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ArribaAbajoSegunda parte

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ArribaAbajo- I -

La provocación de los símbolos


En mi cama nadie es como Tú. Enmicamanadieescomotú. ¿Dónde había escuchado antes la misma frase? Anudila detiene sus pasos. Fija sobre sus pies, como siempre que necesita esforzarse para localizar un recuerdo, se aprieta la frente con la mano derecha y se mantiene en posición hierática muchos segundos, quién sabe cuántos, porque un sentimiento de alerta la cerca y hace que pierda el dominio.

Así instala en el catálogo de su memoria la novela sobre el Quijote de la Mancha que Cervantes comenzó con la letra de una canción muy en boga en aquella época, y que contaba precisamente que En un lugar de la Mancha... Se entretiene inventando tonadillas, supuestamente del Siglo de Oro, mientras coteja diferentes propuestas de actividades que la distraigan. Comienza a bajar los cuadros colgados en las paredes y a limpiarlos con un paño de suave franela irlandesa. Da vueltas y vueltas en tal menester cuando suena el teléfono. La sobresalta.

No es una cuestión relevante. Han llamado a un número equivocado. Pero, ¿al de quién? Qué importa, se recrimina, al tiempo que interpreta el episodio como un síntoma de que algo no funciona bien en su cabeza. Por cierto, otros vestigios le indican la presencia de este mal esporádico, cada vez más asiduo en los últimos meses, hasta el punto de motivar una pausa casi total en sus labores cotidianas.

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Durante gran parte del día tiene la absurda sensación de que se encuentra en un hotel. Es como si todos los habituales rincones fueran observados por primera vez. No halla en sus sitios establecidos la pasta de dientes ni el diccionario, hechos inadmisibles, dado su talante organizado. Sentencia con frecuencia que ocupa el mismo tiempo tirar la ropa sobre un mueble que colgarla en una percha y ubicarla en su lugar. ¡El orden es la libertad!

En mi cama nadie es como tú. Ya es el colmo que horas después siga persiguiéndola el verso, como si ella se hubiera impuesto inmortalizarlo. Algún oculto significado debe de tener ahora no sólo la persistencia del texto sino la nítida imagen de su cama cuando era niña.

Se aferra a otras alegorías que en nada la consuelan: varios aparatos eléctricos se estropearon cuando ella los tocó. ¿Estaría muy cargada de ondas negativas? Se le ocurre que inclusive un plato se rompió debido a la potencia de su mirada. O tal vez lo soñó, simplemente.

A la mañana siguiente coloca, visualizándola con esfuerzo, una sábana blanca sobre sus inquietudes. Se lanza a la calle tarareando una composición de Bach. Va tan entusiasmada, con esa alegría ficticia de quienes intentan levantar el temple a cualquier costo, que casi atropella a una anciana. Aprieta hasta el fondo los frenos del automóvil y en ese instante un chirriar de otros frenos agudiza aún más sus sentidos. Un accidente de tránsito. Como hormigas diligentes hacia allí arrumban los transeúntes, desatada la morbosidad de querer contemplar las desgracias ajenas.

Anudila aborrece las aglomeraciones. Escribe detrás de la hoja de su lista de compras que la tragedia de los otros suele ser fuente de felicidad de muchos, hasta que les toca el   —113→   turno de verse envueltos por la calamidad y regocijar a su vez a los demás. ¡Ah, la manada!

Hace una maniobra tensando el cuerpo sobre el volante y elude el atascadero. Nada es casual, se dice, notando que con las mismas letras se forma la palabra causal, pero hasta lo eventual puede ser parte de una causalidad, y una razón, simple coincidencia. Nada revolucionario en mi imaginación, se mortifica, clausurando el pensamiento.

Entra al supermercado con el impulso recolector de sus más lejanos ancestros. Es víspera de feriado, y todos están comprando vituallas. Anudila saca del bolso su inseparable cuaderno al que le puso un rótulo en llamativo tono verde: Apuntes de cualquier asunto. Escribe varias frases con su letra que se va haciendo más grande mientras envejece. ¡No, crezco!, discute consigo misma e implora a su mente que se detenga un momento.

Examina a los compradores y los describe en el papel cuadriculado que asigna a las curiosidades: antes del consumo, la batalla apasionante de la compra. Contienda y cruzada. Jaleo profundo de la gordita ministra de Salud para atrapar el jamón serrano, luego de extasiarse ante los chacinados. Buen ejemplo para la dieta higiénica y beneficiosa de los habitantes del Paraguay. Lid. Querella entre el pescado y el pavo. Duda. Elección. Bestiario de objetos, chocolates y chiches chinos. Monomaquia. Zancadilla a la tarjeta de crédito. Pendencia. Reyerta con el bolsillo. Agonía de la billetera.

Continúa escribiendo por un lado y reflexionando por otro, cuando de pronto aflora la cazadora que tantos conflictos agrega a su personalidad. Al acecho, compite, se lanza maquinalmente sobre las presas escogidas, y, cada vez más ávida, carga en el carrito elementos superfluos que podrán entretenerla en el objetivo de darles uso.

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Parece conmoverse al tropezar con un anuncio, llamativamente ubicado en el escaparate de la repostería:

¿EL ABURRIMIENTO LO EXTERMINARÁ?
SÁLVESE
DISQUE EL 449 921
ABSOLUTA DISCRECIÓN

Lee con curiosidad. Prosigue. Responde a los saludos que le dispensan dos señoras con aire avinagrado. Se detiene en la sección de verduras. Hace frío. No la tienta comer nada crudo ni verde. Lo notable es que percibe un movimiento dual en su intención: no quiere comprar lo que será inútil, pero siente el deseo de quebrantar la norma de austeridad.

-Está naciendo un dios cada minuto -le susurra intempestivamente al oído a una de las limpiadoras del local. Soy todo lo que me queda de mi madre.

La mujer la mira compasiva y sonriente. Luego dice que no la entiende. Pero Anudila ya se halla en otra parte del juego, filosofando: ¿Cómo será la memoria de mi memoria? ¿Y el olvido del recuerdo y el recuerdo del olvido, y amnesia y acordanza juntas? Se comienza con el sueño. Después viene el ensueño. Hasta llegar a la esperanza y por último a la verdad del hecho. Es cuando sucedemos.

-Señora, discúlpeme -tartamudea, intrigada, la dependienta-, pero si puedo ayudarla en algo lo haré con muchísimo gusto.

-No hace falta. ¿No ve que yo tengo ahora la piel de la serpiente del paraíso? Es un extravagante obsequio de mi padre. Hay que aceptar lo inevitable y esquivar lo inexorable.

-Sí, señora -asiente la mujer, entrando en confianza-. No me concentro en su explicación porque estoy muy   —115→   cansada. Una vecina mía trató de suicidarse esta tarde, mezclando cerveza con game xane, que es un veneno para matar hormigas. Vengo del sanatorio. Su marido está allí gritando que ella es una boba, que por qué no se tiró del techo nomás. Me puse tan nerviosa. Excúseme.

-Siga, siga con su trabajo. Alguien me dijo que no acabamos en lo que aparentemente pasó y pasa. Nada se descompone sino para ser algo nuevo. De alguna forma, en todo lo que suceda estaremos presentes.

-Qué cosa más cierta. Permiso. Gracias, gracias.

Anudila vuelve sobre sus pasos. Parece hechizada. De nuevo frente al cartel que promete eliminar el aburrimiento, apunta los números que allí figuran. Como hipnotizada, se acerca a la caja registradora, paga, y corre hacia el teléfono público.

-¿Hola?

-Buenos días. Acabo de leer un aviso en el supermercado, y tuve una corazonada.

-A todos les ocurre lo mismo.

Anudila siente que se ahoga, y pregunta:

-¿De qué se trata?

-Debemos conversar personalmente.

-¿Es un método terapéutico?

-Sí y no.

-¿Podría anticiparme algunos datos?

-No. Si su interés es auténtico, venga ahora mismo a la calle Ayolas, 2020.

A mil por hora. Identifica la casa y toca el timbre. Dos mujeres muy sonrientes la atienden. Explican que en el Centro de Servicios Múltiples, que no debe confundirse con una agencia de viajes, se propone una novedosa gira hacia el   —116→   autoconocimiento. Entra el jefe y habla de la subjetividad de las cualidades sensibles: La existencia del color, sonido, peso, calor, forma, sabor, olor y dolor, no se halla en los sujetos en que parecen estar, sino en el ser que los siente.

Anudila se calla, pues la cita le suena gastada y ridícula. «Hombrecillo mediocre», juzga en silencio. Por cierto, tiene la convicción de que lo sustantivo se modifica apenas mueve una silla, o cuando cruza el pasillo, desde el dormitorio hasta la otra habitación de su casa, donde hay más luz.

Ella sabe que la naturaleza es inconmensurable. La realidad cambia apenas se hamaca una hoja en su árbol.

De todos modos, no evita la excitación. Se halla imbuida de una especie de estigma: Todos-podemos-cambiar. Hace cuentas, suma, resta, con frenesí. Lo hará. Participará en la exótica peripecia. Las fotografías, los catálogos, las indicaciones que recibe sugieren que no debe renunciar a esta oportunidad. Confía inmediatamente a ciegas en los organizadores del singular programa denominado Exploración 2000.

Irá a un sitio absolutamente desconocido. Jamás sabrá cuál es la situación geográfica. Será una cobaya. Asimilará lo más indescifrable de la condición humana. Una tentativa más. Durante treinta días vivirá con noventa y nueve hombres y mujeres, quizás similares a ella. El juego le costará lo mismo que pagar sus vacaciones en unas islas paradisiacas, y en este caso tiene la seguridad de una recuperación emocional más o menos permanente. La oferta es tentadora. Se encascabela, confiando en las promesas. Rememorará nostálgicamente, ya anciana, la aventura que está a punto de iniciar.

Probablemente el refugio será indescriptible, con olores, ruidos y sonidos nunca presentidos. ¡Y otros sabores! Todo tendrá un color que ella desconocía, sucederá algo que la conmoverá hasta los tuétanos y será suficiente para titularse como exploradora de la savia vital.

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Cuando regresa a su casa, emocionada, se dirige como sonámbula hacia la computadora y escribe una carta. Necesita contarle a alguien, por lo menos sutilmente, lo que le pasa:

Asunción, 25 de febrero de 1995

Querida Alicia:

Este año nos veremos. Presiento o intuyo, huelo, sé que me irá todo mejor. Tengo una entereza, loca (la loca eres tú, no mi pujanza), tan positiva y alucinante, que ya no siento miedo.

¿Recuerdas que siempre me persiguió fatalmente la dedicatoria de papá en el álbum de bautismo? ¿Recuerdas? Escribió en la primera página: Mira que te mira Dios, mira que te está mirando. Piensa que debes morir, y no sabes cuándo. Quizás olvido a propósito algunas palabras, pero cada noche, antes de dormir, me ataca su amenaza. Al despertar, allí está esperándome el pronunciamiento. ¡Si otro lo hubiera escrito, pero es el dictamen de mí Adorado progenitor! Punto y aparte. No he olvidado el consejo, pero decidí arrinconarlo y vivir cometiendo excesos, creándome defectos, ¡transgrediendo la prohibición! A todo ello, adiós. Hola, renacimiento. Alicia, hay un vuelo directo desde el infierno hasta más allá del paraíso. Te invito a hacer juntas un viaje interminable, a brindar con ostras y con el mejor champaña de la comarca, a olvidar la celulitis incipiente, a confiar en que cobraremos las deudas atrasadas, las facturas del amor que repartimos y había sido que no lo hicimos gratis. Qué tango, ¿no? Te beso mucho, mucho.



Dobla la carta, la coloca en un sobre y comienza a empacar sin prisas.



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ArribaAbajo- II -

Los aposentos de Irala


Ninguna oportunidad mejor que este viaje para sepultar al inolvidable Federico Rueda Gómez-Gavilán. Una huida perfecta. Mientras premedita la acción del destierro de su caprichoso fantasma sentimental, se depila las piernas y evoca la manera en que él destruyó su fe en la pareja.

Anudila fue testigo casual de la incertidumbre de Federico cuando se instaló en la histórica mansión capitalina cuyos espacios serían durante muchos años el imperio de sus trabajos culturales y sociales, de sus anhelos espirituales y de sus relaciones con mujeres de cualquier ralea.

El primer administrador de este lugar de recreo intelectual dispuso que las dependencias del segundo piso funcionaran como su vivienda, para controlar mejor lo que sucediera abajo: tertulias, conferencias, debates, mesas redondas y veladas literarias. Una vez que Federico ocupó el mismo cargo, adoptó espontáneamente las prácticas de su antecesor, sin percatarse de la existencia de los cimientos subterráneos que servían de apoyo arquitectónico a la residencia. Fue Anudila quien tropezó, en una de sus muchas exploraciones domésticas, con el ventanuco que conducía a una bodega clausurada, donde se amontonaban botellas, libros y manuscritos de una mujer llamada María Luisa.

En desordenada lectura de tres de sus diarios íntimos, Anudila advirtió que el ingeniero y los albañiles que construyeron   —120→   el edificio centraron sus esfuerzos en dotarlo de la máxima tranquilidad. No omitieron puertas secretas en el plano original, ni pasadizos. Esa especie de gruta enmascaraba con simétricos detalles su compleja estructura, que se erigía poco a poco para satisfacción de su dueño original, Orestes Medardos. A la sazón el señor tenía setenta años y disfrutaba sin alardes de los pingües beneficios de sus negocios.

No conforme con la cantidad de cemento y vericuetos usados para su protección, Orestes ordenó que instalaran exóticas alarmas y elementos blindados en cada uno de los sitios que lo albergarían, además de rejas, cerraduras y alambres munidos de corriente eléctrica.

Aplicaba idéntico esfuerzo productivo en la defensa de su soltería. Pero no. Hay cosas de la vida que son imprevisibles. ¿Casualidad? ¿Trampa del destino? María Luisa, a quien sus familiares llamaban susurrando Tatú Lamuerte, porque había enviudado dos veces, sorteó sin inconvenientes los obstáculos del tan bien resguardado paraíso de Orestes. Al principio él se defendió asegurando que ni los constructores del Antiguo Egipto fueron hábiles para evitar saqueos de las tumbas. ¡Los ladrones las violaban igual! Experimentaba fuertes emociones leyendo la Historia de la Humanidad.

-Los persas, griegos, romanos, árabes, turcos y europeos -le advirtió a María Luisa- saquearon las tumbas egipcias, a su turno, en busca de tesoros y piezas curiosas. Encontrar un sitio rico e intacto es una rareza preservada solamente por el azar, como quedar oculto al ser cubierto por la edificación de otra obra, hecho que benefició a la tumba de Tutankamón, enterrada bajo casas de olvidados autores de sepulturas y sus sirvientes.

María Luisa lo miró con aire de inocencia y se burló:

-Tú serás mi Tutankamón y mi esclavito.

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-¡Ja! Los recintos violados informan también sobre la modalidad del robo.

-Pero si yo -dijo ella más cándidamente aún- no te robaré nada. Tú me lo darás todo.

-La finalidad de resguardar una tumba -explicó Orestes, de mal talante- consistía en encubrir objetos de valor que, por razones religiosas, eran esenciales para la vida eterna. Yo sólo procuro que los años de mi vejez no se vean opacados por un asesinato. Estoy en paz. Ni ladrones ni mujeres profanarán mi soledad.

-Yo podré. Cierra tu puerta con loza de granito, y verás. Cavaré túneles para alcanzarte. Introdúcete en un sarcófago de piedra, que te perforaré. Ya no hay granito de Asuán. Yo sólo quiero echar luz sobre la oscuridad de tu lujuria, mi viejo.

Nadie tenía capacidad suficiente ni valor para salvarse del acoso de la tía. Sus técnicas de acercamiento al esquivo varón eran impecables.

-Jamás derribarás mis muros -proclamó Orestes-. Tampoco podrás modificar mi antiguo lema: ¡masturbación o dependencia!

-Más turbado te encontrarás cuando estemos realmente juntos -dijo ella, cargada de incontrolables fiebres.

Orestes escuchó distraídamente los pormenores de la relación de María Luisa con su primer marido. Mas luego, cual enredadera en verano, su curiosidad creció.

-¿Y después? -dijo como al descuido-. ¿Qué ocurrió después?

-¡Me chupeteaba aquí, y aquí, y aquí! ¡Y aquí!

-¡Era un sádico!

-¡A mí me encantaba!

-Qué escándalo. ¿No te dolía?

-Qué vas a pensar en dolores cuando las venas se ensanchan. Le pedía más, gritando ¡más! Mi voz se tornaba ronca, su boca parecía crecer inexplicablemente.

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Orestes se preguntó cuánto tiempo más resistirían en su lugar los botones de la bragueta, y decidió encargar que los cambiaran por un cierre metálico, desconcertado ante la sabiduría con que esta mujer tan mayor despertaba en él fantasías que ninguna jovencita bien formada podía motivar.

-Me vestía despacio, despacio -prosiguió María Luisa, al notar la efervescencia de su víctima-. Mi marido se aseaba dando con el cepillo en un ojo, tanta era su avidez por seguir observándome. Luego, una blusa con mangas largas y cuello muy alto, una falda beatona ¡y a casa de mamá, para prolongar mi contento con su estupefacción! Ella requería: «¿Qué haces vestida así, con este calor?» Con ojos glaucos yo le contaba que mi cuerpo estaba lleno de moretones provocados por las ardorosas caricias de mi cónyuge. Muy herida, la pobre no podía decir ni mu, pues mis divertimentos se amparaban en el sagrado vínculo matrimonial.

-¿Qué tenía que ver tu madre en todo esto?

-¡Oh, mucho! Se trataba de una dulce venganza que prolongaba mi excitación. Mamá me había inculcado que nada había más sucio y pecaminoso que el sexo. Toma, trágate esto, gozaba yo. Abochornada, ella no se atrevía a mirarme.

-Se entiende -reflexionó Orestes en voz alta-. Es un perfecto caso de sadomasoquismo.

-¡Orestes! Otra vez empleas esos vocablos incomprensibles. Qué manía horrible de ponerles títulos a las cosas más simples. Mi segundo marido, que en paz descanse, apenas irrumpía yo en su laboratorio, solía alterar los preparados de las recetas que le encomendaban, cuando ni corta ni perezosa, yo bajaba la cortina de la farmacia. Entre esos olores tan particulares, ejecutábamos la Quinta Sinfonía de Pirandello.

-¡Pero si Pirandello es un escritor!

-Qué importancia tiene eso, querido. Con su música   —123→   a otra parte. Los parroquianos tocaban el timbre como locos, aquejados de graves dolores de muelas, al tiempo que nosotros desafiábamos cuanta ley de gravedad nos circundaba. ¡Ah, cuando la barca se mece en el mar y hay tormenta, qué incitante es el peligro!

-Perversilla, ¿eh?

Las fábulas portátiles de María Luisa anularon poco a poco la resistencia de Orestes. Abatido, admitió que empezaba a resbalar por la pendiente de estos cantos eróticos que lo cautivaban con sus cuentos de sirenas antiguas.

Y se rindió.

Al convertirse en el tercer esposo de María Luisa, modificó forzosamente sus manías de solterón, y así como las ropas que usamos se lavan y se gastan, los tejidos del cuerpo, sus recovecos, se deterioran con el abuso de la energía. El combustible que él recibió en el tiempo del matrimonio fue escaso para su organismo baqueteado por las abstinencias. María Luisa enviudó una vez más e inexplicablemente decidió conservar a Orestes en la nostalgia como al último hombre de su vida.

La mole que ocupaba se transformó en una carga pesada para sus sentimientos. El desván, el corredor, los pasillos, las galerías, el vestíbulo, el patio, cada hueco, el piso, la bodega, la chimenea, la terraza, el tejado, hablaban de Orestes más enfáticamente que cuando él estaba a su lado. Resolvió implementar cambios para que su casa adquiriera un color más natural. Derrumbó habitaciones enteras y remodeló las áreas privadas convirtiéndolas en sitios confortables. Completó su diseño hogaril con un gran jardín interior y aisladas dependencias de servicio.

Borradas las señales arquitectónicas que simbolizaban la opción de Orestes por la soledad, María Luisa se dispuso a andar a buen paso, con la idea de incrustarse al presente en carne y mente. Sin embargo, recordaba al finado hasta en   —124→   los silencios. Por eso, cuando un consorcio extranjero ofreció una importantísima suma de dinero por el inmueble, lo vendió y se mudó a un sitio adecuado para una persona que nunca volvería a tener compañero.

Conque al fin y al cabo la mansión pasó a funcionar como centro de esparcimiento colectivo, y fue en este mágico ambiente donde se inició la tempestuosa relación entre Federico Rueda Gómez-Gavilán y Anudila Gonzaga. La planta alta pasó a ser conocida como Los aposentos de Domingo Martínez de Irala, quien fuera el conquistador español que a más mujeres indígenas amó y que mejor contribuyó en el proceso de formación de la nación paraguaya.



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ArribaAbajo- III -

¿De que mes son estos idus?


Anudila apartó la mirada de la araña que caminaba sobre su mesita de luz y Marcela, la nueva criada, acercándose a su oído, gritó: «¡Usted señora parece querer ser picada por este bicho asqueroso!», y ella, Anudila, respondió: «No se meta en lo que no le importa. ¿No ve que estoy haciendo lo que me da la gana?» Giró de nuevo la cabeza para fijar los ojos en el pequeño insecto que se desplazaba a sus anchas, y fue cuando sonó insistentemente el timbre de la casa.

No oyó o no quiso hacerlo. Ese estado de abstracción la comunicaba misericordiosamente con una criatura cosmopolita diferente a ella: la esposaba al mundo y a sus innumerables habitantes. En realidad, la llegada de algún intruso interferiría brutalmente -así como cada actividad rutinaria necesaria, comer, bañarse o dormir- en su quehacer fundamental de búsqueda de una solución definitiva para sus problemas físicos. Porque sus dolencias no eran emocionales ni mentales, eran carnalidad absoluta. Lo que más la impacientaba era su propia impaciencia.

-Señora, viene la señora Lilian -anunció Marcela.

-Que pase.

Sabía, pues, que la mañana ya no sería suya. No respiraría ya el mismo aire intimista y relajado. En consecuencia, debía admitir que se acabó el recreo. No, comenzaría el   —126→   verdadero recreo de la conversación jugosa. No, había comenzado bien temprano cuando declaró el día vacío, para nadie más que para sus pensamientos, para estar completamente sola y no hablar ni siquiera con sus hijas.

De todos modos, Diana, la más pequeña, ya había entrado antes a su escritorio. Se lanzó sobre el regazo de Anudila. La besó, la acarició. No parece que fuera ayer, meditó. ¿Quién podría devolverle el hoy de ayer, sino ella misma, aunque se hiciera trampa?

-¿Cuándo me llevarás al parque Anka, mamita?

-El fin de semana.

-¿Cuándo falta para el fin de semana, mamá?

-Ya entenderás. Yo sigo teniendo confusiones con el compás del espacio, prepotente buen padre que no respeta ni el mínimo ensueño.

-¡No te entiendo, mami!

-Vete a jugar con tu hermanita.

La sonrisa de Lilian era como una rendija que dejaba entrar mucha luz a los cuartos olvidados. Al llegar a la habitación de Anudila miró y preguntó por qué estaban los muebles cambiados de lugar.

-Porque me cansan -aclaró Anudila-. ¿Sabes que hace dos días regresó Francisco?

-¿Y te parece que sigue siendo una buena carta a la que apostar?

-¡Ay, Lilian, no compliques las cosas!

-Recuerda lo que opinábamos sobre esas chicas de cóctel. Adminístrate ahora que eres joven y puedes escoger.

-¡Estás pontificando! Estoy cansada de tanta autodomesticación.

-Bien sabes que detesto los sermones. Sólo apunto lo que tú misma opinas de las mujeres que se dan el lujo de ser frívolas.

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-No sé a qué viene eso.

-A que estamos de acuerdo en que no eres una chica de cóctel.

-Me estás aconsejando que me venda mientras le salgo al paso al futuro. Que claudique.

-No. Sólo te digo que una buena manera de matar la ilusión, que es muy cruel, es pensar a fondo las cosas y aceptar lo menos posible como artículo de dogma. Es una cuestión de integridad, ¿entiendes?

¡Marchante! ¡Marchante! El grito de la vendedora de yuyos cortó la discusión. Salieron a la calle y observaron a la anciana yuyera que parecía haber tenido mala suerte toda su vida, como si en cada arruga se manifestara una sempiterna y mísera obligación de defender sus derechos.

Se entretuvieron seleccionando hierbas y nuevamente se trenzaron en desacuerdos, que no, que la salvia es para el estómago, te digo que para las adicciones, la cola de caballo es como una escobita para los intestinos, más bien limpia todo, no sólo eso, no te olvides de comprar el yaguarete ka'a para esos empachos que te agarran cada vez más seguiditos. ¿Y el cedrón y la manzanilla? ¡Tampoco mezcles tanto! Un poco de anís no me vendrá mal.

-A cien nomás todo, che marchante, comprá catú esta hierba buena, y éste sí que es para hacer gárgara, para que no te duela más la garganta, y un poco de borraja para tu catarro, que no te pasa luego, che dió.

Apenas terminó la sesión con la marchante, Lilian insistió en que se debe diferenciar entre lo trivial y lo esencial, y Anudila se irritó abiertamente. Como si nadie antes que ella hubiera tenido desgracias, algún vecino malhumorado, deudas insoslayables. Mucha gente era lo suficientemente rica y afortunada como para poder pasar el resto de sus días sin tener otra tarea que la de explotar a sus semejantes, pero   —128→   también sabían sufrir por bagatelas. Tampoco podían escaparse de las mañanas heladas o del sol quemante. No era que Anudila se sintiese ingrata. Es que no estaba con ganas de escuchar sermones. Que estás chachareando, es como si me contaras de las generaciones literarias, y yo de eso nunca entendí un comino. Venga la generación del 40 y la del 60 con sus agotadoras búsquedas estilísticas. Hasta hace poco, para impresionar a cualquiera, decía que la dimensión estructural de tal y cual cosa era hueca, pero no sabía qué cuernos era eso del estructuralismo. Con Federico sé que es un hombre y que...

-No confundas las cosas. El pasado, todas las experiencias cuentan siempre. Y lo que no funciona debe obviarse sin otorgarle beneficio a la indecisión.

-¿Merendamos?

-¿Por qué cortas el tema?

-Por cansancio. Estoy agotada. Diana acaba de acomplejarme, bendita liliputiense, con ayer, mañana, después de ahora, si qué tiempo falta para alcanzar el fin de semana. Cuántos conceptos vagos en los idus de no sé qué meses.

El trajín doméstico dejó escuchar el vozarrón del jardinero:

-¡Apúrate Clemente, porque mi suegra y mi gato están enfermos!

Qué absurdo. Lo que dicen le parece de cuento a Anudila, que mira cómo se desdibuja una nube y se aleja del hueco de sus expectativas, del día, de esta hora que se pega a los brazos inútilmente quietos.

-Todo está por comenzar después del terremoto. No entiendes, Lilian. Nuestros giros idiomáticos son sólo un jeroglífico que no explicita nada. Es demasiado tarde. Los trenes pasaron con su eterno aullido dejando en su lugar las vías de siempre, inamovibles. Hace frío. Usted está enferma,   —129→   señora. Todos estamos hartos de diálogos de sordos. Habla, habla, total, escuchan los ciegos.

-Comprendo. Seamos prácticas.

Ambas se aliviaron y Marcela trajo dos humeantes tazas de té. Con miel de abeja, claro.

-Hablemos -sugirió Lilian- de la novela que empezarás a escribir. Serás una verdadera escritora, analítica, aguda vigilante de la realidad.

-Vaya, qué penetración la tuya. No podría escribir dos cuartillas siquiera si no me fijara en mi entorno.

-De acuerdo. ¿Qué otra cosa sino una radiografía de lo cotidiano, de distintos hechos concretos, es una novela? Y hay tantas historias que esperan su tumo de ser contadas. ¿Qué ejes seleccionarías?

-No lo sé -admitió Anudila-. Tengo en mente a la mujer y sus roles en la historia de la humanidad. Suspenso... una gran jaula dorada y una bebita. Esa jaula sería su corralito, y luego ring durante el matrimonio. Una niñita, sí, una joven, una dama adulta-adusta, ¿ad-últera? Por último, una anciana. Los demás tratando de encerrarla más, pintando y despintando su jaula, o tratando de liberarla. Madre, hija y espíritu santo.

-Bueno, esa es la idea. Pero, ¿el argumento?

-Por Dios, no seas esquemática. Un día ella-ellas pescan que son las únicas que pueden encontrar el portentoso mecanismo para salir de la cárcel sin destruirla, o para quedarse en ella porque la contaminación ambiental no alcanza para vivir otra situación más gratificante que la de ese círculo reducido, en el que sin embargo cada una por lo menos puede intentar desentrañar las verdades de los tugurios antropomorfos.

-¿Tugurios antropomorfos? Rebuscadísimo, querida. A mí me gusta la sospechosa sencillez de una sintaxis. Y, además, ¿no está suficientemente gastado todo eso?

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-Y bueno... Puede ser una antinovela. Uno para todos y Dios o yo para la vaca conversante. Comenzaría así. Eso. Una sátira sobre los novelistas y sus confesiones públicas. Una caricatura de la misma novela como género literario.

-Otros han hecho ya lo mismo -insistió Lilian.

-Sí, pero tendría cuidado. Siempre hay algo nuevo bajo el sol y la luna. Sólo en el Eclesiastés se ha dicho lo que ya no se puede contar. La mía sería una agresión al estilo narrativo. También puedo optar por ser más convencional, elegir como foco la vida de una familia campesina.

-No olvides que lo que debe surgir en nuestro país es la narrativa sobre el contexto urbano. No machaques. Y dale con el campo y los ranchos.

-En fin, puedo escoger una historia tradicional con desenlace complaciente para todos, se casaron y el rosa fue rosa y comieron lo que se les antojó. O algo como una rayuela, a lo Cortázar, un rompecabezas para que el lector trabaje como un orfebre, que cada uno arme sus piezas, que comience a leer por donde se le ocurra. Tendría en cuenta ciertas teorías literarias para desarrollar mi obra. Probaría que se puede hacer derroche de tecnicismo sin aburrir. Quizás podría ubicarme como cronista.

-¿Qué? ¿Con el recurso de la compilación?

-Como registradora, sí, de un hecho histórico. Seleccionaría las fábulas y habladurías arquetípicas y luego del rastreo de peripecias me ocuparía del ordenamiento y la transcripción del texto. Eso está de moda. Lo que no sé es si atender la pureza de la forma o la fuerza del contenido.

-No te pierdas en titubeos. Hay que empezar. Y no te acerques demasiado a esa narrativa desenfadada y algo porno, para aparentar que eres moderna.

-No. Mi novela será algo sutilmente intelectualoide -aventuró Anudila.

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-Y sólo la leerán tus padres, con gran esfuerzo. Cuidado -dijo Lilian y se despidió-, cuidado, que la primera novela quiere tender a ser autobiográfica.

-Por favor, qué tontería. ¿A quién podría interesarle la historia de mi vida?



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ArribaAbajo- IV -

¿Será o nada pasará?


Federico no buscaba sorprenderse con nuevas amistades: venían a él atizadas por su don de gente y su generosidad sin afectación.

Asistía a comidas y vernisages integrándolos a su esquema de trabajo. Por ello, pese a su constante recriminación, porque detestaba su tendencia a la modorra, no se avergonzaba de la pérdida de tiempo que significaban noches tras noches de tragos y tertulias.

En ellas aprendió a recoger diferentes versiones sobre las actitudes de sus anfitriones paraguayos. Algunos le contaron que primero viven y de vez en cuando trabajan, en fin, unos pocos, porque a todos les gusta holgazanear.

En una de estas jornadas se acercó a un grupo que dialogaba sobre la represión gubernamental imperante, un tema obligatorio. Allí estaba Marta Laterra, una de las mujeres mejor educadas que había conocido en el país, y que prácticamente lo prohijó. Alta, rubia, de ojos azules, al lado de Federico se asemejaba a una afable compañera de juegos capaz de concederle todos los caprichos.

-¿No ha venido Anudila? -preguntó Marta.

-Hoy no he hablado con ella, pero ya es tarde, así que esta vez no debemos temer al ridículo. Ya sabes que con dos copas de vino ella empieza a dispararse.

-¿Y sientes pudor ajeno? En cambio, yo me divierto con sus irreverencias, mientras la agresión no se dirija a mí.

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Una exquisita sensibilidad se escondía detrás de los razonamientos muchas veces irónicos de Marta. No era una típica ciudadana local. Los años de estudio y vagancia en París dejaron huellas visibles en su tranquila compostura. Soltera por decisión propia, estimaba sin subterfugios las buenas amistades masculinas.

-Acabo de regresar del Brasil -comentó-. El predominio de la violencia se está marcando más en esa sociedad. Las paredes se hallan ahora ensuciadas con leyendas obscenas.

-¿Cuál puede ser la causa, en un territorio tan inmenso?

-Sería harto aburrido entrar a hacer enumeraciones. Las raíces históricas del subdesarrollo son similares en toda América, pero hoy tanto Perú como Brasil nos sobresaltan al exhibir su pobreza casi como espectáculo. Es terrible. La calidad de vida se ha degradado a tal punto que...

-Los satisfactores -terció Mabel Bellarano- hacen agua por cientos de agujeros. Ideas sin desarrollar, educadores con bajísimos salarios y número excesivo de alumnos impiden la aplicación de un proyecto viable para un cambio radical.

-Satisfactorias -calculó Marta- debe ser una palabra portuguesa, ¿no?

-Dije «satisfactores».

Íntima amiga de Marta, arquitecta como ella y formada en Italia en cursos universitarios de post grado, Mabel tenía preocupaciones de corte sociológico y bregaba para que la educación de sus compueblanos estuviera principalmente orientada en función del individuo integrado a su comunidad, y adaptado con ciertas pinzas, para que surgiera una libre armonía entre arte, estética y ética ambiental, naturaleza y belleza interior.

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-Dios mío, debo retirarme -dijo Marta mirando el reloj.

-Espera, que te llevo -ofreció Federico.

Ya en el automóvil, conociendo las habilidades de su amigo en el campo de la electrónica, Marta habló de ciertas fallas mecánicas del equipo de música con el que acompañaba la realización de sus planos profesionales. Solícito, una vez que llegaron, Federico entró con ella a la casa para revisar el artefacto. Mientras lo hacía, Marta hablaba como para sí, retornando la conversación de la fiesta. No era inusual que expresara en voz alta sus disquisiciones. Es más, sus allegados ya ni se fijaban en estos lapsus. La arquitecta estaba siempre predispuesta a ese estado que sus amigos bautizaron como «aeritis» crónica.

-Brasil se me viene encima como diez torres de Babel acostadas, meciéndose detrás de los árboles y los buzones relucientes con sus eslóganes: ¡Tome la iniciativa, escriba! Confíe en los Correos, los tiempos cambiaron. Y me empujaban, y el ómnibus parecía detenido en la villa miseria, allí, abajo. Me robaron el chal en la rodoviaria, llena de flores de plástico. ¡Flores de plástico hasta en el techo, en pleno trópico! Qué lugar. Invadido de vidrios de colores y luces espantosamente artificiales.

-Es aquí, en este circuito -dijo Federico-. Ya está.

-¿Te contó algo Anudila sobre un personaje sensacional que conocí en el nordeste?

-¿Un flirteo?

-¿Recuerdas lo de Neruda? Amo el amor de los marineros que besan y se van. Marrón es el nombre del tipo. Es una especie de guía de turismo, amable, que nos ha saqueado con gracia, con dientes blancos y piel oscura, brillante. Marrón.

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Se despidieron.

-Llévale estas fotos a Anudila -propuso Marta-. Yo se las hice en una de nuestras excursiones al Chaco.

Presuroso, Federico cruzó la ciudad. Cuando llegó a su casa creyó percibir un olor que no era el suyo en la habitación. La recorrió con cautela, fue al vestidor, abrió puertas. Intuyó la presencia de Anudila y una rabia feroz lo invadió. Probablemente estuvo nuevamente aquí en su ausencia, revisando objetos y papeles de su exclusivo uso personal. No soportaba la falta de respeto a su privacidad.

Cuando más alterado estaba, surgió Anudila de debajo de la cama, arrastrándose como un reptil.

-¡Cómo te atreves! -exclamó Federico.

-Pasaba por aquí y entré a esperarte. ¿Qué tiene de malo?

-¿Por qué te metiste debajo de mi cama?

-Quería pillarte con alguien, sentir que la cama se movía sobre mí, salir y encararte -dijo ella sin asomo de rubor.

-¿Pero no te das cuenta que tu comportamiento es ilícito desde todo punto de vista? ¿Hasta dónde pretendes llegar?

-Hasta tus entrañas.

-Pues sí que has escogido el camino inadecuado.

-Yo sólo quiero -pronunció ella, ya compungida- alguien con quien compartir sin presiones mutuas un plan de vida.

-¿Y estás tan condenadamente perdida que haces exactamente lo contrario? Presionas y presionas. ¡Aunque te quiera más que a mi vida no estaré contigo si pretendes ser mi carcelera!

Anudila bajó las escaleras. El suelo no existía. En el vértigo de la conquista frustrada, se veía apenas como un rostro flotando rabioso en su interior.

Buscó en la cartera un cabello negro que encontró en el lavatorio de Federico. La prueba del delito: ¡Este cabello no es mío, es muchísimo más largo y de otra tonalidad! Este roñoso pelo pertenece a una cabeza ajena, a la reemplazante que como una víbora, sigilosa, irrumpe también en su dormitorio.

Graves pensamientos la llevan ahora a identificarse con una paloma rodeando al macho, sin intuir nada, envuelta en esa dulzura que gravita sobre la arqueología de la hembra, chiquita y asustada. De este modo su espíritu se adueña de una redención palpable, sinuosa, propia de las hazañas que sólo pueden concretarse en el futuro, arrastrando el capricho sobre el sendero terrible del calendario: ¿Será o nada pasará? ¿Lo inesperado en verdad se convertirá?

La embarga un gran malhumor, porque cree que ningún acto racional podrá ser más intenso que el alarido del momento: el que está sucediendo, siendo, inmediatamente, pasado. Pero con qué facilidad el testimonio de andaduras se evapora entre las llamas de cada única providencia. No en balde persiste el dicho de que cada mosca tiene su sombra.



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ArribaAbajo- V -

Hilando el vínculo


La fatiga se alía con el insomnio, y entre ambos, Federico no logra descubrir de dónde viene esa sombra mal colocada, de dónde los colores tenues. ¿Desde el cuadro de Soledad, que en años pasados ocupaba una pared de su dormitorio? Sí, se trataría de aquella anodina obra de arte, su visitante de la siesta. Esa muralla alta, escalable. Un aire que se asoma y sorprendentemente no aprieta ni refresca, desde el lienzo barato. Está allí, desmadejado, casi entre sus dedos, que buscan tensiones en la espalda. Pero por qué aúna tanto el recuerdo de este óleo figurativo y vulgar, con una época perfectamente identificada, cara para él, en la que un eromosoma parecía aprisionar a otros mientras registraba cuánta vida secreta tenía su cuerpo aún en los rincones desconocidos.

Es indudable que no se piensa con el cerebro, no se siente con el corazón. Se piensa y se siente también con el hígado, con el estómago, con huesos y arterias. Cada órgano se relaciona con asombrosa simplicidad al otro, y al otro, y al otro. Quieta la mañana, sin ninguna ansiedad, relaciona el insignificante cuadro con la nueva costumbre de aguardar a Anudila sin necesitarla. ¿Por qué no le rodea ningún apremio, y sin embargo, como una afiligranada gota de agua ella ya está a su lado, en la alegría revuelta que disfruta porque sabe que la verá enseguida, pese a las constantes peleas?

Le es grata esta forma de ir hilando el vínculo con una persona. No tiene que devanarse los sesos para bosquejar

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cómo había sido y cómo sería la vida de ella. Aunque planteara diversas conjeturas, nunca se alejaba de la certeza.

-¿Qué te gustaba hacer cuando eras niño? -era la averiguación preferida de Anudila.

Federico recogía al vuelo la curiosidad y consideraba normal que ella escarbara en su historia:

-Iba a la escuela, jugaba, almorzaba en la mesa la comida que mi madre preparaba, ayudaba a mi padre en los olivares.

-¿Y al crecer?

-Me enviaron como pupilo a un colegio religioso. Cuando ya era más grande cuidaba a los chicos pequeños del internado. Siempre me encargaban la atención del dormitorio de los meones.

-Y después vinieron los enamoramientos. Tú les ponías números a las mujeres. Mimosa I, o Carmen II, ¿verdad? Porque eran varias, ¿verdad?

-No sé por qué maquinas estos novelones, ni con qué intención consignas esa palabra clave con tonillo contradictorio, cuando todos sabemos que es una de las más representativas afirmaciones.

-¿Cuál? ¿Qué palabra?

-Dices «verdad» interrogativamente. La verdad es aseverativa, cierta.

-Disculpe a su descuajeringada alumna, señor licenciado. Esta ingenua e incompetente discípula controlará más su léxico, para no ser malinterpretada. No puedes negar tu pasado porque lo he leído todo y todito en tu diario, desde tu adolescencia hasta la semana pasada. No sólo eso. Tengo una fotocopia completa.

Él tiene la impresión de que Anudila compagina sus fábulas a veces para atormentarse, y otras, para su alivio y solaz.

-Federico -dice Anudila, adivinando su especulación, si no puedes convencerme, ¡confúndeme! Podemos debatir,   —141→   sin embargo, sobre ese asunto de la verdad. Supongamos que nos desenvolvemos solamente con un ideograma, con esa imagen convencional que significa un ser o una idea, sin palabras o frases fijas que los representen... ¿Cómo se ubicaría allí, semánticamente, tu argumento sociolingüístico sobre la verdad?

-Mira que eres testaruda y pedante.

-O si planteamos la misma cuestión desde la perspectiva de Destutt de Tracy...

-¿Qué? ¡Quién es ése!

-Uno de los principales representantes de la doctrina filosófica centrada en el estudio del origen de las ideas.

-¡La maestrita Ciruela! ¡Todos a copiar! ¡Clase de Dictado! Te empeñas en soplarme lo que es la ideología, ese conjunto de ideas fundamentales que caracterizan el pensamiento de una persona, colectividad, época, movimiento cultural, religioso, político, bla, bla, bla. Te has desatinado, tesoro, nada que ver con mi formulación sobre el uso equívoco, o ambiguo que le das a un vocablo. Con la verdad se afirma, no se consulta.

-¡Aaaaahhhhhhh!

Más visiones. Federico se arrima a catapultas verdosas, que en limpio recogimiento, le alcanzan la sombra de la tarde proyectándose hacia el cielo que acerca a su piel un sabor triste.

Con qué insólitos y fuertes colores sueña soles perrunos en este momento. El acantilado es una tentación, pero la vida lo llama serenamente. Desde su sitio, capta que todo es solamente repaso. Inmemoriales rastros. El sacerdote confesor y el desconcierto ante el pecado. Los curas y Franco en su España feroz.

-No es más que salirme del camino recto -se justificaba, sin mucha convicción-. Algo más complicado de lo   —142→   que se considera una virtud. Algo evanescente, adherido a la fatalidad y a la suerte intrínsecas que cada uno lleva consigo.

Se entrecruzan en el pensamiento los primeros caracoles que asombraron su infancia, la mirada del perro, sus manos visitando ese lomo terso, o huyendo velozmente de los atajos peligrosos. Era simplemente inocencia. La inocencia, pasiva, anclada necesariamente en la ignorancia. Qué idiotismo feliz. La pureza fue, posteriormente, una conducta motivadora, gratificante.

Aquí, en el claroscuro del deslumbramiento a deshora suscitado por Anudila, se halla también el croquis de la madre con sus buenos consejos.

Decide acostarse sobre la alfombra, laxo, y mirar en la pared sus únicos sobrevivientes de humedad, manchas con la locura de estar completamente solas, formando caprichosos diseños como clavos calientes detrás de los espejos del infinito.

Precisamente en el espejo del baño, Anudila había dibujado con su lápiz de labios una frase que le está carcomiendo el cerebro:

«Absurda plenitud sin concesiones, olvidos, ausencias, la facultad del ayer, un entresijo. La vida transcurre también cuando dormimos».



Aterido, Federico palpa la voz sideral de los eones de su cuarto. Se mimetiza en circunloquios dispersos. Se hunde en un eclipse sólo suyo. En ínfimos residuos, todas las frustraciones indican sus ganas de conocer auténticamente a la mujer. Ha cargado con tan enigmático fénix desde la escuela primaria, y ahora piensa que cuatro alegorías lo resguardan: su nunca saciada curiosidad, los altos conciliábulos del erotismo, sus transfiguraciones lúdicas y el desconcierto de saberse en sí, por primera vez, deambulando por cada protoplasma de Anudila.

¡Pero por qué no llega todavía!



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ArribaAbajo- VI -

Las cosas indescifrables


Federico no pretendía un acomodamiento fácil. Era demasiado sensible y delicado en todo. Cada oportunidad de reconocer un aspecto diferente de la ciudad era un regalo de la vida. Esa mañana, lleno de bienaventuranza y con la seriedad juguetona que lo definía, ordenó papeles sobre su mesa de trabajo y salió a darse un recreo. Pidió naranjas en el puesto habitual. Entró en la despensa del coreano y compró unas pastillas de menta. Fue a una Casa de Cambios a mirar las cotizaciones del día y a conversar con una socia muy dicharachera. Luego se sentó en el Da Vinci, porque estaba a un paso y, además, en 15 de Agosto y Palma a esa hora no había casi nadie.

Se preguntó por qué recurría siempre a los sitios habituales. Sería porque en ellos está alguien que te reconoce, hay una mirada deferente, un gesto amable, el calor que ya no transmite la sábana, la exacta frase cariñosa que mezquinan los que te conocen desde más cerca. Queremos la troupe condescendiente, aunque sea prestada a través de las nimias rutinas, del intercambio de bienes y servicios.

Vio a Anudila recién cuando ella se sentaba a su lado, sin saludar.

-Persiguiéndome, como siempre -dijo.

-No. Por casualidad pasaba y te vi -replicó ella-. Debes tener la conciencia limpia.

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-Nada de eso. Por lo menos podrías pedir permiso para compartir la mesa.

-Creí que te daría una sorpresa agradable.

-Ayer estuviste muy agresiva.

-Discúlpame. Los poblados nuestros son como tortas -prosiguió Anudila, sin inmutarse-. Los devoramos hasta que su sabor se torna empalagoso compañero. Después hay que buscar otras orillas, un refugio más seguro aún en sus precariedades. Porque, de todos modos, no nos pertenecen estas calles, sus semáforos y sus intermitencias coloridas.

-Pero qué cosas dices. ¿Qué te pasa?

-Nada. Me voy de viaje, a una exploración, pero antes quiero informarte que el paso libre es para los que saben dominar sus glándulas lacrimógenas. Para los que tienen reflejos rápidos. Para los que pueden pasar a cuarta en medio minuto, darle al cambio del auto sin que el motor se detenga.

-Incoherente. Estás incoherente -interrumpió Francisco.

-El azar es nuestro amo. Nosotros somos sus esclavos y su alimento. Está allí, inalterablemente quieto, idéntico a sí, mofándose de cada porción de aire que respiramos y a veces intentamos retener.

Federico procuró hacerse el tonto dirigiendo su mirada hacia las altas fachadas de los edificios con su aire art deco.

-La fuente de agua se ha llenado de polvo, en la plaza. Y de hierbas -rió Anudila frotándose las manos-. Una vez, hace mucho, mucho, cuando nosotros recién empezábamos... ¿Qué cosa, niña bonita?, podrías decir. ¿Quién puede delimitar el sitio exacto del principio? ¿Y el instante en que el hilo se suelta, fin, fin, se terminó, descansen?

Federico hizo caso omiso a Anudila que, obstinadamente, sacudió la cabeza y continuó monologando. Describió   —145→   la casa de la tía Clementina, o sus restos, porque estaba siendo visitada por la piqueta, como tantos otros edificios, joyas de un encantador patrimonio histórico y cultural de la Nación.

-Además -enfatizó-, Rosenda y Rufino están muertos.

Rosenda y Rufino pertenecían a una noble familia de Concepción. Conformaban un clan que despreciaba los negocios y admiraba la tradición de la heredad, que es -aseguraban- cuando los nobles nacen, no se hacen, y son terratenientes. Siendo muy jóvenes, fueron enviados a Europa a realizar sus estudios universitarios, pero luego, cuando sus padres murieron y tuvieron que regresar a la ciudad natal, dilapidaron rápidamente su fortuna. Rosenda se convirtió en una pordiosera y fue perdiendo la noción de las cosas. Los chicos adolescentes entraban a violarla cada vez que se emborrachaban, por más que apestara su cuerpo sucio y anciano. Y Rufino, también en total decadencia pero tratando de conservar su hidalguía en el porte, iba vendiendo poco a poco sus muebles de estilo a los padres de Anudila, que así armaban una casa sobria y refinada al mismo tiempo.

Rufino no ignoraba que su título de doctor ya era inútil. Y nada se proponía demostrar, encerrado en el orgullo de sus méritos académicos. Con maestría había dominado el deporte hípico, pero ya no tenía caballos. Era un gran teólogo, pero se había convertido en ateo de tanto conocer todos los mundos y a sus criaturas. Anudila y sus hermanos se paraban en la vereda, enfrente al gran balcón de mármol de «Don Rufino» y escuchaban sus clases de inglés. Él les cobraba dos guaraníes por cada sesión de una hora.

Federico la miraba inquieto mientras Anudila se perdía en estas remembranzas.

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-Mi maestra de primer grado se jubiló -prosiguió ella-. La avenida de eucaliptos se adoquinó. El reloj de la iglesia hace diez años que dejó de funcionar. El confesor ya no hace sus preguntas capciosas y la imagen de Jesús fue reemplazada por la de San Judas Tadeo. Sor Petrona cose, cose, hace muestrarios de puntos de bordados en el limbo. Todo está igual. No. No, nada permanece. ¿O algo quedó dentro del pozo tapiado? ¡Dejen que la niña duerma, que está con gripe, que tiene asma, que está enfermita!

Federico tomó las manos de Anudila entre las suyas y las apretó enternecido, como siempre que deseaba contenerla en sus estados de exaltación anímica.

Poco a poco la taquicardia de la muchacha cedió.

-Saldré a buscar a otro -dijo, altanera.

-Anudila, no repitas tus clásicas amenazas. Quédate sentadita, si ya estás aquí.

-No, no y no.

-No seas caprichosa. Luego nos iremos al cine a ver una película de Woody Allen.

Anudila sintió entonces, inequívocamente, que la libertad no existe. Las personas la inventan cuando sobra todo o falta demasiado. Y cada uno se encarrila dócilmente en su justo destino. Lo que ahora le ocurría nada tenía que ver con el sintomático proceso del recuerdo. No había un olor ni una marca en su cuerpo, sino lo que quedó hacia el otro rostro de su piel contando cosas por los poros. Como una llamita que está siempre encendida pero no quema, no hace daño, entibia. ¿Acaso podría explicar algo tan complejo con un léxico determinado que nunca sería suficiente, estaría irremediablemente ligado a los símbolos de nuestro lenguaje y la mayoría de las veces resultaría pobre? Porque ahora la turbación le abría el paso a una rara visión de lo que en su itinerario colocaba besos con huellas.

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-Estás bien, cálmate -pidió Federico, cortésmente.

Por supuesto que se calmaría. Tuvo la certidumbre de que encontraría la maña para adormecer la ansiedad, que se impondría la voluntad para que no la afectara más, para que el cansancio agobiante desapareciera junto con la posición de inútil espera y la ambición de ser amada de la misma forma en que ella creía saber amar. Respiró hondo y se propuso aceptar los hechos como eran. Vería las figuras delineadas nítidamente. No daría lugar a la impaciencia, sino a una paz con misteriosos ribetes de pureza.

Se despidió de Federico sintiendo que otras voces hablaban a través de la suya, y sin renunciar a la idea de que el idilio le importaba más que todo, el idilio entendido exactamente como la unión entre un hombre y una mujer, con todos sus usos convencionales. Intuyó que no era imprescindible completar sus interrogantes con definiciones. ¿Para qué hacer indescifrables las cosas? Ya no le importaban las salidas conciliatorias. Posibles soluciones, no le interesaban, ni arreglos organizados minuciosamente. Pensaría en Federico sólo de manera razonable: casi todo el tiempo. Pero esta preciosa ocupación no la limitaría en el desempeño de sus trabajos corrientes, a los que, al contrario, les daría resistencia. ¡Lo sentiría siempre a su lado, aunque estuvieran alejados y en condiciones expuestas a la sanción de muchos! Empezó a creer que podía amarlo sin atormentarse, al constatar que no se amaba exclusivamente a sí misma.



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ArribaAbajo- VII -

De la densa caricia a la violencia


Anudila y Federico se distanciaron. Él viajó a Bahía, al mar, y ella continuó preparando su gran viaje, tropezando consigo misma en los umbrales de los sueños, proponiéndose abandonar a su pareja, vete al infierno, no te quiero más y sal de mi vida. Era en febrero, verano encendido: una época de luz clarísima. Como suele ocurrir en estas circunstancias, Anudila hacía mil propósitos que luego no podía cumplir. Llamaba a otra gente que la mimara y la apoyara en su búsqueda de protección, se ocupaba de organizar actos que tuvieran trascendencia pública, cualquier tipo de hecho novedoso. Pero nada la tranquilizaba. La flecha de la veleta se movía según sus ilusiones. ¿Cuándo empezó su dolencia? Quería cifrarla, levantarse al amanecer y andar por el patio de su casa mirando simplemente cómo empieza a colorearse el silencioso índigo mientras los tejados se llenan de benévolas premoniciones. Y luego tomar el desayuno, leer unos cuantos poemas como método terapéutico, recibir a la maestra particular de canto de las niñas (¡con lo que ya le costaba que no se aburrieran en la escuela!).

Luego de cinco días Federico regresó a Asunción. Cuando sonó el teléfono Anudila sostuvo el ring en su pecho temblequeante. Sabía que era él. Cuando Marcela dio tres golpecitos a la puerta de su habitación, confirmó que era él.

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-¡Hola Federico! ¡Dónde estás! -gritó emocionada.

-Eh... lejos todavía.

-¿Y por qué se te oye cerca y tan bien?

-No sé -mintió-. Después de almorzar salgo para allá.

Anudila titubeó. El fragmento de silencio delató la emoción de ambos.

-Y llegarás mañana. ¿A qué hora? Porque a la siesta hay un asado de los teatreros, en tu casa.

-Quizás lo alcance.

Anudila creyó lo que Federico le decía. Colgó el teléfono y pensó nuevamente en el tiempo que nos trae y nos lleva, nos devuelve y nos quita las cosas. La noche anterior intuyó que él regresaría a Asunción. Llamó a su casa al atardecer, en el exacto momento (luego lo comprobó) en que estacionaba su auto en el garaje.

-Cata, ¿llegó Federico?

-No.

-Cuando llegue me llamas. Conoces de memoria el número de casa. Doscientos cuatro ciento siete. Dos, cero, cuatro, uno, cero, siete. ¡No te olvides, Cata!

Media hora después llegó a la casa de Anudila su amigo Ángel, y decidieron dar una vuelta en auto por el centro de la ciudad.

-No conduzcas tan deprisa. Así te cuento cómo sabía la hora cuando era chica -pidió Anudila.

-Conduciré más despacio. Pero porque eres hermosa. Tendrías que saber quedarte sola y mirarte por dentro. Te bastaría con eso.

-¿Cómo?

-Deberías morar en una zona segura y propia.

-Tenía un álbum -siguió Anudila, obviando el comentario de su amigo-. Un álbum muy peculiar. Cuando lo abría dejaba sonar un vals pegadizo y algo melancólico. Me sentía angustiadísima al escucharlo, adelantándome a   —151→   mi bautismo, a la primera comunión, al triciclo nuevo, al primer día de clases. Eran los meses en los que en el jardín, la sombra nos contaba qué hora era. Cambiaba en invierno y en verano. En otoño la sombra llegaba hasta el comienzo de la huerta, y así sabíamos que eran las cuatro en punto de la tarde sobre los repollos, mientras escuchábamos el trajinar de los aguateros, en la calle. Era mi primer reloj de sol, ¿te das cuenta?

-Ya sé que eres muy fantasiosa.

-¡Es verdad todo! Vivía allí un hombre que se hamacaba al andar mientras se hacía viejo, viejo. Bailaba sobre sus piernas cansadas y hablaba de dos lunas inexistentes en un lugar en el que él nunca estaba, y jamás estaría.

-Anudila, ¿tienes fiebre?

-No. Todo es cierto. El hombre se llamaba Santa Cruz y había descubierto maravillas que guardaba, o mejor, escondía en el bolso que colgaba de su hombro izquierdo, ese mundillo de canaletas con sus raíces y sus trompos enterrados, con los diminutos huevos de rana, siempre rojos, en sus orillas.

-¿A qué se dedicaba el señor?

-A eso, a lo que te estoy contando. Cojo como era, andaba y desandaba caminos con su saco de cualquier cosa, reclamando unas moneditas a cambio de sus piruetas. La cucaracha, la cucaraaachaaaa, ya no puede caminar, porque le fal-ta, porque le fal-taaaaa, la pa-ti-taaaaa de atrás. Tarareaba la misma letra incansablemente, mientras llenaba sus bolsillos de objetos inútiles.

-Algo relevante debe esconder esa historia, para que la narres porque sí, sin motivo alguno.

-Absolutamente nada. Nada importante. ¿Para qué? A veces su canción se interrumpía porque los chiquilines se reían. Se burlaban y lo rodeaban con jugarretas. Le tiraban palitos o piedras, lo asediaban con adivinanzas o le decían que era muy tarde, lo confundían gritándole que en el río   —152→   había fiesta, campanas, pescadores sin canoas que podían saltar sobre el agua y capturar todos los peces que quisieran.

-Eso les ocurre normalmente a los vagabundos, creen que nada es mentira.

-Cuán convencional es tu análisis -replicó Anudila-. El grillo y Santa Cruz me conmovieron tanto.

-¿Qué grillo?

-El que Santa Cruz tenía en el bolsillo para que lo acompañara en sus cantos. Y una luciérnaga, para que le alumbrara el camino en los días oscuros. Ahora me arrepiento. Yo fui una de las niñas del barrio que lo tentaba simplemente porque era rengo y petiso.

¡Ay, las conversaciones sobre temas de la infancia también tienen sus funestas consecuencias!

Cuando Federico se duchó y decidió salir a buscarla esa misma noche, mientras narraba sus historias, Anudila lo presentía cerca, cada vez más cerca, devorando los kilómetros para llegar a su encuentro. Pero él ya estaba en la ciudad, entusiasmado con la sorpresa que le daría. Al no hallarla, y con los furiosos celos habituales, la buscó a Celia, una de sus compañeras de juegos exóticos, y recién al día siguiente urdió la estratagema de su reciente arribo.

Compartieron el almuerzo con actrices y actores, en la casa de Federico. Luego, los mutuos engaños. Y la discusión.

-De la densa caricia al desaire más violento -se quejó él-. Así se mueven algunas señoras. Con sorpresas gratísimas, con puñales sutiles y terribles alternancias.

-Tú -gritó Anudila mordiendo la sílabas-, tú eres el que me engaña, tú, que te dedicas a resolver importantes asuntos de interés general. Al diablo con los particulares y sus embrolladores problemas que no te pertenecen ni tienes por qué compartirlos. Esta es tu esquina y punto.

Federico se mantuvo quieto, como si mirara llover.

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-Ah, son muchos los que como tú se levantan a la hora que se les antoja, y se sientan en sus amplios escritorios sin tener ni siquiera moscas que papar, siendo custodiados por un retrato que cuelga detrás del sillón giratorio. Un Papa, un general o un rey decimonónico en este fin de siglo, cualquier fulano como estandarte, ¿qué más da?

Nada. Ninguna respuesta. Enfurruñada, Anudila prosiguió su exposición como si declamara un libreto archiconocido.

-En fin, otros cuelgan horribles paisajes en sus salas. ¡Tú no lo harías! Claro, tampoco eres casado, no tienes una bonita y armoniosa foto que te presente con esposa e hijos. La reemplazas con esa sonrisa amuecada y amables buenas tardes tome asiento premeditadamente accesibles.

Por un momento Federico evidenció sus ganas de estallar. Se contuvo.

-¿Y después? -dijo caballerosamente.

-No rompéis el sistema, pues es bien sabido que las casas inmensas son habitadas por quienes tienen un ritmo parejo en sus labores, adelante con la organización, si el que arma los edificios no es el constructor, sino el albañil con su vianda a cuestas, métale mezclar arena y agua, pintura y clavos para que se llenen después esos espacios con cuadros elegantes para familias exquisitas, con estómagos protegidos.

-¡Vaya! Conque también eres una excelente resentida social.

-Estoy cansada -musitó Anudila, a punto de desplomarse-, ¿sabes? Las tormentas de agosto me anulan. Octubre me revienta. Marzo me rompe el hígado. Febrero sin ti me mata. ¡Y es cierto que saldré de viaje en pocos días!

-Pues arréglate contigo misma, porque bueno estoy yo para soportar desmadres.

-¡Cuando volvamos a vernos serás tú quien me suplique!

En la ronca noche el portazo se escuchó largamente.



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ArribaAbajo- VIII -

Las Ucronías


Ángel, caraduramente y sin despecho evidente, le había susurrado que estaba linda, cuando Anudila dijo que le temblaban las piernas al recordar a Federico.

-En realidad -aseguró Anudila, con ganas de motivar celos- me dijo que era bella. Y agregó: Pero las mujeres hermosas son para los hombres sin imaginación, y es justamente lo que a mí me sobra. Por qué tanto miedo a las censuras. Te cuento todo y ya está.

-Muy bien. Ese ya está me encanta -dijo Federico, furioso-. No quiero verte más y ya está, acéptalo. Nadie es de nadie.

-Federico, el mundo está lleno de cretinos sueltos. Otros relojes son los tuyos, no conocen la espera ni el sonido de la ilusión cuando se rompe.

Anudila salió llorando, como tantas otras noches. Se hizo madrugada y siguió pensando en él como se recuerda a los muertos más queridos, con cierta leve ternura y sin ninguna expectativa de reencuentro. Mitigó su pena considerando que este nuevo paréntesis era alentador, con su vida de repente transformada en puerta abierta, confiada en un hombro en el que nunca antes pudo reclinarse.

Entró a su dormitorio y se sacó los zapatos. Observó sus pies, los dedos, y luego los zapatos, que le parecieron muy abandonados -como ella- sobre la alfombra, uno sobre el otro. Pensó muchas tonterías sobre los zapatos y sus   —156→   diferentes estilos, pero enseguida otro pensamiento aplastó los zapatos. Miró los visillos del balcón, bien fruncidos. ¿Será que llegamos siempre tarde o demasiado temprano junto a la persona elegida, ésa que puede andar con nuestro mismo ritmo? En este caso, sin embargo, no fue una cuestión de destiempo. Sencillamente no pudo ser. No pudo ser, se desanimó, sintiendo que el alborozo, la esplendente alegría, se fueron haciendo humo a través de tantos años compartidos entre películas, libros, escritos, viajes y obras de teatro, luchando codo a codo por modificar la situación del país. Porque Federico era uno de los pocos extranjeros lleno de entereza. Mientras los demás empalidecían en sus escritorios, ululantes, con un valor soberano él abría las puertas de su centro cultural a todos los disidentes, a todos los que se oponían al gobierno de Stroessner.

Se ilusionó. Él vendrá, como otras veces, a dormir conmigo. Sí, él vendrá, vendrá. Pero aguardó estérilmente la presencia deseada.

Federico le había dicho en varias ocasiones que no valen la tristeza, ni el rencor, ni el lamento. Que debía conformarse con saber que podía amar ¡aunque de una forma horrible!

-Y eso debe bastarte -insistía.

-Eso debe bastarme -lloriqueaba Anudila-. Otra mirada limpia como la tuya encontrará mi voz perdida y la sabrá guardar con singular pasión, idéntica impaciencia.

La sobresaltó el timbre del teléfono. ¡Es él! ¡Es él! Saltó como un resorte sobre el aparato. Después de todo, ella nunca disimuló su obsesión fetichista por el teléfono.

-¿Sí?

-Te llamo, pero no recuerdo cómo es tu nombre. ¿Cómo es?

No respondió y colgó. La campanilla se dejó oír nuevamente:

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-Tranquilízate, tranquilízate, tranquilízate.

Nerviosa, volvió a colgar. Tomó su cartera, se calzó los zapatos y salió. Vio a un hombre borracho, sentado a su puerta, pálido y solo.

-Nos falta siempre algo, linda señorita -dijo él-. Usted cuénteme lo que ve y yo le cuento lo que oigo.

Subió al automóvil y se dirigió a la casa de Lilian. Al llegar, agitada, le contó la anécdota.

-Ya escuchaste -replicó Lilian-. Tranquilízate. Tranquilízate. Tranquilízate. Quizá te sirva.

-¡No hagas bromas! Estoy mal, que es distinto a sentirme peor. Me duele este querer ir permanentemente más allá de lo posible.

-A mí -dijo Lilian- me molesta mucho más esa persecución del hubiera podido ser.

-Las ucronías. No me entiendes. Ángel sí lo hace. Me ha dicho que lo que necesito de los demás es poco, que todo lo tengo dentro de mí. Que me comprende cuando me pregunto si habrá algo más desafiante que hacer aquello que se puede. Sí, y sólo haciéndolo se puede hacer lo que no se puede, que no es más que lo posible vuelto del revés, dentro de uno mismo y más allá de uno mismo.

-Suena muy bonito -se burló Lilian-, pero poco digerible. Anudila, alguna vez, inevitablemente, tienes que doblar la esquina sin temor, sin mirar atrás. Bueno, basta. Hoy me desperté con el cuerpo todo dolorido.

-Fabuloso -se burló Anudila-. Si te despiertas a los cincuenta años sin sentir ningún dolor es porque estás muerta.

Lilian no entendía nada. La necesidad nos torna ridículos. ¿Pero quién entiende en este siglo idiota el romanticismo del XVIII? Esto es lo que se planteó Anudila cuando salió enojada de la casa de su amiga. ¡Es como querer cosas   —158→   lindas sin tener dinero contante y sonante! Su desolación era tan intensa, que partía de la garganta y retornaba apresándola desde el exterior. Ya no le daba abasto. Luchaba contra la amargura procurando convencerse de que surgía sin razón alguna. Por casi nada. O por todo, aullando en su indumentaria.

-¡Ah, los genes! -se dijo.

Su abuela tampoco sabía esquivar la pesadumbre, que para ella era como estar parada desconsoladamente frente a los inquisidores en el Juicio Final. O como la malavisión de una enemiga constante, cruelmente vivaz. Porque hay tantas clases de tristeza. Pero cuánto más inútil que todas las demás, ésta, acostada en la espera de un hombre, con el oído pendiente de sus pisadas, en la primera etapa de la invalidez para suscitar el interés de alguien.

Inútil congoja -se quejó ante sí misma-. Tendrá que ver con mis tiroides. ¡Inútil congoja! Más absurda ahora, cuando ya no se trata de despertar afecto, el hábito de mi compañía, amor o como se llame. Se trata solamente de interés. Cómo hacerle comprender a Federico que más que la cercanía o el diálogo basado en nuestros sistemas culturales, quiero un amigo con quien compartir lo que me ofrece el día, lo que en él dejo como retribución. A pesar de ser loquita, caradura, sinvergüenza, irrespetuosa, llorona, pusilánime, ¡lo quiero! Más que sus piernas, su nariz, su cuello, su pecho con tantos pelos, su mano... más que encontrarme con su cuerpo en totalidad, busco ese instante en que el silencio construye un nido para acercarme a él. Algo tan delgado como un hilo, tan incomprensible como algunas intuiciones. Es esto más que otra cosa. No puedo darle una definición, mucho menos un nombre.

Descendió del automóvil y caminó sin rumbo fijo. Luego decidió entrar a desayunar en un café.

-¡Hola Anudila! -dijo un señor al pasar a su lado.

  —159→  

-Hola -respondió, seca. No quería conversar con nadie.

La mañana soleada y fresca comenzaba a enturbiarse. A medida que descendían las nubes grises sobre la ciudad, como se puede suponer, la tristeza de Anudila crecía. Sus ideaciones reclamaban la atención del sentido del oído, sobre todo. Pulsaciones ignoradas la agobiaban cada vez más. ¿Dónde estaría la explicación desnuda a tanto desencuentro? Le constaba que él también la amaba con desesperación. Que salía de su cauce aparentemente sobrio para llegar junto a ella y besarla con frenesí.

-¡Imbécil desmemoriado que ya no recuerdas cuánto hay entre nosotros! -musitó-. El te doy porque me das no funciona aquí. ¿Siempre tengo que pedir exactamente en la medida en que entrego?

No aguantó más y regresó a la casa de Federico. Su dedo buscó el timbre en la calle vacía. Enmudeció y la mano se plegó al aire indeciso de las diez del reloj. Tenía que apretar el botón y dio un giro rebelde sobre el dedo índice. No se animaba. Le parecía que todos los transeúntes se daban cuenta de que ella era una mujer somnolienta que buscaba a un hombre con su cara de todos los días. ¡Y se reían de ella!

Se propuso condenar a la mudez a su lengua, taponar la cerradura de la puerta por la que entraba y salía su cariño irresponsable hacia Federico, cariño tan absurdo que anhelaba regresar a los dieciséis años, virgen y sin fetos en su vientre.

Hizo todo lo que sabía hacer para volver a su estado normal, como cuando se ayuda a una persona que ha perdido el conocimiento. Sacó papel y lápiz de la cartera, y escribió:

Alguna voz sugiere historias sobre el ejercicio de la libertad. ¿Dónde empieza, dónde, dónde? Si salgo de este   —160→   ángulo encontraré la huella y sabré exactamente cuál es el lugar, allí donde tu vida es solamente tuya, tan tuya pero tan tuya como para no aguardar que regreses, hasta que me consuma.

Dobló la hoja y la introdujo en un resquicio de la entrada a la casa de Federico. Se alejó del lugar muy despacio, sollozando, sin saber que en ese preciso momento él también lloraba por la misma causa.



  —161→  

ArribaAbajo- IX -

Las fotografías rotas


Quiso que lloviera. Que hiciera frío. Mucho frío. Pero era noviembre. Antes de salir la miró: un rayo de sol dejaba muy claros sus cabellos.

-¿Crees que pasarás de grado?

-No sé.

Habla con alegría y madurez casi impropias para sus seis años. La imagen de Belén le devuelve a Anudila la suya en miniatura. Pero es Belén. Siente una ternura pesada como una bolsa de papas sobre la cabeza, aunque a veces la llame su error de destino.

-¿Qué te pasa en los ojos, mami?

-Están irritados. Leí mucho, durante toda la tarde.

Intentó escaparse de la mirada de su hija, surfista en todas las aguas de la Tierra. Impaciente, salió y recorrió la avenida España a cien kilómetros por hora, a ciento diez. Antes la confundían las marcas de automóviles. No lograba distinguir uno de otro. Ahora se entretiene en contar cuatro, doce Mercedes Benz nuevos, ocho Volvos en dos cuadras. ¿De dónde salen? ¿Son todos de contrabando? Otro BMW, dos Jaguar, más Mercedes, chapa de cuerpo diplomático, chapa de Fuerzas Armadas, chapa de función pública. Las máquinas cruzan veloces con sus cabezas adentro casi tan metálicas como cada caparazón. ¿Dónde se ocultan las famosas burreritas de las canciones? ¡Esta es la ciudad de Asunción en noviembre a las tres de la tarde! Se adentró en el   —162→   barrio Las Carmelitas. ¿De dónde salen, de dónde, estos palacios desafiantes, burdas imitaciones de los franceses, estos jardines, estas frescas muchachas que riegan el césped? Basta. ¿No habrá algún entretenimiento más humano?

Sí, las caras de la gente. Retomó la avenida: en la parada 37 estaban todos serios, meditabundos. Aglomerados bajo el persistente calor, se asemejaban a un pesebre viviente con pastores y labradores agotados.

Empezó un aguacero. ¡Ah, si sólo llegara también un momento de cordura! Un momento sin Marx ni Freud marcándole su derrotero. Pasó una pareja aparentemente feliz, tan pegaditos ambos debajo del paraguas que les quedaba chico. Y unas señoras discutiendo, suegra y nuera, ¿o madre e hija?

No estoy, no estoy, no soy, se desesperó Anudila creyendo percibir que no era su vehículo el que se movía sino los árboles fantasmagóricos, los edificios y la gente. La noche anterior soñó que iba en un avión enorme, pero arriba del mismo, y el viento procuraba arrancarla del fuselaje. Se aferraba al metal serenamente, concentrando todas sus fuerzas en esa actividad. De repente, el avión comenzó a volar entre enormes rascacielos mientras ella gritaba: ¡Ahora nos matamos! Sus manos convertidas en garras arañaban el metal intentando retenerlo, retener su vida. Unos segundos después la nave se posaba suavemente en la terraza de uno de los rascacielos. Desde arriba, suspirando, aliviada, miró su ciudad pequeñita, muy abajo.

Luego, sin transición alguna, iban diez o más, cada uno con su caballo. De pronto ella y el suyo galoparon. Qué bien, antes jamás se sintió tan segura montando el animal, se notaba que éste había sido entrenado para tenerla como amazona. Un semáforo. Todos se detienen. Luego, verde: la ciudad es del grupo y galopan, galopan.

Se lo contará al doctor Carizonzo. Los rascacielos y   —163→   el vuelo, el galope y la ciudad, sí, la independencia, que implica siempre un compromiso cuando estás entre los demás. El tercer sueño la mostraba esquiando en un río inmenso, y reía, reía, reía, cada vez se sentía más liviana. El cuarto sueño lo incluía a Federico. Y el quinto a él y a Celia. Y el sexto sólo a Celia.

Tengo que levantarme. Tengo que despertarme. Se embadurna la cara como para ir a un club nocturno, y así, enmascarada (¡no puedo más, no puedo más!) entra a su oficina del Centro Cultural Americano. No logra disimular el agobio. Sí, que pase. Hasta luego. Pero está extraña, señora, usted no está aquí. Sí, estoy aquí, qué te pasa a ti, le dice a su secretaria Marité.

-Primero el virus -dice un hombre que pasa y se sienta sin saludar-, usted me ayudará si yo le cuento.

Bailan palabras desnudas ante ella. Células epiteliales. Cromosomas. Él extiende ante su mirada dibujos prolijos, sístole, el virus primero, el vegetal después y por último la ameba, el animal.

-¿Y el virus de dónde salió?

-De un meteorito que encontró el ambiente, apto para...

-¿Cómo?

-Las condiciones. La temperatura.

Alteradísima, Anudila espeta:

-Usted no ha pensado que en una sociedad como la nuestra valen más las pruebas académicas que toda su riqueza supuesta de conocimientos, que todos sus experimentos. Póngase el cartelito y se suicida: autodidacta. No le sirve.

-Déjeme explicarle -insiste el hombre-, he averiguado desde chico, desde que conocí a un señor que amaestraba pulgas. Hay que hacer lo mismo para curar el cáncer.

-Le daré la dirección del Ministerio de Salud.

-Escúcheme, por favor. Usted es una mujer culta, de   —164→   avanzada. Se le enseña al glóbulo blanco a comer células cancerígenas. Se trata de un proceso de reeducación de este glóbulo blanco.

Ella lo escuchaba con indiferencia, casi con desprecio. El hombre no tiene más remedio que salir, soberbio:

-Procure cultivar algunas virtudes, señora. Esfuércese en ser valiente.

El recuerdo del otro sueño la asalta al quedarse sola. Ella está en un bote, pero alguien la acompaña y le ofrece un paracaídas. ¿Cómo podía darle un paracaídas, si estaban en el agua? El ayudante le decía: «No tengas miedo, será desde unos metros nada más esta primera vez, fíjate qué cerca está el suelo, no tengas miedo», y le sujetaba correas en la espalda. Cuando iba a largarse, se despertó.

-¡Se va a morir si no come, señora! Mire qué delgada está.

Sólo quienes se enfermaron o murieron de amor pueden entenderla. Lo llamó a Federico pero él le contestó que alguna vez hay que decir nunca por última vez y en serio.

-Pero hija, qué rara eres. Te zambulles en un juego macabro y pendulista. Razón -emoción-emoción-razón. ¡Come! ¿No quieres comprarte un vestido nuevo? ¿Ese zapato rojo que vimos el lunes en la vidriera, con la cartera haciendo juego? ¿No quieres salir ahora de vacaciones?

-Lilian, nada se puede hacer -dijo Anudila-. Hace tres días volví a encontrarlos juntos en el dormitorio. Golpeé, y él me dijo qué quieres. Hablarte, le dije. Cuando abrió la puerta, pasé como una anguila y la encontré a Celia.

-¿Y?

-¿Qué haces de nuevo aquí?, le dije. Lo que tú tienes se llama complejo de usurpación, ¿sabías? Y sin dudar un minuto, haciendo esfuerzos para pensar que me encontraba   —165→   en el teatro y que todo lo que allí pasaba tenía que ver conmigo sólo en la ficción, le dije palabrotas, de todo, masticando cada letra: maldita, calentona, perra, estúpida, buscona.

-¡Por favor!

-Ella me miraba fijamente, sin pestañear. Seguía hablándole a él como si yo no existiera. Entonces yo repetía sus frases, acezando y con la voz aflautada.

-Qué torpe.

-¡No vuelvas nunca más a esta casa! ¡Si no sales de aquí en cinco minutos no volverás nunca más! Él me expulsaba de nuestro dormitorio ¿te das cuenta? Elegía. Hay que saber perder, me decía yo. Empecé a juntar mis cosas, papeles, libros, fotos, y él exclamó: ¡Esa fotografía es mía! ¡Es mía!, grité yo. Y él las tomó, las tomó todas, y las fue rompiendo por la mitad y lanzando al suelo la parte que me pertenecía, mi cara, mi cuerpo entero a veces con un brazo suyo sobre mi espalda, y luego otra, y así. Hasta que nos pegamos. ¡Puto, puto y mil veces puto!, gritaba yo sin cesar. Y él: ¡Puta! ¡La puta eres tú!



  —[166]→     —167→  

ArribaAbajo- X -

El trópico de Capricornio


Tres meses por delante, ¡faltaban sólo tres para que se iniciara la Exploración 2000! Anudila Gonzaga fantaseaba. Por poco que fuera, se movería con una postura nueva. ¡Estaba llena de ilusiones! Tomó de las manos a sus dos hijas y las llevó a una tienda donde vendían mascotas. Cuando llegaron, las niñas armaron un zafarrancho en pocos minutos. Belén quería una pecera. Diana quería dos ratoncitos blancos, una cotorra, un perro salchicha, todo, todo. Se tiraba al piso y pataleaba, exigiendo entre quejidos y lágrimas sus animales predilectos. Finalmente negociaron y volvieron a la casa con un conejito blanco, peludo y tierno. ¡Era como si volaran, tan contentas se hallaban! Se afanaron durante toda la mañana con la lechuga y la zanahoria, con el agua y hasta con sus juguetes para entretener al nuevo amiguito.

Para esas fechas, Anudila había planeado también traer a su vivienda uno de los numerosos gatos de su amiga Josefina, escritora y amante de la naturaleza. Resolvió unificarlo todo e ir ese mismo día a visitarla. Colocaron juntas al gatito en una caja de cartón en la que improvisaron sendos agujeros para que pudiera respirar cómodamente.

A Marcela, la niñera, le molestaron los intrusos. Los observó con desdén y afirmó que no se ocuparía de atenderlos, son una carga más para mí, hay que lavar constantemente los recipientes de sus alimentos, y nunca se ha visto que se entendieran un conejo y un gato, para qué lo que hiciste   —168→   eso señora, qué lo que tenés en tu cabeza, les malcriás a tus hijas.

¿Quién podría hacerla desistir de sus propósitos, y mucho menos de las decisiones ya tomadas? Allí estaban corriendo conejo y gato, Belén y Diana, y detrás, Anudila, espiándolas a hurtadillas, rindiendo homenaje a su propia infancia, feliz, feliz.

Salió al jardín y cortó el tallo más largo de su rosal. Trajo la rosa amarilla a su dormitorio y la puso en un búcaro con agua y un geniol, para que durara más tiempo. Deprisa la recostó sobre una pared blanca. ¡Qué aroma! El tallo era elegante. La rosa, preciosa.

Se arrodilló, inclinó luego el tronco hacia el suelo, con reverencia, y agradeció a la rosa su existencia. Suspiró oooooooommmmmm. Se irguió, juntó las manos y oró largamente. Luego se desnudó y repitió la ceremonia. Fue cuando entró Marcela y le preguntó qué estaba haciendo.

-Estoy adorando a mi rosa amarilla -contestó, y siguió con sus conjuros.

Meditó profundamente antes de dormir.

Cuando se despertó, Belén y Diana la miraban, implorantes. Todo sucedió sin que nadie lo advirtiera, durante las horas del sueño. El gato le mordió al conejo en una vena yugular. Anudila corrió y tomó al conejo en sus brazos, empezó a soplarle en el culito, como hacía desde pequeña con los pájaros recién nacidos que caían de sus nidos. Desesperada, puso el ventilador a toda marcha, más viento, más viento. Las niñas lloraban.

El conejo murió.

Lo envolvió con dulzura en un paño suave. Lo ubicó en un bolso y salió de su casa caminando. ¿A quién podría pedirle consuelo? Apretaba su equipaje como si quisiera infundirle nueva vida al cadáver del conejo. Muy cansada, llegó   —169→   a la casa de Federico, pero él no estaba allí. Como desatinada, abandonó el bolso en la papelera de uno de los baños de la casa y salió. Igual que un ombligo, se sentía sola como la luna, perdida y sola. ¿A qué jugaba? Estaba harta de tantas desgracias.

Regresó a su casa y movilizó a las niñas, rápido, nos vamos a Concepción, junten sus ropas y zapatos, rápido, ¡Marcela, las valijas! Y ya estaban en el automóvil rumbo a la ruta transchaco, Belén y Diana convertidas en ovillos en el asiento posterior.

Resumiendo: durante el viaje conocieron el paraíso. Vieron garzas y cigüeñas, venados, zorros, carpinchos, ciervos, leones, tigres y una vegetación indescriptible. Paraban de rato en rato, se lanzaban sobre arenas sedosas, se sumergían en las mansas aguas de arroyuelos de la zona más subtropical del país.

Ya en Concepción, fueron agasajadas por los parientes y amigos. Anudila se encontró enseguida con Pablo Adolfo Álvarez Guerrero, director de cultura de la Municipalidad, y, según él, guardián perpetuo del palacete donde había nacido y vivido su amiga durante sus primeros cinco años. La casona se había convertido en el Teatro -y Museo de la ciudad, y en la misma habitación del parto de Anudila funcionaba la biblioteca pública Ruy Díaz de Guzmán.

-¿Sabes que mañana llega don Federico Rueda Gómez-Gavilán, en misión oficial a la ciudad? -contó Pablo.

Anudila por poco se desmaya. ¿Qué? ¿Cuándo? ¡Cómo! ¡Porqué! ¡Para qué!

Ella había venido a buscar paz. ¡Y con qué paz chocaba ahora! Pronto tuvo otro temple. Extremosa de entusiasmo llamó al cónsul del Brasil, Rodolfo Viñeras, un hombre polifacético que había rodado antes películas en Hollywood. Urdiría un programa capaz de impresionar al más despistado. Sí, ya vería Federico quién era ella en su reino. Rodolfo   —170→   buscó en su casa un sombrero de su esposa, alemana y descendiente directa de Beethoven. Trazaron rápidamente un guión cinematográfico y prepararon la cámara de filmación con sus dispositivos. Instalaron una tienda de campaña en El Dorado, enfrente al puerto de Concepción.

-Para que no descubran la filmación usaremos el zoom -explicó Rodolfo-. Lo primero que harás es barrer la explanada del puerto, como una novia que espera a su novio desaparecido en el siglo pasado. Barrerás y barrerás.

-¿Y la gente? ¡Me mirarán! ¡Si te ocultas con la cámara no sabrán que es una filmación!

-¿Qué te importa la gente?

Rodolfo le mostró un pergamino antiguo en el que una pareja hacía el amor. Comentó que cuando los demás hablan mucho de la existencia de una persona, más energía superior recibe ésta. Que es como un semen con sus huellas ondulantes, edificios derrumbándose, cuerpos blandos mezclándose con la hierba humedecida, tatuajes de las vísceras.

-Estás más loco que una cabra -dijo Anudila.

-¿Quieres divertirte o quieres aburrirte? ¿Le daremos o no una lección a ese individuo mediocre que desprecia tamaño manjar, tus ojos como aceitunas del Olimpo, tus orejas perfectas, cada letra de tus palabras melodiosas, tus rodillas espléndidas, tus muslos, pilares de una democracia indescifrable?

-¡Cállate ya! Bueno, ¿qué más?

-¿Qué más qué? ¿Qué más me gusta de ti?

-¡No! Cómo sigue la filmación, qué haremos luego.

-Mañana correrás hasta la capilla de la isla Chaco -al otro lado del río, y en el momento en que el barco pite anunciando su arribo al puerto, harás sonar todas las campanas del campanario. Correrás por los prados con un vestido muy femenino y romántico, hasta la ribera.

-Okey.

  —171→  

-Ya instalada en uno de los botes con un ramo de flores, navegarás junto al barco cuando esté a punto de atracar. De pie, te apoyarás en los hombros del remero, para no caerte si es que las olas están bravas, y con el brazo libre lanzarás los pétalos de las flores al agua.

-No me animo. Es mucho circo.

-¡Qué va! ¡Es un argumento fabuloso! Tú te bajas antes de que amarren el barco y arriba compras un cántaro de cerámica a una de las mujeres que venden todo tipo de artesanías. Lo colocas en tu cintura derecha, a la usanza paraguaya, y desde allí saludas con nobleza. Recuerda, una mano abrazando el cántaro, y la otra saludando con un aire de suma distinción, ¿sí?

Planearon los siguientes pasos, ayudados por Pablo. Federico se dirigiría al Teatro-museo en primer lugar, acompañado de su comitiva. Luego participaría en un almuerzo, recorrería algunos sitios históricos y antes del atardecer tomaría el último vuelo del día rumbo a Asunción.

Todo se cumplió al pie de la letra. Casualmente, en el mismo barco, venía también la amiga de Anudila, Dora Petrocella, con sus dos hijos. Acodados en la baranda, ella, los niños, Federico y un amigo compatriota que lo acompañaba, observaron la escena estupefactos. Minutos después, ya en la calle, cuando el vehículo de la Municipalidad conducía a los ilustres huéspedes hacia el interior de la ciudad, Rodolfo y Anudila, montados en la enorme motocicleta de carrera del cónsul, los siguieron acelerando el motor, ¡brummm! ¡Bruuuuummmm! Volaban las cintas del sombrero de Anudila, que descendió en la vereda del Teatro y se plantó en la puerta principal.

Anonadado, y muy sujeto a su rol de anfitrión, Pablo quiso contenerla, pero ella ya estaba consustanciada con el personaje de reina:

  —172→  

-¡Esta es mi casa y tú eres un impostor! -gritó dirigiéndose a Federico.

Él se puso verde como una mosca verde.

Anudila y Rodolfo lo persiguieron durante toda su travesía. Le dijeron adiós con caras de inocencia en el aeropuerto, donde también lo despedían varias muchachas muy bellas, representantes de la gracia de las mujeres de esa ciudad a la que todos llamaban la sucursal del cielo, donde el sol era muy caliente y la tierra roja, roja y donde había un puente sobre el río cuyos lados terminaban en los bosques, porque no se hicieron nunca los caminos. Ese sitio fue bautizado como El puente del cariño. Exactamente por allí pasaba el trópico de Capricornio.



  —173→  

ArribaAbajo- XI -

Internada en el purgatorio


-Oye, Lilian, Anudila está muy mal. Acabo de regresar de Concepción. Ponte en contacto con sus otras amigas y compañeros de trabajo.

Lilian pidió que le contara todo.

-No me reservaré ningún detalle, pero ahora tengo que hacer otras llamadas. Mientras, pasa tú el mensaje, rápido.

Federico dejó su maleta en el dormitorio y bajó las escaleras. Se sentó en el escritorio e hizo una lista. Comenzó a llamar por teléfono. A medida que cortaba cada comunicación, punteaba el nombre de la persona a la que había informado sobre la enfermedad de Anudila.

Durante una semana los rumores circularon por el mundillo artístico y periodístico de la ciudad. ¡Cómo se apiadaban de Federico, que luchaba por salvar a Anudila de la locura! Ni él mismo podía saber que su estratagema era impecable. No la salvaría a ella de nada, pero él se escabulliría de su amor atormentado, podría vivir su propia vida, se sacaría de encima este maldito apego, este apremio obsesivo, las ganas de tenderse a su lado y abrazarla todos los días, todos. ¿Cuándo podría estar en sí, hacer su propio trabajo, esa multiplicación del mundo que es el pensamiento filosófico? Cuando se separara de Anudila. Pero nunca lo lograba. Caía en el mismo precipicio. Caían juntos. Sólo la exclusión de ella por enfermedad mental podía liberarlo del yugo amoroso.

  —174→  

En el ínterin, las niñas y Anudila regresaron a Asunción. Qué mala espina, cuando entraban al garaje, vieron una culebra que serpenteaba delante del automóvil. Marcela las recibió muy preocupada, mirando insistentemente a Anudila, de soslayo, y susurrando preguntas en los oídos de Belén y Diana.

Anudila se asustó. Algo grave estaba sucediendo. Se sentía incómoda, encallada, como si debiera precaverse de algo turbio.

Dos horas después llegaron a su casa Liz Romero Alcázar y un psiquiatra.

-Te presento al doctor Carizonzo -dijo su compañera del periódico.

Con el gesto contraído, Anudila los invitó a sentarse.

Ambos le hablaron cariñosamente, explicando que muchas veces se necesita ayuda de los demás.

-¿Qué pasa? -preguntó Anudila cercando sus labios.

Liz le recordó que hay hechos lamentables que la gente quiere pasar por alto, pero están allí, formando una herida que no cicatriza si no se la atiende:

-Ha muerto tu hermana. La yanqui te despidió del Centro Cultural Americano. Te separaste de Federico. El periódico fue clausurado por el Gobierno. Te quedaste sin dos trabajos. Tienes un problema en el útero y no puedes continuar con los raspajes, sabes que deben extirparlo. Son muchas penas juntas.

El doctor Carizonzo recitó de memoria una explicación sobre la naturaleza de las mujeres y de sus cambios, sobre nuevos modelos para vivir de acuerdo con las mejores combinaciones de la inteligencia y la emoción.

Por último firmó la receta de un fármaco que la apaciguaría.

Durante los tres días siguientes, cada vez que tomaba el calmante, Anudila dormía profundamente y cuando se   —175→   despertaba hacía disparates, se hallaba embotada, la lengua parecía trabarse porque sí, escribía incoherencias, cartas al Papa y al Presidente norteamericano, salía de la casa a caminar sin rumbo a altas horas de la noche. Sus más antiguos dioses la habían abandonado. No era ella. Ya no tenía nada con qué gobernarse, ni muertes ni renacimientos, ni el estoicismo que solía ser su último refugio contra el ambiente pacato y hostil en el que se desenvolvía.

Llegó la cuarta noche. Golpearon la puerta de su dormitorio. Golpearon insistentemente, y luego la derribaron. Anudila miró a su padre y al doctor Carizonzo sin pensar nada, sintiendo mucho.

-¿Por qué estás desnuda? -preguntó su padre.

-Porque estoy en mi dormitorio y no sabía que me atacarían.

-¿Quién te ataca?

-Acaban de entrar con violencia.

-Es porque no comes desde hace días.

-Es una práctica de ayuno y abstinencia que le dio muy buenos resultados a Jesucristo.

-¿Vio? -dijo Carizonzo-. En estos casos siempre hablan de Dios y esas cosas.

-Vístete -dijo el padre-. Vamos. Vamos a dar un paseo.

Anudila dijo que tenía sueño y se metió en su cama. Apagó la luz. Los dos hombres la encendieron de nuevo. Entró Marcela. Pretendió vestirla pero Anudila comenzó a defenderse con todas sus uñas. Luego, todos juntos, consiguieron colocarle una falda y una blusa. El padre la tomó de las piernas y el doctor Carizonzo de los brazos, y así, colgada como un cerdo al que se lleva al matadero, la condujeron hasta el automóvil del médico y la depositaron en el asiento posterior. Anudila lloraba y gritaba:

-¡Me empalizaron! ¡Me empalizaron!

Detuvieron el automóvil, el doctor Carizonzo, mientras   —176→   el padre la sujetaba, le aplicó una inyección y al rato se quedó completamente dormida.

Toda la noche su cuerpo se sacudió como si le estuvieran haciendo un electroshock. Las convulsiones no cesaban. Temblaba con una rareza antinatural. ¿A quién estaba sirviendo de subsidio? Se preguntaba mil cosas, mantenía la coherencia aún dopada, se decía que la belleza era menos importante que la ternura, que ella debió ser simplemente tierna y no pelear tanto por la belleza, así su padre y el doctor y Federico no la hubieran condenado a este purgatorio. Había pretendido demasiado. Ya la habían encerrado como pupila en el colegio de monjas a los catorce años, ya había sido presa política a los veinte. ¿Qué otro castigo social recibiría? ¿Qué más? Sólo plegarias acudían a su pecho, canciones infantiles, capítulos enteros de sus clases de psicología sobre los desequilibrios nerviosos. ¿Cómo burlar la vigilancia de sus nuevos carceleros?

Cuando recuperó cierta lucidez, observó que se encontraba en una casa en construcción. Veinte obreros picaban las paredes y colocaban rejas en todas las ventanas. ¡Cuánto barullo! Sus oídos parecían a punto de estallar y sus pulmones ¡bum!, resonaban mientras ella pensaba en Confucio, gran padre, cómo era aquel tema, ése, cómo aguantar los embates inesperados de los monstruos, las coacciones, si no sabía quién era el contralor, apenas podía adivinar quién era ella todavía. ¡Quién mierda fija cada destino! ¡Sáquenme de aquí! ¡Sáquenme de aquí! Daba patadas a todas las puertas que encontraba, pero ninguna se abría. Veía ir y venir a una mujer llamada María Auxiliadora que dirigía a las enfermeras bamboleando sus caderas, con unos calzones diminutos debajo de los pantalones transparentes, y a un tipo llamado Paniagua que procuraba sedarla con sonoras bofetadas, y a un chico con síndrome de Down que hacía garabatos en un corredor desangelado. Vio a una señora muy amable   —177→   que se acercó y le contó que estaba allí para una cura de desintoxicación del alcoholismo, y a un viejito que recogía las colillas de cigarrillos del suelo y las volvía a fumar mirando hacia el infinito, siempre desnudo, con el sexo arrugado hamacándose de derecha a izquierda. Vio a dos enfermeras, una buena y otra mala. La mala era la que no le permitía leer el diario. Los malos eran todos, que querían que dibujara y pintara cosas y ella no quería pintar nada, quería salir de allí, sólo eso. La otra buena era la cocinera, una señora ya anciana de modales toscos que llenaba su plato como en un cuartel, bien cargado y nada más, sin una sonrisa, pero para Anudila era como su madre en esa jungla. A veces, al atardecer, aparecía Carizonzo y le hablaba. Cada noche su cuerpo temblaba más con las inyecciones. ¿De qué se estaría descargando? ¿Del numen? ¿De todo su numen? ¿De sus ritos ambrosíacos? ¿De su culto a Priapo? ¿O estaba soñando una sátira grotesca sobre los golpes que merecen los que llevan despierta la canción en sus labios? ¿O estaba haciendo su tesis de la Universidad sobre personas con discapacidades físicas, sensoriales, mentales, y su posible integración social, su rehabilitación?

No, no, no. Mentira. Ella estaba allí igual que los demás, por alguna causa. Como un desecho, apretada por los muros, perdida entre gentes desconocidas y abandonadas.

-¿Por qué me hacen esto? -le preguntó humildemente al cuarto día al doctor Carizonzo.

-Andabas muy excitada.

-¿O proclamaba a todos los vientos mis ganas de ser como quería ser, y por eso me toca esta condena, de rebote?

-Estás aquí para curarte.

-Déjeme ir a mi casa, por favor. No puedo ver tanta miseria, tanto desamparo, tanta gente horrible.

-¿Aquí? ¡Cómo dices eso! Todos estamos aquí para cuidarte.

  —178→  

-¡Para cuidarme de qué! No aguanto más los ruidos de la construcción. Las miradas de los albañiles. Y la profe Eleonora, que viene a visitarme. Por qué la dejan entrar.

-Todos están preocupados por tu salud. Hasta el Obispo de la diócesis de Caacupé ha venido a verte. Todos te quieren, Anudila.

-¡No me importa que me quieran! ¡Quiero irme a mi casal

Cada día, al despertarse, notaba su cuerpo incandescente. Al principio trajinaba con agilidad asombrosa, trasladaba botellas sucias desde un depósito hasta el patio, donde formaba diseños caprichosos con las mismas, cuadrados, circulares, triangulares, octogonales, piramidales. Hasta que se cansaba e ideaba argucias truculentas, como hacerle firmar al viejito Teodoro Riego un testamento en el que la declaraba su única heredera.

-Fírmame ya -le decía-, fírmame. Nos casaremos en el registro civil de la esquina y como eres viudo y no tienes hijos, ¿quieres que tus bienes le queden al Estado? ¡Lo robarán todo y no será de utilidad para nadie! En cambio yo tengo dos hijas, estoy sola en el mundo, y encima el médico dice que toda la vida deberé estar medicada y que nunca más podré volver a trabajar.

-¡Jo jo jo! -se reía don Teodoro, quedamente. Unos segundos después bajaba su mirada del cielo y la centraba derechito en los ojos de Anudila:

-Tú eres un racimo que madura y no necesitas mi dinero. Ten celo por el bien y no te confundirás.

-¡Es el bien lo que quiero casándome un rato con usted y asegurando mi bienestar futuro!

El señor Riego escuchaba estas razones con la atención respetuosa de quien está de vuelta de todo. Tenía la certidumbre de los dramas a los que inevitablemente debía estar sujeta una mujer sola, pero no daba el brazo a torcer:

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-Te dio el Señor una lengua en recompensa, y con ella sobrevivirás. Tu alma tiene sed, mucha sed, pero no de riquezas. «Ved con vuestros ojos lo mucho que he penado y el mucho descanso que he encontrado para mí. Compartid la instrucción como una gran suma de dinero, que mucho oro adquiriréis con ella».

-¿Qué dice usted, don Riego, qué dice usted?

-Mírate, muchacha candorosa y bella. Mírate. Cito la Biblia: «Ejecutad vuestra obra antes del momento fijado, y él os dará a su tiempo vuestra recompensa.»

-¿Quién? Usted sabe muy bien que Dios es el Universo entero, y yo soy sólo una chispa de Él.

-Eres su hija predilecta.

Poco a poco los químicos fueron dejándola como a los demás internados, sin expresión en el rostro, con los labios inferiores colgantes, toda ausente. Sólo un árbol en el patio llamaba su atención. Era porque se encontraba pegadito a una ventana desde donde una niña le contaba anécdotas sorprendentes, y en el estado de minoridad al que la sometían, ella era su par, su amiguita con la que compartía una ingenua confianza. Se llamaba Clara, y era así, clara como su nombre. Como le había hablado tanto del vestido de novia de su hermana, que se casaría en setiembre, una mañana Anudila logró escaparse. Corrió a todo lo que daban sus flaquísimas piernas, giró en la esquina y entró a la casa que supuso era la correspondiente al ventanuco de la niña. ¡Era, era! Su amiga la llevó a ver el otro lado de sus historias, una escalera de madera, muy precaria, y bien arriba, la ventanita. Anudila subió y desde allí observó su propia vida actual. Desde este lugar filman cada uno de mis pasos, registran minuciosamente lo que hago, pensó e intentó una desesperada defensa:

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-Me trajeron aquí, según dicen, porque giraba en el vértigo de la existencia, sin detenerme jamás.

-¿Qué te dijeron? -preguntó Clara.

-Que había cruzado el río Paraguay en un bote, lanzando pétalos de rosas al agua, que había barrido el puerto de Concepción, que me gustaba andar desnuda en mi casa y tomar sol de la misma forma, que adoraba de rodillas una rosa amarilla, que había matado a un conejito, y no sé cuántas cosas más que ahora no recuerdo.

-¿Y cuándo te irás a tu casa?

-Es lo que nunca sabré.

En ese instante entraron cuatro enfermeras que la sujetaron en medio de una batalla campal. Anudila luchó irresistiblemente pero sus contrincantes la superaban en cantidad y poderío. El poderío de sus uniformes de guardianas de la salud del semejante. Fue derrotada. La trasladaron a empujones hasta su dormitorio y ya no le permitieron pararse junto al árbol, ese árbol que era Clara, que era el mundo para ella, la reforma, el presente, la acumulación de la alegría, el árbol de Navidad. Clara, ¡Clara! Ella representaba a sus dos hijas, al descubrimiento y la conquista de todas las tierras. ¡Mi Belén, mi Diana, dónde están mis hijitas, cómo las amo, cómo!

Sucesión de días tristes ya casi sin saber quién era...

Una noche le dieron lo que denominaban «el franco» y salió de paseo con su madre. Cuando pasaban por el Teatro del Centro de Recreación Anudila descendió de un salto y su madre la siguió. ¡La conspiración, la conspiración!, cantó feliz Anudila, saltó al escenario y se mezcló con los actores y actrices.

Inmediatamente la devolvieron al Instituto y redoblaron sus dosis de medicamentos. Todo se iba oscureciendo, hasta el día en que llegó su amiga Josefina Plan y le dijo que   —181→   sujetara bien fuerte cada pastilla en el costado de la boca, e hiciera como si la tragara. Al tercer día Anudila parecía otra. Es decir, parecía ella.

Luego de catorce días regresó a su casa, con un montón de recetas de psicotrópicos. Se iniciaba el período de libertad condicionada.



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ArribaAbajo- XII -

Rezando sin liturgias


Lilian continuaba siendo la amiga íntima de Anudila. Tenía sus rarezas, entre ellas la de guardar los pasajes del transporte público, por cábala. Según en qué cartera o en el interior de qué cuaderno los iba olvidando, tiempo después determinaba lo que hizo durante cierta tarde o en una soleada mañana de abril.

Visitaba con frecuencia la casa de Anudila, con la intención de mimarla. Una vez, a punto de abordar su «pajarera», como ella la llamaba, encontró un boleto que equivalía al trayecto Luque-Asunción. Estaba arrugadísimo entre las páginas del libro «Arte como Alquimia», de Jack Gilbert.

Leyó que la mayor parte de los autores aspira al poema apropiado, no al importante, que la obra maestra se considera algo que se solía escribir antes, y los críticos, que son hombres eruditos y sedentarios, han impuesto una estética que insiste en que los valores fundamentales de la poesía deben ser los más accesibles a una vida sedentaria y erudita. Para estos señores un poema podría configurar una máquina de estilo, una construcción formal en la que el contenido resulta secundario. Lilian, dedicada totalmente a la poesía, no sabía si ponerse de acuerdo o no con esta teoría.

A poco de llegar a la casa de Anudila, observó que el jardín y el huerto florecían armoniosamente.

-¡Escucha! -casi gritó al saludar a su amiga-. Los críticos se parecen a visitantes de una iglesia, educados y   —184→   entrenados en esos quehaceres. En este libro que estoy leyendo dice que tienen toda clase de consideraciones por la liturgia y están bien informados sobre cómo debe ser una verdadera cópula.

-¡Cúpula querrás decir!

-¡Eso, cúpula! Pero no se van a la iglesia precisamente a rezar. ¡Ja!

-Querida -dijo Anudila abrazando a su amiga-, tenía muchas ganas de verte. El tema que me angustiaba se irá clarificando. Me aconsejaron que me psicoanalizara, y aunque me duele en el alma gastar ese dinero que no me sobra, he ido, a ver si resuelvo mi tema con Federico.

Lilian se sorprendió de la vacilación de su voz. Hacía meses que hablaba aceleradamente y se excitaba con facilidad.

-Mi terapeuta aseguró que ante el alejamiento o pérdida de un objeto fuertemente catectizado...

-¿Qué quiere decir eso?

-La verdad es que yo también busqué la palabra en cinco diccionarios, inclusive en los de Psicología, y no la encontré.

-¿Qué intentará el pobre con tanta jerga?

-Él me explicó la cosa así: la libido tiene dos caminos a recorrer. Uno de retracción absoluta, en que se desprende del entorno y del objeto, y retorna al yo, donde se estanca. Pero como parte del objeto ha quedado en el yo, comienza el período de autoincrepaciones, que son en realidad amonestaciones al objeto abandonado-abandonante, o acciones autopunitivas que hasta pueden llevar al suicidio. Se quiere destruir al objeto amado y se pierde totalmente el interés no sólo por los demás objetos sino por todo el mundo exterior. La retracción de la libido conduce a situaciones sin objeto donde volcarse, hecho llamado «melancolía» y considerado una psicosis aguda, o sea, raramente curable, por lo menos hasta hoy.

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-Qué barbaridad, así que andas enrollada en esos estereotipos.

-¡Escúchame! En un itinerario distinto la libido se desplaza hacia otro objeto con energía, y en este caso no hay duelo, o se sublima en objetos parciales y sustitutos, lenta y dolorosamente.

Lilian la escuchaba atentamente, aunque su expresión de espanto era una forma de intervenir. El rostro de Anudila presentaba hematomas, al punto de dejarla casi irreconocible.

-Y después de este discurso para gente iniciada en la ciencia freudiana, me explicarás qué te pasó -dijo, preocupada.

-Fue -respondió Anudila con aparente indiferencia- un torbellino que llegó a la siesta.

-¡No bromees, qué te pasó en la cara!

-¿Qué es poesía? ¿Qué es el teto? ¿Qué quiere decir te aroreo?

-¡Anudila!

-Lilian, cálmate.

-Eres tú la que pareces descentrada.

-Eso mismo me dijeron hoy. El teto, ¡je! ¿Está prohibido inventar palabras? Federico aseguró que el amor hay que demostrarlo sin comentarios. Que decir te amo nada significa. Para él, decir te amo suena igual que decir, por ejemplo, te aroreo.

-No me respondes. ¿Qué sucedió?

-Te estaba contando, déjame terminar. Alicia Campos Cervera, ya sabes quién es, mi amiga y compañera de trabajo en la redacción del periódico, me preguntó lo mismo. Le dije que me había golpeado contra la puerta. ¡La famosa excusa Dickens!, me contestó. Era lo previsible, que ante tu invasión y posesividad él huyera y se aferrara a una relación más flexible y dinámica, pero lo de ahora, hija, qué escándalo.

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-¿Y?

-Me dijo que tenía que contar algo más veraz, como que mi hija me tiró una panera de plata a la cara. Le pregunté por qué tenía que ser de plata la panera, se enojó y salió dando un portazo, en contravención con sus exquisitas normas de urbanidad. Pero todo esto no viene a cuento ahora. Te cité porque dentro de pocos días iniciaré un largo viaje. Sola.

Lilian tuvo la seguridad de que debía convocar a los familiares más cercanos. El estado de caos emocional de la joven lo exigía. Sin notar el movimiento mental de su amiga, Anudila salió al jardín. Lilian la siguió mientras ella caminaba descalza sobre el pasto e iba regando sus plantas.

Mientras lo hacía, citaba que una estadística hecha por norteamericanos, aseguraba que el ochenta y cinco por ciento de las personas tienen accidentes de tránsito cerca de sus casas, digamos, en el espacio comprendido en dos kilómetros a la redonda. Que así sucede porque se sienten más seguros, más confiados en el entorno aledaño a su huevito seguro y cálido.

-Es -dijo Anudila- igual que cuando te urge orinar. Más cerca estás del inodoro, más ganas te invaden de hacer pipí. En realidad, ya te meas toda.

-¡Es verdad!

-Por supuesto. Y ya lo dijo Gandhi, que andaba con el bacín a cuestas, no hay mejor método para la desintoxicación.

Una arraigada obsesión obligaba a Anudila a sacar el tema a colación en cuanta oportunidad se presentaba. Aseguraba que los estreñidos lo retienen todo, que son oportunistas y tienen más desarrollado el egoísmo innato que caracteriza a la raza humana. Igual que los avaros con letra diminuta, apretada: ahorro de papel, ideas que creen sólo suyas y no desean compartir.

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Tanto machacó con la cuestión que Federico también se vio enredado en ella.

-¿Cuántas veces al día defecas? -le preguntó un día Anudila.

-Nunca lo he registrado -dijo él, sorprendido-. ¿Por qué?

-¡Puedes estar lleno de toxinas! Comprimido. Sucios tus intestinos, perjudicas al espíritu que anida en ti. ¿Caminas por lo menos dos kilómetros?

-Juego tenis. Lo sabes.

-Está bien, pero no me digas que no usas ninguna escobita en el estómago.

-Supongo que debe realizar su función naturalmente. ¿Por qué debería forzarla?

-¡Para ser sano!

Las reconvenciones quedaron olvidadas. Semanas después, una noche de intenso frío, rarísima en Asunción, Federico la esperó con la bañera cargada de agua tibia.

-Estarás cansada. ¿Encontraste la copa con nata de leche, que te dejé en la cocina?

-Sí, gracias, me encanta que tengas ese gesto conmigo. ¡Eres como un padre cariñoso!

-Puse para ti sales en la bañera, calenté las toallas con la estufa, y la música que suena es para que te relajes.

Toda blandita, empezó a secarse luego de la inmersión en el agua, cuando vio la tarjeta blanca sobre el inodoro. Leyó: martes, 2 de abril, nada; miércoles, 3 de abril, una vez, grande; jueves, ¡tres veces!; viernes, una vez, poco; sábado, abundante, ¡de mañana y de tarde!; domingo, grandes progresos, ¡después de cada comida!

Alterada, lo increpó con un vocabulario inusual.

-Pero Anudila, qué tiene de raro.

-Es el colmo, anotas tus sesiones pornográficas como si fueran trofeos de caza. ¡No comprendo cómo puedes hacer   —188→   el amor con otras pudiendo tenerme a mí cada vez que lo desees!

-¡Qué dices! ¡Qué dices! Siempre te prefiero a ti. Mucho más si estás buenita.

-Esta semana sólo lo hicimos ocho veces, y allí has anotado muchísimas veces más.

-¿De qué hablas?

-No te hagas el desentendido.

-¡Ah!

Atacado por la risa, alentó el dilema. Era mejor que confundiera sus apuntes con el registro de coitos. Sería bochornoso contarle que el archivo de sus deposiciones la tenía precisamente a ella como musa inspiradora.