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ArribaAbajoPrólogo

A las poesías del general Ros de Olano



ArribaAbajo- I -

La celebridad literaria de Ros de Olano no tiene conexión próxima ni remota con las circunstancias (muy merecidas, pero al cabo externas) de ser Teniente General de los Ejércitos Nacionales, Conde de la Almina, Marqués de Guad-el-Jelú, Grande de España de primera clase, Senador vitalicio y diferentes cosas más de aquéllas que a otros próceres han solido valer cómodo asiento en nuestro Parnaso, no bien hicieron algún mimo a las patrias Musas. Por el contrario: la índole esencialmente política de este poeta, lo mismo durante la primera guerra civil, que después como fino conspirador palaciego, que en 1854, como definidor y alma de la Unión Liberal, que en todo tiempo como adalid parlamentario de largo alcance, lo han sujetado a perpetua contradicción de los partidos, avaros siempre de justicia, y mucho más de gracia, con los llamados hombres públicos.

Debería, pues, asegurarse que Ros de Olano, el familiar amigo de las Reinas Doña María Cristina y Doña Isabel II, uno de los doce hombres de corazón rebelados luego en Vicálvaro; el Director general de Infantería, que aleccionó en el Pardo a aquellos Cazadores de Madrid, terribles gimnastas, vulgarmente llamados Monos sabios, que tales travesuras hicieron en la contrarrevolución de 1856; el que dio su apellido al famoso chacó denominadoros; el Segundo del General O'Donnell en la Guerra de África; el apoderado del Vencedor de Alcolea durante aquel tremendo 29 de Septiembre de 1868, en que los revolucionarios madrileños se sobrepusieron a toda autoridad que no fuese la de D. Juan Prim, goza hoy de envidiable gloria literaria, a pesar de cuanto ha sido y hecho en su larga y fecunda existencia militar y política, y meramente como resultado de sus primitivas cualidades poéticas.

Comenzó la popularidad de nuestro autor allá en los grandes tiempos del romanticismo, cuando el celebérrimo Espronceda lo eligió para prologuista del Diablo Mundo. Súpose entonces que aquel Comandante de Infantería, procedente de la Guardia Real, y D. Miguel de los Santos Álvarez, autor ya del renombrado poemita María y de la novela ingeniosísima La protección de un sastre, eran predilectos hermanos intelectuales del insigne cantor deTeresa, creador de El Estudiante de Salamanca; y juntos han atravesado sus nombres más de medio siglo, como identificados quedan siempre en el amor de los sectarios el glorioso maestro que muere y los camaradas y apóstoles que le sobreviven...

De D. Miguel de los Santos Álvarez los lectores recordarán que, catorce o quince años después de la muerte de Espronceda, publicó una sentida y admirable continuación del Diablo Mundo... Ros de Olano tributa aquí, asimismo, cariñoso homenaje al malogrado genio, en el soneto titulado Recordando el entierro de Espronceda, donde dice:


   «¡Cayó sin dar un ¡ay! en la primera
y última desventura de su vida!
¡Ya no asusta el cometa sin medida
que se apagó en mitad de la carrera!
   Y en este llanto que moja mi severa,
rugosa faz en la vejez sumida,
es ya la última lágrima exprimida
de una fuente de amor que amor no espera.
   ¡Poeta del pesar!... De la clemente
tumba que de los vivos te separa,
rompe la losa con tu férrea mano...
   Canta el himno a la muerte que inspirara
a tu virtud el infortunio humano,
y escupe al vulgo hipócrita en la cara.»

No estará de más que analicemos ahora un poco la índole de los románticos, por lo que respecta a sus amistades y a su gloria. Lo he dicho en otra parte: estos innovadores literarios pudieron, lo mismo en España que en Francia, Alemania, etc., desconocer al sumo Dios; pero divinizaron a sus criaturas, con particularidad a las mujeres y a sí propios, alargándose también a incluir a los seres inanimados de la naturaleza, como el sol, la luna, las estrellas, el mar, y hasta los arroyuelos, en esta especie de panteísmo. Únicamente exceptuaban de semejante idolatría a los tenaces clásicos, como hoy se niega el agua y el fuego a los idealistas (o espiritualistas) por los naturalistas (o materialistas) de última moda. Mas, ellos entre ellos, los tales románticosse ensalzaban mutuamente con tanto exceso, que cuando, al cabo de pocos años, se hizo la paz entre ambas escuelas, tuvieron que esconderse en la penumbra de algún destinillo de poca monta varios de aquellos melenudos semidioses, avergonzados ya de su propia nombradía poética. Otros, en cambio, poseedores de verdadero genio, como el Duque de Rivas, García Gutiérrez, Pastor Díaz, Hartzenbusch, etc. (observad que únicamente citamos a los muertos, a fin de que no se ofenda tal o cual presuntuoso vivo, a quien por acaso dejáramos de mencionar entre los patriarcas de nuestra literatura) continuaron mostrándose dignos de su fama, no controvertida a la presente ni tan siquiera por los que en 1842 eran todavía clásicos empedernidos.

Ros de Olano pertenece al número de los poetas románticos que subsisten por derecho propio en el aprecio de las Musas y en la admiración del pueblo español. Tiene hoy setenta y ocho años, y aún su noble lira es regocijo de los que le piden sus últimos acordes, como lo ha sido en todo tiempo, en medio de las continuas transformaciones del gusto; lo cual procede a todas luces de que, sin entender el naturalismo de la manera desaliñada y cruda que ahora suele preconizarse, no figura tampoco entre aquellos bienaventurados que únicamente conocen lanaturaleza escrita, y sólo han visto amanecer y anochecer en los libros, cazado (supongo que ratones) en las bibliotecas, tratado pastoras en Belén o en la Arcadia, y olido rosas y claveles en salamanquinos madrigales. Ros se inspira directamente en los campos, en los vergeles y en los montes, en las personas de carne y hueso, en las costumbres reales y efectivas, como activo soldado, perpetuo cazador, hombre de mundo, General, Ministro, viajero, galanteador y demás cosas que ha sido durante su peregrinación por este valle de lágrimas... y de risas.

Fúndase también la constante actualidad y fama de nuestro característico poeta, en la índole personalísima de sus versos. ¡Siempre es él! ¡Siempre resulta original y espontánea su forma! Y, del propio modo que siente por sí mismo y se abstiene de palabrear sensaciones ajenas, hace continua gala de un abstruso y peculiar estilo, que no se confunde con ningún otro. En cuanto al género de sus composiciones, diremos, sin embargo, que muchas veces ostentan el realismo popular y terrible del pincel de Goya; otras la sangrienta ironía de Enrique Heine, y en más de una ocasión obscuridades y extravagancias que recuerdan al misterioso Greco. Su lenguaje, por lo general tan arcaico como el de Mariana o Mendoza, hállase también plagado de voluntarios neologismos. Pero, en el fondo de cuanto dice, hay constantemente fantasía grandiosa, sensibilidad delicada y una melancolía acerba y huraña, que llega al tedio del misántropo y del escéptico. ¡Hasta cuando ríe, nada hay más triste que Ros de Olano! El y cuantos personajes nos retrata, chorrean sangre bajo los trazos de su pluma... ¡Él, sobre todo, infunde misericordia y lástima, cuando muestra las úlceras de su corazón; pues entonces parece, y acaso es, ascética negación del amor propio y víctima propiciatoria de su infortunado amor a los demás!

Bien claro nos lo dice en su soneto de la pág. 49:


. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
   ¡Fatal amor!... El corazón sin freno
triunfó del Hado... ¡mísera fortuna!
¡La Náyade de límpida laguna
fue Venus libre y me abismé en su seno!
   Luego la vi en el féretro tendida,
pavorosa beldad de carne inerte,
astro apagado en luctuosa esfera...
   Y ¡ay del deseo! Me atedió en la vida...
Y amé el dolor con que me hirió su muerte,
¡vuelto al afán de mi ilusión primera!




ArribaAbajo- II -

Puestos a copiar versos del inspirado vate, desistimos ya de discurrir acerca de ellos, y vamos a limitarnos a comprobar y justificar con citas cuanto dejamos dicho en su elogio.

Hemos hablado de estudio directo de la naturaleza, y el mismo General Ros acude a confesarlo en su famosa Gallomagia, cuando exclama humorísticamente:


    Yo, para sacudir la pesadumbre
que el corazón del bueno despedaza,
trepé a caballo a la escarpada cumbre,
o a pie en el monte fatigué la caza.
Vi nacer, vi morir del sol la lumbre,
solo en la soledad...; mas hoy rechaza
mi edad cansada fustigar caballos,
y para cazador me sobran callos.

De su constante amor al campo hablan también los cinco sonetos tituladosEn la soledad. Comienza el primero:


   ¡Santa naturaleza!... yo que un día,
prefiriendo mi daño a mi ventura,
dejé estos campos de feraz verdura
por la ciudad donde el placer hastía,
   vuelvo a ti arrepentido, amada mía,
como quien de los brazos de la impura
vil publicana se desprende y jura
seguir el bien por la desierta vía.

En el segundo declara, con acentos propios de Fr. Luis de León:


   Más precio en este valle y pobre aldea,
términos de mi vida peregrina,
despertar cuando el aura matutina
las copas de los árboles menea;
   y, al volver de mi rústica tarea,
hora, en la tarde, cuando el sol declina,
mirar desde esta fuente cristalina
el humo de mi humilde chimenea,
   que en la rodante máquina lanzado
cruzar como centella por los montes..., etc.

Alterna después soberanamente el canto del poeta con el de aquel ave, de quien dice en el tercer soneto:


   Hay junto a la ventana de mi estancia
un laurel, de la sombra protegido,
en donde guarda un ruiseñor su nido,
apenas de mi mano a la distancia...

Y considerando, en fin, a Carlos V en Juste, escribe con severa melancolía:


   Suele el que nace humilde en las cabañas
dejar su techo y olvidar su egido,
por el lucro del mar embravecido,
por el sangriento lauro en las campañas.
   Mas al recto varón que honró su historia
sin codiciar fortuna envilecida,
ni envidiar de los Césares la gloria,
    un apartado albergue le convida
a esperar sin tormento en la memoria
la breve muerte de su larga vida.

Prescindo aquí del conocidísimo soneto El Simoún, que encierra toda la triste poesía de los desiertos; paso también sobre el titulado Progresión, donde, siguiendo el curso del río Tajo, establece nuestro ilustre amigo esta gradación magistral:


   Miradle de Aranjuez en los verjeles
vedle desde la Cántara extremeña;
contempladle al llegar al Oceano...

y llego al pie delCedro Deodara, que se levantaba hace pocos días en la Plaza de las Cortes, y que fue arrancado de cuajo por el espantoso huracán de 12 de Mayo último. Muchísimas tardes, durante los años de su ancianidad, se ha visto al General Ros de Olano sentado bajo aquel arrogantísimo árbol extranjero, que le ha precedido en la muerte; y allí, recordando los tiempos del Madrid primitivo, aquellos tiempos en que la actual Carrera de San Jerónimo era un paraje montaraz poblado de caza, exclamaba inspiradamente:


   ¿En dónde estoy? -Un tiempo más remoto,
desde el inculto monte a la llanura
y del estrecho valle a las colinas,
el ágil gamo y la velluda fiera,
so el pabellón de próvidas encinas,
pacieron en la rústica pradera
que aquí ignorada de los hombres era.
   Y tranquilos y en paz aquí vivieron,
sin que del cazador les acosara
ni venablo, ni jara,
ni alevoso arcabuz... Que nunca vieron
suelta de los lebreles la traílla
en demanda feroz o a la carrera,
ni el aullido tenaz de su garganta
y el noble son de venatoria trompa
dentro del bosque plácido advirtieron
al jabalí o a mansa cervatilla
el repentino trance en que murieron
traspasados del plomo o la cuchilla.

¡Qué tonos! ¡Qué propiedad y energía en las palabras! ¡Cómo se ve al cazador experimentado, dueño de todos los misterios de la Naturaleza!

Después, encarándose con el Cedro, le dirige esta melancólica despedida:


   ¡Noble Cedro doliente,
cautivo en suelo hispano;
gárrulo adorno de jardín urbano,
que no olvidas tu Reino del Oriente!
Falto de amor y del nativo ambiente,
con unas ramas tiendes alto vuelo
de aspiración divina,
misericordia demandando al cielo,
y otras abates al humilde suelo,
a do la muerte pálida te inclina...
-Pero no estarás solo, triste amigo,
en tal tribulación, mientras aliente
mi ancianidad, de tu dolor testigo...-
¡Todos los días que de vida cuente
vendré a la tarde a conversar contigo!

Pero donde más luce el Marqués de Guad-el-Jelú su conocimiento de las costumbres del campo y de los fenómenos naturales, es en la especie de poema titulado Lenguaje de las Estaciones, bien describa los sombríos cuadros del Invierno en el Monte o en el Hogar, bien copie las galas de la Primavera, las asoladoras tempestades del Verano o los fantásticos celajes del Otoño. Pasemos ligera revista a esta gran composición pastoral, sin argumento expreso y terminante, en que Ros prescinde de la formalidad clásica, un tanto monótona, de las Cuatro Estaciones de Pope, Tompson y Gessner, y se entrega a su romántica libertad, aunque tratando el asunto más a fondo que Alfredo de Musset en sus conocidasNoches de Mayo, Agosto, Octubre y Diciembre.

En pleno Invierno, un cazador (el mismísimo poeta, sin duda alguna), distingue en el monte a varios soldados, y grítales desenfadadamente:


   ¡Ah de la tropa que marcha,
en día tan borrascoso,
el hielo y el sudor juntos
en los azotados rostros!...
Lleváis perdida la senda...

Habla luego pintorescamente con aquellos soldados, y después con los propios malhechores a quienes persiguen, y tropieza al fin con una mujer que lleva en brazos dos niños


más desnudos que andrajosos;
mujer, cuyo llanto acusa
ser madre, mientras que el rostro
y los arrugados pechos
y los cabellos canosos

parecen ya de inútil anciana, la cual, al pedirle limosna, le habla en estos sentidísimos términos:


«¡Los hijos en las entrañas
»de la madre pesan poco!
»Como los parí desnudos,
»con mi cuerpo los arropo,
»pues a cubrirnos no bastan
»los harapos que recojo.-
»Hemos de andar el camino,
»y, aunque los alterno y pongo,
»a veces en mis caderas,
»a veces sobre mis lomos,
»nos rinden en la jornada
»el sol, la nieve o el lodo.-
»Pocos dolores de madre
»sintió la que pare sólo...»

Hasta aquí el Invierno en el Monte: copiemos ahora algo del Invierno en el Hogar.

Hay en él un discurso en romance, dirigido por cierto caballero (supongo que también Ros de Olano) a una joven (hermana suya, por lo visto), en el cual abundan bellezas de primer orden... Después de hablarle piadosamente de sus difuntos padres, describe así el campesino Señor la rueca y el huso con que ella está hilando:


. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Y la rüeca, con sus flores
de siempreviva al extremo,
y el huso de plata fina,
con la inicial de su dueño;
ese infatigable huso
que tus delicados dedos,
tras levísimo chasquido,
lanzan con ágil gracejo,
y ese copo bien peinado
del lino de nuestro huerto,
que vas desatando en hebras
de finísimo cabello;
la rüeca, el huso y el lino
son que allá en mejores tiempos,
al compás de las canciones
del ángel que guarda el sueño,
sirvieron a nuestra madre,
al arrimo de este fuego,
para hilar blancas madejas
de que luego se tejieron
las sábanas de tu cuna
y las de mi breve lecho.-

¡Qué delicadeza y exactitud de expresión! ¡Qué levísimo chasquido y qué ágil gracejo! ¡Parece que se ve hilar a una reina!

Este mismo discurso cambia luego de tono, y llega a competir con la famosa Cena de Baltasar de Alcázar. No lo copio, por ser demasiado largo. Fijaos en él, y veréis primores de pensamiento y de dicción.

De la parte que se titula En la Primavera, tomaré algunos trozos que nada tienen que envidiar a las mejores poesías bucólicas de los siglos paganos. Dice así el General Ros:


   Ungida en blando rocía
despierta amorosa el alba,
tímida beldad que en sueños
su amante el Sol busca y llama.
Claros sus ojos azules
de luminosas pestañas,
al beber luz en los cielos,
la luz al suelo derraman.
    Salúdala el Santuario
con la voz de la campana,
mientras le dice sus himnos
en los aires la calandria;
y al influjo cariñoso
de su espléndida mirada,
se esponja de amor la tierra,
la vida ríe en las plantas.
    Ancha clámide de nieve
desprenden de sus espaldas
los cerros, al anunciarse
de Abril la augusta mañana;
y de las cumbres desciende
libre, saltadora el agua,
en elegantes, revueltas
cintas de cristal y plata.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
    El labrador que abrió el surco,
y de sus trojes preciadas
arrojó fértil semilla
con mano atrevida y franca,
cela la espiga naciente
sobre campos de esmeralda,
mientras que, libres del yugo,
los tardos bueyes descansan.

Pero aún más admirable que todo esto es la descripción del celo de los toros y del ganado cabrío, Escuchad a nuestro Teócrito, al insigne español enamorado de la realidad dentro de las convenciones del Arte:


   Muge la esbelta novilla
desde el otero a distancia;
primer celo en que se enciende
al pacer la verde grama...
   Suma de gala y de fuerza,
monstruo de fiereza y gracia;
el toro al clamor amante
la frente adusta levanta...
Por más saciar el olfato
las ondas fosas dilata:
enhiestas las finas puntas,
rueda la hirviente mirada;
juega la flexible cola
con ondulantes lazadas;
y, azotándose los flancos,
cual con serpiente irritada,
rayo que en trueno responde,
pronto al imán que le llama,
rápido como el relámpago,
parte, arrolla, triunfa o mata.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
    En tanto, un eco distante,
que el viento interrumpe a ráfagas,
trae y lleva los acordes
de la primitiva flauta...
    Son los de la edad de oro
trinos de la flauta pánica,
recreación de pastores,
mientras pacen sus manadas
y vense en libre careo
correr del monte a la falda
menudas, ágiles, limpias,
de vario color pintadas,
generación de Amaltea,
las mil esparcidas cabras...
    Y, en medio al vario conjunto,
señor entre sus esclavas,
celoso barbón hirsuto,
de corona esparramada,
y olor genial, que denuncia
a los machos de su raza;
dispensador de favores,
dejando va por do marcha
vapor de naturaleza,
dulce a sus hembras ingrávidas.

En el romance que va impreso a continuación del de La Mañana, y que se titula La Golondrina, no hay cosa que omitir ni nada que preferir como mejor. Leedlo íntegro en su correspondiente lugar (pág. 176), y conoceréis la infinita dulzura replegada en el fondo del alma de este amarguísimo poeta.

De la descripción del Verano, no nos permiten ya las dimensiones del presente Prólogo copiar otra cosa que un fragmento del magnífico romance titulado La tempestad, donde el poeta dice:


   Y entonces fue cuando vino,
derramándose a torrentes,
copiosa lluvia; y en olas
despeñadas que al mar tienden,
iban las aves ahogadas,
e iban nadando las reses.
A la mar iban los árboles,
con sus frutos aún pendientes...
Del labrador afanoso
los codiciados enseres
iban; y, a la par con ellos,
haces de acopiadas mieses,
y, arrancados de su base,
restos de pobres albergues...

Por último, citaremos de la pintura del Otoño aquel hermosísimo comienzo de la descripción de las nubes:


   ¡Breve tarde! En mar de púrpura
tórnase el azul velado
del horizonte, tendido
más allá del Oceano:
piélago es de luz inmensa,
do mis ojos beben ávidos
torrentes de llama viva;
piélago en que ven flotando
seculares monumentos,
arquitectura de encantos;
fortalezas y ciudades,
alcázares, templos, arcos,
pirámides, tiendas bíblicas,
misteriosos tabernáculos...
Y en las llanuras espléndidas
de aquel celaje fantástico,
hay peleas encendidas
de hombres y monstruos bizarros.
Fieras, enanos, gigantes,
escuadrones de centauros
y carrozas con cuadrigas
de flamígeros penachos.

Indicamos también, más atrás, que la pluma de Ros de Olano llega a veces al popular y terrible realismo del pincel de Goya, y aun debimos añadir que muy especialmente recuerda el lápiz con que el buen D. Francisco dibujó sus célebres cartones. En comprobación de ello, léase toda la poesía concerniente a cierta graciosa Gitanilla (esbelta como las clásicas Bailarinas de Pompeya), que en la pág. 76 nos dice por boca del antiguo romántico:


. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Hablan como cotorras
    mis castañuelas...
   Alzo el pandero;
me remonto en el aire,
   y allí me cierno.

Igualmente son del estilo de Goya: la Figura tomada del natural; la poesía denominada Sobre el banco (este banco es el del patíbulo); la que lleva por nombre El Penado; la Anacreóntica de nuestros días, cuyo héroe es un viejo gaitero de Galicia, y, sobre todo, el festivo entierro del niño de una gitana (véase Angelitos al Cielo, pág. 97), donde, al regresar el alegre cortejo fúnebre, trayendo vacía la cuna que acaba de hacer las veces de ataúd, el poeta se inmuta de pronto y traza la siguiente épica figura:


   Águila de anchos ojos,
       ávidos, fijos,
cuando llega y se lanza
      sobre su nido;
      leona enferma,
cuyo rostro tapaban
      ásperas greñas;


   la deshijada madre
       del angelico,
de aquella pobre cuna
      miró el vacío...-
       Todos bailaban...
¡Y ella sola vertía
       mares de lágrimas!

Tal vez habréis recordado, en la anterior enumeración de poesías del Marqués de Guad-el-Jelú, que el mismo Espronceda había tenido apego a los asuntos patibularios y a los pordioseros, manolos, gitanos y demás seres de ínfima clase; lo cual demuestra únicamente que el laureado cantor de El Diablo Mundo, El Verdugo, El Mendigo, El Reo de muerte, etc., era también, a fuer de romántico, adorador del inspiradísimo Goya; del pintor sin modelos ni precedentes académicos; del autor de escenas populares, ya festivas como las borracheras en el Canal, ya espantosas como los fusilamientos del Dos de Mayo; del que pintó, en fin, las níveas carnes de sus chulas o de sus reinas con tanto vigor, intensidad y finura como Ticiano pudo emplear en sus mejores Venus.

La tradición infernal Por pelar la Pava (pág. 117) es asimismo del género de Goya, quien precisamente la tomó para argumento de su Serenata. Hay allí un sacerdote y un monaguillo que llevan el Viático por las obscuras calles de Sevilla, unos cantaores de saetas, una pícara bruja, y, sobre todo, tal chispa y gracejo para referir el célebre estallido de los dos cadáveres, que todo ello parece más bien dibujado por el D. Ramón de la Cruz de nuestros pintores que por la pluma de un vate byroniano.

Para justificar mi otra comparación de Ros con Enrique Heine, sólo necesito pedir que se lean los sonetosEl hombre ante Dios y Fatalidad, las estancias tituladasSueño, la composición Entre el cielo y la tierra, las Playeras, y, muy especialmente, la desgarradora poesíaSin el hijo, donde un niño calenturiento muere hablando de cierto pajarito fantástico, representación de los deseos imposibles de esta vida.

Permítaseme copiarla.



   Era la madre de un niño,
de un niño que deliraba:
eran sus ojos dos fuentes,
y los del hijo dos llamas.

   -No rías, hijo, no rías,
¡que me partes las entrañas!...
¡llora para que se enjuguen,
al verte llorar, mis lágrimas!...

    -«Aquel pajarito, madre,
»que tiene el pico de plata,
»el cuerpo de azul de cielo
»y de oro fino las alas...»

   Callo el niño, y quedó quieto,
las pupilas apagadas,
como quedan en el nido
polluelos que el cierzo mata.

   Y, dudando si dormía,
viendo que ya no lloraba,
besó la madre la boca
de un cuerpecito sin alma.

    Desde entonces, cuando trinan
las aves en la alborada,
mientras que cantar las oye,
ella ríe, llora y canta:

«Aquel pajarito, madre,
»que tiene el pico de plata,
»el cuerpo de azul de cielo
»y de oro fino las alas...»

También parecen de Enrique Heine los siguientes versos que nuestro poeta (nacido en Caracas y recriado en Cataluña) escribe mirando las rotas nubes, después de la Tempestad de Verano, cuando imagina hallar en aquellas móviles y cambiantes figuras las visiones de su pasada historia.

Reconoce primero a su Padre y a su Madre, y luego cree ver un grupo de niños, a los cuales pregunta:


¿Quiénes sois, niños benditos?
Conoceros me parece...

Y los niños responden con ferocidad, largo tiempo disimulada y reprimida:


-Éramos amigos tuyos,
cuando niños inocentes...
Éramos tus condiscípulos
de la vida en los dinteles.-
Tus iguales nos juzgamos
en la edad adolescente;
¡y, si hoy favor te pedimos,
que, aceptado, nos ofende,
somos los que te abrazaban
para herirte y esconderse!...
¡Dejamos por nuestra prosa
de la fama los laureles,
virtudes que no nos caben,
ideas que nos exceden!...

Aunque muy amargado por aquella saña de las medianías, el poeta replica con indulgencia:


¡Pasad, pasad, mis amigos...
La confesión os releve:
mi voluntad os disculpa
y la experiencia os absuelve!

Es menester haber leído las Memorias del judío Heine, a quien también hirieron muchos cuando muchacho, para graduar la pena con que se recuerdan estas agresiones desde el pináculo de la gloria o de la fortuna.

Fingen en seguida las nubes el contorno de cierta beldad, y el visionario exclama con horror:


   ¡Aparta, mujer hermosa!
¡Por donde viniste, vete!
¡Esconde aquesos collares,
arracadas y alfileres
con que adorné tu belleza
y prendí tu pecho aleve!
¡Aparta, mujer traidora,
que aun tus caricias me ofenden!

En cambio, dice a continuación con la dulzura infinita de Dante cuando encuentra a Beatriz:


   ¿Quién eres tú que muy lejos,
tan lejos te me apareces,
que ya mis cansados ojos
dudan en reconocerte?
-Tu primer amor me llamo.
¡Tu memoria me enternece!
Fuiste el ideal del alma,
la santidad de mis preces,
la diosa de mis sentidos,
la mujer hermosa y débil
que amor me brindó en la vida
y amor me brindó en la muerte.

Por término de aquellas visiones, aparécesele una a quien pregunta:


   ¡Oh, tú, el último en la hilera,
de tanto dolor el héroe!
¡De ti sólo vi un reflejo,
como mi sombra otras veces!
Fantasma, visión, que enseñas
la risa, y lágrimas bebes,
¿por qué escribes con la punta
del corazón y te dueles?-
Apenas ya te recuerdo...
Dime, por piedad, ¿quién eres?
-Yo soy tú.
      -¡Maldita seas,
fascinación de mi mente!

Con esta imprecación ponemos fin a las citas de los innumerables rasgos en que nuestro autor recuerda al gran poeta alemán que se retrató en el Libro de Lázaro.

Acerca de sus frecuentes puntos de contacto con el singularísimo pintor Domenico Teotocopuli, generalmente denominado El Greco, llamaré la atención sobre el canto épicoLa Gallomagia, donde, a vueltas de felices recuerdos de La Gatomaquia y de La Mosquea, abundan rarezas y reconditeces que también caracterizan la figura del hidalgo, en el Lenguaje de las estaciones, y que cubren de tintas grises y confusas las poesías intituladas Sueño, Balada, En la orilla del mar, Nada más, La abuela viuda yla nieta huérfana, y alguna otra...

Él las entiende, y nosotros también... Pero difícilmente las entenderán los que no sean antiguos y familiares amigos del taciturno Marqués de Guad-el-Jelú, como tampoco entendieron las lóbregas profundidades de El doctor Lañuela; de la Historia verdadera o cuento estrambótico, que da lo mismo, de Maese Cornelio Tácito;del Origen del apellido de los Palomino de Pan-Corvo, y de otras obras en prosa que ha dado a luz. A la verdad, todavía no se sabe si él quiere o no quiere que el lector las entienda. Lo que nosotros tenemos averiguado es que desprecia al que no las entiende, y que se enoja con los que se dan por entendidos. Hay, pues, que oír y callar, o que demostrar por señas, no con explicaciones, que aquellas excentricidades tienen muchísima substancia, como es indudable que la tienen... Y lo propio ocurre, y ha ocurrido desde que el mundo es mundo, con todos los poetas y novelistas sinceramente autobiográficos.

De la obra dramáticaGalatea, con que termina el tomo, sólo diré que puede considerarse original, aunque esté inspirada en argumento francés, por cuanto comprende un acto más y algunos personajes nuevos y hállase toda versificada libremente por el General Ros. Débese, pues, a su pluma el legítimo sabor clásico de caracteres, diálogos y descripciones, tanto más de apreciar cuanto que todo aquel helenismo de buena ley procede de la imaginación de un vate romántico.

Y con esto ponemos fin a nuestro voluntario estudio crítico, por ninguna manera fundado en presunciones pedagógicas, sino fruto del verdadero amor y extraordinaria admiración que hace ya treinta años profesamos al que fue nuestro General y segundo padre en la gloriosa Guerra de África.

MADRID 19 de Junio de 1886.






ArribaAbajoLa fuerza física, la fuerza social y la fuerza moral


   La única verdadera dicha
de los ricos, es poder dar
limosna a los pobres. En todo
lo restante puede haber
pobres mucho más
venturosos que los ricos.


P. A. DE ALARCÓN.                


Qué mudable y perecedero es el mundo físico, en cuanto se relaciona con el hombre! Un poco vapor subterráneo basta para destruir instantáneamente todo el escenario de su vida. Derrúmbase la antigua y célebre ciudad; desaparece el altivo monte; álzase encrespada la llanura; tuercen su curso ríos y torrentes; abren pavorosas fauces nuevos tajos y abismos; transfórmase, en suma, la faz de la tierra, y quedan en un momento como borradas y desmentidas la Geografía y la Historia.

No menos sujetas a mudanza hállanse las leyes o convenciones del mundo social. Apenas la Naturaleza alza su poderosa voz, que solemos imaginar apagada, el espectáculo de accidental cataclismo recuerda a los más soberbios su pequeñez, y cambian en el acto las condiciones habituales de nuestra existencia colectiva. El rico y el dichoso desprecian su propia felicidad, y se apresuran reverentes a compartir las privaciones y el dolor de los desheredados y olvidados de ayer: la majestad de la miseria recobra su santa jerarquía: de las opulentas capitales acuden a las aldeas más míseras e ignoradas, diputaciones heroicas y benéficas, en busca de la altísima honra de abrazar y socorrer al caído, llamándole «hermano»: los últimos son los primeros (como anunció el divino Mártir de la fraternidad), y los primeros se afanan por ser los últimos: baja el Rey de su trono, y -¡ya lo habéis visto!- arrostrando las mayores inclemencias de los elementos, con un valor y una piedad que inmortalizarán el nombre de quien ha sabido dar ejemplo tan insigne, peregrina un día y otro, entre la nieve y la ventisca, muchas veces a pie, sobre una tierra grieteada y convulsa, ansioso de visitar entre los escombros de hundidas ciudades, villas y cabañas, a sus más pobres súbditos, a los más infelices, a los más desgraciados; y, en fin (viniendo a la presente hora, que ya es de relativa consolación, gracias a tanto misericordioso esfuerzo), aquí, en este palacio de insignes próceres, en esta casa de Fernán Núñez, donde la galantería, el arte y la opulencia brindaron siempre suntuosos festejos a todo lo noble, elegante y distinguido de la Villa y Corte de Madrid, vemos en esta noche memorable de qué modo y forma las más bellas e ilustres patricias, convertidas en humildes tenderas o en vendedoras ambulantes, os piden como señalada merced que compréis... por algo más de su precio, tal o cual mercancía (verbigracia, este número extraordinario de caritativo periódico), a fin de allegar nuevos auxilios para las víctimas de los terremotos de Granada y Málaga...

Milagros son los referidos que demuestran la infinita energía de la Caridad, fuerza natural e incontrastable del corazón del hombre, verdadera ley eterna, divina, providencial, por cuanto contiene arbitrios, consuelos, esperanzas y hasta alegrías para todos los dolores y desventuras del «Valle de Lágrimas».

¡Ah! no lo dudemos... Si el continuo afán de gobernantes y gobernados fuera emular (como hoy acontece en España) en el ejercicio de tan eficaz y santa virtud; si el amor al prójimo, la abnegación fraternal, el sacrificio, la limosna, constituyeran incesantemente el principal empeño de cada hombre, de cada pueblo, de cada jefe de Estado, todos los problemas sociales quedarían resueltos, y las desdichas y miserias remediables de la familia humana, muy lejos de ser padrón de ignominia y tremenda amenaza para la llamada civilización, serían inextinguible venero de felicidad, paz y dulzura para los afligidos y para los bienhechores.

Balance... a posteriori.

Cualquier hazaña bélica medianamente renombrada en las historias por lo sangrienta y decisiva (como el bombardeo y destrucción de una plaza fuerte, la entrada a sangre y fuego en sitiada ciudad, una batalla final de guerra sin cuartel, etc., etc.), costó de seguro más vidas, más estragos, más lágrimas y más oro que el temblor de tierra de 25 de Diciembre último; y sin embargo, ninguna de aquellas ferocidades guerreras, celebradas con jubilosas aclamaciones y con repique de campanas en todos los pueblos favorables al héroe, produjo casi nunca otro resultado que vengar rencores, alegrar fanatismos, satisfacer ambiciones políticas o personales y empeorar por ende la naturaleza y sentimientos de vencedores y vencidos.

Comparadas, en cambio, todas las pérdidas y calamidades de Alhama, Albuñuelas, Arenas del Rey, etc., donde el mal no ha sido efecto del crimen, con los tesoros morales que han producido sus espantosas desventuras, o sea con tantos y tan sublimes rasgos de piedad, de heroísmo, de abnegación, de agradecimiento y de amor al prójimo, como hemos visto realizarse estos días, y con la bendita sumisión de ricos y pobres a misteriosas leyes eternas, independientes de la voluntad y superiores al juicio de los mortales, nadie negará que en el presente caso han salido muy gananciosos los intereses supremos y permanentes de la humanidad, la causa del bien, la dignidad y grandeza de nuestra especie, los únicos elementos de verdadera felicidad que hay en el mundo.

Este balance podrá no servir de ningún consuelo a las víctimas que aún alientan... Es natural. Pero consolará y animará de fijo a sus infatigables bienhechores, calmando la generosa angustia con que deploran no hallar completo remedio a tanta desolación e infortunio.

29 de Enero de 1885.




ArribaAbajoDon Gregorio cruzada Villaamil


- I -

Nadie que haya conocido a éste por tantas razones insigne personaje, cuya muerte ha causado en Madrid duelo tan espontáneo y general, dejará de conocer también a su más íntimo amigo de la vida privada, y constante secretario de la vida pública; al Sr. Don Francisco de P. Vázquez, autor de la primera de las cartas que publicamos a continuación.

Hermano del ilustre músico D. Mariano Vázquez, entró casi niño en el trato y confianza de Cruzada, quien era apasionadísimo del célebre Director de la Sociedad de Conciertos; y como, por otra parte, el joven que nos ocupa tenía emprendida la carrera de Telégrafos, hubo nueva razón y motivo para que, andando los años, su vida oficial corriese, del propio modo que la privada, por el mismo cauce que la del malogrado Director general de Correos y Telégrafos.

El Sr. D. Francisco de P. Vázquez ha sido, pues, quien nos ha proporcionado el trabajo necrológico que más abajo tenemos el honor de dar a luz. Tan luego como se enteró de nuestro deseo, escribió al eminente literato y académico Sr. Don Pedro Antonio de Alarcón, pidiéndole redactase la biografía del camarada de su juventud a quien tantos otros renombrados patricios lloran hoy; y nosotros, al leer la sentida carta de Vázquez y la admirable respuesta del autor de El Sombrero de tres picos, hemos creído que con ellas quedaba perfectamente hecha la característica semblanza que deseábamos publicar de D. Gregorio Cruzada Villaamil, del gran apasionado de las glorias españolas, autor de los libros Los Tapices de Goya, Rubens y Velázquez (éste inédito).

He aquí, pues, ambas epístolas, fruto de la más recta justicia y envidiable amistad.

La redacción.




- II -

Excmo. Sr. D. Pedro Antonio de Alarcón.

Mi muy querido amigo: Abrumado por el dolor, y alegándolo precisamente, a falta de otros títulos, como excusa de mi atrevimiento, escribo a V. estas líneas para manifestarle que La Ilustración Española y Americana desea publicar cuanto antes el retrato y la semblanza de nuestro Gregorio, habiéndome honrado con la misión de proporcionarle la mejor fotografía y el correspondiente artículo biográfico.

Sé lo muy atareado que está V. siempre y la apurada situación en que le voy a colocar con la presente carta; pero sé también que V. amaba entrañablemente al segundo padre que he perdido; sé que nos quiere muy de veras a sus paisanos y amigos los Vázquez, y sé, en fin, que no me expongo a recibir una negativa, si yo le pido, en unión de mis hermanos y con toda la efusión de nuestra pena, que dedique algunos rasgos de su privilegiada pluma a retratar moralmente a aquél su inseparable compañero de la juventud, que tanto le estimó y quiso toda la vida.

Nadie como V. puede hacer esta pintura del Gregorio Cruzada, que desde la niñez fue tan extremado amante de las artes y de las letras patrias; entre otras razones, porque, habiendo muerto o estando ausentes casi todos los demás literatos que vivieron hace veinticinco o treinta años en la verdadera intimidad y fraternal confianza del antiguo fundador de El Arte en España, V. es el único que sabe hoy en Madrid, a fondo y con sus pormenores, la historia de aquella Sala de armas, de aquellos Bustos de españoles célebres, y de aquellos Tes literarios, que llenaron la vida de Gregorio antes de mi venida a la corte, puesto que V. y él se completaban: él era en unas cosas la iniciativa y V. la ejecución, y en otras V. disponía y él ejecutaba; ambos eran el entusiasmo personificado, y de tal modo se entendieron siempre, que en muchas ocasiones le oí decir: «Perico (así solía nombrarle)es uno de los pocos hombres de voluntad eficaz que hay entre nosotros».

Y ahora, no en son de lisonja, que a V. no le hacen falta mis aplausos, sino como recuerdo de esa misma identificación de V. con mi protector y amigo, y como estímulo para que acometa el dulce empeño que le propongo de sacarlo de la tumba y volver a presentárnoslo tal como era en aquellos tiempos de la plenitud de su carácter y de sus ilusiones, ocúrreme citar aquí algunos versos que Gregorio sabía de memoria, y que yo aprendí de sus propios labios. Son trozos de una epístolaque le dirigió V. desde la Montaña de Santander el año 1858, cuando él, por su parte, hacia la primera visita a nuestra hermosa Granada y yo tuve la felicidad de conocer al que hoy me ha dejado.

Decíale V., a continuación de haber descrito la Vega de Pas:


   Verte me finjo del Imperio moro
La historia descifrar, que sus rüinas
Guardan en letras de carmín y oro...
    ¡Aún de Alepo y Damasco peregrinas
Llegan las bendiciones del Profeta,
En alas de las fieles golondrinas!
    ¡Aún oirás, en tus sueños de poeta,
De Boabdil el patético suspiro
Resonar en las cumbres del Veleta!...
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
    Que así en los brazos de la Madre Historia
O de Natura en el regazo amante,
Sin esperanza tú, yo sin memoria,
    Solos y ajenos al presente instante
Corremos lo futuro y lo pasado,
Tú mirando hacia atrás, yo hacia adelante.

Explicábame mi amigo y jefe que esto último se refería a la circunstancia de que en aquel entonces él era más retrógrado y V. más avanzado en ideas políticas de lo que ambos llegaron a ser al cabo de pocos meses, o sea cuando estalló la guerra de África; fecha crítica y solemne en que se hallaron Vds. de pronto reunidos e identificados dentro de aquella Unión Liberal que presidió el memorable General O'Donnell.

Pero V., en 1858, no entreveía sin duda la gloriosísima batalla de Tetuán, y por eso exclamaba con noble furia, hablando de los marroquíes, de Gibraltar y de otros pueblos que a la sazón nos insultaban y provocaban impunemente:


   ¿Será que siempre nos aguarden fieros,
Sin que salten ¡oh Dios! a la venganza
Trémulos de la vaina los aceros?
    ¡Creyendo voy que sí, y aun se me alcanza
Que somos unos sabios, pues vivimos
Yo sin memoria, tú sin esperanza!
    También nosotros nuestro tiempo hubimos
De falaz ilusión... (¿quién dijo miedo?)
¡Y acaso el mundo estremecer quisimos!
   ¡Con qué afición y militar denuedo
El manejo aprendimos y los trances
De las viejas espadas de Toledo!
    ¡Cuántos soñados y posibles lances!
¡Cuántos héroes trocados en molinos!
¡Qué ocasión de epopeyas y romances!

Necesario es haber conocido al intrépido tirador de armas Cruzada Villaamil, y tener idea de su carácter soñador y de su patriótico espíritu, para comprender el efecto que le harían estos amargos y generosos versos. Muchas veces aseguró en mi presencia que aquella alusión a Don Quijote, contenida en el verso de los héroes trocados en molinos, era el resumen de su propia historia, tan distante siempre de las primitivas aspiraciones al llegar los prosaicos resultados finales.

Pero aún he de copiar otro fragmento de la humorística y sangrienta epístola de V. Desesperando con exagerada presteza de que volviesen para la patria los días de gloria que muy luego la rehabilitaron en ambos mundos, escribía V. donosamente, al final, los tercetos siguientes, que con tanta satisfacción leyó por primera vez en mi propia casa de las orillas del Darro, siendo yo mozo imberbe, el ilustrado madrileño a quien iban dirigidos:


   ¡Tú en Granada feliz! Ahí su estandarte
Clavó la ilustre Reina de Castilla
Del Moro en el hundido baluarte:
    Ahí verás la primera maravilla
De la rica oriental arquitectura:
Ahí verás... ahí verás... (véase ZORRILLA).
    Las de ojos negros y gentil cintura
Te recomiendo yo, pálidas diosas...
Etc., etc., etc.;

y terminaba V. diciendo:


   ¡Ah! goza, triunfa, de galán blasona:
Estudia, aprende, alégrate, olvida
La política vil en esa zona...
    En tanto que, juguete de la vida,
Devorado de tedio y de pereza,
Yazgo, como Reinaldo en los de Armida,
En brazos de mi fiel Naturaleza.

Hasta aquí lo que entonces escribió V. en verso, con relación a nuestro Cruzada. Siga V. hoy en prosa, y se lo agradecerán vivísimamente todos los amantes de las artes y de las letras, y muy en particular sus apasionados amigos y paisanos,

Los Vázquez.

Madrid 10 de Diciembre de 1884.




- III -

Sr. D. Francisco de P. Vázquez.

Sí, mi querido Paco: cumpliré en seguida el honroso aunque triste encargo que, con tanto encarecimiento y excesiva súplica, me hace V. en su propio nombre y en el de sus hermanos Mariano y Manuel... ¡Habría sido siempre para mí una orden (sírvales de gobierno) la más sencilla indicación de cualquiera de los tres Vázquez, y mucho más lo es hoy, que se trata de honrar la memoria de un amigo como nuestro Gregorio, a quien tan de veras estimaba y quería!

Pero sepa V. desde ahora que la biografía que me piden no podrá resultar completa, si no se me ayuda con datos, explicaciones técnicas y otros pormenores referentes a los estudios y trabajos artísticos, literarios y administrativos del infatigable Cruzada, anteriores y posteriores a aquellos años en que fue mi inseparable compañero de letras, armas y otras aventuras... Además, estoy muy falto del tiempo y reposo necesarios para escribir ordenada y formalmente una necrología en toda regla, cual corresponde al carácter de pública solemnidad que ha revestido el entierro del malogrado Director general de Correos y Telégrafos... Habrán Vds., pues, de contentarse con que yo haga la parte en que realmente mi intervención puede ser más o menos precisa; quiero decir, se contentarán con que exponga en la presente carta cuantos recuerdos guarde de la juventud de Cruzada y de la vida que hicimos juntos hace veinticinco o treinta años, dejando que otro escritor los utilice en cabal y metódica biografía, donde se aprecien, por ejemplo, con la debida competencia, esas notabilísimas reformas postales, esas nuevas aplicaciones de la electricidad a la telefonía, esos tratados internacionales que estaba preparando, etc., etc.; cosas todas que yo no sabría ni tan siquiera nombrar exactamente, y que, según pública voz y fama, harán inolvidable el paso de Gregorio por la Dirección de Comunicaciones.

Sí: voy a trasladar al papel, en espontánea y corriente forma, la historia de los tiempos más característicos del buen amigo a quien lloramos; voy a pintar su interesante y típica figura moral, muy más influyente de lo que él pudo nunca imaginarse en las letras y las artes de nuestra patria; voy a hablar de aquel Cruzada Villaamil que fue, sin saberlo, profesor eficacísimo y desinteresado de infinidad de jóvenes artistas y poetas de 1854 a 1868...

Y en verdad, en verdad, todas aquellas predicaciones continuas, censuras, reyertas, recomendaciones y mercedes de todo género que nos parecían entonces genialidades privadas, constituyen lo más fecundo, importante y transcendental de la vida del que luego fue celoso diputado a Cortes, entendidísimo funcionario público, y capaz y esforzado hombre de partido. Estos últimos méritos los conoce la nación entera, y supo estimarlos y premiarlos, con especialísima predilección, su distinguido jefe, el excelente amigo de sus amigos e incansable repúblico D. Francisco Romero Robledo, de quien siempre me han tenido a mí algo apartado (menos en la presente ocasión) las misteriosas leyes de una fatalidad, no sé si musulmana o griega... Pero los servicios prestados por Gregorio a la madre España en aquel cuarto principal de la legendaria calle de Lope de Vega, cuando casi todos los hombres célebres de hoy contaban de veinte a veinticinco años de edad; su prodigiosa y múltiple acción en aquella especie de ministerio del patriotismo que tenía por alojamiento una sala de armas, no están recopilados ni consignados en ninguna parte, y dignos son por cierto de que los perpetúe en sus columnas La Ilustración Española y Americana, aunque sin más autoridad que los imperfectos, pero verídicos, trazos de mi pluma.

Comencemos, pues.

Cuando, en los primeros días de Septiembre de 1854, llegó a Madrid la bandada de literatos y artistas granadinos, compuesta del ameno escritor Castro y Serrano; de Pepe, su hermano de V., habilísimo pintor escenógrafo, ya difunto; de su otro hermano, Mariano, músico, que tanta gloria había de alcanzar en la corte; del poeta que escribe con cincel, Manuel del Palacio; del maestro nativo en letras y en artes, José Fernández Jiménez (indudablemente el más íntimo amigo de Gregorio); del discreto y agudo periodista Leandro Pérez Cossío, y de mi humilde y entonces revoltosísima persona; ya hacía Cruzada Villaamil oficios de Mecenas en esta coronada villa, aunque sólo contaba veintidós años.

Había nacido a orillas del Manzanares, de una familia de comerciantes oriunda de Santander; debía gran parte de su educación literaria al famoso Colegio de Masarnau; considerábase protector por obligación, a fuer de rico y huérfano, de los ingenios españoles de punta, y era entonces su Horacio, quiero decir, su poeta favorito, el inolvidable Eulogio Florentino Sanz, quien ostentaba frescos sobre sus sienes los laureles ganados con el Don Francisco de Quevedo.Juntos vivían; y como quiera que Pepe Castro, verdaderoguión de nuestra bandada, había ya residido anteriormente en el Madrid para nosotros nuevo, y conocía íntimamente a Florentino Sanz, pronto nos hizo a todos amigos de éste y de Cruzada.

Érase entonces el buen Gregorio un apuesto y elegante joven de mediana estatura y atlética complexión, blanco y pálido, con finos cabellos y sedosas barbas de color de oro mate, de facciones delicadas y altivas y con unos ojos azules en que alternaban las dulzuras del sentimiento con los relámpagos del valor y de la audacia. Tenía, en suma, lo que podría llamarse cara de ángel fuerte, y por ello, y por su carácter hidalgo y sencillo, cuadrábale muy bien el sobrenombre, o especie de eufónico diminutivo, de Glorio, con que le requebraban en familia.

Gozaba ya reputación de consumado tirador de armas. El antiguo y desusado manejo de la espada española, y también el de la espada y daga, eran sus preferidos ramos en la esgrima, según veremos luego. Todas sus demás aficiones ostentaban igual sello de no sé qué virilidad castiza, propia de un espíritu emprendedor y temerario. Contábase que en Santander, adonde poco antes de morir su acaudalado padre fue enviado para que unos parientes lo dedicasen a los negocios comerciales, Gregorio había malgastado mucho tiempo y mucho dinero construyendo en pequeña escala ensayos de embarcaciones a la antigua, no de papel o de cartón, sino de madera y hierro, las cuales botaba al mar muy seriamente y gobernaba por sí propio como mejor podía, con ánimo sin duda de concluir por armar carabelas idénticas a las de Pinzón, y lanzarse en busca de epopeyas marítimas...

Porque vuelvo a decir que el españolismo constituía la nota sobresaliente del carácter de aquel héroe frustrado. A fuer de legítimo madrileño, nacido en la mismísima Puerta del Sol, era lo que hoy suelen muchos volver a llamar chispero, esto es, patriota del corte y estilo moral de aquéllos que el día 2 de Mayo de 1808 arremetieron con espadín, chuzo o navaja a los granaderos de Napoleón el Grande: dijérase que Goya le había conocido, así como que él había conocido a Goya: en los cuadros y cartones de éste se ven figuras que recuerdan en lo físico y en lo ideal al Cruzada de 1854, mientras que Cruzada, por su parte, tenía ya entonces adoración al gran pintor popular, cuya gloria y renombre tanto había de enaltecer y difundir con sus descubrimientos y escritos. Sin embargo, no se limitaba su españolismo incondicional a este género archi-madrileño, en el cual cada uno tenía que enseñarle los más asiduos concurrentes a la plaza de toros, a las verbenas, a las fiestas reales, al Canal y a las funciones cívicas y religiosas de esta complicadísima villa de San Isidro Labrador, de las Minervas, del Dios grande, del Dios chico, de San Eugenio, de Daoiz y Velarde, de San Antonio de la Florida y de la Virgen de la Paloma. El siglo XVII, con su Parnaso del Buen Retiro y con aquellas continuas aventuras de capa y espada, era también parte en sus amores... ¡Y nada digamos de nuestro épico siglo, del siglo de Carlos V y de Felipe II; de los tiempos de nuestras glorias en todo el planeta; de la edad de oro del idioma castellano!... Pero no adelantemos cosas de que pronto habremos de hablar más oportunamente. ¿A qué preconizar cualidades, si las propias acciones no tardarán en demostrarlas?

Decía, pues, que cuando llegamos a Madrid los fundadores de ésta ya semidispersa colonia granadina, que todavía colea algunas noches en cierta casa de la calle de la Libertad y en el núm. 92 de la calle de Atocha, Eulogio Florentino Sanz (q. e. p. d.) era el ídolo vivo de Cruzada, o sea la personificación militante de muchos de sus ídolos muertos. «Moderno Calderón», «moderno Tirso», «moderno Lope», llamábanle, en efecto, los folletines. A título de tal, el inspirado autor delQuevedo acababa de ser nombrado Secretario de la Legación de España en Viena, y el fastuoso Cruzada se hizo nombrar, excuso añadir que sin sueldo, agregado a la misma, con el fin de no separarse de su dramaturgo. Por eso (y vea V. si recuerdo nimios pormenores) recibió el augusto nombre de «Viena» la famosa gata que nos regalaron ambos diplomáticos al levantar su casa y disponer el viaje; nombre que hasta su muerte conservó aquel infeliz animal, condenado a tanto forzoso ayuno; y me fijo en que lo conservó, tendiendo a que, por resultas de un cambio de última hora, Florentino y Gregorio no fueron al cabo destinados a la Legación de Viena, sino a la de Berlín... Ello es que se marcharon.

No tengo para qué indicar la razón (ecco la cagione, dice una vez Otelo, en la ópera de Rossini, señalando a Desdémona) de que el soñador y entusiasta agregado dejase muy pronto en Berlín a su querido poeta, y se volviese a Madrid en compañía de otra gloria española (que tampoco ya vive), a quien habla conocido en no sé qué teatro de aquella Prusia de sus pecados. Baste saber que, a fines de 1855, tomó Gregorio dos pisos en la mencionada casa de la calle de Lope de Vega, y destinó todo el principal a lo que ya he calificado de ministerio del patriotismo. Aquí principia la gran campaña literario-artística de nuestro hombre.

Por consecuencia de las últimas impresiones que había recibido en vísperas de su marcha, no bien regresó a Madrid, se fue en busca de la Colonia Granadina, y profesó y actuó desde luego en ella, cual si fuese también hijo de Sierra Nevada, y ya no se apartó nunca de nosotros, ni tan siquiera cuando la política de partido y los cargos oficiales absorbieron gran parte de su existencia... ¡Oh! Sí... Los granadinos y Romero Robledo seguían siendo los ejes de su vida social el día en que le ha sorprendido repentina muerte.

Pero volvamos al año de 1855.

A su regreso de Berlín halló aumentada nuestra Colonia con la intimidad fraternal del profundo lexicólogo y discretísimo polemista, semi-cordobés, semigranadino, José Ruiz León (el Ingeniero por antonomasia); con las silenciosas visitas de José Joaquín Soler, poeta elegiaco y comisario de Guerra, hoy ya difunto, que temía como al diablo a nuestra informalidad; con las graciosas incursiones de los hermanos Rivero (egregioparchista el uno, o sea restaurador de pinturas y de otros objetos de arte, y denodado aventurero el otro, a quien llamábamosEl Caballero de mi vida, y de quien no se tiene noticia alguna hace veintiséis años), y, finalmente, con la anexión de un Pepe Luque, rey de los gacetilleros, que se volvió a Granada y se murió demasiado pronto: todos éstos nacidos también en las orillas del Genil. Pasaban además luengas temporadas con nosotros, a su tránsito de Granada a San Petersburgo, o de San Petersburgo a Granada, tres artistas rusos que habían sido socios nuestros de la Cuerda en la nunca olvidada ciudad de los Alhamares, y que ya no sabían vivir lejos de la Alhambra; y llamábanse aquellos tres inolvidables moscovitas, hoy también muertos, Pablo Notbeck (¡el gran Pablo!), arquitecto, pintor, escultor y casi príncipe; Mikailoff, profundo bebedor de cerveza alemana y partidario hasta el delirium tremens de los cuadros de nuestro Ribera, y Sorokin, el dramático retratista, que hasta en las burlas era patético, a la manera de lord Byron. Por razones de vecindad (pues se trataba de dos pícaros sotabancos, frontero el uno al otro, y con vistas a todos los tejados de la calle del Mesón de Paredes), estaColonia, cuya bandera tremolaba sobre la casa núm. 2, y donde claro es que había internos y externos, tenía pactada alianza (defensiva de los peligros consiguientes a la falta de metales preciosos) con otro nido literario situado sobre la casa núm. 3, de la cual eran inquilinos legales Luis Eguílaz, hoy muerto, y su alter ego Diego Luque, y en donde hallábanse a todas horas Luis Mariano de Larra; Antonio Trueba, es decir, Antón el de los Cantares; los hermanos Antonio, Germán y Víctor Hernández Amores, y José Joaquín Villanueva (muerto), Agustín Bonnat (muerto) y Carlos de Pravia (¡muerto también!). Finalmente, en el café de la Esmeralda, me parece, habíamos contraído estrecha amistad con los redactores o colaboradores de La Iberia, Carlos Rubio (muerto), Ventura Ruiz de Aguilera (muerto), Juan de la Rosa González (a quien he perdido de vista), Gaspar Núñez de Arce y Manuel de Llano y Persi.

Cruzada, que era hombre de pecho y había comprendido que todas aquellas fuerzas aliadas, pero casi nunca reunidas, necesitaban un hogar común, consultó con sus predilectos amigos, los de la célebre Colonia, y, después de maduro examen, exclamó valerosamente:-¡Todo el mundo a mi casa! ¡Os cedo la parte delantera del piso principal!

Pero ¿qué hacer allí? fue la segunda cuestión que se propuso.

Gregorio la resolvió maravillosamente con esta idea, que al principio pareció inadecuada a nuestros vecinos del número 3 -¡Aprenderéis el manejo de la espada española! Yo os enseñaré. ¡Después, ya iremos pensando!

Poco tardaron en comprender los de Eguílaz que el pensamiento podía ser muy fecundo, por el patriótico y noble colorido que desde luego prestaba a nuestras juntas; y de todas maneras, como Gregorio y los granadinos estábamos de acuerdo, al día siguiente se fundó la Sala de Rada. (RADA es un antiguo tratadista de esgrima, cuyo infolio se sabía de memoria y nos hizo leer a los más concienzudos nuestro formalísimo Mecenas.)

No dejó Cruzada de aportar a la nueva sala de armas su contingente de amigos de la niñez, madrileños como él casi todos, y también muy aficionados a las letras y a las artes. Recuerdo ¿cómo no? al sumo gladiador y delicado vate Marqués de Heredia; a Eduardo Mariátegui, soldado, matemático y bibliófilo, cuya muerte lloramos hace cuatro años; y a Pío Gullón, que ha sido ministro; a Eugenio Molinero; a Paco Vicens (difunto); a Hipólito Fernández, que anda por Filipinas; a Carlos Bretón, a Pablo Ortiga y al escultor Grajera, autor de la estatua de Mendizábal que hay en la plazuela del Progreso, modelada, entre nuestras juguescas de todas las tardes, en el antiguo Casón del Buen Retiro.

Simultáneamente había emprendido Gregorio con enormes gastos, que para él eran siempre infalibles pérdidas, una colección o Galería de bustos de Españoles célebres, la cual, en poco más de un año, se enriqueció con ciento y pico de esculturas, representando escritores, artistas, guerreros, monjes, reyes, navegantes, etc. Por cierto que algunos de estos personajes me están viendo escribir las presentes líneas, como yo los vi a ellos, hace veintiocho años, salir de moldes fabricados por Peña, Hermenegildo Rueda y otros escultores, casi todos hoy muertos...

Había, pues, entonces en casa de Cruzada todo lo siguiente: En el piso bajo, vedado arábigamente a la gente profana, su vivienda propia, puesta con tanto gusto como lujo. En el salón del piso principal, infinidad de panoplias con espadas de palo, sables de vara verde, caretas, petos, manoplas, floretes y banderas... En alcobas o gabinetes contiguos, el catre, los libracos y los papeles de tres o cuatro autores o sabios, a quienes el ex-diplomático tenía cedidas siempre aquellas estancias, bajo condición de que a la noche le diesen cuenta de sus trabajos o pensamientos del día... En las habitaciones de adentro, todo un mundo de cabezas de yeso mate, de modelados en barro, de moldes cocidos y de estampas antiguas, donde se veían revueltas, como lo estarán el día de la resurrección de la carne, todas las glorias españolas de más de veinte siglos. Y, en un cuarto especial, la oficina con biblioteca donde ya se estaba preparando otra notabilísima publicación, El Arte en España, empresa monumental que obligó a Cruzada Villaamil a hacerse fotógrafo, y que bastaría, aunque duró pocos años, a perpetuar su famoso nombre.

Al poco tiempo de establecida la Sala de Rada, y cuando ya nos habíamos molido bien a palos todos aquellos amantes o simples amigos de las Musas, y algunos sabíamos tanto como el mismísimo Rada acerca de participios de uñas arriba y participios de uñas abajo, y de fintas, ságitas, paradas,quites y otras lindezas, convinimos Cruzada y yo en que era menester dar algún pasto al alma de los terribles gladiadores, proporcionándoles al efecto, en aquel mismo campo de batallas fingidas, una reunión literariasemanal.

«¡Daré también pasto a sus cuerpos!...»(concluyó diciendo Gregorio): «¡Anúnciales té con pastas!»

Yo lo abracé como a un semidiós.

Y la buena nueva cundió muy luego por el café Suizo, con espanto y dolor del incomparable D. Román (Q. S. G. H.), dueño del establecimiento, y aplauso y regocijo de la cuarta parte de sus parroquianos, o sea de los 50 ó 60 socios de la Sala de Rada.

De aquellas veladas poéticas, que tuve yo la honra de inaugurar leyendo humorístico discurso (hace muy pocos meses roto, con otros manuscritos de chanza, por si es verdad que va a venir a Madrid el cólera), podría hablar aquí mucho más de lo que me consienten la falta de salud y tiempo. Diré, pues, tan sólo que allí se dio a conocer como gran poeta, aunque con muy pequeñas obras, Gaspar Núñez de Arce, por lo que, cuando al cabo de largos años, después de escribir millares de artículos de periódico, se dedicó repentinamente y con tal éxito a la alta poesía, ninguno de los tertulianos de la calle de Lope de Vega pudo extrañar sus ruidosos triunfos. Allí también Florentino Sanz, a su regreso de Berlín, leyó interesantísimas traducciones de baladas de Henry Heine; allí Carlos Rubio... Pero no puedo continuar esta enumeración... Me reclaman los méritos personales de Gregorio.

Resumiré, por tanto, todo lo dicho, manifestando que el más eminente servicio prestado a las Letras y a las Artes por aquél a quien acabamos de dar tierra en el cementerio de San Isidro, fue comunicar su españolismo puro y neto a la juventud de una época en que eran alumnos de la Academia de San Fernando, Cano, Puebla, Germán Hernández, Lozano, Manzano, Casado, Vera, Gisbert, Rosales y Palmaroli... Predominaba entonces en ciertas esferas, y muy especialmente en el público (sobrado de atractivas obras francesas o afrancesadas, y falto de alimento nacional artístico y literario), un gusto que rayaba, por lo que a la pintura respecta, en idolatría a la escuela de Ingres y demás formistas transpirenaicos. Todo lo español iba pareciendo vulgar y pobre. No negaré que algunos literatos de buen instinto, afectos a la otra antigua Academia, llamada por antonomasia la Española, solían defender de tiempo en tiempo la buena causa, ya en el teatro, ya en el folletín de crítica, rindiendo culto a nuestros románticos genios de los siglos XVI y XVII; pero dejábanse oír poco sus voces, creo que por razones políticas, no del todo ajenas a las tristes causas y a los más tristes efectos de la Revolución de 1854. Por otra parte, aun estos mismos conservadores de las patrias letras estaban imbuidos de no sé qué melancolía, comparable a la de los milenarios, en virtud de la cual debía considerarse como definitivamente muerta a la raza española, de tal modo, que si nuestras antiguas proezas solían obtener hasta exageradas ponderaciones y alabanzas, era en el concepto de extinguidas felicidades que no volverían más. El ideal, en suma, estaba en lo pasado: habíamos sido arrojados para siempre del paraíso de las glorias terrenas. Cantar, llorando, la grandeza de otros tiempos, era el único papel reservado a los nuevos poetas de la patria del Gran Capitán y de Churruca. Y en cuanto a los pintores, si querían estar de moda, olvidáranse de nuestros héroes vestidos de hierro o de paño burdo; olvidáranse de los asuntos y estilos inmortalizados por Murillo, Velázquez y Zurbarán, y redujéranse a parodiar, como los insubstanciales franceses, inspiraciones de la antigüedad gentílica, sin los sentimientos ni las ideas que dieron eterna vida y hermosura a las inimitables obras griegas y romanas.

Pues bien: Cruzada Villaamil, por temperamento, por carácter, por predestinación, cayó en medio de la apocada juventud coetánea de la suya, para poner de moda el españolismo y hacer esperar a la Patria nuevas grandezas. Todo en él era varonil, esforzado, afirmativo, creyente. Rendía culto a Dios, a la Ciencia, a la Historia, a la Libertad, a la Fuerza, al Derecho, a la Caridad, a todo lo noble, grande y digno. No vaciaba los bustos de los españoles célebrescon el fin de que nos asustaran ni acobardaran, sino para que excitasen nuestra emulación y nuestro celo. No colgaba en lindas panoplias las antiguas armas, como aquellos pusilánimes que las juzgan instrumentos curiosos y ya inútiles, sino que las descolgaba y blandía con fe y entusiasmo: ¡él, que no descendía de ricoshomes! ¡él, que descendía meramente de un hombre rico!


¡Faz cuenta, valiente espada,
Que es de Mudarra mi brazo!

parecía decir cuando agitaba en el aire, como un García de Paredes, aquellas desmesuradas tizonas, que otros no podían ni tan siquiera levantar del suelo.

En El Arte en España, en su libro Los Tapices de Goya, en el titulado Rubens, diplomático español, y en el inédito llamado Velázquez, su voluntad de hierro va progresivamente esperando, viendo llegar y proclamando al fin como hecho definitivo el renacimiento del castizo y genuino arte español. Pregúntese a nuestros grandes pintores contemporáneos, sobre todo a los que hicieron sus primeras armas en la Exposición Nacional de 1858, a los precursores de Fortuny, Raimundo Madrazo, Pradilla y Villegas; pregúnteseles de cuándo data este renacimiento, y todos dirán que procede de aquellos días en que Cruzada, Fernández Jiménez y algunos amigos suyos enseñaron a los tímidos principiantes, ya con la predicación valerosa, ya con su cívica independencia, ya con su denuedo en la esfera social, que había llegado la hora de romper los antiguos moldes, o más claro, de faltar al respeto a aquel neoclasicismo, o clasicismo fiambre, que tenía como anquilosado el pincel y anémica la paleta en esta patria de Murillo, Velázquez, Ribera, Zurbarán y Claudio Coello.

Requeriría muy extenso trabajo especial la historia de la campaña de Cruzada en 1865, cuando fue director del Museo Nacional o de la Trinidad. También sería digno objeto de minuciosa relación el viaje que Gregorio y yo hicimos a la villa de Ocaña, en galera, buscando los huesos de D. Alonso de Ercilla, hasta topar con ellos en el enterramiento de un convento de monjas, dentro de clausura. Nada menos que un número entero de La Ilustración ocuparían los discursos que tuvimos que dirigir a la comunidad para convencerla de que debía consentir las excavaciones, que se hicieron en nuestra presencia, y por resultas de las cuales sacamos de entre las tumbas de las vírgenes del Señor los enormísimos huesos del guerrero Vasco, autor de La Araucana. ¡Pues nada digo de la otra gran campaña de nuestro Gregorio, en 1868 ó 1869, cuando descubrió en los sótanos del Real Palacio los cartones de los tapices de Goya, e hizo estudio tan admirable y profundo de las obras del gran pintor madrileño!... Pero crea V. que ya me faltan las fuerzas... Súplase, pues, con informes de otros lo que yo deje por decir, o súplalo el propio español que leyere, dado que todas las cosas que omito en la historia de Cruzada son ya del número de las enteramente públicas, y no habrá nadie que las ignore.

Que dirigió en Italia la construcción del monumento sepulcral del ilustre general O'Donnell, destinado a nuestro hermoso templo de las Salesas; que en 1875 estuvo en Rusia como individuo de un Congreso telegráfico; que después asistió a otro postal celebrado en Paris; que fue director de Estadística en el Ministerio de Fomento; que desempeñó varias veces el cargo de diputado a Cortes... todo esto lo han recordado últimamente los periódicos diarios, y constará, de fijo, en la biografía ordenada y formal, que no dejará de redactarse, tal vez por algún compatriota nuestro residente en Italia, en loor y gloria del insigne amigo a quien yo renuevo aquí mi triste adiós.

He concluido, por consiguiente. Sabe V. y saben sus hermanos Mariano y Manuel cuánto los quiere y los querrá hasta la inevitable hora

P. A. de Alarcón.

Madrid 14 de Diciembre de 1884.