gran poeta, un vate egregio, y sus obras inmortales causan purísimo deleite en todas las almas que las comprenden y las sienten.

Los otros «Pequeños poemas» que hemos dejado de examinar por no pecar de prolijos, son los siguientes: «Historia de muchas cartas», «El quinto no matar», «La calumnia», «Don Juan», «Las tres rosas», «Dichas sin nombre», «Las flores vuelan», «El trompo y la muñeca», «La gloria de los Austrias», «Los amores en la luna», «La música», «Los caminos de la dicha», y «El amor y el río de Piedra»1.

Por lo demás, los «Pequeños poemas» responden a una necesidad de nuestros tiempos: si se reconoce que la vida exuberante de esta sociedad y de este siglo, es demasiado vasta y compleja para abarcarla en una síntesis, para retratarla en un cuadro, para compendiarla en una sola obra, estos poemas de las dimensiones sirven al objeto de presentar en cada uno de ellos el aspecto determinado de uno de nuestros problemas, de una de las fases de nuestro modo de ser contemporáneo; y así, lo que no cabe en un marco único, lo que se resiste a ser encerrado en una sola concepción, podrá retratarse parcialmente en varias o en numerosas producciones, de tal modo que el conjunto brillante de todas las que brotaran de las liras más inspiradas, sea como el reflejo exacto y como la copia fiel de los espectáculos en que intervenimos y de la época en que nos encontramos...

¡Sublime destino y victoria soberana la del genio! El nos alboroza con sus creaciones; él hace, al cantar sus propias impresiones e ideas, el proceso de las de su generación; él, en fin, es aclamado por las sucesivas como orgullo de su patria y como timbre imperecedero de gloria, y consigue legarles en las concepciones maravillosas de su fantasía y de su inteligencia, un monumento en que hallan retratados sentimientos de las edades a que éstas pertenecen y en que encuentran palpitantes las dudas, las creencias y todo el cúmulo de pensamientos y de acciones que a las mismas agitaran con impulso poderoso!




- V -

Campoamor es también escritor en prosa de elevados vuelos; acaso en su forma, sobre todo tratando de ciertos asuntos, tiene alguna semejanza con Valera, cuyo ingenio corre parejas con el de nuestro autor, en el tono zumbón y maleante de sus disquisiciones y en la intención penetrante y fina de sus conceptos; pero esto, que depende de la índole genial de sus caracteres, presta a sus obras un encanto singular, y las torna en buenas y amigables compañeras del que lee, lejos de repelerle con acentos altisonantes y enfáticos. Sin embargo, Campoamor se manifiesta en otras producciones seria y profundamente preocupado con los temas que embargan su ánimo, y entonces aparece en toda su plenitud el pensador reflexivo.

Sus más importantes libros de este género, son: la «Historia crítica de las Cortes reformadoras»; la «Filosofía de las leyes»; los «Pensamientos»; su discurso de recepción en la Academia Española, en el cual desenvuelve la tesis de que «La metafísica limpia, fija y da esplendor al lenguaje»; y en fin, «El personalismo» y «Lo Absoluto», obras filosóficas que, en opinión de Revilla, son «dos Doloras de bastante mérito». También tiene publicado el autor un tomo que titula «Las polémicas», y que no es más que una serie de trabajos de propaganda política, cuyo juicio crítico no es de este lugar.

Como poeta dramático, Campoamor escribió, hace algún tiempo para el teatro varias comedias: «El Palacio de la verdad», «Guerra a la Guerra», «Dies iræ», «Cuerdos y locos» y «El honor». Como hombre público se halla afiliado al partido conservador, y ha sido muchas veces Diputado a Cortes, en las que ha pronunciado notables discursos.

Nosotros sólo vemos en él al autor famoso de las «Doloras» y los «Pequeños poemas»; al ingenio peregrino que, según ha dicho un escritor distinguido, puede enorgullecerse con justicia de ser el más poeta de nuestros filósofos y el más filósofo de nuestros poetas.

P. Langle

1889.

Como detalle curioso y muy poco conocido de los comienzos literarios de Campoamor, reproducimos las siguientes líneas del insigne escritor Pedro de Répide, entresacadas de una Crónica que ve la luz en los días que se reimprime este libro:

«El Liceo de Madrid publicaba en 1840 un libro de versos. El día 19 de Mayo de 1838, la Corporación había recibido en la sección de Literatura a un joven que se picaba de poeta. Dos años después, dirigía a la junta de gobernación (que así se llamaba la directiva), un oficio en que decía así:

»Careciendo de medios para imprimir un tomo de poesías, que obra actualmente en la secretaría general, me veo en la necesidad de implorar la protección del Liceo, para que, por los medios que juzgue conveniente, se pueda llegar a la publicación de dicho libro».

Y venía la firma:

«Ramón de Campoamor».

*  *  *

En los últimos años se han hecho nuevas ediciones de sus populares poesías, distinguiéndose entre ellas una de sus «Obras completas» en cuatro tomos; publicada en 1905 por esta Casa Editorial, y en la que figuran todas las Doloras y humoradas que escribiera en los últimos años de su vida.

Murió don Ramón de Campoamor en Madrid el 12 de Febrero de 1901.



Dedicatoria

Al ilustre político Excmo. Sr. D. Francisco Romero Robledo, el mejor de los amigos y el más bueno de los hombres.

Campoamor








ArribaAbajoLibro primero

Ternezas y flores





ArribaAbajoLa niña y la mariposa


    Va una mariposa bella
volando de rosa en rosa,
y de una en otra afanosa
corre una niña tras ella.

   Su curso, alegre y festiva,
sigue con pueril afán,
y con airoso ademán
la mariposa se esquiva.

   A veces con loco intento
quiere hacer presa en sus galas,
y, en vez de tocar sus alas,
toca las alas del viento.

   Y su empeño duplicando,
cuanto más corre afanosa,
más leda la mariposa
va su inocencia burlando.

   La ciñe en rápido giro,
y al ir a cogerla esbelta,
por cada vez que se suelta,
suelta la niña un suspiro.

   Mas, sin ceder en su anhelo,
presta una, y la otra ligera,
ni una acorta su carrera,
ni la otra amaina su vuelo.

   Y vagan embebecidas,
sin sentir indiferentes
ni el son de las claras fuentes,
ni el de las auras perdidas.

   Ni los pájaros que espantan,
entre las ramas divisan,
ni ven las flores que pisan,
ni oven las aves que cantan.

   Y mientras estas cantando
siguen con plácido estruendo,
la niña sigue corriendo,
la mariposa volando.



   - Amaina el vuelo sereno,
      mariposa,
de quien es albergue el seno
      de la rosa.
   ¿Por qué en tal dulce ocasión
      vas sin tino
huyendo así la prisión
de lazo tan peregrino?

   Reina de las blandas flores,
      sus enojos
no temas, ni los ardores
      de sus ojos,
porque ese puro arrebol
      que enamora,
si es luciente como el sol,
es tierno como la aurora.

   Entre mil palmas no hay talle
      más galano,
ni azucena en todo el valle
      cual su mano.
   No oirás de su voz divina
      la dulzura,
ni en el ruiseñor que trina,
ni en el raudal que murmura.

   Aprende el aura a ser leve
      de su planta,
y, para formar con nieve
      su garganta,
le dio el cisne el atavío
      de su pluma,
lumbre la aurora, y el río
su plata, cristal y espuma.

- No sigas más la inconstante
      mariposa,
enamorada y errante
      niña hermosa,
que al fin vendrá a ser cautiva
      de tu llama,
si aun amorosa, aunque esquiva,
la luz de los cielos ama.

   Y aunque aspira de mil flores
      la fragancia,
no imites en tus amores
      su inconstancia;
que al fin de tanto vagar,
      suele, hermosa,
entre las flores hallar
la yerba más venenosa.

   Imita sólo su vuelo,
      pues serena,
jamás, niña, toca el ciclo,
      ni la arena
   Quien se humilla o sin razón
      subir quiere,
muere a manos de un halcón,
si a las de un áspid no muere.

   Mas ¡ay! que vas en pos de ella
      vagarosa,
sin escuchar mi querella,
      niña hermosa.
   Sigues con presteza tanta
      tu contento,
que así encomiendas tu planta,
como mi súplica, al viento.-



   Y en tan inocente afán,
como su gusto entretienen,
así vagabundas vienen,
y así vagabundas van.

    A veces en su embeleso
la mariposa, al pasar,
suele fugaz estampar
sobre su mejilla un beso.

   Y rauda su vuelo alzando,
la niña de ángel blasona,
al trazar una corona
sobre su frente girando.

   Y siguen acordemente
la mariposa en sus giros,
la niña con sus suspiros,
con sus rumores la fuente.

   Vagan los aires suaves
formando dobles acentos,
y al grato son de los vientos,
siguen cantando las aves.

   Y entre tanta melodía,
tanta corriente murmura,
que es todo el aire frescura,
aroma, luz y armonía.

   Y susurrando congojas,
prosiguen mintiendo quejas,
en el pensil las abejas,
y en la enramada las hojas.

   Y tiernas flores hollando,
y frescas auras batiendo,
la niña sigue corriendo,
la mariposa volando.




ArribaAbajoA Felisa


El día de su casamiento con D. Salustiano de Olozaga


   Aunque a la aurora temores,
y al mismo sol des enojos,
te sientan con mil primores
la languidez en los ojos,
y en el cabello las flores.

   Muestran tantas maravillas
los diamantes en tu cuello,
las rosas en tus mejillas,
que con real ornato brillas,
desde la planta al cabello.

   Y aunque arreo tan brillante
dé a tu belleza decoro,
¡ay, que en tu lindo semblante
oculta cada diamante,
bella Felisa, un tesoro!

   Vertiendo dulce sonrisa,
no ocultes los ojos bellos,
porque te dirán con risa
que ya leyeron, Felisa,
tus pensamientos en ellos.

   Embebecida y errante
vagas con planta insegura,
cual si escucharas amante
el céfiro susurrante
que entre tus bucles murmura.

   Ya sé que en este momento
las niñas en dulce calma
oyen, con turbado intento
cosas que murmura el viento
y escucha gozosa el alma.

   Ya sé que el cielo abandonan
los ángeles, y que hermosos
de luz su, frente coronan,
y dobles himnos entonan,
de su hermosura envidiosos.

   Sé que en sus ojos se encantan,
y que en torno se revuelven;
acentos de amor levantan;
las llaman hermosas; cantan;
besan su faz, y se vuelven.

   Y en este instante de gloria,
con recuerdos seductores,
ya sé que por su memoria
pasa la amorosa historia
de sus pasados amores.

   Por eso, Felisa, errante
vagas con planta insegura,
mal si escucharas amante
el céfiro susurrante
que entre tus bucles murmura.

   Dime si tal vez, hermosa,
en esa ilusión tranquila
probando estás amorosa
la dulce miel que destila
el dulce nombre de esposa.

   Di si en tus ojos se encienden
los ángeles; si contento
te causa tal vez su acento;
y si mirándote, tienden
las blancas alas al viento.

   Di si recuerdas, Felisa,
las canciones que sonaron
en tu calle, y se apagaron;
¡que por Dios que bien aprisa,
siendo tan dulces, pasaron!

   Ya no escucharás cual antes,
allá en las noches serenas,
sobre los aires flotantes,
las sabrosas cantilenas
de los rendidos amantes.

   Que os es muy grato a las bellas
al son del arpa importuna
oír amantes querellas,
ya al brillo de las estrellas
ya al resplandor de la luna.

   Y os place ver derramados
cantos de amor por los cielos,
porque causen acordados
a otras hermosuras celos,
y a otros galanes cuidados.

   Y oís las trovas de amores,
en vuestro lecho adormidas,
como los vagos rumores
que hacen al ondear las flores,
de vuestras rejas prendidas.

   Y al despertar, con empeños
tal vez pensáis que halagüeños
os dan, cantando, placeres,
esos dulcísimos seres
con quien platicáis en sueños.

   Mas ¡ay, que ya se apagaron
aquellos cantos, Felisa,
que en tu alabanza sonaron!
Y por Dios, que bien aprisa,
siendo tan dulces, pasaron.

   Pasaron los amadores,
llevando sus falsas llamas;
tiempo es que libre de azores
trate, Felisa, de amores
la tórtola entre las ramas.

   Ya no escucharás, cual antes,
allá en las noches serenas,
sobre los aires flotantes,
las sabrosas cantilenas
de los rendidos amantes.

   Las rosas que con pasión
hoy te prendiste galana,
las últimas rosas son
que columpió en tu balcón
la brisa de la mañana.

   Si ya con plácidas glosas
tu pecho nunca se embriaga,
aún hay canciones gustosas,
con que a las tiernas esposas
el aura nocturna halaga.

   Si trovas no están rompiendo
tus sueños, como hasta aquí,
los romperá el dulce estruendo
de algún pecho que gimiendo
esté, Felisa, por ti.

   Y unos sones muy callados
oirás cruzar por los cielos,
sin que causen, acordados,
ni a otras hermosuras, celos,
ni a otros amantes, cuidados.

   Y a cada momento, hermosa,
en grata ilusión tranquila,
podrás probar amorosa
la dulce miel que destila
el dulce nombre de esposa.




ArribaAbajoLa rueda del amor


   Aquellas niñas hermosas
que en suma beldad conformes,
teniendo la tez cual nieve,
tengan los ojos cual soles,
y el alma sintiendo, tiernas,
herida de mal de amores,
tanto les falte de esquivas,
cuanto de bellas les sobre,
salgan al campo conmigo
ricas de gracias, adonde
favor al Mayo risueño
las brinden, con gracias dobles,
corrientes aguas los valles,
frescos doseles los bosques,
con su verdura los campos
y con su esencia las flores.

   Oiréis sonar encontrados,
y aunque encontrados, acordes,
los enamorados trinos
de músicos ruiseñores,
cuando en sentidos acentos
mustias las tórtolas lloren,
dando en su vuelo a los aires
matices, plumas y sones.
Venid, y hagamos la rueda
llamada de los amores
(que al aprenderla de niño,
no la olvidé desde entonces),
las ricas flores hollando,
y el aire hendiendo veloces,
el aire con los cabellos,
y con las plantas las flores.
Las blancas manos asiendo,
y tan blancas, que las cortes
nunca tan nítidas manos
dan a sus reyes en dote,
en torno agitad festivas
los aires murmuradores;
que yo vendaré mis ojos,
haciendo del día noche.
Volad, palomas; que osado
yo espantaré los halcones,
si alguna vez para heriros
muestran sus garras feroces.
Volad, que a la que esta rama,
pasando furtiva, toque,
con la venda de mis ojos
habrá de nublar sus soles.

   - ¡Oh, qué triste es nuestros ojos
cubrir de sombras informes,
y no sentir de los vuestros
los penetrantes arpones,
ni ver con ansias mortales
de vuestra faz los colores,
ni sobre el aura, al tenderlos,
de vuestros talles los cortes!
Niñas, corred; que aun no escucho
con plácidas emociones
de vuestras ropas flotantes
los sutilísimos roces;
y aunque me pesa en el alma,
no siento los corazones
que muellemente se agitan
bajo esos pechos de bronce.
Volad, palomas; que osado
yo espantaré los halcones,
si alguna vez para heriros
muestran sus garras feroces.
Volad, que a la que esta rama
pasando furtiva, toque,
con la venda de mis ojos
tendrá que nublar sus soles.

    Mas, ¿cómo sin dar amante
a vuestro enojo ocasiones,
huís, dejándome solo,
sin advertirme por dónde,
tal que siquiera dejasteis,
pasando como ilusiones,
ni removida la arena,
ni destroncadas las flores?
Sin duda en mágico vuelo,
como celestes visiones,
entre la grama y los aires
os deslizasteis veloces,
huyendo mi fe constante,
pues vuestros pechos traidores
tienen el aire por guía,
y la inconstancia por norte.
¡Una y mil veces mal haya
quien de vuestras invenciones
amante se fía, y de ellas
la falsedad no conoce!
Y más que en tanto a la sombra
de esos altísimos robles
maldiga yo vuestro agrado,
y mis desagrados llore;
vosotras entretenidas
mirad las aguas que corren;
que bien está vuestra fe
con su inconstancia conforme,
pues no hay onda que no agiten
a cualquier viento que sople,
ni conchas que no remuevan,
ni árbol ni flor que no mojen,
ni campos que no dibujen,
ni imágenes que no borren,
ni risas que no deshagan,
ni círculos que no formen.

   Mas luego que el sol sus rayos
extienda en el horizonte,
haciendo en las nubes iris
tocando el mar de colores;
y luego que en regia pompa
parezcan a sus fulgores
mares de sombra los valles
y mares de luz los montes,
vendréis a buscar frescura
cuando el calor os agobie,
y me tendréis que encontrar,
aunque no queráis entonces;
y yo a la sombra tendido
de estos altísimos robles,
no os he de dejar el puesto,
por más que tierno os adore,
ni miraré enamorado
de vuestra faz los colores,
ni sobre el aura, al tenderlos,
de vuestros talles los cortes;
y no vendaré mis ojos,
más que en no hacerlo os enojo,
y hasta ahogaré mis suspiros,
aunque con ellos me ahogue.
Haré todo esto que digo,
y más que veréis entonces,
y a fe de amante lo juro
por esas aguas que corren.




ArribaAbajoTu boca


   Para formar tan hermosa
esa boca angelical,
hubo competencia igual
entre el clavel y la rosa,
la púrpura y el coral.

   Mintiendo sombras del bien,
en ella el mal se divisa,
por lo que juntos se ven
ya la apacible sonrisa,
ya el enojoso desdén.

   Y en los senos abrasados
engendra con doble holganza,
o con tormentos doblados,
cada risa una esperanza,
cada desdén mil cuidados.

    Cual las conchas orientales
es tu boca, y por vencerlas
muestra en riquezas iguales,
cuando desdeña, corales,
y cuando sonríe, perlas.

   Y si con sombras de bien
tal vez el mal se divisa,
es porque en ella se ven
guardar la miel de su risa
las flechas de su desdén.

   Si a mí su rigor alcanza,
al ver su hermosura, siente
el corazón doble holganza;
y aunque un desdén me atormente,
deme una risa esperanza.

   ¡Bien haya la dulce boca,
que sólo sus frescos labios
el aura pisando toca;
que haciendo al ámbar agravios,
su miel a gustar provoca!

   ¡Oh, bien haya cuando ufana
dando enojos a la rosa,
muestra su cerco de grana,
fresca como la mañana,
como el azahar olorosa!

   Y si acaso dulcemente
suelta plácida congojas,
ya es el rumor del ambiente,
ya el susurro de las hojas,
ya el murmurar de la fuente.

   Si alegres sones respira,
las aves del prado encanta;
y si a vencerlas aspira,
con las que gimen, suspira;
con las que gorjean, canta.

    Tu miel, aroma y colores,
rinde en amante oblación,
flor, ante cuyos primores,
mustias e inútiles flores
las flores del valle son.

    El néctar más regalado
deja que de amores loco
beba en tu labio abrasado;
para una abeja es sobrado
lo que para muchas poco.

   ¡Mas ay! que vertiendo quejas,
me esquivas tu dulce miel;
en vano de una te alejas
si ves que miles de abejas
poblando van el vergel.

    ¡Ay de la rosa encarnada,
que en su seno de carmín
niega a una abeja la entrada!
Tantas la acosan al fin,
que queda sin miel, y ajada.

   ¡Ay de las cándidas flores,
si alzan su capullo tierno
del estío a los ardores!
¡Ay del panal, si el invierno
lo hiela con sus rigores!

   Dame los gustos sin tasa,
pues ves que el sol estival
las tiernas flores abrasa:
mira que amarga el panal
cuando de sazón de pasa.

   Ríndete a mí placentera:
no te rinda con agravios
de abejas la turba fiera:
que herir esos dulces labios
herirme en el alma fuera.

   De ese tesoro las llaves
dame, y sus dones ardientes
libaré en besos süaves,
sin que lo canten las aves,
ni lo murmuren las fuentes.




ArribaAbajoLa beata de máscara


   La del enlutado manto,
la de la toca de encaje
la de mil hombres encanto,
¿cuánto va a que no es tan santo
tu pecho como el ropaje?

   En vano ocultarnos trata
de tus ojos los destellos
el lienzo que te recata;
y por Dios que son, beata,
para ser santos, muy bellos.

   Sobre tu nevado seno
pesa la cruz de un rosario,
y aunque humilde «nazareno»,
muriera de gozo lleno
en tan hermoso calvario.

   Y, pese a tu religión,
en vano ¡ay triste! sofoca
deseos mi corazón;
que oculta una tentación
cada pliegue de tu toca.

   Eres bella cual ninguna,
y juro, aunque temerario,
no creo en ti fe alguna,
si pasas una por una
las cuentas de tu rosario.




ArribaAbajoSu imagen


   Errante sol de aromas circundado
tu ardiente lumbre tenue debilita;
que ya mi corazón, de arder cansado,
negro sus alas moribundo agita.

   Grupo de luz que extravió la luna,
ángel perdido que bajó del cielo,
visión deslumbradora, que importuna
mi sien circunda en caprichoso vuelo.

   ¡Girar y más girar!... Lentas sus alas
lumbrosa tiende en blando movimiento.
¿Eres el alma que de mí te exhalas?
¿O eres tal vez mi mismo pensamiento?

   Fantasma de la mente, llega, llega,
desprendida mitad del alma mía,
aunque tu imagen me deslumbra y ciega,
blanca de noche, y negra por el día.

   Se mece ante mis ojos desplegada
como la espuma cándida de un río,
tal vez por los suspiros agitada
que salen hondos, ¡ay! del pecho mío.

   Su virgen luz perdida, en el ambiente
reverbera purísima y serena,
y en las límpidas aguas del torrente,
cuando acarician la tostada arena.

   Sobre mi frente gira luminosa,
luciente envidia de la nieve y grana,
copia feliz de la encendida rosa,
lisonja del albor de la mañana.

   En donde quiera engendra el alma mía
su imagen pura, rutilante y bella,
ante el disco del sol al medio día,
por la noche en la faz de cada estrella.

   Y quisiera abarcar al ver su lumbre,
hidrópica mi vista fascinada,
de los astros, la inmensa muchedumbre,
para verla sin fin multiplicada.

   Me revela fantástica su risa
oscilando el arroyo cristalino,
y su acento el murmullo de la brisa,
y también el zumbar del torbellino.

   La veo en todas partes seductora,
llevada de mi ardiente fantasía,
en cada rayo al despuntar la aurora,
en cada sombra al caducar el día.

   Y despierto la miro embebecido,
animada ilusión de mi deseo;
y si cierro los ojos adormido...
yo no sé dónde está, pero la veo.




ArribaAbajoA unos ojos


   Más dulces habéis de ser
si me volvéis a mirar,
porque es malicia, a mi ver,
siendo fuente de placer,
causarme tanto pesar.

    De seso me tiene ajeno
el que en suerte tan crüel
sea ese mirar sereno
sólo para mí veneno,
siendo para todos miel.

   Si crüeles os mostráis
porque no queréis que os quiera,
fieros por demás estáis,
pues si amándoos, me matáis,
si no os amara, muriera.

   Si amando os puedo ofender,
venganza podéis tomar,
porque es fuerza os haga ver
que o no os dejo de querer,
o me acabáis de matar.

   Si es la venganza medida
por mi amor, a tal rigor
el alma siento rendida,
porque es muy poco una vida
para vengar tanto amor.

   Porque con él igualdad
guardar ningún otro puede;
es tanta su intensidad,
que pienso ¡ay de mí! que excede
vuestra misma crüeldad.

    ¡Son, por Dios, crudos azares
que me den vuestros desdenes
ciento a ciento los pesares,
pudiendo darme a millares,
sin los pesares, los bienes!

   Y me es doblado tormento
y dolor más importuno,
el ver que mostráis contento
en ser crudos para uno,
siendo blandos para ciento.

   Y es injusto por demás
que tengáis, ojos serenos,
a los que, de amor ajenos,
os aman menos, en más,
y a mí que amo más, en menos.

   Y es, a la par que mortal,
vuestro lánguido desdén
¡tan dulce... tan celestial!
que siempre reviste el mal
con las lisonjas del bien.

   ¡Oh, si vuestra luz querida
para alivio de mi suerte
fuese mi bella homicida!
¡Quién no cambiara su vida
por tan dulcísima muerte!

   Y sólo de angustias lleno,
me es más que todo crüel,
el que ese mirar sereno,
sea para mí veneno,
siendo para todos miel.