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ArribaAbajoCapítulo VI

Muchos preguntan por mentir: «¿Qué es la verdad?». Las coronas y cetros son como quien los pone. La materia de Estado fue el mayor enemigo de Cristo. Dícese quién la inventó, y para qué. Ladrones hay que se precian de limpios de manos


Dicit ei Pilatus: Quid est veritas?, etc. (Joann., 18.) «Díjole Pilatos: ¿Qué es verdad? Y en diciendo esto sin pararse, otra vez salió Pilatos a los judíos».

«Pusiéronle sobre la cabeza corona tejida de espinas, y una caña en la mano derecha; y arrodillados ante él le escarnecían, diciendo: Salve, rey de los judíos. (Matth., 27.)

Los judíos gritaban: Si a éste libras, no eres amigo de César, porque cualquiera que se hace rey contradice a César. Y viendo Pilatos que nada aprovechaba, antes con grandes voces crecía el tumulto, tomando agua se lavó las manos delante de todo el pueblo, diciendo: Yo soy inocente de la sangre de este justo: miradlo vosotros». (Joann., 19.)

Los delincuentes que en la eminencia de su maldad buscan las medras por asegurarse de la justicia que se las niega, u del castigo que los corrige, quitan de la mano derecha el cetro real a los reyes, y los ponen en ella el que ha menester su obstinación. Bien sabían los judíos de las palabras de David, en el Psalm. 2, que el rey Cristo Jesús, Mesías prometido, había de traer cetro de hierro. Así lo dijo119: «Gobernarlos has en cetro de hierro, y quebrantaraslos como vasijas de barro». Estos judíos, que se conocían vasijas de barro, y (como dice San Pablo) no fabricadas para honra, sino para vituperio120: «¿No tiene potestad el alfarero para hacer de la misma masa de lodo un vaso para honra, y otro para   —122→   afrenta?», -porque no los quebrase con el cetro de hierro, le pusieron en la diestra una caña por cetro; pareciéndoles que el de hierro quiebra (quedándose entero) los vasos de lodo sobre que cae, y el de caña se quiebra aún con el aire, y cuando no, se dobla y se tuerce por hueco y leve.

En todos tiempos han tenido discípulos de esta acción los judíos. ¿De cuántos se lee que a sus príncipes les han hecho reinar con cañas, trocándoles en ellas el cetro de oro, para que su poderío se quebrante en ellos, y no ellos con él? Engáñanlos con decir los descansan del peso de los metales; y dicen que con las cañas los alivian, cuando los deponen. En el Hijo de Dios no lograron esta malicia, que con las palabras hacía vivir la corrupción de los sepulcros, que pisaba sólidas las borrascas del mar; que mandaba los furores de los vientos, y que muriendo dio muerte a la muerte misma, que hizo gloriosas las afrentas, y de un madero infame, el instrumento victorioso y triunfante de nuestra redención. Por esto los quebrantó con la caña; que en su mano derecha las cosas más débiles cobran valor invencible. Ya vieron estos flacos de memoria una vara en la mano de su siervo Moisen con un golpe hacer sudar fuentes a un peñasco, y con un amago fabricar en murallas líquidas el golfo del mar Bermejo; y pudieran creer mayores fuerzas y maravillas de la caña en la mano derecha de Cristo, que era su Señor. Empero tan fácilmente se cree lo que se desea, como se olvida lo que se aborrece. Los judíos escogieron la caña por instrumento de su venganza. En esta coronación se la pusieron por cetro, en el Calvario con ella le dieron en la esponja hiel y vinagre. No olvidan esta imitación con los reyes de la tierra los ruines vasallos, pues en viéndolos con sed o necesidad les dan la bebida en esponja, vaso que se bebe lo que los lleva. Señor, vasallos que hincan las rodillas delante de su rey, y le hincan las espinas de la corona que le ponen, no le adoran, no le reverencian: búrlanse de él y de su grandeza. Todo esto procede de los delirios que padecen los malos ministros que los gobiernan. Dos hemos examinado: veamos cómo procedió el tercero.

Éste fue Pilatos, detestable hipócrita, en que se dice todo. Preguntó a Cristo: «¿Qué es verdad?». Y fuese sin aguardar la respuesta. Preguntar un juez lo que no quiere que le digan, cañas tiene. ¡Qué de preguntas que parecen celosas descienden de Pilatos, y tienen su solar en esta pregunta! ¿Hay embustero que no diga desea saber la verdad? Los mentirosos nunca la dicen, y siempre dicen que se la digan. ¿Qué tirano hay que no publique diligencias que hace para saber la verdad?   —123→   Y todos éstos la vuelven las espaldas, la niegan la audiencia, la cierran los oídos. Tener la verdad delante, y preguntar por ella, más es despreciarla que seguirla. Era Cristo la verdad: él lo había dicho. Tiénele delante Pilato, y pregúntale: ¿Qué es verdad? ¡Cuántos la ven, y preguntan por ella! ¡Cuántos la oyen, y la desprecian! ¡Cuántos la saben, y la condenan! Ninguna maldad tiene en el mundo tan numeroso séquito, ni tan bien vestido. Señor, para hacer Pilato lo que hizo, había menester preguntar por la verdad para disimular su intención, y no aguardar a saber de ella para ejecutarla. Ostentar buen celo en la pregunta, y no aguardar la respuesta, ardid es de Pilato. Soberano Señor, tened a vuestros lados gente que os responda la verdad, y no os fiéis de aquéllos que la preguntan y la huyen.

Preciábase Pilato de grande político: afectaba la disimulación y la incredulidad, que son los dos ojos del ateísmo. Conocíanle los judíos; y así por diligencia postrera contra Cristo nuestro Señor, le tentaron con la razón de Estado, diciendo: «Si a éste libras, no eres amigo de César; porque cualquiera que se hace rey, contradice a César». En oyendo a César, y que sería su enemigo, entregó a Cristo a la muerte. De manera, Señor, que el más eficaz medio que hubo contra Cristo, Dios y hombre verdadero, fue la razón de Estado.

De casta le viene el ser contra Dios: yo lo probaré con su origen (suplico a vuestra majestad oiga benignamente mis razones). Lucifer, ángel amotinado, fue su primer inventor; pues luego que por su envidia y soberbia perdió el estado y la honra, para vengarse de Dios, introdujo la materia de Estado y el duelo. Primero persuadió la materia de Estado a Eva, cuando para ser como Dios y engrandecerse, despreció la ley de Dios y siguió el parecer e interpretación del legislador sierpe; y sucediole lo que a él sucedió. No tardó mucho en introducir el duelo; pues encendiendo a Caín en ira envidiosa, le obligó a dar muerte a su hermano Abel, juzgando por afrenta que Dios mirase al sacrificio de su hermano menor, y no al suyo. Tuvo Caín la culpa de que Dios no abriese los ojos sobre su sacrificio, ofreciendo lo peor que tenía, y da la muerte a Abel. Desde entonces son los primeros antepasados del duelo la sinrazón y la envidia. Murió Abel; mas el afrentado, con señal que le mostraba desprecio de la muerte, fue el matador.

Tres actos hizo el demonio, fundador de la razón de Estado, en la misma razón. El primero siendo ángel, y fue negar a Dios su honra, para ser como Dios y ensalzar su trono. Y luego fue demonio; y en siéndolo, persuadió al hombre pretendiese la misma traición por medio de   —124→   la mujer: fue creído, y el hombre repitió su mismo suceso y castigo, perdiendo la inocencia y el paraíso. Tercera vez tentó por materia de Estado con la torre de Babel escalar el cielo, y hacer vecindad con las piedras y ladrillos a las estrellas, y que sus almenas fuesen tropiezo a los caminos del sol. Creció en grande estatura su frenesí, hasta que la confusión la puso límite. Tal fue el primer inventor de la razón de Estado y del duelo, que son los dos revoltosos del mundo; tales los fines de sus aumentos y advertencias, y de los políticos y belicosos que los creyeron.

Acordose Lucifer del daño que había la materia de Estado hecho en Adán, y cuando Cristo estaba tan cerca de restaurarle, persuade a los judíos se valgan de la razón de Estado con Pilato y a Pilato que la abrace, y nunca a Lucifer le burló más su infernal política; pues con el aforismo que quiso estorbar el remedio de Adán, se le acercó en la muerte de Cristo. Serenísimo y soberano Señor, si la materia de Estado hizo al serafín demonio, y al hombre semejante a las bestias, y al edificio orgulloso de Babel confusión y ruina, ¿cuál espíritu, cuál hombre, cuál fábrica no temerá la caída, castigo y confusión? Halaga con la primera promesa de conservar y adquirir; empero ella, que llamándose razón de Estado es sinrazón, tiene siempre anegados en lágrimas los designios de la ambición. Su propio nombre es «conductor de errores, máscara de impiedades». ¿Cuál secta, cuál herejía no se acomoda con el estadista, cuando no se ciñe y gobierna por la ley evangélica? Los perversos políticos la han hecho un dios sobre toda deidad, ley a todas superior. Esto cada día se les oye muchas veces. Quitan y roban los estados ajenos; mienten, niegan la palabra; rompen los sagrados y solemnes juramentos; siendo católicos, favorecen a herejes e infieles. Si se lo reprenden por ofensa al derecho divino y humano, responden que lo hacen por materia de Estado, teniéndola por absolución de toda vileza, tiranía y sacrilegio. No hay ciencia de tantos oyentes, ni de más graduados. El mal es (muy poderoso Rey y señor nuestro) que no hay traje ni insignia que no sirva a sus grados de señal. Éntrase en las conciencias tan abultadas de textos y aforismos y autores, que no deja desocupado lugar donde pueda caber consejo piadoso.

Pilato fue eminentísimo como execrable estadista. Las tres partes que para serlo se requieren, las tuvo en supremo grado. La primera, ostentar potencia; la segunda, incredulidad rematada; la tercera, disimulación invencible. Él ostentó la potestad con el propio Cristo Jesús, Dios y Hombre verdadero; con estas palabras121:   —125→   «¿No sabes que tengo poder de crucificarte y que tengo potestad de librarte?». La incredulidad fue la más terca que se ha visto; porque Pilato ni creyó a su mujer, ni a los judíos, ni se creyó a sí; pues confesando que en él no hallaba culpa, le entregó para que le crucificasen. La disimulación, ¿cuál igual a lavarse las manos en público para condenar al inocente? ¿Quién negará de los que son pomposos discípulos de Tácito y del impío moderno, que no beben en estos arroyuelos el veneno de los manantiales de Pilato? No ha de pasar sin reparo la cautela de los judíos de nombrar a César y dar miedo a Pilato con los celos imperiales, para que condenase a Jesús. ¡Oh Señor! ¡Cuán frecuentemente los ministros aprendices de los fariseos y escribas, por hartar su venganza, por satisfacer su odio en el valeroso, en el docto, en el justo, mezclan en su calumnia el nombre de César, el del rey; fingen traición, publican rebeldía y enojo del príncipe, donde no hay uno ni otro, para que el César y el rey sea causa de la crueldad que no manda, de la maldad que no comete! Éstos hacen traidores a aquéllos que les pesa de que sean leales; y ruines vasallos a los que no quieren dejar de ser vasallos leales y bien obedientes. Costole a Cristo la vida esta treta. ¿Cuál será príncipe tan amortecido, que se persuada le saldrá barata?

Descendamos a ponderar la disimulación grande del execrable estadista Pilato. «Tomando agua, se lavó las manos delante de todo el pueblo, diciendo: Yo soy inocente de la sangre de este justo: miradlo vosotros». Fingió con todo el aparato de la hipocresía; tomó agua, lavose las manos delante del pueblo. En estos renglones se tocan tantas trompetas como hay palabras. Lávase las manos con agua para manchárselas con sangre. Ninguno otro se condenó con tanta curiosidad. Séquito tiene este aliño: muchos son limpios de manos, porque se lavan; no porque no roban. ¿Quién ha dicho que con manos limpias no se puede hurtar? Pilato se preció delante de todo el pueblo de limpio de manos, y fue tan mal ladrón como el malo. Pegádosele había el melindre ceremonioso de los judíos, que murmurando de Cristo y de sus apóstoles, dijeron: «¿Por qué tus discípulos no se lavan las manos?». Éstos cuidaban poco de los pies, y mucho de las manos; y Cristo nuestro Señor cuidó mucho de los pies de sus discípulos, porque sabía cuánto riesgo hay en andar en malos pasos. Mandolos, enviándolos, que no llevasen calzado; cuidó del polvo de sus zapatos, mandando que le sacudiesen de ellos donde no recibiesen su   —126→   evangelio y su paz. Lavolos a todos los pies, y dijo a Pedro no tendría parte con él si no se los lavaba; y mandó se los lavasen unos a otros. David, en el Psalm. 90, que es el de todos los peligros, como «son los lazos de los cazadores, la palabra áspera, la saeta que vuela de día, el negocio que camina en las tinieblas, el demonio meridiano, el áspid, el basilisco, el león y el dragón»; para no peligrar en tantos peligros, se acuerda del pie (Vers. 11 y 12), «porque a sus ángeles mandó de ti que te guardasen en todos tus caminos. En las manos te llevarán, porque no tropieces tu pie en la piedra». No hacían escrúpulos los judíos y Pilato de andar en malos pasos, y le hacían de no lavarse las manos.

No hay que fiar de ministros muy preciados de limpios de manos. Dilato lo persuade, y desengaña a todos. Ladrones hay que hurtan con los pies y con las bocas y con los oídos y con los ojos. El lavatorio no desdeña el hurto, antes le aliña. Si miran a los pies a los que en público se precian de limpios de manos, muchas veces en sus pasos y veredas se conocerán las ganzúas, y en sus idas y venidas los robos. Ya los pies y las pisadas han descubierto, Señor, hurtos y ladrones. Léese en los sacerdotes que persuadieron al rey que el ídolo se comía cuanto le ofrecían, comiéndolo ellos: lo que se averiguó mandando el profeta Daniel cerner ceniza por todo el suelo del templo, la cual parló las pisadas y retiramiento escondido de los sacerdotes ladrones. ¡Oh, si los príncipes hiciesen lo mismo, qué de robos a su corona y a los templos les parlarían las pisadas de los ladrones retraídos, que le comen a Dios y al rey lo que se les da, y les atribuyen la glotonería al rey y a Dios!

Acabemos con ver lo que resultó del lavarse Pilatos, y de la limpieza de sus manos. Dijo: «Yo soy inocente de la sangre de este justo». Fue ésta la más desvergonzada mentira que se pudo decir. Mentira, ya se ve, pues le entregó para que le crucificasen; desvergonzada, pues se canonizó juntamente con Cristo, llamándose a sí inocente, y a él justo. Entregar al justo a los verdugos después de haberse lavado las manos, y luego canonizarse, no es limpieza y es descaramiento. Y para crecer en desatinos y delitos, y acabar de ser inicuo, pronunció estas perezosas y delincuentes palabras: «Miradlo vosotros». Quien remite a otros que vean lo que él solo tiene obligación de ver, nada acierta. Quien ahorra su vista, y por no ver manda que otros vean por él, los que le obedecen le ciegan: gobiérnase por los cartapacios de Pilato, que no hubo dicho «vedlo vosotros», cuando cargaron sobre Cristo la cruz, y le llevaron donde le clavaron en ella.



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ArribaAbajoCapítulo VII

De los acusadores, de las acusaciones y de los traidores (Joann., 8.)


Adducunt autem scribae, et pharisaei, etc. «Tráenle los escribas y fariseos una mujer cogida en adulterio, pusiéronla en medio, y dijeron: Maestro, a esta mujer aprehendimos ahora en adulterio. En la ley nos mandó Moisen que a los semejantes los apedreásemos. ¿Qué dices tú? Esto decían tentándole para poderle acusar».

Nonne ego vos duodecim elegi?, etc. (Joann., 6.) «¿No os elegí yo a vosotros doce, y uno de vosotros es el diablo? Hablaba de Judas Simón Iscariote, porque éste era quien lo había de vender, como fuese uno de los doce».

Ni la acusación presupone culpa, ni la traición tirano; pues si fuera así, nadie hubiera inocente ni justificado. A ninguno acusaron tanto como a Cristo; y ninguno padeció traidor tan abominable ni traición tan fea. En las repúblicas del mundo los acusadores embriagan de tósigo los oídos de los príncipes: son lenguas de la envidia y de la venganza; el aire de sus palabras enciende la ira y atiza la crueldad; el que los oye, se aventura; el que los cree, los empeora; el que los premia, es solamente peor que ellos. Admiten acusadores de miedo de las traiciones, no pudiendo faltar traidores donde los acusadores asisten; porque son más los delincuentes que hacen, que los que acusan. El silencio no está seguro donde se admiten delatores. Éstos empiezan la murmuración de los príncipes, para ocasionar que otros la continúen. Son labradores de cizaña, siémbranla para cogerla; y porque la prudencia del que calla o alaba no sea mayor que su malicia, cuando espían dicen lo que calló y envenenan lo que dijo. Los reyes y monarcas que se engolosinan en la tiranía, es forzoso crean cuanto les dicen los acusadores, porque saben el aborrecimiento que merecen de los suyos; y así los compran su desasosiego y los premian sus afrentas; pues de ellos no oyen ni creen otra cosa. Donde éstos tienen valimiento, el siglo se infama con los castigos de los delitos sin delincuentes, y temen los príncipes hasta las señas de los mudos y los gusanos de los muertos. No se limpiará de este contagio, ni quitará el miedo a su conciencia, quien no imitare a Cristo Jesús, rey de gloria, en las ocasiones que le acusaron a él los judíos, y en otras en que los apóstoles acusaron a los judíos ante él, y en ésta en que los escribas acusaron la adúltera para que la sentenciase.

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Toda la atención real pide, Señor, este punto. Dice el texto sagrado que acusaron los escribas y fariseos la mujer adúltera en la presencia de Cristo, tentándole para acusar a Cristo. ¡Infernal cautela de la perfidia y ambición envidiosa, cuyo veneno sólo le advierte el Evangelio! Acusar ante el rey a uno, tentando al rey para acusarle a él mismo, es maldad que de los escribas se ha derivado a todas las edades; empero con máscara tan bien mentida, que ha pasado por celo y justificación, y que muchas veces han premiado los reyes por señalado servicio. ¡Oh si tuvieran voz los arrepentimientos de los monarcas que yacen mudos en el silencio de la muerte, cuántos gritos se oyeran de sus conciencias! ¡Cuántas querellas fulminaran de sus ministros, que si no se llaman fariseos y escribas, lo saben ser! El adúltero que acusare al adúltero, el homicida al homicida, el ladrón al ladrón, el inobediente y rebelde al inobediente, -entonces, acusando a otro, tientan al príncipe y acusan para acusarle; pues si castiga al que ellos quieren, y no a ellos, comete delito tan digno de acusación como su delito; porque con esto confiesa que sólo quiere que sean inobedientes, adúlteros, traidores, homicidas y ladrones los que le asisten, los que tienen tráfigo en sus oídos, los que cierran sus dos lados y se levantan aún con lo delgado de su sombra.

Con vuestra majestad, Señor, nadie lo hace, porque todos los que os sirven os reverencian, os aman y os temen. Vos, Señor, ni lo hacéis, ni lo haréis, porque es vuestra majestad católico, piadoso, vigilante y muy justificado monarca. Era Judas ladrón (este nombre le dio el Evangelista), y acusó a la Magdalena diciendo que era perdición el ungir los pies de Cristo con el ungüento; y tácitamente nota de hurto la piedad, diciendo que se quitaba al socorro de los pobres el precio que dieran por él, si se vendiera. Era Judas hijo de la perdición (esta madre le dio Cristo nuestro Señor, cuando orando al Padre, dijo: «Los que me diste guardé, y ninguno de ellos pereció, sino el hijo de la perdición»; y este hijo de la perdición llama perdición la untura caritativa y misteriosa de la Magdalena. Hermanos tiene Judas de esta misma madre, que siendo ladrones acusan ante sus mismos príncipes por perdición su propio servicio, su adoración, su misteriosa asistencia; y aquéllos pobres que sirvieron de rebozo a sus hurtos, sirven de velo a los suyos. El oficio de Judas era dar de lo que tenía, y comprar lo que fuese menester para los apóstoles y para Cristo; mas él no pensaba sino en vender. Ministro inclinado a ventas no parará hasta que su señor sea la postrera. Cometió Herodes adulterio   —129→   abominable: acusósele con reprensión San Juan Bautista: acusó a San Juan ante Herodes la misma adúltera y su hija, alegando bailes y movimientos lascivos. Y el mal rey, en quien (como dice San Pedro Crisólogo122, «los pasos quebrados, el cuerpo disoluto, desencuadernada la compaje de los miembros, las entrañas derretidas con el artificio», valieron por textos y leyes contra la cabeza sacrosanta del más que profeta, hizo juez a su mismo pecado contra su advertencia; y sigue las doctrinas de los pies de la ramera que bailaba, y en la cabeza ajena condenó la suya. El fin de estos acusadores es sabido. Judas fue peso de una rama, infamia de un tronco y verdugo de sí mismo. Herodias, bailando sobre el hielo de un río vengador de la maldad de sus mudanzas, rompiéndose, la sumergió; y haciendo cadalso los carámbanos, fue degollada de los filos del hielo impetuoso. Pies que fueron cuchillo para la garganta de Juan, fue justo que hiciesen del teatro de sus bailes cuchillo para la suya. No se lee que Cristo admitiese acusadores, ni que condescendiese con las acusaciones; ya lo advertí en la de los apóstoles contra los que no quisieron recibir a Cristo en su casa. Otra vez acusaron a uno que hacía milagros en nombre de Jesús, no siguiéndole con ellos; y porque le prohibieron el obrarlos, dijo (Luc., 9): «No lo prohibáis, porque quien no es contra vosotros, por vosotros es.»

No hay duda que acusaron los apóstoles con santo celo la impiedad y descortesía de aquéllos y la disimulación de éste. Empero es cierto que Cristo Jesús, Rey de los reyes, no admitió el castigo que consultaron e hicieron en estos dos que acusaron. ¡Oh gobierno de Cristo! ¡Oh política de Dios, toda llena de justicia clemente y de clemencia justiciera! Esta respuesta dada a los apóstoles habló con ellos, proporcionando su doctrina a su intención; y sin detenerse pasa con espíritu que ningún tiempo le limita, a ser enseñanza de todos aquellos que como ministros de Dios por su permisión gobiernan la tierra. Él dijo universalmente: Per me reges regnant: «Por mí reinan los reyes»; mas no dijo: «Conmigo y para mí», por ser muchos los que, reinando por él, reinan sin él y contra él. Éstos son infieles, herejes y tiranos. Por esto a Herodes, siendo rey, le llamó raposa y no rey, cuando dijo: Dicite vulpi, etc. «Decid a aquella raposa.» Señor, ninguna cosa envilece tanto a la majestad, ni enferma a la justicia, cómo permitir que los que asisten a los reyes prohíban y reprueben lo que otros hacen, porque no viven con ellos, porque   —130→   no siguen sus pisadas, porque no los imitan. Y frecuentemente es crimen digno de muerte no hacer mal, sino no imitar a los que le hacen, y sólo tienen por bueno al que los imita en ser malos. Consuelo tienen los políticamente perseguidos, viendo que en el Evangelio aun no le valió a éste hacer milagros en servicio de Cristo y en gloria del nombre de Jesús, para que no le prohibiesen y castigasen. Muchos han muerto y morirán porque dan gloria a los nombres de los reyes, y en ellos hacen milagros con diferente fin y por diferente camino del que llevan los que los asisten. De aquí se sigue que son premiados los que infaman sus nombres, siguiendo sus dictámenes, de que se origina desorden infernal y peor; pues en el infierno, donde no hay orden, a ninguno que sea bueno se da castigo, ni a ninguno que sea malo se le deja de dar; y en ésta se dan los castigos a los méritos, y los premios a los delitos. Para merecer el infierno se presupone la mayor desorden, y padecerle es la mayor justicia. Revocó Cristo la sentencia dada por los apóstoles contra éste, en que le prohibieron hacer milagros, diciendo: «No lo prohibáis»; y como en materia tan importante al caso presente y a la enseñanza de todos los príncipes, añadió: «Porque quien no es contra vosotros, por vosotros es.»

Literalmente el texto sagrado dice, que no le prohibieron y acusaron los apóstoles el hacer milagros por otra cosa sino porque no acompañaba y asistía a Cristo como ellos. No dice que porque no seguía su doctrina ni creía en él; antes de la respuesta de Cristo se colige que creía en él y seguía su doctrina, pues dice: «Quien no es contra vosotros, por vosotros es.» De manera que la culpa fue de asistencia personal al lado de Cristo, y no otra; lo que se colige literalmente. No es nuevo, Señor, el prohibir y acusar que haga milagros en gloria del nombre de los reyes al que no es del séquito de los que están a sus lados. Dos remedios dejó la vida de Cristo. El primero, no solamente no dar sus dos lados a uno solo, sino no dar sus dos lados a dos, como se vio en Juan y Jacobo por la petición de su madre. El segundo, esta respuesta: «Quien no es contra vosotros, por vosotros es.» Mas ésta no sabrá pronunciarla algún príncipe, si no mira igualmente a las obras del acusado, y a su efecto, y a las palabras de los que acusan. Si un general restaurase a un monarca lo que otros le perdieron; si con diferentes victorias diese gloria a su nombre, y haciendo milagros en mar y tierra se le eternizase; y lo que ha sido en otros tiempos, o en todos, sucediese que los ministros que asisten al príncipe, porque no sigue con ellos, porque no es de su séquito, le quitasen el cargo   —131→   y el bastón, y le prohibiesen hacer tan milagrosas hazañas en nombre del rey, ¿cuál rey dejara de imitar a Cristo en revocar esta prohibición, y dejara de castigarlos, dándolos a entender que quien en su nombre hace milagros, no es contra ellos, sino con ellos? Señor, en nombre de Jesucristo y de su imitación, afirmo a vuestra majestad que quien no hiciere lo uno, y dijere lo otro, es príncipe contra sí, y será en favor de los que son contra él y contra los que son por él.

Acabemos este punto de las acusaciones y acusadores, con doctrina universal que los castigue y las ataje. Ésta nos la da Cristo nuestro Señor en este capítulo con sus acciones. Prosigue el texto, y en proponiendo a Cristo la acusación, dice: «Mas inclinándose Jesús hacia abajo, escribía con el dedo en la tierra.»

Lo primero, Señor, es no inclinarse el rey, para juzgar los delitos, a los acusadores sino a la tierra, que es a la fragilidad del hombre que, hecho de ella, es enfermo y débil. Esto, Señor, es oír las partes, porque quien no las oye (como dice Séneca) puede hacer justicia, mas no ser justo. Lo segundo es que en tales casos escriba el rey con sus dedos, no con los ajenos, cuyas manos en las culpas de otros escriben con sangre de la venganza. El perdón y el castigo los ha de dar el buen príncipe por su mano: el castigo a imitación de Cristo, cuando con el azote arrojó del templo los que le profanaban comprando y vendiendo: el perdón, a su imitación divina en este suceso de la pecadora aprehendida en adulterio. Grandes efectos hace la mano propia del rey que no se remite a otra mano. Previno el Espíritu Santo los desaciertos que hacen entregándose a la ajena, cuando dijo: «El corazón del rey en la mano del Señor.» Excluyó expresamente que le pongan en la del criado.

No bastaban estas grandes demostraciones de Cristo para que los escribas y fariseos desistiesen de su malicia, y díjoles: «Quien de vosotros está sin pecado, el primero la tire piedra. Y otra vez, inclinándose, escribía en la tierra. Y oyendo esto, uno tras otro se iban, empezando los más ancianos.» La mordaza y el tapaboca de los acriminadores que acusan ante el rey para acusar al rey, son estas palabras: ¿Porfiáis en que se apedree esta mujer adúltera, que se ahorque el ladrón, que se degüelle el homicida, viéndome inclinado a su flaqueza, que es la tierra, para perdonarles? Pues el que de vosotros no tiene pecado, la empiece a apedrear; y el que no ha hurtado le ponga el lazo, y el que no es cómplice en la muerte de alguno, le pase el cuchillo por la garganta. Empero si el rey cree que solos aquéllos que acusan a todos y consultan sus castigos, están libres   —132→   de todo pecado, inclinarase a ellos y no a la tierra; escribirá con su mano y no con la suya, y errará a dos manos. Díjoles Cristo nuestro Señor estas palabras: «y otra vez, inclinándose, escribía en la tierra. Y oyendo esto, uno tras otro se iban, empezando los más ancianos.» No se ha de inclinar el príncipe sola una vez a la clemencia, Señor, sino muchas. No le han de mudar de su inclinación con su malicia los malsines y delatores. Es opinión de muchos Padres y de doctísimos intérpretes, que en lo que Cristo escribió en la tierra los escribas y fariseos leyeron sus delitos y pecados propios, y que esto los obligó a irse avergonzados. No hay cosa más fácil que acusar uno a otro, ni más difícil que no tener el que acusa culpas que le pueda otro acusar. Sólo Cristo Jesús pudo decir: «¿Quién de vosotros me argüirá de pecado?». Cuando los malsines no se dan por entendidos de sus maldades, y obstinados prosiguen en acriminar las ajenas y en mudar la inclinación que el rey tiene de piedad a rigor, es ejemplo de Cristo, verdadero Rey, hacer que lean sus pecados, y escribírselos con su propia mano en la misma tierra a que se inclinó para perdonar a la acusada. Sepan los acusadores, que si ellos buscan y saben los delitos ajenos, que el rey sabe los suyos; y que si ellos los hallan, él se los escribe a ellos y hace que los lean. Tanto importa que sepa el príncipe las maldades de los que acusan, como las de los acusados. Y esto no aprovechará si viéndolos pertinaces en solicitar el castigo de otros, no se las dice, no se las escribe y no se las hace leer, pues ni desistirán de su envidia ni se conocerán. Y si se las escribe y hace leer y se las dice, se irán, dejarán su lado desembarazado de calumnias, y darán lugar a más benigna y decente asistencia.

Fuéronse, y quedando solos Cristo y la delincuente, levantando su rostro Jesús, la dijo: «Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó?». Ella dijo: «Ninguno, Señor.» Dijo Jesús: «Ni yo te condenaré: vete, y no quieras pecar más.»

Señor, si condenase el que acusa, solamente habría hombres en las horcas, hogueras y cuchillos. Y si todos los pecados probados plenariamente se castigasen con la pena de la ley, pocos morirían por nacer mortales, muchos por delincuentes: fueran las sentencias desolación, y no remedio. Nada se comete más (dijo Séneca) que lo que más se castiga. Palabra es del Espíritu Santo123: «No quieras ser justo demasiadamente.» Verdad es, Señor, que enmienda mucho el castigo; mas también es   —133→   verdad que corrige mucho la clemencia, sin sangre ni horror. Y el perdonar tiene su parte de castigo en el delincuente que con vergüenza reconoce indigno su delito del perdón que le concede la misericordia del rey.

Señor, pasar de los acusadores a las traiciones, ni es dejar de tratar de aquéllos, ni empezar a tratar de éstas. De los dos se habla, hablando de cada uno. En aquéllos traté de Judas, y Judas es el mayor traidor. Considerando sus acciones, daré a conocer a los que le imitaren. Cristo Jesús le escogió para uno de los doce apóstoles. Él lo dijo en el texto de este capítulo: «¿No os elegí yo a vosotros doce, y uno de vosotros es el diablo?». Y añade el Evangelista: «Hablaba de Judas Simón Iscariote, porque éste era quien lo había de vender, como fuese uno de los doce.» Tres consideraciones me son forzosas en estas palabras. La primera, que la primera vez que habló Cristo nuestro Señor del sacramento de la Eucaristía (que fue en este cap. 6 de San Juan), dijo que Judas era el diablo, previniendo que la noche en que le instituiría se le había de entrar Satanás en el corazón. La segunda, que habiéndole elegido Cristo entre los doce apóstoles por uno de ellos, dijo que era el diablo. ¡Grande enseñanza para los reyes de la tierra, a quien persuaden que reparen en la elección que hicieron del ministro que se hizo ruin y traidor, para no castigarle, para no darle a conocer, diciendo que es el diablo! La tercera, que al traidor no se le ha de callar nombre, ni sobrenombre, ni apellido, ni patria, para que sea conocido peligro tan infame. Aquí, diciendo que hablaba Cristo del traidor cuando dice «que uno era el diablo», dice el Evangelio: «Era Judas Simón Iscariote, que se interpreta Varón de Charioth.» En otra parte dice del mismo: «Era ladrón y robador: traía bolsas, en que recogía lo que daban.» Y hablando de San Judas, añade: «No el Judas que le había de vender.» Apréndese del texto sagrado cómo los han de tratar los príncipes, y las señas que tienen los traidores, y cómo han de escribir de ellos los cronistas, refiriendo todas sus señas, y diciendo todos sus nombres, y no permitiendo que el ministro diablo se equivoque con el bueno y fiel.

He reparado que el sagrado Evangelista llama a Judas ladrón y robador, y no se lee en todo el Testamento Nuevo que hurtase nada, y esto dijo de él en la ocasión del ungüento de la Magdalena, donde no hurtó cosa alguna. Señor, en esta ocasión del ungüento, ya que Judas no hurtó el ungüento, se metió a arbitrista; y en todos los cuatro evangelios no se lee otro arbitrio, ni que escriba ni fariseo tuviese desvergüenza de dar a   —134→   Cristo Jesús arbitrio. Que Judas fue arbitrista, y que el suyo fue arbitrio, ya se ve; pues sus palabras fueron «que se podía vender el ungüento, y darse a los pobres.» Resta averiguar si el arbitrista es ladrón. No sólo es ladrón, sino robador. Por esto no se contentó el texto sagrado con llamarlo Fur, sino justamente Latro; Fur erat, et latro. «Era robador y ladrón.» Sólo el arbitrista hurta toda la república, y en ella uno por uno a todos. Tránsito es para traidor, arbitrista; y no hay traición sin arbitrio. Judas le dio para vender a Cristo y para entregarle: arbitrio fue la venta. No le faltó a Judas el entremetimiento tan propio de los arbitristas, pues sólo él metía la mano en el plato con su Señor. Al que dan el arbitrio, le quitan lo que come. Éstos, Señor, no sacan la mano del plato de su príncipe: quien quisiere conocerlos, búsquelos en su plato, que hallará su mano entregada en su alimento. En toda la vida de Cristo no se hace mención de Judas, sino en arbitrio y traición. Y debe ponderarse que sólo en el huerto le hizo caricias, besó a Cristo y le saludó, llamándole Rabbi, Maestro. Mucho deben temerse aquellos ministros que son arbitristas, y meten la mano en el plato con su señor, y sólo le saludan, y agasajan y besan en el huerto.

Llamole Cristo amigo. Muchos que no le imitan en otra cosa, llaman amigos a los Judas que los están vendiendo. Imitan las palabras, mas no el misterio de ellas ni la intención del Hijo de Dios que las pronunció. Esto no es imitarle, sino ofenderle; porque quien ama el peligro, perecerá en él. Señor, no es sólo traidor y Judas el que vende a su rey: Judas y traidor es quien le compra, y le hace mercader de sí propio y mercancía para sí, comprándole el oficio con el ocio, y los deleites que le da por él, con los divertimientos a que le inclina y entrega.




ArribaAbajoCapítulo VIII

De los tributos e imposiciones. (Matth., 17.)


Et cum venissent Capharnaum, etc. «Y como viniesen a Cafarnaún, llegaron los que cobraban el didracma a Pedro, y dijéronle: Vuestro Maestro ¿no paga el didracma? Respondió: Sí. Y como entrase en la casa, prevínole Cristo, diciendo: Qué te parece, Simón; los reyes de la tierra ¿de quién reciben tributo o censo, de sus hijos o de los ajenos? Y él dijo: De los ajenos. Díjole Jesús: Luego libres son los hijos. Mas por no escandalizarlos, ve al mar y echa el anzuelo, y aquel pez que primero subiere cógele, y abriéndole la boca hallarás en ella un stater: tómale, y dale por mí y por ti.»

No puede haber rey ni reino, dominio, república ni   —135→   monarquía sin tributos. Concédenlos todos los derechos divino y natural, y civil y de las gentes. Todos los súbditos lo conocen y lo confiesan; y los más los rehúsan cuando se los piden, y se quejan cuando los pagan a quien los deben. Quieren todos que el rey los gobierne, que pueda defenderlos y los defienda; y ninguno quiere que sea a costa de su obligación. Tal es la naturaleza del pueblo, que se ofende de que hagan los reyes lo que él quiere que hagan. Quiere ser gobernado y defendido; y negando los tributos e imposiciones, desea que se haga lo que no quiere que se pueda hacer. Ya hubo emperador, y el peor, que quiso quitar los tributos al pueblo por granjearle; y se lo contradijo el Senado, porque en quitar los tributos se quitaba el imperio, destruía la monarquía y arruinaba a quien pretendía granjear. Los pueblos pagan los tributos a los príncipes para sí; y como el que paga el alimento al que cada día se le vende, se le paga para sustentarse y vivir, así se paga el tributo a los monarcas para el propio sustento de las personas y familias, vidas y libertad; de que se convence la culpa y sinrazón que hacen al rey y a sí propios en quejarse y rehusarlos. Ni crecen ni se disminuyen en el gobierno justo por el arbitrio o avaricia del príncipe, sino por la necesidad inexcusable de los acontecimientos, y entonces tan justificado es el aumento como el tributo.

Así lo conoció España en el tiempo del rey don Juan I, tan bueno como infeliz, en las persecuciones, trabajos y guerras que le forzaron a cargar sobre sus fuerzas su reino y vasallos. Sintiolo tan extremadamente el bueno y clementísimo rey, que en demostración de paterno dolor se retiró a la soledad de un retrete, esquivando no sólo música y entretenimientos, sino conversación y luz, y vistiendo ropas de luto y desconsuelo. Lastimado el reino de tan penitente melancolía, para aliviarle de la pena que padecía por verlos gravados aun sin su culpa, le enviaron a pedir que se alegrase y oyese músicas, viese entretenimientos y vistiese ropas insumes (tal es la palabra antigua que le dijeron). El Rey dio por respuesta que no aliviaría su duelo hasta que Dios por su misericordia le pusiese en estado que pudiese aliviar a sus buenos vasallos de la opresión de tributos en que los tenían oprimidos sus calamidades y enemigos. No fue mejor el rey que el reino, ni más justificado ni más piadoso; ni se lee armonía política más leal y más bien correspondida: ejemplo, que si el rey y el reino que le oye o lee, no le da recíprocamente, se culpan el uno en tirano, el otro en desleal; considerando que nunca hay exceso, por mucho que sea lo que es menester, y que   —136→   no se puede llamar grave aquel peso que no se excusa; y que lo que por esta razón no sienten los vasallos, por ellos lo ha de sentir el rey.

Toda esta materia, tan difícil de digerir y tan mal acondicionada, se declara con el texto de este capítulo: «Llegaron los que cobraban el didracma a Pedro (Didracma es medio siclo: el siclo era de cuatro dracmas, lo mismo que tetradracma. Esta moneda, que llamaban medio siclo, algunos la llaman siclo común y siclo de los maestros, a diferencia de otro que llamaban siclo de la ley y del santuario. Ahora se entiende en vulgar que éstos que cobraban el didracma, cobraban medio siclo), y dijéronle: Vuestro Maestro ¿no paga el didracma?». Siempre que éstos preguntaban algo a Cristo, le tentaban. Lo propio hicieron con San Pedro; pues no dicen: «Dile a tu Maestro que pague el didracma»; sino «Tu Maestro ¿no paga el medio siclo?». Respondió San Pedro: . Reparo en la razón que movería a San Pedro a responder en cosa tan grave, sin consultar a Cristo, que sí pagaba el didracma. Fue San Pedro sumamente celoso de la reputación de su señor y Maestro Cristo; y como la pregunta fue de paga respondió que sí, persuadido de que quien venía a pagar lo que no debía, y sólo por todos pagaría el tributo, no excusaría el pagar éste. Entró donde estaba Cristo, que le previno, como quien sabía lo que había pasado, y preguntole: «Los reyes de la tierra ¿de quién reciben tributo o censo, de sus hijos o de los ajenos?». Pregunta como de tal legislador. Respondió Simón Pedro: «De los ajenos.» Hablan San Pedro y Cristo de los tributos o de los censos que cobran los reyes de la tierra; y dice San Pedro que no los cobran de sus hijos, sino de los ajenos.

Y porque los innumerables jurisprudentes no interpreten estos hijos ajenos y propios, y los hagan todos ajenos, confirmando las palabras de San Pedro, sacó Cristo esta soberana conclusión en forma: «¿Luego libres son los hijos?». Mal seguirá esta doctrina el monarca que de tal manera cobrare tributos o censos, que no se le conozcan hijos propios; y mal la obedecerá el vasallo que, aunque sea hijo propio, no los pagare a imitación de Cristo, que dijo por no escandalizar: «Ve al mar, echa el anzuelo, y aquel pescado que primero subiere cógele, y abriéndole la boca hallarás en ella un stater: tómale, y dale por mí y por ti.» El hijo propio del rey de la tierra, aunque por serlo sea libre, ha de pagar por no dar escándalo.

De grande peso son las cosas que se ofrecen en estas   —137→   palabras. Lo primero, que cuando manda buscar caudal para el tributo, manda a su ministro que le busque en el mar, no en pobre arroyuelo o fuentecilla. Lo segundo, que mandándole que le busque en la grandeza inmensa del mar, donde los pescados son innumerables, no le manda pescar con red, sino con anzuelo. No se ha de buscar con red, Señor, como llaman barredera, que despueble y acabe, sino con anzuelo. Lo tercero, que le mandó sacar el primer pescado que subiese, y que abriéndole la boca le sacase de ella la moneda llamada stater, y la diese por Cristo y por sí propio. Manda que le saquen lo que tiene y lo que no ha menester, porque al pescado no le era de provecho el dinero. ¡Oh Señor, cuán contrario sería de esta doctrina quien mandase sacar a los hombres lo que no tienen y lo que han menester, y que con red barredera pescasen los ministros los arroyuelos y fuentecillas y charcos de los pobres, y no, aun con anzuelo, en los poderosos océanos de tesoros! Stater era siclo entero: pídenle a Cristo medio; y no le debiendo, como declaró, por no escandalizar paga uno entero por sí y por Pedro. ¡Tanto se ha de excusar el escándalo en pedir lo superfluo como en negarlo!




ArribaAbajoCapítulo IX

Si los reyes han de pedir, a quién, cómo, para qué.- Si les dan, de quién han de recibir, qué y para qué.- Si les piden, quién los ha de pedir, qué y cuándo; qué han de negar; qué han de conceder. (Marc., 12; Luc., 21.)


Los vasallos se persuaden que el recibir les toca a ellos siempre, y al príncipe siempre el dar; siendo esto tan al revés, que a los vasallos toca el dar lo que están obligados y lo que el príncipe les pide; y al príncipe el recibir de los vasallos lo uno y lo otro.

Qué han de dar los pueblos, y para qué, y qué han de recibir de los reyes; qué han de recibir los reyes, y por qué, y qué han de dar, diré con distinción; y del ejemplo de Cristo nuestro Señor (cosa que autoriza y consuela), justificada obligación en que pone al monarca y a los súbditos. Y sabiendo cada uno cómo ha de ser, verá el señor cómo debe y puede ser padre; y los vasallos de la manera que sabrán ascender al grado de hijos. Pretendo curar dos enfermedades gravísimas y muy dificultosas, por estar sumamente bienquistas de los propios que las padecen. Son la miseria desconocida de   —138→   los unos, y la codicia hidrópica de los otros. Intento esta cura, fiado en que los medicamentos que aplico no sólo son saludables, sino la misma salud, por ser de obras y palabras de Cristo nuestro Señor que (siendo camino, verdad y vida), como camino, no puede errar la causa de donde la dolencia procede; como verdad, no puede aplicar un medicamento por otro; y como vida, no puede dar muerte, si recibimos su doctrina, ni dejar de dar salud a la enfermedad; y no sólo esto, sino resurrección a la muerte. Puede ser que algunos me empiecen a leer con temor, y que me acaben de leer con provecho. Precedan para disposición algunos advertimientos políticos.

Las quejas populares y mecánicas en cualquiera nueva imposición y asimismo al tiempo de pagar lo ya impuesto, son de gran ruido, mas de poco peso. Pierde el tiempo quien trata de convencer con razón la furia que se junta de innumerables y diferentes cabezas, que sólo se reducen a unidad en la locura. Débese ésta tratar como la niebla, que dándola lugar y tiempo, se desvanece y aclara. Yo no hablaré con estos vulgares sentimientos, porque es imposible con cada uno, y no es de utilidad con la confusión de todos juntos; empero hablaré para ellos. Es cierto que no se puede mantener la paz ni adquirir la quietud de las gentes, sin tribunales y ministros; ni asegurarse del odio o envidia de vecinos y enemigos, sin presidios y prontas prevenciones. Tampoco puede hacerse la guerra, ya sea ofensiva ya defensiva, sin municiones, bastimentos y soldados y oficiales, sin gasto igual y paga segura; y sin tributos ninguna de estas cosas se puede juntar ni mantener. Según esto (pues todos quieren paz y quietud y defensa y victoria para la propia seguridad) todos deben, no sólo pagar los tributos, sino ofrecerlos; no sólo ofrecerlos, mas, si la necesidad pública lo pide, aumentarlos. Y es al revés, que deseando la quietud y la seguridad todos, el tributo le rehúsa cada uno. Cuando se crece el que se pagaba, o se añade otro, se ha de advertir que la quietud que se tiene cuesta mucho menos que si se defiende; y la que se defiende de un enemigo, mucho menos que la que se defiende de muchos. Para aquélla basta lo que se da, para ésta apenas lo que se pide. Y por esto es más y mejor pagado el tributo o tributos que cuestan más, que los que cuestan menos. Allí se da lo que se debe; aquí se debe todo lo que se puede. Por donde en los vasallos viene a ser más justo dar lo que les hace falta, que lo que les sobra.

Esto en mi pluma se oirá con desabrimiento, y se leerá con ceño; empero se reverenciará oyendo las palabras   —139→   de Cristo, verdadero y clementísimo rey124: «Estaba Jesús sentado enfrente del arca que guarda el tesoro del templo, y miraba los que en ella echaban sus ofrendas, cómo la turba echaba la moneda, y muchos ricos mucho. Empero como viniese una viuda pobre, y echase una blanca, vio Jesús cómo aquella pobrecilla viuda ofrecía una blanca; y llamando a sí sus discípulos, los dijo: De verdad os digo que esta pobre viuda dio más que todos estos que han dado al tesoro del templo; porque todos dieron al tesoro de Dios de lo que les sobra; empero ésta de lo que la falta, y de lo que no tiene: dio todo lo que tenía, todo su sustento.»

De manera que no sólo fue digno de aprobación en Cristo el dar la pobre viuda de lo que la faltaba y no tenía, sino que convocó sus discípulos para darles aquella doctrina con aquel ejemplo, como a ministros a quien había de encomendar diferentes provincias y reinos que alumbrar en la luz del Evangelio. Dirán dos cosas los que piden sosiego y comodidad propia sin tributos: «que este lugar a la letra se entiende de lo que se da a Dios» y dicen bien. Mas no sé yo qué letra de él falta para que se entienda a la letra de lo que se pide para defensa de la ley de Dios, en qué consiste la salud de las almas. La otra, que este lugar citado trata de dádivas voluntarias a Dios, conforme a la voluntad de cada uno; y que por esto se aplica con poca similitud o ninguna al tributo que se impone, y a la dádiva o donativo que se pide. Respondo: que en éste a que obligan es más justificada la obediencia, por cuanto a la voluntad de asistir a la defensa de la fe y bien público se añade el mérito en obedecer a la necesidad por evitar el riesgo. Después de acallados estos achaques, aun quedan réplicas a la miseria desconocida. Confesarán quieren quietud y armas, si son necesarias para defenderla o adquirirla, y tributos; empero que si los tributos los quitan el sustento, y las propias armas la quietud, que es prometer lo que les quitan, y hacer con achaque del enemigo lo mismo que él pudiera hacer; y que más parece adelantarse con envidia de la crueldad en su ruina a los enemigos, que oponérseles. Esta malicia tercera   —140→   se convence con el proceder que en el cuerpo humano enfermo tienen la calentura y la sangría: ésta, evacuando la sangre, asegura la vida con lo que quita; aquélla la destruye, si la guarda. Queda debilitado, mas queda; tiene menos sangre, empero más esperanza de vida y disposición a convalecer; quita las fuerzas, no el ser, que puede restaurarlas. Doy que (como acontece) muera asistido de las purgas y de las sangrías; empero muere como hombre, asistido de la razón, de la ciencia y de los remedios. Si se deja a la enfermedad, es desesperado; conjúrase contra sí con la dolencia, muere enfermo y delincuente. No de otra suerte, en los tributos y el enemigo, se gobierna el cuerpo de la república: donde aquéllos hacen oficio de sangría o evacuación, que sacando lo que está en las venas y en las entrañas, dispone y remedia; y éste, de enfermedad, que sólo puede disminuirse creciendo aquéllos con la evacuación que dispone su resistencia y contraste. Quien niega el brazo al médico y la mano al tributo, ni quiere salud ni libertad. Y como el médico no es cruel si manda sacar mucha sangre en mucho peligro, no es tirano el príncipe que pide mucho en muchos riesgos y grandes.

Verdad es lo que os he dicho; mas porque no resbalen por ella ministros desbocados, que no saben parar ni reparar en lo justo, o consejeros que se deslizan por los arbitrios (que son de casta de hielo, cristal mentiroso, quietud fingida y engañosa firmeza, donde se pueden poner los pies, mas no tenerse), es forzoso fortalecer de justicia estas acciones, tan severa e indispensablemente, que los tributos los ponga la precisa necesidad que los pide; que la prudencia cristiana los reparta respectivamente con igualdad, y que los cobre enteros la propia causa que los ocasiona; porque poner los tributos para que los paguen los vasallos y los embolsen los que los cobran, o gastarlos en cosas para que no se pidieron, más tiene de engaño que de cobranza, y de invención que de imposición.

A esto miró el rey don Enrique III cuando, importunado de los que le aconsejaban que cargase de tributos a sus vasallos, dijo: Más miedo me dan las quejas de mis súbditos, que las cajas y los clarines y las voces de mis contrarios. Y porque no querría que conciencias vendibles se valiesen para sus robos del lugar que cité de la viuda (a quien alaba Cristo porque dio de lo que no tenía y de lo que la faltaba), quiero prevenir el ejemplo de la higuera, a quien pidió Cristo nuestro Señor fuera de sazón higos; porque los tales autorizarán con ésta, y dirán es lícito pedir a uno lo que no tiene; pues a la higuera, porque no dio a Cristo lo que no tenía y   —141→   la pidió cuando no lo podía tener, la maldijo, y se secó; y pretenderán que no sólo se le puede a uno pedir lo que no tiene, sino maldecirle y arruinarle porque no lo da; alegando que luego se secó la higuera y se le cayeron las hojas. Señor, esto sería propiamente lo que se dice andar por las ramas; y así lo hacen estos doctores, que a imitación de Adán quieren otra vez cubrir con hojas de higuera la vergüenza de su pecado. Téngase cuenta no sean hojas de esta higuera con las que se cubren los que aconsejan se pida a uno lo que no tiene, y que le castiguen porque no dio lo que no tenía.

Pues en este capítulo de lo que ha de pedir el rey se valen de este caso en que Cristo pidió a la higuera su fruta, es forzoso declararle, y quitarles con esto el rebozo de su malicia. Señor, Cristo pidió a la higuera el fruto que no tenía ni podía entonces tener: maldíjola, y secose. Viéronla a la vuelta los apóstoles seca; y apiadados de la higuera por constarles de su inocencia (llamémosla así), compadecidos de su castigo y deseosos de saber la causa que no alcanzaban, «preguntaron admirados: ¿Cómo se secó luego?». Esto se lee en San Mateo, cap. 21; San Marcos, cap. 11. «Y como a la mañana pasasen, vieron seca de raíz la higuera; y acordándose Pedro, dijo: Maestro, ves que se ha secado la higuera que maldijiste». Débese reparar que si Cristo pidió lo que no tenía, fue a un árbol, no a un hombre; y que siendo Cristo quien la pidió el fruto y el que la maldijo porque no le dio, el ver los apóstoles que no daba lo que no tenía, los obligó a admirarse de que la comprendiese la maldición y de que se hubiese secado, y a preguntar a Cristo por qué y la causa. De manera que aun en una higuera hizo admiración a San Pedro que fuese castigada porque no dio, pidiéndosele Cristo, el fruto que no tenía. Descabalado queda el texto para los que osaren valerse de su aplicación. Empero la respuesta del Hijo de Dios se le quitará totalmente de los ojos. «Díjoles Jesús: De verdad os digo, si tuviéredes fe y no dudáredes, no sólo haréis esto con la higuera, sino si a este monte dijéredes: Levántate y arrójate en la mar, lo hará». Señor, la higuera como higuera sentencia tenía en su favor para no secarse y que las hojas no se le cayesen, en el Psalm. 1125: «Y será como el árbol que está plantado junto a las corrientes de las aguas, que dará su fruto en su tiempo, y sus hojas no se caerán». Luego en favor de las hojas y verdor de esta higuera habla literalmente en semejanza del justo David, pues sólo estaba   —142→   obligada a dar su fruto en su tiempo; y cuando se lo pidió Cristo, no lo era. Los santos dicen que en esta higuera castigó Cristo la dureza e incredulidad de la sinagoga. Así San Cirilo Jerosolimitano, Cateches. 13; y pruébalo San Pedro Crisólogo, en el serm. 106, de la higuera que no llevaba fruto. Luc. 13. «Tenía uno en su viña plantada una higuera, y vino a buscar el fruto, y no le halló; y dijo al cultor de la viña: Ves que ha tres años que vengo a coger fruto de esta higuera, y no le hallo: córtala: ¿para qué ocupa la tierra? Mas él respondiéndole, dijo: Señor, déjala este año hasta que yo la cave al rededor y la estercole, y podrá ser lleve el fruto; si no, después la cortarás». Dice el santo Palabra de oro: Merito ergo a Domino sinagoga arbori fici comparatur. Con razón es comparada por el Señor la sinagoga a la higuera. Y más adelante: «La sinagoga es higuera; el poseedor del árbol, Cristo; la viña en que se dijo estaba plantado este árbol, el pueblo israelítico». Más adelante: «Vino Cristo, y en la sinagoga no halló fruto alguno, porque toda estaba asombrada con los engaños de la perfidia».

Previno a la sinagoga Cristo para el castigo con la semejanza de la higuera en esta parábola: diola tiempo, vino, llegó a la sinagoga en la higuera de que escribo, pidiola fruto, no le tenía, maldíjola, y secose. Es tan malo ser símbolo de los malos, que participan de los castigos los que no lo son. ¿Por qué entre los demás árboles fue escogida la higuera para este ejemplo y castigo? Quiera Dios que lo acierte a decir. Pecó Adán, y luego tuvo vergüenza de verse desnudo; vistiose y cubriose con hojas de higuera. Árbol que cubrió al primer malhechor con sus hojas, desnúdese de ellas, cáigansele, y séquese. Cuando Cristo, que viene a satisfacer por Adán, la pide fruto, y no le tiene, sea símbolo de la sinagoga. Muchos dicen fue su fruta en la que pecó; que se comprende como las demás en el nombre de pomo. Siguiendo esta opinión, todo este árbol está culpado, y con indicios manifiestos. Dar con que pequen, y ocasionar el pecado, y cubrir al pecador y vestirle, pena de cómplice merece: ésa la dio Cristo, maldiciéndola como a la tierra, como a la serpiente. Aquellos castigos ejecutó Dios luego que pecó Adán: el de la higuera difirió hasta que vino Cristo a morir en otro madero; porque al secarse el de la higuera que lo ocasionó, sucediese el florecer el seco de la cruz que llevaba por fruto su cuerpo sacrosanto.

Resta la mayor dificultad. ¿A qué propósito, preguntando los apóstoles por qué se había secado la higuera a quien había pedido Cristo la fruta que no tenía, respondió   —143→   Cristo: «Dígoos de verdad que si tenéis fe y no dudáis, no sólo con la higuera haréis esto, sino que si a este monte decís: levántate y arrójate en el mar, lo hará»? El pecado y la dureza de la sinagoga era no tener fe ni admitirla. Ese fruto la pedía Cristo: maldícela, sécase, y dice: «Tened fea, escarmentando en la sinagoga, que es tan poderosa que no sólo secará luego a la higuera, sino que si mandáis a este monte que se eche en el mar, luego se levantará con su peso y se arrojará en él. De manera que fue la culpa de la higuera ser antes que otro árbol símbolo de los malos y pecadores; y esto porque nadie mejor pudo representar el pecado, que aquélla que le ocasionó y le dio vestido. Sacado hemos de las manos este ejemplo a los que para que se pueda pedir a uno lo que no tiene y castigarle porque no lo dio, a imitación de Adán, se visten de las hojas que a esta higuera seca se le cayeron, como él de las que tomó.

Es forzoso buscar ejemplo en que Cristo pidiese, ya que éste se ha declarado. Tenémosle como hemos menester en el suceso de la Samaritana, donde Cristo cansado del camino la pidió agua, de que necesitaba. Oigamos el texto sagrado con diferente consideración de la que le he aplicado en su capítulo126: «Jesús, fatigado del camino, así estaba sentado sobre la fuente. Vino una mujer a Samaria a sacar agua. Jesús la dijo: Dame de beber (sus discípulos habían ido a la ciudad a comprar de comer). Díjole aquella mujer samaritana: ¿Cómo tú, siendo judío, me pides te dé de beber, siendo yo mujer samaritana?; porque no tienen correspondencia los judíos con los samaritanos. Respondiola Jesús, y díjola: Si tuvieras noticia de la dádiva de Dios, y quién es el que a ti te dice: Dame de beber, pudiera ser que tú le hubieras pedido a él, y él te hubiera dado agua de vida. Díjole la mujer: Señor, ni tienes con qué sacarla, y el pozo es hondo».

No se lee en este caso que Cristo nuestro Señor, que pidió de beber, bebiese. Y considerando que para decir a esta mujer que trajese su marido, y descubrirla su pecado para remediarla, lo podía hacer sin estas circunstancias,   —144→   me persuado que pidió de beber para dar este ejemplo a los príncipes en lo que han de pedir tan individual como se verá; y que le hizo disposición al remedio de esta mujer.

Señor, Cristo cansado del camino pidió agua; pidió con necesidad: esto es lo primero que se ha de hacer. Lo segundo, pidió agua sentado sobre la fuente, que es pedir lo que hay, y donde lo hay sobrado. Lo tercero, pidió agua a quien venía a sacar agua, a quien traía con qué dar y sacar lo que se le pidiese. ¡Qué sumamente justificada demanda! Es tal, Señor, que quien la imitare dará a quien pide; y quien no la imitare, pedirá peor que el diablo: que él pidió que le hiciese de las piedras pan a quien podía hacerlo, que era el Hijo de Dios; y él pide lo propio a quien no puede. Y como en Cristo Jesús se lee el ejemplo para los reyes, en la mujer de Samaria se lee el de los vasallos que rehúsan dar lo que con necesidad les piden los príncipes. Responde que cómo, siendo judío y ella samaritana, la pide de beber. Y alega fueros de diferentes naciones, y que no tienen comercio los judíos con los samaritanos. Esto, Señor, para no pagar tributos, ni contribuir a la necesidad pública y necesaria, cada día se ve. Muchas provincias me ahorran la verificación, cuando la causa de negarlo es decir: «Somos diferentes de los que contribuyen». No se enojó Cristo porque le negó lo que la pedía con la necesidad que ella vio, y al brocal del pozo; sólo la dijo «que si conociera la dádiva de Dios y a quien la pedía de beber, ella la pidiera a él, y la diera agua de vida». De manera que pidió para dar, y así se ha de pedir. Pidió Cristo agua material para dar agua de vida. Pida el príncipe tributos para dar paz, sosiego, defensa y disposición en que los vasallos puedan con aumento multiplicar lo que dieron, y aventajarlo en precio; porque pedir sin dar estas cosas, es despojar, que se llama pedir. El ejemplo enseña que es tan interesado el pueblo, que aun por no dar lo poco que se le pide, él mucho dificulta lo mismo que se le ofrece. Por eso dijo la mujer samaritana «que ni él tenía con qué sacar el agua, y que el pozo estaba hondo». Diola Cristo, reduciéndola, el don de Dios que no conocía; y dando a la que pedía, hizo que le confesase profeta y que se acordase del Mesías, y que dijese tales palabras127: «Sé que viene el Mesías, que se dice Cristo»; palabras que merecieron la dijese128: «Yo soy, que soy, que hablo contigo». No tuvo por indignidad justificar su persona para lo que pedía a   —145→   su criatura, y le negaba. Y fue real paciencia y de Dios Hombre satisfacer a sus réplicas desconocidas. Considero yo la propiedad con que en la mujer y en la codicia de la mujer se representa la levedad, la inconstancia y la codicia del pueblo. Dos veces tuvo Cristo sed: en este pozo, y estando en la cruz. Aquí no dijo que tenía sed, y pidió de beber: en la cruz no se lee que pidiese de beber, sólo dijo que tenía sed. Donde pidió de beber, se le negó la bebida; donde no la pidió, se la dieron. Creo (es reparo mío; no por eso dejará de ser a propósito y necesaria su consideración) tal sucede a los reyes, que les niegan agua si la piden y sin pedirla les dan hiel. Previénelos Cristo Jesús, con su ejemplo y con sus obras y con sus palabras, a que satisfagan a la duda de quien les niega el agua o tributo que piden; y a que la hiel que les dan sin pedirla, la prueben, más no la beban. Señor, reinar sin probar hiel y amargura, no es posible.

Pasemos a lo segundo que se pregunta: «Si les dan, ¿qué han de recibir, y de quién?». Han de recibir todo lo que se debe a la grandeza y decoro de su persona, y a las obligaciones del oficio de rey. Han de recibir oro, tesoros. Así lo hizo Cristo, que recibió los tesoros que le trajeron los reyes que le vinieron a adorar, en que enseñó a recibir; empero como Rey de reyes, de príncipes, de poderosos. Y estos tesoros que recibió Cristo, se los encaminó una estrella. Ha de ser, Señor, luz del cielo la que encamine tesoros al rey; no lumbre que haya abrasado a quien los tenía, primero que traídolos, o quemado la provincia para sacarlos. Éste, Señor, es ministro cometa, no estrella: promete más ruinas que aumentos.

Ha de recibir el magnífico y real tratamiento que se hiciere a su persona. Así lo enseñó Cristo Jesús con la Magdalena, admitiendo la untura de aquel precioso licor en sus pies. Quien esto murmurare es Judas y ladrón, aunque, como Judas, se arreboce con los pobres; quien esto contradijo decía quería vender el ungüento para dar a los pobres; y lo que quiso fue vender a su señor. Ya esto tiene su capítulo en esta obra.

Ha de recibir el aplauso, y aclamaciones y triunfos reales. Cristo lo enseñó en la entrada en Jerusalén, que se dice la fiesta de los Ramos, donde le bendijeron y aclamaron por el que venía en el nombre del Señor. Mas ha de advertir el príncipe que son demostraciones del pueblo: que el domingo echaron sus vestiduras para que las pisase, y el viernes echaron suertes sobre la suya; que el domingo con fiesta le dieron los ramos, para darle el viernes desnudo el tronco. No ha de recibir alabanzas de los mañosos e hipócritas. Cristo Jesús al   —146→   que entró diciendo: «Maestro bueno», le dijo: «¿Por qué me llamas Maestro bueno?». Y díjoselo porque le llamaba así, siendo él malo, y no queriendo ser bueno. Señor, este género de alabanzas en los oídos de los príncipes de la tierra son peste que les pronuncian con las palabras estos lisonjeros; son ensalmo de veneno; no dejan que el príncipe sea señor de sus sentidos y potencias; no sabe sino lo que ellos quieren, y sólo eso se ve, cree y entiende. De manera que la voluntad del lisonjero le sirve de ojos, de orejas, de lengua y de entendimiento. Y pues Cristo, en quien ningún efecto de estos podía hacer la adulación, la desechó, no es menester decirlo a los que están sujetos a padecer todos estos encantos y enajenaciones (pudiera llamarlos robos de su alma).

Tampoco ha de recibir unas caricias que parecen amarteladas, que se encaminan a divertirle de su oficio, cuya locución es tal: «No es esto para vuestra majestad». Así dijo San Pedro a Cristo, tratando de que había de morir, que era a lo que vino: Absit a te Domine. Como si dijera: «No es el morir para ti». Otra letra: Esto tibi clemens. «Sé piadoso para ti mismo». ¿A quién no parecerá requiebro de amante esto? Y tal era San Pedro para Cristo; empero con todo le respondió Vade retro post me Sathana; scandalum es mihi. «Vete lejos de mí, Satanás, porque me eres escándalo». Quien olvidare esto, o no se acordare de imitarlo, no sabrá el nombre que ha de llamar, ni dónde ha de enviar, ni el escándalo que le da el ministro, que le dice: «Tenga vuestra majestad piedad de sí. Sea para sí piadoso, no trabaje tanto en despachos, no padezca tan prolijas audiencias, no se aflija con los sucesos desdichados, no se inquiete por remediarlos. Apártese esto de vuestra majestad, y todo lo que no fuere ocio y entretenimiento». Pues, Señor, a éste (llámese como quisiere) los reyes, en oyéndole estas palabras, «Satanás» le han de llamar y mandarle ir lejos; y no se ha de recibir caricia que da escándalo, que ni se ha de dar ni recibir, si es posible. El buen monarca mejor merece reverencia y amor por lo que padece por los suyos, que por lo que puede en ellos. El que hace lo que debe y lo que le es lícito, hace lo que todos desean: quien lo que se le antoja, lo que desea él sólo.

El tercer punto es: «si piden a los reyes, a quién han de dar, y qué; y a quién han de negar, y por qué». Los malos y detestables tiranos siempre fueron pródigos y perdidos, creyendo que con el afeite de las dádivas grandes cubrían la fealdad de sus costumbres; y quedando ellos pobres, a nadie hicieron rico. Tácito dice que hallaron   —147→   más pobres a aquéllos a quien dio Nerón mucho, que a los que se lo quitó todo. Añado que es tan perniciosa la prodigalidad de los tiranos, que empobrece su dádiva y no su robo. Lo que dan es premio de maldades: lo que quitan, envidia y venganza de virtudes; y así quedan éstos con derecho a la restitución, y aquéllos al castigo. Si no se mira a quién se da, más se pierde dando que perdiendo: piérdese la cosa sola que se pierde; y si no se sabe dar, se pierde lo que se dio y el hombre a quien se dio: daño muy considerable. Por esto dice el Espíritu Santo129: «Si hicieres bien, sabe a quién le haces; y tendrán mucha gracia tus bienes». Lo contrario dice el refrán castellano: «Haz bien, y no mires a quién». No se puede negar que estas palabras aconsejan ceguedad, pues dicen que no mire. Esto quieren los que, si cuando piden los mirasen, saldrían, cuando mejor despachados, despedidos. Mírese a quién se da, y muchas veces se quitará al que pide; que si no se mira, eso es dar a ciegas.

Hay tiranos de dos maneras: unos pródigos de la hacienda suya y de la república, por tomarse para sí no sólo el poder que les toca, sino el de las leyes divinas y humanas. Otros son miserables en dar caudal y dineros; y son pródigos en dar de sí y de su oficio; y pasan a consentir que les tomen y quiten su propia dignidad, por no perder un instante de ocio y entretenimiento. De aquéllos y de éstos hubo muchos en el mundo, cuyas vidas aun no consintió la idolatría; cuyas muertes quedaron padrones de la infamia de aquellos tiempos. La ley evangélica ha librado a las repúblicas de estos monstruos, que son castigo de los reinos e imperios donde no la reciben para salud y vida, o donde la han dejado, y la tuvieron los que son propiamente renegados de Dios. Cristo nuestro Señor no sólo dio a todos los que le pidieron, sino dijo: «Pedid, y recibiréis». Dio ojos, oídos, pies, manos, salud, libertad: esto a los vivos; y a los muertos vida. Dio sustento a los que necesitaban de él donde no le podían hallar. Mas es de advertir que todo esto da a los que faltaba todo esto: al ciego ojos, al sordo oídos, al tullido pies, manos al manco, al enfermo salud, al endemoniado cautivo del demonio libertad, a los muertos vida. Así se ha de dar, Señor: éste es el oficio del rey, dar a los suyos lo que les falta; no darles lo mismo que tienen, para que les sobre más ojos al que ve, más oídos al que oye, y así en lo demás. Esto se hace cuando el príncipe da sus ojos y sus oídos a otro para que vea y oiga por él, que es añadirle oídos   —148→   y ojos (cosas que tiene) cuando le da sus pies y sus manos para que obre en su lugar, que es ocasionar que digan: «Es sus pies y sus manos». Nota que el común modo de hablar les pone no sin grave acusación.

Ha de dar el rey premio y castigo: mejor diré, que ha de pagar el premio y ejecutar el castigo, porque son dos cosas en que el rey no ha de tener arbitrio, ni otra voluntad que las balanzas de la justicia en fil. Es gravísimo pecado el que llaman los teólogos acceptio personarum, «aceptación de personas». Éste destierra toda justicia. Dar al delito que sólo merece destierro la horca, y al que merece ésta destierro, no es mayor maldad que dar el magistrado y la dignidad al que no la merece, dando al que la merece el olvido que se debía a aquél.

Ha de dar bienes temporales a los méritos y servicios que le obligan; mas ha de ser en aquella medida que lo que da no le obligue a pedir, ni a quitar a unos para dar a otros. No lo ha de dar todo a uno; que de este género de dádiva sólo del diablo hay texto detestable en la tentación. No sólo no ha de dar sus dos lados a uno, empero ni a dos, aunque sean parientes, y como hermanos, y su querido el uno. Cristo nuestro Señor fue el ejemplo, cuando la madre de Juan y Jacobo pidió las dos sillas de la diestra y de la siniestra en su reino para sus dos hijos (de esto traté en dos capítulos). La decisión fue: «No sabéis lo que pedís». Y se sigue que lo es para quien lo concediere: «No sabéis lo que dais».

Hay otro peligro casi inevitable para los príncipes, enmascarado de virtud y desinterés, tan al vivo fingido, que hay pocos que le conozcan por quien es, y que no le admitan por lo que miente. Esto es, hombres que ni piden ni reciben nada, porque aspiran a tomarlo todo. Judas fue el inventor de esta carátula. Quien le vio ni pedir sillas, ni lado, ni primero lugar, ni licencia para hacer bajar fuego del cielo sobre los que no hospedaban a Cristo, ni pedir para sí otro cargo del que tenía, que de él no se lee hurto que hiciese; que sola una vez que habló fue para que vendiéndose el ungüento se diese a los pobres por arbitrio, conocerá que la máscara de los tales son arbitrios de socorrer necesidades. Y quien considerare que éste vendió luego a Cristo, y se le echó en la bolsa, conocerá que los que se disfrazan con esta máscara no piden ni reciben, porque pretenden tomarlo todo, y echarse a su señor en la faldriquera. Éstos mientras viven traen la soga arrastrando, y para morir la soga los arrastra a ellos.

No ha de dar el rey los premios y las grandes mercedes medidas por el número de los años y tiempo que le   —149→   han servido; sino por calidad y peso de los servicios, por las circunstancias del lugar y de la ocasión. Dimas, ladrón toda su vida, condenado por ladrón a muerte, y con otro escogido para con sus lados infamar a Cristo puesto en medio de sus dos cruces, en breve rato mereció el reino de Dios y ser aquel día con el Hijo de Dios en el paraíso, porque apreció el verdadero Rey, el conocerle por Dios donde aun de hombre estaba desfigurado, donde el mismo que le conocía era quien más le ayudaba a desconocer, donde no sólo no estaba como Dios, sino aun como hombre delincuente y malo. Conociose Dimas a sí, conoció a su compañero, y reprendiole; conoció a Cristo, y confesole por Dios. Y aquel Señor, que es suma piedad y suma justicia, le dio su gracia, y su reino y su compañía a la calidad del servicio y al mérito de las circunstancias, sin mirar a la brevedad de un breve rato.

Esto, Señor, importa mucho que imiten los reyes para dar y saber dar (materia de suma importancia que se discurrió en la parte primera de esta Política, cap. 14, y aquí se consumó su discurso), y premiar antes y más el valor de los servicios que el número de los días y de los años; porque en lo moral y político se ha de contar antes lo que se vive bien, que mucho. Esto a cargo está de la vejez y de la muerte; eso otro ha de ser cuidado de la justicia remunerativa. No pidió Dimas merced por lo que había servido, sino sirvió para merecerla. Esto advierte que cuando a los príncipes de la tierra quien les ha servido en un cargo, por aquella razón pide le hagan merced, se advierta que si pidió por merced el primero cargo que alega, no es otra cosa sino pedir le hagan merced porque se la hicieron, y hacerse acreedor de lo que debe, y deudor suyo al príncipe que es su acreedor.




ArribaAbajoCapítulo X

Con el rey ha de nacer la paz; ésta ha de ser su primer bando. Con quién habla la paz; por qué se publica por los ángeles a pastores. Que nace obedeciendo quien nace a ser obedecido. (Luc., 2.)


Exiit edictum, etc. «Publicose edicto de César Augusto para que se numerase el orbe universo, por lo cual subió José, de Galilea de la ciudad de Nazareth, en Judea, a la ciudad de David que se llama Bethlehem, porque era de la casa y familia de David, para registrarse con María su mujer (con quien estaba desposado), preñada. Sucedió que estando allí se cumplieron los días   —150→   del parto, y parió su hijo primogénito. Y los pastores estaban velando en aquella región, y guardaban las vigilias de la noche sobre sus rebaños. Y veis que el ángel del Señor estuvo junto a ellos, y la claridad de Dios resplandeció en su contorno. Y luego se juntó con el ángel multitud de milicia celestial alabando a Dios, y diciendo: «Gloria a Dios en las alturas, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad».

Es tan noble y tan ilustre la paz, que tiene por solar el cielo. Que desciende de él, se ve en los ángeles que bajaron del cielo a publicarla en la tierra a los hombres. Éstos en paz imitan vida de ángeles; la tierra pacífica, estado de bienaventuranza. Tan apetecible es la paz, que siendo tan detestable la guerra, se debe hacer por adquirir paz en la religión, y en la conciencia, y en la libertad justificada de la patria. Hay paz del mundo, y paz de Dios; por eso dijo Cristo: «Yo os doy mi paz, no la que da el mundo». En el mundo se usa mucha paz de Judas, enmascarada con el beso de su boca. Las señas de ésta son que se padece y no se goza; que se ofrece y no se da. Nadie presuma que no se le atreverá esta mala paz cara a cara, pues cara a cara se atrevió a Cristo, rey de gloria.

Señor, el ministro que aconseja que para conservar en paz los vasallos, los despojen, los desuellen y los consuman, ése Judas es, y la suya paz de Judas: con la boca más chupa sanguijuela, que besa reverente. Destruir los pueblos con achaque de que los enemigos los quieren destruir, es adelantar los enemigos, no contrastarlos ni prevenirlos. Es no dejarlos qué hacer ni qué deshacer. Hubo paz universal en el mundo cuando nació Cristo, porque nacía la paz universal del mundo. Publicose por edicto de César Augusto, que el orbe todo se numerase. Nació Jesús en esta obediencia, y fue obediente hasta la muerte, desde el vientre de su Madre, antes de nacer, y naciendo. En la obediencia está la paz de todas las cosas: a Dios primero, a la razón y a la justicia. No hay guerra sin la inobediencia a una de estas tres cosas, a que persuaden otras tres, impiedad y pecado, apetito, soberbia ambiciosa. Nace obedeciendo quien sólo debe ser obedecido, ¿y no obedecerá quien sólo nació para obedecer? Toda la vida de Cristo fue paz. Nace, y luego la publican los ángeles; enseña y encarga la paz a sus discípulos, y envíala con ellos a todos. Va a morir; y al despedirse, repetidamente les da su paz y les deja su paz. Sólo el que se atrevió a arrimar su boca a su cara, el que le acarició con el beso, el que tenía a cargo la bolsa de su apostolado, despreciando la paz de Cristo, dio a Cristo la de Judas.

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Dice el texto sagrado, que los ángeles que publicaron la paz a los hombres, se aparecieron a los pastores que velaban guardando las vigilias de la noche. Señor, mérito y disposición fue en los pastores el hacer bien su oficio, el no dormir por defender sus ovejas, y el velar porque los lobos, que velan por hacer guerra a sus ganados, no se la hiciesen. Por esto se les aparecieron los ángeles, y los anunciaron la paz. El sueño es puerta abierta a la guerra y a la cizaña; el desvelo a la paz y seguridad.

Nace Cristo rey; mas nace a ser rey pastor, y a enseñar a los reyes que su oficio es de pastores. San Juan le llamó «Cordero de Dios», y le señaló y dio a conocer por Cordero; mas el mismo Cristo, pastor se llamó, y dijo era pastor: Ego sum pastor bonus: Yo soy buen pastor. No puede haber mejor disposición para ser pastor de corderos, que ser cordero y pastor. Uno y otro quiere que sean los reyes, porque sabrán, siéndolo, gobernar y guardar los que lo son. No sólo no es poco nombre el de pastor para el rey, más sacrosanto por el ejemplo de Cristo; sino es el solo nombre de toda la obligación de su oficio. Esto aun la más anciana gentilidad lo conoció; el más sublime espíritu de la idolatría, que fue Homero, lo enseña130: «Mas a Agamenón Atrides, pastor de los pueblos, no ocupaba el dulce sueño».

Señor, según Cristo nuestro Señor, el buen pastor ha de conocer a sus ovejas, y ellas le han de conocer a él. De otra manera ni sabrá las que tiene, ni las que le faltan, ni el pasto y regalo o la cura que han menester. El pastor ha de tener perros que guarden el ganado; mas él ha de velar sobre el ganado y los perros; que si deja al solo albedrío de los mastines los rebaños, como son guarda no menos armada de dientes que los lobos, ni de más bien inclinada hambre, ellos guardarán de los lobos; mas, como lobos, para sí. Señor, el descuido del pastor hace lobos de los perros, si su oreja no atiende a los ladridos, y sus ojos al balido de las ovejas. Oso afirmar que el pastor que duerme y no vela sobre su ganado, ni guarda las vigilias de la noche, él propio es lobo de sus hatos. Si no habría hombre tan perdido que averiguando que el pastor de sus ovejas, por consumir la noche y el día en sueño y juegos, renunciaba su oficio en sus perros, no le quitase su hacienda, ¿cómo se presumirá que Cristo nuestro Señor (suma sabiduría, y que como buen pastor ama sus ovejas más que   —152→   todos) no quitará el cuidado de ellas al pastor que no supiere de su ganado sino lo que preguntare a los perros, a quien él lo encomendó; que para ser peores que lobos, sólo faltaba a su hambre y sus dientes, su descuido? De un rey que Dios eligió a su corazón y llamó varón suyo, se leen estas palabras en el Psalm. 77131:

«Eligió a David su siervo, y sacole de los rebaños de las ovejas; escogiole cuando seguía a las que estaban preñadas, para que apacentara a Jacob su siervo, y a Israel su heredad. Y apacentolos en la inocencia de su corazón, y guiolos en los entendimientos de sus manos». La versión hebrea rigurosa vuelve: «Apacentolos por la integridad de su corazón, y encaminolos con la industria de su virtud». Y lo mismo, aunque con más palabras, en su paráfrasis el Campense.

Señor, espero será agradable a la piedad y desvelo real de vuestra majestad este lugar y las consideraciones con que le aplico. Misterio tiene decir que a David, rey y profeta, le sacó Dios de guardar ovejas. Legítimo noviciado para ser rey es ser pastor. Grande misterio enseña añadir: «Escogiole cuando seguía a las ovejas preñadas». Señor, el preñado de las ovejas es el aumento del ganado: por eso escogió Dios a David de pastor para rey, porque andaba tras el aumento de su ganado; y entonces mereció que le escogiese, cuando asistía al aumento. Ya nos ha dicho el salmo cómo era pastor, y cómo por saberlo ser mereció ser rey por la elección de Dios: veamos si siendo rey dejó de ser pastor. El mismo salmo dice que fue pastor siendo rey: «Escogiole de pastor para que apacentase a Jacob su siervo, y a Israel su heredad. Y apacentolos en la inocencia de su corazón y en los entendimientos de sus manos». Con la palabra apacentar con que habló del ganado, habla de Jacob y de Israel. Mas dice: «Los apacentó en la inocencia de su corazón y en los entendimientos de sus manos». Señor, apacentolos con la inocencia de su corazón, no con la malicia del ajeno. Y aquella palabra o frase tan extraordinaria: «Con los entendimientos de sus manos», el Espíritu Santo la dio a nuestra Vulgata. Hay reyes que rigen sus reinos con los entendimientos de las manos ajenas, o con sus manos gobernadas por los entendimientos de otras manos. Éstos no son pastores, sino ovejas de aquéllos que con sus entendimientos gobiernan sus manos. Éstos no son reyes, sino regidos de las manos, que dan sus entendimientos a aquéllos a quien   —153→   ellos dan mano. Sin salir de David, confiesan éstos su castigo, Eclesiástico, 49132: «Si no fueron David, y Ecequías, y Josías, todos cometieron pecado; porque dejaron los reyes de Judá la ley del Altísimo y despreciaron el temor de Dios: dieron su reino a otro y su gloria a gente extraña». Señor, todos los que no gobiernan con los entendimientos de sus manos, como hizo David, dan con sus manos sus reinos a otros; y éste es el pecado que acusa en los reyes el Eclesiástico.

Los reyes son vicarios de Dios en la tierra: con este nombre los llama Calímaco en el Himno a Jove, y Homero lo mismo. Luego si Cristo fue pastor, ellos que son sus vicarios deben ser pastores; y a su imitación, «buenos pastores». El mismo Homero, Odysea III, los llama Theotrephés, «instituidos por Dios», o (como Savorino lo declara) «discípulos de Dios»; porque en griego trophae es alimento del alma, como la leche de los niños, y la comida del cuerpo. Bien lo enseña Cristo, Rey de los reyes, que tiene a los reyes por discípulos; pues para enseñarlos a ser pastores, la primera lección de la paz y de las vigilias la dio a los pastores; y luego despachó una estrella por los reyes, para que le viniesen a adorar como a Dios y a oír como a maestro. Permitió que viniesen por camino que topasen con Herodes, rey lobo (Cristo le llamó raposa), rey que gobernaba no con los entendimientos de sus manos, sino con los de los pies de una ramera bailadora. Mas en viendo a Cristo aprendieron de él, como reyes discípulos de Dios, a volver por otro camino, a no entrar en el de Herodes. No conocerá el rey sus ovejas ni ellas le conocerán, si no las ven, si no le ven, si no las da sal, si no las apacienta, si no las encamina con sus manos. El pastor que ni ve, ni guía, ni toca a sus ovejas, sea pastor, sea rey pastor, de él se habla con el propio lenguaje que de los ídolos (Psalm., 134, vers. 16 y 17): «Boca tienen, y no hablarán; ojos tienen, y no verán; oídos tienen, y no oirán, porque no hay espíritu en su boca». Sígase, pues se sigue consecutivamente en el salmo, la maldición a los que hacen ídolos y a los que hacen estos ídolos, que siendo vivos, son más muertos: «Sean semejantes a ellos los que los hacen y todos los que confían en ellos»; pues no es menos infernal invención hacer ídolos los hombres, que hacer a los troncos y a las piedras ídolos.



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ArribaAbajoCapítulo XI

Cómo fue el precursor de Cristo, rey de gloria, antes de nacer y viviendo; cómo y por qué murió; cómo preparó sus caminos, y le sirvió y dio a conocer, y cómo han de ser a su imitación los que hacen este oficio con los reyes de la tierra. (Marc., 1.)


Ecce ego mitto, etc. «Ves que envío mi ángel delante de tu cara, que preparará tu camino delante de ti. Voz del que clama en el desierto: Aparejad los caminos al Señor, haced derechas sus sendas. Estuvo Juan en el desierto, bautizando y predicando bautismo de penitencia y perdón de los pecados».

Mucho debe de importar al rey el buen criado y ministro que le ha de servir y darle a conocer, preparar sus caminos y enderezar sus sendas; pues los dos evangelistas, San Marcos y San Lucas, empiezan la vida de Cristo nuestro Señor por la concepción de San Juan Bautista, en que resplandece tan misteriosa providencia del cielo; y San Juan (llamado el Evangelista) empieza su evangelio, y después de la soberana teología del Verbo, trata de este criado, diciendo: Fuit homo missus a Deo, cui nomen erat Joannes: «Fue un hombre enviado de Dios, cuyo nombre era Juan. Éste vino en testimonio, para dar testimonio de la luz, para que todos creyesen por él. No era él la luz».

Señor, hombre ha de ser el ministro del rey; por eso dijo Fuit homo: «fue un hombre»; mas ha de ser enviado de Dios; así lo dice el texto sagrado: Missus a Deo: «enviado de Dios», en que se excluye el introducido por maña, por malicia, por ambición, o por otros cualesquier medios humanos que violentan las voluntades de los príncipes. «Enviado de Dios», excluye escogido por el monarca de la tierra; porque su elección suelen ganarla con lisonjeros ardides los que llaman atentos, siendo encantadores, e interesar su política halagüeña.

Dice: «A dar testimonio de la luz». Esto le excluye de ciego, tenebroso, y anochecido, y enemigo del día y de la luz. Añade que ha de ser «para que crean todos por él»; mas no en él, sino en el Señor por él.

Dice «que él no era luz»: cláusula muy importante. Es muy necesario, Señor, escribiendo de tales ministros, referir lo que no son junto a lo que deben ser. Si el criado   —155→   es luz, será tinieblas el príncipe. No ha de ser tampoco tinieblas; que no podría dar testimonio de la luz. Del Bautista dice el Evangelista, «que no era luz»; y de Cristo, rey y señor: Erat lux vera, quae illuminat omnem hominem. «Era luz verdadera que alumbra a todo hombre». Esta diferencia es del Evangelio. Medio hay entre no ser luz y no ser tinieblas; que es ser luz participada, ser medio iluminado. De San Juan dice el Evangelio: «Él no era luz»; quiere decir la luz de las luces, la luz de quien se derivan las demás; que los ministros se llaman luz, y lo son participada del Señor. Cristo dijo a sus ministros y apóstoles: Vos estis lux mundi: «Vosotros sois luz del mundo». Ha de ser el ministro luz participada: no ha de tomar la que quiere, sino repartir la que le dan. Ha de ser medio iluminado, para que la majestad del príncipe se proporcione con la capacidad del vasallo. Visible es el campo y el palacio: potencia visiva hay en el ojo; empero si el medio no está iluminado, ni el sentido ve, ni los objetos son visibles: uno y otro se debe al medio dispuesto con claridad.

Ha de ser el buen ministro luz encendida; mas no se ha de poner ni sepultar debajo del celemín, para alumbrar sus tablas solas y sus tinieblas, sino sobre el candelero: disposición es evangélica. Ha de ser vela encendida, que a todos resplandece y sólo para sí arde; a sí se gasta y a los demás alumbra. Mas el ministro que para todos fuese fuego, y para sí solo luz que alumbrándose a sí consumiese a los otros, sería incendio, no ministro. El Bautista sirvió a su Señor de esta manera; enseñole y predicole: fue medio iluminado para que le viesen y siguiesen; alumbró a muchos y consumiose a sí. Al contrario, Herodes consumió los inocentes, y cerró su luz debajo de la medida de sus pecados, que fueron Herodias y su madre. Como cierran la llama, hallan el celemín que la pusieron encima, con más humo que claridad, y más sucio que resplandeciente. Ninguna prerrogativa ha de tener el ministro que la pueda atribuir a la naturaleza, ni a sus padres, ni a sí, sino a la providencia y grandeza del Señor, porque no le enferme la presunción. El Bautista fue hijo de esterilidad ultimada, para ser fertilidad y para hacer fecundos los corazones estériles. Fue voz, mas hijo del mudo. Pierde la voz Zacarías para engendrarla, para que no pueda atribuir a la naturaleza lo uno, ni a su padre lo otro. Es muy conveniente que el ministro, que ha de ser voz del señor, descienda de mudo, porque sabrá lo que ha de decir y lo que ha de callar. Así lo hizo San Juan en lo que había de decir, cuando dijo: «Veis el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo»: en lo que había de callar, cuando   —156→   preguntándole maliciosamente los judíos quién era, dijo «que no era profeta», siendo profeta y más que profeta; en lo que no había de callar, cuando a Herodes le dijo: «No te es lícito casar con la mujer de tu hermano». Tanto importa que el ministro diga lo que no se ha de callar, como decir lo que se debe, y callar lo que no se debe decir.

Fue el Bautista voz. Señor, eso ha de ser el ministro. La voz es formada, y dala el ser quien la forma. Es aire articulado, poco y delgado ser por sí sola. Mas ha de ser voz que clame en el desierto. De sí lo dijo San Juan: «Yo soy voz del que clama en el desierto». El ministro que con la multitud del séquito que puebla su poder, deja la majestad de su señor con desprecio de sus vasallos deshabitada, ése no es voz del que clama en el desierto, sino rumor que grita y roba en poblado; y su príncipe mudo, y su palacio yermo.

Pasemos a ver cómo vivió este ministro que envió Dios. Comía langostas. ¡Oh señor! Suplico a vuestra majestad atienda a la sustancia y salud de este alimento. Los ministros de los reyes no han de comer otra cosa sino langostas. Este animal consume las siembras, destruye los frutos de la tierra, introduce la hambre y esteriliza la abundancia de los campos; destruye los labradores, y remata los pobres. El alimento del ministro han de ser estas langostas: éstas ha de comer, no las cosechas, no los frutos de la tierra, no los labradores, no los pobres. Ha de comer, Señor, a los que se los comen y los arruinan; porque yo digo a vuestra majestad que el ministro que no come esta langosta, es langosta que consume los reinos.

Vestía pieles de camellos, no de vasallos. ¿Por qué de camellos, y no de lobos, osos o leones, que han sido vestidura y blasón de emperadores y varones heroicos? Atrévome a responder: porque estos animales son feroces, crueles y ladrones. No ha de vestir el ministro piel que le acuerde de uñas y garras, de crueldal y robos. Seda y paño y telas hay que rebozan estas pieles. Conviene que vista el ministro piel de camello (que no sólo le acuerde de servir trabajando, sino de trabajar con humildad y respeto, de rodillas), animal que se baja para que le carguen, que humilla su estatura para facilitar el trabajo de quien le carga con el suyo, que tiene desarmadas sus grandes fuerzas para ofender ni con las manos, ni con la cabeza, ni con los dientes. Esta piel no sólo es vestido, sino gala; no sólo gala, sino recuerdo, y consejo y medicina. Esta cubierta defiende como fieltro, abriga y honra al que la trae, y al reino.

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Dijo el Ángel «que en el día de su nacimiento se alegrarían todos». Esta promesa, como las demás, bien cumplida se ve en todas las naciones. ¿Quién no se alegra y hace fiestas al día en que nació ministro que come langostas, que viste pieles de camellos, que es voz del que clama en el desierto? Y por el contrario, ¿quién no maldice el día en que nació aquel ministro que a su rey hace voz en desierto, que es langosta en vez de comerlas, que viste pieles de vasallos, de león, de lobo y de oso? El santísimo Bautista tenía discípulos: enviolos a consultar a su Señor, y a preguntarle. El ministro ha de preguntar y consultar a su príncipe.

Lo que tocaba a Cristo era bautizar en el Espíritu Santo, y quitar los pecados del mundo, el apartar el grano de la paja, y quemar la paja. Dijo «que el que había de venir después de él era más fuerte que él, y que no merecía desatar la correa de su zapato». En ninguna cosa de las que pertenecían a la soberanía de Cristo, su Señor y nuestro, puso la mano, ni se introdujo en ella. Y enseñó no sólo a respetar al rey recién nacido, sino al rey antes de nacer. La niñez de los monarcas engaña el orgullo de los descaradamente ambiciosos, que, fiados en la menor edad, hacen y los hacen que hagan cosas de que cuando los asiste madura edad se avergüenzan, se arrepienten y se indignan.

Vino Cristo a San Juan para que le bautizase; y reconociendo el gran Bautista la majestad de su Señor, dice el texto sagrado133: «Mas Juan se lo prohibía, diciendo: ¿Yo debo ser bautizado de ti, y tú vienes a mí?». Las visitas del rey al criado las ha de extrañar el criado; no disponerlas y solicitarlas, ha de intentar prohibirlas. Este respeto era heredado de Santa Elisabet, su madre, y la respuesta fue la misma casi. Ella, cuando visitada en su preñado de la Virgen y madre de Cristo, la dijo134: «¿Por dónde merezco que venga a mí la madre de mi Señor?». Verdad es que cuando Santa Elisabet dijo estas palabras, San Juan no era nacido y habitaba en las entrañas de su madre; mas no se puede negar que en el vientre de su madre estaba atento, pues dice San Lucas135: «Ves que luego que oyeron mis oídos la voz de tu salutación, en mi vientre con el gozo se alegró la criatura.» A esta reverencia y respeto aun antes de nacer, han de estar atentos los criados con su señor, los ministros con su rey. Replicó San Juan a Cristo, cuando vino   —158→   a que le bautizase, y Cristo le respondió con grande amor y blandura136: «Obedece ahora, que así conviene que cumplamos toda justicia.» Movido del propio respeto y reverencia de criado, replicó San Pedro a la propia majestad divina cuando le quiso lavar los pies137: «¿Señor, tú me lavas los pies?». Respondió Cristo138: «Lo que yo hago no lo sabes ahora, mas sabraslo después.» Replicó San Pedro139: «No me lavarás los pies eternamente.» Puédese replicar al señor y al príncipe una vez; mas diciendo el señor al ministro que no entiende lo que hace, que después lo entenderá, ya ocasiona severa respuesta. Díjole Cristo140: «Si no te lavo, no tendrás parte conmigo.» Severísima fue esta amenaza. Bien conoció San Pedro su rigor, pues dijo141: «Señor, no sólo mis pies, sino mis manos y mi cabeza.» Todo lo enseña el Evangelio: a replicar el criado al señor una vez, y a responder al que replica dos con amenaza, y a librarse de ella, ofreciendo al rey que pide los pies, no sólo los pies, sino las manos y la cabeza. La fe de San Pedro era tan sublime y fervorosa, que le dictaba siempre determinadas y magníficas palabras, como fueron: « No me lavarás los pies eternamente. Y si conviniere que muera contigo, no te negaré.» Negó luego tres veces a Cristo, y escarmentó de manera, que preguntándole Cristo tres veces después de resucitado: Petre, amas me? «¿Pedro, ámasme?» -amándole con amor tan grande no osó decir que sí, y todas tres veces le respondió: Tu scis, Domine: «Tú lo sabes, Señor.»

Murió el gran Precursor y ministro escogido por no dejar de decir al rey Herodes lo que él no debía hacer. ¡Oh Señor, cuánto conviene más que muera el ministro por haber dicho al rey lo que no debe callar, que no que muera el rey porque le calla lo que le debía decir!

Sacra, católica, real majestad, dé Dios a vuestra majestad ministros imitadores del Bautista: que sean medios iluminados y voz del que clama en desierto; que vistan pieles de camello, y no de leones y lobos; que coman langostas, y no sean langostas que coman los pueblos; que contradigan las grandes mercedes antes que solicitarlas; que digan lo que no han de callar, y no callen lo que deben decir.



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ArribaAbajoCapítulo XII

Enséñase, en la anunciación del ángel a nuestra señora la Virgen María, cuáles deben ser las propuestas, de los reyes, y con cuál reverencia han de recibirse los mayores beneficios. Cómo es decente y santa la turbación y en qué no se ha de temer. (Luc., cap. 1.)


Missus est Angelus, etc. «Fue enviado de Dios el ángel Gabriel a la ciudad de Galilea cuyo nombre es Nazareth, a la Virgen desposada con el varón llamado José, de la casa de David; y era el nombre de la Virgen María. Y entrando el Ángel, díjola: Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo: bendita tú entre las mujeres. La cual, como lo oyese, se turbó en su razonamiento, y meditaba cuál fuese esta salutación. Y díjola el Ángel: No temas, María, porque hallaste gracia en Dios.»

Quiso el Padre eterno que su Hijo, antes de nacer y de encarnar, enseñase y diese doctrina a los reyes de la tierra. Este amor tan grande y tan prevenido, Señor, debemos los hombres acogerle en nuestros corazones con reverencia humilde, con reconocimiento agradecido, con ansiosa obediencia para su imitación.

Trajeron las semanas profetizadas el tiempo para ejecutar el alto e inefable decreto que para la redención del mundo había establecido aquella junta de tres Personas, en unidad de esencia, trinidad inefable, unidad trina en personas; y determinó el Padre eterno de enviar su Hijo a tomar carne humana, y el Espíritu Santo con su obra disponerlo. Y siendo ésta la más soberana, y para la siempre Virgen María la merced más suprema escogerla para Madre de Dios, envía aquel soberano Señor (a quien la pluralidad de tres personas no divide la unidad de monarca único de cielos y tierra) al ángel Gabriel a que anuncie su decreto a la preservada y escogida Virgen reina de los ángeles, para que dé su consentimiento y se efectúe tan soberana y misteriosa Encarnación. Y siendo tan excesivamente mayor el poder y majestad del Criador con su criatura, que del rey con el vasallo, aun para hacer a la Virgen María reina de los ángeles y su Madre, la merced más suprema que pudo hacerla, envió por su consentimiento.

¿Cómo dejarán los monarcas de la tierra de pedir el de los súbditos, que les dio el gran Dios con este ejemplo, no para hacerlos merced, sino para deshacerlos? Viene Dios a tomar de su criatura carne humana, para endiosarla, y que sea la que se la da Madre del mismo   —160→   Dios, y aguarda a que su criatura diga que se haga su voluntad; y los señores de la tierra ¿de sus pueblos tomarán a su pesar lo que han menester para vivir? Todo se debe a la justa y forzosa necesidad de la república y del príncipe; mas para que el servicio sea socorro y no despojo, no basta que el monarca pida lo que ha menester, sino que oiga del vasallo lo que puede dar. Tasan mal estas cosas los que aconsejan que se pidan, y luego las ejecutan; porque con tales ejecuciones socorren antes su ambición y codicia, que al reino ni al rey. Señor, de todos los caudales que componen la riqueza de los príncipes, sólo el de los vasallos es manantial, y perpetuo: quien los acaba, antes agota el caudal del señor, que le junta. El Espíritu Santo dice «que la riqueza del rey está en la multitud del pueblo». No es pueblo, muy poderoso Señor, el que yace en rematada pobreza: es carga, es peligro, es amenaza; porque la multitud hambrienta ni sabe temer, ni tiene qué; y aquél que los quita cuanto adquirieron de oro y plata y hacienda, los deja la voz para el grito, los ojos para el llanto, el puñal y las armas. Para tomar Dios de su criatura un vestido humano, que eso fue el cuerpo, envía un ángel que se lo pida y que aguarde su respuesta, que satisfaga a las dificultades que se le ofrecieren; como fue decir la Virgen: «¿Cómo se obrará esto?, porque no conozco varón»; y que la asegure turbada. El texto dice: «La cual, como lo oyese, se turbó.» No pueden los reyes enviar ángeles por ministros; mas pueden y deben enviar hombres que imiten al ángel en aguardar la respuesta, en quitar la turbación y el miedo: no hombres que imiten al demonio en no oír, en dar horror, y turbación y miedo. Si de lo mucho que se pidiese se da lo poco que se puede, es dádiva fecunda que luce y aprovecha. Y al vasallo le sucede lo que a la vid, que quitándole la poda lo superfluo, se fertiliza; y si la arrancan, lleva mucho más, mas la destruyen para siempre.

No sé qué se tiene de grande abundancia lo que se concede pedido; y bien sé cuánto tiene de estéril cuanto se toma negado. Si a intercesión de la gula hay meses vedados para que los cazadores no acaben la caza, matando los padres para las crías, haya meses vedados, cuando no años, a intercesión de la justicia y misericordia, para los cazadores de pobres, porque la cría de labradores no perezca.

Hemos considerado cómo se ha de pedir y proponer, y cuál ha de ser el ministro. Pasemos a examinar qué se ha de hacer con las propuestas de grandes mercedes.

Dijo el Ángel a nuestra Señora: «Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo: bendita tú entre las mujeres»:   —161→   palabras llenas de singulares y altísimas prerrogativas. Y dice el Evangelista: «La cual, como lo oyese, se turbó en su razonamiento.» Más seguro es, Señor, turbarse con la propuesta de grandes favores y mercedes, que tener orgullo en su confianza. A la Virgen María la saluda un ángel: llámala llena de gracia y bendita entre las mujeres, y se turba. A Eva la dice Satanás en la sierpe que coma y será como Dios; y se alegra, y confiada se ensoberbece. Ésta introduce con el pecado la muerte: la Virgen y Madre, concibiendo al que quitó los pecados del mundo, introdujo la vida y la muerte de la muerte. Díjola el ángel Gabriel: «No temas, María, porque hallaste gracia en Dios.» Señor, los que hallan gracia en otro hombre, los que con otro hombre pueden y tienen valimiento, teman: sólo pierda el miedo el que halla gracia en Dios y con Dios. Las ruinas tan frecuentes de los poderosos, en que tanta sangre y horror gastan las historias, se originan de que temen donde no habían de tener miedo, y no tienen miedo donde habían de temer. Doctrina es ésta de David, y por eso doctrina real y santa (Psalm., 52, v. 6), tratando de los necios que en su corazón dijeron: «No hay Dios.» Tal gente reprende en este salmo y verso142: «Allí temblaron de miedo, donde no había temor.» Y da la causa en el verso siguiente: «Porque Dios disipó los huesos de los que agradan a los hombres.» Literal está la sentencia, y en ella la amenaza. Tienen gracia con los hombres, y no temen. Por eso Dios disipará sus huesos, y porque temen donde no hay temor. Muchos tienen gracia con Dios, a quien hace mercedes y favores; y muchos la tienen, a quien da aflicciones y trabajos. Hay algunos, y no pocos, que en viéndose en poder de persecuciones desconfían de tener gracia con Dios; y por eso temen donde no hay temor. Éstos más quieren estar contentos con lo que Dios hace con ellos, que no que Dios esté contento de ellos por lo que con ellos se sirve de hacer. Quieren a Dios sólo en el regalo y en el halago, no en el examen y dolor meritorio. Son almas regalonas y acomodadas. No lo enseña así San Agustín, pues dice: «Quien alaba a Dios en los milagros de los beneficios, alábele en los asombros de las venganzas; porque amenaza y halaga. Si no halagara, no hubiera alguna advertencia; si no amenazara, no hubiera alguna corrección.»

Palabras son del Espíritu Santo: «El principio de la sabiduría es el temor del Señor.» Lo primero que se nos manda en el Decálogo es amar a Dios, y no se manda   —162→   que le temamos, porque no hay amor sin temor de ofender o perder lo que se ama; y este temor es enamorado y filial. Según esto, Señor, el hombre que tiene gracia con otro hombre, cuerdo es si teme. El que tiene gracia con Dios no tiene qué temer: ése sólo está seguro de miedos, y tiene en salvo los sucesos de sus buenas obras, sin que pueda variárselos la mudanza del monarca, por ser inmutable; ni la envidia de los enemigos, por ser la misma justicia, a quien no pueden engañar. Y el hombre, Señor, que tiene gracia con otro y no teme, éste le desprecia, y quiere antes ser temido de su señor, que temerle; y quien llega a temer al que hizo, él se confiesa por deshecho.