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ArribaAbajoCapítulo V

En Thessalónica y la Thracia


No fuera más sacudido por las tempestades el triste Ovidio... obligado a embarcarse en pleno Diciembre para su lejano destierro de Soythia65 que lo fuera para nuestro Numisio esta su temeraria travesía desde Tarraco a Thessalónica, cerca de cuatro siglos después.

Por fin penetraron en el mar de Thracia y anclaron en el afamado puerto del Egeo, residencia del nuevo emperador (Theodosio), molidos los huesos, pero entero el ánimo y sin más retraso que de tres días.

Hállase situada Thessalónica [ahora Salónica, ciudad turca]66: en el fondo de un anchuroso y bien abrigado golfo, y era una de las plazas marítimas más importantes del Mediterráneo por lo dilatado y poderoso de su comercio, frecuentada por las naves mercantes del Helesponto, de Asia, de Egipto y aún de Occidente. Estaba unida además con el Adriático por una amplia vía militar terrestre. En esta opulenta ciudad, cabeza de la Illyria oriental67 residía el prefecto del pretorio de Oriente. Los emperadores romanos desde Nerón, Trajano, Marco Aurelio y Constantino, la habían hermoseado con todo género de monumentos, pórticos, estatuas, arcos de triunfo, palacios, panteón, etc. Estaba consagrada especialmente al culto de los cabiros.

Ofrecía la doble ventaja de hallarse a las puertas de la provincia que había que recuperar, -la Thracia y la Macedonia-, y ser el más indicado por sus grandes facilidades para el desembarco de vituallas, pertrechos y refuerzos de hombres y caballos. Por otra parte, los habitantes acababan de probar su temple, resistiendo la acometida de partidas dispersas de bárbaros, embriagados con su triunfo de Andrinópolis. Tales fueron los motivos que habían decidido a Theodosio, de acuerdo con Gratiano, a fijar por de pronto su corte-residencia, y diríamos mejor su campamento, en Thessalónica, dejando para mejor ocasión el trasladarse a Constantinopla.

En una anchurosa plaza inmediata a los muelles, donde Numisio acababa de posar su planta en tierra, vio al paso, con tanto de sorpresa como de gozo, un grueso pelotón de reclutas voluntarios -menestrales, mineros y labriegos,- todavía no bien pertrechados, a quienes Theodosio en persona instruía en los rudimentos de la milicia. Si en aquel momento hubiese visto a la corneja enderezar su vuelo a mano diestra, el despreocupado señor de Turnovas se habría encogido de hombros; pero el cuadro que estaba presenciando parecióle un presagio favorable, diputándolo de óptimo agüero. Rodeaba al animoso príncipe y a sus educandos, formando inmenso corro en todo el circuito del campo de ejercicios, un abigarrado gentío, en el que se destacaban por los colores de su tez y por sus trajes, hombres de todas las provincias orientales que iban, ora en comisión a gestionar asuntos públicos, ora como particulares a rendir pleitesía al nuevo emperador y tal vez a solicitar de él alguna gracia.

Aunque muy raras, no faltaban algunas comisiones de Occidente, particularmente de España, que habían madrugado más que Numisio y hecho su viaje por la vía de tierra. Subía Numisio, horas después, la escalera del Palacio imperial, entre un confuso ir y venir de grupos y personas sueltas que acudían a la audiencia del emperador o de los ministros, o que salían de ella, cuando entre estos últimos acertó a reconocer, por algunos rasgos fisiognómicos y sobre todo por el acento (pingue quoddam ac peregrinum), como procedentes del Norte de la Península ibérica, a tres comisionados que no se recataban de maldecir la hora en que habían tenido la mala inspiración de salir de Clunia, para pasar encajonados en estrechas y molestas diligencias y en indecentes ladroneras decoradas con nombre de hoteles y posadas, tres mortales semanas y obtener en premio un sofión como éste, más grande que el bárbaro camino andado, que ahora tenían que desandar. ¿Con qué cara volvemos a nuestra ciudad, decían pesarosos y contritos, portadores de tal respuesta a su mensaje, en vez de la esperada muestra de las larguezas imperiales?

¿Con qué cara? ¡Con ninguna! Antes sentar plaza de soldado para ir a combatir a los godos: lo que es yo no vuelvo a España.

-Ni yo.

-Ni yo.

Condolido Numisio, abordó a los desconcertados clunienses por si podía acorrerles en su cuita o sacarlos de algún mal paso. Lo que había era lo siguiente: La Curia o Ayuntamiento de Clunia, luego que tuvo noticia de la fortuna de Theodosio, se dio prisa a diputar una Comisión de tres personas que pasara a Oriente con objeto de felicitar al emperador en nombre de la ciudad, poner en sus manos un mensaje que relataba la predicción de la druidesa y confiarse a la munificencia de tan excelso patrono. Theodosio había recibido a los comisionados con la más exquisita fineza, pero también muy ceremoniosamente, hasta con frialdad, y había sido su respuesta agradecer su felicitación y ordenar por su conducto a la Curia y a los gremios de Clunia que inmediatamente cesara aquella nefanda abominación que había tenido pesadumbre de presenciar hacía pocos meses, aquellas procesiones pagánicas, danzas, comidas públicas, ritos demoníacos, prácticas de adivinación y de magia de los gremios, ora se celebrasen de día, ora de noche, dentro o fuera de la ciudad, y que sin excusa ni demora alguna destrozaran o quemaran las efigies que aún permanecieran de pie, fuesen de los Lugovios o de las Matres, de Jove, Diana u otra cualquiera falsa. deidad...

-Os habéis pasado de listos, dijo Numisio a los atribulados clunienses. No tuvisteis la precaución de informaros antes de la calidad del paño. ¡Oraculitos, y esos paganos al príncipe sucesor de Valente! A dicha, no hay todavía que desesperar: sus decretos no os obligan, en tanto no los autorice, que desgraciadamente no puede tardar, juzgando por los precedentes68 del emperador Gratiano. Theodosio ha debido distraerse, ya que sobre Clunia el emperador de Oriente no tiene sombra de jurisdicción. Todavía entonces, ordenado por Gratiano, las cosas seguirán de hecho como hasta ahora, sin que él se acuerde más de preguntar si habéis o no cumplido lo decretado.

Algo aquietaron y hasta entonaron estas razones a los desmayados clunienses, y devolvieron a sus rostros mustios, otoñales y pálidos, un poco de su frescura y color, y se vio animado por una chispa de alegría: aunque no dejara de escamarles aquella intromisión del poder civil en las cosas religiosas.

*  *  *

-¡Cuánto, cuánto te agradezco (decía Theodosio a Numisio) que hayas obtemperado a mi ruego! Estoy archicontentísimo. Mal año para los godos: me parece como si el imperio se hubiese ya salvado. Llegué a temer -confieso mi pecado- que ya no venías, tanto, que tal vez por influjo de ese temor he estado estirado, cejijunto y severo con unos españoles que me han visitado hace poco rato...

-Sí, estoy enterado; y menos mal si todo acaba ahí, y esa actitud tuya para con Clunia no es un síntoma y un programa para con todo el Imperio.

Theodosio se hizo el desentendido, interrumpiendo el empezado coloquio para prevenir a su secretario que las audiencias quedaban suspendidas por todo aquel día. En seguida, saliendo por otro registro, procedió a dar cuenta a su amigo de lo que había hecho en aquella campaña de cuatro meses.

-He seguido al pie de la letra, salvo la adaptación, lo que convinimos en Numancia: he querido ser otro Fabio Cunctator en la Campania; otro P. Scipión ante los Pelendones.

Las feroces hordas de Fritigern, Saphrax y Alatheux, embriagadas con su estupendo triunfo de Adrianópolis (9 Agosto 378), como si pensaran que el mundo romano había perecido para siempre, en vez de sacar partido del suceso, se habían dispersado como epilépticos, como atacados de locura furiosa, ávidos de riquezas, sueltas de toda disciplina, divididas en bandas de latro-facciosos, que llevaron el saqueo, el incendio y la matanza a todos los ámbitos de la Thracia (Bulgaria, Rumelia) y a gran parte de la Illyria y de la Macedonia. Las ciudades muradas, como Byzancio, Adrianópolis misma, Perintho, Heraclea y esta animosa Thessalónica, pudieron resistir con éxito a un enemigo desmoralizado y que ignora el arte de los sitios y carece de tormentaria; mientras las poblaciones abiertas corrían despavoridas a buscar un refugio en las montañas, dejando en el camino regueros de muertos y abandonando sus bienes, su caserío y monumentos a la barbarie del invasor, objeto de sus depredaciones y su fiero instinto de destrucción. De las tropas romanas, ya lo recordarás, sólo una tercera parte había escapado con vida a la batalla de 9 de Agosto, y esa, aguijoneada por el terror, temblando al sólo nombre de godos, persuadida de que éstos eran invencibles, se había desbandado también en grupos, que corrieron a parapetarse tras de murallas, donde las había.

La labor mía y de los generales a mis órdenes ha ido encaminada a dos fines: uno, restablecer en esos soldados la disciplina moral, la confianza en sí propios y en sus jefes y el sentimiento de la dignidad y del deber, fuente del valor personal; otro, dar tiempo a que la inundación goda, que cubría la tierra desde Byzancio y el Pontho Euxino hasta el Adriático, se sangrase a sí misma, hasta haberse del todo desaguado y hecho vadeable. Lo primero, reforzando cuanto estaba en nuestra mano las guarniciones de las plazas fuertes y sacándolas con frecuencia fuera de las murallas para atacar las partidas de godos que, por ventura, infestaran los contornos, y trabando pequeños combates y escaramuzas con ellas cuando la ventaja del número y de la posición estaba por nosotros, para que experimentasen que no era el enemigo tan fiero como la imaginación se lo había pintado y que no debía ser invencible puesto que lo vencían. Al propio tiempo se les atraía con el buen trato y alguna liberalidad haciéndonos accesibles a ellos, huyendo todo fausto, dando práctico ejemplo de las virtudes que queríamos imbuir en ellos. Lo segundo, aguardando pacientemente, y fomentándolo, el fruto cierto de las intestinas discordias con que los enemigos habían de debilitarse y acaso destruirse a sí mismos, chocándose unos con otros, ya por celos y rivalidades, por incompatibilidad de humores, por venganza de añejos agravios, especialmente visigodos contra ostrogodos y viceversa, o por que se disputaran tal o cual presa codiciada por más de uno, o directamente parlamentando con ellos para persuadirles a que desertaran y se pasaran a nuestro campo con el cebo de los honores y recompensas que les aguardaban, combinando el resorte de las dádivas con el de la fuerza; ganando ahora una tribu entera, ahora un jefe o un subjefe entre los mismos ambiciosos o entre los descontentos, que se decían desconsiderados o postergados o tratados altaneramente por Fritigern, de que es ejemplo brillante Modarés, príncipe de la sangre real de los Amalos, cuya defección nos ha proporcionado la más ruidosa o importante de las victorias parciales alcanzadas por nosotros en toda la guerra hasta hoy. Lo primero y lo segundo, no dando lugar a que se disipara la borrachera que el fuerte vino de Andrinópolis produjo a nuestros enemigos, no mostrándonos imprudentemente dispuestos a trabar alguna acción decisiva, que habría sido alarmarles y provocar la concentración de sus confiadas huestes, ahora desparramadas por un territorio vastísimo, comprometiendo el éxito final de nuestras campañas y la suerte del Imperio. -Tal es el doble empeño en que nos encontramos absorbidos; viene ahora a rematar esta primera parte de la campaña, recogiendo los destacamentos y guarniciones de las ciudades, formar con ellos pequeños cuerpos de ejército, reconstituir con tales elementos, ya sanados o en estado avanzado de convalecencia, las legiones, y en seguida a la capital, a Constantinopla.

Aprobó Numisio lo hecho y no escatimó sus alabanzas a la prudencia y al arte consumado con que su amigo se había conducido en trance tan delicado, tan mimoso y resbaladizo, en que todo se conjuraba contra el acierto, en que todas las probabilidades, o casi todas, militaban a favor del error. No dejó, empero, de hacer sus reservas con respecto al triunfo obtenido por la traición del príncipe tránsfuga hecha a los suyos, y algunas otras del mismo corte. «La traición es una hoja cortante sin mango», decía sentenciosamente, y «donde se piensa coser no se hace más que hilvanar». En seguida pidió un puesto en cualquier cuerpo de los que se hallaran ya en operaciones o estuvieran a punto de partir.

-Seguramente, no sobrarías allí -repuso Theodosio-; pero no es allí donde más te necesito, sino aquí, para que seas mi lazarillo y director espiritual, emperador del emperador. A ver si entre los dos acertamos a rescatar y sacar avante al periclitante y comprometido orbe romano...

-Por mi no ha de quedar, -observó Numisio-: entendimiento dentro y materia regenerable fuera es, si acaso, lo que faltará.

-El cielo te lo recompense. Tengo pensado que tomes sobre ti la carga de una magistratura: en Constantinopla, la de praefectus urbi; aquí, y desde este instante, la de praefectus praetorio. Será un sacrificio de tu parte, en un Estado donde yo soy emperador; pero así han caído los dados, y dondequiera que estemos, tú ocuparás la cabecera. Sobre que no ha de hacerse esperar coyuntura favorable que permita enderezar los lineamientos de la Constitución, en este punto lamentablemente torcidos.

Theodosio había interpretado mal. Numisio no aceptó. Fueron en balde todas las reflexiones, todos los halagos, todas las súplicas del emperador: Numisio exigió que se le destinase con alguna fuerza al teatro de la guerra, con objeto de enterarse por sí mismo de la situación, antes de constituirse en la Corte como consejero privado, ya que ministro no lo quería ser ni nunca lo sería. Cuantas veces intentó Theodosio volver a la carga, otras tantas el díscolo y terco lusón le interrumpió (Numisio), diciendo: «Hablemos de los godos».

-Tu maestro Praetextato -dijo, por fin, con la más honda amargura, el emperador- estaba muchos codos por encima de todas las dignidades del Imperio, trono inclusive, y, sin embargo, la humildad de su corazón y la nobleza de su condición le persuadió a aceptar una prefectura. Pero tú (¡oh tú!), tú eres de otra condición, de otra pasta; ¡oro que se reconoce a sí mismo y no se deja platear!

El fogoso Numisio aguantó la pulla, y aún la acogió con una sonrisa benévola, en gracia a la intención; pidió un mapa de las provincias donde se guerreaba, a fin de tomar una impresión de sus montañas, ríos y caminos y de la importancia y situación de sus ciudades, más precisa y detallada que la que habían podido dejarle las cartas geográficas compradas en Tarraco; por orden del ministro de la guerra (magister militum) comparecieron ante él oficiales inteligentes que habían estado de operaciones en una u otra de las provincias invadidas y podían de viva voz añadir algo a la información; el Estado mayor le dio cuenta de las columnas que operaban en la Thracia y en el Illyricum, y donde particularmente cada uno consultó los archivos imperiales, trasladados en parte de Byzancio; y ya orientado, convino con Theodosio en que tomaría por centro de sus correrías la cuenca superior del río Hebrus hasta el Danubio, y que allí se formaría él mismo una división con tropas elegidas de las guarniciones de las ciudades, además de dos cohortes que llevaría consigo de Thessalónica, compuestas en más de una mitad de tirones o bisoños voluntarios.

Cuando salió de la cámara imperial, llevado del brazo por el emperador, vio al paso, en varios aposentos que formaban una sucesión de antesalas, un enjambre de cortesanos, bellacos y bribones los mas, que en Sirmium habían armado, envidiosos y pérfidos, todo género de emboscadas y zancadillas a Theodosio, y que ahora, resignándose al hecho consumado, sin dejar de murmurar por lo bajo, eran los más entusiastas admiradores y panegiristas del sol naciente, los más «adictos», los más constantes en exteriorizar su entusiasmo, pregonar su aplauso a Gratiano por el acierto que había tenido en la elección de colega, y que no se cansaba de aclamar a éste con los dictados de «el nuevo Trajano», «Theodosio el Magno» y otros semejantes.

Numisio escribió a Tarraco, a Turnovas y a Nertóbriga cartas que llevaría uno de los correos de que se valía Theodosio para comunicarse con Cauca; y partió.

*  *  *

Atravesó por buenos caminos el Illyricum y cruzó a su remate, donde comenzaba la Thracia, el puerto o desfiladero de Succos, que divide la sierra del Haemus (Balkanes) de la de Rhodope, entre Sardica (Sophia) y Philippópolis (Bostra). Desde allí escribió a Thessalónica, informando al emperador sobre el mal estado de las fortificaciones levantadas allí por Frigerido antes de la rota de Andrinópolis y añadiendo, que si los demás puestos de la cordillera no estaban mejor guarnecidos, tanto valía invitar a los bárbaros a que se apoderasen nuevamente de Macedonia, el Epiro y la Thesalia y las devastasen, al igual de la Thracia, por el medio indirecto de abrirles de par en par la puerta de entrada para que no perdieran tiempo ni sangre en forzarla. Si no se toma apresuradamente una providencia, concluía, esas amables brechas podrán muy pronto dar que sentir al Imperio.

Tres días después, engrosada su hueste con algunos reducidos destacamentos, ocurrió su primer encuentro con una considerable partida de enemigos, cerca de Philippópolis, en un lugar de las riberas del Hebrus (Maritza), inmediato al desagüe de un arroyo afluente suyo.

Vista la importancia numérica de los godos, Numisio pasó revista a su columna, y vio rostros lívidos, sorprendió algunos tiritones, especialmente entre los bisoños, y temiendo los efectos del pánico, decidió hacerse fuerte en un collado que allí cerca se erguía, espesamente poblado de maleza. Ya tocaban al pie de la eminencia y se disponían a trepar la falda, a escalar la cima, cuando vieron que avanzaba hacia ellos con cierto énfasis el caudillo enemigo, hombre de semblante torvo, de luenga barba y tan corpulento, que se le habrían creído capaz de cargar con las Columnas de Hércules, lanzando ruidosas carcajadas y cantando en su lengua, según costumbre de su nación, romances heroicos, en que se ensalzaban las proezas de los antepasados. Al final de cada estrofa intercalaba una letrilla de circunstancias, que el insolente jefe pronunciaba en lengua griega para que Numisio y su tropa se enterase y el vejamen fuese mayor, y que la hueste goda repetía, sazonándola con risotadas y aullidos prolongados, en su idioma nativo:


Ovejicas romanas,
¿por qué me huís así?

Al compás del canto, la partida goda se iba desplegando en ala y avanzando, a corta distancia de su jefe, como para envolver a los romanos, seguros de copar entera la columna y darse un hartazgo de exterminio y carnicería.

Júzguese cuál no sería el furor del iracundo lusón ante el vejamen del godo, que les escupía al rostro el estribillo de la batalla de Andrinópolis, difundido y hecho popular por las selvas y estepas de los Thervingos y Gruthungos, desde el río Hebrus al Borysthenes (Drieper), y que ahora venían a reforzar los angustiados ecos del Rhodope y el Haemus.

-¿Qué os atrevéis, grandísimos de perros, a hablar de enemigos fugitivos, vosotros, que hace dos o tres años corristeis despavoridos, como vil manada de liebres, delante de los caballos de los Hunnos, que tenían que cruzar a nado el Danubio, hasta que aliviasteis vuestro terror ensuciando cochinamente las fortificaciones del Pruth, donde buscarais, cobardes, la salvación sin dar la cara a vuestros perseguidores? ¡Esa si que es bonita balada! Pero no te entretengas en regalarme con ella los oídos, porque para ti y los tuyos también nosotros somos Hunnos y vais a enseñar las espaldas otra vez.

Esto diciendo, Numisio se había adelantado hacia el gigantón, decidido a trabar con él singular combate. Era, a la verdad, el adversario digno del español, por su agilidad, denuedo y fortaleza, y bien lo acreditaron las dos razonables heridas que muy al comienzo del lance le infirió en un brazo y en el pecho, mientras esquivaba hábilmente el filo de la temible hoja turiasonense. Esas heridas, y los groseros denuestos, befas y zumbas del fiero y petulante godo, obraron el efecto de encolerizar al ecuánime español, que, con tal acicate, olvidado de toda prudencia, se arrojó temerariamente a jugar el todo por el todo. Alzó en alto, con ambas manos, la tizona, cuanto se lo permitía la herida del brazo, y de un tajo descomunal hendió por un hombro al corpulento Reikila (así se llamaba el godo), que, como un roble desgajado, cayó pesadamente en tierra.

En el mismo instante escuchóse como una fragorosa detonación, diríase más bien retumbó un trueno, forjado en el seno de la heteróclita columna romana: eran los veteranos, que no pudiendo resistir más tiempo pasivos, rompieron en un barritus de guerra explosivo, rabioso, como que habían empezado por el tempestuoso final, como si previamente se hubiesen puesto de acuerdo, y alzando acompasadamente los pies como si se dispusieran con orden o sin orden a arrancar. Un estremecimiento corrió por los bisoños; por ellos pasó «como una ola de fuego, la visión de la gloria, y sus corazones despreciaron la muerte.» Era el momento psicológico: sonó el toque de ataque; tribunos dieron la orden de cargar, y repitiendo las estrofas vibrantes de la canción guerrera, gozosos, serenos, sin precipitarse ni descomponer las filas, con paso firme, como pudieran en una formación, verdadera falange macedónica, se dirigieron contra la consternada hueste enemiga, paralizada por el estupor, huérfana de jefe que la sacudiese y la impulsase a la acción. Tan ruda fue la embestida que, sin aguardar al segundo golpe, la hueste goda se deshizo, abandonando a su caudillo exánime y dándose a la fuga sin acordarse de los carros cargados de botín.

-¿Lo ves, godo de los infiernos, juglar más que soldado? ¿Lo ves bien? -prorrumpió Numisio al oído de su rival, todavía rencoroso por lo de la letrilla-: ¿ves con qué garbo vuelan tus gallinicas delante del águila romana?

-Mátame -respondió con voz apenas perceptible su mísero competidor, el vencido guerrero godo.

-¡Qué más quisieras tú! Pero existe de por medio una deuda: ya volverá-. Y sacando dos pañuelos de hilo, manufactura de Turnovas, los ató fuertemente, y con ellos, a guisa de venda, apretó la herida principal, con objeto de contener en lo posible la hemorragia. De las propias heridas no hizo cuenta.

La columna volaba en seguimiento de los fugitivos, picándoles la retaguardia y acuchillándolos. Los bisoños mostraban aún más ardor que los veteranos mismos. El valle se estrechaba por momentos, hasta desembocar en una garganta, que pareció a los fugitivos la boca de un desfiladero. Por él se precipitaron ciegos, atropellándose y derribándose los unos a los otros. Por su desgracia, el aparente desfiladero se cerraba a corta distancia, desembocando en un circo de paredes elevadas y lisas, sin estribos, peldaños ni cornisas, obstruido por desprendimientos de lienzos enteros de la roca que formaban un caos de peñascos despedazados con acantilados altísimos inaccesibles, y sin cavernas ni galerías interiores que brindasen asilo y defensa provisionales. Por no tener, ni siquiera tenía arbolado ni matorral en las hendiduras y escotaduras (?) de la roca. Imposible revolverse dentro; habían caído en una trampa natural, desconocida también de los perseguidores: les fue forzoso entregarse a discreción.

-Atarlos, no matar más, -gritó con voz apagada Numisio, que llegaba por fin, pálido y extenuado, teniéndose difícilmente sobre el corcel y sangrando copiosamente.

Mientras la orden corría y se ejecutaba, hiciéronle una cura ligerísima. En seguida volvieron valle abajo hasta el lugar donde había ocurrido el lance o refriega entre los dos jefes. El godo había tratado de atravesarse el pecho con el puñal, pero le habían faltado las fuerzas. Halláronlo desmayado. Pensaron acomodar a los dos en una de las carretas de los godos; pero a los pocos pasos tuvieron que desistir y arbitrar en lugar suyo unas angarillas o parihuelas improvisadas. Caía ya la tarde cuando llegaron a la ciudad. El sol tocaba ya a su ocaso y alumbraba desmayadamente, semejante a un globo de vidrio esmerilado. Numisio confió más particularmente la curación del valeroso caudillo bárbaro, cuyo arranque y bravura había admirado, a la piedad de los médicos y de los magistrados, recordándoles que no había sido la nación goda la culpable de la guerra. Había ella principiado por implorar la protección del Imperio, con cláusula de someterse a su autoridad; y si, una vez heredados por éste, en tierras de Thracia se habían rebelado, declinando de súbditos en agresores, estuvo sobradamente justificado por las tiranías acumuladas de Valente y de Lupicino y otros gobernadores; fue la avidez y la venalidad de los nuestros quien los arrojó a la desesperación, encerrándolos en este dilema: o alzarse en armas o morir de hambre. Los desastres que hemos padecido y padecemos son exclusiva obra nuestra, los tenemos de sobra merecidos. Y esto, ningún hombre justo lo puede olvidar. Yo de mí sé decir, añadía atrevidamente el ingenuo español, que, puesto en el caso de Fritigern, no habría tenido el aguante que él tuvo hasta llegar a la jornada de Marcianópolis; y lo que no quieras para ti, no lo quieras para los demás. De seguro que pensáis lo mismo que yo, y haréis los imposibles por curar a Reikila y demás heridos, y hacer llevadera la vida a todos los prisioneros, hasta que se concierte la paz, que ello ha de llegar.

Doce días tardaron en cicatrizarse las heridas de Numisio. Sin aguardar a que los médicos lo diesen de alta y contra su dictamen, el corajudo lusón salió nuevamente a campaña, siempre con rumbo a Norte, que es decir a la querencia del Danubio.

Dejémosle peleando y cubriéndose de cicatrices y de laureles y reuniendo en torno a su columna un verdadero ejército, y volvamos a Thessalónica.

*  *  *

Theodosio había caído gravemente enfermo de una fiebre, en tal grado perniciosa, que le hizo pedir apresuradamente el bautismo, persuadido de que había llegado su última hora69. Dichosamente para él, había arribado Flaccilla, con Antonio y Eucherio, y los pequeños Arcadio, Pulcheria y Numisiano, el hijo de Numisio. Cynegio estaba ya a su lado y era uno de los dignatarios de su corte, con el cargo de prefecto del pretorio per Orientem.

Después de varios meses de alternativas, la fiebre empezó a remitir y el doliente entró en franco periodo de convalecencia. A medida que avanzaba en la curación, los partes de la guerra llegaban cada vez más satisfactorios; las legiones se rehacían, las huestes godas se fundían como nieve; doquiera, los bárbaros capitulaban y se alistaban en las filas de los romanos, pasándose a servicio del Imperio, cuando no se retiraban al otro lado del Danubio. Sin aventurar grandes batallas, con sólo hábiles operaciones, dirigidas personalmente por el emperador o dispuestas por él como estratega, la pujanza de la bravía gente gruthunga había quedado quebrantada; el peligro godo, en su manifestación aguda, se había disipado.

-¡Ea! -dijo, por fin, un día Theodosio, decidido a acallar las solicitaciones de la capital, que no cesaba de reclamar la presencia de la corte dentro de sus murallas;- vamos a trasladar nuestros penales a Constantinopla: disponedlo todo para dentro de tres días: por fin han quedado limpias de bárbaros las provincias invadidas...

-Las provincias, sí, hasta cierto punto -prorrumpió Eucherio, que no acababa de ver claro en la política de su sobrino:- pero es porque hemos hecho de los invasores nuestros huéspedes, alojándolos en nuestras propias casas, y ahora los tenemos dentro, en actitud de alzarse señores y amos.

-¿Dentro?... Y fuera también -interrumpió, con voz que la emoción hacía temblorosa, el magister militum, penetrando en la estancia.- No hay que alegrarse demasiado pronto ni cantar victoria. Las provincias quedaron, efectivamente, barridas de godos; pero esta basura hace como que se va y vuelve. Acabo de recibir dos distintos partes de dos jefes de columna del teatro de la guerra, que coinciden en darme a saber la triste noticia de que una nueva avalancha seythica, formada de visigodos y ostrogodos, revueltos con otras gentes, al mando de los mismos Fritigern, Alatheus y Saphrax, por no variar, ha cruzado nuevamente el Danubio y avanza, con una enorme impedimenta, en dirección de Mediodía.

El revuelo que la noticia produjo en Palacio y en la ciudad no es para descrito.

-¡Vuelta a empezar! -exclamó Theodosio, sin disimular su contrariedad... Pero, ¿qué hacerle?-agrego con aire resignado, después de una pausa;-por ellos estoy aquí, y no en Cauca: ellos me han hecho emperador... Todavía, del mal el menos; siquiera ahora tenemos ejército -dijo, tras otra pausa, siguiendo el hilo de sus pensamientos.

-Sí -observó el aguafiestas de Eucherio;- ejército compuesto principalmente de godos: figúrate que éstos se dan la mano con el nuevo nublado, mejor diríamos nueva horda de sus consanguíneos de allende el Danubio, amén de los que quedan aún sueltos en la Illyria y la Macedonia, y nos cogen en medio como entre las dos piedras de un molino.

Theodosio no replicó; se había ensimismado. Echaba de menos, como nunca, a su consejero ideal, el castellano de Turnovas. ¿Qué habrá sido de Numisio, que no vuelve? se preguntaba con amargura.

*  *  *

Vamos a ver nosotros lo que era de Numisio y por dónde andaba en aquella sazón.

Luego que vio pacificada y rescatada de godos la provincia Thracia, antes de ponerse en camino para Thessalónica, quiso conocer de visu la colonia de los llamados mesogodos (Moesia corresponde a Servia y Bulgaria), fundada por el apóstol de Gothalandia (?) Ulfilas, al pie de los montes Balkanes, cerca de Nicópolis (Nicopoli, Bulgaria), a virtud de concesión de los emperadores Constancio y Valente. Tenla él pensamiento propio sobre la política que el Imperio debería seguir y haber seguido con respecto a las naciones bárbaras de ultra Rhin y ultra Danubio, y para confirmarlo, afinarlo o rectificarlo, nada mejor que consultar la experiencia parcial hasta entonces hecha.

Ulfilas había combinado un alfabeto especial sobre la base del griego, y elevado con él el habla de sus godos a la dignidad de idioma escrito; los había convertido al cristianismo (de la comunión de Arrio); había creado escuela donde aprendieran el arte de la lectura; les había traducido y puesto por escrito la Biblia, para que pudieran leerla en su lengua nativa; tenía dedicada una parte de su clero a sacar copias de dicha versión de libros Sagrados; había transformado los toscos senderos de la región en caminos regulares, con puentes de madera; proyectaba acuñar moneda de oro y plata con el busto de Theodosio...

Esto hizo concebir al desconfiado Numisio las más risueñas esperanzas. El gran pecado de Roma había consistido, según su modo de ver, en no haber pensado más que en reprimir a los bárbaros por la espada, en no haberse apoyado más bien en las energías espirituales; en no haberse preocupado de llevar su civilización a esa otra porción del universo mundo, como los misioneros arrianos acababan de llevarle la religión cristiana; en no haberse cuidado de colmar con las instituciones pedagógicas de la antigua Grecia el abismo que separaba el mundo romano del mundo germánico. Siglos antes había tenido una corazonada pero este atisbo de la verdad no causó estado ni se desarrolló, y muy temprano desistió de ella. No bien vencidos los galos por César, fundóse la escuela de Augustodumum (Autun), y a ella concurrieron, ya desde Tiberio, los jóvenes de la nobleza gala, a instruirse en los dos grados de la educación romana, gramática y retórica. Cuando Agrícola hubo pacificado la Bretaña, su primera providencia de gobierno fue que se adoctrinara en las artes liberales a los hijos de los jefes sometidos. Por desgracia, fueron hechos aislados: no se le ocurrió a Roma fundar en ellos todo un sistema, de harta más virtud que sus instituciones militares, y propagarlo fuera del radio de acción de sus conquistas, al otro lado de las fronteras; y como tenía que suceder, está purgando ahora su pecado. Si no se apresura a reaccionar y no cambia de conducta, o resulta que es ya tarde para el remedio, un cataclismo de harto más graves consecuencias que el desastre de Andrinópolis se avecina: el equilibrio del mundo se había roto, porque era inestable: el Imperio se desplomará, pese a la eternidad que no cesan de prometerle, impenitentes rutinarios, los retóricos y los poetas.

-Tú has dado en el clavo, tú has puesto el dedo en la llaga -dijo a esta sazón el obispo cappadocio, haciendo suya la explicación histórica de su huésped sobre la causa de los repetidos desastres que venía padeciendo el Imperio- ¡Cuán otro sería el aspecto que presentara el mundo si el Imperio romano, desde sus orígenes, se hubiese desvelado por sembrar los gérmenes de la cultura moderna en el intelecto de las tribus septentrionales, hasta elevarlas al nivel de griegos, latinos y orientales, y hacer de ellas cuerpos de nación; de nación industrial, mercante, agricultora, literata, sabia, educadora, enviándoles a todo coste preceptores, ingenieros, constructores, médicos, manufactureros, geopónicos, misioneros de civilización imbuídos en su lengua, y atrayendo a una porción escogida de su juventud para que se educase en Roma, en Atenas, en Byzancio, en Alejandría!70.

-Y eso, por de contado, sin remover de su asiento a las plebes germánicas del respectivo país natal, sin transplantarlas a tierras del Imperio ni alistarlas en el ejército.

-Eso podría haber venido más tarde, cuando el proceso de latinización o de helenización hubiese estado adelantado. A estas alturas puede temerse que tu programa «al otro lado de la frontera, en su propio país», sea extemporáneo e ineficaz. Cuanto a los resultados, edifícate viendo a estos buenos mesogodos labrar pacíficamente sus campos, sin tomar parte en esas asoladoras razzias y correrías que los godos de allende el Danubio emprenden periódicamente por tierras del Imperio.

Dicho esto, el sencillo y honrado sacerdote, que por entonces andaba muy intrigado con la idea de conciliar el credo de Arrio con el de Nicea, quiso interesar a Numisio en su favor, ponderándole las excelencias del arrianismo como fórmula de conciliación entre la filosofía y el evangelio y como instrumento civilizador, y condenando con palabras acres y despectivas el símbolo de Nicea. Para él, era de toda evidencia, que ni siquiera precisaba de fe, que Cristo, el Hijo de Dios, no es Dios ni emanación de la sustancia de Dios, sino un ser típico creado de la nada antes de todo tiempo, para que crease a las demás criaturas y fuese tipo de perfección para los hombres: el dogma de la triplicidad de personas divinas o trinitarismo es monstruoso, anticristiano, contrario a la dignidad metafísica de Dios; un nuevo politeísmo, una nueva idolatría...

Largo rato estuvo disertando el apóstol sobre este tema: Numisio resistió victoriosamente la prueba a que se vio sometida con esto su cortesía, y guardó un silencio heroico; tanto, que ya se lisonjeaba el godo de haberle convencido y «convertido» a su fe. Hasta que Numisio, con la insistencia, acabó de hincharse, y sin poder remediarlo, estalló, dando rienda suelta a su humor escéptico, refractario a distinciones y sutilezas teológicas, con las siguientes impías razones:

-Dime, padre: Arrio o Atanasio, Atanasio o Arrio, o entrambos juntos, ¿qué más da? Consustancial e increado, o semejante y contingente; omousios () u omoionsios (); humanidad de Jesús, divinidad de Jesús, ¿qué más da? Gloria al Padre en el Hijo y en el Espíritu Santo, que decís vosotros, o gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, como dicen los de la otra banda, ¿qué más da? Que el Hijo sea de idéntica sustancia a la del Padre, , o de sustancia sólo semejante , o ni idéntico ni semejante, , como quieren los anomeos, extrema izquierda del arrianismo, ¿qué mas da? Error del obispo romano Liberio, palinodia del obispo Liberio; ¿pero vale eso la pena de dar pretexto a filósofos y saineteros maleantes del gentilismo para sus parodias y para sus zumbas...? En fin, no disputemos por semejantes futesas y volvamos a nuestros carneros.

Con esta tirada se desahogó Numisio, ensañándose en el inocente Obispo; que nadie diría sino que lo había hecho de intento, más que para protestar, para vengarse una vez más de que hubieran querido envolverle en tales jaquecas byzantinas. ¡A él, que no sentía pasión más que por el afinamiento de las especies mediante el cruzamiento, la educación o cultivo y la selección, lo mismo respecto de las almas que de la ganadería y la agricultura!

El amable y bondadoso Ulfilas al pronto quedó anonadado ante semejante chaparrón de improperios teológicos; y por el pronto no supo qué cara poner, hasta que al cabo de un rato, repuesto de la sorpresa, se sonrió y dijo:

-¡Ah! Tú y yo nos habríamos entendido; y no se habría disuelto la antigua unidad de la fe en esa florescencia de partidos enemigos que lamentamos; y romanos y godos formaríamos hace mucho tiempo un solo pueblo, si todos los cristianos hubiesen pensado con la amplitud de miras que tú. Porque escéptico no creo que lo seas, aunque tu genio positivo y rebelde quiera aparentarlo.

No quiso Numisio prolongar la porfía ni contradecir a Ulfilas o desengañarle; incontinenti salió a recorrer en su compañía, siempre agradable e instructiva, las aldeas de los mesogodos, sus sembrados, ganados y viviendas, sus artes y comercio rudimentarios, sus ritos, sus escuelas al aire libre, mientras deliberaba con él sobre el pormenor del plan que podría ensayarse para desembrutecer a las tribus godas de la izquierda del Danubio, aunque fuera preciso establecerlas aquende, en tierras fronterizas del Imperio.

Así se deslizaron insensiblemente para Numisio cuatro placenteros días de descanso y estudio; cuando una noche, le llegó al Obispo, transmitida por uno de sus misioneros de ultra-Danubio, la terrorífica nueva de que Fritigern se había concertado con Alatheus y Saphrax para hacer una leva de 200.000 combatientes, visigodos y ostrogodos, con más algunos vándalos, taifales, alanos y hunnos, y volarlos sobre la Thracia, las provincias Illyricas y la Acaya, a ser posible sobre Occidente, entrándolas a sangre y fuego, hasta dejarlas sin una sola ciudad y sin un solo habitante, yermas y rasas como la palma de la mano; y que la ingente mole de los invasores se había puesto ya en marcha camino del Danubio, pensando cruzarlo con los medios que conservaban de la anterior invasión.

*  *  *

Fue más que una tromba, más que una catarata antediluviana; fue como un temblor de tierra, como la rotura de un dique geológico, como el corrimiento de una cordillera, como la erupción simultánea de un circo de volcanes. Cuando la noticia llegó a Thessalónica, en el preciso momento en que la corte iba, por fin, a trasladarse a Constantinopla, conforme hemos visto, Numisio llevaba ya varios días de sostener combates parciales con una u otra ala de los tres cuerpos de ejército en que las hordas aliadas se habían dividido para imprimir algún orden al caos de la invasión; siguiéndolas tenazmente, no aceptando batalla cuando se la presentaban, atacándoles él cuando favorecían las circunstancias, por ejemplo, cuando alguna guerrilla o partida destacada del grueso de la invasión penetraba frenética y enajenada, cegada por los propios estragos, en alguna población abierta o intentaba expugnar alguna fortaleza o alguna ciudad murada; ofreciéndoseles como cebo para atraerlos a sus emboscadas y lazos, manteniendo inteligencias en sus filas, etc., todo con la mira de entorpecer y retrasar cuanto fuese posible el avance de los bárbaros y dar tiempo a que la noticia llegase a la corte y el Gobierno imperial pudiese proveer a la defensa de los pasos del Haemus (Balkanes) y arbitrar tropas y salir al encuentro de la inundación antes de que cruzara ésta la cordillera y se desbordara por el Illyricum, ya que no fuera posible atajarles el paso por la Thracia.

Así siguieron avanzando y combatiéndose con varia fortuna durante dos semanas.

Un día del mes de Julio (año 380), los invasores, que venían estragando y yermando la tierra, atalayaron al ejército de Theodosio, que la víspera había desbaratado, en acción reñidísima, una división de ostrogodos enviada de avanzada a ocupar el desfiladero y puerto de Suecos. Unos y otros, imperiales y bárbaros, acamparon en las riberas del Hebrus, a corta distancia de este río. Cerrada la noche, Fritigern recibió confidencias de algunos desertores godos agregados al ejército de Theodosio en clase de tropa auxiliar. Ellos le sugirieron un atrevido golpe de mano que había de hacer caer en su poder al propio emperador. Conforme a este plan, un pelotón de visigodos disfrazados de legionarios, con trajes y armaduras cogidos en anteriores acciones y capitaneados por un jovenzuelo audaz y resuelto de nombre Alh-reikes (Alarico), acercóse cautelosamente al campamento imperial, y guiado por los tránsfugas a servicio de Theodosio, que habían asesinado previamente a los centinelas, avanzó por él desahogadamente, como pudiera un manípulo de legión.

La tienda imperial se distinguía de todas en la oscuridad por el gran número de lámparas que la alumbraban y hacían de ella como un resplandeciente fanal o un ascua de luz. Theodosio se había metido en cama, aquejado de dolores, nuncios probables de una recaída en la enfermedad de que acababa de convalecer. Un enjambre de godos, con el joven Alarico a la cabeza, se precipitó como un huracán en la tienda y arrancó del lecho al emperador y se dispuso a cargarlo sobre las espaldas de un Hércules boreal (rubio) que a tal efecto iba en la expedición. El ministro de la guerra y otros dos generales que estaban conversando de pie en un departamento de la tienda imperial inmediato al dormitorio del emperador, embistieron furiosamente a la temeraria chusma de los secuestradores: el mismo emperador acabó por desasirse de ellos y, desnudo como estaba, descolgó su espada y allegó ese refuerzo a sus generales, esgrimiéndola con aquel arrojo que le era tan peculiar y tenía tan acreditado, hasta que la tienda acabó de cuajarse de godos, haciéndose imposible al emperador y a los imperiales maniobrar. Ya antes, dos de ellos habían penetrado en el aposento imperial por uno de los pabellones laterales, a tiempo de parar con el broquel, puesto rápidamente delante del emperador, una lluvia de saetas dirigidas contra él desde la puerta exterior, y una de las cuales, atravesando al guarda imperial, lo derribó en tierra. Junto a él, alcanzado por otra saeta, cayó uno de los enemigos que más cerca estaban del emperador. Los secuestradores asían otra vez por los brazos a Theodosio. En este punto, escuchóse por la parte de afuera un vozarrón formidable, que denostaba y desafiaba a los godos con estas provocativas razones:

-Cubiertos por las sombras de la noche, los mismos ladrones son valientes. Pero ya habéis sido descubiertos. Habéis venido por lana y vais a marchar al Infierno trasquilados. A ver, esos godos falsos, que primero hicieron traición a sus compatriotas, con quienes habían nacido, y ahora se la han hecho a los romanos, con quienes han pacido; vengan, vengan, aquí estoy con mis leales. ¡Sois lacayos, rabones, fachas, chusma innoble, carne de desecho, pandilla que la horca está reclamando con justo derecho!

Y a compás de estos gritos, el airado luchador lusón se revolvía en medio de un círculo de enemigos, dando y recibiendo golpes y llamando a grandes voces a sus «esquiladores», esto es, a sus soldados, ya todo veteranos, que le habían, por fin, alcanzado y estaban demostrando ser poco menos mancos que él.

Era Numisio, que acababa de saber por un confidente lo que en el campamento enemigo se había tramado y en el campamento imperial estaba a punto de ejecutarse, contra la libertad o contra la vida del soberano de Oriente, y se había disparado desde su campamento con toda la celeridad que permitían lo oscuro de la noche y el previsor cuanto sutil instinto del caballo. El rudo e inesperado ataque del español fue un derivativo de atención para los godos que aún permanecían en la tienda imperial y un respiro para Theodosio, que pudo por fin echarse encima una túnica y calzar unas sandalias (ved Delgado, disco de Theodosio) y salir por la parte trasera de la tienda, remolcado por dos de los generales, que ignoraban la importancia numérica de los enemigos introducidos subrepticiamente en el campamento y temblaban por la suerte del Imperio si llegaba el caso de plantearse de nuevo la cuestión de sucesión al trono. Sobre todo el comandante en jefe, Saturnino, estaba anonadado por la vergüenza de la sorpresa y habría querido morir en aquel instante.

Escoltados por el grueso de la guardia imperial, que por fin había logrado darse cuenta de la situación y recoger sus cabalgaduras de los sotos donde forrajeaban, tomaron la dirección del Hebrus, con propósito de aguardar allí noticias del curso del incidente, y en el caso peor vadear el río y tomar la carretera de Naissus para atravesar la cordillera por el puerto de Suecos. No era esto, sin embargo, tan llano y hacedero como a primera vista pudo parecer: el previsor Alarico se les había adelantado, destacando una parte de su guerrilla o mesnada en la glera para que ocupase las dos cabezas del vado. Theodosio se vio acorralado y un instante pudo creerse cogido. Alarico llegaba con el resto de su fuerza. Pero Numisio corría a la zaga con la suya a corta distancia de él, y las dos se entremezclaron en la espesa tiniebla, sin distinguirse más que por el habla. Prodújose una gran confusión, y a beneficio de ella pudo Theodosio, con la tropa selecta de su guardia (dispuesta a reparar con su sangre la vergüenza de su sorpresa), cruzar el río, arrollando los piquetes de godos adormilados que lo guardaban. Ya era hora: por distintos caminos, a campo traviesa, dando tumbos, afluían a la llamada hasta tocar el río, los dos ejércitos, advertidos, por fin, de lo que pasaba y ávidos de, arremeterse. Era en vano. La oscuridad los tenía paralizados; habríanse dicho transportados al corazón de una nube tenebrosa que no dejara penetrar ni el leve scintileo de las estrellas de primera magnitud.

Reprimiendo su rabia, resignáronse unos y otros a permanecer quietos, arma al brazo, el resto de la noche. Con la primera indecisa claridad del alba, los jefes recorrieron a caballo el campo y los contornos para escoger posiciones y situar los distintos cuerpos en los lugares donde conviniese. Cuando hubo amanecido, atronaron los aires las trompetas de guerra; rompieron el silencio, de ambas partes, los combatientes, entonando sus cantares bélicos; y por fin se precipitaron godos contra imperiales, imperiales contra godos, con el mismo insano furor que si cada pareja ventilase alguna querella personal. La matanza fue espantosa. Pocas horas bastaron para que, del primer choque, el suelo quedara empapado de sangre y cubierto de cadáveres, sin que los luchadores hubiesen ni empezado a desfogar su cólera. Instintivamente, para seguir peleando con más desembarazo, los dos ejércitos se apartaron del río un tiro de ballesta, corriéndose hacia la tierra alta. Los imperiales, a quienes el vapor de la sangre había emborrachado, cantaban a grito herido, hasta enronquecer, con la misma voluntad aunque con menos vigor que por la mañana:


«¡Mille Hunnos, mille Vandalos, semel occidimus;
mille, mille, mille, mille, mille Gothos quaerimus

Enmudecieron, por fin, las trompetas, rindiéronse al cansancio los sobrevivientes soldados. La batalla quedó indecisa; y así pudieron imperiales y godos atribuirse por igual el honor de la jornada. Prisioneros se hicieron pocos, lo mismo en el uno que en el otro campo. En el botín de guerra de los godos ocupaba el puesto de honor la tienda de campaña del Emperador. En cambio, de sus carros, próximamente un millar, con niños, mujeres, heridos, víveres y riquezas producto del saqueo, habían caído en poder de los romanos.

Olvidábamos decir que Numisio, con las catorce heridas, algunas graves, recibidas en los encuentros de la noche (del vado y del campamento), había perdido tanta sangre, que con toda su voluntad le fue imposible tomar parte (personal) en la batalla. En Succos recibió orden verbal que había dejado a su paso el Emperador, de que inmediatamente se presentara, vivo o muerto, en Thessalónica. No hacía falta que se lo repitieran: sentía la nostalgia de Turnovas, y Turnovas era ahora Numisiano, y Numisiano estaba en Thessalónica. Vio que las fortificaciones de Succos seguían en el mismo estado de abandono en que las había denunciado el año antes; y cuando el Consejo de jefes requirió su opinión sobre si debería abandonarse aquella importante posición, se encogió de hombros, lo mismo que si se tratara de algún intrincado caso teológico, dejando escapar con sombría voz esta amarga razón:

-¡Qué más da!

Una división de la fuerte columna de Numisio se dirigió a Thessalónica, llevando consigo triunfalmente los carros cogidos y los prisioneros hechos al enemigo: el cuerpo de ejército que Theodosio condujera hasta el Hebrus, con las restantes columnas que se habían agregado hasta él, fue distribuido por el conde Saturninus, general en jefe, entre las plazas fuertes de las provincias illyricas y demás de aquende los Balkanes que iban a ser presa de la invasión.

Numisio fue transportado en una litera-cama de la ambulancia (valetudinarium). Los médicos militares le habían propuesto detenerse unos días en alguna de las poblaciones del tránsito, pero no quiso ni oír hablar de ello. Cuando llegó, con la fuerza, a Thessalónica, había ya mejorado algo.

Este terrible soldadote lloró al estrechar contra su pecho al pequeño Numisiano, que tantas y tantas cosas del alma le recordaba. Flaccilla le felicitaba haciéndose lenguas de las brillantes cualidades de formalidad, de reflexión y de solidez de carácter que despuntaban en el tierno retoño de Siricia.

Había encontrado a Theodosio convaleciente de la recaída, y en tanto extremo desalentado, que dictaba un mensaje para Gratiano haciendo un llamamiento a su amistad y a su patriotismo para que le asistiese con algún refuerzo, lo más copioso y poderoso que le fuese posible, a fin de hacer frente a la inundación goda. Numisio no botó, porque no se hallaba aún en disposición de botar, pero se apresuró a desaprobar, exclamando con mal reprimida acritud:

¿Que es eso de embajadas a Gratiano, hombre de poca fe? ¡Buena cara pondría tu simpático colega romano! Ya le estoy oyendo decir: «Yo busqué ayuda y calor en Cauca, y he aquí que es Cauca quien ha menester de mí. Para este viaje, la verdad, no necesitaba alforjas. ¡Auxilios!, para mí me los querría, que tengo enfrente nubes de Vándalos, amenazando con otra nueva irrupción al Occidente.» Nada, nada -continuó Numisio;- tengamos serenidad, y el nuevo turbión pasará en menos tiempo que el anterior. Los legionarios no han perdido su moral, se han batido bravamente en el Hebrus, y si el enemigo no hubiese hallado expeditos los pasos del Rhodope y del Haemus, acaso se habrían disipado como niebla antes de lograr forzarlos, o habrían entrado con nosotros en composición. Pasado Succos, se desbandarán o se habrán desbandado otra vez; y ya sabemos por experiencia lo que cumple hacer, lo que a estas horas estarán haciendo tus generales...

No dejaron de hacer mella en el ánimo del emperador las razones de Numisio. Sin embargo, manifestó a éste el deseo de escribir de todos modos a Gratiano, ya no para pedirle ayuda material, sino para darle a conocer la situación y expresarle el sentimiento de no poder acudirle en su lucha contra los Vándalos.

-Eso ya es otra cosa -aprobó Numisio.- Me gusta. Escríbele así.

No quedó sin algún efecto la cortesía de Theodosio.

Al recibir la carta, acababa Gratiano de conjurar la

irrupción que amenazaba a la Galia, cediendo a los Vándalos la alta Pannonia; y, libre de ese cuidado, pudo hacer un obsequio a Theodosio, mandándole algunas tropas capitaneadas por dos jefes francos, Arbogasto y Bauto, hombres leales y de acreditada pericia y valor. Con acuerdo de Gratiano, aconsejaron éstos un cambio de táctica, volviendo a la primera política de Valente: tratar con los invasores sobre la base de una cesión de tierras en la ribera derecha del Danubio, sea en la Moesia o en la Thracia, para que de una vez se fijaran, declarándose súbditos sedentarios del emperador de Oriente, cesando para siempre en sus asoladoras incursiones y constituyéndose en antemural del Imperio contra sus compatriotas del otro lado de la frontera.

Theodosio estaba preparado para escuchar estos consejos por Numisio, que no se cansaba de machacar sobre el tema de colonización goda.

*  *  *

Desde este punto abreviaremos nuestro relato, diciendo en sumario:

Que en esta segunda invasión, los bárbaros, además de la Thracia, corrieron nuevamente la Macedonia, el Epiro, la Thesalia y la Acaya, como ebrios, como hidrófobos, como orates poseídos de furor trágico (vid Hércules), arrasándolo todo a su paso, entregando a las llamas cuanto no incitaba su codicia o no podían llevar consigo, incluso aquello que, como las mieses y los almacenes de granos, habían de necesitar ellos mismos para su subsistencia; -que la mayoría de los jefes aceptó en principio las proposiciones que les fueron hechas con autoridad del Gobierno imperial, aunque sin suspender sus salvajes razzias mientras tanto;- que en medio de esta saturnal, su caudillo supremo, Fritigern, falleció en el Epiro, y que desde aquel instante, divididas y subdivididas sus indóciles huestes en bandas de salteadores, la invasión perdió toda su virulencia, dejando de ser un peligro serio;-que Theodosio trasladó, por fin, su corte, familia y residencia a Byzancio o Constantinopla, donde fue recibido triunfalmente el día 14 de Noviembre (año 380), aclamado por las muchedumbres electrizadas, que lo comparaban, no sólo por el físico, sino por las cualidades del espíritu, al mejor y más grande de los emperadores romanos, Trajano;- que la gran mayoría de los godos transfirió la sucesión política de Fritigern a Athanarico, quien se había mantenido retraído durante los últimos cuatro años, en las montañas de su país, al otro lado del Danubio;- que abordado por Numisio, el nuevo justicia o rey de los godos se inclinó sin reservas al partido de la paz y se dejó persuadir a que ratificase el tratado ajustado con los «generales» de Fritigern y aceptase la invitación de Theodosio, visitándole en Constantinopla;- que fue recibido por éste con todos los honores debidos a un emperador, incluso saliendo a su encuentro a muchas millas de distancia;-que le dejaron atónito y le avasallaron, lo mismo que a su séquito, las inenarrables magnificencias de la esplendente urbe, de su tierra y de su civilización, carreteras, puentes, acueductos, thermas, foros, escuelas, bibliotecas, tribunales, iglesias, palacios, villas, jardines, embarcaciones, muelles, estatuas, arcos y columnas triunfales, códigos, pinturas, armaduras, tormentaria, fortificaciones, murallas, puertas, arcos, gimnasios, pórticos, circos, hipódromos, teatros, mercados, manufacturas, cultivos, jardines públicos, policía, annona, cursus públicus, mausoleos, servicio de postas, etc., etc., mirando en el emperador una deidad sobre la tierra; que no se cansaba de recorrer calles y plazas, verdadero museo de monumentos, admirando en ellos la majestad al par de la gentileza y de la gracia, y de cruzar hechizado el Bósforo por Chrysopolis (Scutari) para ascender al monte Bulgurhe, desde donde, veintiocho años antes, el príncipe Juliano, confinado por los terrores de su tío el emperador Constancio, a la breve heredad de su madre, en parte plantada de viña, contemplaba a lo lejos, como sobre un mapa parlante desplegado entre Europa y Asia, el mágico panorama de la ciudad, recostada en sus siete colinas, las dos riberas asiática y europea del Bósforo, especie de río marítimo, las rientes isletas de la Propóntide (mar de Mármara) y el inquieto hormiguero de naves mercantes, lanchas de pasajeros y barcos de pesca que salían del grandioso puerto de Chrysokeras (Cuerno de Oro) o que abordaban a él;- que sin haber vuelto de su asombro ni salido de Byzancio sorprendióle la muerte, colmado de honores, en Enero (del año 381), y que el Emperador le hizo suntuosísimos funerales, dando muestras de vivo y sincero pesar, y decidió erigirle un monumento regio, con lo cual acabó de ganarse los ánimos de los godos y atraer a las turbulentas tribus no reducidas, que se habían resistido a suscribir el primer tratado del año 380, y que ahora aceptaron uno adicional (3 Octubre 382), que puso definitivo término a la guerra Gothica;- y, por último, que las fieras milicias (el ejército) de Athanarico pasaron enteras al servicio del Emperador sumando unos 40.000 hombres, en calidad de tropas aliadas (foederati) y con pacto de conservar sus armas, sus jefes y su organización y recibir una paga superior a la que percibían las tropas romanas.




ArribaAbajoCapítulo VI

En Byzancio y la Moesia


Esta convención puso en gran alarma a Numisio, como en general a todos los espíritus reflexivos y previsores (sea ejemplo Synesio), que veían cómo el Imperio quedaba con ella a merced del extranjero, y de un extranjero incivil, insolente, grosero y desvanecido, para quien la historia universal se reducía a la batalla de Adrianópolis y que se lisonjeaba de tener en el bolsillo otra victoria igual para cuando se le antojase dejar el orbe romano cesante y aniquilarlo.

-Te llaman el gran amigo de la paz y de la gente gruthunga, amator pacis generisque Gothorum -decía Numisio a Theodosio;- pero ni tanto ni tan calvo que se le vean los sesos. De ellos, de los godos, no ha de poder decirse nunca amatores generis Romanorum. Ya sé que te aflige e irrita el que haya quien ose dudar del acierto con que procedes en esto; pero es en mí un deber de civismo contrariarte, repitiéndote una y cien veces lo que no he cesado de decirte desde mi llegada a Thessalónica: que es fuerza volver al régimen antiguo de ejército nacional, exclusivamente nacional, por mucho que repugne a estos degenerados romanos, ayunos de todo espíritu militar, deshabituados del ejercicio de las armas; hay que proscribir la abominable práctica de Valente, que por no disgustar a los provinciales y al propio tiempo henchir el Tesoro imperial con los millones que éstos habían de tributar por concepto de redención del servicio militar, admitió de una vez, el año 376, a 50.000 godos en el ejército..., y fueron los de Salices, fueron los de Adrianópolis. Encima de legarnos aquella funesta herencia, nos ha dejado ese mal ejemplo. Ahora, tú llamarás a lo que estás concordando con ellos, la paz; pero sabe que esa paz es la muerte del Imperio. Vuelve en ti: ni un solo godo, ni uno solo, debes acoger en tus banderas. Amansarlos, desasnarlos, sí, pero en su dehesa, lejos de aquí...

-A la fuerza ahorcan, amigo. Tú, en mi caso, habrías hecho lo mismo.

-¡Nunca! Habría pactado sobre la base de que los encartados se trasladarían todos, todos, hasta el último, en calidad de súbditos y sedentarios, a las tierras concedidas, y que allí serían instruídos en las artes de la vida civil y de la paz.

-¿Aún negándose ellos?

-Si efectivamente hubiesen rechazado esa cláusula, condición esencial de salud para el Imperio, antes que dejarme imponer la contraria, habría optado por chocar otra vez con ellos y por continuar la guerra, a cambio de no engañarnos a nosotros mismos. Todo antes que la demencia de hacer de ellos la piedra angular de nuestra constitución; todo antes que admitir en nuestras filas, y lo que es peor, en calidad de privilegiadas y formando cuerpos autónomos, a unas milicias llamadas ambiguamente «auxiliares», que nosotros entendemos auxiliares del Imperio contra Gothalandia, y que ellos entienden auxiliares de sus compatriotas no reducidos de Gothalandia contra el Imperio.

-Pero no dejarás de confesar que con sólo esa convención, sin el azote de nuevas guerras, hemos afianzado el presente, en tanto llega la propicia ocasión de conquistar, de asegurar el porvenir.

-¡Brava manera de libertar al mundo romano del oprobio de la barbarie; encomendar la guarda del hogar romano a los mismos que lo estaban desvalijando! Acuérdate de la jornada del Hebrus, en que los godos «a tu servicio» abrieron traidoramente las puertas de tu campamento a los amables sicarios que iban bonitamente a caza de tu cabeza, y tendrás un anticipo y figura de lo que ha de sucederle ahora al Imperio como insistas en esa malaventurada convención. Sí, amigo: el peligro que ahora representa aquella roña, amansada no más que en apariencia, es mayor que cuando vagaba suelta por la Thracia y el Illyricum. Una paz así, pendiente del humor inconstante de un enemigo selvático, insaciable y ensoberbecido, que no se harta de humillar con su insolente desprecio al «tímido rebaño de los romanos», como él nos llama, y se cree con derecho a todas las riquezas y a todas las vidas del Imperio, a título del más fuerte,- esa que llamáis paz, repito, es cien veces peor que la guerra franca...

Es decir -agregó,- entendámonos: si es que verdaderamente miras al bien de la república antes que a tu personal comodidad: si Cincinato, vencidos los equos, en vez de restituirse al arado, no ha tomado el camino de Sybaris o de Capua.

-Muy bien, querido: hablas como un libro: no te falta razón. Pero reconoce a tu vez que pesan sobre mí las responsabilidades de un pasado en cuya concreción no he tenido parte; y que algún tiempo hay que dar para que la fiereza nativa de estos bárbaros, de inclinación noble después de todo, se amanse en su contacto con la civilización, ganando sus corazones y sus voluntades, a influjo de un trato justo, leal, amoroso y blando, excluida la ineptitud y reprimida la venalidad de los Julios, Lupicinos y demás malvados gobernadores y ministros de Valente... Por otra parte, ni Valente ni yo hemos puesto la moda; antes bien, hemos podido inspirarnos en tan alto ejemplo como el de Constantino Magno, que hace cincuenta años acogió bajo sus banderas, en clase, de foederati, a 40.000 godos, cedidos por sus reyes Araric y Aoric...

-Me guardaría yo de invocar ese precedente para autorizarme en él; lo invocaría, si acaso, para lo contrario. Recuerda la parte que los sucesores de aquellos foederati de Constantino han tomado en la espantable tragedia de Adrianópolis, y sabrás por adelantado lo que los tuyos, tus foederati godos han de tomar en la futura y decisiva Adrianópolis, que no creo esté muy lejos. Aquel día no te valdrá desplegar el lábaro de Constantino: en vez del legendario, del fantástico , los soldados, acuchillados por el frente y por la espalda, escribirán con los pies, como hace cuatro años, el «fíate en el lábaro y no corras». Y entonces, ¡adiós Imperio!

-Ya te he dicho sobre eso lo que hace al caso, -repuso hoscamente, como desazonado, el Emperador.- Pero es que, aun sin eso, estás combatiendo a las larvas (espectros, sombras, almas en pena); porque la muerte de Fritigern y de Athanarico ha dejado a los godos sin jefe que los capitanee. Cum larvis luctare. Estás acuchillando sombras...

¡Ay, no! Ojalá estuvieses bien enterado. Pero no lo estás: el caudillo godo ha dejado simiente. Conozco un mocito, discípulo suyo, el llamado Alarico, en el cual hay muchos Fritigerns. Ya lo viste una vez, y en ocasión bien crítica; pero no lo has pulsado como yo. Ahora está acabando de formarse, ya más que crisálida, debajo de tus banderas y con tus enseñanzas. Y no han de pasar muchos años...

-Un día de vida, vida es: aun dando que acertaras en tu siniestro pronóstico, yo me propongo aprovechar esos años, con su paz material, todo lo precaria que quieras, en proveer a algo más apremiante y más trascendental, requisito previo, esencial para esa nacionalización del ejército de que eres tan convencido abogado: a pacificar los espíritus, procurándoles el supremo bien de la unidad religiosa...

*  *  *

-Ese es otro cantar, de más consecuencia aún que la desnacionalización y gotificación del ejército. Con ésta, pones las llaves del Imperio en manos de su enemigo: con tu utopía teocrática lo disuelves.-En 380, ya en Thessalónica, condenaste por una constitución gravísima (27 Febrero) la doctrina arriana, tomando partido a favor de unos cristianos contra otros, mezclándote en asuntos de conciencia, que son ajenos al oficio de gobernante; en 381, o sea el año último, por otra constitución (10 Enero), elevaste el símbolo de Nicea a categoría de ley del Estado, y excluyendo por falsas a todas las demás Iglesias cristianas. En el corriente año, por una nueva constitución, has pronunciado la última pena contra los maniqueos, por el sólo hecho de serlo. Del polytheísmo heleno-romano has declarado de un golpe ilícito e ilegal la mitad, prohibiendo los sacrificios o la inmolación de víctimas, mientras te dispones a condenar y perseguir, secundado por otro género de barbarie, la de los hombres negros (monjes). Pues bien; todo eso es un atentado, no sólo contra la conciencia, que es incoercible, sino contra la existencia del Imperio y la dignidad del género humano.

-¡Por qué no tendremos todos unos mismos ojos! Por qué cuanto más recapacito y cuanto más pareceres consulto, aunque los consulto multicolores, más me afirmo en la idea de que cumplo con ello el primero y más elemental de los deberes que incumben al gobernante y son propios del poder público, y que si no lo hiciera, me traería más cuenta desceñirme la púrpura y retirarme segunda vez a Cauca...

-Sinceramente, creo que acertarías. Tus inclinaciones, más que de César-soldado, son de César-obispo, y lo que con lo primero construyes, con lo segundo lo vuelves a derribar. Como acertaría también yo restituyéndome sin más tardar a Turnovas, visto que no sirvo al fin que me trajo de aconsejarte lo mejor.

-No saques de quicio las cosas: harto sabes que en eso te falta la razón. Apenas tengo voluntad: me gobierno por tu consejo; de hecho eres tú el emperador y yo nada más que tu editor responsable. Y porque una vez me dejo llevar de mi inclinación, te me subes a la parra, sabiendo cuánto me aflige contrariarte y que no estés satisfecho de mí...

-Sí, hombre; reconozco que de vez en cuando me pasas algún que otro mosquito, y que únicamente te tragas los camellos, como ese de la nacionalización del ejército, como ese de la libertad de conciencia.

-Theodosio sonrió y, ya con mejor humor, preguntó a su conterráneo director espiritual, el magnate patricio, señor de Turnovas:

-Dime, por tu vida, y sepamos por fin qué es, en suma, lo propio del oficio de gobernante, como tú le nombras, lo propio del Jefe del Poder civil, en un Imperio tan trabajado por la discordia, minado por una tal anarquía de cultos y de confesiones como esta que en todo el Oriente reina?

-Te lo dije la primera y la segunda vez, desgraciadamente sin fruto; te lo he repetido como una docena de veces después: es la gran constitución de los emperadores Constantino y Licinio promulgada el día 13 de Junio del año 313, vulgarmente llamada edicto de Milán; la libertad de creencias y de cultos: libera potestas sequendi religionem quam quisque voluisset... Ese acto no es de pontífice pagano ni de pontífice cristiano; no es arriano ni athanasiano, hebraico, egipcio ni persa: es puro acto político, expresión de la neutralidad que es inherente al oficio de emperador. En sustancia, que todo ciudadano goce de la misma libertad que has tenido tú para elegir credo, la misma que tienes para mudarlo por otro en cualquier tiempo. Hasta el edicto debe llegar y de él no debe jamás exceder el Poder civil, cualesquiera que sean las creencias religiosas de su Jefe, llámese cónsul, justicia, rey, césar o augusto.

-Pero, ¿en serio, pretendes equiparar mi posición a la de una persona privada? -Sin discrepancia de una tilde. En materia religiosa, lo mismo que en materia filosófica, literaria o industrial, cada ciudadano es su propio emperador y no existe otro a quien deba obedecer. Eso que haces es una coacción injusta, es una tiranía; una oncena persecución, no menos execrable y de peores consecuencias para el Estado que la de Diocleciano...

-Numisio, no me embromes con tus ponderaciones e hipérboles. ¡Diocleciano yo!

-Tú verás: son habas contadas. La profesión de cristianismo era considerada por los emperadores paganos como delito de Estado de los más graves: delito de lesa majestad. Repara ahora que el derecho es categoría única en su género, absolutamente igual para todos; que no hay más que un derecho. Pues bien; quien ahora hace no menos execrablemente de la profesión de fe pagana o de la cristiana no athanasiana un crimen majestatis, empalma la nueva religión con la vieja, pudiendo definirse nuestra situación con el refranillo que a otro propósito ha creado el pueblo: «último día del paganismo y primero de... lo mismo.

No sólo te está prohibido por la razón ese abuso de fuerza respecto de los particulares, sino que también respecto de las instituciones públicas del Estado; y no tienes tú, v. gr., más derecho para constreñir a la porción pagana del Senado a apostatar del polytheísmo y abrazar el cristianismo, que lo habría tenido un Juliano para obligar a la porción cristiana del propio Senado a apostatar del monotheísmo, llamémoslo así, y abrazar lo que llaman idolatría, o que un Valentiniano para decretar (que una y otra) que el Senado entero, abominando de Juliano y de Athanasio, confesaran la fe de Arrio...

-Me alarmaría -murmuró sordamente el emperador,-si no me hiciese cargo de que todo eso lo dices tú...

-Muchas gracias por la lisonja...

-¡Por el hijo de Tetis y Peleo! Déjame concluir...

-Bien, hombre, ¡qué más da! Ya bastaría que yo lo dijese, si conmigo lo decía la razón. Pero hace un cuarto de siglo que un senador ilustre, el sabio y honrado Themistio, en su mensaje o alocución a Joviano, pronunciado en nombre del Senado, dijo la última palabra en materia de libertad de conciencia. Según él, Dios ha puesto en el corazón del hombre el sentimiento religioso, pero sin prescribir forma determinada, dejándose adorar en todas: por consiguiente, la religión es materia ajena a la autoridad civil, que nadie más que la divinidad misma tiene derecho a intervenir (dis.V).

-¿Themistio has dicho? Gran autoridad: ¡un pagano!

-Sí, uno tal como lo quisieran los tuyos para los días de fiesta. Pero, en fin, dejemos a Themistio. ¿Te hace Osio, el santo obispo de Córdoba, ministro de Constantino, fallecido a los ciento un años de edad en su destierro de Sirmium, donde has sido tú coronado emperador veintidós años después? Pues Osio le decía a Constancio, tu antecesor en el trono, por haberse metido en lo que no le importaba, que es lo mismo en que te metes tú: «Lo que Dios te ha confiado es el imperio de la tierra: no te mezcles en las cosas eclesiásticas.»

-No tomas en cuenta que en tiempo de Osio y de Constancio la población pagana estaba aún en mayoría respecto de la cristiana (y que en ésta los arrianos aventajaban en número a los ortodoxos) y era fuerza contemporizar; al paso que ahora...

-Al paso que ahora... sigue sucediendo lo mismo. Con llevar el cristianismo setenta y dos años en el poder, el censo pagano excede aún en mucho al de los cristianos, pudiendo decirse que el primero es cuatro o cinco veces más numeroso que el segundo. A un estadista de tus circunstancias no le es lícito ignorar que, por ejemplo, en Antioquía, donde la religión del Crucificado es antiquísima, la congregación de los fieles no pasa de 200.000, siendo así que la ciudad cuenta cerca de 1.000.000 de habitantes71. Por consiguiente, si eres sincero, si de veras piensas que es cuestión de mayorías y de minorías, decreta el plebiscito...

Lo que yo sé, y por lo visto tu ignoras -interrumpió, picado, Theodosio,- es que, sea lo que fuere de tus estadísticas, los dioses se van...

-No lo creas, hombre, no se van: los arrojas tú. Y es forzoso, forzoso reponerlos, para que se vayan por su pie cuando quieran irse y en el modo en que se deban ir; o para que se vayan y se queden en el tanto en que deban irse y en que deban quedarse, que eso, el alma de la historia, no tú, ha de determinarlo...

-En suma de todo -concluyó Theodosio, visiblemente fatigado y contrariado y con vivo deseo de poner término a la entrevista:- que lo que yo debería hacer como señor y cabeza del Imperio es, según tu cuenta...

-Apresúrarte a recoger velas antes que la nave acabe de sumergirse; reponer las cosas al ser y estado que tenían el día de tu elevación al solio; y más claro, proclamar el principio de libertad e igualdad de todos los cultos, sectas y religiones ante el derecho, según lo proclamaron todos tus antecesores, desde Constancio Chloro hasta Gratiano, pasando por Constantino Magno, y abstenerte de hacer la causa de una contra las demás; hablar de religiones autónomas y no de religiones oficiales; desterrar del uso esta letal noción: «Iglesia de Estado»; nada de definir ortodoxias, y con doble motivo de imponerlas, de declarar verdadera esta o aquella confesión y falsas o erróneas las demás; nada de introducir en ese dédalo un concepto tan inconexo como el de «crimen de majestad», volviendo al derecho penal de los emperadores paganos...

-No lo veo, no lo veo, y me cuesta un trabajo inmenso pensar que pueda una vez faltarte la razón. Esto no es cabeza: es una devanadera. Me parece como si caminase por la cresta de una montaña, balanceándome entre dos abismos. Sostenme e ilumíname. Me debo al Imperio, pero decir Imperio es decir muchas cosas, muchos ingredientes. Reflexiona lo que sería de él, manteniéndose neutral en medio de este horrible pisto formado por un polytheísmo diversificado en cien monstruosas mythologías y fábulas, y por un monotheísmo combatido y minado por cien contradictorias heterodoxias, y por un tercero en discordia, que hace a pelo y a lana, el arrianismo, partido a su vez en medio centenar de satánicos credos, contrarios todos al símbolo de Nicea...

-Desentiéndete de todo eso; hazte a la idea de que eso no es materia de gobierno; deja obrar al instinto de la colectividad social. No te atreves, Theodosio, con los sofistas; les consientes en sus discursos, sin excluir las solemnidades públicas, las oficiales, invocar a los antiguos dioses de Roma, sin atreverte a proscribirlos de las escuelas. El ideal está en que seas lógico, que respetes a todos los ciudadanos esa libertad que respetas en los oradores y sofistas. Lo que deba desaparecer del paganismo desaparecerá o se transformará; lo que deba quedar del cristianismo quedará y prevalecerá; lo que haya de vividero en los dos se armonizará, se fundirá y vivirá, pero todo ello orgánicamente y a su hora, por selección natural, insensiblemente, sin que en ningún momento se sienta la falta de nada, como se está ahora sintiendo la ausencia de algo que desapareció antes de tiempo, por obra de la violencia...

-Pero ¿por qué, por qué? -replicó Theodosio, llevándose las manos crispadas a la cabeza;-por qué sufrir que la cizaña vegete libremente revuelta en el mismo surco con la mies y acaso tal vez la ahogue, siendo tan fácil escardarla y acabar de una vez?

-¿Tan fácil? Tan imposible, querrás decir. Lo mismo que tú ahora, discurría en su tiempo Diocletiano, y con igual acierto. ¿Cuál es el trigo, cuál es la cizaña? ¿Existen siquiera el trigo y la cizaña como categorías fijas en el espíritu, al modo que se dan como especies fijas en la flora natural? Desengáñate: con todas tus santas violencias, no realizarías tu ensueño: lo único que lograrías es perturbar las conciencias; debilitar más y más las fuerzas espirituales del ya enflaquecido Imperio y acabar de desquiciarlo; dar un semblante de triunfo pasajero a un cristianismo artificial e inorgánico, que no será la religión de la naturaleza, ni la del espíritu, ni la de nada; que será sólo una forma inmatura, languideciente, sin contenido vivo de ninguna clase. Tus decretos son como la caja maldita que en hora fatal abrió Epimetheo: están preñados de males. El mismo espíritu orgánico que te ha faltado enfrente del peligro godo, te está faltando frente a la crisis religiosa. Acuérdate de las palabras del Apóstol San Pablo a los Corinthios: «donde está la libertad está el Cristo».

Theodosio no replicó: quedóse abstraído en su tesis, como bajo el peso de una honda preocupación: instantes después, sintióse presa de una gran agitación interior. Al cabo de un rato volvió en su acuerdo y, con acento inseguro y desabridamente, como enojado de sí propio, dijo a Numisio:

-Recapacitaré otra vez sobre lo que acabas de decirme. Pensaré si efectivamente debo hacer la vista gorda, según me aconsejas, sobre los idólatras, dejarles que sigan galleando y campando por sus respetos, en el santuario, en la escuela, en el pórtico y el gimnasio, en las oficinas de librero, en el Senado y en el ejército, tomando mitología a todo pasto, rezando a sus dioses de madera y de piedra, quemando incienso en sus aras e inquiriendo el porvenir en las entrañas de las víctimas inmoladas; reintegrar en sus antiguas inmunidades a los ministros de la execrable superstición pagana; consentirles que a sus anchas osen disputar desvergonzadamente a la Cruz y sus santos mártires la gloria de los milagros obrados diariamente por ellos para colgárselos al moribundo Jove y demás númenes de su cuerda, como se vio en la guerra contra los Quados y Marcomanos y se ha visto centenares y millares de veces después; reír a sus poetas la gracia de que a la misma Santa Trinidad la hagan objeto de escarnio ¡sacándola a las tablas!...72; todo para mayor gloria de Dios, ¿eh?; contemplar con ojo indiferente cómo varones reconocidamente cristianos, sobre todo en las clases medias y populares, apostatan de la fe de Cristo, miserables histriones y Judas, volviéndose al culto de las deidades gentílicas; y como otros promiscuan ambos cultos, pagano y cristiano (profesándolos y practicándolos al mismo tiempo), manera indirecta de profesar el ateísmo por conveniencias mundanales; codearme con muchedumbres cristianas bastante degradadas para blasfemar del Crucificado, acusándolo de haber faltado a su palabra, pues habiéndoles hecho esperar una nueva edad de oro y pudiendo su divinidad procurársela, los tiene todavía condenados, al cabo de cuatro siglos, a eterna infelicidad, lo mismo que al Imperio, cada día en mayor decadencia, sobre todo -dicen- desde que hay emperadores cristianos; verles formar con infernal complacencia, cómplice yo, ricas bibliotecas, abundantes en libros contra los cristianos, como la de Jorge, el amigo de Juliano. Pensaré si del mismo modo debo encogerme de hombros ante los cismáticos y heterodoxos del cristianismo, autores de rebeliones, más insensatos aún y más turbulentos que los mismos adoradores de los ídolos; consentirles que sus obispos se tilden unos a otros de herejía, como los de Egipto la víspera del concilio de Nicea, y que las ciudades se elijan dos y aun tres de esos pastores a la vez y actúen todos simultáneamente, como en Antioquía y en Constantinopla, y mantengan encendida inextinguiblemente la guerra civil y llenen periódicamente de cadáveres las iglesias, como se ha visto en ambas Romas, y se revuelvan locos y suicidas contra los Supremos jerarcas de la Iglesia, según han hecho los eusebianos de Philippopolis, excomulgando al pontífice romano Julio; dejar en libertad a las cien variedades de herejías para que celebren sus abominables misterios donde les plazca congregarse dentro de la ciudad y propagar sin traba sus impíos y sacrílegos dogmas, por no decir sus bellaquerías; restituirles las iglesias y oratorios de que hube antes de desposeerles y que entregué a los ortodoxos; y de igual modo devolver a los maniqueos y demás sectarios los bienes que hube justamente de confiscarles, y la facultad de adquirir otros y de transmitirlos hasta por testamento, y dejar sin efecto las sentencias de muerte pronunciadas contra ellos; restituir a los apóstatas el derecho de testamentifacción; encogerme de hombros ante ese desenfreno doctrinal, que ha producido en pocos años diez y ocho símbolos o credos después del de Nicea, todo por la salud del Imperio, ¿eh? (por momentos, el rostro del emperador se nublaba y contraía más y más, así como iba adelantando en su relación de agravios: llegado a este punto, empezó a resoplar con fuerza, como si le faltara el aliento y no pudiera ya más); renunciar a la santa empresa de fusionar en una las dos Iglesias de Oriente y de Occidente; abstenerme de convocar concilios, desamparar cobardemente la divina Congregación de los santos, única legítima, con retirarle el concurso del brazo seglar, entregar la Verdad, la eterna Verdad, atada de pies y manos, a las disputas de los hombres, privar al Poder civil de su más firme sostén, que es la unidad y la solidaridad de las almas... Pensaré (añadió, jadeando y bufando todavía con más violencia y golpeando la mesa con el puño) si teniendo derecho y obligación de regular la conciencia jurídica de mis súbditos, carezco de competencia para regular su conciencia moral y religiosa, que viene a ser lo mismo; si debo echar fuera la sangre de mis venas, para ser un emperador de yeso, impasible, blanco de color como los que adornan las escuelas de niños y las tabernas, escuchar al paso callada, indiferentemente, la irónica exclamación: «necesitados y hambrientos, recurrimos a los poderes sobrenaturales, y he aquí que el Cristo nos alarga sus desclavados brazos, pero no para darnos, sino para pedirnos». ¡No puedo más, no puedo! ¡Cuánta huera e inútil declamación! A mí me hicieron emperador a secas y no cómplice de todos los pecados del Imperio contra el Calvario y contra el Cielo. Y lo que hay que pensar, y ésta es la fija, porque está visto, esto no es para mí y estoy a punto de reventar (apretándose los ijares y dando manotadas al aire), lo que hay que pensar es si no ha llegado la hora de hacer traspaso de la púrpura a Numisio Pomponio, o de que Theodosio lo eche todo a rodar y se vuelva a sus lares y a sus plantaciones de Cauca, ¡para ser en esto también (con sarcasmo) un poco Diocletiano!

El efecto de la perorata de Theodosio, sobre todo el final, en el único oyente, fue del más subido cómico, y poco faltó para que la coronase con una explosión de carcajadas y burlescos aplausos, que Theodosio podría haber leído anticipadamente en su regocijado semblante. Pero tuvo bastante discreción y fuerza de voluntad para reprimirse y no añadir un nuevo motivo de aflicción a un hombre que no era ya dueño de sí mismo y a quien se podía ahogar con un cabello.

Todavía, sin embargo, volvió Theodosio a la carga por un instante, para agregar a lo dicho un argumento de autoridad que se le había escapado de la memoria y que abonaba o reforzaba su tesis:

El santo obispo de Hippona, Augustino [San Agustín después], me dio pauta para el gobierno religioso del Imperio con aquel admirable criterio del Compelle intrare, deducido por él de un pasaje de los Libros Santos. Y otro gran exégeta y escriturario, el austero anacoreta de Chalcis, Eusebio Hieronymo [después San Jerónimo], cuando hace cuatro años residió aquí, edificándose con las enseñanzas de mi gran amigo, pontífice de esta iglesia, Gregorio de Nacianzo, el Teólogo por antonomasia, no cesaba de repetirme: «es lícito aplicar a los heréticos, contumaces y relapsos, la pena de muerte». Pensaré si debo cerrar los oídos a la voz de estos grandes doctores de la Iglesia para dar gusto a Libanio y Symmacho, a Manes, a Arrio, a Donato...

No quiso Numisio replicar, aunque bien se le pasaban las ganas. Era preciso hacer entrar en caja a Theodosio, restablecer el equilibrio de sus agitados nervios, y a eso proveyó Numisio mudando de registro por breves instantes, antes de retirarse.

-Nos falta resolver el punto referente a la colonización goda (por donde hemos principiado). Hablaremos de ello, si te parece, mañana.

-No, ahora mismo. Oye. Yo tengo, con respecto a los godos, mi idea; tú tienes la tuya: transijamos. Déjame a mí, al menos por ahora, defender con las mesnadas del pobre Athanarico las fronteras del Imperio, y yo te dejo colonizar con el resto feudatario, o mejor dicho convenido, confederado o aliado de su nación los territorios vacantes que quieras elegir. ¿Place?

-No, no place: hablaremos de ello mañana.

La delicadeza de Numisio se adelantaba a las contingencias de un nuevo desacuerdo, poniendo término a la entrevista para dar tiempo a que descansara y se serenara el Emperador: pero éste, más terco que si hubiese sido lusón, insistió en no levantar mano del asunto hasta dejarlo concluso del todo y liquidado.

-Sea. He dicho que no place, porque entre lo que tú sientes y lo que siento yo, va la vida o la muerte del Imperio y como comprendes, no puede ser materia de chalaneo ni de partir por en medio, ni de transacción. Sigue tu antojo, pues no está en mi mano, ni por lo visto tampoco en la tuya, el remediarlo. Lástima grande que envuelva tanta verdad la sentencia de Horacio (?) quidquid delirant reges plectuntur Achivi; que los ciudadanos, sin haberlo comido ni bebido, hayamos de pagar la pena de tu ofuscación. Yo me voy a la Moesia (movimiento de asombro, de extrañeza, de Theodosio), aunque ya sin fe, por no faltar a lo que tengo convenido con el obispo Ulfilas y con Baltharico, el hermano de Fravita. Desde aquí irás tú demoliendo lo que nosotros vayamos edificando. Da orden a uno u otro ministro de Hacienda73 que me abra un crédito ilimitado para los gastos de colonización.

-¡Ah! ¿Conque tratas de escabullirte? -interrogó vivamente Theodosio. - Eso no: al aprobar, como de ordinario, tu idea de colonización goda y adherirme a ella, entendí que ibas a disponerla y a darle pauta desde aquí, por medio de intendentes a tus órdenes. Pero ¡ser el intendente tú mismo, abandonar de nuevo la Corte, privarme otra vez de tu consejo! En conciencia, querido, no te lo puedo consentir; quiero decir (se apresuró a rectificar la expresión, quitándole su dureza), que no te irías a la Moesia ni a otro lugar alguno sin mi protesta, si cometieses la mala acción de insistir. No quiero creerlo: tú no puedes haberte enfadado a ese extremo por aquellas dos pequeñas «rebeldías» de tu pobre amigo el emperador. Antes que eso sería el irme yo a la Moesia y quedarte tú regentando el Imperio...

-No es enfado mío, es antojo tuyo. Y con él no me ofendes, antes me das gusto, pues podré, por fin, volver a la querencia de Turnovas, que ya es hora, ¿verdad Siricia? ¿verdad Engracia? (con voz enternecida, velada por la emoción). Así como así, la colonización en proyecto había de servir de bien poco, desde el punto de vista del Imperio, conservando, como conservas a tu lado, mimado, regalado y privilegiado, el brazo armado de los colonos, que es donde reside el verdadero peligro para Oriente y para Occidente.

Sobre este tema disputaron en tono mesurado largo rato, sin llegar a un acuerdo. Para Numisio, «la presencia del colonizador en la colonia es requisito tan esencial, tan necesario, como el dinero mismo, siendo imposible dirigir una empresa de tal naturaleza a veinte días de distancia». «Por otra parte (añadía), tú y yo vemos las cosas de muy distinto modo y no podemos entendernos».

Esta última proposición afligió sobremanera a Theodosio, que por lo general miraba los dictámenes de Numisio como si fuesen dictados por la propia Themis, y formaba con ellos un a manera de Digesto político. Bien habría querido él resolver a gusto de ambos aquellas dos vitales fundamentalísimas cuestiones que venían atravesándose entre ellos desde hacía algún tiempo; pero nadie le arbitraba adecuada fórmula y él no la encontraba. Por lo que toca a Numisio, no hubo manera de reducirlo: a la Moesia con Ulfilas y Baltharico, o a Turnovas con Numisiano.

*  *  *

¡Ay! Con Ulfilas ya no podría ser. Cuando Numisio salía de Palacio se encontró con Aelia Flaccilla, que volvía de una de aquellas provechosas visitas a los barrios pobres y a los hospitales y asilos, que realzan la figura de la piadosa y humana emperatriz más que los triunfos militares a su marido. Según lo tenía por costumbre, recorría la ciudad ataviada con suma sencillez, sin escolta y sin comitiva, acompañada aquel día de su padre, Antonio, recién elevado a la dignidad de cónsul en sustitución de su tío Eucherio, que lo había sido en el ejercicio anterior. Por ella supo Numisio la desconsoladora nueva: ¡Ulfilas acababa de fallecer? Llamado a la Corte por Theodosio para que hiciese frente con su autoridad y su persuasiva palabra a cierta agitación religiosa suscitada entre los godos de Byzancio, apenas había tenido tiempo para conferenciar con el Emperador y con Numisio y Baltharico, cuando cayó enfermo y casi sin transición exhaló el último aliento.

Aquel golpe acabó de abatir el ánimo, ya tan indeciso y desilusionado, de Numisio, reponiendo en él el pleito de la colonización al estado de problema. A tiempo de reconfortarlo y sostenerle los alientos, ya que no se diga la fe, llegaron las reflexiones del apacible y sensato Baltharico y las calurosas instancias, los insinuantes ruegos de sus hijas, más entusiasmadas aún que su padre con la idea de redimir a su pueblo de la barbarie.

Por su parte, Theodosio, vencido por las razones del conde Saturnino, resignóse tristemente a dejar huérfano su gobierno del concurso de Numisio; y a

despecho del ministro de Hacienda, que estuvo rezongando y haciéndose el sordo dos largas semanas, le proveyó de fondos.

Con su acostumbrado ardor, púsose Numisio a acopiar partidas crecidas de trigo y otras semillas y plantas, como asimismo de ganados y de ajuares, aperos de labranza, herramientas y materia prima de oficios, material escolar, y despachándolas por delante en grandes convoyes a las poblaciones más próximas a la comarca despoblada de la Moesia, que había sido designado a las tribus visigodas de Athanarico, tocando por un extremo a los mesogodos de Ulfilas (los ostrogodos habían sido establecidos en la Frigia y la Lydia, del Asia Menor). Diputó a Roma dos sujetos entendidos para que consultaran en los archivos imperiales los procedimientos de la colonización de la Dacia en tiempo de Trajano y el modo como se habían conducido los descendientes de los colonos al quedar abandonados a sí mismos siglo y medio después, por haberse retirado la Administración romana en tiempo del emperador Aureliano, a consecuencia de un tratado con los Vándalos. Dispuso la inmediata formación de un cuerpo de gramáticos y pedagogos de raza goda, erigiendo dos vastos establecimientos docentes en Byzancio y Athenas, calcados en las instituciones pedagógicas de la antigua Grecia, en los cuales cursarían uno o dos años antes de ir a regentar escuelas de niños en la Moesia. Como hombre previsor, quiso que la enseñanza se diese en lengua griega, aunque oficial lo fuese todavía la latina. Simultáneamente, contrató médicos, menestrales, hortelanos de las orillas del Bósforo, mineros, como asimismo arquitectos, ingenieros y alarifes para construcción de viviendas a la romana y edificios públicos, de caminos, puentes, acueductos, muelles sobre el Danubio, etc. Entre los albañiles contratados, admitió los pocos godos que quedaban en las ciudades de la Thracia, de aquellos que se habían dado en esclavitud, en tiempo de Valente y Lupicino, para no perecer de inanición y trabajaban en las construcciones74, según Synesio75. Adquirió material para una zeca. Comprometió profesores dotados con esplendidez, que aprendieran en Byzancio la lengua de los visigodos, a fin de fundar con ellos en el centro de las nuevas colonias un Museo o Instituto de Estudios Superiores, seminario de maestros y cátedra de letras y ciencias, con exclusión de sofistas, teólogos, abogados, magistrados y juristas. Organizó, por fin, un Negociado permanente con residencia en Constantinopla, para sus relaciones con la Administración central del Estado.

Por fin, un día partió para la Moesia en compañía de Baltharico y sus hijas, siendo obsequiosamente despedidos por la familia imperial, la de Fravitta y otras muchas, incluso de godos, que miraban la empresa con simpatía y querían coadyuvarla. Internáronse a buen paso en la Thracia, dejaron en Adrianópolis la carretera general (de la Galia a Jerusalén), para torcer a la derecha en dirección a Nicopolis.

Era Fravitta mozo de prendas, más noble de ánimo que de nacimiento, amante de la vida civilizada; y entre los foederati o aliados visigodos que servían en la milicia del emperador, era el jefe de los pacíficos o leales, señalados por su inquebrantable adhesión al Imperio, partidarios incondicionales de la paz, enfrente de Eriulf (¿Eriulf o Priulf?), caudillo de la facción contraria, que soñaba con que Byzancio mudase ya de amo, pasando a poder de la nación goda76. Baltharico, el hermano mayor de Fravitta, hombre de sentimientos no menos nobles y generosos que los de éste, había pasado temprano el Danubio para establecerse entre los godos menores, o mesogodos, cerca de Nicopolis, con objeto de encomendar a Ulfilas la educación de sus hijas. En el año 376 se agregó a la embajada, presidida por el obispo capadocio, que los godos de allende el Danubio, tiranizados por los Hunnos, diputaron cerca del emperador Valente en demanda de autorización para cruzar el río y asentarse a la derecha de él como súbditos del Imperio. La civilización bizantina causó en su ánimo, ya predispuesto, una tal seducción (la misma impresión que años después al rey Athanarico), y ya no habría vuelto a su país sin la obligación de acompañar a Ulfilas y la necesidad de recoger a su mujer y a sus hijas, para trasladarlas a Constantinopla. Y he aquí explicados estos dos hechos: 1.º Que Baltharico no tomara parte en ninguna de las dos irrupciones de su nación, años 378 a 381, y antes al contrario, las condenase o las lamentase, sin exculpar a los suyos, pero menos aún a los imperiales que con las demasías y prevaricaciones de sus gobernantes las habían provocado: 2.º Que a la fecha de los sucesos que estamos relatando, las hijas de Baltharico hubiesen recibido la misma clásica educación que se daba por aquel tiempo a las jóvenes byzantinas de buena familia y se hallaran enteramente romanizadas. Es decir, que además de haberse perfeccionado en la escritura y en la lectura, aprendidas de Ulfilas sobre textos de Homero y la Biblia hebraica, y de haberse familiarizado con los rudimentos del cálculo, tan complicados y difíciles en la Aritmética de los antiguos, habían recibido nociones de Gramática, de Poesía y de Geografía, Historia, Física y Astronomía.

Contaba la mayor de ellas, llamada Thamiris, quince años de edad, y trece la menor, Svanhild: dos rubias ideales, que habían acogido con la pasión y la vehemencia propias a sus lozanos abriles y a la noble cuan generosa sangre de su padre, el pensamiento de romanizar o helenizar a su raza, recogiéndola de sus selvas. Tenían un hermanito de siete años, el cual quedó en la Corte al cuidado de su tío Fravitta.

Es digno de mención que en el equipo de las dos doncellas no olvidaron de incluir, además de sus ruecas y telares, la lira y la cítara, que ambas pulsaban con exquisito arte y que estaban por aquel entonces en gran boga en las clases superiores de Bizancio, lo mismo que, en las de Roma77.

*  *  *

«Otra expedición de Baccho al Ganges» (de Orpheo civilizador a los Hiperboreos por la Thracia), se dijo en Byzancio para denotar la misión de Numisio al Danubio. La animosa caravana se había internado a buen paso por la Thracia; cruzó el Rhodope y el Hemus (Balkanes); llegada a Adrianópolis, dejó la carretera general «de la Galia a Jerusalén», para torcer a mano derecha en dirección a la Moesia inferior, diestra del Danubio, y arribó a su destino a los diez y siete días de la partida. Servíanse de vehículos (galeras) cómodos y muy capaces, construidos expresamente; y por la noche formaban con su numeroso séquito -personal técnico destinado a las colonias, escolta militar y servidores- campamento propio, no parando en mansiones ni en iglesias, donde las había, sino en casos muy excepcionales.

Muchas veces, en el curso del viaje, contemplaron al paso, poseídas de horror y de piedad, informes, gigantescos hacinamientos de ruinas donde hacían sus cubiles fieras y alimañas, y que empezaban a vestirse de jaramagos; campos de batalla de una y otra invasión, blanqueados de huesos humanos, obra del mal gobierno y de la barbarie; puentes despedazados; poblaciones que se reconstituían; mujeres enlutadas labrando la tierra con yuntas formadas de algún muchacho o muchacha uncida con un asno al arado, etc. Y más de una vez saltaron las lágrimas a Baltharico, arrancadas por los hymnos y dísticos elegíacos de sus hijas, acompañados de sus instrumentos de cuerda, con que divertían los ocios del camino. Numisio ilustraba los lugares por donde iban pasando con la narración de los sucesos, ora históricos, ora fabulosos, acaecidos en ellos, cuando Perseo, cuando Mithridates, Sylla, Phillipos, Saurómatas, los antiguos reyes del país, Tiberio, conquistas y alzamientos, Adriano en Thracia, Eusebio Jerónimo de la Dalmacia, camino del desierto de Chalcis. Cuando llegaron Adrianópolis y cruzaron el río Hebrus, Numisio, que sentía una gran admiración por la diversidad de aptitudes, la claridad de juicio y la solidez de carácter de las garridas hijas de Baltharico, tuvo para Thamiris una galantería, que habría podido parecer afectada a no tratarse de un hombre que era la sinceridad personificada, y de todo tenía menos de redicho y pedante.

-Ya sabes, Thamiris -dijo-; aquí fue, a orillas de este río, donde Eurídice, la amante esposa de Orpheo, huyendo a los requerimientos y persecución de Aristeo, fue mordida en un talón por un áspid que en los céspedes de un soto se recogía, el cual en un instante la acarreó la muerte. Si el hijo de Eagro hubiese arrancado a su lira, regalo de Apolo, los mágicos acentos y melodías que tú arrancas a la tuya, la ponzoñosa bestezuela se habría amansado o Eurídice habría revivido, ahorrando a su marido la viudez y el bárbaro atentado de las despechadas Bacantes.

Thamiris se puso al rojo cereza, y no tocó ni cantó más en todo aquel día.

Por fin hicieron alto en Nicópolis. Sin tardanza, Numisio y la comitiva recorrieron a caballo los distritos ocupados a la derecha del Danubio por las tribus visigóticas federadas, que les dieron la bienvenida y los recibieron sin recelo, complacidas y curiosas, entre moderadas aclamaciones y manifestaciones de afecto y entusiasmo. En seguida puso manos a la obra. Ya se comprenderá, conociéndolo, que no se encerraría en el límite estricto de su función como intendente de las colonias, encauzando, reglamentando y administrando la acción del personal auxiliar de ingenieros, arquitectos, capataces, albañiles y demás, organizando escuelas provisionales de lectura y escritura, con discípulos de las de Ulfilas por maestros, en espera de los primeros preceptores -grammatici y paedagogi- que estaban formando en Byzancio y Atenas, remesando para sus dos grandes seminarios pedagógicos nuevos convoyes de jóvenes godos con vocación para el magisterio, escogidos entre los más honrados, serios e inteligentes, sino que tomó a su cargo el explicar cursos de economía agraria, la más progresiva, parte ambulante y parte fija.

Siglos antes se había dolido Columela de que, habiendo escuelas para la filosofía, para la retórica, para la geometría, para la música y el canto y hasta para los atletas y para el baile, no hubiese nadie que educara a los hijos de los labriegos en las artes del campo78. En la Moesia de Numisio y Thamiris, el geopónico gaditano no habría podido decir otro tanto, porque la instrucción técnica de la agricultura fue formalmente introducida y organizada desde el primer día. El propio Numisio en persona enseñaba con sus manos a plantar árboles e injertarlos, a preparar el suelo para huerta, a sangrar arroyos y canalizar sus aguas, a sembrar, plantar y regar hortalizas, a escardar mieses, a construir arados, trillos y otros aperos, a levantar cercas, a cortar forrajes y henificarlos, a seleccionar reses para cría, a elaborar queso y salar carnes, a preparar compotas de miel y frutas, a abrir pozos, a reparar y mejorar senderos y caminos y dotarlos de puentes provisionales de madera, etc. Cuando se requería alguna explicación oral, su colaboradora Thamiris le servía de intérprete. Como profesora ella a su vez, daba lecciones sobre cría de aves de corral, repitiendo las que recibía de Numisio, enriquecidas y vivificadas con su propia experiencia. Y todavía, no satisfecha con esto, instigaba a sus amigas de la nobleza goda a que hiciesen otro tanto en sus respectivas localidades. Su hermana Svanhild poseía una habilidad especial para la labor de la lana y para la costura, y en ellas adiestraba a muchachas de todas las clases sociales. A poco abrieron las dos hermanas en su residencia central, bajo la inspección de Baltharico, cátedra de lengua griega. Thamiris era el brazo derecho de Numisio: con ella contaba éste en primer término, siempre que se trataba de vencer alguna dificultad, de superar algún obstáculo.

Pasó tiempo: los primeros preceptores godos que remataron la carrera y fueron llegando de Atenas y Byzancio, quedaban asombrados ante aquella prodigiosa transformación obrada casi repentinamente en la existencia de sus nacionales, y no se hartaban de pasar revista, deslumbrados, a tantos y tantos brotes de la grandiosa civilización meridional en que habían empezado a iniciarse, estudiándola en las propias fuentes: poblaciones nuevas o reedificadas, carreteras, ora enlosadas, ora terrenas, con cunetas y puentes, transportes regulares, calles y plazas alineadas y limpias, casas de mampostería y ladrillo de uno y de dos pisos, con plantas trepadoras en las fachadas, edificios públicos de buena arquitectura, iglesias, tiendas y bazares, policía, alamedas de árboles, manadas de reses mixtas con pastores vecinales, pobladores aseados y satisfechos, bien vestidos y bien mantenidos; servicio médico; escuelas de niños con abundante material escolar de mapas murales, ábacos, cuadros geométricos y cronológicos, crónicas ilustradas, compendios de historia, carteras, papyro y pergamino, frascos de tinta roja, etc. ¡Hasta jardín público! ¡Hasta gimnasio! ¡Hasta escribas, y librería y biblioteca! Y todo sin rey propio y sin magistrados romanos. Las riberas del Danubio recobraban a ojos vistas su antigua fertilidad. Entre las mieses empezaban a verdear las filas de vides y frutales recién plantados. Parecía cosa de magia: por fuerza Orfeo el tracio y Abidis el tartesio habían pasado por allí...

Aunque todo ello fuese rudimentario y requiriese una segunda mano de lima y pulimento, y luego una tercera y otra más, veíasele el desenlace: con toda evidencia, la empresa no era una fantasía. Con tan animador punto de partida y los nuevos misioneros que el Mediterráneo acababa de mandarle y seguiría mandando al Danubio, la revolución pacífica soñada por Numisio y Baltharico había ya germinado, apuntaba ya a ras de tierra, y no tardaría en florecer.

Ni paró todo aquí. Uno de los caracteres del entendimiento de Numisio era el no estacionarse nunca con lo logrado o progresado: obtenido un adelanto, ya estaba pensando en otro, acaso concatenado con él; era todo lo contrario de estadizo. Esa revolución a punto de alumbramiento, pensaba él, es el resultado de dos distintos elementos o componentes que se encuentran, combinan y fecundan por vez primera en el alma goda: el hombre físico, el hombre de la naturaleza, formado en las selvas septentrionales, y un soplo del espíritu heleno-latino cultivado que se infunde y derrama en él y lo transfigura. De los dos factores o principios, el romano no posee sino uno, porque, hace siglos, así como se fue refinando, volvió en mal hora la espalda a la selva. De ahí necesariamente un desequilibrio preñado de borrascas, que compromete gravemente la paz y el bienestar de los humanos, en especial de los dos Imperios, para un porvenir muy próximo. Después de meditar largamente sobre el modo cómo se habían producido esos desniveles, que es decir esta gran imperfección, y sobre la posible manera de remediarlo, vino a dar en una conclusión:

«Cierto, hay que romanizar a los germanos, pero tanto como eso, hay que germanizar a los romanos. Y el puente donde pueden encontrarse y abrazarse los dos mundos, el niño, la educación, el maestro: para Romania lo mismo que para Gothalandia.»

Todavía pensó un año sobre ello, como hombre cauto que se hace cargo de la transcendencia práctica del problema y teme errar la solución con precipitarla. Baltharico y sus hijas, lo mismo que las personas de alguna cultura que vivían en la Moesia, romanos y godos, estuvieron unánimes en aprobar su teoría y compartir sus temores, y le excitaron a que procurase ganar para tan santa causa a los gobiernos de uno y otro Imperio.

De todos modos tenía que ir a la corte; se habían cansado por fin de suministrar fondos hasta para los dos seminarios pedagógicos de Byzancio y Atenas. Se quejaba Numisio al Emperador y éste dilataba el contestar o contestaba en breves líneas y de mala gana para representarle la situación precaria de la Hacienda y hasta, una vez, reprochándole indirectamente lo mucho que le había consumido en gastos de colonización. Veía Numisio que su obra, en lo mejor de la floración, a punto de cuajar y madurar, periclitaba. Y puesto en esa pendiente el ánimo del Emperador y de su Gobierno, el plan de escuelas de niños para todo el Imperio, sostenidas por el Estado, no pasaría de ser una bella utopía. Y anticipándose al argumento y haciéndose cargo de lo que tenían de justificado las resistencias de Theodosio, ideó un plan financiero, y armado con él tomó el camino de Byzancio, haciendo entrega de la intendencia de las colonias, con instrucciones detalladas por escrito, a Baltharico.

Mucho afligió a la dulce y candorosa Svanhild la ausencia del que ella llamaba familiarmente su Orpheo, pero sin que por un momento se le ocurriese dudar de su regreso ni del éxito de aquella empresa histórica y propiamente sagrada en que también ella tenía su parte. No debía ser tan viva ni tan exaltada la fe ni tan absolutas las seguridades de su avisada hermana Thamiris, pues se la vio todo el día, y ya desde la semana anterior, haciendo esfuerzos sobrehumanos para dominar sus alarmas y su inquietud, sin conseguirlo, y a última hora, hasta atreviéndose a insinuar a su padre que no dejara marchar a Numisio solo, sino que la familia entera se trasladara con él a la capital, con objeto de sostenerle y coadyuvarle en su justa pretensión, a hombre de la raza goda, a quien tan eficaz y tan desinteresadamente servía, como asimismo en sus nuevos pensamientos civilizadores, con los cuales se hallaba igualmente identificada, y pasar unos días al lado de Fravitta y de su hermanito y formar juicio de los adelantos de éste y explorar su vocación. Pero Baltharico, menos vehemente y obligado a mayor prudencia, disuadió a Thamiris de su proposición; y Numisio efectuó el viaje sin más compañía que la de sus servidores, no sin hacerse una gran violencia para arrancar, acaso porque calculara que no tardaría menos de dos o tres meses en regresar a aquel su predilecto campo de actividad en que hacía oficio de creador.




ArribaAbajoCapítulo VII

Segunda vez en Byzancio


-¿Con que ahora que tienes a tus visigodos en camino de hacerse romanos, cosa que me place, resulta que lo que cumple hacer es la contraria, que los romanos nos hagamos godos? -Así decía el Emperador a Numisio en tono de sinceridad, aunque no sin algún retintín.

Numisio se apresuró a pararle los pies con una razón potísima:

-Se trata de una cosa seria, pero muy seria. Si estás empachado de gobernar y a lo que aspiras es sólo gozar y que te dejen en tu empíreo; si no te sientes con ánimo entero para discurrir conmigo sobre el tema de más trascendencia, de más alcance entre cuantos se le plantean hoy al gobernante, en Oriente lo mismo que en Occidente, dilo con franqueza y lo aplazaremos para más adelante o renunciaremos a ello para siempre. Así como así, al Imperio no le queda ya nada que perder, y no vale la pena gastar mal humor ni hacer consumo de patriotismo fosco y huraño ni, por parte mía, quiero que nadie me soporte...

-Siempre te escucho con gusto, y cuando no, con interés: bien lo sabes; ahora siento hasta curiosidad por conocer el fruto de tus meditaciones sobre el tema de la educación en sus relaciones con el poder público. No deseo otra cosa sino gobernar. Discurramos, pues.

-¿Ahora mismo?

-Ahora, salvo tu parecer. Si no acabásemos hoy, continuaríamos mañana.

-¿Te ha ocurrido alguna vez definir, escudriñar la causa de esa repugnancia que los naturales del Imperio sienten por la milicia, y del hechizo que, por el contrario, ejerce ésta sobre los godos?

-Sí; desde que me trocaste por la Moesia, alguna vez, con el recuerdo de tu «nacionalización del ejército», he propuesto la cuestión, y las respuestas han sido tan varias y tan contradictorias, que me he quedado en ayunas de ello lo mismo que antes.

Los artificios y refinamientos de una civilización abortada y enferma, desviada del norte de la razón, han tallado en el bloque humano un hombre artificial, además de inmaturo, inmensamente desequilibrado, hecho sólo de pasión y cerebro, ayuno de carácter, que es decir sin alma, vuelto de espaldas a las nativas selvas donde se meció su cuna y de las cuales no debiera haberse jamás apartado...

-Antes de pasar adelante, ¿podrías concretar o ejemplificar ese tan grave aserto?

-Demasiado, por desgracia. A tal hombre, ya sabes, tal sociedad. Pues bien; tiende la vista a tu alrededor, mira lo que es un imperio vaciado generación tras generación durante cinco y más centurias en el absurdo, deprimente y desmoralizador programa annona et spectacula, panem et circenses, y se te representará a lo vivo una sociedad artificial devorada por la fiebre de la hippomanía, hechizada por ese monstruoso, embrutecedor artificio del Circo, del Anfiteatro y sus dementadas facciones, y convendrás conmigo en que una humanidad que cifra su ideal en tan estragada invención (humano capiti cervicem pictor equinam jungere si velit, et varias inducere plumas undique collatis membris, ut turpiter atrum desinat in piscem mulier formosa superne; spectatum admissi, risum teneatis, amici? de Horacio Flacco)79, está más divorciada de la naturaleza, es menos vividera que aquella otra cuya ley y norma de vida fue «tu regere imperio populos, romane, memento»; que una humanidad así, que principia y acaba en el individuo, sin mezcla de altruismo, sin una disciplina colectiva, sin un aglutinante ético, no podría resistir el arrollador empuje del hombre de las selvas, y arrojará de sí las armas que quieran ponerle en las manos, o no hay lógica en el mundo.

-De modo que no ganamos nada, que, por el contrario, perdemos con civilizar a los godos...

-Eso, no: hay que perseverar en el camino emprendido, y cada día con mayor ahínco. Lo que hay es, que si nos encerrásemos en eso, los godos se encontrarían un día con lo suyo nativo y con lo útil nuestro, en tanto que nosotros, con eso útil nuestro nada más y sin lo suyo, incompletos, desequilibrados y con el lastre mortal de aquel vicio de la sangre, nos habríamos constituido en una situación tal de inferioridad, que nos sería forzoso sucumbir y quitarnos de en medio, cediéndoles el paso. Eriulf no tiene ahora razón, pero la tendría entonces...

A esta razón Theodosio se removió en su asiento, estiró el cuello, irguió la cabeza y aguzó el oído.

-Esto quise decirte -prosiguió Numisio-, cuando te dije: hay que germanizar a los romanos, sin que Romania deje de ser Romania, hay que hacer de ella otra Gothalandia: que la ciudad se abrace a la selva...

-No entiendo bien -interrumpió, como intrigado, el Emperador-. Pues no pensarás resolver el problema haciendo grandes plantaciones de arbolado en torno a las ciudades.

-No: lo que las ciudades tienen que hacer es volver a la Naturaleza y reconciliarse con ella; lo que el Imperio tiene que hacer es conducir a las ciudades y a los ciudadanos a la Naturaleza. Y esto aprisa, muy aprisa. No sabes cómo se halla esto: desde las alturas del trono se ve menos que desde el fondo de un pozo. Nos vamos por la posta; no vale ya ni aun volar. No lograrás condensar en cada semana del calendario una semana de Daniel; y no menos que eso sería menester para llegar a tiempo.

-Me pones carne de gallina; no habías estado nunca tan pesimista...

-Es cuestión de años, que en la vida de las naciones son menos que horas. ¡Un imperio que ha costado tanto genio, tanto sudor y tanta sangre a más de veinticinco generaciones de hombres, cruje y amenaza desplomarse sobre nuestras cabezas! Porque le sobran instituciones y leyes y le faltan hombres.

-¿Eh? ¡Con un censo de población de ochenta millones...!

-Ochenta millones de bultos, estatuas de carne, túnicas que andan. El Imperio parece un roble, pletórico de robustez, y un leve soplo lo derriba, porque lo ha roído por dentro la carcoma.

-Pues entonces, ¿qué?

-Edificar, o reedificar, el hombre interior; o de otro modo, rellenar la piel, renovar el bulto, meter dentro de cada bípedo de nuestra especie no un romano, no un godo, sino un hombre, un hombre cabal, como si dijéramos medio romano y medio godo integrándose; enderezar la dirección torcida de la vida política y social de los dos Imperios.

-Pero advierte que eso lo estamos ya haciendo: la fe cristiana lo suple todo, hace veces de todo para el efecto de restaurar al hombre, de alumbrar una nueva humanidad, de restituir la civilización a sus fuentes divinas...

-¡La fe cristiana! Exactamente lo mismo que la fe pagana. Dejemos los romances para las niñeras y seamos sinceros con nosotros mismos y con el pobre pueblo romano, desvalido y enfermo, que necesitaría para remozarse, para sanarse, tener a la propia verdad por tutor. Con brutos no se edificará jamás la ciudad ideal, no se hará jamás nación, ora la presida el hombre-Dios Heraklès, ora el hombre-Dios Jesucristo u otro Justo libertador como el de Platón, ora Pythágoras o el Catón de Lucano o el mismísimo Dious-Pater. Sobre que el cristianismo, ¿quién ignora esto?, preocupado sólo de la bienaventuranza, no viendo en la sociedad romana más que lo que él llama «la-gran prostituta», se resiste a cumplir con ella los deberes de la ciudadanía; engendrará, si quieres, óptima cosecha de monjes y de divos (santos), pero es impotente para engendrar hombres de Estado y hasta ciudadanos. Las invasiones germánicas no le dan frío ni calor; por él el mundo romano es un indefenso80.

-No juzgo como tú del cristianismo -objetó con tono de inseguridad-, ni opino tampoco, como pareces opinar tú, que gobernar sea cruzarse de brazos...

-Opino cabalmente lo contrario. Todos los arrestos que algunos emperadores habéis puesto en vaciar en moldes sobrenaturales, y esos impuestos predeterminados por vosotros, la conciencia de la humanidad, han hecho y siguen haciendo falta para cultivarla, y cultivarla al aire libre, fuera de troquel y de invernadero...

-O no te entiendo, o es que te propones acudir a la fuente, quiero decir, a la niñez...

-Acertaste en lo fundamental. En el último fondo del niño, hállase en estado latente el romano, y en estado latente el godo que necesitamos: la cuestión es evitar que aborten, como hace siglos vienen abortando, sin llegar a nacer; y más claro: la cuestión está en partearlos, en educirlos. ¿De qué modo? La palabra misma lo dice: por la educación. El problema de la gobernación pública es hoy ante todo y sobre todo fundamentalmente problema de educación, en el exterior lo mismo que en el interior. Cristiano o pagano, el emperador debe rendir culto, hoy más que nunca, a la dea Roma. ¿Que cómo? Mirando las cunas como otras tantas aras, postrándose devotamente ante ellas y poniendo el alma entera en el misterio de esas pequeñas existencias que encierran el secreto del porvenir; de un porvenir tan próximo, que casi podría decirse ya presente. Cierto, tienes que atender a recomponer o reorganizar el Estado actual y tutelarlo contra los bárbaros cuanto cabe dentro de los medios imperfectos y deficientes de que dispones; pero tanto como a eso, más aún que a eso, tienes que mirar al Estado futuro. Y el Estado futuro está en el ciudadano futuro, que es el niño.

-Pero dime: el Emperador ¿qué tiene que ver con eso? ¿Por ventura he de tomar el oficio de comadrón ambulante, con objeto de partear esa humanidad ideal romano-goda que tú dices?

La hipótesis de un Emperador pedagogo, comadrón de almas, que recorre incansablemente el Imperio, armado de disciplinas a guisa de fórceps, produjo a Theodosio un acceso de hilaridad, traducido en un inacabable estallido de carcajadas semejantes a detonaciones, arrastrado por tanto tiempo, que parecía no hubiese de acabar nunca. Numisio estaba de buen temple, y aguardó con rostro apacible y risueño a que el acceso pasara.

-Por lo pronto he de decirte que no perderías nada ni se deslustraría tu gloria con imitar a tu antecesor Adriano, infatigable y meritísimo apóstol de la civilización, quien en sus fructuosas peregrinaciones del año 120 al 136, que absorbieron casi su vida entera, recorrió en todos sentidos el Imperio rodeado de un ejército de arquitectos, albañiles, ingenieros, artistas y demás profesionales de la construcción, organizados militarmente y divididos en cohortes capaces de adiestrar y dirigir a operarios indígenas81, ora edificando ciudades nuevas, como Adriana, Adrianópolis, Adrianothera, Aelia-Capitolina, Neo-Cesárea, Antinópolis y otras, ora restaurando ciudades decaídas y ennobleciéndolas y enriqueciéndolas con todo género de obras públicas, plazas, acueductos y fuentes, suntuosísimas thermas, bibliotecas, gymnasios, basílicas, templos, sanatorios, puentes, calzadas, faros, puertos y demás clases de monumentos, verdaderas instituciones de piedra como esos, cuya sola enunciación se haría interminable.

-Pero no te asustes: ya sé que tienes las piernas menos fuertes que las de Adriano, y no se trata ahora de eso.

-Veamos, pues, de qué se trata, exclamó Theodosio, todavía sonriente, al mismo tiempo que curioso, en quien la memoria de Adriano había cebado la curiosidad.

-Se trata de tres cosas nada más. La primera, transformar la escuela de niños, invirtiendo su base, volviéndola del revés y haciendo obligatoria la asistencia a ella. La segunda, formar un ejército de preceptores, imbuídos en el nuevo espíritu, tan numeroso como el de legionarios, y no menos necesario que éste. La tercera, erigir un Museum o Academia de la importancia del anfiteatro Flavio o Colosseum, que sea contrapeso y triaca de esta nefanda cuan desmoralizadora institución, tósigo letal que ha emponzoñado la sangre nacional, coraza infamante, arruga del vicio, inri que afrentará eternamente su memoria.

-¿Es eso todo?

-La escuela debe enseñar no a disertar ni a disputar, como ahora, sino a vivir: no a formar oradores, sofistas, charlatanes y pedantes, cinceladores de frases pomposas, pordioseros del aplauso y de la ovación; debe sencillamente formar caracteres, hombres, que es lo que necesitamos y no tenemos. Lleva esto como primera fundamental exigencia desterrar de la enseñanza elemental los libros de los poetas, y de la enseñanza superior los de los retóricos, declamaciones, controversias, suasorias y discursos de toda casta. Ni poesía ni elocuencia son base primaria de la vida, y no pueden serlo, por tanto, de la educación; o dicho de otro modo, el fin del educador no es formar medidores de sílabas o decoradores de conceptos, sino hombres: por consiguiente, habrá necesariamente de erigir en inspirador y mentor suyo a la Naturaleza, libre, sin molde ni matriz de ninguna clase. Esa será su base; ese su punto de apoyo y de partida. Enseñará el preceptor a los educandos a mirar y pensar hacia fuera y hacia dentro, según lo entendieron y practicaron de tan admirable manera los antiguos helenos, sin que nosotros hayamos sabido ni siquiera de lejos imitarles.

La educación mental consistirá ante todo, no en mostrar al niño la verdad de las cosas ya sabidas, para que la reciba mecánicamente y la almacene en los aposentos, estantes y anaqueles de la memoria, sino en ejercitarle y acompañarle de forma que por sí mismo la descubra. No es menos esencial que la educación del intelecto la del cuerpo. Ha de sacarse al educando de entre paredes y transportarle al seno de la realidad viviente, al campo, al bosque, a la montaña, al río, al mar, a la fuente, al taller, a la nave, a la edificación, al monumento, no para hacer de ellos objeto de curiosidad y espectáculo, al modo de las Siete Maravillas para los antiguos turistas, sino para que sean libro de texto y acto de reintegración de sí propio con el todo de donde procedemos y de que no hemos debido dejar nunca de formar parte; para que pase la mayor porción del día sumergido en la naturaleza física, y con su ayuda cultivarle el carácter, la sinceridad, la espontaneidad y el espíritu de iniciativa, además de las fuerzas corporales. Aprenderá, sí, el arte de la escritura, instrumento y vehículo portentoso de civilización; pero tanto como en eso se le ha de adiestrar en la labra y dominio de los materiales que la próvida Naturaleza por todas partes nos brinda: el barro, la madera, la piedra, el hierro. Lo demás, incluso la poesía y la elocuencia, se dará a su hora como por añadidura.

Exaltará la individualidad; dotará a la res humana de todos los medios de acción indispensables en las duras milicias de la vida, y en seguida disolverá el rebaño para que nadie cuente más que consigo mismo. Por tal arte, saldrán a flor de piel, orgánicamente compenetrados y confundidos, el romano y el godo ideales que laten en el fondo de todo niño, redimidos de su salvajismo y abyección; habrá alumbrado la fuente de toda energía; el maestro, cual otro escultor divino, habrá esculpido en cada bípedo de la especie humana un hombre, un hombre completo, equilibrado y de una pieza, sano de mente como de cuerpo, dotado de carácter, que es decir con alma, justo, fuerte, prudente, discreto, razonable; un hombre sincero, aborrecedor de convencionalismos y mentiras, y justamente un hombre de bien, curado de esa fiebre secular que ha consumido y devorado a sus progenitores; en suma, el prototipo del hombre tal como corresponde a nuestra edad.

Y no hace falta nada más: mediante este desarrollo armónico del ser humano, latente en el fondo de cada niño, será acaso posible recomponer la vieja sociedad romana, corregida y mejorada, naturalmente: esta sombra de Imperio, abyecto, envilecido, se habrá vestido de carne, se habrá remozado, dejando de ser un miembro en gran parte amputado de la Historia y volviendo a ser Roma: Roma, orgullo y corona del linaje de los humanos; Roma, la patria de las Artes; Roma, la educadora de pueblos; Roma, la invencible...

-¡Por fin acabaste! En principio no me parece mal. Sin embargo, que te preocupas demasiado de educar para la vida y no dices una palabra de la muerte.

-El fin de la vida no es morir, sino vivir. Es irracional considerar la vida como algo inferior en dignidad y puramente adjetivo, sin más finalidad que madurarse para la tumba. Con semejante noción no hay ciudad ni Estado posible. La cesación de la vida no es cosa sustantiva como el vivir: es un mero trámite en el proceso de la evolución de los mundos y de sus existencias: la escuela lo hará ver así, enseñando a sus alumnos a mirar virilmente, cara a cara a la muerte y a contrarrestar sus efectos en lo que tienen de reparable mediante la solidaridad social. ¡Menguada civilización aquella que no mirase la vida más que como un aprendizaje de la muerte!...

-Admitamos que tienes razón en cuanto acabas de decir, aunque yo, por mi parte, tendría no pocos reparos que poner; pero ¿cómo te las arreglarás para ponerte al habla con tantos millares de gramáticos y pedagogos municipales y privados, esparcidos por toda la redondez del orbe romano? Ni cómo inculcarles esas ideas tuyas; cómo persuadirles de que hay que mudar radicalmente de programa, si no precisamente desterrando de las escuelas -¡horresco referens!- a Homero, Píndaro y Menandro, a Livio Andrónico, a Terencio, a Virgilio y Horacio, al menos subordinándolos al estudio, contemplación y análisis directo, intuitivo, de la Naturaleza y del Espíritu.

-Ya lo insinué: se trata de un servicio público; y el Poder civil, sobre la base de lo que ya existe por obra de la espontaneidad social (aunque deficiente e irregular), debe organizarlo. A razón de cuarenta o cincuenta muchachos por escuela, será menester un cuerpo de maestros tan numeroso como el ejército de legionarios, si no más. Al Estado incumbe formarlos o promover y dirigir su formación, con la misma razón con que forma los soldados y con más razón con que forma los juristas ¡y hasta los gladiadores!, para los cuales hay abiertas en tantísimas poblaciones escuelas imperiales. Esto supuesto, formándose los maestros de niños bajo la dirección del Estado; el Estado les dará programa, les enseñará a ellos lo que ellos han de enseñar a los niños, a los adolescentes, acaso a los adultos...

-Quisiera yo verte -interrumpió a esta sazón, en tono festivo, Theodosio-; quisiera verte dirigiendo aquí un plantel o seminario donde cursaran 200.000 escolares de pedagogía, procedentes de todas las provincias del Imperio. ¿Pero no comprendes el absurdo?...

-Lo comprendo, sí. Pero advierte que no se trata de una oficina o seminario único, sino de muchos, instalados en los grandes centros intelectuales del Imperio, tales como Atenas, Apollonia, Byzancio, Tarso, Smyrna, Antioquía, Alejandría, etc., e imitándote tu colega Gratiano en el otro Imperio, Burdigala (Burdeos), Angustodunum (Autum), Massilia (Marsella), Gades (Cádiz), Corduba (Córdoba), Tarraco (Tarragona), Mediolanum (Milán), Roma, Rávena, Cartago, etc.

Si Numisio hubiese estado menos absorbido en su tesis, habría visto a Theodosio estremecerse y palidecer cuando oyó pronunciar el nombre de Gratiano.

Guardó silencio unos instantes; y todavía no repuesto, murmuró, con voz apenas perceptible, estas palabras:

-Creía haberte oído hablar de un Museum o Academia que fuera en este orden de edificación lo que en el opuesto es el Colosseum...

-Oíste bien: un seminario central, no de maestros de niños, sino del profesorado que ha de suministrarse a los seminarios provinciales de maestros, donde los que hayan de serlo se eduquen y aprendan a educar...

Ni acaba todo con esto. ¿Qué menos podía haber hecho Roma en tan larga sucesión de siglos; qué menos podía haber hecho Byzancio desde Constantino, para crear un Museum (Academia de los Altos Estudios y Museo universal), rival del de Alejandría, fundado por los Ptolomeos, estímulo y ejemplo a las ciudades provinciales, que un esfuerzo igual siquiera al que representa este ciclópeo ornamento de la ciudad, quiero decir el Colosseum, con sus cuatro escuelas imperiales de gladiatura anejas a él? Pues ni tanto ni nada: esta gran ofensa a la piedad y al género humano, ni siquiera ha tenido ese contrapeso...

Me suena haber leído en alguna parte que un plan como ese tuyo fue implantado no sé dónde ni cuándo, y que el ensayo fracasó.

-Existen, en efecto, precedentes esporádicos de él que lo despojan de todo carácter de sueño y le afianzan el éxito: desde Vespasiano, primero que puso a sueldo del Estado un profesor en Roma, nuestro eximio Quintiliano precisamente, hasta Adriano y sus dos sucesores, que acrecentaron el número de cátedras costeadas por el Tesoro imperial82, y desde éstos hasta Gordiano y Juliano, quienes dispusieron que los candidatos a las plazas de maestros contratados por las municipalidades fuesen antes examinados por el ordo respectivo...

El servicio existe, como ves: de lo que ahora se trata es sencillamente de concentrarlo en manos del Estado, reduciendo a unidad y sistema aquellos precedentes; de mudar el método y el programa de la enseñanza en la manera que dije, formando bajo su inspiración a los maestros; de generalizar el caso de Roma, Atenas y Byzancio, con sus cursos fundados y sostenidos por el Estado: ¿qué más? De que los sacrificios que se hacen, de que los exquisitos cuidados que se tienen con las escuelas de gladiadores se hagan extensivos a las escuelas de niños. ¿Es mucho pedir?

Sin replicar el Emperador, púsose a recorrer distraídamente la estancia, con las manos a la espalda, fuese que los razonamientos de Numisio hubiesen hecho mella en su ánimo, fuese que hubiera caído de repente bajo el peso de alguna grave preocupación.

-Vámonos al triclinium -dijo por fin.

Y marcharon silenciosos al comedor.

Allí se reunieron con Eucherio y Antonio, con Flaccilla, con Stilicon y su mujer Serena, la hija de Honorio el mayor y ahijada de Theodosio; con Arsenio, el virtuoso preceptor de Arcadio; y con la gente menuda, Arcadio mismo y Pulcheria, hijos del Emperador, Nebridio, sobrino de la Emperatriz, y Numisiano, el hijo de Numisio, que, como Nebridio, se criaba y educaba con ellos. A instancia de Flaccilla, Fravitta había enviado aquel día a su sobrino, el hijo menor de Baltharico, hermano de Thamiris. Honorio, nacido el año antes, dormía en el regazo de su aya.

*  *  *

Por la tarde el Emperador y Numisio pegaron la hebra de su conferencia político-pedagógica de la mañana.

No estaba Theodosio por salir de los caminos trillados para engolfarse en una reforma de tanta consecuencia y bulto que envolvía toda una revolución. Para eso se habrían requerido los arrestos y la solidez de carácter de un Trajano, el afortunado creador de las fundaciones alimentarias. Theodosio trató de hurtar el cuerpo a la terquedad de Numisio, esgrimiendo el supremo argumento que en todos los siglos ha servido de escudo y de paño de lágrimas al misoneísmo y la santa rutina, enfrente de toda novedad y de toda tentativa de progreso: el déficit de la Hacienda, la absoluta carencia de recursos (de «pecunia»).

-No podemos exprimir más a los contribuyentes sin faltar a la caridad, a la justicia, aparte el riesgo de provocar protestas y alzamientos. Aún se me pone carne de gallina cuando recuerdo lo que presencié contigo en el Foro de Tarraco.

-Lástima que no hicieras memoria de ello cuando celebraste con no superado fausto tus quinquennales; y lástima que no te hagas cuenta de que han llegado tus decennales y los quinquennales de Arcadio. Para divertir al populacho y prevenir sus murmuraciones y descontento, para regalar al insaciable ejército y comprar, a fuerza de hartarlo, su fidelidad, no te duele prensar y desangrar a los contribuyentes; y sólo para lo necesario y lo reproductivo... Por fortuna, en la presente ocasión no vendrán por ese lado las dificultades: en mi plan no entra nada de eso: si acaso, por el contrario, desgravaremos los tributos...

Theodosio abrió tamaños ojos:

-¿Eh? Siempre tuviste algo de arbitrista.¿Con que quieres ampliar, multiplicar, perfeccionar y desarrollar la incipiente colonización de la Moesia, instalando al lado de las colonias godas otras de romanos, por el método de las de Trajano en la Dacia83: quieres proliferarlas, corriéndolas a la izquierda del Danubio y a la derecha del Rhin; pretendes universalizar la educación de la niñez y de la juventud, organizándola por cuenta del Erario imperial en todo el Oriente, creando una vasta red de escuelas elementales y superiores, que suministren el pan de la instrucción, como tú dices, y aún el pan candeal, de trigo, a no sé cuántos millones de niños y de niñas; ¡y aseguras que no será menester reforzar los ingresos sobre las costillas de los contribuyentes!

-Hará falta, sí, reforzar los ingresos, pero no precisamente gravando a los contribuyentes...

-¡A ver, a ver! ¿Qué minas de oro nativo y de diamantes tallados has descubierto?

-Ninguna: la que hay la conoces tú lo mismo que yo y que todos. Antes de evocarla en tu memoria, apuntaré una primera partida, que nadie osaría recusar.

La gran mayoría de las poblaciones del Imperio costean escuelas públicas para su vecindario: los preceptores que las regentan son los únicos funcionarios de la municipalidad que perciben un salario anual. Naturalmente, en el nuevo régimen, la curia de cada lugar o ciudad deberá ingresar en el Fisco, o en la Caja especial que se constituya o cree para este servicio por el tipo, v. gr., del antiguo aerarium militare, el importe de aquella retribución, puesto que te subrogas en lugar suyo para el efecto de la prestación del servicio...

-Corriente: supongamos un diez o un cinco por ciento del gasto total: antes me inclino a la segunda cifra, cinco con más seguridad que diez. Aún te falta para cubrirla casi todo. Escucho.

-Prosigo. Posee el Estado un inmueble opulentísimo, que le ha costado capitales y fatigas indecibles, superiores a todo cálculo, durante más de medio milenio, y del cual no obtiene rédito ni beneficio que sea de apreciar. Me refiero, ya habrás caído en ello, a la estupenda red de calzadas o carreteras militares y provinciales (contadas por muchos centenares), insigne monumento, la obra maestra del genio romano, base de un sistema de comunicaciones como nunca lo había conocido el mundo...

-Supongo que no entenderás arrendar la hierba que se cría entre las losas de esas carreteras...

-Bromea, pero escucha: aún vais a tener que canonizarme santo por méritos de paciencia. El servicio de postas (cursus publicus) lo aprendimos los romanos de los Persas; pero en tantos siglos no le hemos añadido nada: en nuestras manos no ha evolucionado; hemos dado bien pocas muestras de originalidad. Lo que yo quiero es que esa vasta institución político-económico-administrativa avance, por fin, un paso más, haciéndose poderosísima palanca de progreso económico y financiero e instrumento de bienestar y de comodidad general. Que se convierta en una industria ejercida por el Estado, sea directamente, por empleados suyos, sea por medio de arrendatarios de tal o cual línea, o de un grupo o sistema de líneas, para transportar como ahora a los funcionarios públicos, pero además a los viajeros particulares que quieran pagar los diplomas o evectiones (asientos o billetes de posta) o por una cuota fija moderada por jornada o por mansión. O más claro, hacer la posta de uso general por precio, y un monopolio más del Estado, expropiando a las compañías existentes de rhedarii, cissiarii y jumentarii, o entendiéndose con ellas. Añádase el transporte de mercancías a gran velocidad, en las diligencias mismas (rhedae) en pequeña velocidad, por medio de camiones (clabularia) tirados por bueyes.

-¿Y quién sufragará los gastos? -interrogó Theodosio por decir algo.

-Naturalmente, el nuevo servicio se costeará a sí mismo, o si te parece más claro, lo costeará el Fisco, volviendo al sistema liberal de Adriano y de Septimio Severo, descargando a las ciudades de tan abrumador gravamen que las postra, consume y las hace aborrecer, por tiránica, la institución, a la cual miran «como un azote, peor que una invasión de bárbaros». Y he aquí cómo la reorganización de la posta en esa forma, engendrará indirectamente un resultado político de tanta transcendencia por lo menos como el industrial: contener la decadencia de las curias y de las clases contribuyentes. Aspiro a que, después de cubiertos todos los gastos del servicio, quede un remanente de consideración para dotación de maestros y edificación de escuelas con jardines o patios espaciosos, con piscinas para baño, con palestras, con comedores, con aulas cerradas y al aire libre, que sean el mejor edificio público de cada localidad...

El Emperador no podía con su aburrimiento; y sin advertirlo ni poder remediarlo, dejó escapar un descomunal bostezo.

Numisio, que estaba escamado y no sufría ancas, se molestó y le dijo...

-A mí no me enseñas los dientes: bostezos no son razones.

Tienes entera razón, aunque, francamente, no es para tanto. Dispénsame y no te enojes. Sigue, si todavía queda algo más, porque eso del cursus (de la posta) como industria del Estado, dudo que te produzca líquido más de otro 5 por 100 del presupuesto escolar.

-Estás en un error. Se viaja mucho, y se viajará diez veces más el día que se ofrezca tan tentadora facilidad como la posta al alcance de todos. Pero no he concluido...

-¡Ah!

-El cursus publicus no deberá limitarse al transporte regular de viajeros y de mercancías: transportará asimismo la correspondencia privada, cartas y libros, por precio, constituyendo otra industria del Estado, que producirá rendimientos óptimos al Fisco y dará grandes vuelos a la riqueza y a la cultura del país. Los mismos directores o jefes de estación de postas (procuratores o praepositi cursus publici) actuales lo serán al mismo tiempo del servicio de comunicaciones.

-Medio por ciento, y creo que me corro, balbució Theodosio entre dos cabezadas. Se dormía.

En ley de prudencia, ahí debió haber acabado Numisio la exposición de su plan; pero su sentido práctico se desmintió esta vez, no sabiendo resistir al siguiente remate decorativo de su plan.

-Últimamente, convendrá al propio tiempo ensayar en una de las líneas un sistema de comunicaciones rapidísimas, casi instantáneas, mediante un telégrafo alfabético de señales tal como el descrito hace ya cinco siglos por Polybio (X, 45) y no aplicado todavía, que permitiría al Gobierno y a los particulares comunicar en menos de un día con Thessalónica y Atenas, con Antioquía y Alejandría...

Escuchó esto el Emperador como un bonitísimo cuento de hadas, y el cuento acabó de obrar su efecto: en su heroica lucha con el sueño, Theodosio acabó por entregarse, quedándose profundamente dormido y poniéndose a soñar con Taciano y Aglae, luego con Sylvia, en seguida con Psyche, la amada de Heros, que divertía su hastío y su soledad con un telégrafo óptico, regalo de Hermes, gracias al cual dialogaba con sus padres y con sus hermanas y cuñados a través de los mares y a miles de millas de distancia. Numisio, entre tanto, consultaba sus apuntes y seguía haciendo sumar más y más ingresos a la ingente máquina de las calzadas (máquina de acuñar de las carreteras) mediante otra hijuela y como accesión de ellas, cuya explotación podría igualmente monopolizar el Estado: las posadas y cantinas, que los propietarios de las tierras adyacentes a las carreteras edificaban junto a las mansiones oficiales o separadas de ellas y que explotaban por medio de esclavos o libertos suyos.

Cuando Numisio cesó de hablar, despertó sobresaltado Theodosio, con prisa de quedarse solo para desplomarse en el torus (colchón) y entregarse a la meridiatio (al goce de la siesta).

-Por hoy basta -dijo:- ya hemos ganado nuestro salario. Deliberaré sobre ello, consultaré con la almohada y te daré mañana mi respuesta.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Riña y ruptura de Numisio y el emperador


El día siguiente guardaba para Numisio la más angustiosa y torturante de las sorpresas que jamás hubiese padecido ni pudiese padecer; algo así como una desgracia de familia.

Con objeto de reanudar su conferencia de la víspera con el Emperador, dirigíase al palacio Imperial cortando por un ángulo del anchuroso parque; cuando al contornear cierta explanada, espaciosa, como un anfiteatro, decorada suntuosamente de vegetación rara y lujosa y circundada en parte de pórticos, de galerías de mármol y jaspe, donde cinco años antes Theodosio, por sugestión precisamente de Numisio, había erigido un grandioso monumento en honor de su colega el emperador de Occidente, Gratiano, parecióle observar de lejos algo extraño, como si la estatua se hubiese deformado o hubiese sido desmontada y refundida en distinto molde. Movido de la curiosidad, acercóse Numisio y vio atónito...

Vio que la cara del pedestal donde la primitiva inscripción dijera «Al emperador Gratiano», se leía ahora «Al emperador Magno Clemente Máximo». Y alzando la vista, reconoció efectivamente en la estatua los rasgos fisiognómicos del español que conocimos en Cauca, émulo, competidor y rival de Theodosio y compañero suyo de armas en la Gran Bretaña.

Una llamarada de fuego le encendió el rostro; una nube de sangre le oscureció la vista. Instintivamente oprimióse con ambas manos las sienes, que le martillaban por dentro la cabeza; en seguida oprimióse el pecho, de donde el corazón quería saltársele; se tambaleó como ebrio, y tuvo que hacer un esfuerzo violento de la voluntad para no dar consigo en tierra.

¿Soñaba? ¿Estaba accidentado? ¿Estaba muerto? Apoyado en una de las figuras bajas del monumento, se palpó el cuerpo y le pareció que vivía, y que estaba despierto y en posesión de todas sus potencias. Pero si no soñaba ¿qué hacia allí Magno Máximo y cómo había suplantado a Gratiano y era emperador? Y si todo aquello era realidad ¿cómo él, Numisio, ignoraba lo sucedido?

¿Habrá en la magia negra algo de verdad y le habrá dado a algún brujo por probarme el humor y divertirse conmigo, y me habrá propinado algún brebaje.

Y eso diciendo, tocaba con las manos los mármoles y las figuras del pedestal, y probaba a removerlo y sacudirlo y surcaba con los dedos el hueco o vaciado de las letras... No, no era un fantasma, sino piedra maciza y bronce...

-¿Será el propio Theodosio quien haya querido gastarme esta chanza pesada? ¡Cómo! ¿Estatuaria cómica, burlesca?

En el confuso giro de sus pensamientos, todo, por más absurdo que fuese, lo hallaba verosímil; todo, menos la verdad: ¡tan monstruosa e imposible le parecía! Devanábase los sesos, dando vueltas sin cesar a esta doble interrogación: ¿Qué ha sido de Gratiano? ¿Y cómo Máximo se dice emperador, y no así como quiera, en algún ignorado rincón de los hiperbóreos, sino aquí, en las mismas barbas de Theodosio?

Arrebatado de ira contra el enigma, pero todavía con serenidad de ánimo bastante para reprimirse y desistir aquel día de su visita al Emperador, dirigióse a la Prefectura de la ciudad con objeto de informarse, venciendo el temor de que se le rieran y cayera sobre él tanto de ridículo. Sin pérdida de momento, Numisio abordó al jefe del Negociado de Estatuas y supo horrorizado...¡Dios lo que supo!

Dos años antes, en 383, las legiones romanas acampadas en la Gran Bretaña se habían sublevado por motivos de disciplina, proclamando emperador a uno de sus jefes, Magno Clemente Máximo, el cual, fingiendo que cedía a la fuerza, ciñóse la diadema imperial; y tomando la delantera a Gratiano, cruzó con las tropas pronunciadas y la escuadra a sus órdenes el Canal y desembarcó en un lugar próximo a la desembocadura del Rhin. Gratiano se dirigió en persona contra los insurrectos, pero cerca de París casi todas sus fuerzas se pasaron al partido de Máximo, y le fue forzoso emprender la fuga en dirección a mediodía, con un corto número de leales. El gobernador de Lyón, cristiano, le dispensó la más cordial acogida, y en prenda de fidelidad, prestó solemne juramento por los Santos Evangelios; pero el mismo día, en un festín que le habían preparado, cayó traidoramente apuñalado por los sicarios de Máximo,- Andragathio a la cabeza, que le iban a los alcances.

Seguro el usurpador por este lado, diputó a su primer canciller por embajador cerca de la corte de Theodosio con objeto de sincerarse ante él del asesinato de Gratiano y proponerle que le reconociese por augusto y colega emperador de Occidente y suscribiese una alianza con él que hiciera un cuerpo único de todas las fuerzas militares de ambos imperios para la defensa contra el enemigo común; previniéndole altaneramente que estaba dispuesto a sostener el hecho consumado con todo el poder (militar) de que eran capaces Hispania, Galia y Britania: por consiguiente, que de no condescender a su proposición, tuviese la guerra por declarada. En otros términos: Máximo hacía al emperador de Oriente la forzosa, dándole a escoger entre su amistad y la guerra.

Theodosio partió la diferencia: aceptó la amistad de Máximo y ajustó con él un tratado de paz, legitimando la usurpación, pero a condición de que los emperadores no serían dos, sino tres; es decir, que Máximo se contentaría con la Galia, España y Bretaña, respetando la Italia, la Illyria y el África, que serían para Valentiniano II, hermano del asesinado Gratiano, mancebo a la sazón de doce años. Vino Máximo en ello; y así comprometido a respetar la línea fronteriza de los Alpes, ha instalado su corte en la ciudad de Tréveris (Trèves, de la Lorena, ciudad sobre el Mosela).

Otra exigencia del usurpador, a la cual había asimismo condescendido Theodosio, fue que sus estatuas se erigirían al lado de las de su víctima en las ciudades más importantes de Oriente, o bien que se subrogarían en lugar suyo, alzándose sobre sus mismos pedestales. Y esto explicaba el hecho estupendo que había poco menos que fulminado al honrado Numisio en los jardines del Sacro Palacio Imperial. Aquí el oficial del Negociado entró en detalles que nadie había dicho, sino que eran invención suya, acerca de la primera estatua de la serie, que era la de autos. La traza de ella había sido dirigida personalmente por Máximo, que es la razón por la cual se apartaba notablemente del canon. Era de mármol y metales preciosos. Sentada en un suntuoso solium o de exquisita talla, a los pies del usurpador de las Galias, una tal Clío, hermana de Caliope, arrogante doncella revestida de majestad con corona de oro en la cabeza, plectro y trompa a los pies, extiende la diestra en actitud de hablar refiriendo las proezas y altos hechos de Máximo a dos augustos oyentes que habían acudido a aprender en ellos, cual en otra escuela, el arte del gobierno y el de la guerra: esos oyentes, que escuchaban extáticos, eran Alejandro Magno y Julio César. ¡Jamás la historia de Grecia y de Roma se había puesto a tal extremo en caricatura!

Numisio no pudo sufrir más aquel suplicio. ¿Cómo había podido Theodosio sumergir en las aguas de un Letheo la emocionante escena de Lyón y la insolente embajada de... Máximo y le dejaban comer pan a manteles y conciliar el sueño en las ociosas plumas, cual si hubiesen pasado sobre ellas tres o cuatro siglos? Esta consideración le ponía fuera de sí. Por otra parte, aquel esperpento de estatua envolvía para él como una ofensa personal. Y por encima de todo, en la inaudita serie de tragedias, claudicaciones y cobardías de que la estatua era una expresión, su patriotismo exaltado y su pasión, llevada hasta el fanatismo, por el pudor y la justicia le hacían ver un sacrilegio, afrenta a la santidad del género humano, negación radical del Imperio y un crimen majestatis, perpetrado por la propia Majestad del Emperador. Así, en vez de reponerse de la primera homicida impresión, había ido ésta agravándose por momentos. Se había colmado la medida. En vano el complaciente funcionario de la Prefectura seguía ilustrando el suceso con los más espeluznantes pormenores: -«Aquí tenemos el número de la Gaceta oficial de Tréveris, en la que se inserta el decreto por el cual Víctor, el hijo de Máximo, recibe de éste el título de «augusto», asociado al Imperio de las Galias, con la denominación de Flavio Víctor.» -«Las monedas de oro acuñadas por Magno Máximo en su Corte, con su busto en el anverso y en el reverso los dos augustos, ora sentados, ora de pie, sosteniendo un globo en las manos, una victoria en medio y la inscripción Victoria Augg., circulan aquí lo bastante para que no puedan decirse meros objetos de curiosidad.»

-«Cynegio está indicado para erigir estatuas de Máximo en Alejandría, en Antioquía y otros emporios de Asia y Egipto y proclamarlo en ellos Emperador delante del pueblo.» -Máximo había enviado de la Galia, labrado ya, el pedestal de su estatua para Byzancio, en cuya cara posterior se leían esculpidos de bulto o alto relieve estos cuatro nombres geográficos: Gallia, Britannia, Hispania, Italia, señal de que seguía obsesionándole al cínico usurpador la idea de apoderarse de los territorios asignados a Valentiniano, y reconstituir, concentrado en sus manos, el Imperio de Occidente, pero Theodosio había tenido un semirrasgo haciendo picar la palabra Italia para que el monumento no disonase de lo convenido.» -«Máximo ha adquirido vastas posesiones en España a nombre de su familia.»

-Máximo acaba de ajusticiar en Tréveris, por delito de herejía, aunque, según los maldicientes, para congraciarse con el partido católico italiano y ganarse adeptos en él, a un español llamado Prisciliano y siete de sus secuaces...»

Numisio no escuchaba: lo oído antes le había producido el escalofrío del horror: la conmoción había sido tan honda, que, como Anaxartea, la de Salamina, parecía que se hubiese tornado roca. Pasaban horas y Numisio no acababa de volver de su estupor. Aquella monstruosa superfetación le había paralizado el pensamiento, el habla y la acción, a punto de alarmar al funcionario imperial, quien decidió, por fin, trasladarlo en una litera a su residencia, y que los médicos hicieran su oficio.

Así, en un estado no sé si congestivo o cataléptico, estuvo un día entero Numisio, hasta que por fin el accidente hizo crisis y sobreviniendo con ella el acceso de desesperación y de furor.

Cualquiera pensará que su primer impulso, al volver a la razón y recobrar la conciencia de la realidad, fue tomar el camino de Italia o de la Moesia sin despedirse de Theodosio; pero será porque no conozca aún a Numisio. Antes, su manera de discurrir fue del tenor siguiente:

-Este pobre hombre (aludía al Emperador) no tiene ya cura: está irremediablemente perdido para el bien: hay que dejarlo por contumaz: hay que dejarlo por imposible. Pero ¿seré yo tan infame como ellos?; ¿me asociaré pasivamente a este monstruoso atentado contra el sentido moral de la gobernación y de la historia humana y compartiré la responsabilidad de las desastrosas consecuencias que inevitablemente han de sobrevenir, dejando que se me pudra en el cuerpo mi protesta y su condenación? No, no; me ha de oír...

Y con los nervios aún agitados y tirantes, apretando los puños y los dientes, salió disparado para Palacio.

*  *  *

-¡Por fin! -exclamó Theodosio, luego que Numisio hubo llegado a su presencia: hace dos noches que no pego los ojos, barajando escuelas y postas, y voy a decirte...

¡Estaba bueno Numisio para oír hablar de calzadas y postas, correos y telégrafos, aulas y preceptores, al Emperador de Oriente! Más esquinado y corrosivo que en ninguna ocasión anterior, y cortóle la palabra, pronunciando frases durísimas que resbalaban como sierpes entre los dientes apretados:

-Estas criando dos cuervos que le sacarán los ojos al Imperio: Alarico, como guerrero, y Rufino, como facineroso. Cabía todavía un colmo, y acabas de obsequiar con él a las personas honradas: ¡un tratado de paz y amistad con el asesino de tu bienhechor Gratiano!

Con toda su presencia de ánimo, Theodosio se desconcertó y se echó a temblar: llegaba, por fin, el temido momento que tanto se había esforzado por alejar desde que Numisio se restituyera accidentalmente a Byzancio de vuelta de la Moesia. Instintivamente cerró los ojos, encomendándose a Santa Sophia, y aguardó los efectos de la nube que había empezado a descargar, cuyo primer estampido acababa de escuchar. El enfurecido lusón, roto ya todo freno, alzadas las esclusas del respeto y aún de la más rudimentaria civilidad, continuó:

-Quién habría dicho el año 378, cuando llegó a Cauca el emisario del pobre Emperador Gratiano, que poco después su asesino imperaría en España sobre la parentela de Theodosio, con su beneplácito!

-Hazte cargo... Yo no estaba... Qué habrías hecho en mi lugar... Le calumnian... No estás enterado... Él no ordenó el regicidio ni lo quiso... Tampoco fue cosa suya la usurpación...

Estas palabras, dichas a trancos, a borbotones, más bien a empujones, como si tuviera un nudo en la garganta, articuladas con débil y temblorosa voz, no llegaron al oído de Numisio o no hallaron entrada en él; Numisio no reconocía beligerancia al Emperador: se limitaba a recriminar. Y cada vez más destemplado, prosiguió:

-Me da vergüenza reconocer que si la Eternidad del divo Máximo hubiese ocupado el lugar de Su Clemencia el divo Theodosio, habría tenido más corazón, más pundonor y caballerosidad, y aún diría más grandeza de alma, si la miel fuese para la boca del asno, para apreciar lo que cumplía hacer y hacerlo.

Theodosio se retorcía y botaba en su asiento como un condenado, sin que Numisio se ablandase ni diese señales de amainar.

-Ya es bastante desgracia tener que sonrojarse de ser paisano de un malvado y traidor como el Magno Máximo, para tener que sonrojarse, además, de ser conterráneo de un hombre tan «complaciente», tan «filósofo» como Theodosio...

Y pronunció estos dos calificativos con un tonillo de retintín y de sarcasmo, que les hacía decir tan «prudente», tan «cobarde».

-Pero, hombre de Dios -murmuró Theodosio, tragando saliva;- ¿qué había de hacer con un Imperio desangrado por tantas crueles invasiones, enfrente de las provincias más bravas del belicosísimo Occidente, Galia, Bretaña y España, y con más amenazas de guerra que fronteras?

Esta vez, Numisio se había dignado escuchar, y no vaciló en desmentir al Emperador, mientras se acercaba a él con los puños apretados como si tratara de

agredirle:

-Dices eso a sabiendas de que no es verdad. Gozaba el Imperio de una paz octaviana. No te amenazaba guerra ninguna: ni por el lado de las razas morenas del Nilo, de la Arabia o del Asia Menor, ni por el lado de las razas rubias, que, o estaban, como siguen estando, devoradas por la guerra civil -es el caso de los Persas- o absorbidas en las artes de la paz, no hostilizadas por los hunnos ni solicitadas por ningún nuevo aspirante a rey -es el caso de los godos...

-Eso piensas tú -repuso Theodosio, que iba recobrando su aplomo y su sangre fría:- otros pensamos de modo distinto: no consideras que cada cual tiene su alma en su almario y que también tú puedes equivocarte...

-Aunque eso del peligro fuese verdad, que no lo es; aunque me equivocase, que no me equivoco, ¡prius mori quam foedari! Te llamó Gratiano para que salvaras el Imperio, no para que te asociaras en él con su asesino. No hemos superado con tan inmensas fatigas la crisis producida por las hordas de Fritigern para que ahora el mundo romano viva con vilipendio, sucumbiendo a los arrebatos y megalomanía de un desequilibrado.

-Y en fin de cuentas, dijo como si quisiera poner fin a la entrevista, ¿es que yo pretendo que me canonicéis santo por ese acto de impunidad y ese tratado de alianza con el tirano y usurpador de las Galias? No lo lamentarás tú más de lo que yo lo lamento. Pues hay que ponerse en razón, ser justo y no hacer ascos a la compensación. La cual no es ningún grano de anis. Con esa conducta, que tú condenas sin piedad, he salvado quizá el Imperio, que habría seguido debilitándose para ser presa de nuevos bárbaros; y en todo caso, he conjurado una guerra fratricida y asoladora, que tal vez no habría concluido jamás. Es decir, que he salvado la vida de muchos, de muchísimos inocentes que habrían caído al filo de la espada a haber declarado intempestiva y atolondradamente la guerra a Máximo o dejado que me la declarase él a mí.

-Perverso cálculo, aun dando que todo ello fuese verdad. Pero ni siquiera eso. Después de haberte enfangado en ese impuro cenagal (llamémoslo «cloaca Máxima») hecha de concupiscencias, indignidades y vilezas, no habrás evitado la guerra civil que tanto temes o finges temer: de todos modos tendrás que recurrir a las armas para librar de una gran complicación al Imperio. La razón se halla al alcance de un beocio: ¿será preciso regalarte los oídos recitándote la lección como si fueses un niño de la escuela?

Máximo es un impulsivo y padece manía de grandezas; incapaz de compartir el imperio del mundo con nadie, ni aún contigo, cuanto menos con el pequeño Valentiniano y su madre Justina. No es precisamente lo que se llama una mala entraña. es un hombre sin escrúpulos, que no repara en medios para todo lo que le prometa una partícula más de dominación. Su moral política y su norma de conducta se encierran en aquel verso de Eurípides que Julio César llevaba continuamente en boca y cuyo sentido es: que «para reinar es lícito hasta violar el derecho: en todo lo demás hay que ser honrado»84. Sobre todas las cosas, Máximo quiere reinar, y con tal de conseguirlo, no repara en medios. Ahí tienes por qué no quiso ni oírte cuando le invitaste en Cauca a que te acompañara a Oriente a combatir por el mundo romano; ahí tienes por qué palideció y se nubló su frente al leerle la carta de Gratiano; y por qué salió de España disparado como una flecha para reintegrarse a las legiones de Bretaña. Él tenía su plan y lo ha seguido con diabólica perseverancia. En su rostro leí toda esta lamentable historia, lo que ha hecho y lo que le resta por hacer, y te digo: al punto que se sienta fuerte -y no puede tardar mucho- invadirá a Italia, y de igual modo que ha dado muerte a Gratiano, le será dada a Valentiniano -sin quererlo él, por supuesto- y se preparará a volverse contra ti y contra quien quiera, en tanto quede materia que usurpar.

Pero es el caso que tú no has de sacrificarle al espontáneo colega los derechos del hermano de Gratiano [Valentiniano] y tu propia seguridad: se te agotará el caudal de mansedumbre que atesoras, con ser al parecer inagotable, acabarás por estallar y te constituirás en vengador del uno y en amparador del otro: harás lo que ahora tienes reparo en hacer. En conclusión, que de todos modos, por una imposición fatal de la lógica, la guerra civil es inevitable.

¿Qué es, en vista de esto, lo que te cumple hacer? Los godos están seguros, y lo estarán en tanto no muerda a alguno la maldita ambición de ceñir a sus sienes corona o diadema, eventualidad que no parece inmediata. Lo que hace el loco a la derrería hace el cuerdo a la primería. Toma tú la delantera. Vamos a la Galia; despliega tus legiones; yo combatiré a ese menguado en la vanguardia, siendo un legionario más. A ello en seguida, y no se diga que una debilidad tuya y un mal cálculo te han hecho pactar de igual a igual y transigir con la imposibilidad, con la perfidia, con la hipocresía y la maldad, encarnadas en un sicario vil..

Hasta aquí Numisio. Nada tuvo que objetar Theodosio a los razonamientos de Numisio, salvo en lo de sicario; antes bien se mostró con él complaciente y un si no es inclinado a compartir sus previsiones y temores. Pero, sincero o fingido, el Emperador se había aferrado a su primer punto de vista y Numisio sudó en vano para desasirlo de él: quería Theodosio apartar de los enemigos fronterizos la tentación de nuevas irrupciones y conquistas sobre el Imperio, haciéndose ver de ellos libre de cuidados y arma al brazo, para lo cual era precisa condición abstenerse de provocar o desencadenar la guerra civil...

Fue tanto como reponer la contienda al estado de sumario: lo que empezaba a ser una discusión regular, se agrió hasta declinar en ruda pendencia. El mordaz e irascible consejero del Emperador, que veía perdida la partida en cosa en que tanto empeño tenía puesto, irritado además contra sí propio por haber hecho una concesión, que él graduaba de debilidad, y sin correa ya para nuevas templaduras de gaitas, decidió jugar el todo por el todo, alzando las esclusas del respeto y aún de la más rudimentaria civilidad, para descararse con Theodosio y humillarle de la siguiente arrebatada manera:

-No, no; hablemos claro. No es el temor a la guerra extranjera; no es el temor a la guerra civil, lo que te ha determinado en el camino de Occidente: te has detenido, cediendo a encantos que no son precisamente los de la virtud. Es la molicie asiática que te ha invadido y te ha inmovilizado, no digo en Byzancio, sino en los cubículos palatinos; es la vida regalada y sensual, es la pasión del deleite, que ha podido más en ti que el sentimiento del deber; es la rueca de Omphale, que en tus manos ha usurpado el puesto del herrumbroso y ya enmohecido y jubilado acero; son los siete pecados capitales, en especial la pereza y la sensualidad, los valedores de Máximo, a los cuales has sacrificado el pudor y la virtud, la santa memoria de Gratiano y la salud de la patria...

-¡Mehercle! ¡Mira lo que mientes deslenguado, puerco-espín, alacrán, orate! interrumpió fuera de sí, encendido y sudoroso, el Emperador, con voz que quería en vano parecer tonante y amenazadora. Pero Numisio se había desbocado otra vez y ya no se detuvo ni para tomar aliento:

-Luego, sobre esa mala acción -me refiero al bochornoso tratado ajustado con Máximo,- has injertado otra peor: el callármela durante dos años, hasta que ella misma se me ha revelado. Peor, digo, en el respecto moral y en el de tu propia estimación. Sin ningún escrúpulo ni repugnancia de ninguna clase, sacrificaste a tu bienhechor, nos has sacrificado a todos, no has respetado nada, ni a tus hijos. ¡Pobre Imperio romano y pobre sucesión de Theodosio!

Este que, según hemos visto, se había ido creciendo y serenándose, hasta recobrar el dominio de sí propio, se turbó otra vez, como si olvidara de que era soberano absoluto o se sintiera impotente para imponer silencio a aquella voz inexorable que cual vengadora Euménide le perseguía.

En su aturdimiento, queriendo insistir en la justificación de su conducta para con Máximo, tuvo la desdichada ocurrencia de dar nuevas armas a su adversario, diciendo:

-Si he sacrificado a alguien, que lo niego, ha sido mirando a los intereses superiores del Imperio y de todo el linaje humano. De mis actos como gobernante, yo soy, y no tú ni otro ninguno, el responsable. Nada más fácil que condenar, discurriendo con criterios abstractos. No te haces cargo de nada: en la máquina de tus discursos no se hace cuenta con los rozamientos, pero es porque está basada en la niebla. Por lo visto, te figuras que un Imperio se gobierna con la misma facilidad con que se monta una fábrica de vidrio.

-Supongo que no has entendido con estas últimas palabras gloriarte de que no eres fabricante de vidrio, ni de nada; ni siquiera de buen gobierno. Y sin embargo, sábelo, que más valías para industrial que para emperador, y harto habrías prestado mayor servicio a la causa pública dedicándote a rebajar, aunque sólo fuese (en un sextercio) en una siliqua, el precio de las vidrieras, que persiguiendo heterodoxos, como los nombráis, y absolviendo a los miserables asesinos de Gratiano y sacrificando la suerte del Imperio a vanidades de familia...

-Pero tú no eres un hombre: eres una fiera...

-Soy tu conciencia objetivada, que te acusa y habla por mi boca...

-Mi conciencia es humana y es cristiana y reprueba esa guerra civil con que sueñas, que nos restituiría las calamidades del siglo antecedente.

-¡Eh! Acaba de desprenderte: despréndete, por fin, de tu etiqueta y caparazón de cristiano y llámate como lo que eres. Por lo demás, eso de que tu conciencia reprueba una guerra que la razón de Estado y la razón moral demandan de consuno, ni tú mismo lo crees. Al revés, por el camino que sigues, condesciendo con la fatuidad, la doblez y la traición, la infidelidad, la malignidad, la perfidia, hipocresía, falsía asociadas con el puñal traducidos en regicidios y en usurpación de soberanía, ciñendo por tu mano la diadema imperial a una parodia de Tirano, sin más título que haber nacido enamorado de sí mismo, y erigiéndole estatuas en tu propia casa -sea el motivo el que fuere- es como incubas, para ti y tus hijos y nietos, una interminable sucesión de guerras, que reproducirán y harán buenas las calamidades del pasado siglo (evo?) y volcarán sobre nosotros, occidentales y orientales, esa horrible caja de Pandora...

- ¡Proh pudor! ¡Qué fanático estás y qué pesado te pones con tu dichoso Máximo -murmuró rendido y harto, comido de hastío y laxitud y cargado de aburrimiento el Emperador.- Es que el cuerpo te pide guerra y no aciertas a ver el mundo más que por ese agujero. ¿Te parece si acabásemos?

-No me has dejado concluir -replicó Numisio con indignado acento.- Cuando yo siembro trigo o lino en una haza, ya sé el fruto que cosecharé en ella algunos meses después o al siguiente año. Estás tú sembrando vientos, con el perverso ejemplo que das, y no se te puede ocultar el fruto que producirá esa siembra maldita. Máximo ha sido regicida y usurpador de soberanía una primera vez, y tú le autorizas o, por lo menos, le alientas, para que lo sea una segunda, y otra y otra, en tanto no le pare los pies un tercer usurpador. Para cuando su estrella se nuble o se nuble la tuya, y la guerra estalle, me hago el convidado, y quiera el cielo que le eche encima la vista a mi paisanito. Quedas emplazado para Italia.

-¡Dale con el tema! ¡Eres más testarudo que una mula de tu país! -dijo Theodosio, sin ninguna contemplación ni hacer el menor esfuerzo por reprimirse, recordando con pena que dos años antes había podido devolver a Numisio su libertad para retirarse a España.

-No lo dirías si recordases que a las mulas celtíberas y aun a las ilerdenses (ilergéticas), para educarles el carácter, hay que ponerles al lado mulas vacceas, y aún he oído decir que las más idóneas para ese magisterio son las de tu Cauca.

Con hallarse tan preocupado y tan enervado Theodosio, no supo reprimir una risotada, que ilustró a continuación con esta facetia:

-Vaya, hombre, sería injusto desconocer que no te falta algún ingenio.

-Siento no poder volverte la lisonja, porque a ti te falta el ingenio en absoluto.

Los dos desvanecidos y porfiados antagonistas habían acabado por ponerse intratables, y estaban más que maduros para un definitivo rompimiento, que la incompatibilidad de humores hacía inevitable. A partir de ese instante, el lamentable altercado subió de tono hasta degenerar en riña convulsa, excesiva aun para mozos de mulas, en que se ultrajaron despiadadamente, arrojándose al rostro toda clase de denuestos y de malas razones, y sacándose todos los trapos la colada. Y no acabó la reyerta sino cuando Theodosio, exasperado y fuera de sí, acorralado por Numisio, y no sabiendo ya por dónde salir, desenvainó, con un gesto iracundo, las uñas de emperador, gritando altanero y descompuesto:

-¡Mira dónde estás y con quién hablas! Te prohíbo...

-¡Hola! Parece que querrías ponérteme moños. ¡A mí! Vamos, retira tus rayos, amado Numen, o procúrales mejor colocación; que yo, bien lo sabes, estoy en el secreto. Siempre sería cursi procesar al espejo por delito de lesa majestad. Pero es que además no tienes jurisdicción sobre mí. Ahora añado que me sería igual si la tuvieses: no cedería ni al mismo Magno Máximo, que es ¡oh baldón! el «príncipe» de quien tu pusilanimidad ha querido hacerme súbdito.

Dijo, y viró en redondo, saliendo de la estancia y de Palacio sin volver atrás la vista.

Dos horas después tenía fletada y aparejada nave, había recogido a Numisiano y zarpaba del Cuerno de Oro, confiándose descuidadamente a la corriente del Bósphoro y a las auras del mar de Thracia, con rumbo a Italia.

La verdad sea dicha: ni Numisio a bordo, ni Theodosio en sus habitaciones, se daban cuenta, a lo fijo, de lo que les pasaba. Los dos estaban igualmente descontentos de sí mismos.

*  *  *

Aquel día fue de los nefastos para la familia imperial. No era tan sólo el Consejero de Theodosio (el castellano de Turnovas) quien en forma tan airada se había ausentado: había desaparecido también, con todas las apariencias de una fuga, sin despedirse, Arsenio, el noble preceptor de Arcadio, que el pontífice romano Dámaso había proporcionado para tan delicado puesto, y que Theodosio, alarmado e inquieto, hizo buscar por todos los caminos, por todos los mares y desiertos, sin encontrarlo85.

La comida en el Sacro Palacio imperial fue desmayada y fría como una ceremonia fúnebre. Theodosio guardó durante toda la comida un silencio sombrío: mirando los dos puestos vacíos de la mesa, representábase al virtuoso educador Arsenio por un camino, y al padre de Numisiano por otro, que huían de él como de un apestado o de un réprobo. Flaccilla, que conocía, como no su marido, la mala índole y los vicios nacientes de su hijo mayor, y que había fundado grandes esperanzas en Arsenio para corregirlos e inspirar a su imperial discípulo los sentimientos de dignidad, de probidad, de abnegación y sacrificio por el bien público, que son propios del oficio de gobernante a que estaba destinado, no cesó de llorar en toda la comida: se había acostumbrado a ver en Arsenio y Numisio más que un complemento de la familia: eran como otras tantas poderosas raíces que la adherían y ligaban al suelo, que la armonizaban con el alma, con el sentir de la colectividad, del pueblo, de todas las clases sociales; con el alma de la sociedad byzantina, y sacando de ellas, como de manantial perenne, los jugos vitales de la piedad, del bien y del buen consejo. Mirando a tantas tiernas criaturas que la rodeaban, preguntábase con angustia qué sería de ellas con aquella orfandad espiritual que no habían merecido. ¡Con qué gozo habría recibido de Theodosio la orden de prepararse para marchar al día siguiente camino de sus heredades de Cauca y reintegrarse a la condición de persona privada, imitando al dictador Lucio Quintio Cincinato luego que hubo triunfado de los Egnos!

Con ser tantos los comensales menudos, hijos, sobrinos y sobrinas del Emperador y de la Emperatriz, se habría oído volar una mosca: ni un gorjeo, ni una travesura, ni un pellizco. Sólo la dulce Pulqueria (Pulcheria) se levantó y fue a colgarse del cuello de su madre y acariciarle el rostro y llorar con ella para consolarla. La misma princesa Serena, sobrina carnal y ahijada del Emperador, con todos los recursos de su talento, con todas las exquisiteces de su gracia soberana, en que no tenía par, que tan gran ascendiente ejercía en el ánimo de su tío, no acertó a disipar aquel ambiente de tristeza, de que también ella participaba.

¡Ay! Ya no volvió más la alegría, había huido para siempre a aquel hogar, el día antes tan dichoso. Pocos meses después, la princesa Pulqueria, nacida en España, falleció, sumiendo a sus padres en el más hondo desconsuelo. Flaccilla no pudo soportar el golpe, y sin salir del mismo año, dejó de existir, el día 14 de Septiembre, en un balneario de la Thacia, cuyas aguas minerales la habían sido recomendadas por los médicos.




ArribaAbajoCapítulo IX

Numisio en Italia por tercera vez, con Numisiano


Para ir a Roma desde Oriente, lo derecho habría sido penetrar en el Adriático, desembarcar en Brindisium (Brindisi) y tomar la vía Appia, que desde ese puerto llevaba directamente a la Ciudad Eterna. Pero Numisio se hallaba hastiado de negocios y de hombres y deprimido por aquel fatal conglomerado de locuras y de insensateces de que había sido testigo y contradictor cerca de gobernantes estultos; y necesitaba de mayor reposo, de más prolongada mudez y soledad, para calmar sus agitados nervios, echar fuera la hipocondría y el tedio que lo consumía y entonarse otra vez. El mar le hacía veces de Thebaida, aislándolo de la sociedad; y prefirió continuar el viaje embarcado, contorneando el golfo de Tarento, doblando el promontorio (cabo) Malea, cruzando el estrecho de Messina y yendo a anclar en la desembocadura del Tíber.

Ya en Ostia, tuvo ocasión de presenciar una escena desgarradora. Una joven núbil, de deslumbrante belleza, lloraba desolada sobre la playa, frente a una liburna (embarcación) que desplegaba todo su velamen para zarpar, llevando a bordo a una gran señora de mediana edad y a una adolescente que se le parecía: un niño, de rodillas sobre la arena, tendía los brazos suplicando hacia la dama embarcada, invocándola entre sollozos: «¡Mamá, mamá, no me dejes, vuelve! ¡Mamá, mamita, por qué no me quieres ya!»

Aquel niño acongojado era Toxotio, hijo de la dama emigrante, a quien ya no había de ver más: aquella joven desolada, que luchaba en vano por retenerla, era Rufina, hermana de Toxotio: la imponente matrona de la nave, que contemplaba la emocionante escena con los ojos enjutos, era Paula, una viuda romana, madre de los dos jóvenes, dama de la más rancia nobleza, descendiente de los Gracchos y de los Scipiones, que con su otra hija Eustochium iba a reunirse en Antioquía con su amigo y director espiritual Eusebio Hieronyme [después San Jerónimo], para visitar con él los Santos Lugares y fijar su residencia de por vida junto a la gruta de la Natividad en Bethlem (Belén).

Para ahogar el grito de la naturaleza y resistir la ruptura de aquellos lazos terrenos, Paula había alzado los ojos al cielo y recitaba versículos de la Biblia adaptables a la situación, unos en griego, de la versión de los Setenta, otros en latín, anticipo de la Vulgata, puesto el pensamiento, ora en Roma, a la cual llamaba, como su maestro (Jerónimo), Babylonia, prostituta de las naciones, ora en Jerónimo, ora en sí propia, ora en la patria o en la familia.

«Huid de Babylonia, salid de la tierra de los Caldeos, sed como guiones delante de las ovejas. Porque suscitaré y conduciré contra Babylonia enjambres de pueblos de tierra del Norte, los cuales se armarán contra ella y la asaltarán: su saeta homicida no volverá de vacío.» (Jeremías, L, 8 y 9.)

«Como hizo Babylonia caer tantos muertos en Israel, así caerán muertos de Babylonia por toda la tierra. Huid de ella y salvad vuestras vidas de la cólera del Señor.» (Jeremías, LI, 45-48-49.)

«Sal [Abraham] de tu tierra y de tu parentela y de la casa de tu padre, y ven a la tierra, que te mostraré. Y te haré padre de innúmera gente, y engrandeceré tu nombre y serás por mí bendecido.» (Génesis, XII, 1)

Se habría dicho que estaba profetizando al frente de Italia, para pocos años después, como Jesús a la vista de Jerusalén. Eustochium, por su parte, como si hablase con Jerónimo repetía las ingenuas palabras de Ruth a Noemí:

«Iré adonde quiera que vayas: donde tu mores moraré yo: tu pueblo será mi pueblo, tu Dios será mi Dios. En la tierra donde mueras moriré, y allí mismo estará mi sepultura. « (Lib. Ruth., I, 16-17; cf. II, 6.)86

A poco, la nave se había perdido de vista en el horizonte, impulsada más que por los vientos etesios, encalmados a la sazón, por el puño de los forzados remeros, bogando rápida en demanda de la isla Pontia (Ponza), que Paula quería visitar en honor de Domitila. La piadosa viuda y su hija habían muerto del todo para su familia, cuando dos días después pasaban entre los famosos escollos de Scylla y Charybdis.

Numisio se guardó bien de aventurar ningún juicio: a fuer de hombre prudente, habría necesitado oír a la otra parte. Sin embargo, algo había que se retorcía y sublevaba dentro de su pecho: lo que acababa de presenciar le había dejado mala boca.

No, lo que es por él, ninguna de las dos peregrinas de la nave habría sido canonizada santa, como andando el tiempo vino a canonizarlas, elevándolas a la gloria de los altares, la Iglesia Romana87.

*  *  *

Al día siguiente, Numisio y Numisiano llegaron a la capital del orbe.

Aún duraban la honda emoción y el estremecimiento de angustia causados; que había invadido en todas las clases de la sociedad romana o italiana por el fallecimiento del gran Praetextato, pontífice de los dioses, acaecido el año anterior (384). Su viuda, Fabia Paulina, lloró abrazada a Numisiano, y ya no le dejó apartarse de su lado reteniéndole en su palacio, empeñada en hacerle de madre, en memoria de su cara amiga Siricia-Natal, en tanto durasen sus estudios y su residencia en Roma.

Al mismo tiempo que Praetextato, el otro pontífice, Dámaso, se había dormido en la paz del Señor (Diciembre 384), casi octogenario, siendo inhumado junto a los restos mortales de su madre y de su hermana, en una iglesia que él mismo había erigido en las Catacumbas. Por cierto que al procederse a nueva elección para dar sucesor al pontífice hispano, la candidatura de su amigo y secretario, el gran escriturario Hieronymo, había sido desechada, o por las hablillas que corrían a propósito de sus relaciones con diversas viudas romanas (Marcella, Albina, Paula, Blesilla, Asella, Fabiola, Furia, Lea, etc.), que le habían confiado la dirección espiritual de sus conciencias, o por las pocas simpatías que gozaba en el clero cristiano, así secular como monacal, efecto de la rudeza de su carácter y la mordacidad de la sátira (de sus censuras) con que flagelaba los vicios de los sacerdotes de Cristo. Por otra parte, el nuevo Jefe de la Iglesia Romana, Siricio, no le confirmó en el cargo de la Cancillería que le había conferido Dámaso, para que contestase las consultas de los obispos y de los sínodos. Y un día amargado, volvió las espaldas a Roma y a Italia para siempre, se embarcó en el Tíber, tocó en Rhegium, costeó a Sicilia, atravesando el Estrecho, grato a sus ojos por tantos recuerdos clásicos, las peregrinaciones de Ulises, los engañosos cantos de las sirenas, la insaciable voracidad de Charybdis; (serpenteó) el dédalo de las islas Cyclades, tocó en Chipre, huésped del obispo Epiphanio; arribó a Antioquía, donde Paula y Eustochium le alcanzaron pocos meses después, y con ellas marchó a Jerusalén, recorriendo juntos los Santos lugares, visitaron el Egipto y el afamado Didymo el Ciego, y por último fueron a domiciliarse definitivamente en Bethlem, donde fundaron varios monasterios para religiosos de ambos sexos.

Tres cosas, principalmente, distrajeron a Numisio los pocos días que paró esta vez en Roma y dieron esa breve tregua a la lucha que consigo mismo venía sosteniendo desde su salida de Byzancio.

Primeramente, con destino a la policía encargada de mantener la más rigorosa disciplina en la población escolar, empadronó a Numisiano en los registros de la ciudad, llevando el encasillado de la hoja del censo respectivo con los nombres del inscrito, Clarisimus puer, hijo de Senador, su familia, provincia de origen, materias que se proponía cursar, y su domicilio en Roma. (Cod. Theod., XIV, 9, 1; v. Duruy, VII p. 407.)

Excitó a su amigo Ammiano Marcelino a que reanudase su magna obra Rerum gestarum libri XXXI, continuación de los Annales de Tácito, con un fin especialmente político: adoctrinar y espolear al Gobierno de Theodosio. Sin ningún entusiasmo, el honrado historiador Antioqueño cedió a la requesta de Numisio, pensando en las voluminosas carpetas de apuntes que había ido acopiando al correr de los sucesos, en los seis o siete años transcurridos desde la fecha en que suspendiera la obra. Pero a las pocas semanas le fue forzoso desistir: los años corridos del reinado de Gratiano, Valente, Theodosio y Valentiniano que estaba narrando, le salían tan vidriosos y tan escurridizos, así en lo político, social y militar como en lo religioso; dejaban tanta margen a la suspicacia y a la malicia para ver alusiones en todo e interpretar malignamente los más inofensivos pasajes, que no obstante el exquisito cuidado que puso por mantenerse en el tono de moderación y desapasionamiento de que había hecho gala en toda su obra; y no halló manera de sortear el peligro que se estaba él mismo creando, sino enmudeciendo. Desgraciadamente para la posteridad que se ha quedado, por falta de aquella detallada y pura fuente de información, sin noticia de las gestas de la humanidad durante aquellos y los inmediatos reinados.

Últimamente, asistió a dos sesiones consecutivas del Senado, para sincerarse de su absentismo de tantos años (por otra parte tan común entre los Senadores que no residían en la Capital) y renovar sus sentimientos de filial adhesión al Senado mismo y al Pueblo de Roma, nunca tan oportunos y tan meritorios como ahora, después del regicidio de Lyón y de la exaltación del asesino. Su presencia fue acogida con un efusivo aplauso cerrado por sus compañeros, que veían en ella una protesta indirecta contra la usurpación de Máximo y contra el mismo Theodosio que la había legalizado; protesta tanto más benemérita cuanto que todas las posesiones y la parentela de Numisio radicaban en tierras de Hispania, dependencia del Gobierno de Tréveris.

A este propósito, Numisio puso en alarma a los espíritus sinceros del Senado, haciéndoles ver el partido que Máximo Póximo podría sacar para la realización de su sueño (invadir la Italia y anexionar al «suyo» el Imperio de Valentiniano), de la enconada lucha religiosa que ardía en Milán entre gentiles, arrianos y ortodoxos, representados por Ambrosio [San], Simmacho, Auxencio y Justina, la madre del Emperador niño, si no se apresuraban a deponer sus feroces intransigencias y reprimir su incompatibilidad de humores; y les persuadió a mediar con ánimo conciliador entre los diversos bandos enemigos. Que no se trata de ningún peligro fantástico o de un amago sin consecuencia -decía,- lo acredita el hecho de haberse adelantado a halagar a los católicos de Italia con una muestra práctica de su espíritu inquisitorial, arrojándoles tan sabrosa presa como la del austero obispo de Ávila Prisciliano y seis supuestos heréticos más, degollados por sentencia suya en la ciudad de Tréveris. Ahora (así concluyó) el que quiera oír que oiga, y el que quiera entender que entienda.

Dijo esto con palabras impregnadas de hiel y de melancolía, bien que sin dejar traslucir el rencor y la animadversión que alentaba contra el repulsivo asesino y detentador de la soberanía imperial, y contra su complaciente cómplice de Byzancio.

Dos novedades había encontrado Numisio en el Senado. Una, la desaparición de la estatua y altar de la Victoria, que la indiscreta piedad de Gratiano había hecho retirar o demoler, contra el voto de la mayoría de los Senadores y de su elocuente verbo y patrono en la corte de Milán Aurelio Symmacho. Los paganos atribuyeron el asesinato de Gratiano en Lyón a venganza de los dioses por haberlos ultrajado en la persona de la Victoria, protectora del Imperio, y repudiando las insignias del Pontificado de su religión. Otra, la impía conducta de dos Senadores paganos, antiguos funcionarios de la Administración del Estado, los cuales, sin dejar de ser paganos, habían hecho causa común con los Senadores cristianos para proponer que Symmacho, en su oración al Emperador, limitara la demanda del Senado al restablecimiento del ara y efigie de la Victoria, absteniéndose de pretender que se devolviesen al clero pagano los bienes anejos al servicio de los templos de que el Gobierno les había desposeído. La desamortización del riquísimo patrimonio de los dioses (inmuebles y rentas que proveían a los gastos del culto)88, había proporcionado recursos de consideración al Tesoro Imperial y enriquecido a una infinidad de particulares, capitalistas, agiotistas e intrigantes, avariciosos y desaprensivos, especialmente familiares palatinos, sin excluir los miembros del Consejo Imperial. Y para no tener que restituir, los aludidos votaron contra sus propias deidades, contra Júpiter, contra Mithra, contra Isis, contra Apolo.89

Esto explicó a Numisio la sistemática ausencia de aquellos dos antiguos conocidos, hombres de acendrada piedad, a quienes no habría creído nunca capaces de una tal defección así. Pero ¡de que no será capaz la auri sacra fames! esa «sagrada hambre» por la que se sacrifica incluso la piedad y el pudor; al padre y a la madre, incluso a los dioses... y a la religión. Fueron muchos los que habrían borrado sus nombres del álbum senatorial si hubiese estado en sus manos...

*  *  *

Al fin se arrancó con pena a la querencia de Numisiano, y se despidió de Roma... para España, decía por decir algo, pues ni él mismo sabía el rumbo que tomaría desde Puerto Romano, perplejo como estaba entre embarcarse para la Moesia o para España.

¡A la Moesia! Era tanto como decir a Byzancio; dar la razón al error, mentir a su conciencia de patriota y de honor, convertir su marcha de Byzancio en una escapada de cadete. Tanto como volver a Theodosio, mendigar de él recursos para la colonización que periclitaba, o abordar otra vez a los visigodos de la Moesia para hacerles saber que había fracasado. ¡No podía ser! Pero, por otra parte, ¡interrumpir aquella obra misericordiosa, obra de humanidad y de patriotismo, con tan buenos auspicios comenzada; abandonar cobardemente a aquellas poblaciones tan sencillas, tan laboriosas, tan leales y tan confiadas, que le idolatraban y tenían puestas en él todas sus esperanzas; hacer traición a la santa memoria de Ulfilas! Y luego ¡aquel hogar de Baltharico, tan confortable, tan dulce, tan atractivo, tan puro y lleno de encantos, tan grato a su corazón!

Hubo un momento en que se arrepintió de no haber reprimido todavía más su atrabilis y su hosquedad; de haber abusado de su superioridad de carácter; de haberse alguna vez entigrecido con Theodosio bajo pretexto y ocasión de combatir su política sin pies ni cabeza, hecha de puras quimeras, oblicua, chapucera, reaccionaria y sin oriente: condenaba despiadadamente en sí mismo la soberbia, abominando de su presunción, su destemplanza, su insociabilidad, sus inclementes diatribas y procacidades de señor absoluto y déspota, todos esos defectos que él miraba ahora con vidrios de aumento, haciéndose más pecador de lo que en realidad era. Se inculpaba de no haber contemporizado con los yerros de Theodosio, sin más que salvar su responsabilidad moral, ciñéndose por su parte a la intendencia de las colonias danubianas, para las cuales habría acabado por obtener fondos. ¡Qué más! Hasta pensó en alcanzar la Moesia por el largo rodeo del Ponto Euxino y la Scythia, remontando la corriente del Danubio, sin más que pasar de largo entre Byzancio y Chrysopolis, por delante del Cuerno de Oro; pero ¿a qué, si la colonización no había de reanudarse? Siquiera, siquiera un mensajero con una carta para Baltharico y sus hijas; pero ¿qué les diría, que no les fulminase? ¿No había para él más mundo que la Moesia? ¿Podía sentirse ya forastero en Occidente? ¿Nada, nada existía en España con bastante virtud para retenerlo? ¿Había podido olvidar...

En este inquieto oscilar entre la Moesia y España, empezaba a inclinarse del lado de la Moesia, su pasión y su torcedor, que le absorbía todas las potencias. Todas las mañanas, al amanecer, volvía extasiado el rostro a sol saliente, como si en tierras orientales se le hubiese quedado el alma y esperase verla con las primeras claridades del nuevo día. No sentía la nostalgia de Tarraco, sino la de Nicopolis. Así se le pasaban las horas muertas, vagando por los muelles, concentrado en sí mismo como si aguardase consejo o inspiración del azar. Cierto día, cuando menos podía temerlo, asaltóle inopinadamente un escrúpulo, hijo de su exagerada susceptibilidad. «¿Titubearás tanto -oyó que preguntaban en su morada interior- porque sientas miedo de Magno Máximo?» Fue como la picadura de un áspid. La insolente hipótesis fue acogida por él airadamente con una retahila de juramentos, de lo más redondo y expresivo en el género, cuando acertó a ver, en aquel mismo punto, una liburna que levaba anclas, disponiéndose a zarpar en dirección a Barcino (Barcelona); y cerrando los ojos a todo, sin dar tiempo a arrepentirse, se precipitó en ella.

Así se malogró definitivamente aquel salvador programa político -la romanización de la gente goda- que ya no tuvo valedor, fuera del ensayo incompleto y frustráneo de Juan el Chrysóstomo90 doce o catorce años después91.

¿Era ese el noble motivo de aquella obsesión con trazas de remordimiento; o había de por medio alguna pasión de ánimo más personal, quizá quizá más íntima? El cronista lo ignora; o si lo sospecha, no está cierto. Tal vez más adelante, conforme vayan desarrollándose los sucesos o allegándose nuevos testimonios, se le descifre el enigma, y entonces dirá, con su acostumbrada lealtad, lo que hubiese, sin reservar nada...




ArribaAbajoCapítulo X

De Barcino a Turnovas y Nertobriga


Cuando, por fin, Numisio hubo saltado a tierra en el abrigado puerto de Barcino (Barcelona), estaba ya resuelto: iba a escribir una larga epístola para Baltharico, Thamiris y Svanhild y a despachar a uno de sus libertos, en función de Tabellarius o strator, que la llevase a Thervingia, inmediata al Danubio.

Un día entero se pasó emborronando y rasgando hojas de papiro egipcio y de pergamino (, paginae) sin acertar con una línea aprovechable: la tinta se agotó en el atramentarium antes de que él hubiese encontrado a la misiva embocadura que le satisficiese. La cabeza le ardía, renegaba de su torpeza, su irascibilidad volvía a encresparse como en sus mejores tiempos, amenazando con hacer alguna de las suyas. Dos hojas más, llenas de tachones, sin resultado, acabaron de ponerle fuera de sí; y alzando rabiosamente la caña tajada del calamus, como si fuese un estilete de metal de los de San Casiano, lo descargó con todas sus fuerzas sobre la caja o theca graphiaria, haciéndola menudas astillas, que le lastimaron un dedo y tiñendo con algunas gotas de sangre la última abortada tentativa de borrador.

*  *  *

Para ir a Turnovas, tenía Numisio que recorrer aquella calzada anterior a la conquista romana, que unía por tierra la capital interior de los Ilergetes (Ilerda, Lérida) con su puerto principal del Mediterráneo (Barcino, Barcelona). Las autoridades romanas no tuvieron que hacer sino mejorar esta importante arteria de comunicación, ensancharla a trechos y dotarla de cunetas y de miliarios, como más adelante de mansiones92.

Podría Numisio haber ordenado a Turnovas que le sacaran al puerto carruaje, montura y escuderos, a no oponerse aquella gran depresión de ánimo que a trechos era irritación y le consumía en contados minutos su menguado repuesto de aguante y de paciencia. Prefirió entenderse con un jumentarius o alquilador de cabalgaduras, y tomar un caballo de alzada y de buena andadura para montar, con dos espoliques que le acompañaran y sirvieran.

Mucho antes del orto del sol, cuando aún no empezaba a querer despuntar el día, salió Numisio de Barcino, alumbrado por la luna llena, atravesando el suntuoso caserío, testimonio de la verdad con que Rufo Festo Avieno llamara a esta ciudad «deliciosa mansión de millonarios», amoena sedes ditium, cruzando por la porta Ilerdensis la muralla monumental, obra de P. Cornelio Scipión, recién restaurada, hollando el espléndido tapiz que formaban las huertas del ejido, divididas en centurias por los agrimensores romanos y cuidadas como un jardín, con su espesa red de brazales que las fertilizaban con el riego de sus pingües y sabrosas aguas, uberque semper dulcibus tellus aquis, acreditando el dictado de amoena Barcino con que la cualificara Paulino Aquitano.

No habría podido Numisio sospechar el día de prueba que le aguardaba.

Como dos horas después de haber cruzado nuestro viajero la zona del ejido, saltó el sol de su mullido lecho de cirrus esmerilados y casi transparentes, para sumergirse en seguida en un baño de oro: los que habían sido brillantes tintes de rosa, azucena y esmeralda, fuéronse rápidamente fundiendo y polarizándose en fantásticas franjas de gasa multicolor, hasta resolverse en un vapor sutil y en seguida desvanecerse del todo. En las primeras horas todo marchó bien; pero de repente, casi sin transición, el calor atmosférico hízose insoportable: ya a las ocho, hacia Martorell, el sol quemaba tanto como ordinariamente en los días más calurosos del año al mediodía. Se había producido un desequilibrio atmosférico que era de temer estallase en desaforada tormenta. Al pronto, Numisio no se dio cuenta del fenómeno: a medida que se alejaba de Oriente y se aproximaba a Turnovas, su aire abstraído se acentuaba, tornándose más tétrico y sombrío. Nada más parecido a un mudo, sordo y ciego, insensible a toda influencia exterior, como si el mundo le fuese indiferente e ignorase que llevaba compañía; ni una observación, ni una orden, ni un terno. No le ocurrió asomar la cabeza al paso de sus obradores de vidriería; más aún, ni se acordó de que tales manufacturas existiesen. No advirtió que estaba cursando el atajo y vadeando la corriente del Rubricatus (Llobregat), ni tuvo curiosidad de volverla cabeza para admirar una vez más la bizarra mole de Monserrat. Cruzó la plana de Urgel sin hacer los acostumbrados calendarios sobre su ya vieja manía de sangrar el alto Segre para riego y transformación de la abrasada planicie. Su sombra y la de su cabalgadura se recortaban fuertemente, como un tachón negro movible, sobre el afirmado de la calzada. Maquinalmente, sin conciencia de lo que hacía, Numisio se desabotonó la paenula o capote, y acabó por despojarse del todo de ella, quedándose con sólo la túnica interior encima de la subucula (camisa).

El vino que los espoliques llevaban para el camino en un pellejo estaba a punto de ebullición y no les aliviaba la sed. A dicha, pronto llegarían al torrente de Aguilar, en cuya orilla derecha, inmediata a la calzada, manaba de la peña viva una fontana de agua fresquísima, la cual se derramaba por un caño de hierro en una concha de piedra para regalo de los caminantes; caía luego en un pilón y servía de abrevadero a las bestias, y acababa por recogerse en un estanque o alberca para riego de una huerta de razonable extensión, que daba ocupación y sustento a una familia y exquisito pasto para un colmenar y un conejar, esta ganadería de los pobres. Ya estaban a pocos pasos de distancia, ya los espoliques sedientos creían escuchar la rumorosa salmodia de cristal de la fontanilla desgranándose cadenciosamente sobre el tazón y la pila, cuando llegados a ella vieron consternados, ¡ay dolor!, que la fontana estaba muda, que no destilaba ni un hilo ni una gota de linfa; que, lo mismo que el riachuelo, había acabado por secarse; que así las hortalizas como la hierba de la huerta y las matas de las márgenes se estaban mustiando por instantes; que las frutas de los árboles se desprendían marchitas de las ramas, y el hortelano desalojaba a toda prisa el colmenar, trasladando las colmenas a la sombra de la mutatio próxima, orientada al boreas (cierzo), y sirviéndoles en platos de barro, además de hidromiel, agua traída a lomo desde larga distancia, para cargarlas en mulas cuando llegase la noche y transportarlas una jornada cara al Pirineo, donde el calor apretaba menos y quedaba alguna humedad, donde duraba aún la flor de tomillo salsero y empezaba ya a abrirse la de cardillo de uva. El chasco del caballo, que también conocía la fuente, no fue menos cruel que el de los espoliques. A fuerza de rogar, obtuvieron éstos un poco de agua, relativamente fresca, de la cueva de la mutatio (estación de relevo); hicieron posca con ella, mezclándole vinagre del que llevaban en un pomo dentro del zurrón; la bebieron con avidez, refrescaron la boca del caballo, y emprendieron nuevamente la caminata un instante interrumpida. Numisio no se había dado por enterado de nada.

No eran más ardientes los calcinados desiertos de la Libya que la tórrida solana, más que pirenaica sahárica, por donde a esta hora transitaban. Ni un soplo de brisa que refrescara la piel y agitara la fronda; ni un jirón de bruma, tamaño como la mano, que entoldara un rincón, siquiera minúsculo, de aquella atmósfera en ignición; ni una ráfaga de aire que barriese las nubes de polvo levantadas por la uña de las bestias en los largos trayectos de «vía terrena»; ni una mata de junco en las hondonadas, que diese la impresión de alguna humedad; ni un mal regato perenne o cuasi-perenne que interrumpiese su blancura de cal por un rosario de pozas o de charcas o un hilo de cristal; sólo aliagas y retamas, bojes y romeros, atochas de esparto, salvias, tomillos, espliego oloroso y otras plantas balsámicas, todas escasas y enanas, como para tender una cinta rala entre las contadas encinas, pinos, enebros y lentiscos moradores del desolado calvero. Los contados pájaros acogidos a los árboles hacían abanicos de las alas o saltaban de rama a rama, abierto el pico, sintiendo que se asfixiaban. Una cigarra desgranaba desmayadamente su soñolienta canturia en la copa de un chaparro. Un lagarto cruzó despavorido la calzada, corriendo a esconder su chupa verde y sus vivos ojuelos espantados en una grieta del desmonte. Parecían que respiraban en la boca de un horno, que bogaban por un mar de llamas o por una selva ardiendo. El más lince colorista habría fracasado en el empeño de descubrir el azul celeste en la bóveda del firmamento.

A los pasajeros de la mañana se los había tragado la tierra: con tantas horas de recorrido, no tropezaron nuestros amigos con ninguno. Los espoliques, jadeantes, chorreando sudor, asaeteados por manojos de rayos, cegados por la reverberación del sol en la blancura lechosa del camino, dirigían a Numisio miradas suplicantes cuando pasaban por delante de alguna mutatio, esperando que por fin daría orden de acampar, y se pasmaban de que no tuviera compasión ni de sí propio, ya que no se compadeciese de ellos ni del caballo. Sobre todo cuando vieron parado, a la sombra de una cantina aislada, un carromato o plaustrum, cargado de pellejos de vino de la Laletania, destinados a Gallica Flavia y demás poblaciones del Bajo Cinca, y que ellos pasaban de largo, el majestuoso luminar, señor de la vida, acabó de tornárseles suplicio, pareciéndoles como si Numisio los estuviese tostando en parrilla a fuego lento. ¡Si hubiese podido oírles de labios adentro se habría horrorizado, viendo su vida en peligro. ¡Una umbría, una umbría, cualquiera que ella fuese, aunque no fuese nemorosa: estos eran los secretos votos de los dos, aunque no osaran exteriorizarlos ante el señor por miedo a las consecuencias. Más libre el caballo, trató de enseñar prácticamente a Numisio lo que en semejante trance le cumplía. No necesitaba él, no, que lo picasen o aguijoneasen: la espuela dardeante del sol le hacía volar a la querencia de un árbol o un establo. Cierto enfermo de los ojos era transportado por dos mulas en una basterna (litera de un género especial), con objeto de consultar a uno de los archiatros de la municipalidad de Barcino que había adquirido nombradía en la especialidad de oculista. Sorprendido por aquella inundación de fuego, dispuso un alto, acogiéndose a un rodal de copudos quejigos que convidaban con alguna sombra, en tanto exclamaba en su estilo clásico con esforzada voz: «¡Oh Padre Jove! ¿Para cuándo guardas tus rayos, que no fulminas a ese botarate de Phaeton, para que el desbocado carro del Sol vuelva a la obediencia y la tierra no acabe de incendiarse?» El caballo de Numisio debió tomar aquello por una consigna, pensando razonablemente que no era él de peor condición ni menos hijo de Dios que las mulas del semiciego, y con paso presuroso encaminóse hacia la caravana, desviándose de la polvorienta carretera. Pero sin duda Numisio no se satisfacía con tan menguado alivio; quería apurar el cáliz de una vez, e hizo entender al bayo que las mulas son mulas y que no interpretaba bien el plan de viaje.

En este punto, a uno de los espoliques dióle un vuelco en el corazón: acababa de divisar en la parte del llano, debajo de la calzada, un terreno al parecer pantanoso, salpicado de menudos tollos y charquillos de agua, que refulgían como espejos heridos por el sol. Sin decir nada, rezagóse unos pasos, y recogiéndose el sagum salió disparado, como ave sedienta atraída por el señuelo de la frescura: se remojaría las fauces, chapuzaría la cabeza, zambulliría pies y brazos hasta el fango... ¡Cántaro de la lechera! No había tal frescura, ni tal pantano, ni tal agua manantial: era que los gañanes, desunciendo antes de hora las parejas de bueyes, habían dejado en el surco los arados, y el hierro refulgente de las vomeres (rejas), abrillantado por el roce de la labor y a punto casi de fusión, destellaba con los reflejos del radioso astro como pudiera agua corriente o encharcada. Helios mismo, de su propia vorágine, sacaba todavía argumento para nuevas caldas y explosiones incandescentes, y las sumaba, inclemente y brutal, a aquellas otras fulmíneas con que venía incendiando cielos y tierra. Con el agua que no existía, el mísero espolique se había escaldado más que el otro cuitado que no participara del descubrimiento.

¡Cuán largo parecía el camino, cuán lejos la estación!

A mano derecha de la calzada, traspuesta la loma, último repliegue geológico del Pirineo por aquella parte, descendía trabajosamente, por una senda pedregosa y resbaladiza, la paciente y abatida recua de un arriero de la montaña, compuesta de un burro y un mulo aturdidos, cegados por el fulgor de la luz, caminando como máquinas, blancos de espuma, envueltos en una humareda de vaho, sin fuerzas ya ni aún para azotarse con la cola los flancos desgarrados por el bárbaro suplicio de las moscas y de los tábanos. Llamábase el arriero Márculo, procedía de Ceret, cabeza de la Cerdaña (hacia Puigcerdá), siguiendo por más cómodo, el rodeo de Cardoner, y transportaba dos cargas de jamones y salchichones para la tienda de un pernarius de Barcino (Barcelona), con designio de hacer viaje redondo, cargando para la montaña salsamentum o escabeche de Cartagena o de Cerdeña, muria o garo barcelonés, vajillas finas y artísticas de barro y género de vidrio en objetos de uso común, procedentes de Sagunto y de Tarragona o fabricados en Barcelona mismo.

Luego que la breve recua de Márculo hubo, por fin, desembocado en la calzada, el burro, que no podía más con la lluvia de lumbre que lo freía y con el enjambre de lancetas aladas que lo atenaceaba, se plantó, negándose a seguir adelante. En un ángulo del trivio crecían dos arbustos arborescentes; la inteligente bestezuela se arrimó a la sombra que proyectaban, y como el arriero tratara de impedírselo y tirase de ella para ponerla otra vez en carrera, dióle aquélla en el pecho un golpe suave con el hocico, como para hacerle entender que ya estaba bastante cocido y bastante sangrado, y que en trance tan apurado como aquél era caso de fuerza mayor el desobedecer.

-Pero, churri, no me seas intransigente ni irracional, y menos aún presuntuoso; concédeme que también yo tengo mi miaja de uso de razón. ¿No recapacitas que aquí, con sombra y sin sombra, tú y yo vamos a perecer, ardiendo como yesca, y no ves que sólo falta menos de media milla para llegar al parador de la Parra, que es decir al cielo?... ¡Ah, torpe de mí! Ahora caigo; es que quieres refrescar la boca para que no acabe de faltarte el resuello de aquí a la cuadra...

Esto diciendo, Márculo metió con tiento la mano entre las ramas de los dos espinos majuelos, que ostentaban sus admirables racimos de frutillos escarlata, hermanos de las coccinelas, como otras tantas pinceladas de sol destacándose sobre la lustrosa esmeralda del follaje; y juntando dos puñados, los repartió equitativamente entre las dos acémilas, pues también el mulo -adquirido el mes antes- se hacía el remolón ante el mal ejemplo de su compañero. Es de advertir que Márculo no usaba látigo, vara ni aguijada para arrear a sus bestias.

A todo esto, Numisio llegaba al término de esta primera etapa del camino; había superado los famosos viñedos de Constancia (Igualada); oía ya, como un susurro, las voces discordantes de los empleados y servidumbre de la mansio (estación); miraba el imperceptible cimbreo de los sotos, ya medio mustios, que flaqueaban la riera. Un repecho más, no muy empinado, entre dos altozanos, que el mes anterior habían sido verdes y ahora eran amarillos, y helo, por fin, recalando en el hostal. El cuadrante de la estación marcaba en aquel instante algo más de la hora sexta (medio día).

La asimilación de esta vía a las militares o consulares y la introducción de la posta o cursus publicus en ella eran muy recientes, y la estación (mansio) se había instalado en aquel lugar, extramuros de la urbe, por preexistir en él y funcionar de antiguo una venta, posada, hostería u hostal, popular en toda la provincia Citerior o Tarraconense. Un contrato del dueño de la venta con la administración del cursus permitió descargar por el pronto a la mansio del cuidado de los alojamientos, reduciéndose al puro servicio de la posta y de la annona. Hallábanse separados uno y otro edificio, o grupo de edificios, únicamente por los horrea (graneros), de servicio ordinario y los almacenes de la annona, que acopiaba allí el trigo, tocino, sal, aceite, vino, cebada y heno que los contribuyentes del distrito pagaban en especie, con destino a la Administración imperial y al Ejército. Por la parte trasera se extendían las cuadras para los caballos de la posta, pared por medio de las de la hostería o parador.

Designábase éste en la muestra con el título popularísimo de Ad vitem, razonado por un emparrado lozanísimo, donde los apretados agraces se veían por momentos enrojecer, y que formaba pabellón delante de la puerta de entrada, prestándole grata sombra.

Debajo de la fastuosa marquesina vegetal, y más adentro, en el primer patio, se había acomodado el enjambre de funcionarios y sirvientes de la estación: los hippocomi y los muliones (escuderos o caballerizos, espoliques, muleros o muleteros, encargados de cuidar y servir los tiros de la posta, palafreneros, postillones), los carpentarii (carreteros), que construían y componían los carruajes; los vehicularii (conductores, mayorales): el mulomedicus (veterinario); los opifices (obreros). El mayor número de ellos, al menos los muliones, los hippocomi y demás apparitores o mozos de cuadra, eran siervos públicos; a veces se fugaban, o eran atraídos, sustraídos o acogidos y encubiertos, delito que el emperador Honorio, en una pragmática promulgada especialmente para España, lo mismo que otra referente a los burgarios o guardia civil, igualmente esclavos públicos, vino a castigar con una multa de diez libras de plata, o sea cincuenta sólidos. Todos ellos, esclavos y libres, servían a las órdenes de un praepositus (jefe de estación de posta o director de mansio). Todavía hay que añadir el cuerpo de guardia, adscrito a la policía de seguridad de la calzada y a la vigilancia de la posta (protectores), los custodes y sus esclavos, que acompañaban a los viajeros, y últimamente las fámulas de los posaderos, de condición asimismo servil.

Además de los cuarenta caballos reglamentarios para servicio de la posta, tenía la estación acémilas de refresco, caballos, mulas, asnos y bueyes para alquilar, como igualmente carruajes de todas clases, de dos y de cuatro ruedas, para viajeros y para mercancías, essedos, carpentas, birothas, rhedas, con más clábulas o angarias.

*  *  *

A la llegada de Numisio, todo ese personal del cursus, aplanado por los ardores de la canícula y el hervor de la digestión, había tirado uno tras otro, a un rincón, los tali de metal con que habían estado jugando a la taba, y cabeceaban en los bancos de piedra o contemplaban a uno de los zagales de la estación, pletórico de vida, único que había conservado humor suficiente para distraer su aburrimiento con dos pilae (pelotas), forradas y multicolores.

Descabalgó Numisio en el que llamaríamos atrio del hostal, dejándose caer pesadamente, como una masa inerte, al suelo. Parecióles a los tres que volvían al conocimiento y a la vida después de una pesadilla o de un síncope. En seguida, nuestro viajero se dirigió, tan a prisa como se lo consentía el entumecimiento, a un cuarto retirado adonde no llegaba ningún resol, para quitarse la túnica interior de fina lana, y aun la sola subúcula de lino le parecía demasiado; pero el ventero le llamó respetuosamente la atención, haciéndole ver el peligro que corría de un enfríamiento súbito que podría ser mortal; y él se avino, refunfuñando, a conservar la subúcula, bien que desceñida del todo, y aun a extender sobre ella por breves instantes la túnica, mientras se enfriaba el sudor y mudaba de prenda.

Era Bilistago Publicio la nata de los venteros u hosteleros de la dilatada provincia Tarraconense hasta Galicia; una buena persona en toda la extensión de la palabra, lo mismo que su mujer -rara avis entre los de su clase,- que no se despellejaba a los pasajeros, que no les aguaba ni falsificaba el vino, como era uso corriente, que no les servía puellas (compañía de lecho), que no sustraía la cebada a sus acémilas, que no disputaba en el pase de cuentas, que se había esmerado en alejar de los departamentos interiores el humo y los malos olores, que era extremadamente cuidadoso de la limpieza. Ni él mismo habría podido contestar si era pagano o cristiano: se sabe únicamente que juraba por Epona, diosa de los caballos, como cualquier auriga del Circo. Inútil decir que no siendo pícaro ni bribón, que siendo honrado vel quasi, no habría hecho adelantos en el oficio, a virtud de aquella ley, no sé si natural, que el pueblo expresó en este adagio dialogado:

-Abrenuncio, Satanás...

-Mala capa llevarás.

Tenían aquel día los venteros a comer, además del personal ordinario de la mansio y los espoliques de Numisio, dos viajantes de comercio de Italia, un industrial de Lugo y cuatro funcionarios del Estado destinados a Osca (Huesca), Caesaraugusta (Zaragoza), Segovia y Legio Gemina (León), que habían llegado poco antes con la posta y a los cuales estaban ya sirviendo la comida en el triclinium o comedor pequeño del hostal. En el otro, el reservado o de «distinguidos», cubrió Bilistago con sábanas que empezaban a deshilacharse pero de inmaculada blancura, los éticos y raídos sofás en qué había de reclinar su cuerpo para comer Numisio, y de los cuales era fama que criaban el mínimum de pulgas posible.

Acababa nuestro amigo el señor de Turnovas de trasladarse, ya refrigerado y confortado, a dicho aposento, cuando acertó a escuchar una voz cascada y grave, como de eclesiástico, perteneciente a uno de dos personajes que bajaban de un essedum blanco de polvo, y que penetraba en la hostería recitando un versículo de la Biblia: «Se me han secado las fauces como arcilla cocida a fuego lento; la lengua se me ha pegado al paladar»93. Y esto diciendo, dirigióse ansiosamente hacia un ventrudo urceus (cántaro) de alfar rojo, que incitaba con la frescura de su agua rezumante, y alargó su vaso de viaje, labrado de plata, al posadero. Más éste, suavizando el tuteo romano con el vocativo de honor, domine, señor, como siempre a toda clase de personas de respeto con quienes por razón de su oficio tenía que alternar, le dijo:

-Señor, no te conviene beber ni medio fresco siquiera, que no pase un buen rato, no siendo que tengas propósito deliberado de caer enfermo...

-No, no -recalcó el otro compañero del essedum, con voz más entera y juvenil, también eclesiástica;-reprímete hasta desnudarte, como me reprimo yo, que, sin embargo, estoy mascando ascuas y me ahogo; te pondrías malo y llegaríamos tarde a Tréveris, o no llegaríamos nunca; y no he de recordarte el ansia con que aguardan al Santo nuestros hermanos de toda Galicia...

Resignóse el primer peregrino a hacer de voluntario Tántalo, y se dejó caer en un escaño con aire de la más viva contrariedad, no sin buscar consuelo en los Soliloquios proféticos de David: «Trocó el Señor los ríos en desierto; mudó los manantiales en saladar y estepa sedienta»94. «No apartes tu rostro de mí, Señor; escucha mi clamor: me he secado como heno, se me ha secado la osamenta, se me ha secado el corazón, no me queda más que la piel pegada a los huesos. Ya es hora que despiertes de tu sueño y tengas misericordia de Sión y, compadecido de sus infortunios y tribulaciones, acudas a remediarlos95.

En este punto, el posadero le acudió con medio cortadillo de agua para que empezara a remojarse la boca. El pasajero le miró con rencor, como si se burlara: ¡una gota de agua para apagar un incendio! Pero no; no se había, no, secado: el sudor le chorreaba por la frente tan copioso como si en la coronilla le borbotase un manantial. ¡Si hubiese sabido que a los espoliques nadie les había tasado el agua... ni el vino, y se habían hartado de beber de ambas especies sin aguardar siquiera a aposentar el caballo en la caballeriza!

Eran los dos personajes recién llegados padre e hijo, obispos ambos de la provincia Gallaecia, cognominados Symphosio y Dictinio, que iban en comisión a Tréveris (Gallia), con objeto de recoger los despojos mortales de su gran maestro, el mártir y apóstol de Ávila, Prisciliano, decapitado por sentencia de Magno Máximo, emperador de las Galias, y repatriarlos, trasladándolos a Asturica Augusta (Astorga). El hijo era autor de una obra de moral, intitulada Libra (Balanza), y de varios tratados priscilianistas. Su padre, Symphosio, había asistido al sínodo o concilio de Zaragoza cinco años antes (4 Octubre 380), y había votado con los otros once prelados asistentes a él la condenación del santo asceta abulense, o más bien de la doctrina que se le había hecho pasar ligeramente por priscilianista. Pero luego que cayó en la cuenta de que había sido engañado, protestó y se retractó, declarándose adepto del supuesto heresiarca galaico. Su hijo le había acompañado en este acto de reparación.

No es que Numisio estuviera de mal temple; es que necesitaba de soledad, y la llegada de nuevos peregrinos le contrariaba. Cuando oyó entrar en el triclinio a los dos peregrinos gallegos se hizo el dormido, con lo cual se libró, por lo pronto, de sufrir a hombre tan redicho como Symphosio, que hablaba en esta conformidad: «Nosotros, pobres tripulantes de la tierra, que bogamos por los mares etéreos...» El lusón, hombre llano y natural, no podía con tanta manteca. Cuando le presentaron el primer plato y no pudo excusarse de abrir los ojos, se encerró en una reserva cortés, sin admitir conversación, embargándose en sus cavilaciones íntimas.

*  *  *

La llegada de Márculo y su reducida recua fue acogida con fragorosas demostraciones de alborozo por la maleante chusma de la estación, que un instante antes dormitaba y ahora se encontró despierta sin el trámite previo del desperezo.

-¡Ya de vuelta, Márculo! ¿Qué dices de bueno?

-Pues lo que digo de bueno es -repuso el arriero, agotando los dictados de honor de los emperadores,- que Su Eternidad, que Su Serenidad, que Su Grandeza, que su Sublimidad, que Su Divinidad, que Su Clemencia, que Su Gloria, que Su Prodigalidad, que el Sol Nuestro Señor, rector orbis, se emborrachó y decidió gastar en un día todo su repuesto de llamas y de lumbre y apagarse incontinenti para siempre, y que el día escogido para poner a prueba nuestra resistencia y hacer estallar la crisis sobre nuestras cabezas, es el de hoy. En su consecuencia, los que no hayan ya sucumbido, reducidos a pavesas y ceniza, dense prisa a hacer provisión de leña, porque el día de mañana, vosotros habéis de verlo, amanecerá nevando...

La perspectiva de una nevada en medio de aquel brasero achicharrante, hizo estallar en un huracán de carcajadas y bravos a toda la caterva mansionaria; y, ¿qué mucho?, hasta Symphosio, que lo oyó desde el comedor, acogió la chuscada del humorista montañés con una risotada no menos franca y plebeya que la exterior.

A todo esto, el arriero iba descargando sus bestias y arrimando los fardos a la pared, en tanto los encerraba bajo llave, sin perder de vista a los perros del ventero, que se frotaban contra ellos con una especie de delectación morosa, y que ensayaban levantar irreverentemente la pata en serial de desprecio... por no haber encontrado un mal descosido que les permitiese hincar los dientes y ejercitarse en el deporte de la degustación.

-Dichoso tú que puedes hablar de nieve -replicaron de no muy buena fe los mirones:- vienes de la montaña, y nos explicamos el efecto que ha debido hacerte el pasar desde aquel fresco primaveral a este cráter rebosante de lava.

-¿Fresco dijiste? Si fuese posible que el sol abrasara más de lo que aquí abrasa, os diría que aún hace más calor allí, en las faldas y raíces del Pirineo. Pasmaos: hasta allí están haciendo rogativas para que llueva, y eso todos: los galileos, a cara descubierta; los romanos, medio a escondidas y como con miedo.

-¿Y dan resultado?

-¡Que si dan! Siempre que sacan la imagen en procesión, entonando los unos su lustratio, los otros sus letanías, llueve, sin que ni los más viejos conserven memoria de que una sola vez haya fallado.

Eso sí -añadió con su grano de malicia, después de una breve pausa:- algunas veces tarda trece meses, pero al cabo llueve.

Otra vez la alborotada chusma prorrumpió en fragorosas explosiones de hilaridad.

-Y di -interrogó osadamente un carpentarius- ¿cuál imagen es la que se hace rogar tanto? ¿La de Júpiter Pluvius o la de Cristo Crucificado?

-Lo que puedo decirte es -contestó el muy ladino, sorteando lo espinoso y resbaladizo de la pregunta que cuando a seguida de una rogativa llueve, los dos bandos reivindican el milagro para su respectiva deidad, sin que ninguno consienta en partir siquiera la diferencia. Si, por el contrario, la lluvia se hace esperar demasiado y no se puede sembrar o las cosechas se pierden, los dos bandos se echan uno a otro la culpa, poniéndose de impíos, ateos, idólatras, orates, ciegos y enemigos de la divinidad irritada, que no hay por dónde cogerlos; así es que apenas se celebra rogativa que no vaya acompañada o seguida de denuestos, pendencias, alborotos, laberintos y choques, hasta rebasar el estacazo y la cuchillada, con lo que, ya que no llueva agua, mana sangre. ¡Cuando no lo pagan también las imágenes, apedreadas por sus mismos chasqueados adoradores! -añadió Márculo, riéndose con la memoria de algún sucedido.- Por mi parte, ni quito ni pongo Dios; lo único que cumple a un pobre arriero como yo, es lo que hago: ver, oír y callar.

-Alto ahí: ¿conque callar? Primero reventarías...

-De algún modo hay que pasar el rato. Mi padre solía decir que los hombres somos lo mismo que las piedras, sólo que todo lo contrario: ellas nacen en la montaña, erizadas de esquinas, y dando vueltas por torrentes y ríos se hacen redondas; nosotros, al revés, nacemos redondos y morimos esquinados. ¡Si no fuese el buen humor, que aminora el esquinamiento!

-Mal oficio el tuyo para tener buen humor y no morirse de hipocondría: pasar callado toda la vida sin tener con quién desahogarse, no siendo que tu rucio tenga la gracia del burro de Sileno y de la burra de Balaám...

-No la tiene, pero tampoco la necesita; basta que yo hable y que él me entienda.

En aquel instante, el burro, sin haber tenido que soltarse, porque Márculo no lo ataba nunca, salió del establo en busca de su amo, y se dirigió al corro con el mismo arresto y desenfado que si fuese de la partida y lo estuviesen esperando. Márculo le pasó el brazo por encima del cuello, y con sus manos apergaminadas y sarmentosas le acarició el fino hocico.

Figuraba en el concurso de los mansionarios y exhibía su faz terrosa con manchas de azafrán apagado y llena de costurones y cicatrices aberenjenada en tanto número que montaban unas sobre otras y le daban el aspecto de un cántaro esportillado, vinoso y cruzado de lañas sobrepuestas, un vehicularius cognominado Thyrsus, muy pagado de la superioridad de sus talentos, a quien Márculo había sorprendido a su llegada royendo un corrusco de pan, lo que hizo decir al arriero que a él «siempre le faltaba un bocado, como a las cabras». Los compañeros del presumido máncipe se gozaban en azuzarlo contra Márculo por oír a éste, sabiendo que no era hombre para aguantar ancas de nadie y dejarse burlar. Era máxima suya que «a quien te quisiere comer, almuérzale primero».

-¿Conque tiene uso de razón -preguntó el lañado, refiriéndose al burro- y hasta dicen que ve más claro que su amo, y que es él quien dispone y gobierna?

-Mírale al rostro, compara y contéstate a ti mismo; sólo le falta hablar para ser persona, como a ti para ser persona no te falta más que callar.

La asamblea, no rió; se quedó rumiando el sentencioso cañazo del arriero. Fingió luego escandalizarse ante un conato de agresión del inconsiderado máncipe, y Márculo le correspondió con una andanada del tenor siguiente:

-Sí; todo podrá negársele al socio menos pupila. Es de los que ven el piojo debajo de la cabellera ajena y no ven el escorpión en la propia. Por lo cual será verdad, si queréis, que ha de irse derecho, con zapatos y todo, al olimpo de los santos: no se lo disputo ni me opongo; pero tengo para mí que aun allí ha de tener cara de condenado.

Todos miraron a las ringleras de grapas o lañas y prorrumpieron en risotadas estruendosas. Verdaderamente, Thyrsus estaba hecho un condenado; a su lado, el buen Esopo habría pasado sin dificultad por un Narciso.

-Márculo, tú no te has fijado bien; mírale a la cara a este fanfarria, si tienes valor, quiero decir estómago, para tanto -interrumpió otro máncipe;- nadie diría que su madre lo había parido; diríase más bien que lo había c...

Fue una carcajada seísmica, lo que este grosero chiste de cuadra suscitó en el gozoso personal de la estación.

- Yo no soy comadrón ni entiendo de obstetricia. Y de todos modos, en andanzas vuestras no entro ni salgo. Me voy a comer.

Antojósele a Thyrsus que Márculo se retiraba, sintiéndose agotado, y que no sería difícil en aquella coyuntura meterlo en aprieto y tomar el desquite, reduciendo a silencio a sus mal predispuestos compañeros.

-Y eso de partear, como dices, al olimpo de los santos, ¿lo decía también tu padre?

-No, repuso vivamente el arriero; lo que mi padre decía es que dentro de cada hombre hay un cerdo.

Y después de aplicar un oído al hombro de su empecatado interlocutor, añadió: «Y decía verdad, pues lo estoy oyendo gruñir.»

La zambra, tronido y rebullicio que siguieron a estas palabras del jocoso montañés hubieron de retumbar hasta en Ausa e Ilerda. Symphosio se retorcía de risa en el triclinio. Los zumbones de la jaranera asamblea fueron desfilando uno a uno por delante del vehiculario, y después de arrimarle el pabellón del oído a uno u otro hombro, apartábanse imitando, con adobo de estridencias, el gruñido del cerdo. Como toda plebe que ha conseguido henchir el vientre antes se inclina al ¡jugula! que al ¡missum! en el anfiteatro del mundo, y este era nuestro caso.

El inocente máncipe que había osado medirse con aquel doctor en malicias, agachó las orejas ante el descomunal pitorreo y se declaró fuera de combate, retirándose de la palestra corrido como una mona.

Era el arriero un viejo campechano y jovial, a trechos socarrón, dicharachero, facetioso y de muchos refranes, sin declinar nunca a enfadoso ni chabacano, que subía la pendiente de los setenta, con la agilidad y buen humor de un mozo; popular y querido en todos los lugares, relevos, posadas y cantinas del tránsito hasta Barcelona. Alma de niño, tersa y de una sola cara, sin ángulos, escondrijos ni anfractuosidades, salvo que alojada en una piel de viejo. Era cenceño, enjuto de carnes, de labios finos y delgados, no hundidos aún porque la dentadura se conservaba. Mandíbulas sólidas. Miembros de acero. Pelo recio, no completamente blanco todavía. Cejas espesas, bajo las cuales se asomaban dos ojos vivarachos que parecían reírse siempre. Ágil, fuerte y denodado, los salteadores que a temporadas, sobre todo en épocas de agitación política, infestaban la comarca, habían acabado por respetarlo, como si le hubiese firmado un salvoconducto, temerosos de que los descalabrase una vez más. Estaba contento de la vida, teniéndose por colmado de todos los dones; retozábale la risa en todo el cuerpo y, como decía él, no le faltaba más que sarna para rascar. Disfrutaba de una parroquia selecta, grandemente productiva, a causa del crédito que le daban su integridad sin igual, su formalidad y su pudor. Era frase proverbial en muchas millas a la redonda «más honrado que el Ausetano», para expresar el colmo de la honradez.

Aún duraba la bulla de los mansionarios cuando el hostalero se acercó a Márculo para insinuarle que unos señores, muy señores, que estaban comiendo en el triclinio de honor, deseaban conocerle.

-No tengo inconveniente, contestó; allá voy. Y penetró en el aposento señalado. Pegado a él, entró también el burro.

-Pero, churri, ¿no has oído que es a mi a quien estos señores invitan, y no a ti?

El burro se hizo el desentendido, y los obispos, ya que se embarcaban en la aventura, le dejaron hacer.

-Hemos oído de ti, Márculo, cosas peregrinas y cosas graves. La primera, que atribuyes más mérito a tu burro y lo pones más alto que el asno místico del portal de Belén...

-A la altura, por lo menos, del asno y del buey proféticos juntos, porque el buey conoció a su amo y el asno al pesebre de su señor, al paso que mi burro conoce el pesebre del amo y además al amo mismo. Brindáranme todos los burros que en este mundo han gozado el don de la palabra, sin olvidar el de Sileno, ni el de Baccho, ni el de Balaám, que no fue burro, sino burra; diéranme encima toda una manada o una ganadería de burros extra, de Arcadia o de Reate, de los que se venden en 100.000 sextercios la cabeza, y aunque me los brindasen cruzados con onagro, no los cambiaría por el solo rucio que nos está escuchando.

-¡Hum! Pero la otra acusación es harto más grave. Dicen que quieres más a tu asno que a tus hermanos: no podemos creer de ti tal agravio a la raza de los humanos y a la sangre.

-Dicen, dicen... Lo que yo he oído siempre que dicen es que no con quien naces, sino con quien paces. Y yo con este buen amigo he pacido. Calumnian a la sangre los que le atribuyen una voz. Cinco hermanos tuve, y las coces, de ellos las he recibido, no del burro; y la ayuda y los buenos quereres, al burro se los he debido, no a los hermanos. Bendita sea la memoria de mi padre y de mi madre; pero, salvado esto, para tener los hermanos que he tenido y para pertenecer a una sociedad de hombres como la que vengo tratando hace más de medio siglo, mejor habría querido nacer de una pollina o de una perra, y me tendría por más honrado. ¡Buenas cosas dirán de nosotros allá en sus adentros, y cuando conversen entre sí, despreciándonos!...

Pensaban los obispos que las proposiciones del arriero eran bromas, buenas para reídas, y, sin embargo, no acertaban a reírse; se habían puesto serios.

-¡Tú siempre tan chancero! -aventuró Symphosio.

-¡Psch! Yo me digo una cosa: que haya sido Prometeo, como se decía antes, que haya sido Javéh o Jehová, como es la consigna ahora, yo en eso no me meto, estoy persuadido de que quien fuera ha hecho al hombre a imagen y semejanza del cerdo, y aun tal vez no le falten motivos al cerdo para ofenderse.

-Pero ¿que herejías estás diciendo? Aunque hablas en chanza, ni en chanza pueden decirse tales atrocidades.

-Yo no he podido nunca comprender por qué para deprimir a un hombre se le llama perro o burro. El perro y el burro son la obra maestra de la Creación: en ellos echó el Creador el resto: cuando llegó al hombre debía sentirse ya agotado, y le resultó género del más inferior.

-Hasta ya de barbarizar, interrumpió de mal humor Dictinio, poniéndose de pie; y, después de todo, ¿qué diantre de virtudes has descubierto en tu rucio que no adornen a los hombres?

-Poca cosa: mi burro es humilde, es sufrido, es leal y no nada vengativo ni rencoroso; no es parásito de nadie; se gana la vida y ayuda a ganársela a dos que somos de familia, mi mujer y yo; no hace daño a nadie, no estorba a nadie, no tiene pretensiones, está contento con su suerte, no ambiciona mudar de condición, no aspira a mandar sobre los hombres, y ni siquiera sobre sus semejantes; soporta mis filosofías y no se ríe de ellas; aventaja en sentimientos y en grado de espiritualidad a las tres cuartas partes de los humanos; respeta las opiniones de todos y ¡no habla! Si todos los hombres que habitan el Imperio fueran e hicieran otro tanto, el Estado nadaría en la abundancia, el pueblo iría harto, el mundo sería una balsa de aceite...

-No -prosiguió Márculo, inclinándose sobre el rucio,- no alces las orejas ni te me hinches de soberbia porque te haga justicia...

Los obispos seguían serios, sin encontrar la risa, y no se les ocurrió sino echar a barato lo que acababan de oír, haciendo Symphosio a Márculo esta observación:

-Según eso, si hubieses sido tú el llamado a crear el mundo, habrías roto los moldes de Adán y de Eva y poblado la tierra de burros y perros nada más...

-Lo que puedo decirte, señor, es que el mundo no puede con tanto lastre; que sucumbe, no diré al peso de tantos hombres, sino de tantas aprensiones de hombres; y que si se marchasen a la India o al país de la seda, o a los hiperbóreos, o a los autichtones de Mela, o se muriesen en un día diez o doce millones de potentados territoriales, aristócratas, rentistas, doctores, abogados, ministros, prefectos, políticos y funcionarios de toda ralea, sacerdotes, monjes, militares, tenderos, comerciantes, parásitos, copleros, retóricos, gomosos de ciudad y señoritingos de villa, peste y carcoma de los pueblos, haciendo en la población un aclaro como en los bosques, ¡cuán holgado se quedaría el género humano, qué alivio tan grande experimentaría! Libre de ese rozamiento y de ese peso muerto abrumador, adelantaría más en un año que ahora en un siglo.

Pero que emigrasen o se muriesen los diez o doce millones de pollinos y burros que dicen vendrá a haber en el Imperio, y ya podíamos echarnos a morir la mitad, por lo menos, de la población humana, con todo y haber tantas mulas, caballos y bueyes.

En este punto, Numisio, hurtándose a su marmórea rigidez y depresión de ánimo, rompió su silencio con las siguientes palabras, dirigidas al popular filósofo montañés:

-No estoy lejos de aprobar y compartir ese tu modo de pensar; únicamente me ocurre una dificultad: si el burro va a sobrevivirte, es de suponer que has pensado en matarlo o hacerlo matar para que te acompañe y, sobre todo, para que no caiga en manos impías que lo maltraten y le hagan padecer meses y meses, si tal vez no años, el suplicio del hambre.

-Señor, has puesto el dedo en una de mis llagas más enconadas. Ni el burro es propiedad mía ni yo soy propiedad del burro; no lo tengo por esclavo, sino por un consocio. En el negocillo que llevamos, lo poco que he podido ahorrar, no digo que lo he ganado con ayuda de mi burro, sino que lo hemos ganado entre los dos, poniendo cada uno lo que tiene: yo la cabeza, él los lomos, y él y yo los pies y patas que a la Divinidad plugo ponernos para recorrer las vías del mundo. ¿Es verdad lo que digo, churri, o no es verdad? (Pausa de medio minuto.) Bueno, es verdad; en tu vida has podido decir que me hayas cogido en mentira una sola vez.

Pues, como decía, tanto derecho tiene él como yo a la susodicha pobreza de que soy administrador, y yo tanto como él, aunque no más; y no puedo consentir que el capitalillo que entre los dos hemos reunido con tantos afanes y sudores vaya a parar, cuando yo y mi mujer faltemos, al gandul del hermano sobreviviente, pariente mío porque sí, porque la ley ha tenido el antojo de decirlo, y que ese descastado mate de inanición, o despeñado, o a palos, a éste que ha sido mi verdadero hermano, mi paño de lágrimas, mi todo. Sería faltar a la ley natural, tal como yo la siento. Por consiguiente, él será nuestro heredero; en muriendo nosotros, no quiero que trabaje más, que harto ha trabajado; no quiero que lo maltraten ni que le den muerte: deseo para él una vida de descanso y regalo, como en nuestro caso la ambiciono para mi mujer y para mí...

-Pues si no te das otro heredero que el rucio, observó Numisio, hazte cuenta que has muerto intestado, porque la Instituta romana no reconoce a los animales el derecho de propiedad ni la testamentificación activa ni pasiva.

-Ya he pensado en un fideicomiso especial; pero ¿quién el fiduciario? Dos me importunan brindándome con las insinuantes artes del más raposo de los heredípetas: un sacerdote de Hércules me tira de una manga; un preste de San Fructuoso me tira de la otra, jurando por Dios y los dioses inmortales que el burro será tratado a cuerpo de rey hasta que muera de muerte natural. Pero soy perro viejo; mi experiencia no me deja creer en ellos; se comerían la paja y la cebada, y encima, para plato fuerte, al burro mismo.

Una gran señora había en quien yo habría confiado: la que me manumitió y me prodigó en todo tiempo su protección sin tasa. Pero esa ¡ay! se me ha muerto. ¡Oh Siricia Natal!

Numisio sintió una conmoción en todo su ser al oír así, de improviso, en labios de aquel hombre sencillo y limpio de corazón, agradecidas memorias de su difunta mujer, y luego que hubo vencido la emoción del primer instante, díjole:

-Dispón como gustes de todos tus bienes, y si el rucio te sobrevive y te vieres en peligro de muerte, avisa a Turnovas para que te visiten y recojan al burro por mi orden. Se le cuidará sin ningún interés: pasará el resto de sus días junto al mausoleo de Siricia, en memoria de ella y en premio a la nobleza de tus sentimientos. Tu viejo consocio, como tú le llamas, ha ganado su soldada, y no llevará más carga, no recibirá malos tratos, no le faltará pasto fresco, heno, cebada quebrantada, miga de pan con vino, pastura caliente con harina, abrigo, asistencia médica; tendrá hasta caricias. Yo soy el viudo de patrona, Siricia!

-¡Misericordia! ¡Había yo de ver este gran día, cuando menos lo pensaba, por no haber llegado nunca a merecerlo! -exclamó Márculo sollozando y cayendo de hinojos delante de Numisio. No hay que decir si éste se apresuraría a levantarlo.

Aquella tarde, el arriero no vio nada del camino que recorría: seguía maquinalmente las pisadas del rucio. Noctua volat, noctua volat (la lechuza vuela), decía con un adagio expresivo cuando una cosa salía a medida del deseo. Por la noche durmió ultra Epimenidem, como agregaba con otro refrán, tan profundamente, que ni siquiera despertó para dar el segundo pienso, lo cual le valió de parte del rucio, a la madrugada, algunas amistosas morradas, si no más enérgicas, menos medidas de lo que tenía por costumbre.

*  *  *

Ya que los obispos vieron deshelado a Numisio, entróles la comezón de ponerle en autos de lo acaecido entre Prisciliano y el déspota de las Galias, motivo de su viaje, fuese para sincerarse y dar suelta a su irritación, fuese para seguir sembrando odiosidades contra el partido episcopal y contra la corte de Tréveris, bien ajenos de sospechar que, al tirar de la lengua al irascible castellano de Turnovas, hablaban a un convencido, que tenía a Magno Máximo sentado, no en la boca del estómago, sino más adentro y cuyo solo nombre removía en él todo un mundo de antipatías, animosidades y bascas. ¿Es que Numisio estaba de mal temple? Ya sabemos que no: es que no estaba de temple ninguno. El hecho es que no tuvo humor ni siquiera para desengañar a sus compañeros accidentales de triclinio, dándoles a entender que una cosa era Márculo y otra muy distinta ellos.

-Habrás oído hablar de heréticos y de mágicos en Galicia -dijo, tomando la palabra Symphosio (el cronista traduce aquí el pintoresco lenguaje del obispo al estilo llano).- Pues sepas que no hay tal magia ni tal delito de magia, que no hay tal herejía ni tal delito de herejía, y ni siquiera materia para fingirlo o para pretextarlo. Hay, sí, un cisma; un cisma que han provocado nuestros adversarios por motivos vergonzosos, inconfesables...

Ya sabes el origen del cisma llamado donatista, en África; ¿quién no lo conoce? Una opulenta dama española, residente en Carthago, llamada Lucila, que había hecho del culto a cierto mártir no canonizado una nueva idolatría, fue reprendida por el obispo Ceciliano. La tal, como buena santurrona, sabihonda, soberbiosa y muy acaudalada, potens et factiosa faemina, encrespóse contra el prelado, juró vengarse de él arrojándolo de su sede. A tal efecto, principió por asociarse al primer Donato, allegó a fuerza de oro golpe de partidarios y promovió entre ellos la celebración de un concilio, el cual depuso a Ceciliano y nombró para sucederle en su silla episcopal a Maiorino, de la servidumbre doméstica de la propia Lucila. El amor propio y la «iracundia» de esta mística mundana ha provocado ese incendio en que se está abrasando una parte del Imperio, y que ha podido reunir, hace cinco años, hasta 270 obispos donatistas en otro concilio celebrado asimismo en Carthago, y de quienes puede asegurarse que en el próximo todavía serán en mayor número.

Pues así, por ese mismo orden, ha surgido el cisma hispano que llaman malamente priscilianista, pues en ley de verdad debería titularse ithaciano. Como en África, ha surgido aquí por motivos totalmente ajenos al dogma. Los siete pecados capitales, en especial el de la lujuria, el de la gula y el de la soberbia, se conjuraron en nuestro daño. El metropolitano de Mérida y la mayoría de sus sufragáneos hubieron de ser objeto de reprensión por parte de Prisciliano y de su austero apostolado, a causa de la desarreglada conducta de aquellos prelados de aprensión, piedra de escándalo para su Iglesia. No persiguió Arquiloco con sus vengadores yambos a Lycambe Neóbula más inexorable ni más rabiosamente que nuestro pío Latroniano con su indigna musa a Ithacio e Idacio, como en general a todo el partido episcopal hispano-aquitano, cuyo espíritu mundano sentía, más que repulsión, inquina y aun horror contra el ascetismo priscilianista, como si viese en él la cosa más abominable del mundo. El austero Juvenal español, creador de tantas divinas obras de orfebrería literaria, en quien las clásicas musas latinas del siglo de oro habían revivido en medio de la decadencia de nuestro siglo, no tuvo que restallar la mortífera tralla de sus sátiras contra el clero pagano, sino contra el clero cristiano; no tuvo que concitar los ánimos del pueblo contra flámines ni contra flamínicas, sino contra los malos pastores de la Iglesia de Cristo. Como escorpiones heridos, revolviéronse éstos contra el censor; para defenderse adoptaron, lo mismo que en el caso de Lucila, la táctica de atacar -otra no tenían-, naturalmente, inventando los motivos; cada vez más exasperados, acuden a Roma, a Milán, a Tréveris; por no sabemos qué artes, logran poner de su parte al pontífice romano Dámaso y a la corte imperial, y la secta ithaciana se ensancha y agrava, proclamando la doctrina de que las heterodoxias deben extirparse por el hierro y el fuego; que el disentir de la Iglesia romana constituye delito político o crimen de Estado; que ese delito debe expiarse con pena capital, y que para pronunciarla e imponerla es lícito invocar la intervención de la potestad civil; soliviantan con el señuelo de nuevas conquistas al otro lado de los Alpes al mentido emperador Magno Máximo; acusan de herejía ante él al santo apóstol galaico y a sus discípulos, entre ellos, naturalmente, Latroniano, en venganza de sus justicieras críticas y en odio a su morigerada acusadora conducta y al espíritu renovador de su predicación, con el mismo fundamento con que los judíos habían acusado a Nuestro Señor Jesucristo; y he aquí al gran reformador hispano, verdadero representante del espíritu y doctrina de los Evangelios; helo aquí, repito, torturado y ajusticiado, como Cristo mismo, en los estrados imperiales, sin el consuelo siquiera de poder ofrecer a su madre la protección de Juan, porque también Juan era sometido al suplicio y pasión del Maestro...

-Él, él tenía que ser, no podía ser otro -oyóse decir por lo bajo a Numisio, como si hablara consigo mismo.- Más malvado que lthacio e Idacio, ha querido ahogar en sangre una doctrina, deshonrando la causa de la religión. O mejor dicho, la causa de la humanidad, ya que a la religión le queda poco que perder, y él no ha obrado a efectos religiosos, sino políticos y personales. Si existe otro más malvado que él, ese es quien, sabiendo que tenía obligación moral de quitarlo de en medio, se desentiende de él, le respeta y le deja hacer.

Dijo entre rechinamientos de dientes, mientras alzaba los dos puños a la vez, como si fuera a descargarlos sobre una pareja de cráneos, que bien pudieran ser, en su mente, los propios de Máximo y de Theodosio.

Adivinaron, más que oyeron, estas razones los obispos; y, animado por ellas, el locuaz Symphosio se atrevió a meterse en alguna hondura doctrinal, no sin que Dictinio le tirase de la paenula, temeroso de enfadar y poner en fuga al comensal de un día que tan viva curiosidad había despertado en ellos.

-El cristianismo es una fe y un culto que han envejecido temprano; de gran exigencia teórica en la cuna, tardó poco en hastardearse, hasta que por fin se ha entregado. Desde hace tiempo se dio a contemporizar, frecuentemente a rivalizar, con todas las fealdades morales de la sociedad pagana, perita en todo género de desenfreno, desde la poligamia práctica y el pecado contra natura hasta la glotonería desbordada a lo Heliogábalo y el endiosamiento más inflado y risible, desde la esclavitud más oprobiosa y tiránica hasta la propiedad individual sórdida, cruel y sin entrañas. Así ha podido decir con razón Juan de Antioquía [el Chrysóstomo] que los cristianos no son ya la sal de la tierra, o son sal que no sala, y atribuir al mal ejemplo de su vida, manchada con todo género de vicios y de escándalo, y al contraste entre la creencia y la conducta, el que se haya disminuido o paralizado el movimiento de aproximación de los gentiles a la cruz; así ha podido Eusebio Hierónymo calificarlos de peores que los paganos y representar a la Iglesia pletórica de riquezas y pobre en virtudes. Lo que sí está fuera de toda duda es que el cristianismo ha degenerado de hecho en un paganismo más, distinto del heleno-romano sólo por el nombre.

Prisciliano tomó el cristianismo en serio y reaccionó contra esa su degradación y caída, soñando con hacer de él lo que no era ni es aún, un sentimiento, y con ello un canon vivo y efectivo de vida para instituciones como para individuos. A sus ojos, el sistema religioso del Evangelio no era, idealmente, otra cosa que una purificación y reedificación del hombre interior, que una renovación moral de las sociedades humanas. De ahí los severos avisos, las rígidas censuras y hasta el anatema que los suyos fulminaban con la relajada conducta de los ithacianos, concupiscentes y protervos, como en general contra el partido episcopal hispano-aquitano, ya que el episcopado entero, con rarísimas excepciones, había vuelto complacientemente la espalda, a partir ya de la paz de la Iglesia, a las enseñanzas del Divino Maestro de Galilea, y, lo que todavía es peor, se había puesto declaradamente enfrente de todos aquellos que, en el hecho de practicarlas, los ponían en evidencia, los avergonzaban y humillaban, condenando su espíritu de facción, de intriga, de celos y de odio, de incontinencia, de lascivia, de gula, de avaricia, de soberbia y altanería, de crueldad, con que revolvían y desmoralizaban a los pueblos96. Prisciliano ha hecho más que exhortar y que reprender: ha probado con el ejemplo, ofreciendo el testimonio de su vida y la de sus discípulos, que aquel ideal ordenado por Cristo Nuestro Señor, propagado por él, aborrecido por sus contrarios, no es ninguna quimera ni ninguna República de Platón.

Esa fue su herejía, ese su pecado. Contra él, un príncipe pagano con etiqueta cristiana, Magno Máximo, y unos flámines disfrazados de epíscopos, Ithacio e Idacio, han abierto de nuevo, en Tréveris, la era de las persecuciones, que habíamos creído definitivamente cerrada en los días del Diocleciano y de Constantino. El brazo seglar ha vuelto a ponerse a servicio de las pasiones y ambiciones teocráticas y a hacer de la libertad natural del espíritu un crimen majestatis. Prisciliano es la columna terminal que divide dos grandes periodos en la historia de la intolerancia religiosa del mundo: del lado de allá, la Inquisición pagana; del lado de acá, la Inquisición cristiana, que es decir pagana también. Esta novena persecución parece traer cuerda para rato, y amenaza dejar tamañitas a las ocho anteriores y hacerlas buenas...

-¡Por los clavos de Nuestro Señor!- interrumpió Dictinio-, no nos aflijas más con tus pesimismos...

-Déjame acabar. A menos que triunfe el criterio de Prisciliano: la inspiración individual en la interpretación de los textos sagrados y la libertad de conciencia, cosa que aún está por ver.

-¡Psch!- silbó Numisio, que había acabado distraídamente por interesarse en el tema de Symphosio.

-Otro Prisciliano principia a despuntar por partes de Levante, no menos grande que el galaico: me refiero a Juan de Antioquía, cenobita y anachoreta también, discípulo de Libanio y Melecio, ahora diácono y fugitivo del episcopado, que, como el santo apóstol de Galicia, predica en sus numerosos tratados un cristianismo íntimo y renovador y una reforma general de costumbres extensiva a todas las clases sociales, desde la corte imperial al clero secular y regular, tan honda, que permita instaurar en la tierra la comunidad de los Santos, tal como la representó la primitiva Iglesia de Jerusalén descrita por San Lucas, libre de la inicua y corruptora institución de la propiedad, o reconciliando a ricos y pobres y haciéndolos iguales mediante el evangélico nivelador de la caridad. Sus prestigios de asceta y sus altas dotes de tribuno le llevarán lejos; pero me da el corazón que no acabará mejor que Prisciliano, porque tampoco sabe blandearse ni cerrar los ojos al mal y contemporizar.

-Supe de él en Byzancio por dos hombres negros (monjes) de lo más zurdo, cerril y alcornoqueño que ha podido dar de sí el monaquismo más ignaro y ramplón, los cuales andaban buscándole las vueltas al de Antioquía para convencerle ante la corte de maniqueísmo o de marcionismo, a propósito de un libro suyo sobre la Virginidad...

-Es la enfermedad del siglo: ¡todos somos heréticos! A nuestro Prisciliano se lo han imputado todo, y él mismo, en su Liber apologeticus, ha tenido que sincerarse de las infinitas mentiras puestas en circulación a cargo y por cuenta suya, negando que profesara el doketismo de ésta o aquélla Iglesia gnóstica; ni el binionismo, que contradice la unidad divina; ni el novacianismo, que limpia de pecado al pecador bautizándole tantas veces cuantas peca, ni el politeísmo, que sigue rindiendo culto a los mithos o númenes de la religión heleno-romana; ni el fatalismo astrológico, negación del libre albedrío; ni el marcionismo, que hace del demonio principio eterno del mal, autor de la materia y del pecado; ni el patripasionismo, para quien fue el Padre, no el Hijo, quien padeció muerte en la cruz. No creas a esos infames: nada de ello es verdad...

-Y aunque lo fuese, hombre, aunque lo fuese: que el crucificado en el Calvario de Jerusalén no lo fue el Hijo, sino el Padre; que no lo fue el Padre, sino el Hijo, ¿qué más da?

-¿Cómo que qué más da? Da, y mucho -exclamaron a un mismo tiempo los dos obispos, escandalizados, retorciéndose como si un áspid les hubiese mordido...

Pero Numisio se sentía por fin en su elemento y prosiguió impertérrito, como queriendo cobrarse de sus compañeros de posada lo que le debían de jaqueca y aburrimiento.

-Que las almas humanas participen de la substancia divina, y como ella sean eternas, según la concepción gnóstica, o que sean de esencia diferente y estén condenadas a perecer, como dicen, que opináis vosotros con la noble víctima del execrable asesino de Tréveris; que los hombres seamos hechura de Dios o hechura del diablo, ¿qué más da? Que el canon de las Escrituras comprenda todos los libros que Prisciliano pretende, y que todos ellos sean necesarios para poseer entera la revelación, o que, por el contrario, algunos sean positivamente apócrifos, como aseguran Ithacio y Dámaso, ¿qué más da? Que las Escrituras puedan interpretarse legítimamente por la sola inspiración privada, personal, como vosotros sentís, o que los fieles hayan de atenerse forzosamente a la interpretación oficial sancionada por la Iglesia llamada ortodoxa, como sienten los otros; bien, ¿y qué? ¿Es ni siquiera serio, por semejantes futesas, instruir un proceso de pena capital, y someter infamemente a cuestión de tormento y degollar fríamente, con la espada de Themis, deshonrándola, a un pensador y moralista de la alteza de Prisciliano, a un tan excelso poeta como Latroniano, gloria de nuestra raza; a dama tan sinceramente creyente como Eucrocia, y, en conclusión, a siete personas de acreditada probidad, infamemente calumniadas?...

El escéptico y desenfadado lusón seguía perorando, pero ya nadie le escuchaba, porque los obispos se habían levantado horrorizados y salido al trote largo del comedor con las manos apretadas a los oídos.

*  *  *

Cuando Numisio despertó de su siesta, soplaba brisa del norte; la fiebre del sol había remitido; el tiempo se había vuelto razonable y entraba en el orden. Pero escarmentado el lusón del suplicio de la mañana, no quiso oír hablar más de montura; alquiló una rheda tirada por dos caballos.

Fue su primer cuidado asomarse al puente nuevo para echar un vistazo a la alegre campiña igualadina y a su maravilloso vergel, con sus alineados frutales, frescos prados y hortalizas, sus viñedos y olivares, sus frondosos pinares y encinares, alternando con las nacientes manufacturas de lienzos y pañería, hermoseado todo por ricas casas de campo y una espesa red de fortalezas y atalayas. Aquel día había sido de los nefastos para una ciudad como Constancia, que se envanecía con los pomposos dictados de nuevo Reino de Neusicae y Jardín de las Hespérides. El Noya,¡todo un río!, que ya venía mermando de un modo alarmante desde quince días antes, el sol había acabado totalmente por sorberlo, y la espléndida vega se ahogaba...

Los paseantes de la urbe afluían ya a la mansio, con objeto principalmente de recoger noticias, murmuraciones y rumores de los viajeros, militares y civiles, que iban llegando, y aumentaban el barullo y animación de los máncipes, otra vez en funciones: carreteros reparando vehículos oficiales y particulares: postillones enganchando tiros; hippocomi aparejando bestias de carga o llevándolas a la abrevada: muliones extrayendo basura de las cuadras; esclavos que cargaban y descargaban granos, caldos, forrajes, equipajes de pasajeros, especies annonarias, fardos de uniformes y provisiones para el ejército, provisiones y material para uso y consumo de la mansio y de su hostería- curiales de la ciudad disponiéndose a actuar como custodes, y conductores que disputaban sobre si tal viajero, desmontado de ocultis en la calzada, había sido admitido en la posta sin diploma (pase o permiso del alto funcionario que ejercía o a quien incumbía la evectio), o con diploma no personal, sino cedido o comprado, todos entrando y saliendo y entrechocándose entre sí y con los viajeros y los paseantes y mirones, con menos orden y disciplina que las abejas en una colmena, que las hormigas en un hormiguero.

En competencia con ellos, la república libertaria de los gorriones tenía desplegadas sus traviesas y desvergonzadas huestes por calles, tejados, eras y corrales, no a fin de merodear o de hurtar, como dicen calumniosamente las novelas, sino de tomar lo suyo donde lo encontrasen.

Numisio dejó bien recomendados a uno de los espoliques y al caballo, que habían caído enfermos de insolación.

Al arrancar su vehículo camino de Cervaria e Ilerda, distinguió a alguna distancia, bajo el emparrado del hostal, la silueta de los dos obispos, todavía mohinos, y no pudo reprimir una sonrisa al recordar la manera que habían tenido de despedirse, como tampoco, a continuación, un fruncimiento de cejas y una crispadura de puños pensando en Máximo, Prisciliano y Theodosio.

Los trámites del proceso no podían, a su entender, estar más claros: una cuestión de faldas o de bragas por parte del metropolitano de Mérida y demás prelados de su cuerda, y un exceso de rigorismo pío, falta de arte y de correa, celo acre e intemperante, por parte del sufragáneo de Ávila (Prisciliano); una gran herida de amor propio, más enconada cada vez; y cátate fraguado el cisma; choque entre el ortodoxismo y la libertad, pretexto para uno de los dos bandos, por aquello de que cuando se quiere matar al perro se le pone por nombre Rabia, o digamos gnosticismo, doketismo, maniqueísmo, etc., y cátate el cisma hecho herejía; -intervención de la codicia vesánica de Magno Máximo, y cátate la herejía hecha crimen de Majestad y el supuesto heresiarca criminalmente degollado por mano de verdugo, con sus discípulos predilectos, sobre el tablado de Tréveris. Ahora, nada más lógico que lo que pronostica el obispo de Astorga: el crimen de Ithacio y de Máximo dejará rastro, no quedará sin consecuencias: el gran doctor de la Iglesia, si resucitase, podría repetir su hermosa sentencia: «sanguis martyrum, semen christianorum...»

Así formulada a su modo la génesis y la filosofía de aquel histórico duelo entre pasión y razón con capa de guerra santa, tranquilizóse Numisio, cesó en sus cavilaciones, y ya no volvió a acordarse de su encuentro con los obispos gallegos. La pesadez y casi dolor de cabeza que el episodio le produjera, y que con el sueño se había mitigado, acabó de remitir con el baño prolongado de aire fresco y el silencio y la soledad.

Al paso del puente nuevo, la brisa, ya más acentuada, agitaba con ritmo solemne la fronda de los álamos, fresnos y chopos del río o riera (Noya), arrancando a la arboleda armonías y conceptos de tal manera deleitables, que Numisio, que lo era todo menos sentimental, hizo parar un rato el carruaje para escucharlos. Toda la noche le acompañó el susurro de aquella divina sinfonía, conjugada con el cántico de algunas aves crepusculares.

Desde este punto hasta el momento en que, ya cerca de Ilerda, se descorrió ante Numisio la vista panorámica del Pirineo central, el incidente más notable constituyólo una pareja de burgarios que llevaban fuertemente atado a la mansio de su adscripción, en la vía consular de Tarraco, a un mulión fugitivo que se había acogido a una casa de labor inmediata al Segre y trabajaba en ella como colono. Con el pobre desertor iban también detenidos su mujer y sus hijos. Con toda su laxitud y ensimismamiento, el señor de Turnovas requirió involuntariamente la espada para proteger a aquellos cuitados y llevárselos consigo a Beliasca; pero se contuvo a tiempo, haciéndose cargo de que no había acabado aún de romper con la sociedad constituida, que no había hecho aún profesión de Hércules andante, idealista y soñador; y haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, se refrenó y siguió su camino, sin otra manifestación de su psiquis en aquel trance tentador, que un hondo suspiro dolorido y un estremecimiento general de nervios que le sacudió rudamente todo el cuerpo.

*  *  *

Había llegado Numisio a la gleba Turnovense, se había abrazado a sus penates de Beliasca y su pasión de ánimo no decrecía ni prometía hacer crisis, sin embargo de la abnegada e inteligente compañía del fiel amigo y vecino Publio Sura y de la tierna hija de éste, Etheria. Antes bien, lejos de mitigarse o de remitir, se irritaba y exacerbaba.

Contempló el mausoleo de Siricia y Engracia con los ojos enjutos, como pudiera una gran pieza de museo, sin aquella honda emoción que la ausencia y la distancia pudieron presagiarle. En la casa central del burgo daba rodeos para pasar de un cuerpo de edificio a otro, de una a otra ala, evitando las que habían sido habitaciones predilectas de su mujer y seguían alhajadas como el día del fallecimiento de ésta, las cuales ¡le habrían dicho tantas cosas! La memoria de lo pasado, si de algo le servía, servíale sólo de torcedor. Ni se preocupaba de ir a visitar la sepultura de su padre y tomar posesión de los estados de Nertóbriga; y menos de participar su regreso a sus suegros o visitarlos en Tarragona. El intendente no volvía de su asombro, viendo a su señor indiferente y enajenado, sin parar atención cuando le sometía y razonaba el resumen general de cuentas que había ido rindiendo periódicamente al padre de Siricia.

Decididamente, al dejar en Portus Romanus el Oriente por el Occidente, Numisio se había equivocado.

Publio Sura se alarmó y decidió embarcarlo camino de Nertóbriga, esperando que la distracción, los negocios y el cambio de horizontes familiares serían bálsamo para su mal y lo harían entrar otra vez en caja. Antes de emprender la marcha ordenó al intendente lo que tenía que hacer en el caso de que, durante su ausencia, llegase recado de Márculo o de su mujer viuda. Habrá quien se extrañe de que Numisio hiciera mención de este detalle en medio de su angustia y enajenación, pero será porque no haya penetrado aún los misterios de la psicología individual.

Cerca de Osca se cruzó con una soberbia piara de cien caballos procedentes de sus yeguadas de Nertóbriga, que el villico (intendente) de aquellas posesiones mandaba a Tarraco para el empresario de suministros del cursus publicus (posta). Descendían de la antigua raza española, tan sonada en las campañas de Viriato, cruzada primero con sangre africana de la más renombrada por su velocidad, y después con aquella famosa Quadriga, compuesta de Ispumosus Incitatus, Posserinus y Andremon, que en el circo de Byzancio triunfó por sí sola sin concurso de conductor, y que él había hecho comprar a peso de oro para incorporarla a sus leguadas del Jalón y del Noguera.

La admirable lámina de estos caballos, de remos finos y elásticos, y la noticia de su sangre y ascendencia, habían enamorado a dos agentes del preclaro senador Quinto Aurelio Symmacho, que venían de recorrer las riberas del Jalón y del Queiles en busca de género superior para el hippódromo de Roma. Estaba Symmacho absorbido en los preparativos de aquellos espectáculos magnificentes que tenía que dar al pueblo romano durante siete días consecutivos, por la pretura de su hijo, y en los cuales había de gastar hasta 2.000 libras de oro (más de nueve millones de reales). Los leones, osos, panteras, leopardos, cocodrilos, onagros y demás fieras para tales espectáculos había de sacarlos de África y de Asia, entendiéndose con los traficantes que negociaban en unas u otras de estas especies animales: los perros para las cacerías del anfiteatro serían traídos en grandes jaulas, de Escocia; los gladiadores, de Sicilia; pero los caballos para los juegos circenses, casi exclusivamente de España. Para proveer a este último menester, el opulento senador había despachado para la Península hispana diversos agentes de su confianza, abundantemente provistos de fondos y con cartas de recomendación para las autoridades y para los principales ganaderos y tratantes en caballos, tanto de la región del Ebro como de la del Tajo y del Betis (Guadalquivir), tales como Emproxius, Pompeia, Fabiano, Sura, etcétera. Sabido es que las cuadras de caballos corredores de Eupraxio -fanático admirador de las piezas oratorias de Symmacho- eran alamadas en todo el orbe romano y proveían a los circos de Roma y hasta de Antioquía.

Causó extrañeza a los dos agentes el no haber encontrado en sus carteras esquela ninguna para el dueño de tan considerable cuan selecta ganadería, y habían decidido abordarle en sus posesiones de Turnovas, cuando acertaron a coincidir con él en la estación de Bortina, a una jornada de Osca.

Pidiéronle que les cediese media docena de quadrigas (24 caballos), siquiera cuatro, que era el número pedido (tantos como se habían pedido a Eupraxio, y no más, porque era fuerza tomar poco de cada marca para que hubiese de muchas, en atención a que la plebe romana era muy exigente y quería que le sirvieran una gran variedad). Con pocas palabras los desengañó Numisio: hacía menos de un mes que había hablado en la capital del orbe con Symmacho, y sabía éste desde entonces que él no vendía caballos a ningún precio para el circo por un punto de civismo, y aún pudiera decirse de conciencia: para no hacerse cómplice de aquella crónica dolencia del mundo romano, hecha segunda naturaleza, que lo deprimía y embrutecía cada día más y minaba rápidamente su existencia: la pasión de la hippomanía.

Los comisionados de Symmacho, contrariados por la negativa inflexible de Numisio, que les supo, aunque razonada, poco menos que a ofensiva testarudez, siguieron para Piniana, en cuyas dilatadas praderías criaba Sura caballos sobresalientes que no tenía inconveniente en ceder con destino a los hippódromos.

Había en Caesaraugusta fondas muy aceptables, aunque no se anunciaran enfáticamente, como la de Segovia, «a la moda de Roma». En una de ellas, donde desde pequeño era conocido y familiar, se alojó Numisio con sus dos acompañantes de Turnovas. A la mañana siguiente, reanudó su viaje sin accidente, pero no llevaría andadas siete millas de las diez y seis que separaban a Caesaraugusta de Segontia (la Segontia lusona, cerca de Peramán, entre Zaragoza y Calatorao, o a mitad de distancia entre Zaragoza y Calatorao), cuando topó con una crecida y suntuosísima comitiva, precedida y seguida de una abultada impedimenta y escoltada por numerosas cohortes de servidores (domésticos, fámulos) uniformados con lujosas libreas, que acompañaba a dos recién casados...

¡Cielos! Si era Therasia, la hija de Flavio Crescens, a quien conocimos, con Numisio, siete años antes en su palacio de Complutum (Alcalá de Henares) y que acababa de unirse en matrimonio con Pontio Meropio Paulino, hijo de una familia senatorial de Burdigala (Burdeos), senador y ex cónsul sustituto, después obispo y santo, San Paulino de Nola, afamado poeta pagano, convertido por San Ambrosio al cristianismo y a quien Numisio conocía entonces por primera vez. El padre Crescente había fallecido.

Cada uno de los cónyuges disfrutaba de una fortuna regia, superior en mucho a la de Numisio y aun a la de Sura: ella en España, él al otro lado del Pirineo, en Aquitania. Therasia iba ataviada aquel día, conforme a su rango, con tal pompa, que deslumbraba. Diríase el paso de una corte oriental.

La carroza nupcial, tirada por mulas blancas, estaba labrada de maderas preciosas ricamente esculpidas y decoradas con esmaltes y con incrustaciones de marfil, de oro y otros metales. La litera de la desposada era una obra maestra de los más afamados eborarios de Roma, y despertaba juntamente la admiración de cuantos la contemplaban por los primores de la talla y las incrustaciones artísticas de plata y oro sobre el marfil: estaba forrada por dentro de seda pura (holoserica) y resguardada del aire exterior por anchas láminas de cristal. Por todas partes, hasta en las carrozas, literas y basternas del lucido séquito de parientes y deudos, se había hecho un derroche de sedas, bordadas de oro y púrpura, en trajes versicolores, en cortinas, tapices, almohadones y hasta en gualdrapas, atalajes, tiendas de campaña, etc., no pareciendo sino que se habían propuesto agotar las existencias del país de los séricos y el emporio de Alejandría.

En la persona de la desposada era una profusión de perlas, rubíes, corales, camafeos, esmeraldas, diamantes, amatistas, berylos, zafiros, granates y otras piedras preciosas, en pendientes, brazaletes, collares, sortijas, cadenas, broches, agujas, diademas, sandalias, que representaban toda una fortuna y de que no podría formarse idea aun fundiendo en uno los dos inventarios de joyas de Postumia Aciliana Basco, dama de Híspalis (Sevilla), y de Isis puellaris de Acci (Guadix), cuya memoria auténtica ha llegado hasta los tiempos modernos97. La mágica constelación de luces policromas hecha de cambiantes, tornasoles, cabrilleos, irisaciones, fosforescencias y destellos, jugando con las casi impalpables espumas de las gasas diáfanas realzaba los naturales encantos que irradiaban de toda su persona y la hacían parecer como una imagen sobrenatural bajada del cielo. La litera, más que litera, semejaba un relicario.

Los vasos y vajillas de cristal y metales preciosos, el material de hornos, cocinas y alumbrado, el mobiliario fino para el servicio ordinario durante el viaje, el repuesto de harina, víveres, agua, vino, aceite, vinagre, etc., los tori (colchones) y ropas de cama, las tiendas de campaña, amén de la servidumbre femenina, ocupaban un sin fin de carros y cargas de acémila.

¡Pueden figurarselos lectores la fascinación que ejercería el paso de la gentil viajera y el regio cortejo y convoy en los ciudadanos y ciudadanas de Caesaraugusta! El amigo Egnatius, que vivía aún y era de la partida, no cesó un instante de tomar apuntes para un epitalamio que tenía empezado, pero por desgracia no ha llegado, como los de Claudiano, su inspirador, hasta nuestro tiempo.

Paulino y Therasia, con su imponente caravana, se dirigían por la calzada o carretera del Gállego, Jaca, Sumport, a Burdeos, donde les reclamaba con los más apremiantes llamamientos, instanter, instantius, instantissime, la anciana madre de Paulino, y donde se proponían alternar la residencia entre la esplendorosa capital de la Aquitania y las rientes campiñas de Hebromagus, cuyo opulento burgus caía a corta distancia de las ricas villas habitadas por su anciano maestro Ausonio.

No es que Paulino las tuviere todas consigo y no necesitara vivir muy sobre sí. El asesinato del emperador Gratiano dos años antes, había relegado inopinadamente al poeta millonario y senador a la vida privada, cortándole facinerosamente la carrera de los honores y alejando de la política a un hombre, si no de superiores talentos para la gobernación, al menos de cultura y de buena voluntad. Su posición para con el depravado príncipe (asesino) era de lo más delicado y quebradizo posible. Su patriotismo exaltado, su honradez y la memoria de los beneficios recibidos de Gratiano no le permitían tratar como amigo al hombre detestable que había echado tal borrón sobre el Imperio; pero tampoco podía declarársele en abierta oposición, como habría sido su gusto, so pena de ver perseguidos a sus parientes y comprometida su propia seguridad, amén de la fortuna que ya codiciosos delatores, instrumentos de Máximo, andaban rondando. Por mucho tiempo se había mantenido escondido en grutas apartadas o vagando por tierra y por mar de uno otro confín de los países occidentales, incluso entre Milán y Tréveris, hasta que por fin tuvo la suerte de encontrarse con la garrida hija de Crescente. Acababa de cumplir entonces treinta años de su edad.

Con todo y mantenerse prudentemente confinado en el silencioso hogar, no habían acabado del todo sus inquietudes ni las de su madre. Sobre esto departieron largamente él y Numisio en Zaragoza, adonde el lusón quiso acompañarles, suspendiendo por un día su expedición. El castellano de Turnovas y de Nertóbriga ofreció al aquitano, para caso de necesidad, sus escondrijos de la Lusitania celtíbera y de la Ilergecia; por cierto, sin ocurrírsele que también él pudiera necesitarlos, y acaso más que el mismo Paulino.

A todo evento, Paulino le prometió hacerle más tarde o más temprano una visita en Turnovas o en Tarraco.

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La crónica omite todo detalle sobre la estancia de Numisio en Nertóbriga. Únicamente hallamos registrado un hecho que no por vulgar carece de interés. El intendente de aquellos estados había practicado el balance de las diversas partidas que componían el patrimonio de Numisio y de Numisiano, al fallecimiento de sus respectivos causantes, computando conforme al censo oficial las tierras con sus edificios y siervos, los rebaños y yeguadas, las fábricas de tejidos y vidrios y las acciones de empresas industriales, especialmente mineras; y le había resultado un total de millón y medio de solidi -que es decir, en moneda moderna, veintitrés a veinticuatro millones de pesetas- para el capital, que al interés de 4 por 100 las «posesiones» (labranza y ganadería), de 5 por 100 las manufacturas y de 10 por 100 los valores mobiliarios, producían una renta líquida anual de dos millones y medio de siliquas (millón y cuarto de pesetas de nuestra moneda).

La fortuna de Sura era más aventajada porque además de sus vastas haciendas de Piniana, del ager Panatense y del ager Tarraconense, tenía posesiones territoriales y participaciones mineras en la Bética, en la Galia Narbonense, en las islas del Mediterráneo y en Ultramar.