Todas las literaturas cuentan con genios innovadores,
que señalan un cambio progresivo en las tendencias
artísticas y en los ideales de su tiempo.- Truena
Byron en Inglaterra contra las costumbres inveteradas de
la ceremoniosa sociedad británica; rompe con las viejas
tradiciones de la poesía cortesana; personifica en
sí el alma entera de su siglo, y ora envuelto en la
corriente de un escepticismo contagioso, exhala dolorido
los amargos acentos de la duda y de la incredulidad, ambas
desgarradoras, pero también invencibles; ora, henchido
de un sentimiento nobilísimo, vibra en su lira el
cántico de la libertad y recuerda a Grecia oprimida
los hechos gloriosos de su inmortal historia y excita a sus
hijos para que devuelvan su pasado esplendor y emancipen
de extrañas tutelas a la inspirada madre de las artes.-
Leopardi, en Italia, se aparta de las escuelas optimistas,
encarna en sí la nueva dirección del pesimismo,
lanza a los espacios los ayes que se escapan de su atormentado
corazón, y al mismo tiempo lamenta en patéticos
tonos y pinta en conmovedores cuadros las desgracias de su
patria, como para sacudirla de su sueño de muerte
y hacerla levantar, redimida y una, su arrogante y hermosa
cabeza, que taladraban las espinas de su martirio y su servidumbre;
espectáculo grandioso que hemos visto realizarse más
tarde a nuestros propios ojos, testigos ayer de su infortunio
y hoy de su resurrección-. En Alemania, lucha Goëthe
por identificar la poesía con la realidad, abre nuevos
horizontes a la inventiva y al genio germánico, y
da comienzo a una nueva era de prosperidad y de grandeza
para las letras de su país.- Francia, en fin, sacude
el gusto versallés y entra en derroteros artísticos
hasta entonces desconocidos, gracias a la fantasía
soberana de Víctor Hugo, que olvida las instituciones
caducas y se inspira en los vastos problemas sociales y en
la epopeya gigantesca de nuestros adelantos maravillosos.
España no podía tampoco permanecer inmutable
entre este universal renacimiento, y así como en el
siglo XVI, Boscán primero y Garcilaso después
introducen en la decadente poesía nacional las formas
métricas de la escuela italiana y dan principio al
mayor período de esplendor que por entonces alcanzara
la lírica española, así también
en los albores de nuestra centuria resuena potente la voz
de Quintana, que maldice los torpes ídolos de un absolutismo
degradante y entona himnos exaltados en loor de las modernas
conquistas; y más adelante fulgura el estro de Espronceda,
que marca otra dirección a nuestro inquieto pensamiento
y expresa un nuevo aspecto del vacilante espíritu
de nuestra época renovadora.
Después, no ha
quedado estacionaria tampoco la poética castellana:
más jóvenes y peregrinos ingenios diéronle
gallardo impulso, consagrando su vida a esta empresa meritoria;
y hoy, mientras escucha nuestro oído embelesado los
acordes armoniosos de sus áureas arpas, tributamos
a su inspiración nuestros aplausos y rendimos a su
genio el homenaje de nuestro entusiasmo.
- II -
Don Ramón
de Campoamor es uno de los representantes más ilustres
de esta pléyade de insignes poetas. En su juventud
diose a conocer en el antiguo Liceo de Madrid con algunas
delicadas composiciones, llenas de fantasía por una
parte y de primores de rima por otra. Después las
reunió en colección, y aparecieron sus «Ternezas
y Flores» y sus «Ayes del alma». La imaginación meridional
del autor se revela en ellas en toda su riqueza; lanza su
inspirada lira sones cadenciosos de incomparable armonía,
todos espontáneos, todos naturales, y las imágenes
florecidas, y los conceptos elegantes y las galas más
bellas, forman el conjunto admirable de estas obras afiligranadas.
Unas son alegres y risueñas, escritas con todo el
fuego del amor impetuoso de los primeros años; otras
reflejan ya una nueva faz del alma del cantor, menos crédula
que antes y más herida por los pesares.
De estos
libros elegimos sus silvas «A la luz», para presentar a Campoamor
como poeta descriptivo en sus ensayos juveniles.- En la tercera
de ellas pinta el declinar de la tarde, y luego añade:
«Los árboles sus cúpulas
frondosas
con verde pompa y majestad inclinan,
a impulso,
de las auras sonorosas
que hacia el ocaso tras la luz caminan.
Si alza la noche sus atezado manto,
la
luz, huyendo, sus horrores dobla;
si gime un ave en dolorido
canto,
el eco gime, y su plañir redobla,
Quejas
levanta al murmurar doliente
fugaz el aura en apacibles
giros,
y al trasmontar la luz, son de la fuente
las aguas
llanto, y el rumor suspiros.
¡Ay! no es
así cuando a los frescos llanos
bajan al alba en
celestial decoro
sílfides blancas, que con rubias
manos
la aurora ciñen con guirnaldas de oro.
Plácida
entonces sin rumor aspira
ligera el aura despertando olores,
y regalada del frescor, respira
amor la selva, y la pradera
amores.
La niebla entonces, por el manso
viento
se adorna de los rayos matutinos,
y entonces se
oyen con sabroso acento,
en vez de quejas, amorosos trinos».
De las facultades del autor en el género festivo,
que también ha cultivado, pueden dar idea las siguientes
quintillas dedicadas «A una Beata de máscara», y que
rebosan picaresca gracia:
«La del enlutado manto,
la de la toca
de encaje,
la de mil hombres encanto,
¿cuánto va
a que no es tan santo
tu pecho como el ropaje?
En
vano ocultarnos trata
de tus ojos los destellos
el lienzo
que te recata;
y por Dios que son, beata,
para ser santos,
muy bellos.
Sobre tu nevado seno
pesa
la cruz de un rosario,
y aunque humilde «nazareno»
muriera
de gozo lleno
en tan hermoso calvario».
Campoamor compuso
también una serie de «Fábulas», políticas,
religiosas, morales y filosóficas, en las cuales,
entre rasgos de ingenio, estampa máximas y consejos
de provecho para la vida.
Hasta aquí, Campoamor era
ya un poeta muy distinguido; pero aun podía acrecentar
su fama con empeños más altos y obras de mayores
vuelos; y en efecto, avanzando el tiempo inicia en sus aptitudes
una nueva tendencia filosófica y un nuevo y superior
progreso, y da a las prensas su poema en dieciséis
cantos titulado «Colón»; otro en ocho jornadas que
denomina «El drama universal»; y la colección inestimable
de sus «Cantares», verdaderos poemas de ternura, intención
y sentimiento.
El primero es notabilísimo, tanto
en la versificación como en la idea; lo mismo cuando
pregunta por los atrevidos navegantes que componían
la expedición al Nuevo continente, y dice:
«-¿Que quiénes son?- Nadie su nombre ha oído.
-¿Que a dónde van?- ¡A donde nadie ha ido!»
y
cuando expresa el pensamiento del protagonista con esta frase:
«- ¿Os espantáis? Yo en vuestro espanto abundo:
Marcha
a borrar los límites del mundo;»
que en las, cantos
«La Atlántida», «Las nubes» y todos los otros.
«El
drama universal» merece también subidos encomios por
su pensamiento y por su desarrollo: aquél es digno
del ingenio que lo concibiera y así hacemos su mayor
elogio; éste se halla de igual modo a la altura de
las mejores obras del autor, y al decir de un distinguido
publicista, abunda en detalles admirables.
En cuanto a sus
«Cantares», los tiene bellísimos: Campoamor es uno
de los poetas que con más éxito han cultivado
este género, logrando presentarnos gran número
de aquellos en los cuales aparece limpia de defectos la forma
de las coplas populares, reuniendo a la vez un fondo profundo,
que pocas veces se halla en las que son producto espontáneo
de la musa desaliñada de los indoctos.
Citaremos
sólo unos pocos, para no alargar en demasía
este estudio, y en seguida entraremos de lleno en la parte
principal y más importante del mismo.
De los siguientes,
pertenecen los dos primeros a la sección de los epigramáticos,
y el último a la de los filosófico-morales:
«Mira que ya el mundo advierte
que al
mirarnos de pasada,
tú te pones colorada,
yo pálido
cual la muerte.
Cuando pasas por mi lado
sin tenderme una mirada,
¿no te acuerdas de mí nada
o te acuerdas demasiado?
El tiempo a
todos consuela;
sólo mi mal acibara,
pues si estoy
triste se para,
y si soy dichoso, vuela».
- III -
Enumeradas
ya algunas de las obras por las cuales disfruta Campoamor
de justa nombradía, tócanos ahora tratar de
aquellas de sus creaciones que constituyen los más
brillantes timbres de su gloria. Tales son las «Doloras»
y los «Pequeños poemas».
Con ellas, Campoamor ha
operado una profunda revolución en el campo de nuestra
lírica. Así como Becquer, por ejemplo, encontró
en sus «Rimas» el modelo de la poesía del corazón,
halló aquél en estas producciones la fórmula
de la poesía filosófica; y poniendo al servicio
del arte las investigaciones y las conquistas de la ciencia,
y adornando a ésta con el hermoso ropaje de la forma
artística, realizó a la par dos empresas grandiosas:
dar a la poesía verdadera transcendencia, y presentar
los descubrimientos modernos bajo el aspecto más agradable
y simpático. Todos los problemas de la filosofía
los convierte en temas para sus canciones, y los adorna con
los primores de la versificación.
Esto ha hecho decir
a la crítica que Campoamor es uno de los poetas castellanos
que mejor pudieran sufrir una traducción en prosa
a cualquier lengua extranjera. Ciertamente, la idea domina
sobre todo en sus obras, y las hace más substanciosas
y nutridas de pensamiento que las de otros ingenios, dados
a la armonía del ritmo más que a la intención
e importancia del argumento. Campoamor, por el contrario,
procura hermanar ambas cualidades; y porque lo consigue es
proclamado poeta insigne.
En cuanto a la originalidad de
Campoamor, está ya fuera de duda. Las polémicas
suscitadas con este motivo hace algún tiempo, concluyeron
dilucidándola claramente, y hoy no es puesta por nadie
en tela de juicio. Las «Doloras», tal como él las
ha concebido y realizado, forman un género nuevo,
que habrá de prevalecer en lo sucesivo. Podrá
encontrarse en las obras de ciertos escritores antiguos,
alguna que otra poesía a ellas comparable; existirá
entre ambas semejanza, y quizá parezcan informadas
por la misma tendencia; mas estas inspiraciones sueltas de
autores diversos, nunca llegaron a sujetarse a un plan determinado,
y la gloria de haber reducido a «sistema» estos elementos
dispersos, y de haber constituido con ellos una escuela,
corresponde toda entera a Campoamor. Los «Pequeños
poemas» se encuentran también en igual caso: lo mismo
Heine que Musset, lo mismo Byron que Hugo, cultivaron en
sus países este género y le hicieron adquirir
gran importancia; pero en nuestra patria, Campoamor es el
que los funda, el que los crea, el que les da vida; y además,
logra que los suyos a ningunos otros se parezcan y que sean
completamente propios y originales.
Ahora podremos preguntar
qué es la «Dolora», y lo primero que saltará
a nuestra vista, será el neologismo de la palabra.
Campoamor la inventó para designar esta clase de poesías
a él debidas, y al frente de la primera edición
expuso las razones en que hubo de fundarse para ello. Definiéndola,
el autor dice que la «Dolora» es «una composición
poética en la cual se debe hallar unida la ligereza
con el sentimiento y la concisión con la importancia
filosófica». Otros escritores han tratado de explicarla
también: Ruiz Aguilera opina que es «una composición
poética en la cual debe hallarse «constantemente»
unida a un sentimiento melancólico, más o menos
acerbo, cierta importancia filosófica»; Laverde Ruiz
la considera «una composición didáctico-simbólica
en verso, en la que armonizan el corte ligero y gracioso
del epigrama y el melancólico sentimiento de la endecha,
la exposición rápida y concisa de la balada
y la intención moral o filosófica del apólogo
o de la parábola»; para Revilla, en fin, es «una composición
poética, de forma épica o dramática,
y de fondo lírico, que, en tono a la vez ligero y
melancólico, expresa un pensamiento transcendental».
Como se ve, todas estas definiciones convienen en el fondo.
Los temas que Campoamor desenvuelve en sus «Doloras», con
ser tan varios, se distinguen casi siempre por su tendencia
pesimista, la cual establece una línea divisoria entre
sus inspiraciones de los primeros años y sus obras
de la edad madura, joviales y placenteras aquéllas,
impregnadas éstas de cierto desencanto y cierta tristeza,
que retratan el estado de su alma y a la par reflejan el
de su época. Uno de sus biógrafos ha escrito
que Campoamor va dejando cada día que pasa un girón
de sus creencias, que expone en sus «Doloras»; y según
la opinión de otro crítico célebre,
su escepticismo es aún «más amargo, más
desconsolador y más peligroso, que el de Espronceda,
por lo mismo que es más sereno y razonado. El de éste
revela una época en que la duda era un tormento para
el espíritu; el de Campoamor anuncia un estado social
en que ya nos hemos connaturalizado con la duda. Aquél
arranca del corazón, y es hijo de los desengaños;
éste nace de la cabeza, y es fruto de serena y fría
reflexión. El primero denuncia una existencia atormentada
y dolorosa; el segundo la vida tranquila de un espíritu
a quien no molesta gran cosa la falta de creencias. Campoamor
no se limita a renegar de los hombres, sino que su duda alcanza
a las ideas; no se circunscribe a negar el amor, la poesía
y la amistad por virtud de añejos desengaños,
sino que lo niega todo, inclusa la realidad del conocimiento.
Y lo niega con imperturbable calma, con serenidad pasmosa,
a veces nublada por ligero tinte de tristeza.»
No hay más
que leer las «Doloras» de Campoamor, para convencerse de
la exactitud de estos asertos; en ellas dice «que son humo
las glorias, de la vida»; que «vivir es olvidar»; que «todo
es sombra, ceniza y viento»; que «tarde o temprano es infalible
el mal»; que»el bienestar del hombre es la muerte»; que «todo
se pierde»; que «al hombre sólo le afectan el calor
y el frío»; que «no hay honor ni virtud más
que en la lengua»; que «el placer es la fuente del hastío»;
que «el variar de destino sólo es variar de dolor»;
y en fin,
«Que en este mundo traidor
nada es verdad
ni mentira.
Todo es según el color
del cristal con
que se mira».
Véase, como cuadro completo, la «Dolora»
titulada «Amor y gloria», que elegimos por su corta extensión:
«¡Sobre arena y sobre viento
lo ha fundado
el cielo todo!
lo mismo el mundo del lodo,
que el mundo
del sentimiento.
De amor y gloria el cimiento
sólo
aire y arena son.
¡Torres con que la ilusión
mundo
y corazones llena,
las del mundo sois arena
y aire las
del corazón!»
No ha mucho que se ha publicado la
15ª edición de las «Doloras», y este número
elevado, tan poco frecuente en nuestro país, prueba
de cumplido modo la gran acogida dispensada por el público
al vate esclarecido de quien tratamos. En esta colección
reciente aparecen treinta «Doloras» nuevas, las cuales son
gallardo testimonio de que su autor no envejece nunca: la
fantasía de Campoamor es eternamente joven, eternamente
lozana y vigorosa; los armoniosos acentos de su lira suenan
cada día con más cadencia, y bien puede asegurarse
que el tiempo, en vez de marchitar, pule y abrillanta las
ricas galas de su fecunda imaginación.
Por su brevedad
citaremos dos de estas nuevas y preciosas «Doloras»:
Rosas
y fresas
Porque lleno de amor te mandé un
día
una rosa entre fresas, Juana mía,
tu
boca, con que a todos embelesas,
besó la rosa sin
comer las fresas.
* * *
Al mes de tu pasión,
una mañana
te envié otra rosa entre las fresas,
Juana;
mas tu boca, con ansia, y no amorosa,
comió
las fresas sin besar la rosa.
Según se ve, aún
de los asuntos más sencillos sabe sacar Campoamor
el partido posible, y es siempre en ellos el mismo ingenio
intencionado.
La otra «Dolora» es todavía más
corta, pero no por eso menos substanciosa. Consta de dos
solos versos, a saber:
Amor al mal
«Por más que me avergüenza y que lo lloro,
no
te amé buena, y pérfida te adoro».
Pero no
resistimos a la idea de transcribir la titulada «Contrastes»,
aunque sean mayores sus proporciones. Recordamos haberla
leído tiempo atrás y que nos produjo singular
encanto. Ahora no la tenemos a la vista; pero tal como en
nuestra memoria se conserva, hela aquí:
«Mucho le amaste y te amó;
¿recuerdas
por quién lo digo?
Era tu amante y mi amigo,
amaba,
sufrió y murió.
Cuando su entierro pasó
todos te oyeron gemir;
mas yo, Inés, al presentir
que le habías de olvidar,
sentí, viéndote
llorar,
la tentación de reír.
Al
año justo ¡oh traición!
al baile fui de tu
boda,
y allí, cual la villa toda,
vi el gozo en
tu corazón.
¿Y el muerto?- ¡En el panteón!
¡Ay! cuando olvidada de él
a otro jurabas ser fiel,
yo al verte reír, gemí,
y dos, lágrimas
vertí
amargas como la hiel.
Primero
amor, luego olvido:
aquí tienes explicado por qué
en el baile he llorado,
y en el entierro he reído;
siempre este contraste ha sido
ley del sentir y el pensar;
por eso no hay que extrañar
que quien lee en lo
porvenir,
vaya a un entierro a reír
y acuda a un
baile a llorar».
Algunas veces Campoamor ha hecho vibrar
también en su lira la cuerda del sentimiento, y entre
sus mismas «Doloras» -prescindiendo de los «Poemas», que
en seguida juzgaremos-, las hay muy bellas y delicadas, como
la que se denomina «¡Quién supiera escribir!» Tan
magistral y admirable nos parece, que creeríamos no
proceder justamente si dejásemos de trasladarla íntegra:
- Escribidme una carta, señor cura.
-
Ya sé para quién es.
-¿Sabéis quién
es, porque una noche obscura
nos
visteis juntos?- Pues.
- Perdonad; mas...- No extraño
ese tropiezo.
La
noche... la ocasión...
Dadme pluma y papel. Gracias.
Empiezo.
«Mi
querido Ramón:»
- ¿Querido?... Pero, en fin, ya lo
habéis, puesto...
-
¿Si no queréis?...¡Sí, sí!
- ¡Qué
triste estoy! ¿No es eso?- Por supuesto.
-
¡Qué triste estoy sin ti!
«- Una congoja al empezar
me viene...»
-
¿Cómo sabéis mi mal?
- Para un viejo, una
niña siempre tiene
el
pecho de cristal.
«- ¿Qué es sin ti el mundo? Un
valle de amargura.
»¿Y
contigo? Un edén.»
- Haced la letra clara, señor
cura,
que
lo entienda eso bien.
«- El beso aquel que de marchar a
punto
»te
dí...»-¿Cómo sabéis?...
- Cuando se
va y se viene y se está junto,
siempre...
no os afrentéis.
«Y si volver te afecto no procura
»tanto
me harás sufrir...»
- ¿Sufrir y nada más?
No, señor cura:
¡que
me voy a morir!
- ¿Morir? ¿Sabéis que es ofender
al cielo?
-
Pues, sí señor, ¡morir!
- Yo no pongo «morir.»-
¡Qué hombre de hielo!
¡Quién
supiera escribir!
Señor rector, señor rector,
en vano
me
queréis complacer,
si no encarnan los signos de la
mano
todo
el ser de mi ser.
Escribidle por Dios, que el alma mía
ya
en mí no quiere estar;
que la pena no me ahoga cada
día...
porque
puedo llorar.
Que mis labios, las rosas de su aliento,
no
se saben abrir;
que olvidad de la risa el movimiento
a
fuerza de sentir.
Que mis ojos, que él tiene por
tan bellos,
cargados
con mi afán,
como no tienen quien se mire en ellos
cerrados
siempre están.
Que es, de cuantos tormentos he sufrido,
la
ausencia el más atroz;
que es un perpetuo sueño
de mi oído
el
eco de su voz...
Que siendo por su causa, el alma mía
¡goza
tanto en sufrir!...
Dios mío, ¡cuántas cosas
le diría
si
supiera escribir!...
Después de esto, parécenos
ya hora de hablar de los «Pequeños poemas», en número
aparte y con el debido detenimiento.
- IV -
A veinte asciende
el número de estas joyas preciosas, publicadas en
la última edición madrileña. Al frente
de la misma expone el autor los fundamentos de su doctrina
literaria, en un extenso «Prólogo»; y si no a copiarlo,
dadas sus dimensiones, vamos al menos a extractar algunos
de sus puntos más esenciales.
El propósito
de Campoamor al escribir estos «Poemas», ha sido, según
él mismo dice, «dar forma a unas composiciones que
reunieran todos los géneros poéticos, desde
el epigrama y el madrigal, hasta la oda y la epopeya». Su
procedimiento, «exclusivamente personal, consiste en hacer
de toda poesía un drama, procurando basar éste
sobre una idea que sea transcendental y que pueda universalizarse».
«Es necesario, añade, poner las ciencias al servicio
del arte, agrandando su esfera con esa magnífica irrupción
de ideas, de frases y de giros que en forma de literatura
prosaica, de filosofía y de ciencias naturales, van
elevando cada vez más, el nivel del espíritu
humano». Además, es preciso que «en toda obra artística
haya una idea clave, sin la cual aquélla se vendría
abajo. Versificar de todas iguales en importancia, sin categorías,
sin someterlas a un principio único de concepción,
es hacinar, pero no es componer; es formar un montón
de piedras informes, sin ensambladura ni objeto arquitectural.»
Para Campoamor, «lo principal es el argumento y la acción».
Según él, «después de inventar la idea
generadora, base del asunto, hay necesidad de dramatizarla,
de sujetarla a un plan». Dice, en fin, que «la poesía
verdaderamente lírica debe reflejar los sentimientos
personales del autor, en relación con los problemas
propios de su época.»
Una vez expuesta esta teoría,
Campoamor habla en su «Prólogo» de lo que él
llama «el paganismo en el arte» y censura A «la mojigatocracia
literaria y a la gazmoñería moderna, que quieren
tener a nuestra sociedad en babia y reducir al hombre a un
ser neutro o a la condición del eunuco; término
incoloro, a que tienden a limitarnos todos los entendimientos
vulgares». Discúlpase de los ataques que se le dirigen
por su escepticismo, y asegura que «creyendo en lo constitucional,
lo demás para el artista es reglamentario, como se
dice en política». Luego trata de «la inutilidad de
las reglas de la retórica para formarse un estilo»,
y asegura que ésta, «con sus preceptos antiguos y
con su estructura fósil», es, aplicada al arte moderno,
«una vieja remilgada y presumida que siempre le ha dado frío.
Después de muchos años de amamantarse un joven
a los pechos de esa momia, sobreviene la tisis intelectual
y el joven muere». Por último, llama «dialecto poético»
al usado por algunos clásicos, aboga por la naturalidad
en el lenguaje, sin afectación ni hinchazones (combatiendo
también el extremo contrario), y afirma que «la poesía
es la representación rítmica de un pensamiento
por medio de una imagen, expresado en un lenguaje que no
se pueda decir en prosa ni con más naturalidad ni
con menos palabras».
Si Campoamor ha conseguido o no el
propósito que le moviera a componer sus «Poemas»,
revélalo elocuentemente el éxito por ellos
alcanzado y la fama de que disfrutan. El ingenio peregrino
del autor manifiéstase en los mismos en toda su pujanza
y en toda su variedad: al lado de descripciones de primer
orden, hállanse observaciones delicadísimas
y detalles admirables de sentimiento: la pluma del poeta
es un pincel maravilloso de inimitable colorido, que diseña
en cuatro rasgos un cuadro de singular belleza; y al propio
tiempo, es también atrevido escalpelo que remueve
las fibras más hondas del alma humana y penetra y
descubre sus secretos más íntimos.
La serie
inapreciable de los «Pequeños poemas», es acaso el
florón más brillante de la corona de poeta
de Campoamor. Bien dicen algunos comentadores suyos, que
una colección de composiciones de esa índole,
escritas con la naturalidad, la elevación y la filosofía
de éstas, es un fenómeno literario del cual
no hay ejemplo en ninguna literatura del mundo, ni antigua
ni moderna. A la verdad, la apreciación sola de las
cualidades que resaltan en dichas obras, daría lugar
a largas consideraciones: tal es la abundancia con que en
ellas se prodigan las galas más bellas de dicción,
de rima y de pensamiento. ¿Quién como nuestro autor,
por ejemplo, sabe expresar los más peligrosos y resbaladizos
conceptos, con una habilidad tan exquisita que todos los
escollos quedan salvados y todas las dificultades vencidas,
hasta el punto de convertirse en los más primorosos
pasajes aquellos que parecían llenos de sirtes, para
perder sin remedio al ingenio osado que en su derredor se
aventurara? A este propósito, escribe cierto crítico
-y es exactísimo-, que Campoamor suele hablar de las
mujeres más apasionadas, con el mismo, a veces con
más pudor que lo hacen nuestros místicos al
tratar de las vírgenes en algunas de sus descripciones
extáticas. En «Las tres rosas» se encuentra un terceto
que puede servir de prueba, en apoyo de esta opinión.
Dice así:
«Al llegar el instante de la hora
en que
se hunde aquel puente que separa
a Eva inocente de Eva pecadora...».
Creemos que no es posible llevar a más alto grado
la perfección para velar discretamente la forma, y
expresar la crítica situación que se insinúa
de la manera más diestra y poética.
«El tren
expreso», «La novia y el nido», «Los grandes problemas»,
«Dulces cadenas», «La lira rota» y «Por dónde viene
la muerte», son sin duda los más valiosos de los «Pequeños
poemas».
El primero luce en todas sus partes un lirismo
inagotable, y unas veces encanta por su sencillez y otras
maravilla por su grandilocuencia. Es la historia de un amor
tan rápido en sus accidentes como perdurable en sus
efectos, entre dos seres infortunados que se hallan juntos
por una hora y luego se recuerdan y lloran durante toda la
existencia.
Ella es
«una joven hermosa,
alta, rubia, delgada y muy graciosa,
digna de ser morena y sevillana».
La casualidad la junta
con el autor en el fondo de un coche del tren; y es de ver
la manera cómo sus almas empiezan a comunicarse y
la corriente de simpatía que entre ellas se establece.
Cuéntanse ambos los hechos de su vida, revélanse
mutuamente el estado de sus corazones, doloridos por anteriores
desengaños y sienten nacer un nuevo amor en sus pechos
sensibles y comienzan de nuevo a alentar sus desmayados espíritus.
Mas ella necesita reposo, como dice en feliz frase:
«La
tierra está cansada de dar flores.»
y la cita queda
prometida para dentro de un año.
Sin embargo, ¡qué
desdicha tan inmensa! a vuelta de algunas páginas
de oro, el poeta refiere el desenlace, y este no es otro
que la muerte de la heroína. Unas estrofas escritas
por la más inspirada de las musas, relatan este desgraciado
fin:
«-Mi carta, que es feliz, pues va a buscaros,
cuenta os dará de la memoria mía.
Aquel fantasma
soy, que, por gustaros,
probó a estar viva a vuestro
lado un día.
Cuando lleve esta
carta a vuestro oído
el eco de mi amor y mis dolores,
el cuerpo en que mi espíritu ha vivido
ya durmiendo
estará bajo unas flores.
Por no
dar fin a la ventura mía,
la escribo larga... casi
interminable!...
¡Mi agonía es la bárbara
agonía
del que quiere evitar lo inevitable!
Hundiéndose
al morir sobre mi frente
el palacio ideal de mi quimera,
de todo mi pasado solamente
esta pena que os doy borrar
quisiera.
Me rebelo a morir, pero es preciso...
¡el triste vive y el dichoso muere!
¡Cuando quise morir,
Dios no lo quiso;
cuando quiero vivir, Dios no lo quiere!
¡Os amo, sí! Dejadme que habladora
me repita esta voz tan repetida;
que las cosas más
íntimas ahora
se escapan de mis labios con mi vida.
Hasta furiosa, a mí que ya no existo,
la idea de los celos me importuna;
¡juradme que esos ojos
que me han visto
nunca el rostro verán de otra ninguna!
Y si aquella mujer de aquella historia
vuelve a formar de nuevo vuestro encanto,
aunque os ame,
gemid en mi memoria;
¡yo os hubiera, también amado
tanto!...
Mas tal vez allá arriba
nos veremos,
después de esta existencia pasajera,
cuando los dos, como en el tren, lleguemos
de nuestra vida
a la estación postrera.
¡Ya me
siento morir!... ¡El cielo os guarde!
Cuidad siempre que
nazca o muera el día,
de mirar al lucero de la tarde,
esa estrella que siempre ha sido mía.
Pues
yo desde ella os estaré mirando;
y como el bien con
la virtud, se labra,
para verme mejor, yo haré rezando
que Dios de par en par el cielo os abra.
¡Nunca
olvidéis a esta infeliz amante
que os cita, cuando
os deja, para el cielo!
¡Si es verdad que me amasteis un
instante,
llorad, porque eso sirve de consuelo!...
¡Oh
Padre de las almas pecadoras!
¡Conceded el perdón
al alma mía!
¡Amé mucho, Señor, y muchas
horas;
mas sufrí por más tiempo todavía!
¡Adiós, adiós! como hablo
delirando,
no sé decir lo que deciros quiero!
¡Yo
sólo sé de mí que estoy llorando,
que
sufro, que os amaba, y que me muero!»
En «La novia y el
nido» se cuentan las dudas de una niña inocente que
se halla perpleja ante el problema de averiguar para qué
sirve el blando albergue de dos golondrinas, que en su propio
cuarto cuelgan su vivienda. Pregúntase con sorpresa
por el objeto de un nido, cuestión obscura que no
acierta a resolver; y pensando, pensando, abísmase
en un mar de confusiones, y apenas puede a la noche conciliar
el sueño. Al día siguiente vuelve a su tema,
mira con afán la amorosa pareja de los pájaros,
y acabando al fin por descubrirlo,
«ve en las aves del nido dos esposos
y en su canto una música
de besos.
De su lecho de pluma
salió
Isabel cual Venus de la espuma;
después, mirando
al techo,
vibró su corazón dentro del pecho
al ver la golondrina que cubría
en forma de abanico
a sus hijuelos,
y al padre que en el pico les traía
pan de la tierra y besos de los cielos.
Tan
grande amor su corazón inflama;
y en sus ojos, con
fuego inusitado,
arde una pura y transparente llama
al
ver en los hijuelos desatado
el nudo misterioso de aquel
drama.
Espantada, el misterio comprendiendo,
casi vuelve
a gemir y casi reza;
y unas veces rezando, otras gimiendo,
entrando de repente en la tristeza,
ya marchitas sus puras
alegrías,
la niña acaba y la mujer empieza;
y más cuando la tímida nidada
de aquel nido,
asomándose a la entrada,
parece que le dice: -¡buenos
días!-
y más aún, cuando a los hijos
viendo,
suspirando responde: -¡ya lo entiendo!
Y encendido
su rostro, cual la frente
de una mujer culpable y candorosa,
sobre sus ojos pudorosamente
deja caer sus párpados
de rosa».
«Los grandes problemas» se reducen a las tres
confesiones de una mujer, primero niña a los diez
años, luego adulta a los veinte, y por último
casada y en la edad madura al cumplir los treinta. Al principio
llena de candor infantil,
«Mirando al confesor con inocencia,
cual
si fuesen sus ojos unas puntas
que hundiese del anciano
en la conciencia,
fue haciéndole la niña unas
preguntas,
como ésta por ejemplo,
capaz de hacer
estremecerse a un templo:
- Vos ¿sabéis lo que es
malo, señor cura?
- Yo de todo, hija mía,
estoy al cabo-,
respondió el sacerdote con premura,
lo cual no era verdad, mas lo creía
porque el breviario
con afán leía
a la luz de un candil colgado
a un clavo.
Y del amor ya viendo
lontananzas,
con sus ojos tan llenos de esperanzas,
en
su candor intrépido del todo
sigue ella preguntando
de este modo:
- ¿El dejarse besar es malo o bueno?-
De
confusión y de sorpresa lleno,
se turbó el
cura, como el hombre que antes
de haber cazado un pájaro,
lo vende
y sin poder cumplir lo prometido,
se queda, al
fin, como el lector comprende,
el cazador corrido, el comprador
burlado,
y el pájaro vendido y no cazado.
Echó
al cielo una olímpica mirada,
buscando la respuesta
en las estrellas;
mas como nada le dijeron ellas,
el cura
del Pilar no dijo nada.
Con misterio
después ella se inclina
hacia el cura que la oye
fascinado,
y prosigue: -Me ha dicho mi madrina,
que el
que bese a mi primo es un pecado;
y mi primo ha jurado
que él me habrá de besar, pese a quien pese,
pues cree que a mí me gusta que me bese».
Y así
continúa en el mismo tono, hasta hacer exclamar al
sacerdote:
«- ¡Primera confesión; primer problema!»
Pero Teodora, que tal se llama ella, no para aquí;
prosigue refiriendo otra porción de pecadillos veniales,
y algunos ponen al buen párroco en tal aprieto, que
al terminar murmura entre dientes:
«- Son el diablo estos
ángeles de niñas.»
La segunda confesión,
es otro problema: el primo se halla lejos, y la enamorada
doncella le tiene consagrado su corazón; la familia,
sin embargo (la madre especialmente), pretende que se case
con «un hombre muy de bien, pero sin gracia alguna». Ella
no quiere violentarse, y al mismo tiempo teme no ser obediente
a los mandatos superiores; y en este apurado extremo, recurre
otra vez al sacerdote, y le dice:
«-... Vuestro favor imploro;
prestadme
ayuda en tan difícil paso:
de uno me río y
por el otro lloro;
éste me hiela y por aquél
me abraso.
No amo al presente y al ausente adoro;
¿qué
hago, señor, me caso o no me caso?»
En el tercer
canto aparece ya la esposa, y la esposa atribulada; dio su
mano al hombre que le impusieron, el primo ha regresado de
su larga expedición, y ella se encuentra enferma.
El confesor, al escuchar la narración de sus desventuras,
al oírle referir sus vacilaciones y congojas, cree
sorprender en ella algún rasgo de demencia; pero entonces
«Agarrándole bien con la mirada,
- No soy loca, es que estoy enamorada-
siguió la
esposa,- y lo que quiero, quiero;
vuestra piedad, no vuestra
fe reclamo:
si le amo, vivo; si no le amo, muero;
respondedme,
¿qué haré? ¿le amo o no le amo?
Aguzando el
oído,
y azorado de miedo como un gamo
que oye en
el bosque de repente un ruido,
el cura sorprendido
dice
cayendo en postración extrema:
- ¡Tercera confesión,
tercer problema!...»
Y efectivamente, la disyuntiva es
grave: como ella ha dicho antes,
«-No hay remedio; o vencer o ser vencida;
o perder la virtud
o dar la vida.-»
Teodora muere, y el poema acaba; pero
ahora al concluir, como antes al desarrollarse, ¡qué
toques tan magistrales y qué poesía tan encantadora!
Nosotros, enamorados de joya tan primorosa, hemos necesitado
hacer no pocos esfuerzos para contener nuestros impulsos
de entusiasmo y no trasladar aquí enteras sin faltar
un verso, todas las páginas de que el poema consta.
Por no hacer interminables nuestras citas, dejamos de presentar
al lector algunos fragmentos de los otros poemas titulados
«Dulces cadenas» y «La lira rota», y hasta prescindimos,
en este caso, de referir el argumento, que tanto pierde siempre
en colorido y en belleza, cuando se extracta en prosa desaliñada
lo que tan galantemente se halla expresado en preciosos versos;
pero no por eso hemos de escasearles en este lugar nuestros
elogios incondicionales.
Por último, de todos los
«Poemas» que hemos mencionado con preferencia, quédanos
que hablar del que se titula «Por dónde viene la muerte»;
y en atención a su fecha más reciente -pues
en cuanto a méritos todos están a la misma
altura-, nos detendremos un instante en apreciarlo. Compónese
de un solo canto, y todo en él es notable. Un sabio
médico, el doctor Prieto, tiene una hija joven, bella,
soñadora, a quien ama como el más cariñoso
de los padres. Sus teorías científicas, no
obstante, le inclinan a un materialismo inflexible, y creyendo
«que es el alma el ensueño de un delirio,
y el fruto
de este sueño el pensamiento,»
sólo acepta
que puedan producir el aniquilamiento de la vida los fenómenos
externos, las fuerzas y los agentes físicos. Por eso
cuida bien de resguardar a su hija de esas influencias perniciosas
y la pone al abrigo de causas tan funestas de destrucción;
mas ¡ah! que Eugenia, la hermosa joven de ojos azules y de
hechicero rostro, llega a la pubertad, hállase con
el espíritu en el aislamiento y en el vacío,
¡ella, que necesitaba a su lado un ser amante, joven y apasionado,
que satisficiera las ansias vehementes de su tierno corazón!
Y entonces le asaltan deseos vagos e informes, y llenan su
cabeza fantasmas locos y visiones extrañas:
«Siente Eugenia impaciencias sin objeto;
mas no quiere estudiar el doctor Prieto
el gran misterio
que su pecho encierra;
pues como hombre discreto,
cree
que toda mujer tiene un secreto,
que nada importa al cielo
ni a la tierra;
y no ve que, en su estado visionario,
Eugenia,
en la región del firmamento,
da citas en un parque
imaginario,
a un novio que creó su pensamiento.
¿Quién detener podría la corriente
de ideas
hechiceras
que brotan de la frente
de una mujer que en
su exaltada mente
conduce diez legiones de quimeras?
Hay
seres en amar de tal constancia
y de alma tan ardiente y
abstraída,
que sacan de sí propios la substancia
con que tejen la tela de su vida.
Así Eugenia, soñando
y más soñando,
de hablar tanto con ellas
fue creando, creando
un lenguaje especial con las estrellas;
y de mirar la joven extasiada
a la celeste esfera,
como
era de esperar, quedó extenuada...
Mas la niña
hechicera,
por su padre adorada,
¿qué tiene enfermo?
Nada:
el pensamiento, esto es, ¡la vida entera!»
El doctor
de nada se apercibe, cuidando, en cambio, de abrigar a su
hija para que no le causen perjuicio los aires fríos;
y satisfecho ya de sí mismo y confiado en su ciencia,
ningún miedo tiene de que pueda llegarle la muerte,
porque él sabe por dónde ha de venir:
«Mas lo triste es que un día
nuestra
Eugenia del sueño en que dormía
inquieta despertó
de tal manera,
que su alma empezó a amar como debía
y su cuerpo a sentir como lo que era.
Y Eugenia sin amante
¿a quién amaba?
Al amor ¡qué sé yo!
misterios de ellas.
El caso es que aquel tipo que adoraba,
¡oh fuerza de los sueños! habitaba
muy cerca...
más allá de las estrellas.
Y es natural: un
alma cuando es pura
y vive en un estado visionario,
como
no tiene objeto su ternura
lo aplica ¿a quién? a
un ser imaginario».
El padre advierte ya algunos síntomas
de la enfermedad de su hija,
«Y como es una fruta la experiencia
que
está sin madurar o está podrida,
apelando
el dolor a su conciencia,
recuerda que en la edad de los
placeres
se murieron por él muchas mujeres
que vivieron
después toda su vida;
y al deducir,
por la doctrina impura
de sus principios, de malicia llenos,
que muchos platonismos de ternura
no acaban en Platón,
ni mucho menos,»
el doctor aleja de su lado a un primo
de Eugenia, por si éste podría causar sus pesares;
y tomando precauciones verdaderamente infantiles, cubre una
estatua de Cupido, desnuda sobre una mesa, y da libertad
a dos jilgueros, por si ella observaba sus besos de amor.
Inútil todo; Eugenia no mejora,
«Y cuando, al fin, con ansia verdadera
nota el doctor cuan presto
lleva a Eugenia hacia un término
funesto
la casta consunción de una quimera,
ya,
aunque muy tarde, a comprender alcanza
que es la niña
adorable
una enferma incurable
del santo malestar de la
esperanza.»
Prieto ve al cabo extinguirse la vida de la
joven, y al abandonar ésta el mundo dejándolo
sumiso en llanto, el padre exclama tristemente:
«-¡Ten por Dios! ten por Dios, ídolo
mío,
quieta la mente, el corazón en calma;
no matan sólo la humedad y el frío;
¡viene
también la muerte por el alma!»
Quizá nos
hemos extendido demasiado, prodigando la traslación
de tanto fragmento: sírvanos de atenuante que éstos
serán ya los últimos que transcribimos en el
presente trabajo, y además la belleza irresistible
de esos hermosos versos, que atraen como el imán y
seducen como la atención. ¡Ah! Campoamor es un gran
poeta, un vate egregio, y sus obras inmortales causan purísimo
deleite en todas las almas que las comprenden y las sienten.
Los otros «Pequeños poemas» que hemos dejado de examinar
por no pecar de prolijos, son los siguientes: «Historia de
muchas cartas», «El quinto no matar», «La calumnia», «Don
Juan», «Las tres rosas», «Dichas sin nombre», «Las flores
vuelan», «El trompo y la muñeca», «La gloria de los
Austrias», «Los amores en la luna», «La música», «Los
caminos de la dicha», y «El amor y el río de Piedra»1.
Por lo demás, los «Pequeños poemas» responden
a una necesidad de nuestros tiempos: si se reconoce que la
vida exuberante de esta sociedad y de este siglo, es demasiado
vasta y compleja para abarcarla en una síntesis, para
retratarla en un cuadro, para compendiarla en una sola obra,
estos poemas de las dimensiones sirven al objeto de presentar
en cada uno de ellos el aspecto determinado de uno de nuestros
problemas, de una de las fases de nuestro modo de ser contemporáneo;
y así, lo que no cabe en un marco único, lo
que se resiste a ser encerrado en una sola concepción,
podrá retratarse parcialmente en varias o en numerosas
producciones, de tal modo que el conjunto brillante de todas
las que brotaran de las liras más inspiradas, sea
como el reflejo exacto y como la copia fiel de los espectáculos
en que intervenimos y de la época en que nos encontramos...
¡Sublime destino y victoria soberana la del genio! El nos
alboroza con sus creaciones; él hace, al cantar sus
propias impresiones e ideas, el proceso de las de su generación;
él, en fin, es aclamado por las sucesivas como orgullo
de su patria y como timbre imperecedero de gloria, y consigue
legarles en las concepciones maravillosas de su fantasía
y de su inteligencia, un monumento en que hallan retratados
sentimientos de las edades a que éstas pertenecen
y en que encuentran palpitantes las dudas, las creencias
y todo el cúmulo de pensamientos y de acciones que
a las mismas agitaran con impulso poderoso!
- V -
Campoamor
es también escritor en prosa de elevados vuelos; acaso
en su forma, sobre todo tratando de ciertos asuntos, tiene
alguna semejanza con Valera, cuyo ingenio corre parejas con
el de nuestro autor, en el tono zumbón y maleante
de sus disquisiciones y en la intención penetrante
y fina de sus conceptos; pero esto, que depende de la índole
genial de sus caracteres, presta a sus obras un encanto singular,
y las torna en buenas y amigables compañeras del que
lee, lejos de repelerle con acentos altisonantes y enfáticos.
Sin embargo, Campoamor se manifiesta en otras producciones
seria y profundamente preocupado con los temas que embargan
su ánimo, y entonces aparece en toda su plenitud el
pensador reflexivo.
Sus más importantes libros de
este género, son: la «Historia crítica de las
Cortes reformadoras»; la «Filosofía de las leyes»;
los «Pensamientos»; su discurso de recepción en la
Academia Española, en el cual desenvuelve la tesis
de que «La metafísica limpia, fija y da esplendor
al lenguaje»; y en fin, «El personalismo» y «Lo Absoluto»,
obras filosóficas que, en opinión de Revilla,
son «dos Doloras de bastante mérito». También
tiene publicado el autor un tomo que titula «Las polémicas»,
y que no es más que una serie de trabajos de propaganda
política, cuyo juicio crítico no es de este
lugar.
Como poeta dramático, Campoamor escribió,
hace algún tiempo para el teatro varias comedias:
«El Palacio de la verdad», «Guerra a la Guerra», «Dies iræ»,
«Cuerdos y locos» y «El honor». Como hombre público
se halla afiliado al partido conservador, y ha sido muchas
veces Diputado a Cortes, en las que ha pronunciado notables
discursos.
Nosotros sólo vemos en él al autor
famoso de las «Doloras» y los «Pequeños poemas»; al
ingenio peregrino que, según ha dicho un escritor
distinguido, puede enorgullecerse con justicia de ser el
más poeta de nuestros filósofos y el más
filósofo de nuestros poetas.
P. Langle
1889.
Como
detalle curioso y muy poco conocido de los comienzos literarios
de Campoamor, reproducimos las siguientes líneas del
insigne escritor Pedro de Répide, entresacadas de
una Crónica que ve la luz en los días que se
reimprime este libro:
«El Liceo de Madrid publicaba en 1840
un libro de versos. El día 19 de Mayo de 1838, la
Corporación había recibido en la sección
de Literatura a un joven que se picaba de poeta. Dos años
después, dirigía a la junta de gobernación
(que así se llamaba la directiva), un oficio en que
decía así:
»Careciendo de medios para imprimir
un tomo de poesías, que obra actualmente en la secretaría
general, me veo en la necesidad de implorar la protección
del Liceo, para que, por los medios que juzgue conveniente,
se pueda llegar a la publicación de dicho libro».
Y venía la firma:
«Ramón de Campoamor».
* * *
En los últimos años se han hecho nuevas ediciones
de sus populares poesías, distinguiéndose entre
ellas una de sus «Obras completas» en cuatro tomos; publicada
en 1905 por esta Casa Editorial, y en la que figuran todas
las Doloras y humoradas que escribiera en los últimos
años de su vida.
Murió don Ramón de
Campoamor en Madrid el 12 de Febrero de 1901.
Dedicatoria
Al ilustre político Excmo. Sr. D. Francisco
Romero Robledo, el mejor de los amigos y el más bueno
de los hombres.
Campoamor
Libro primero
Ternezas y flores
La niña y la mariposa
Va una mariposa bella
volando de
rosa en rosa,
y de una en otra afanosa
corre una niña
tras ella.
Su curso, alegre y festiva,
sigue con pueril afán,
y con airoso ademán
la mariposa se esquiva.
A veces
con loco intento
quiere hacer presa en sus galas,
y, en
vez de tocar sus alas,
toca las alas del viento.
Y su empeño duplicando,
cuanto
más corre afanosa,
más leda la mariposa
va
su inocencia burlando.
La ciñe
en rápido giro,
y al ir a cogerla esbelta,
por cada
vez que se suelta,
suelta la niña un suspiro.
Mas, sin ceder en su anhelo,
presta una,
y la otra ligera,
ni una acorta su carrera,
ni la otra
amaina su vuelo.
Y vagan embebecidas,
sin sentir indiferentes
ni el son de las claras fuentes,
ni el de las auras perdidas.
Ni
los pájaros que espantan,
entre las ramas divisan,
ni ven las flores que pisan,
ni oven las aves que cantan.
Y mientras estas cantando
siguen
con plácido estruendo,
la niña sigue corriendo,
la mariposa volando.
- Amaina el
vuelo sereno,
mariposa,
de quien es albergue el seno
de
la rosa.
¿Por qué en tal dulce
ocasión
vas
sin tino
huyendo así la prisión
de lazo tan
peregrino?
Reina de las blandas
flores,
sus
enojos
no temas, ni los ardores
de
sus ojos,
porque ese puro arrebol
que
enamora,
si es luciente como el sol,
es tierno como la
aurora.
Entre mil palmas no hay
talle
más
galano,
ni azucena en todo el valle
cual
su mano.
No oirás de su voz divina
la
dulzura,
ni en el ruiseñor que trina,
ni en el raudal
que murmura.
Aprende el aura a
ser leve
de
su planta,
y, para formar con nieve
su
garganta,
le dio el cisne el atavío
de
su pluma,
lumbre la aurora, y el río
su plata, cristal
y espuma.
- No sigas más la inconstante
mariposa,
enamorada y errante
niña
hermosa,
que al fin vendrá a ser cautiva
de
tu llama,
si aun amorosa, aunque esquiva,
la luz de los
cielos ama.
Y aunque aspira de
mil flores
la
fragancia,
no imites en tus amores
su
inconstancia;
que al fin de tanto vagar,
suele,
hermosa,
entre las flores hallar
la yerba más venenosa.
Imita sólo su vuelo,
pues
serena,
jamás, niña, toca el ciclo,
ni
la arena
Quien se humilla o sin razón
subir
quiere,
muere a manos de un halcón,
si a las de
un áspid no muere.
Mas ¡ay!
que vas en pos de ella
vagarosa,
sin escuchar mi querella,
niña
hermosa.
Sigues con presteza tanta
tu
contento,
que así encomiendas tu planta,
como mi
súplica, al viento.-
Y en
tan inocente afán,
como su gusto entretienen,
así
vagabundas vienen,
y así vagabundas van.
A veces en su embeleso
la mariposa, al
pasar,
suele fugaz estampar
sobre su mejilla un beso.
Y rauda su vuelo alzando,
la niña
de ángel blasona,
al trazar una corona
sobre su
frente girando.
Y siguen acordemente
la mariposa en sus giros,
la niña con sus suspiros,
con sus rumores la fuente.
Vagan
los aires suaves
formando dobles acentos,
y al grato son
de los vientos,
siguen cantando las aves.
Y
entre tanta melodía,
tanta corriente murmura,
que
es todo el aire frescura,
aroma, luz y armonía.
Y susurrando congojas,
prosiguen mintiendo
quejas,
en el pensil las abejas,
y en la enramada las hojas.
Y tiernas flores hollando,
y frescas
auras batiendo,
la niña sigue corriendo,
la mariposa
volando.
A Felisa
El día de su casamiento con D. Salustiano de Olozaga