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Salvador Rueda y sus relaciones con el Naturalismo. (Con seis cartas inéditas del poeta)

Cristóbal Cuevas García

El movimiento naturalista, surgido en Francia hacia 1870 por obra de Zola, alcanza en España su máxima vigencia en la década de los 80. Ortega Munilla, Palacio Valdés, la Pardo Bazán, Oller, Leopoldo Alas, Picón, etc. publican sus obras fundamentales en esas fechas1. Sabido es, sin embargo, que en España se produce un Naturalismo mitigado -la presencia moderadora del Modernismo es importante al respecto-, lo que le configura con frecuencia como un Realismo con elementos naturalistas. De ahí que, mezclados en diversas proporciones con elementos de múltiple procedencia, sigan detectándose fermentos naturalistas en novelas de Felipe Trigo, Antonio de Hoyos, Emilio Carrere, Ramón Pérez de Ayala, etc.2 En cuanto a Salvador Rueda, algún crítico -ya veremos con qué fundamento- ha encontrado rasgos naturalistas en algunas de sus obras capitales. Así, D. Juan Valera veía en El gusano de luz (1889) y en el Himno a la carne (1891) «una preocupación naturalista» que afeaba a su juicio la belleza formal y el buen gusto de su verso y de su prosa. Es «el moscardón o avechucho del Naturalismo -añadía-, producto de la vaga lección de malos libros franceses», los cuales, desviando su pluma, sana de por sí, le han influido un «sensualismo sin grandeza», mezcla de materialismo, fisiologismo, afán de pintarlo todo, fatalismo, pesimismo y osadía, arrastrándole a «insanos extravíos y disparatadas disonancias». Ello se compensa, al menos parcialmente, con el perfeccionamiento de la técnica, la sabia pintura de costumbres y un permanente cuidado del estilo que caracterizan más bien lo que hoy entendemos por Modernismo3.

En ideas parecidas abundan otros críticos de la época, como J. M.ª Pereda, R. Torromé4, etc. Más recientemente, J. M.ª de Cossío ha visto en los sonetos del Himno a la carne y en la prosa de La Cópula (1906) «el ejemplar más exaltado» que la corriente naturalista ha producido en nuestras letras, lo que, unido a componentes más o menos afines al Modernismo, trazó una senda que luego han seguido escritores malagueños como Manuel Martínez Barrionuevo, Arturo Reyes, Salvador González Anaya y otros5. Por motivos parecidos, W. T. Pattison incluye a Rueda, refiriéndose expresamente a El gusano de luz, entre los «autores naturalistas menores» de nuestra literatura6.

La presencia de ese «elemento de disonancia» que entonces era el Naturalismo en la obra de Rueda a partir de sus treinta y dos años obedece, en opinión de ciertos críticos, a un deseo de borrar la imagen de superficial costumbrismo que sobre él habían arrojado libros de versos como Cuadros de Andalucía (1883) y Poema nacional (Costumbres populares) (1885), y colecciones de relatos como El patio andaluz (1886) y El cielo alegre (1887). Esas páginas, si bien complacían a Clarín7 y Valera por su risueño andalucismo, producían en el escritor una honda desazón, por temor a aparecer ante sus lectores como un simple escritor regionalista. Más lejos llegaba en esto D. Manuel de la Revilla, el cual veía en los atrevimientos naturalistas de escritores como Rueda un afán de notoriedad que les llevaba a adoptar posturas de enfant terrible8, lo que no deja de ser verdad, al menos en parte, en el caso de nuestro escritor, que se muestra encantado, en carta dirigida a Narciso Díaz de Escovar, del escándalo provocado por El gusano de luz. «Me está proporcionando la novela -escribe entusiasmado- un tan a todas luces inmerecido como ruidosísimo triunfo. Por lo pronto, hice mi agosto, y ocupo hoy todas estas conversaciones literarias. Más, sería gollería»9. No cabe duda, sin embargo, de que por encima de tales razones, la elección, por parte del escritor, de sus modelos hubo de obedecer, sobre todo, a personales convicciones estéticas. Estas, si bien le alejaban en lo esencial de la revolución de Zola, asemejándole en rasgos muy importantes al movimiento que por entonces, aunque independientemente, estaba creando Rubén, le llevaban a tomar del autor de Les Rougon-Macquart elementos aislados que, transformados luego y en cierto modo «desnaturalizados» por su propio temperamento, marcan inconfundiblemente páginas importantes de sus escritos.

Desde la aparición, en 1889, de El gusano de luz, la crítica más solvente creyó ver en sus páginas la huella de un cierto determinismo de ascendencia naturalista. «El determinismo lo domina todo -había dicho Zola-. Hay un determinismo absoluto para todos los fenómenos humanos»10. Comentando estas ideas, D.ª Emilia Pardo Bazán aclaraba que, en el pensamiento naturalista, la materia y sus energías se imponen a la voluntad humana, como la ley de la gravedad fuerza la caída de la piedra11. Por eso, la primera obligación del novelista moderno era descubrir «el mecanismo del corazón y de la inteligencia», haciendo así de la literatura un producto más científico que literario12. Y si ese determinismo puede derivar del ambiente -de ahí la importancia de la descripción13- y de la herencia, estos elementos han de ocupar un lugar privilegiado en la atención del novelista.

Aparentemente, Rueda sigue tales postulados cuando en su «carta íntima» a A. Martínez Olmedilla escribía: «Somos esclavos del plano en que vivimos. Él forma nuestra inclinación, modela nuestro temperamento, cuaja de un modo determinante nuestro carácter»14, con lo que parecía seguir fielmente el postulado zolesco de que había que escribir con «sentido de lo real», aceptando que la Naturaleza nos moldea a su capricho sin dejarnos posible escapatoria15. Pero matiza ese determinismo cuando, despojándolo de su sentido más trágico, lo define con los modernistas como la dulce violencia que emana de los «sutiles llamamientos de la vida»16. En El gusano de luz, por ejemplo, Concha desarrolla su cuerpo y sus ansias con la inexorable necesidad de lo vivo. «En la joven -observa Rueda- verificábase el mismo poético misterio que en la flor». Del mismo modo, Sebastián constata que las tendencias eróticas que le avasallan proceden de raíces fisiológicas17. Es verdad, pues, que en los libros de Rueda la pasión se presenta, al modo naturalista, como incontrastable, pero también, al gusto modernista, como sometimiento gozoso al placer de los sentidos. Al final, las leyes de la sangre se imponen, y muchos personajes aparecen como hipóstasis de fuerzas telúricas o biológicas. «Aquello -dice Rueda, hablando de Sebastián- no era ya hombre dueño de raciocinio; era una pasión, una fuerza»18; ese inextinguible fervor -«inteligencia de la sangre», le llama el novelista- sacude al enamorado como un vendaval, hasta sumirle en un estado de placentera locura que anonada su voluntad.

No podía escapar este rasgo a la perspicacia de Valera, que, olvidando la distinción de Zola entre determinismo y fatalidad -el hombre depende en su existencia de condicionantes físicos (determinismo), pero estos pueden modificarse (negación del fatalismo)19-, acusaba al malagueño de haber tomado de aquel el prejuicio de que «se da en el ser humano algo de fatal, de imperativo o determinante que lo arrastra con violencia invencible..., no habiendo esfuerzo posible de voluntad que rompiera con aquel fenómeno del amor»20. En la lucha entre impulso natural y razón, aquel prevalece siempre, pues por encima del razonamiento está la fuerza de lo biológico. Es este un punto esencial en la ideología poética de Salvador, que explica la conducta de Concha y Sebastián en El gusano de luz, de Rubí y David en La Cópula, y de Rosalía y Bernardo en La Reja. La pujanza de la pasión es tal que, cuando la rechaza la lógica, aflora en el mundo de los sueños, como afirma Rueda intuyendo la teoría psicoanalítica del subconsciente y su manifestación en lo onírico. La Naturaleza impone siempre sus leyes, y el individuo cumple, en el reducido microcosmo de su persona, el plan grandioso que contienen en cifra los genes del Universo21.

El hombre es para Rueda la manifestación suprema de la Materia vivificada por el espíritu, y proyectada por el Creador con vistas a un plan que abarca cuanto existe22. Por eso, al ser la Materia el punto de arranque de su cosmovisión, y los sentidos quienes reciben los estímulos de aquella para relacionarse y actuar, su poesía y su novela se basan en un auténtico «sensualismo metafísico». Este no puede considerarse ni fuente de libertinaje ni muestra de decadentismo moral -ni Naturalismo ni Modernismo-, sino filosofía largamente fundada en reflexión23. Ello explica que El gusano de luz se defina como «estudio de sensualismo», que Concha parezca «tener la inteligencia en los sentidos» -lo que es altísima alabanza-, que Rosalía tenga «la instintiva inteligencia de la materia», y que los labios de Rubí -«gruesos, redondos, que incitaban a chuparlos; labios de un carmín alarmante»- se vean como «una especie de doble grito del sensualismo»24. Este, sin embargo, pese a las observaciones de Valera, Pereda y Clarín, difiere por igual del naturalista y del modernista. Arranca, en efecto, de una convicción religiosa, basada en la fe en un Creador que ha proyectado meticulosamente su obra, confiando a la Materia en evolución la tarea de ensancharla hasta los límites por él establecidos. De ese modo, el esfuerzo de Rueda por dignificar la Materia -y sus órganos de comunicación, los sentidos-, le aparta del Naturalismo, mientras sus raíces religiosas le alejan a la vez del esteticismo modernista. Su «materialismo sensualista» se hace así casi espiritual, restaurando posturas rousseaunianas, en cuanto sus personajes, imbuidos de las ideas que acabamos de exponer, son prototipos de una humanidad sin culpa ni malicia, que repristiniza tendencias y conductas sanas en sí, y hasta sagradas, redimiéndolas de las connotaciones que les ha dado una sociedad viciada.

Rueda, pues, recurre a la idealización de los actos de la Materia, en cuanto tienen de anhelos biológicos y de placer de los sentidos, poetizándolos a base de belleza conceptual, fantasía y primores de estilo. Muchas veces les da incluso trascendencia; mediante su conversión en símbolos universales. Pero lo que busca sobre todo es alejarlos de toda connotación decadente o enfermiza, presentándolos simplemente como eslabones de lo natural. En este sentido, su obra adopta una actitud de «ataraxia», que le viene -según su propia confesión- de Daudet, Castelar, Clarín, Alarcón y Pereda. Estos, en efecto, iluminando con la nobleza de su alma temas envilecidos, han logrado ungirlos otra vez de pureza y juventud, llenando el espíritu de sus lectores de serenidad. Tal es el privilegio de quienes «se han desarrollado en la Naturaleza, o que a su manera tienen algo de sensualismo griego» -para Rueda, símbolo del gozo pagano de la vida, sin la interferencia de ascéticas basadas en la pretendida eficacia redentora del dolor-; «organismos privilegiados, placas de repercusión donde vibra y canta toda la vida»25. Así se logra trascender, en su opinión, el Naturalismo y el Modernismo, por un camino de genérica religiosidad de matices panteístas. Rueda nos sitúa, pues, ante el sacramento de la Materia como objeto y motor de la sensualidad -signo sensible de la sabiduría del Creador-26, lo que le permite hablar, sin sombra de cinismo, del «goce sublime y puro» de los dotados de «un sensualismo sin doblez», «sensualismo casi religioso», que hace de ellos «colosales niños de ojos mansos y llenos de nobleza, poseídos de éxtasis carnales»; ellos son los depositarios de un «refinado sensualismo, que forma sus torres y castillos de oro en la imaginación..., y nada amengua las nobles condiciones morales»27. Como era de esperar, Rueda justifica sus puntos de vista con el recurso al Cantar de los cantares, en lo que, aparte sus propias convicciones, no hacía sino seguir una idea que le había sugerido Valera28.

Desde esta perspectiva resulta comprensible su detallismo en la descripción de lo sensual, que algunos estimaban morboso y propio de escuelas ultrapirenaicas, desde Zola a Rollinat, y desde Rubén Darío a José Asunción Silva y demás imitadores del preciosismo parnasiano y decadentista francés. No podía faltar quien le acusara de «fisiologismo», sin caer en la cuenta de que mal podía incurrir en ello quien veía la fisiología como instrumento de un plan providencial. Lo mismo podría decirse del controvertido papel que juega el sexo, como tal, en la obra del malagueño, y que, si bien en lo exterior presenta de nuevo semejanzas con ambas escuelas, se separa de ellas por la trascendencia filosófico-religiosa que él le confiere. Salvador repite, en efecto, una y otra vez, su temor a ser mal interpretado en este aspecto, al que dice no poder renunciar por formar parte de lo más importante de su visión poética del mundo. Léanse, por ejemplo, las cartas que dirige a F. M. Gelormini, fallido traductor al italiano de El gusano de luz y de La Cópula, que permanecían inéditas en la Biblioteca de José Luis Cano, y que, gracias a su generosidad, figuran en el Apéndice de este trabajo: «El tema [de la segunda de estas novelas] es sumamente peligroso» -reconoce, a la vista del escándalo que había levantado en España-; sin embargo, «a pesar de su título atrevidísimo y emocionante ("significa el cohito", declara con candor muy suyo en otro lugar de dicho epistolario), he procurado tratar el escabrosísimo tema con la mayor grandeza, vigor y sublimidad: no es, pues, una novela de pornografía, sino todo lo contrario»29.

Hay en estas palabras un intento de defensa frente a la acusación que, increíblemente -por venir referida a El gusano de luz- le había dirigido Pereda, que calificaba a libro tan ortodoxo de «novela pornográfica de la peor especie»30. De aquí proviene también, a mi entender, el patético apóstrofe que cierra el capítulo XVII de La Cópula:

¡Oh tierra, toda a la vez matriz, toda a la vez falo, toda a la vez frente, toda a la vez corazón! ¿Dónde está tu podredumbre? ¿Dónde está tu vicio? ¿Dónde está tu pornografía? Toda tú eres casta y sagrada, y en el momento inmenso, simultáneo y múltiple en que celebras tu Cópula infinita, parece que levantas millares de hostias de las almas31.


¡Qué lejos, pese a su aparente proximidad, esa protesta de Rueda de la de Zola, que se refugia en el cientificismo para defenderse de las acusaciones que, en este mismo sentido, se le habían dirigido!: «Se ha querido -decía el autor de L'Assommoir-, y este es el colmo de la imbecilidad, se quiere todavía que el naturalismo sea la retórica de la inmundicia. He tenido a bien protestar... ¿Quién ha dicho nunca esto? Precisamente me mato por repetir que el naturalismo no está en las palabras, que su fuerza reside en que es una fórmula científica»32. El propio Valera, tan reciente con el Rueda «naturalista» y «modernista», entrevió el alcance de la intención de este cuando, a propósito del Himno de 1890, observada que «el ir dirigidos [sus catorce sonetos] a la carne presupone cierta trascendencia teológica o filosófica»33.

El rechazo de Rueda a la acusación de pornografía que se le hace descansa en que, para él, el sexo no es sino la llamada a perpetuar la vida y hacer desbordar la Naturaleza. Como observó hace tiempo J. M.ª de Cossío, en él «lujuria y naturaleza son sinónimos, y fecundidad y vida, con mejor acierto, complementarios»34. Y así, cuando Rosalía, hecha ya mujer, anhela el abrazo fecundador de David, el poeta y novelista contextualiza esas ansias en un marco genesíaco de sentido universal: «Era natural, y por lo tanto bello y lógico, aquel deseo de sus átomos a anhelar encarnación en otras moléculas amorosas. Un hombre y una mujer no son uno y uno; son medio y medio; y el proceso que se abre y se desarrolla durante la atracción de esas mitades para formar un todo, es la eterna historia de amor de todos los seres humanos»35. La mujer es lo bello y delicado, y el hombre lo vigoroso y pujante; por eso, necesitan perfeccionarse mutuamente por la unión, dejando atrás lo que antes eran: «media innutrida existencia»36. Sebastián y Concha, como David y Rubí, son, pues, símbolo de la unión de dos mitades que engendran, con lo que sus historias de amor se elevan a categoría, desde el plano aparentemente limitado de la anécdota de sus vidas.

En Rueda, la unión de los sexos es la respuesta de la pareja a una llamada que, en nombre de la fecundidad, se produce desde las entrañas de cada una de sus mitades para consumar el encuentro vivificante. Y así, cuando en El gusano de luz va Roque por caminos desusados al encuentro de Rosario, lo hace cantando una copla que expresa lo ineludible de su conducta:

   Yo no sé qué me sucede

desde que te di mi alma,

que cualquier senda que tomo

me ha de llevar a tu casa37.



Este reclamo halla su perentoriedad en lo que tiene de providencial biología. Es la llamada mutua del varón y la mujer, que surge, en palabras de Rueda, como una «constante emanación que levanta ráfagas de sensación en los nervios», y que podría compararse con el vaho de un nido de pájaros, o con el aroma embriagador de viejos y nuevos vinos38.

Al enfocar así el asunto -«la novela (advierte el escritor a Gelormini, refiriéndose a La Cópula) tiene un tema grandioso, sublime: la dilatación de las especies»39-, coincide Rueda con los naturalistas en la atención que concede a la generación de la vida y el misterioso avanzar de las fuerzas naturales. Se distingue, sin embargo, de ellos al insistir en la idea de que el hombre evita la animalización por la presencia reflexiva de su espíritu40. No se trata, por supuesto, de renovar con un poco de cosmética literaria el viejo principio agustiniano de bono matrimonii41, sino de exaltar el poder generador de la Materia, sobre todo -pero no únicamente- la animada -«la carne»-, entendiendo por ella, como escribió Valera, «la sustancia organizada y viviente de que se vale el Artífice supremo para revestir de forma sencilla su idea»42. Así lo dice el novelista al final del capítulo VI de La Cópula, con palabras que le alejan una vez más de ese Naturalismo cuya presencia se reduce en él a simples rasgos aislados y exteriores:

David atraía como atraen las montañas, porque son grandes y buenas. David, siendo de carne y hueso, era el símbolo de la Materia. Hasta su enorme poder procreador, hasta su amplio manantial erótico, fuentes de multiplicación, río prolongador de la especie, ¿no hablaba de la vena eterna que hace cadenas de especies, que dilata collares de seres? Así como Rubí era en lo femenina, ensoñadora y delicada, la mitad de la vida, la Mujer, David era el Organismo Varonil. ¿Es esta, pues, la novela sintética de la Materia? Sí, y por eso se titula santamente LA CÓPULA. El alma turbia que no vea en mi intento algo alto y grande, digno de la vasta reproducción de los átomos en la vida universal, debe cerrar este libro, pues no se ha escrito para ella. Está escrito mirando al Sol y a Dios, que son las dos fuentes de la Vida43.


A la vista de textos como este, no puede extrañarnos que, para él, la alcoba sea un templo, y la relación íntima una liturgia44. Cuando esta se hace imposible, sobreviene la muerte, que nunca es el final definitivo del existir, sino un nuevo punto de partida de otra cadena de uniones. Recordemos las páginas admirables de la muerte de D. Ezequiel: sobre su ataúd se apareaban palomas, gorriones, gusanos y mariposas. «¡Y el ataúd -observa Rueda- era el tálamo de tanto organismo por venir, era la cama policreadora, el seno nupcial de la vida que no para!». Y hasta el cadáver en descomposición era fermento de renovadas existencias: «El redondo lunar del sol que iba a dar sobre la boca muerta, sobre los ojos muertos, era el beso de resurrección, el beso transfigurador, beso de Pascua, beso-metamorfosis, que obligaba a la materia del cadáver a revolverse, a reaccionarse, a distribuirse en nuevas vidas, en gusanos, en vegetales, en insectos, en nuevos ramales de actividad»45. ¿Qué hay aquí de Naturalismo y qué de Modernismo? Del primero, algo tan adjetivo como el gusto por lo grandioso y por lo alegórico, el tema tremendo, y un cierto regusto a cientificismo; del segundo, la forma cincelada. Nada más. Lo esencial es el éxtasis del escritor ante la ininterrumpida cadena del existir, que se plasma en una literatura emocionada.

Esta espiritualización de la biología lleva a Rueda a empalmar, a veces, con posturas neoplatónicas, aparentemente tan alejadas de sus presupuestos estéticos. Así, la alusión al beso, la concepción del amor como una proyección hacia la luz, y, sobre todo, la proclamación del valor apologético de la presencia del ser amado, en expresión que recuerda a Bécquer: «Yo no sé, tío -dice Concha a Sebastián-, pero cuando me miras me parece que penetra Dios en mi alma»46. Incluso en La Cópula -«novela de amor», como la define Rueda a Emilio Suardi47-, la atracción de los sexos se enmarca en el contexto de los hechos naturales dotados de poder catártico -«nos hace recibir la invisible comunión que lava del pecado»-, esparciendo por las almas y los cuerpos un bálsamo de serenidad.

Más cerca de los presupuestos naturalistas se hallan las reflexiones de Rueda -siempre escasas- acerca de la maldad humana y las injusticias sociales. Como al Diablo Cojuelo, le parece ver agazaparse bajo los techos risueños de las casas de campo andaluzas «la perfidia, la traición, lo imprevisto y monstruoso, innatos a la naturaleza humana»; la Antonia de El gusano de luz constata «cómo es de imperfecta el alma humana y cómo por cada punto de luz que la ilumina lleva infinitos lunares de sombra. "Mentira son la justicia, el honor, la virtud", fue diciendo...»48. En ciertos momentos, Salvador parece basar su relato en la teoría de Zola de que la constitución corporal predetermina la conducta del individuo49. Así podrían explicarse figuras como las de los delincuentes que asaltan de noche la casa de Sebastián, los magistrados venales de Ámsterdam, el rico mercader holandés Dimas Iscariote que se ceba en los desgraciados, etc. Para Rueda, sin embargo, en posición más próxima a Rousseau que a Zola, estos males derivan sobre todo de una organización social intrínsecamente perversa. Por eso define a Rosalía como «una mujer origen, limpia de civilización», «compendio de la Naturaleza desbordante..., ejemplar prístino donde no proyectó su luz mixtificadora la cultura»; «criada en lo natural y en lo solitario, no pudo degradar su alma con el refinamiento vicioso que sólo da la cultura de las ciudades». «La humanidad -dice en otro lugar- vive de apariencias, de millones y millones de mascarillas sociales» que se parapetan tras el dudoso privilegio que tienen los humanos, frente a los demás animales, de recurrir a la maledicencia, la hipocresía y la falsedad50. El remedio, lejos del revolucionarismo naturalista y del esteticismo modernista, hay que buscarlo en la lección de disciplina, solidaridad y candidez que da la Naturaleza. Salvador lo dijo con palabras definitivas:

   Desprecio los mil códigos y leyes de los hombres;

ya son caricaturas sin realidad ni amor;

hay que empezar de nuevo. Copiemos la primera

institución del cáliz perfecto de una flor51.



Esta búsqueda de la redención ética por la senda de lo natural da, en La Cópula, un paso más para proclamar al Cristianismo como la gran fuerza moderadora de la conducta humana. Las pasiones desatadas, que pueden llevar a la catástrofe a quienes no sepan dominarlas, «necesitan unas bridas tensas, una serreta poderosa, lo que da la cristiana, inmensa religión»52.

Un nuevo elemento aleja a Rueda del Naturalismo y del Modernismo: la presencia constante en su obra de la alegría. Es verdad que algún crítico ha señalado en el Naturalismo español rasgos de humor y suave ironía53, pero de todos es sabido cómo en esos movimientos predomina la desesperanza, por un lado, y el esteticismo aristocrático por otro. En Rueda, la alegría adopta dos formas principales: una más epidérmica, la del costumbrismo andalucista; otra más profunda y cósmica, la que brota de la plenitud del ser al cumplir los mandatos de la Naturaleza. Así, ante la unión inminente de David y Rubí, el carmen granadino en que ello va a tener lugar ríe hasta sus cimientos, en una expectativa gozosa de dilatación vital. Para Rueda, esa alegría es un homenaje que complace al Creador más que permanecer para siempre de rodillas, pues la exultación de «cuantos saben pensar alto y sentir hondo ante el momento mil veces sagrado de una sublime cópula» es el mejor reconocimiento de su sabiduría y poder54. «¡Oh risa revividora -exclama Salvador-, ducha de frescura, inyección de juventud! Gotead sobre mi frente, ¡oh piedras [preciosas]!, para que mis pensamientos sean claros; gotead sobre mi pecho para que mi corazón sea noble; gotead sobre mis labios para que mis palabras sean incorruptibles y transmitan mi amor a todos los hombres!»55. La alegría es el testimonio del más hondo aprecio del hombre por la creación, y enriquece al que la siente con un tesoro nutricio que le ayuda a vivir. Reducida a porciones menores, y convertida en anécdota, esta alegría da su peculiar encanto a cuadros populares como «La fiesta en los lagares», «Las bromas campesinas», «La buenaventura», «El amasijo campestre», «El juego de las brujas» o «La cencerrada»56. Aquí sí que se entusiasmaba Valera, que subrayaba la graciosa propiedad de estos cuadros: «Se ve -decía-, se toca y hasta se huele lo que el señor Rueda describe... Todo está copiado del natural con fidelidad y con gracia»57.

Frente a los escenarios naturalistas, escogidos de entre lo más sórdido y miserable, y a los exóticos y suntuosos ambientes modernistas, Rueda se complace en pintar campos luminosos, casas limpias y soleadas, playas cegadoras y cortijos bulliciosos. En ellos no encontraremos alcohólicos, locos, enfermos o princesas presas del spleen58, sino campesinos andaluces, sanos de cuerpo y espíritu. Frente al proletariado industrial zolesco, y a la clorótica y refinada humanidad rubeniana, Rueda nos presenta seres humanos que sirven apasionadamente sus destinos vitales59. Solo ocasionalmente aparece la nota pesimista, casi siempre tocada de humor, cuando el escritor se burla de lo más zafio de esa gente. Recordemos «El juego de las brujas», donde, tras relatar el cruel sucederse de ataques velados, exclama con desprecio: «¡Qué eructos a gazpacho exhalaban aquellos brutales hombres, cuyo instinto jamás había sospechado lo que pudiera ser delicadeza!». Y en otros pasajes: «Aún seguían los patanes diciendo despropósitos»; «tomó cada trabajador la dirección de su albergue soltándose coces los unos a los otros»60. En la línea de nuestros escritores del Siglo de Oro -y apartándose una vez más de la ideología naturalista- la desgracia de estos infelices es presentada por el novelista como algo bufo. Así sucede con los patéticos amores del bracero Roque con la «señorita» Rosario, que acaban con detalles de afrenta «que hubiera[n] hecho desternillar de risa a una reunión»61, como dice Rueda con incomprensible dureza.

Esta misma equidistancia entre Naturalismo y Modernismo se halla en lo que respecta al caso particular de la mujer. Ni abyecta ni sofisticada, Concha, por ejemplo, se nos presenta joven y sana, con un cuerpo en que resplandece «la redondez y plenitud de la curva y la piel satinada de la virgen, atirantada por el bello manantial de la salud»62. D.ª Manuela, por su parte, es la matrona dotada de virtudes tan tradicionales como la «bondad, honradez, castidad y cierto aire pudoroso... que no se olvida fácilmente»63. Entre todas ellas, Rubí es, sin duda, la más cercana al prototipo modernista, aunque se la presente como encarnación de las fuerzas germinales de la Naturaleza. Pese a sus carencias culturales, el amor la ha dotado de una aguda capacidad perceptiva -«un enamorado (dice Rueda) ve más que todas las personas sensatas»-; de esa feliz «ignorancia» procede, paradójicamente, su fascinante belleza, pues «el cerebro es un grajo repugnante, y la fantasía es la hermosura»64. El resultado es una mujer ideal de gran originalidad, que conserva rasgos de la midons del amor cortés, de la donna angelicata del stilnovismo, y de las damas etéreas de Dante, Petrarca, Garcilaso y Bécquer, sustituyendo el virginal encanto de estas por una paradisíaca ansia germinal que, tras quemarlas como mariposas, las hace resurgir como aves fénix en nuevas generaciones. Recuérdese, por ejemplo, el retrato de Rosalía -un rubí y dos esmeraldas, trasunto de sus labios y sus ojos-, imagen «de una mujer ideal, de un ser misterioso, de una novia de luz, de una prometida divinizada»65.

El acercamiento decisivo al Modernismo, en detrimento del influjo naturalista, se produce en Rueda en el campo del estilo. Los naturalistas franceses habían puesto de moda una prosa cuidadosamente descuidada, apta para expresar con aire cientificista lo más crudo de las realidades humanas. «Zola -notaba D.ª Emilia Pardo Bazán- presenta las ideas en la misma forma irregular y sucesión desordenada, pero lógica, en que afluyen al cerebro, sin arreglarlas en períodos oratorios ni encadenarlas en discretos razonamientos», aunque no cayera en lo que algunos llamaron «la retórica del alcantarillado» ni en el «habla canallesca»66. Con menos sutileza, D. Manuel de la Revilla veía en el lenguaje naturalista «menosprecio de la forma, olvido del gusto... [y] artificiosa grosería del lenguaje»67. Zola, desde luego, había sido tajante a este respecto: «Si se quiere saber mi opinión, creo que en la actualidad se da una preponderancia exagerada a la forma... Estamos podridos de lirismo, creemos equivocadamente que el gran estilo consiste en una turbación sublime, siempre cercana a caer en la demencia; el gran estilo está hecho de lógica y claridad»68. Por el contrario, como dijo Valera, Salvador, «buen poeta en verso, es poeta en prosa también; ama la forma»69. Esta le parece elemento esencial de la literatura, y -en palabras a Gelormini de 10 de mayo de 1906- «a la brillantez y originalidad del estilo ha confiado las cosas casi imposibles de expresar; el color y la fuerza y la poesía del estilo son el manto de oro bajo el cual se pueden expresar sublimemente todas las dificultades del pensamiento». El 30 del mismo mes remachaba así sus ideas, en carta al mismo corresponsal a propósito de La Cópula: «Usted debe procurar decirlo todo [en la traducción de esa novela mía] de un modo que la obra no pierda erotismo, ni fuego, ni pasión carnal, pero que todo esté dicho con altísima trascendencia y poesía. La poesía, el estilo deslumbrador y la fuerza han de cubrir, como un manto de oro, todos los pensamientos arriesgados, para que el público, aunque vea lo enorme y peligroso del tema, quede cautivo por la poesía y el estilo»70.

Nuestro escritor no duda en imitar expresiones de los clásicos del Siglo de Oro, románticos, naturalistas y modernistas: «golfos de tinieblas», «noche de viento fantástica y medrosa», «visiones de la noche, ante las cuales lanzaban lúgubres aullidos los perros», «las piedras preciosas, esos divinos minerales», «trompetas de órgano», «sinfonía de la noche», etc. Todo le vale para construir el discurso literario. Nunca, sin embargo, fuerza la expresión hacia el pastiche ni el plagio. Asimila, por el contrario, cuanto lee, acomodándolo a su personal modo de decir. En cualquier caso, cree que la proximidad de lo bello embellece. Por eso, a través de una especie de cubileteo verbal, desconecta los temas más escabrosos del área semántica de la chabacanería o el mal gusto para conectarlos con el de la belleza ideal. Así lo dice él mismo en un pasaje clave de la carta a Gelormini de 30 de mayo:

[En La Cópula] a cada momento hay que hablar de los órganos sexuales sin nombrarlos por su propio nombre y valiéndose de comparaciones, de imágenes y de habilidades de estilo: la novela tiene un tema grandioso, sublime (la dilatación de las especies), y sin que pierda vigor y sensualidad e ímpetu, hay que decir todas las cosas peligrosas de un modo elevado y magistral. Para el miembro viril uso, a veces, la palabra falo, y otras veces la palabra sonda, y otras la palabra signo, o rúbrica («miembro», nunca, ni una sola vez). Para el órgano sexual de la mujer, uso la palabra cáliz materno, molde, matriz, ovario y otras71.


Nada tiene de extraño, en fin, el alejamiento de Rueda de lo esencial del Naturalismo y del Modernismo. Su alergia frente a las tendencias literarias foráneas, sobre todo francesas, era demasiado grande, y más tras la ruptura con Rubén posterior a 1892. Nuestro escritor -que nunca supo francés, ni pudo, por tanto, establecer contacto directo con las fuentes primarias del Naturalismo y del Modernismo72-, repudiaba una y otra vez esos movimientos. «Hay que tirar -decía- puñados de cloruro de cal antifrancés en derredor del gran surco, y sanear el aire americanizado de imitaciones barriolatinescas»73. Y añadía: «No estoy conforme con que yo tenga en mis pobres escritos espíritu francés, sino antes bien procuro... que sean españoles... Y si en el procedimiento se pudieran notar vislumbres de algunos maestros, esos maestros... son nuestros clásicos del Siglo de Oro»74. En otra ocasión lamenta Rueda que, habiendo Dios dado -como en símbolo- tan variadas plumas a las aves de América, vayan los escritores de aquellas tierras «en macabra procesión a París por una pluma prestada, enferma; ¡lo que es más desgarrador, vacía de ideales!»75.

Nada nuevo hay en esa afirmación, pues sabido es que, desde D.ª Emilia a Federico Moja, cuantos escritores españoles tienen vetas de Naturalismo, buscan sus ascendientes en territorio español: la picaresca, Cervantes, Quevedo, Quiñones, Alemán. La corriente zolesca no es para ellos sino un afluente desviado de ese raudal76. Salvador Rueda no es en esto una excepción. Y así, a pesar de sus protestas, podemos detectar fácilmente en sus escritos aspectos parciales de ascendencia naturalista o modernista -ideas larvadas, fragmentos de temas, esbozos de personajes y conflictos, toques ambientales, descripciones, símbolos...-. No cabe duda, sin embargo, de que su espíritu de artista estaba más cerca de Rubén que de Zola. Así lo reconoció desde el principio la crítica más común, proclamándole principal pionero del movimiento: «Noble señor del plectro de oro y el verso todo florecido, / viajero ilustre, que a una secta diste el aliento precursor», le proclamó Tomás Morales en 191077. El propio Salvador estaba convencido de ser el verdadero iniciador de la moderna estética, pensando que Rubén le había seguido en puntos tan importantes como el helenismo, la visión panteísta de la Naturaleza, la revolución métrica, o la acuñación del nuevo lenguaje poético. «¿Rubén Darío? -preguntaba a Alberti-. Gran poeta, ¿cómo no? ¿Pero usted cree que hubiera podido existir sin Rueda? Muchos, tanto de aquí como de allá, le deben todo a Rueda, aunque no quieran confesarlo»78. Y no es extraño que pensara así, pues, dejando a un lado cuestiones de precedencia, sus puntos de contacto con la estética rubeniana son numerosos y decisivos: así, la exaltación de la belleza como supremo valor poético, la pasión por la forma, la concepción musical de la poesía, el gusto por el color y la luz, la visión suntuosa de la Naturaleza, el sensualismo erótico, el descontento con la literatura precedente, la defensa teórico-práctica de una revolución literaria, y la reivindicación de un protagonismo personal en su gestación y triunfo.

En cualquier caso, ese Rueda agresivo que, a finales de siglo, pretendía construir una nueva literatura sobre las ruinas de la precedente, va frenando poco a poco sus ímpetus iconoclastas. Una vez conseguida su voz personal, se atrinchera en posiciones conservadoras, volviendo sus armas contra toda innovación procedente del exterior. Y así, a partir de Camafeos (1897), Piedras preciosas (1900) y Mármoles (1900) -en la novela, La Cópula conecta también en aspectos importantes con el movimiento ya agonizante, al menos en su primera etapa-, su estro gira hacia una estética más contemporizadora y tradicional, olvidando exquisiteces experimentales para reiterar fórmulas comprobadas. Rueda exacerba a partir de entonces su nacionalismo literario, cerrándose, en especial, a toda posible fecundación francesa. Apartándose del ejemplo de Rubén -y quizá por un deseo inconfesado de establecer distancias a su respecto-, acepta el dictamen de la crítica española más cauta -Clarín, Pereda, Valera...-, que le aconsejaba desconfiar de «hábiles, aunque peligrosos maestros», reprochándole haberse dejado seducir «por lo que llaman modernismo, decadentismo, simbolismo y otras modas parisinas», lo que, a su parecer, «le perjudica[ba] en extremo». «Apártese, pues -sentenciaba Valera- de los propósitos audaces a que le induce Rubén Darío en el pórtico de En tropel..., y tenga por cierto que entonces, aun sin llegar a ser un homérida, tendrá distinguido asiento entre los inmortales de nuestro parnaso y en la república de las letras españolas»79. Semejantes consejos hubieron de influir, sin duda, en un hombre tan impresionable como Salvador, para quien el parecer de estos escritores -social, económica y literariamente prestigiosos- constituía una sentencia inapelable en la conducta a seguir. Quizá, en el fondo, le halagaba la idea de asumir el partido de los consagrados frente al aventurerismo, sin patrocinadores de renombre en un principio, de los nuevos estetas -en mi opinión, el complejo de autodidacto que siempre aquejó a Rueda hubo de influir en no escasa medida en esta toma de postura-.

En resumen, la obra de Rueda es el resultado de la asimilación de muy distintas influencias, entre las que el Naturalismo es marginal y casi punto de huida, mientras el Modernismo ocupa un lugar importante en los aspectos ya señalados. De ahí que la mayoría de los críticos le adscriban a ese movimiento. Sin embargo, no podemos olvidar la presencia de otras voces, imposibles de reducir a esos esquemas. Ello explica la dificultad de clasificar la obra de Rueda, que no es solo temática, sino que alcanza al estilo, y hasta al espíritu mismo de las diversas composiciones. Para nosotros, es el vitalismo entusiasta y enfático, manifestado en un hondo sensualismo, el que da unidad a tan diversos ingredientes. A partir de ahí, se produce una ancha dispersión, que impide encasillar esa obra en ninguna corriente en exclusiva. Poeta y novelista de síntesis en ocasiones, Salvador no desdeña, al propio tiempo, influencias predominantes en algunos de sus libros del Romanticismo, Costumbrismo, Naturalismo, Modernismo, etc. Junto a su carácter de escritor-testigo de las corrientes literarias con las que convive, hay que tener en cuenta, sin embargo, su faceta de creador original, y su vertiente de hábil combinador de elementos diversos. En sus comienzos, acaudilla las vanguardias, para luego quedarse rezagado y añorante, presa de sus propias fórmulas ya envejecidas. Nadie puede negar, sin embargo, la potencia instauradora de sus hallazgos y esfuerzos80.

Apéndice

Seis cartas inéditas de Salvador Rueda a F. M. Gelormini y E. Suardi81

I

Mayo 10, 1906. Andalucía.
Señor Don F. M. Gelormini.

Muy señor mio. Recibo su tarjeta postal pidiéndome permiso para traducir al italiano mi novela El gusano de luz, cuando estoy fuera de Madrid y haciendo un viaje por España82. Por la razón de no encontrarme en Madrid, no puedo ponerme a buscar por aquellas librerías un ejemplar de El gusano de luz, el cual costaría trabajo encontrar porque está agotada la edición.

Pero, si a V. le parece bien, sería mejor que V. tradujera esa otra adjunta novela mía, que todavía no ha salido al público y está inédita hasta que yo vuelva a Madrid en el próximo otoño83. Es más corta y es más fácil de traducir que El gusano de luz y además tiene el interés de ser nueva. A pesar de su título atrevidísimo y emocionante, La Cópula, he procurado tratar el escabrosísimo tema con la mayor grandeza, vigor y sublimidad: no es, pues, una novela de pornografía, sino todo lo contrario.

Necesita ser maravillosamente traducida, porque a la brillantez y originalidad del estilo, he confiado las cosas casi imposibles de expresar: el color y la fuerza y la poesía del estilo, son el manto de oro bajo el cual se pueden expresar sublimemente todas las dificultades del pensamiento.

Al final de La Cópula van impresos todos los datos de mí y de mis obras que V. me pide: el retrato mío, no puedo, asimismo, enviárselo, porque estaré todavía bastante tiempo en el campo lejos de Madrid84. Usted, sin embargo de yo estar fuera, contésteme al mismo Madrid, a mi nombre y a estas señas: Provisiones 14, pues me remitirá la carta de V. a donde yo esté una persona encargada.

Dígame si quiere traducir, en vez de El gusano de luz, La Cópula, que es libro atrevidísimo. Con tal de que V. tradujese muy bien, muy bien, la novela, yo no cobraría a V. los derechos de traducción y podrá V. hacer la edición primera sin pagarme a mí nada (sólo la edición primera), pero habría de ser con la condición de que La Cópula estuviese maravillosamente traducida.

Espera su contestación su afectuoso compañero de letras, que besa su mano,

Salvador Rueda.

Guarde en el mayor secreto la novela y no la dé a leer, porque todavía es un libro inédito y ha de reservarse hasta que se publique.

II

30 Mayo 1906
S. D. F. M. Gelormini:

Querido amigo: Recibo su carta de 20 de este mes. Conformes quedamos en que V. traduzca, con muchísimo cuidado, mi novela La Cópula (significa el cohito) y en que V. cobre ahí, de quien corresponda, los derechos que yo habría de cobrar, quedándose V. con ellos como regalo que yo le hago. La edición en italiano puede V. publicarla en el próximo mes de septiembre, o antes si le conviene, o después, o cuando V. quiera. Como V. me dice, deseo que cuando V. tenga hecha la traducción me envíe el mazo de cuartillas, para repasarlas en unión de algún amigo mío literato italiano. ¿Usted no se ofenderá, verdad? Mis amigos Multedo (diplomático de Roma) y León Pagano (residente en Milano)85 los dos muy ilustrados y que saben a la perfección los idiomas italiano y español; repasarán la traducción de V., pero esto es si V. no se disgusta: si a V. le habría de disgustar, no, porque no quiero de ningún modo molestar a V. en nada86.

También irán a continuación de La Cópula los datos y juicios acerca de mí y de mis obras, que le he enviado, y a ver si entre la novela y los datos, y poniendo en la impresión un tipo de letra grande y un molde de plana pequeño, se hace un tomo más gordo, de más volumen que ha salido en español; hay que estirar el libro con la tipografía, a fin de que salga grueso, grueso. Cuando V. me mande el mazo de cuartillas, que venga en letra manuscrita muy clara y grande, que se entienda bien.

Tiene V. razón; La Cópula es una novela dificilísima de traducir, porque el tema es sumamente peligroso y a cada momento hay que hablar de los órganos sexuales, sin nombrarlos por su nombre propio y valiéndose de comparaciones, de imágenes y de habilidades de estilo: la novela tiene un tema grandioso, sublime (la dilatación de las especies), y sin que pierda vigor y sensualidad e ímpetu, hay que decir todas las cosas peligrosas de un modo elevado y magistral. Para el miembro viril, uso, a veces, la palabra falo, y otras veces la palabra sonda, y otras la palabra signo, o rúbrica («Miembro», nunca, ni una sola vez). Para el órgano sexual de la mujer, uso la palabra cáliz materno, molde, matriz, ovario, y otras87.

Usted debe procurar decirlo todo de un modo que la obra no pierda erotismo, ni fuego, ni pasión carnal, pero que todo esté dicho con altísima trascendencia y poesía. La poesía, el estilo deslumbrador y la fuerza, han de cubrir, como un manto de oro, todos los pensamientos arriesgados, para que el público, aunque vea lo enorme y peligroso88 del tema, quede cautivo por la poesía y por el estilo.

Advierto a V. que la obra tiene no pocas erratas, las cuales echaremos fuera cuando V. me envíe la traducción.

¡Animo, pues, y al trabajo!

Toda la larga lista de mis obras está completamente agotada desde hace tiempo, y solamente tengo ejemplares de La Musa, obra de teatro, en tres actos y en prosa, que corrió, con gran éxito, por los teatros de España y América; la representó la primera compañía española89. Se necesita, para hacerla bien, de una gran actriz. En Italia hay actrices de primer orden, que representarían La Musa a la perfección. La obra es delicadísima, un idilio. Cuando yo vaya a Madrid, se la mandaré a V. (ahora estoy en Andalucía con mi madre90). Sin embargo de que estoy en el campo, mándeme V. siempre sus cartas a Madrid, Calle de las Provisiones 14.

Su amigo que le quiere,

Salvador Rueda.

III

Señas mías:
Provisiones 14, pral.
Madrid

Sr. Don Emilio Suardi
(Fermo Posta)
Roma

Querido escritor. No he recibido la carta que V. me dice. La suya del 20 de este mes91, acabo de recibirla, y contesto a V. que sí, que sí acepto las condiciones que V. me propone para traducir al divino idioma italiano mi novela La Reja92, para lo cual doy a V. mi autorización.

Pero desearía que una vez traducida la obra, le diera un repaso un escritor que conozca bien ambos idiomas, el español y el italiano, como, por ejemplo, mi amigo José León Pagano, que vive en Milano.

Esto es, si a V. no le disgusta, que en caso de disgustarle, nada digo.

Estamos, pues, conformes, en que traduzca V. La Reja con las condiciones que V. me dice: más adelante, podría V. traducir otras obras; por ejemplo, una de teatro, La Musa, que representarían muy bien la Duse, o la Gramática93; la obra recorrió hace tiempo en triunfo los principales teatros de España y de América, representada por la primera compañía de España, la del Teatro Español.

En fin, si V. quiere, puede dar a conocer todas mis obras al público de Italia, crítica, novela, teatro y poesía lírica: el estilo es, a veces, muy difícil de traducir por los matices levísimos que tiene.

Suyo con el mayor respeto,

Salvador Rueda.

Nochebuena de 1906
¡Felices Pascuas!

(Y añade al dorso:)

¿Quién es F. G. Gelormini, que vive, o vivía en Via Nazionale, 132?

Hace tiempo94 me pidió permiso este Señor para traducir al italiano mi novela (aun inédita) titulada La Cópula, novela de amor. Le concedí el permiso y... no he vuelto a saber de esa persona. ¿La conoce V.? ¿quien es?

Por este mismo correo, mando a V. en recuerdo de compañerismo, mi último libro Trompetas de órgano95 y La Musa, pero esta, tal vez no se podría traducir por las palabras locales que a veces tiene, las cuales tendría yo antes que poner en castellano claro.

IV

Sr. D. Emilio Suardi
Querido amigo.

¡Por Dios! No he querido molestarle, ni llamarle fastidioso: no, no, no. Me faltó decirle que la única manera de ir dando con libros míos, sería la de que yo fuese de casa en casa de mis amigos, pidiéndoles el libro que me hiciera falta (que no sé si querrían darme). Ahí tiene V. explicado que no sea posible comprar en ninguna parte la colección de mis libros; de haberla yo tenido, se la hubiera regalado a V. con muchísimo gusto: soy sumamente pródigo en dar libros míos, y por lo mismo, me quedo sin ninguno para mí.

Pero a bien que no corre prisa todavía buscar otra de mis novelas, puesto que, por ahora, solo vamos a ver cómo resulta La Reja en italiano; ella habrá de decidirnos para las otras novelas (y acaso algún drama).

Poesías, ni cuadros de costumbres, ni cuentos cortos, no soy partidario de que se traduzcan; sobre todo la poesía es imposible casi. Yo he leído en español poesías de D'Annunzio, que, de haberlas podido leer él mismo en español, se hubiera muerto de repente. La poesía no debe trasladarse de un idioma a otro; pierde música, color, luz, vibraciones sutiles y lo que constituye la originalidad del autor.

Pero las novelas, siendo V. un traductor de tanta conciencia, podemos traducirlas todas, si nos resulta bien la primera, La Reja.

Como no sé dónde vive ahora mi amigo de Milán96, es mejor que V. mande la traducción directamente a Madrid, y aquí la repasará algún otro amigo que sepa muy bien ambos idiomas.

Sí, sí, con mucho gusto y honor diré unas líneas acerca de V. como prólogo de la traducción. Usted me dará (cuando llegue la ocasión) algunos datos suyos, y acaso diga algo también de literatura italiana y española. Me alegro mucho de que V. entienda bien el andaluz; es muy claro. Pero ¡por Dios! no se disguste, que estoy contentísimo de V. Suyo affmo.

Salvador Rueda97

V

Sr. D. Emilio Suardi:

He estado ocupadísimo; abrumado de tareas: dispénseme.

Por este correo va La Reja. No tengo, ni siquiera para mí, una colección completa de mis obras, las cuales están casi todas agotadas, y las han editado diferentes Empresas; es, pues, imposible, para usted, y para mí, tomar una colección de mis libros en ninguna librería ni en ninguna parte. Las principales son: El gusano de luz (Novela), La Reja (Novela), Piedras preciosas (Poesías), Fuente de salud (Poesías), Trompetas de órgano (Poesías), La Musa (Comedia), La Guitarra (Drama), La Cópula (Novela). Inéditas: El Ruiseñor (Novela), La lira policorde (Poesías). Y otras que no recuerdo98.

Cuando haya V. traducido La Reja, le mandaré a V. La Cópula, novela también: y a medida que vaya V. traduciendo, yo buscaré y le iré mandando obras mías; yo quedo en este encargo.

A trabajar, pues, y a trabajar con amor.

Mucho le estima su buen amigo y s. s. q. b. s. m.

Salvador Rueda.

Madrid, 16 Enero 1907

Nota importante

Quiero regalar a V. la parte de derechos de traducción que me correspondan, en la traducción de La Reja: esta vez, yo no quiero nada; todo para V. Así trabajará más a gusto.

Salvador

VI

Sr. D. Emilio Suardi
Querido amigo.

Estoy siempre ocupadísimo y por eso me retraso en contestarle. Es verdad y sincero cuanto dije a V. en mi carta anterior, y lo mismo que le dije, lo mismo vuelvo a decirle. No se pueden reunir mis obras, porque están agotadas; para conseguir el ejemplar de La Reja que mandé a V., hubo que recorrer casi todas las librerías de Madrid; así pues, no es posible reunir una colección completa ni incompleta de mis obras, que ni yo mismo poseo.

Las casas editoriales que publicaron mis libros, ya no existen la mayor parte.

Respecto de traducir cuentos y artículos antes que La Reja, no me gusta. Prefiero que salga La Reja; después otras novelas, que yo buscaría para mandárselas a V.

No sé en qué ciudad italiana estará mi amigo José León Pagano; yo lo averiguaré cuando usted haya traducido La Reja: (hace algún tiempo se hallaba en Milán), ahora no sé, pero aun no corre prisa averiguarlo.

Para traducir La Reja le convendría a V. ser amigo de un español, porque los personajes de la obra, hablan, a veces, el lenguaje andaluz que es el mismo español con la sola diferencia de que suprime letras al pronunciarse99: si V. va a buscar, por ejemplo, la palabra sentío en el diccionario, no la encontrará porque es sentido. Y así muchas.

Mi amigo José León Pagano sabe muy bien el español y conoce muy bien la pronunciación andaluza.

Adios, querido amigo; ya sabe, pues, que, sin reclamo porque no me gusta, lo que deseo primero, puesto que V. me lo pregunta, es la traducción de La Reja.

Los libros que yo he mandado a V. son regalados, por gusto, sin interés ninguno; y los derechos de traducción de La Reja, son también regalados, para que V. trabaje con más amor y entusiasmo; permítame esa modesta atención.

Su buen amigo q. b. s. m.

Salvador Rueda100.

Hasta aquí la colección de cartas de nuestro escritor a F. M. Gelormini y a E. Suardi. Todo el espíritu de Rueda, su ideario estético, su bondad, su timidez, sus ansias por la difusión de sus libros están en estas páginas conmovedoras. Ojalá que un día, con la publicación de su inmenso epistolario -del que ya se ha perdido sin remedio una parte importantísima-, quede fijada con más precisión y objetividad su personalidad humana y literaria.

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