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ArribaAbajo- XI -

-¿Qué se le ofrecía a usted, caballero?

-¿Está ese Sr. Tablas?

-Perico querrá usted decir. Esta no es hora.

-Eso es, D. Pedro López.

-No tan arriba. Pique más bajo.

-¿Se le puede ver, sí o no?

-Creo que está durmiendo. Suba usted... Eh, tú, Rumalda... ve con este caballero... Di a Perico que si no tiene vergüenza de dormir a estas horas.

Romualda era una mujercita encanijada y vestida de harapos que en la tienda inmediata ayudaba a la mujer de los parches a ensartar buñuelos. La fisonomía de Romualda estaba de tal manera desvirtuada por la palidez y por la suciedad, que no se podía decir si era fea o bonita. Igual dificultad había para declararla niña o mujer, y así lo menos expuesto a equivocaciones será decir que no tenía edad ninguna.

El fenómeno (pues no de otro modo era llamada en el barrio) echó a andar delante de Salvador para guiarlo. Pero como el fenómeno cojeaba ninguno de los dos podía ir a prisa. Tardaron algunos minutos en vencer la escalera, cuya tortuosidad igualaba a las oscuras revueltas de la conciencia de un asesino. Por decir algo durante el fastidio de tan penosa ascensión, Salvador preguntó a su compañera si era de la familia del Sr. Tablas.

-Es mi padre -replicó la cojuela.

-Pues no lo parece -dijo el caballero-. El Sr. Tablas y la señora Nazaria están, según parece, en muy buena posición.

El fenómeno no dijo nada, y siguió subiendo. Parecía subir con un   —314→   solo pie. Al llegar arriba detúvose para tomar aliento. Sin duda no respiraba más que con un pulmón.

-¿Se ha cansado usted, caballero?

-No tal... piso tercero. La escalera no es larga, y se subiría bien si no fuese tan oscura... Tú sí estás cansada. ¿Cuántas veces al día subes?

El fenómeno se quedó pensando. Por último, dijo:

-Unas sesenta veces.

-Es buena renta, hija. Tres mil escalones diarios.

-Con poco más al cielo.

Romualda no dijo más, y entrando en la casa despertó a Pedro López, que dor mía como un canto. Desde la sala en que esperaba entretenido en contemplar las estampas de santos y toreros que cubrían las paredes, oyó Salvador los gruñidos del atleta al ser arrancado de su dulce sueño por la mano áspera y aceitosa del fenómeno. Oyó después imprecaciones y desperezos, y luego una ronquísima voz que decía:

-Baja a la tienda y tráeme los cigarros que dejé en el cajón grande del mostrador.

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Poco después Tablas y Salvador se saludaban en la sala. Hablaron con interés un largo rato, y al fin dijo López:

-Vámonos al café, y almorzando hablaremos de eso despacito. Aquí no se puede hablar de nada. Nazaria es muy re-curiosa, y todo lo quiere saber.

Se fueron. En la escalera hallaron al fenómeno, que después de haber subido para llevar los cigarros al Sr. Tablas, volvía a subir (¡oh Cristo de la cruz acuestas!) en busca de la sal para un huevo frito que se estaba comiendo la señora Nazaria.

Se comprenderá por este último y no insignificante detalle que la hermosa carnicera había concluido el despacho de la mañana. Al fin podía gozar algún descanso después de aquella espantosa brega de cortar, pesar, cobrar y devolver, y en el rescoldo de la buñolería le aderezaba la de los parches un ligero almuerzo. Detrás del mostrador ponía su mesa Nazaria; se lavaba manos y brazos hasta el codo; quitábase aquel horrible mandil que le sirviera poco antes, y acompañada de alguna discreta amiga que de la próxima tienda de lienzos venía o de la mujer del vinatero, restauraban sus fuerzas. Después solía tomar una almohadilla con algo de costura, y a cada instante volvía la cabeza hacia la otra tienda para decir: -«Rumalda, sube y tráeme el dedal...». Más tarde: -«Rumalda, la seda negra que está en mi costurero...».

En la buñolería, que a eso de las diez apagó sus fuegos, estaba la de los parches al frente de sus menguados despachillos de escarola, perejil y lechugas. Romualda se comía un pedazo de pan, engañado con los restos del almuerzo de Nazaria.

-Rumalda -dijo esta después de medio día-, sube y dile a Petrilla que no ponga las perdices.

Y media hora después Romualda subió a preguntar si estaba la comida. Siendo la respuesta negativa, volvió a subir para dar prisa, y cuando Nazaria se remontó despacio a su alojamiento para comer y dormir la siesta, el fenómeno bajó a buscar las tijeras que se habían quedado en la tienda, y más tarde a decir al cortador que cerrara, y luego fue por aceite a la lonja de la esquina.

La Pimentosa comió abundantemente, como solía hacerlo, y antes de dormir la siesta mandó al fenómeno que bajase para ver si Tablas estaba en la taberna de la calle de las Maldonadas. Malísimo humor tenía la señora por aquella tardanza de su hombre, aunque acostumbrada estaba a tales ausencias y a otras mayores. Del mal humor pasó a la furia, y después de poner como ropa de pascuas a Petrilla, a la mujer de los   —316→   parches, al cortador, al lucero del alba, al Preste Juan de las Indias, al rey David, miró a Romualda con dictatorial ceño.

-¿Y tú qué haces ahí, holgazana? ¿En dónde está la media?

El fenómeno respondió temblando que la media estaba abajo... ¿pues dónde había de estar?

-Pues correndito por ella.

Y se echó a dormir. Después de la siesta recibió varias visitas, a saber: el respetable vinatero que venía con importantísimos chismes de la vecindad; la inquilina del segundo, que era prestamista, con más conchas que un galápago y más dinero que la Real Hacienda; una criada de la señora de D. Pedro Rey que vino a traer recados de su ama, (pues Nazaria era hija de una antigua sirvienta de los Rey), y el padre Carantoña, de la orden de Predicadores, que algunas veces solía ir a la casa para llevarse una cestilla repleta de ricos chorizos y butifarras, con otras vituallas de consideración.

-Padre Carantoña -dijo Nazaria al despedir al fraile-. Hágame un favor. Si ve a Rumaldilla en la tienda o jugando en la calle, dígale que suba.

Aquella tarde sintiose la insigne carnicera bastante molestada de la dispepsia que padecía. Hallábase en disposición de abofetear a todo el género humano, porque las malas digestiones exacerbaban su carácter agrio y despótico. Desconfiando de los médicos, sólo se aplicaba remedios que llamaremos populares, recomendados por las comadres de la vecindad, los unos del orden supersticioso, los otros del género terapéutico familiar; y como se los administraba todos a la vez o in solidum, sin criterio, sin tino, la buena mujer estaba cada día peor. Por eso aquella tarde, se oyeron muchas veces sus vehementes gritos de mando: «-Rumalda, a la botica. -Rumalda, a casa de la tía Pistacha... que te de aquellos polvos...».

En estos y otros lances, recibió una visita altamente honrosa. La sala se llenó de negro, quiero decir que entró en ella el padre Gracián acompañado de otro clérigo, no tan grande como Su Reverencia, pero también bastante talludo. El padre Gracián era bien recibido en una y otra parte y muy querido del vecindario de Madrid, porque a todas las casas que se honraban con su presencia, y eran muchas (aunque él no pecaba de pedigüeño ni de entrometido, como algunos individuos monacales), llevaba siempre una misión desinteresada y evangélica. El palacio del rico y el cuarto numerado del pobre abrían con igual amor sus puertas a aquel enemigo del escándalo, a aquel trabajador incansable de la viña   —317→   del Señor, a aquel guerrero de la moral cristiana, a aquel perseguidor de las malas costumbres. Hacía la propaganda de los matrimonios leales y bien acordados, de las familias pacíficas; llevaba por todas partes el pabellón de las reconciliaciones y de la paz; perseguía sin tregua las irregularidades, los odios domésticos, los amancebamientos, los desórdenes, y su mayor gloria era encarrilar un marido extraviado, enderezar una esposa torcida, atraer un hijo pródigo, ablandar a un padre cruel. No abandonaba ni un punto su arriesgado puesto de combate enfrente de las baterías de Satanás, y exponía su noble pecho a las burlas, a las injurias, a la mala interpretación, con tal de defender el baluarte de Cristo en que asentaba su planta, y no dejarse quitar un palmo de terreno, sino antes bien ganar al pecado palmos, varas y leguas.

La Pimentosa se turbó al verle entrar. Ella, que no respetaba nada en el mundo, respetaba al clérigo por un sentimiento natural adquirido desde la cuna y, si se quiere, mamado con la leche. Ofreció una silla al Padre y otra al Hermano que acompañaba al Padre.

-No, no me siento -dijo con áspera voz Gracián, blandiendo su sombrero de teja, como si fuera un montante para cortar cabezas-; nos vamos enseguida. Yo no vengo aquí como el padre Carantoña a tomar chocolate y a recibir morcillas; vengo a arrojar una semilla fructífera en este erial; vengo a arrojar una palabra en este desierto, con esperanza de que alguna vez sea oída... Me intereso por vosotros porque sois pecadores. El sano no necesita de médico, el leproso sí. Conocí a la señora Nazaria en casa de D. Pedro Rey, y allí supe su mala vida. Conocí a López en casa de D. Felicísimo, y allí supe su extravío. Pues bien, aquí vengo hoy con el mismo fin que me trajo la semana pasada; vengo a deciros: «Casaos, casaos, casaos, que estáis perdiendo vuestras almas y dando mal ejemplo». Soy misionero de Cristo, apóstol de gentiles, y veo que no es preciso ir al Asia ni al África para encontrar salvajes. Aquellos son mejores que vosotros, porque ellos son nacidos ciegos, y vosotros, que nacisteis con vista, cerráis los ojos a la luz. Vuestra unión ilícita es un pecado mortal para vosotros y un escándalo para los fieles. Casaos, almas de cántaro, y vivid como Dios manda y la sociedad desea.

En la cara de la Pimentosa parecían fluctuar batallando la cólera y el respeto, y con turbada lengua se disculpó así:

-Bueno, ya lo sé... ¡Caramba, qué trompeta de Padre!.. No soy sorda... Yo bien sé que Su Reverencia habla con razón. Pero yo me voy a separar de Tablas, yo reniego de Tablas, que es un holgazán, que me está comiendo lo que gano y lo que heredé de mi difunto.

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-Pues separaos, por la Virgen Santísima -dijo Gracián con más suaves modos-. Si él es un borracho, un haragán y un libertino, váyase enhoramala. Ayer lo calentó las orejas en casa del Sr. Carnicero. Pero él no desea romper esta unión ilícita, sino casarse. Tiene buen fondo. Decidid una cosa u otra; estáis llenos de pecados, vivís como fieras, no como cristianos.

-Padre, por amor de Dios -dijo Nazaria aterrada por las palabras del clérigo-. No me caliente la cabeza. Estoy esta tarde que si me acercan a la lumbre, ardo. El mal que padezco...

-Sí, ya sé que padeces un mal insufrible. ¿Pero de qué proviene ese mal? Proviene de tus infames vicios, de la glotonería primero, de la cólera después y de otros grandes y deplorables pecados. Luego no quieres atenerte a la medicina ni al dictamen de entendidos físicos, sino que te entregas a la superstición. Has de saber que es ultrajar a Dios y a los santos creer que con palitroques pasados por los pies de una imagen se curan las enfermedades, y que el romero guisado al compás de un credo sirve para hacer buen quilo. ¡Error, necedad, irreverencia, sacrilegio!... No veo en esta casa más que escándalo y profanación -añadió colérico, revolviendo sus ojos y mirando las estampas que llenaban las paredes-. ¿Qué significan estos retratos de toreros confundidos con los santos más venerables? ¿Qué significan esas muletas y esos estoques, banderillas y puyas, colocadas en pabellón y como al modo de ofrenda al pie de la Santísima Virgen? ¿Y esa cabeza de toro que tiene pendiente de cada cuerno un Niño Jesús de alcorza?... Mujer escandalosa, hasta en los adornos de esta casa se conoce que reinan aquí la profanación, el escándalo y el vicio.

-Así tenía mi marido la casa -dijo Nazaria alzando su nariz provocativa, por donde entró un chorro de aire que sonaba a resoplido de fragua.

-Bueno estaría también tu marido -dijo Gracián, haciendo un mohín de escarnio-. Los sentimientos de la gente de esta casa se revelan hasta en lo más insignificante. Pues si fuera a ocuparme de todo lo que hay aquí de reprensible, ¿qué diría, señora Nazaria, qué diría de la bárbara crudeza con que es tratada esa pobre niña, o mujer canija, hija del señor Tablas?... Os tratáis como duques, y ella se confunde con los más lastimosos pordioseros. ¿Qué tal? ¿Es esto cristiano, es esto honrado? Pero donde no hay verdadera familia no puede haber sentimientos humanitarios ni caridad. Casaos, casaos, reconciliaos con Dios y con la Iglesia, no me cansará de decirlo. Si así lo hacéis, después todo se os hará fácil.   —319→   Salvad vuestra alma, y no contaminéis otras almas que aún están puras. Curaos de vuestro daño, y así ninguno que esté próximo a vosotros se contaminará de él... Os amonesto por tercera vez, y os amonestaré la cuarta y la quinta, porque yo, que he despreciado tantas veces la muerte, ¿qué caso puedo hacer de vuestra resistencia? Nazaria, vuelve en ti, oye mis consejos. Citando tu corazón de un grito, corre a la iglesia, no te detengas. Me hallarás en mi confesionario. Adiós.

Sin hacer reverencia alguna, impávido, formidable, como el guerrero que ha cumplido su deber en lo más recio de un combate, salió seguido del Hermano. Cuando bajaba la escalera, Tablas subía.



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ArribaAbajo- XII -

Abrió el gigante la puerta de la sala donde su giganta estaba, y antes de entrar echó en redondo una mirada recelosa, bajando la barba al pecho y escondiendo los ojos bajo las negras cejas. La amenazadora expresión de su ceño, la prominencia de su frente abultada y aquel mirar hosco daban a su cabeza semejanza con la espantable testa del toro jarameño cuando aparece en el circo, y reconoce con su mirar de fuego el ansioso público, y parece que él mismo, antes de empezar la lidia, se espanta de la barbarie que se prepara.

La nariz de Nazaria se infló hasta no poder más. En aquellos momentos necesitaba mucho aire. Tablas dio algunos pasos hacia ella, y echándose ambas manos a la estrecha cintura, se meneó a un lado y otro como muñeco de goma, y escupió estas palabras:

-¡Cristo!... si habré dicho alguna vez que no quiero clerigones en casa... ¿Por qué los has recibido?

Pimentosa echó mano de un abanico y replicó así:

-Porque me ha dado la real gana... En paz.

-En guerra... Si les vuelvo a encontrar... van a la calle por el balcón... y tú detrás.

-¡Valiente papamoscas! Pero hombre, no mates tanta gente, que se acaba el mundo.

-¿Qué buscaban esos pillos?

-El pillo eres tú... salvaje. ¡Tanto rezar rosarios en casa de D. Felicísimo, y llama pillos a los señores sacerdotes!...

-¿A qué venían?

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-A lo que nos ha dado la gana.

-Vamos, vamos -dijo Tablas contoneándose otra vez-, que hoy estoy tan bromista, que si me tocan, por cada dedo me sale un tiro.

-Lo que a ti te sale es el aguardiente que has bebido.

-¡Nazaria!...

-Úrgame tanto así, y verás lo que es canela.

-¡Nazaria!...

-¿En dónde has estado hoy? dilo pronto -gritó la Pimentosa hablando a borbotones-. ¿Quién es ese futraque que vino a buscarte?

-A ti no te importa eso... Toma varas con los sayos negros y déjame a mí.

-¡Borracho!

-¡Pues y tú!.. -exclamó Tablas, mascando su cólera-. Vamos, no quiero incomodarme... ¿Por qué has recibido a los clérigos?

-Porque es mi santa voluntad. Soy reina de mi casa.

-Reinita nada menos...

Tablas miró a un palo que en el rincón de la sala había, y que sin duda iba a intervenir como tercer personaje en aquella escena.

-Sí, reina soy y ama de todo -bramó Nazaria pálida y furiosa, extendiendo los brazos-. Mío es el pan que comes, mía la ropa que vistes, mío el tabaco que fumas, y mías las copas, las copas...

No pudo decir más porque la ahogó la tos. Su abultado seno trepidaba saltando, como vejiga de payaso.

-Todo es de la señora, já, já... -dijo grotescamente López queriendo tornar en burlas afirmación que tanto le humillaba-. Después hablaremos de eso; pero ahora, dígame la reina por qué estaban aquí otra vez los sacripantes negros.

-Porque yo les llamó ¿estamos?... porque me gusta el sermón y quise dar para las ánimas.

Anima mea!... Cristo... Con que hay pedriques en mi casa... Pues mira yo te voy a dar la Extrema. ¿No te pido el cuerpo hinsopo?... Pues verás.

Volvió a mirar el palo, que ya estaba, como si dijéramos, al paño, esperando el momento de salir al escenario.

-Ladrón, si te mueves, te como... -gritó Nazaria en voz tan imponente, que Tablas, ya en camino de traer al tercer personaje, se detuvo en medio de la sala-. Ponte en la puerta de la calle ahora mismo, holgazán, gorrón, que el pan que me has comido, mejor habría sido echarlo a los perros... ¿Pues no te contentas con gastarme mi dinero y arruinarme   —322→   la casa, sino que me amenazas?... ¡Por vida del arpa del tío David, yo tenía más dinero y más comenencia que cuatro reyes, y tú me has llenado de trampas! Por ti y tus vicios estoy empeñada en más miles que pesas, trapalón, y cuando toquen a embargar, la viuda de Peribáñez el de Candelario tendrá que ponerse al buñuelo, a la castaña, al aguardiente o al mondongo... Sacados te vea yo los ojos, hi de mujer mala. Dime, calzonazos, ¿en dónde están mis alhajas qué daban envidia a las de la Pilarica en Zaragoza? ¿en dónde están mis cuatro mantones de Manila que parecía que los habían bordado ángeles con manos de rosa?... ¡Ah! ¿dónde ha de estar todo aquel tesoro? En Peñíscola, para que el señor beba, para que el señor monte a caballo y vaya a derribar vacas, para que el muy mamarracho convide a los gorrones y tenga mozas... Ea, fuera espantajos. Por aquella puerta se va a la calle...

-¿Sabes lo que te digo?... pues que eres una cotorra charlatana y hay que cortarte el pescuezo.

-¿Sabes lo que te digo? pues que a otros de más hígados que tú los he tendido yo de un soplamocos. Mejor tuvieras vergüenza y fueras persona decente como yo. ¿En dónde pasas las noches?... ¿en qué gastas el dinero?... Y luego viene diciendo el bobo que se trata con esos señores de política, y que está armando un gatuperio como el de los tiempos en que cayó la Mamancia... ¿Qué entiendes tú de eso, cafre, si andas en dos pies porque al Señor se le olvidó hacerte la cruz en el lomo?... Mira que no se ha acabado la madera de que hicieron las horcas en la plazuela. Allá te quisiera ver colgado como una butifarra para ir a tirarte de las piernazas y verte haciendo más visajes que un cómico con hambre. ¡Política el señor Tragacantos! ¿De cuándo acá tenemos esas sabidurías? Lo que tú harás será engañar al pobre D. Felicísimo que te dio la primer bazofia que comiste en el mundo, y venderle a los masones, contándoles lo que pasa en su casa. ¡Ah! bribonazo, si creerás embobarme a mí, que conozco tus mañas y sé dónde te aprieta la herradura.

- ¡Ah!... ¡re-sangre! si digo que voy a echar al gato esa lengüecita... -dijo Tablas abalanzando sus pesadas manos hacia la cara de la Pimentosa.

-Quita allá esas aspas de molino -replicó ella rechazando con extraordinaria energía las manos de su hombre.

-Maldita sea la hora...

Bramando así con insensata ira, Tablas hizo un gesto, o instantáneamente enganchó en su garra el moño negro de la giganta. La giganta rugió como una leona, levantose, hubo formidable choque de cuerpos y   —323→   cruzamiento horrible de brazos tiesos. Se balancearon, se oyó un doble gemido y un estertor siniestro, señal de violentos esfuerzos. Pero la gigantona logró desasirse, blandió sus fornidos brazos, echó un temporal por su nariz, y rápida como el pensamiento, dio un salto, dos, tres. El piso temblaba como si pasara un carro. Nazaria llegó a una mesa y cogió un objeto voluminoso que encima de ella había. ¿Qué era aquello? Era una urna de madera y cristal, alta de tres cuartas. Dentro de ella había una virgen de los Dolores, y encima un toro de yeso, dos toreros, un niño Jesús, una enormísima moña. Alzó en sus manos la mujerona todo aquel catafalco religioso-taurino, y en menos tiempo del que se necesita para pensarlo, cayó todo con estrépito formidable sobre la cabeza de Tablas. La increpación o voz felina que este lanzó al recibir el golpe no es para descrita. Los vidrios rotos sobre su cráneo rasgaron su frente. Sin sentir manar la sangre corrió en busca del palo; pero antes de llegar, ya se le interpuso la Pimentosa con una silla enarbolada en ambas manos. El gigante tomó otra silla. Se detuvieron un momento mirándose cara a cara; echándose mutuamente su ardiente resuello y cruzando los rayos de sus ojos llenos de ira. De repente la giganta soltó el mueble; había tenido una idea feliz, salvadora. Dio un paso atrás, revolvió   —324→   en su cesto de costura, sacó una navaja enorme, y corriendo en seguimiento del gigante, que retrocedía espantado, exclamó con bramido:

-Te degüello...

Entraron algunos vecinos, para quienes no era nuevo aquel laberinto, aunque hasta entonces no había ocurrido pendencia tan ruidosa en casa de Nazaria; entró también Romualda dando gritos, y todos se dedicaron a la grande obra de la pacificación. Cada contendiente se vio rodeado de un grupo y oyó las exhortaciones más razonables. ¡Cosa extraordinaria! El primero en quien se notaron síntomas de aplacamiento fue el descalabrado López, el ofendido de palabra y de obra. Gruñendo como un mastín apaleado, dijo que él no quería perderse, que era demasiado hombre de bien para perderse, y que no había mujer alguna en el mundo merecedora de que se perdiera por ella un hombre. Nazaria no decía nada, pero con los resoplidos mostraba el desfogamiento de su cólera que parecía salir en mangas de aire desalojando el henchido seno. La navaja yacía en el suelo junto a los restos de lo que fue urna y a los pedacitos de toro de yeso que, pisados en la contienda, manchaban de blanco la fina estera.

-¡Y está sangrando el canalla! -dijo la Pimentosa lanzando de su boca esas chispas de risa que saltan entre las llamas de la ira iluminando el rostro-. Parece un Decehomo.

-No es nada, no es nada -dijo Tablas llevándose a la frente un pañuelo que le dio el fenómeno.

-Rumalda -gritó la giganta-, baja y trae un poco de vino y aceite.

Viendo que la furia de uno y otro se aplacaba poco a poco, los vecinos se fueron retirando.

-Se incomoda uno por cualquier majadería -murmuró López, dejando que Nazaria le aplicase el pañuelo a la frente-. Cuando uno va a reparar ya ha hecho una barbaridad... y hombre perdido.

-Le hablan a una con malos modos, y a una se le sube la mostaza a la nariz, y allá te vas lengua.

-Y gracias que uno es prudente y sabe las mañas de la fiera y le para los pies... -dijo López queriendo dar explicaciones de su cobardía.

-Y si a una le preguntaran con buen modo lo que buscaban los padres caras, una contestaría que venían a sus pedriques, y en paz. Pero se incomoda la gente por una palabra... Hay lenguas que tiran coces... No se puede remediar...

-Yo soy un ángel; pero cuando me solicitan, embisto. ¡Qué genio me ha dado Dios! Yo mismo me tengo miedo a veces... Rumalda...

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Rumalda había llegado con el aceite y con el vino, y Nazaria aprontaba el remedio que reclama toda cabeza sobre la cual se ha hecho pedazos una urna.

-Rumalda, no tengo tabaco -dijo el atleta-; bájate al estanco... pronto, chica... Pues como iba diciendo, si a un hombre como yo, que es todo pólvora, se le hubiera preguntado con decencia dónde había pasado el día y qué negocios traía con el futraque, el hombre habría contestado como un caballero. ¡Si aquí no hay misterio...! Que un señor, a quien conocí en casa de D. Felicísimo, viene a buscarme y me dice: «Sr. López, me va usted a hacer un favor muy grande. -Usted disponga, señor mío... -Pues hace dos meses, la policía registró una casa de la calle de Belén, donde se reunían unos cuantos partidarios de D. Carlos. La policía fue sobornada en aquella ocasión y no prendió a nadie. Pero el Gobierno ha cambiado los guindillas de soflama por otros, y anoche volvió la policía a registrar la casa de la calle de Belén, y pescó a cinco sujetos, y les puso en la cárcel de Villa. -De lo cual me alegro, Sr. D. Salvador. -Pues mire usted, Sr. Tablas, yo vengo a que usted me haga el favor de proporcionar a uno de esos cinco sujetos los medios de fugarse, porque corre el run run de que les van a fusilar. -¿Es pariente de usted? -Sí señor. ¿Usted ha estado empleado en la cárcel de Villa? -Sí señor. -Usted favoreció la escapatoria de Olózaga. -Sí, señor. -Usted podrá hacer ahora otro tanto. -Sí señor. -Pues es preciso hacerlo. -¿Cuánto vamos ganando? -Tanto. -Es poco. -Pues cuanto. -Nos arreglaremos. -¿Quién es el sujeto? -Pues es Fulano de Tal. -Adelante, empezaremos a trabajar hoy mismo. Vamos al café y a la taberna; hablaremos con los chicos de la cárcel...». Total, que hemos estado todo el día inventando diabluras, y luego fuimos a casa de don Felicísimo, que también está empeñado en poner en salvo a ese preso. Y de unos y de otros he de sacar metal, mujer, mucho metal, para desempeñar lo que hemos empeñado, y quitar trampas... fuera trampas, venga acá dinerazo de la gente carlina, y juntándolo con el dinerito de la gente masona, verás como nuestra hacienda se pone otra vez de pie...

La reconciliación era ya segura, y los endurecidos ánimos se ablandaban rápidamente al calor de la confianza. La idea de que Tablas ganase algún dinero, idea novísima y extravagante, produjo en el espíritu de Nazaria benéfica y reparadora reacción. Aunque no era tonta, se dejaba alucinar fácilmente por risueñas quimeras, como persona crédula y sin experiencia que había vivido siempre en el mayor desorden moral y económico, y ya le parecía estar viendo las talegas que entraban por la   —326→   puerta, ganadas en la explotación de toda aquella caterva política que ya se llamaba carlina ya masónica. Tablas había derrochado sumas relativamente considerables. Si ahora traía a la casa otras sumas mayores, se trocaba de libertino y perdido en el hombre más allegador y apersonado de todo el barrio. ¡Bien, re-Cristo! Nazaria, que juntamente con la fiereza tenía la inocencia de la bestia cornúpeta a quien tan fácilmente engaña un vil trapo rojo, se calmó y sintió dolor muy vivo de haber ofendido a su gigante. Así procede siempre, pasando de salvajes cóleras a vergonzosas condescendencias, toda esa gente desalmada, ignorante y tan incapaz de calcular sus intereses como de refrenar sus pasiones.

Se reconciliaron. El aceite juntó su pringosa suavidad con la acritud astringente del vino, y batidos y juntados sellaron el pacto, cuando los dedos gordezuelos de Nazaria vendaban aquella frente merecedora del yugo para tirar de un arado.

Dignos de lástima eran aquellos dos seres, pertenecientes a la clase más numerosa y más compleja del país, por la confusión de vicios y virtudes que en ella había; pero Nazaria merecía más que su cómplice la compasión, porque valía un poco más, valiendo muy poco. En ella la barbarie y la tosquedad eran tales, que ahogaban los sentimientos generosos que a veces brotaban en su corazón cual hierbecilla en la grieta húmeda. Una religiosidad sonora y supersticiosa no bastaba a suplir en ella la falta absoluta de luces y de ideas morales. Vivía en el escándalo, sostenida por el ejemplo de otros escándalos mayores, y aunque alguna vez nacía y se agitaba en su alma como un misterioso prurito del bien, una especie de adivinación que ella no podía precisar, eran tales las exigencias de la naturaleza en ella, que no podía, ni en pensamiento, separar su persona de la persona de aquel monstruo. ¡Irresistible atracción la de un gigante que ni era listo, ni simpático, ni noble, ni siquiera guapo! Tan grande es la miseria humana, que allí donde aparentemente no hay cualidades que sirvan de base a un verdadero amor, suelen encontrar alguna las gigantas fogosas como la hermosa viuda de Peribáñez.



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ArribaAbajo- XIII -

¡Qué lejos estaba el excelente padre Gracián de que su exhortación moral había motivado una reyerta que pudo ser drama sangriento! Él se retiró aquella tarde muy satisfecho después de haber predicado la unión, la concordia y la paz matrimonial en otras dos o tres casas. Al entrar en su celda pensó que el día había sido fecundo en resultados evangélicos, y que con muchas batallas semejantes, pronto había de verse el Enemigo muy mal y acorralado en las últimas trincheras del pecado.

Antes de dormir, consagró dos horas al estudio y a la ciencia de que era maestro en las aulas del Colegio Imperial, la profunda y enmarañada Ética. Después oró y meditó por espacio de otras dos horas largas, puesto de hinojos a ratos, y a ratos tendido boca abajo sobre el suelo. Lejos de haber en este las blanduras suntuarias con que los pecadores atienden al sibaritismo de los pies, era la dureza misma combinada con la frialdad, para que la mortificación fuese conforme a la implacable saña con que varón tan santo trataba a su carne miserable. Allí no habla alfombra, ni estera, ni cosa que a tal se pareciese, sino ligera capa de tierra, rojiza extendida sobre los ladrillos, la cual era traída de la cueva de San Ignacio en Manresa y servía para producir en el espíritu del clérigo la piadosa ilusión de que en la misma santa cueva estaba. Últimamente había repartido entre sus buenos amigotes tantas porcioncillas de aquella bendita y quizás milagrosa arcilla, que la celda se iba quedando limpia, y por varias partes pedía algunos escobazos que la acabaran de limpiar. Lo demás de la reducida estancia era insignificante y revelaba la humildad y el estudio, cosas en verdad que fraternizan perfectamente.

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El jesuita durmió después de estudiar y de mortificarse, y abandonó de madrugada el lecho. Rezó, dijo misa, (y las suyas por lo tempranas y lo largas, eran muy elogiadas entre las personas piadosas de aquel populoso barrio) y después entró en su cátedra, seguido de muchedumbre de escolares. Esto se repetía diariamente, mes tras mes, año tras año. En sus explicaciones filosóficas, Gracián realizaba el prodigio de volver claro lo oscuro y de hacer ver las honduras de aquella ciencia, iluminando la superficie con la luz de un método admirable y de un decir ameno. Sus discípulos le querían por todo extremo, y era uno de esos maestros siempre preferidos y siempre elogiados que hacen amable el estudio. En las horas de recreo veíase rodeado de enjambre de colegiales, que dejaban el escaso solaz de aquella hora para consultar con el Padre puntos oscuros de la conferencia señalada, y platicar sobre cualquier tema de humanidades o teología, pues en todo ello y aun en otra clase de sabidurías era muy versado el bendito clérigo.

En aquellos tiempos, ¡oh tiempos clásicos! todo se estudiaba en latín, incluso el latín mismo, y era de ver la gran confusión en que caía un alumno novel, cuando le ponían en la mano el Nebrija con sus reglas escritas en aquella misma lengua que no se había aprendido todavía. Poco a poco iba saliendo del paso con el admirable método de enseñanza adoptado por la Compañía, y acostumbrándose al manejo del Calepino para los significados castellanos, y del Thesaurus para la operación inversa, pronto llegaba a explicarse como Quinto Curcio o Cornelio Nepote. Las lecciones se daban en latín, y para que los chicos se familiarizasen con la lengua que era llave maestra de todo el saber divino y humano, hasta se les exigía que hablasen latín en sus conversaciones privadas, de donde vino esa graciosa latinidad macarrónica, que ha producido inmenso centón de chistes, y hasta algunas piezas literarias, que no carecen de mérito, como la Metrificatio invectivalis de Iriarte y las sátiras políticas que se han hecho después. Si Horacio y Cicerón hubieran, por arte del Demonio, salido de sus tumbas para oír como hablaban los malditos chicos del Colegio Imperial, habría sido curioso ver la cara que ponían aquellos dignos sujetos a cada instante se oía: Quantas habeo ganas manducandi!... Carissime, hodie castigavit me Pater Fernández (vel á Ferdinando), propter charlationen meam... ¡Eheu, paupérrime! ¿Ibis in calabozum?... Non; sed fugit meriendicula mea. Dum tu chocolate bollisque amplificas barrigam tuam, ego meos soplabo dedos. Guarda mihi quamquam frioleritam.

El que así se expresaba era un muchacho despiertísimo, nombrado   —329→   Calisto Rodríguez, aunque en el colegio, sin dada por lo diminuto de su persona y por su inquietud de ardilla, nadie le llamaba sino Don Rodriguín. Era tan bizco que, al mirar, un ojo se le metía detrás del otro, como malicioso flechero, que se esconde para hacer mejor la puntería de su dardo. Su travesura y charlatanismo daban no poco que hacer a los Padres, y si adelantaba en sus estudios era más bien por sus brillantes dotes que por su aplicación. El estrabismo daba chocarrera gracia a su rostro, y con el bonete terciado, como solía llevarlo, parecía un diablillo enmascarado de clérigo. Alborotaba mucho en las horas de recreo; sublevaba las masas escolares en las de estudio, y a pesar de pertenecer a una familia rabiosamente carlina, en la cual había muchos canónigos, frailes y hasta un obispo, sus inclinaciones eclesiásticas no eran muy decididas.

Por jácara, más que por espíritu de erudición, D. Rodriguín se había prohibido en absoluto la lengua castellana, y hasta las frases más familiares y las más insignificantes expresiones las latinizaba con zandunga, entremezclando siempre en su charla trozos de los clásicos y fragmentos de verso y prosa, vinieran o no a cuento. Así, cuando se escabullía de la sala de estudio para ir a fumar un cigarro a hurtadillas, decía: Eo in chupatorium, procul negotiis. El chupatorio era un rinconcillo del claustro alto, que daba al patio, y recibió este nombre por ser lugar a propósito para echar una fumada sin ser visto de los Padres. Para anunciar a sus compañeros en la sala de estudio que venía el Padre Fernández, varón pesado cuyos pies de plomo hacían temblar el pavimento, decía: Cavete Ferdinandum... Ecce draco... Exaudite... quatit ungula campum. En las horas de recreo, en el claustro bajo, no perdía ripio para motejar a los condiscípulos, y si algún extraño entraba en la casa para hablar con los jesuitas, Grijalva le había de echar su latín correspondiente, verbi gratia:

«Videte Piaonem ad petendum Gratianum... arcades ambo».

El bueno de D. Juan iba muchas tardes en busca del Padre Gracián para conferenciar con él de los últimos obstáculos que convenía allanar para casarse con Micaelita.

Hablando de la tierra con que el profesor de Ética alfombraba su celda, decía el estudiante: «Sunt quos pulverum manresianum collegisse jurat».

Durante las partidas de pelota, a que era muy aficionado, se le oía constantemente: «Bene... fortiter... Italiam contra... ego valeo... amen dico... vobis... fuerunt vel fuere... pasce capellas».

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Era el capitán de todas las fechorías perpetradas en el colegio, de noche, burlando la vigilancia de los Padres, bien para hacer un escalo en la despensa y proveerse de víveres, bien para efectuar un bromazo, eligiendo por víctima a un desdichado novato sin experiencia. Si alguna tarde lograba escaparse y subir a las boardillas, se entretenía en tirar cáscaras de nueces a los balcones de Nazaria que fronteros de la fachada del colegio estaban, o en disparar peladillas contra la cojuela, que solía sentarse por las tardes en la puerta de la carnecería, templum mantecationis.

Otras muchas barrabasadas hacía para matar el fastidio y hacerse aplaudir de sus compañeros, pues le gustaba, como a todos los traviesos, oír los encomios de sus atrevimientos. Pero su mayor lucimiento provino de una memorable invención suya, con la cual alcanzó aplausos y lisonjas, que traspasando el círculo del colegio, llegaron al público. Fue que compuso un Discurso apologético macarrónico sobre un suceso público de la más alta importancia en aquellos días, y lo hizo con tan gracioso desparpajo, tanta donosura en los disparates, tan grande agudeza en lo descriptivo y tan furibunda intención en la sátira personal, que la composición produjo en el colegio un verdadero escándalo.

Habiendo enfermado D. Rodriguín a principios de Junio, su familia le sacó del colegio. Restablecido en un par de semanas, no quiso volver a la clausura hasta no presenciar las grandiosas ceremonias de la jura de la Princesa Isabel, y las alegres fiestas de los tres días que siguieron al 20. Todo lo vio y en todo metió las narices el bullicioso estudiante, desde la imponente función de San Jerónimo, hasta la justa de los maestrantes fuera de la puerta de Alcalá; desde la fiesta nacional de toros con caballeros en plaza, en la Mayor, hasta el simulacro militar. Cansado de tanto correr, durante los tres días, entró en el colegio, tomó la pluma, y enjaretó su famoso Discurso apologético macarrónico. A medida que iba escribiéndolo, leía trozos de él en los corrillos de estudiantes, y   —331→   bien pronto la fama de aquellos graciosos dislates se extendió por San Isidro, llegó a oídos de los Padres, y estos pidieron el manuscrito 11. Negolo y no quiso darlo D. Rodriguín por temor a una reprimenda; pero como ya los escolares amigos del autor habían sacado varias copias, facilitaron una al Padre Fernández (vel a Ferdinando), el cual se regocijó mucho con la lectura. Enterados los demás jesuitas se rieron en coro y a todo trapo, porque además de las chuscadas de la forma, había en el discurso una intención satírica que les agradaba en extremo. Don Rodriguín no fue castigado por su travesura latinizante; entregó a los Padres el manuscrito original donde se conservaba, según dijo, toda la pureza clásica del texto, libre de los múltiples errores de las copias, y gozó extraordinariamente con su triunfo literario.

Es lástima que no podamos dar a conocer en toda su extensión esta obra, que uno a sus gracias, el mérito de ser un precioso documento histórico, pues en ella está descrito con detalles mil el solemnísimo acto de la jura, y narradas las fiestas con que la monarquía quiso hacer memorable aquel suceso. Los personajes todos de la época, retratados en caricatura, dan mayor realce al discurso, y la intención perversa que en cada comentario campea, pinta el espíritu de un bando político que era en aquellos días, si no la mayoría, parte grande y granada de la Nación española. En la imposibilidad de transcribir la composición entera, daremos cuenta de ella según el arte y modo de la crítica ligera, haciendo resaltar algunas de sus caprichosas donosuras, y callando mucho de lo que contiene, por ser materia vedada a la publicidad.

Empezaba describiendo la comitiva que salió del palacio de San Juan para San Jerónimo, el aspecto de este templo, la corte y su servidumbre, los obispos, los procuradores de las ciudades con voto en Cortes y los treinta títulos de Castilla que representaban la nobleza del reino. Luego venía el Magister ceremoniarum, el Indiarum Patriarca, el duque de Medinaceli (Cœlico-Metinensi dux) presidiendo a los nobles... «Concurrebant cortesani frailesque, decía el texto, milites cum morrione atque canonici cum piporro. Turbamulta sequebat guardiarum Corporis cum ban doleris, et damarum caterva inter mayordomos miscuebatur». Pintando al Rey, que en su trono presidía el acto, se expresaba Rodriguín en estos irrespetuosos términos: «Regium estafermum in throno posuerunt. Inmovilis tanquam sacus furfuris lascivis oculis circunspicebat danarum pectorem quasi nudum et caritas guapas». A Cristina y demás familia la nombraba en términos más irreverentes aún. «Venus Partenopea, graciositer fecebat perendengues inter caballeritos, dum tenera Isabella pendebat a nodrizæ   —332→   mamellis. Dominus Francisquitus cum Carlota ejus sedebat in aureo rincone. ¡Oh quantum erat inflammata Carlota propter vinum!».

Conticuere omnes, decía al narrar la ceremonia, y luego contaba cómo había jurado D. Francisco poniéndose de rodillas y extendiendo la mano sobre el crucifijo; cómo le había abrazado el Rey, cómo había el Infante besado la mano de Cristina y de la Princesa. Al llegar aquí lanzaba el autor una larga epifonema y luego ariadía: Sic itur ad astra.

Describía el desfilar de los Procuradores, obispos y grandes, que uno tras otro se adelantaban lentamente para jurar, sicut recua, y en el párrafo siguiente ponía la salida pública de la corte desde San Jerónimo hasta Palacio. Cum repeto diem, exclamaba parodiando a Ovidio, agitantur in manibus castañuelæ meis. La famosa función de toros con caballeros en plaza, espectáculo nuevo en Madrid por aquel tiempo, era tratada por D. Rodriguín con la amplitud que el caso merecía. No se libraron de sus dardos los caballeros rejoneadores, ni las damas que les apadrinaron, ni los alcaldes de Corte que dirigían la fiesta. No se dejó en el tintero ninguna de las partes de la fiesta, y en toda su charla macarrónica se veía claramente la idea de representar en el pobre toro aburrido y pinchado por todas partes al partido cristino, de quien daban cuenta al fin, rematándolo, los apostólicos, representados en el simbólico circo por espadas, picadores y puntilleros. Plaudite cives, decía al fin, et ruant masones, turba mentecatorum. Concluía este párrafo diciendo que pronto empezaría la corrida en los campos de batalla, y exclamaba: Cedant cornu armæ.

No nos ocuparemos del resto de la composición porque su contenido es demasiado extenso y quizás harto desenfadado. Para completar su obra, el pícaro estudiante satirizó también al Comisario de Cruzada, Sr. Varela, plena cruoris hirudo (sanguijuela llena de sangre), que hizo cuantiosos donativos a los pobres para celebrar la jura; también flageló al general Castaños, nombrado duque de Bailén, y a todos los demás que recibieron mercedes en aquellos días. Y amenazándoles les decía en el último delirio macarrónico: Jam vobis dicabitur misis, ya os lo dirán de misas.



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ArribaAbajo- XIV -

No marchaba muy bien el negocio que Salvador entre manos traía, porque la vigilancia en la cárcel de Villa era más estrecha y rigurosa que en los tiempos de la dramática evasión de Olózaga. En vano Tablas llenaba de aguardiente los cuerpos de uno y otro mandadero, sin olvidar la conquista de los alcaides por medio de merendonas y duros; en vano se hacían trabajos en esfera, más alta, dirigidos a ablandar o corromper a sujetos de mayor categoría. Con disimulo, pero también con brío gestionaba Genara, más que por afecto al preso, por librarse de la situación desagradable en que el encierro de su esposo la ponía; y Pipaón (patriarca zascandilorum, según el macarrónico), de acuerdo con Carnicero y otros compadres, manejaba también con arte sus considerables influencias. Tantos esfuerzos reunidos dieron al fin el resultado feliz que todos deseaban; pero hay indicios seguros de que el Sr. Navarro debió principalmente su venturosa escapatoria, a la condescendencia o complicidad de la gente menuda, siempre venal; de modo que Salvador no se arrepintió de haber recurrido al buenazo de Pedro López, ni este se arrepintió de servirle, porque, habiendo cobrado en moneda corriente sus estipendios y el importe de todos los gastos, pudo ofrecer a la iracunda Nazaria parte del caudal que le había derrochado. Después se verá en qué emplearon el dinero adquirido por tan extraña industria.

Los presos eran tres: D. Carlos, un fraile aragonés que pereció el año 35 en Zaragoza cuando la célebre causa y conspiración de D. Vicente Ena, y un capitán de caballería que desde mucho antes andaba en aquellos trotes, y después de ser masón el 20 e indefinido el 24, había ingresado en los nacientes y aún no fogueados ejércitos del Infante. No habría   —334→   sucedido nada si todos los señores congregados en casa de las de Porreño hubieran procedido con la discreción que se acostumbraba en tales reuniones ilícitas cuando las sorprendía la justicia. Seis de los conspiradores se escondieron en lo más hondo de la casa; el capitán y el fraile se pusieron a rezar el rosario; mas D. Carlos Navarro, que era, por sa geniazo díscolo y entero, enemigo de bajas comedias y de disimulos viles, afrentó a los polizontes, les dijo mil herejías, y no pudiendo contener su ira, abofeteó al que parecía principal entre ellos. Este acto de violencia, cuando lo que hacía falta era maña y dulzura, les llevó a los tres a la cárcel de Villa, donde habrían estado todo el tiempo que exige una buena y voluminosa causa de mil folios, si no vinieran en auxilio de Navarro las tramas que hemos mencionado, en auxilio del fraile el fuero eclesiástico, y del capitán la muerte, que se le llevó a los seis meses de encierro.

La desolación que causó a las dignas señoras de Porreño aquel suceso, no se expresa con las frías palabras de la historia. El descrédito de su casa, la vergüenza y el azoramiento en que desde entonces vivían, y por último, la falta del auxilio pecuniario que D. Carlos les daba, precipitaron de tal modo su decadencia, que bien pronto se vieron en aquel término lastimoso en que la estrechez se confunde con la miseria.

El atroz Navarro, luego que se vio fuera de la cárcel no quiso averiguar el poder que le había salvado. Su orgullo le inclinaba a no atribuir su salvación a ninguna persona que le tuviera afecto. «A mí nadie me quiere, decía, nada tengo que agradecer a ningún hombre. Sólo Dios me ha salvado». Pasó algunas horas en casa de las señoras, en cuya compañía había vivido, los dio una limosna con carácter de liquidación de atrasos, y acompañado de Oricaín y Zugarramurdi, que habían quedado libres y que siempre le eran fieles, partió disfrazado de arriero para las Provincias Vascongadas y Navarra. Nadie le vio. Se fue con su indignación crónica y su incurable soberbia, siempre enfermo, gruñón siempre. A nadie dio cuenta de sus planes, y parecía detestar a sus comilitones políticos lo mismo que a sus enemigos. No quería tratos con nadie, ni con su hermano, a quien no podía amar aunque lo intentase, ni con su mujer, a quien aborrecía de la manera extraña que se aborrece lo amado. Aquel carácter tétrico, compuesto de orgullo y tenacidad, endurecido más por el tedio, la desconfianza y la lesión hepática, necesitaba manifestarse en una acción propia y libre. La disciplina había concluido para él. Sonaba en la historia la trompeta lúgubre de las guerrillas. El feroz soldado de partidas la oía resonar en su alma solitaria y   —335→   sombría, y marchaba sin saber adonde ni por donde. Sólo aquel eco podía despertar en aquella alma el amor a la vida, evocar la fe, o infundirle   —336→   el ardor de un trabajo glorioso. Como estos soldados misántropos de corazón entenebrecido son más dignos de lástima que de odio, y como tienen, en medio de sus graves errores, cierta nobleza y lealtad que infunde simpatías, saludamos con respeto al fugitivo guerrillero, diciéndole: «Dios vaya contigo, salvaje».

Entre tanto, el interés que Salvador había puesto en favorecer a su desagradecido hermano le ocasionó algunos disgustos, porque enterados de él algunos de sus antiguos amigotes y no acertando a comprender la verdadera causa de tal protección a un furioso enemigo del Sistema, declararon a Monsalud inconsecuente y traidor. «Después que tiene dinero, decían, se ha afiliado en las banderas del absolutismo y de los frailuchos, para poner en seguridad sus fondos». Aviraneta, que no gustaba de perder amigos, y era en el fondo un escéptico glacial, no dejó de tratarle por esto; pero Rufete, hombrecillo de gran vehemencia, que había hecho de sus ideas políticas una superstición india, le manifestó en briosas frases que sería su irreconciliable enemigo, y que si él (Rufete), partidario de todas las libertades, tropezaba en un campo de batalla o en una barricada con quien se había hecho prosélito de todas las tiranías, no estaba decidido a perdonarle. De estas baladronadas y de otros desprecios y majaderías que oyó, se reía el buen hombre, porque hallándose seguro de su rectitud, y deseando vivir lejos de los manejos políticos, no quería dar explicaciones ni menos complacer a la turba de falsos patriotas.

El que siempre se le mostró leal y agradecido amigo fue Seudoquis, ascendido a coronel en los días de la jura, por los servicios prestados en la persecución de la partida de Campos. Estrechó más aquella antigua amistad, originada en peligros y desgracias comunes, la generosidad con que Monsalud salvó por entonces al flamante coronel de sus ahogos pecuniarios, que le habían traído a un estado de horrible desesperación. Seudoquis fue destinado a servir en Vitoria. Los dos amigos se separaron después de algunos meses de vida común y de pesares y alegrías; fraternalmente confiados. Gozoso Salvador de una amistad que en parte atenuaba la aridez de su vida, abandonose al afecto que Seudoquis le inspiraba y le confió algunos secretos de los que más quería.

D. Benigno Cordero hizo a nuestro amigo algunas visitas, en todo el tiempo que medió desde Mayo hasta Setiembre. En la primera maravillose Salvador de oírle decir que no se había casado todavía. En las sucesivas maravillose más por la propia causa, y aún dijo algo acerca de lo mucho que pensaba y maduraba el insigne, cien veces insigne héroe   —337→   de Boteros sus resoluciones. En estas visitas ocurría la particularidad inexplicable de que D. Benigno no hablaba de Sola ni de cosa alguna que con el cansado matrimonio tuviese relación. Hablaban de ocupaciones, de los negocios públicos, de las probabilidades de una guerra sangrienta, de la enfermedad de Su Majestad, la cual iba en tal manera creciendo, que pronto aquel animado muerto sería todo cadáver, entre el espanto de la monarquía huérfana. En las conversaciones de D. Benigno notaba Salvador una particularidad extraña y que no acertaba a explicarse. Era que el buen encajero no hacía más que preguntas y más preguntas, cual si antes fuese inquisidor que amigo, y no llevase más propósito que indagar la vida, conducta y pensamientos de su compañero de casa en San Ildefonso. Después de la primera visita D. Benigno bajó cojeando la escalera; y ciñendo estrechamente al cuello el embozo para abrigarse bien, dijo dentro de su capa: «No sirve, no sirve para el caso».

En una de las visitas sucesivas (y entre unas y otras pasaban próximamente veinte días), dijo para sí: «No es digno, no, del incomparable regalo que he pensado hacerle». Más adelante aconteció que al compás de su trote cojo, murmuraba, marchando hacia su casa: «Quizás, quizás, sepa hacer buen uso de tan incomparable joya». Y por último, (allá por Julio o principios de 12 Agosto, el día antes de partir para los Cigarrales) salió de la visita, pensando así: «Bien va esto, Benigno, esto va bien».

Partió, pues, a los Cigarrales en compañía de Alelí, que ya casi no se podía tener derecho, y allí, en aquel delicioso edén de almendros, aconteció lo que pronto, muy pronto verá el juicioso lector.



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ArribaAbajo- XV -

Fue seguramente en aquellos mismos días cuando Pipaón, deseando rematar convenientemente sus honestas relaciones con Micaelita, determinó echarse al cuello la soga del matrimonio. Exigíalo su posición social, ya considerable, y lo pedía a grito herido su peculio, el cual con el acrecentamiento de los gastos y comodidades necesitaba refuerzos grandes. La idea de ver entrar en sus arcas dentro de poco tiempo las misteriosas sumas encarceladas por D. Felicísimo le quitaba los últimos escrúpulos que pudieran turbarle, y por ver aquella idea hecha realidad tangible y sonante se desposara él, no digo yo con Micaela, sino con el mismo individuo que está a los pies del patriarca San Miguel.

Había pasado bastante tiempo para que el público diese al olvido las manchas que empañaron el antes limpio cristal de la reputación de su   —339→   novia. ¡Bendito olvido, que es la moneda falsa del perdón, y corre de mano en mano produciendo admirables efectos! Aquel olvido, su propia conveniencia y las exhortaciones del Padre Gracián, que había puesto en tal unión empeño particular, labraron el propósito del ilustrísimo D. Juan Bragas, y una mañanita de Julio se levantó con la cabeza fresca y dijo frotándose las manos: «Boda tenemos; esto es hecho».

Visitó a Gracián, a quien halló en su celda, (inescobata célula, según la expresión del consabido macarronizante) y el buen jesuita le felicitó por su buen acuerdo, diciendo que, al casarse, D. Juan honraba a su novia y se honraba a sí mismo, que la sociedad y la Iglesia se alegraban juntamente de ver concluídos en boda los noviazgos largos, y por último que él (Gratianus horridus) pediría a Dios concediese a los dignos esposos prole robusta y numerosa para bien de la cristiandad. D. Felicísimo también recibió con alegría la noticia, porque la colocación de su nieta había llegado a parecerle problema poco menos difícil que la cuadratura del círculo, y Doña María del Sagrario echó un gran suspiro que interpretado libremente expresaba las infinitas gracias que daba a Dios la buena señora por verse libre pronto del inaguantable genio de su sobrina.

No hay que decir cuanto se regocijó la novia al ver próximo el término de la situación equívoca en que estaba, y al considerarse señora y dueña de una casa. Ella contaba con manejar al buenazo de Pipaón como a un dominguillo, y vivir a sus anchas gastando y triunfando. Pajarraco largo tiempo aprisionado y de no muy buenos instintos, ¿a dónde iría al salir de su jaula? De la esclavitud del matrimonio iba ella a hacer la libertad de sus apetitos vanos. Cuando vio asegurada la conquista de don Juan, empezó a hacer sus preparativos.

Quiso Pipaón que su boda fuese de mucho aparato y bullanga. Hasta llegó a imaginar que le apadrinaran los Reyes, o en su nombre algún empingorotado magnate, pero fue tan mal recibido en Palacio, al tantear la voluntad de las personas elegidas in mente por el cortesano para aquel fin, que se trastornaron sus planes. Esto le ocasionó suma tristeza, pero fue causa de una importante determinación, que más tarde había de conceptuar como una de las más felices de su vida. Debe advertirse aquí que, aunque el patriarca zascandilorum asistía a las juntas carlistas del Sr. Carnicero, y en ellas trataba de hacerse pasar por uno de los más ardientes devotos de la causa del Altísimo, no estaba resueltamente decidido a embarcarse de un modo definitivo en tan arriesgado golfo. Como hombre de grandísimo espíritu práctico y acostumbrado a no dar un   —340→   paso sin estar seguro de la firmeza del suelo en que iba a poner el cauteloso pie, mantenía en su pecho una imparcialidad saludable, que era, si bien se mira, el colmo de la sabiduría. Con sagacidad finísima observaba los elementos de uno y otro partido, la calidad y número de las personas que en ellos militaban, el grado de fuerza y vitalidad que en el país tenían, y hallándolos casi iguales y contrapesados, esperaba a que el tiempo y la Providencia robusteciera al uno con detrimento y merma del otro. Es claro como la luz del mediodía que en el momento de declararse la desnivelación, el hábil cortesano se lanzaría con entusiasmo férvido a las filas del partido mayor y más poderoso.

Hallábase en lo más perplejo de su perplejidad, cuando le entró, sin duda por inspiración divina, el deseo de casarse. ¡Oh, fortunate nate! como dirían Virgilio y D. Rodriguín. ¡Quién había de decir que de sus proyectos matrimoniales le vendría la profesión de fe política que le salvó, apartándole del partido guerrero y de una causa que no triunfó entonces ni había de triunfar en lo sucesivo! ¡Ay! en un tris estuvo que personaje de tanta valía se perdiera para siempre, privando a la Administración española de sus eminentes servicios... Es el caso que aquel desprecio con que fue recibido en Palacio afligió mucho al cortesano; la pena lo hizo reflexionar profundamente, y... no parece sino que Dios y la Santísima Virgen le tocaron en el corazón, porque desde aquel día empezó a tener presentimientos de que no triunfarían jamás las ideas absolutistas. Tuvo, si se quiere, cierta presciencia o adivinación genial de los venideros sucesos. A nuestro juicio, debe tenerse por cierto que la inspiración divina alienta no pocas veces a los cortesanos en todas las edades, y les ilumina y conduce para que no den esos terribles traspiés que a veces truncan lastimosamente las más brillantes carreras.

Pipaón, después de pasar algunas semanas apartado de las logias mojigatas (¿por qué no se han de llamar así?) volvió a Palacio; hízose introducir con no pocas dificultades en la Cámara de la Reina, y allí juró y perjuró que él no era ni había sido nunca carlino; que él tenía a Su Alteza por uno de los más desatinados locos nacidos de madre; que si sostenía amistades con algunos individuos del bando de la fe, Dios era testigo de las exhortaciones que él (Pipaón) les había dirigido para desviarles de tan peligrosa y antipatriótica senda; item más, que sin hacer gala de ello había trabajado como un negro (nos consta que empleó la misma frase) por la causa de su Reina niña, ganando voluntades, disuadiendo a este de sus herejías apostólicas, fortaleciendo el desmayado espíritu de aquel, desbaratando planes, y preconizando en todas partes   —341→   las excelencias de aquella Monarquía ideal, histórica y libre, generosa y fuerte. Dijo también, que la niña era muy bonita y que los españoles todos la querían mucho, lo mismo que a su interesante y bondadosa mamá, y, por último, que él (D. Juan) seguía en sus propósitos de siempre, los cuales eran nada menos que derramar la última gota de su inútil sangre por la Reinita de tres arios, que había de ser (en esto no tenía duda; era una corazonada, una nueva inspiración divina) que había de ser, repetía, no sólo la segunda Isabel, sino la segunda Isabel la Católica.

Cuentan los testigos presenciales de la anterior manifestación Pipaónica, que las ilustres personas a quienes el cortesano se dirigía no le dieron todo el crédito a que por sus honrados antecedentes era acreedor D. Juan. Cuentan también que este sacó de su inagotable ingenio nuevas y más enérgicas razones, y hasta se asegura (no garantizamos la exactitud de este último dato) que en los ojos del cortesano brilló una lágrima. Mas, ¿por qué no hemos de admitir una versión que tanto honra al bueno de Bragas? Sí; recojamos aquella lágrima de lealtad, vertida a los pies de una Reina, y guardémosla para engarzarla veinte años más tarde en la corona del marquesado de Casa-Pipaón, concedido para premiar eminentes servicios al Tesoro y al Estado.

Dejando a un lado el testimonio de los presentes en aquella escena, a nosotros nos consta que antes de admitir al señor de Bragas a la gracia soberana, se le exigieron pruebas de que su adhesión no era una mentira. Que él se apresuró a darlas no hay para qué decirlo, y que estas pruebas consistieron en una delación circunstanciada de todo lo ocurrido en dos años en casa de D. Felicísimo, fácilmente lo comprenderá quien haya penetrado, por estas fieles relaciones nuestras, aquel carácter adornado de todas las virtudes de la serpiente. Y no pararon aquí los servicios prestados a la Monarquía infantil por el digno personaje, sino que reveló cosas muy hondas, sólo de él sabidas, y en las cuales había tenido cooperación aparente, con el único fin de profundizar el abismo de iniquidades del partido mil veces execrable (frase suya) que se aprestaba a escribir el nombre de Dios en las banderas del asesinato.

Véase aquí cómo supo embarcarse en bajel seguro y mantener en su compañía a la veleidosa fortuna, su hermana querida y tutelar maestra. El ministro de Hacienda, D. Antonio Martínez, que ya le tenía en capilla para dejarle cesante de su pingüe destino en el Consejo, cejó en sus intenciones perversas. El ilustre funcionario adquirió nuevamente el favor que había perdido en Palacio, y no pudiendo lograr que un   —342→   Príncipe apadrinara sus felices bodas, encontró marqueses y condes que se ofrecieron con bonísimo talante a hacerlo. ¡Ejemplo admirable de las recompensas que el cielo da a la gente amaestrada en el supino arte de la vida!

La boda se fijó para últimos de Setiembre. Mientras la anhelada fecha llegaba, Pipaón iba tres veces al día a Palacio a enterarse de la salud, o mejor dicho de la enfermedad del Rey, la cual se agravaba con tanta rapidez, que el panteón del Escorial le tenía ya por suyo. Su Majestad andaba con mucha dificultad, comía poco, dormía menos, y ya se le hinchaba una mano, ya una pierna. El vulgo, que le tenía por cadáver embalsamado, era en esta creencia menos necio de lo que a primera vista parecía, y en los ataques fuertes casi todo el Rey estaba dentro de vendas negras. Su mirada triste vagaba por los objetos, como depositando en ellos parte de aquella tristeza de que impregnado estaba. Su corpulencia era pesadez; su gordura hinchazón; su cara sonrosada de otros días, una máscara violácea y amarillenta que parecía llena de contusiones. La nariz colgante casi le tocaba a la boca, y en el pelo negro, como ala de cuervo, aparecían y se propagaban las canas rápidamente. Los negocios de Estado, en aquellos días más graves y espinosos que nunca, le aburrían 13 y le preocupaban. La imagen de su hermano, que a veces le parecía un buen hombre a veces un hipócrita ambicioso, no se apartaba de su mente, sobreexcitada por el desvelo. Ya pensaba ablandarle con sus sentimientos fraternales, ya confundirle con las amenazas de Rey. Fue D. Carlos la persona a quien más quiso en el mundo, y había llegado a ser su espantajo, el martirio de su pensamiento, la fantasma de sus insomnios y el tema de sus berrinchines. Adivino de su próxima muerte, el Rey veía arrebatado a su sucesión directa aquel trono que quiso asegurar con el absolutismo. ¡Y era el absolutismo quien le destronaba! ¡La fiera a quien había alimentado con carne humana, para que le ayudara a dominar, se le tragaba a él, después de bien harta! ¡Cómo se reirían en sus tumbas, si posible fuera, los seis mil españoles que subieron al patíbulo para servir de cebo a la mencionada fierecita! Pues y los doscientos cincuenta mil que murieron en la guerra de la Independencia, en la del 23 y en la de los agraviados, ¿qué dirían a esto? ¡Justicia divina! si la mente de Fernando VII se poblaba con estas cifras en aquel tristísimo fin de su reinado y de su vida, ¡qué horrible mareo para hacer juego con la gota! ¡Qué insoportable peso el de aquella corona carcomida! Ya no eran el pueblo descontento ni el ejército minado por la masonería quienes atormentaban al tirano; eran el clero y los milicianos   —343→   realistas, capitaneados por un hermano querido. La víctima antigua, inmolada sobre el libro de la Constitución con el cuchillo de la teocracia, no infundía cuidado; lo que perturbaba era el cuchillo mismo revolviéndose fiero contra el pecho del amo. ¡Oh, qué error tan grande haber sacado de su vaina aquella arma antigua cuando ya comenzaba a enmohecer!... El pobre Rey, a quien la Nación no amaba ni temía ya, debió, sin duda, los pocos consuelos de sus últimos meses al espíritu tolerante de su mujer, y si él no se dejaba arrastrar públicamente al liberalismo, sabía tener secretas alegrías cada vez que el Gobierno mortificaba a la gente apostólica. Su alma rencorosa hubiera llegado a la aceptación de las nuevas ideas, no por convencimiento sino por venganza, porque estaba harto de clérigos, harto de absolutismo, harto de camarillas, harto de su hermano, y si viviera más, hubiéramos visto un liberalismo verdugo, como antes vimos una teocracia cazadora de hombres.

El Rey empleaba largas horas escribiendo al Infante. Creía que con cartas y amonestaciones podría convencer a aquella piedra viva que se llamó D. Carlos, piedra por la tenacidad y falta de inteligencia. En la célebre correspondencia de ambos hermanos, las frases más cariñosas envuelven amenazas terribles. Se ven ríos de sangre corriendo bajo aquellas flores de la zalamería fraternal. Fernando hacía alarde de su autoridad, de su prestigio de Rey y Señor; D. Carlos manifestaba en cada renglón profundo convencimiento de sus derechos, arraigado en la falsa piedad. En sus cartas se veía, bajo las protestas de honradez y buena fe, la ferocidad de la ambición de las infantas brasileñas. Ellas lo instigaban a desobedecer al Rey; ellas le sugerían fórmulas hábiles para disimular con razones y pretextos la rebeldía; ellas eran el alma, la acción, la furia y la iniciativa del partido, mientras D. Carlos era la pantalla de santurronería, que tan bien cuadraba a la cansa para hacerse pasar por causa religiosa.

Cuando no escribía cartas, Fernando, comúnmente aburrido de su ordinaria tertulia, pasaba largas horas en el cuarto de las niñas. Era la primera vez en su vida que probaba los deleites puros de la familia. Aquel vicioso que tan mal había empleado su tiempo, se sorprendía ahora de verso ocupado en puerilidades, y bastaba cualquier síntoma de dolencia en Isabelita, para que se olvidase de los negocios de Estado y de los malos pasos en que andaba la corona. Preguntaba con frecuencia por las más insignificantes cosas referentes a las niñas, y si Luisita Fernanda daba en no querer mamar, ya había motivo para graves cuestiones, preguntas y comentarios. Cuando todo iba bien, cuando las niñas   —344→   parecían estar sanas y contentas, o Isabelita se quedaba dormida abrazada a su muñeca, el Rey solía pasear por las anchas cámaras, dando el brazo a Cristina. Ambos marchaban despacio, porque la cojera del Rey exigía un lento y cauteloso modo de sentar los pies. Cristina hablaba poco de negocios políticos, y hacía pronósticos alegres sobre la salud de su marido. La gota, según ella decía, iba cediendo, y era de esperar que en el próximo invierno no hubiese ataques fuertes. El Rey suspiraba incrédulo, y se acordaba de su conducta, que era la premisa lógica de su gota. De pronto cesaba el paseo: Su Majestad se detenía un rato ante el balcón por donde se veía la Plaza de Oriente, que entonces era un páramo. Miraba un rato las casas de Madrid, y dando un gran suspiro, tornaba al paseo lento y trabajoso. No se oían los pasos, sino el golpe del fuerte bastón en que se apoyaba el Rey, y que con lúgubre compás sonaba en el alfombrado suelo.

Desde el 19 de Julio hasta el 27 de Setiembre el Rey sufrió mucho de un dolor en la cadera izquierda; pero no guardó cama. Sus comidas eran penosas por falta de apetito. Cristina le acompañaba incitándole a tomar alimento con las mil zalamerías que usan, para estos casos, las mujeres cariñosas. De este modo Fernando se engañaba a sí mismo algunas veces, creyendo que comía con gana.

El 27 el Rey quiso levantarse de la cama; pero advirtió que sus extremidades no le obedecían. Estaba débil, tan débil que no se podía mover. Vinieron los médicos y le llenaron de cantáridas. La mano derecha se hinchó de tal modo que parecía una cabeza. Su Majestad notaba dentro de si un enorme volumen inexplicable, como si otro cuerpo entrase dentro de su cuerpo y le invadiese y ocupase poco a poco. Los dolores se apaciguaron, dejándole dormir con pesado y brumoso sueño. El 29 Su Majestad se encontró torpe para hablar, torpe para discurrir. Empezaba a reinar en él una indiferencia triste. Le pusieron cantáridas en la nuca. Con esto el Rey de España se reconoció otra vez Rey de España. La mostaza, prolongando un reinado, tomó parte en la historia. Los médicos parecían satisfechos y quisieron ver cenar al Rey. Cristina dispuso la comida y Fernando comió mejor que los días anteriores. Después dijo, «tengo sueño», y los médicos salieron para dejarle descansar. Era costumbre en él, durante los últimos tiempos de su enfermedad, dormir una breve siesta. Aquel día, Cristina, quedose con él en la estancia y se sentó al lado del lecho real. El Rey cerró los ojos sin decir nada, y pareció que se dormía con sueño tranquilo. Cristina le miraba. Una secreta intuición le decía que se estaba quedando viuda... De repente   —345→   observó en el rostro de su esposo un movimiento extraño y un cambio de color más extraño aún. Llamó con espanto, entraron los médicos que estaban de guardia y el capitán de guardias duque de Alagón. Los tres médicos, el duque y Cristina contemplaron la cara del Rey. El médico pulsaba, y luego dejaba de pulsar, como un piloto que abandona el timón cuando no hay esperanzas de evitar el naufragio. Cinco minutos duró aquel estado, en que cinco personas miraban un semblante. Pasados los cinco minutos Fernando VII no existía.

Fue una muerte breve, sin aparato, sin agonías tormentosas. Estaba muerto y nadie tenía la persuasión de que el Rey no vivía, porque aquel estado inerte podía ser un desmayo como otras veces. A pesar de que los médicos aseguraron que ya no había Rey, Cristina dispuso que no se tocase el cadáver hasta las veinticuatro horas. Retiráronse todos y en Palacio hubo el movimiento vertiginoso que acompaña a los grandes sucesos de las monarquías. Nadie lloraba. Los cortesanos que habían sido fieles a la persona, pero que no simpatizaban con las ideas, se preparaban a abandonar la casa. Las salas, las galerías, las cámaras, estaban llenas de corrillos. La curiosidad, el recelo, la desconfianza, el miedo, la duda, formaban aquel extraño duelo, en el cual había todo menos lágrimas. «Ahora sí que se ha muerto de veras», murmuraba el labio cortesano en pasillos y galerías, y tras esto surgían infinitos planes de conducta.

En la madrugada del 30 la descomposición selló la muerte del Rey, para que nadie pudiese dudar de ella. Estaba escrito que la conclusión de aquel reinado fuera en todo conforme al reinado mismo. Entregose el cuerpo a la etiqueta, que hizo con él lo que es de rigor en tales casos. Dejémosle en poder de la mayordomía, que le lleva de ceremonia en ceremonia hasta depositarle en el Escorial. La Corte, los pueblos, le veían pasar sin sentimiento. No ha habido Rey más amado en su juventud ni menos llorado en su muerte. Abierto su testamento se vio que dejaba veinticinco millones de duros, y que mandaba decir veinte mil misas por su alma... Requiescat...



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ArribaAbajo- XVI -

No se le cocía el pan a D. Benigno Cordero hasta no ver realizado un pensamiento suyo de grandísima importancia. Desde aquella noche en que Sola se expresó con tanto calor, diciendo, «quiero casarme con el viejo», este, lejos de mostrarse ensoberbecido con declaración tan halagüeña, se volvió más taciturno. Fueron a pasar el verano a los Cigarrales, y dos tardes después de instalarse en su casa de campo, Cordero salió a paseo con Sola, bajando hacia la margen del río. El héroe se apoyaba en su bastón nudoso, y en los pasos difíciles, que eran los más, pedía auxilio al brazo de Sola. Esta no deseaba otra cosa que servirle y complacerle.

-Hijita -le dijo, cuando pasaron de las higueras del tío Reza-quedito, punto desde el cual ya no se veía la casa-, hoy tengo que decirte la última palabra acerca del asunto que hace tiempo me trae muy caviloso. Me he dado una batalla, querida Sola, me he dado una batalla y me he arrollado completamente, me he derrotado en toda la línea. Acaso no me entenderás.

-No mucho -dijo Sola, creyendo deber decir que no, aunque algo se le iba entendiendo de aquellas cosas, y aun algos había ella penetrado en días anteriores, con su natural agudeza.

-Pues se han concluido mis vacilaciones y a casarse tocan. Entre los dos se establecerá un parentesco de cariño, de agradecimiento y de amistad que no nos separará sino en el sepulcro. ¿Insiste usted en lo que manifestó aquella noche? Creo que no lo habrá olvidado usted, pues yo, si cien años viviera, no lo olvidaría.

-No lo he olvidado, y ahora repito lo que dije, y me confirmo en ello.

El héroe se detuvo y la miró con seriedad afable...

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-Repare usted bien que pronunció palabras muy categóricas y muy graves -le dijo en tono de queja-. Grabadas están en mi memoria.   —348→   «Como Dios es mi padre... ¿no fue así?... como Dios es mi padre, juro que quiero casarme con el viejo».

-Así fue -afirmó Sola, repitiendo aquel eco de su alma-; con el viejo, con el viejo.

-Es decir, conmigo.

-Con usted.

D. Benigno anduvo algunos pasos, y deteniéndose luego, habló así entre turbado y festivo:

-Pues bien, hija de mi corazón, yo tengo ahora un antojo que quizás usted lleva a mal; a mí me ha entrado un capricho, una manía... Qué quiere usted... siento decírselo... quizás se enfade.

-¿Qué?

-Pues es que... que ahora me tocan a mí los mimos... y, en una palabra, que ya no quiero casarme con usted.

Y echándose a reír, añadió:

-Nada, hijita, le doy a usted calabazas... ¿no contaba con mis veleidades, eh? ¿No contaba usted con las coqueterías del viejo?

Y al decir esto abrió los brazos, derramó una lágrima, y riendo siempre, estrechó a Sola contra su corazón, en el cual se desbordaban los afectos más puros.

-Venga acá, hija de mi corazón - exclamó-, venga acá y abráceme también. Dios me ha iluminado para hacerla el mayor bien que podría usted esperar de mí. Felicitémonos ambos de este triunfo de mi razón, y ahora entonemos un himno al sentido común que ha sido nuestro salvador.

Sola comprendía a medias.

-¿Quiere usted que nos sentemos en esta piedra?

-Sí -dijo Sola, ávida de hablar, de oír explicaciones-, sentémonos. Usted aquí... que está más seco.

-Cuando me dijo usted aquellas palabras -manifestó D. Benigno, quitándose los anteojos para limpiar los vidrios que se habían empañado ligeramente- me quedó en el primer momento en éxtasis y como deslumbrado. Después tuve la suerte de no dejarme alucinar por las pasiones, y de ver claro en un asunto tan expuesto al error. Parece que el buen sentido se redobló en mí, preparándose para la gran batalla que se iba a dar en el campo de mi espíritu, y que las pasiones se aterrorizaron, anunciando su vencimiento. ¡Ah! hija de mi corazón, el viejo fue iluminado por Dios y pudo pesar sus escasos méritos, sus achaques, sus... condiciones, poniendo todo esto al lado de tu lozana juventud,   —349→   merecedora de mejor destino. No sé cómo fue aquello; pero recuerdo que se agrandaban a mis ojos los inconvenientes y se amenguaban las ventajas mutuas; comprendí que iba a hacer un disparate y a dar un resbalón más grave que el que me ocasionó la rotura de esta endiablada pierna: me sorprendí arrepentido, hija; no sé cómo fue aquello, sí, me sorprendí arrepentido, y sin saber cómo empecé a ver claro, clarísimo, y me dije: «la quiero demasiado para casarla conmigo».

Sola no sabía qué decir. Las palabras que oía revelaban tal convicción y D. Benigno le infundía tanto respeto, que no se atrevió a contestarle ni a defenderle contra su buen sentido. Pensó primero que debía insistir en lo del matrimonio; pero afortunadamente desistió de una idea que habría sido impropia. Su bondad lo inspiró la declaración más digna en sus labios, diciendo:

-No tengo más voluntad que la de usted... Haga usted de mí lo que quiera.

-Barástolis, muy bien dicho. Pues yo quiero hacer de usted una hija... Hasta ahora no había querido tener con usted esa familiaridad inocente que consiste en tratarla de tú. Pues ya que no hay nada de casorio, quiero tener contigo, contigo que eres mi hija, la familiaridad propia de un padre; quiero tutearte... Y en este momento es preciso que sellemos nuestro parentesco dándonos un abrazo pero muy apretado... así... no hay cuidado. Ya no somos novios, hijita.

Se abrazaron estrechamente, confundiendo la bondad de sus corazones.

-Ya no somos novios -repitió D. Benigno-. Aquello era una tontería. ¡Me lo ha revelado Dios por conducto de estos achaques míos, y mi razón me dijo tantas, tantas cosas!... No dudé, ni por un instante, de la sinceridad de tu consentimiento. Convencido estoy de que te habrías casado gustosamente con el viejo, de que le habrías querido, de que le habrías sido fiel, de que le habrías cuidado mucho cuando pasara, el pobre, de viejo a viejecito, cosa que no puede tardar... Pero, hija mía, tu consentimiento y aquellas palabras admirables que me dijiste brotaban de tu gratitud, del afecto filial que me tienes. ¡Ay! No se hacen los buenos matrimonios, no, con estos ingredientes. Es preciso no forzar la naturaleza, no forzar los sentimientos naturales, haciendo de la gratitud amor; es preciso, sobre todo, dar a cada edad lo suyo y no empeñarse en reverdecer la venerable vejez, ni marchitar la hermosa juventud, uniendo una cosa con otra fuera de sazón. No, mil veces no. Tú, al querer ser mi esposa, domando un sentimiento robusto que vivía y vive en   —350→   tu corazón, hacías un sacrificio sublime. Yo te lo agradezco, porque comprendo cuán sincero era aquel sacrificio; pero no quiero aceptarlo... Dicen que yo fuí héroe en cierta ocasión; pues aquello de Boteros es tortas y pan pintado en comparación de este arranque de energía que acabas de ver, hija mía, porque esto me ha costado más luchas, porque yo también sé hacer un sacrificio. No se renuncia sin trabajo a un bien seguro, a un bien tan delicioso, a todo lo que me prometían tu juventud, tu cariño leal, tus méritos inmensos, tu belleza, hija... pues ahora que no soy novio, puedo decirte que cada vez te vas poniendo más guapa... En fin, hija, he creído amarte mejor y servirte mejor, y amar y servir mejor a Dios, dándome a ti por padre que por esposo... Y aún me queda otra cosa mejor que decirte. Esto que he hecho sería incompleto, muy incompleto. Si quedara así... Pero no, yo no hago las cosas a medias. Mis heroísmos, cuando salen de mí, no son pamplinas. Al hacerte mi hija, quiero llenar el vacío que hay en tu existencia, y poner a tus sentimientos la corona que has ganado; quiero llenar de felicidad hasta los bordes ese vaso de tu vida que poco a poco se ha ido vaciando de sus antiguas tristezas; quiero casarte con el hombre que amas, con ese de quien ya puedo asegurar que te merece.

Sola se quedó espantada. Tan grande era la novedad de aquella idea, que necesitó algún tiempo para tenerla por lisonja. Se quedó pálida como una muerta, y tanto se trastornó su fisonomía, que teniendo vergüenza de que D. Benigno sorprendiera en ella la impresión hondísima que experimentaba, bajó la cabeza. Cordero puso las palmas de sus manos en las sienes de ella, y atrayéndola, le dio un beso en la frente, diciendo:

-Gracias a Dios que te puedo dar este besillo, para demostrarte de un modo material el cariño honesto que te profeso, cariño de padre, que yo quise echar a perder tontamente. No te avergüences de lo que sientes al oír lo que acabo de decirte. Es natural... Con este otro beso te quito la vergüenza. Que venga tu futuro esposo a impedirme que te bese... Si alguien nos viera, ¿qué diría?... Pero nosotros, nos reiríamos y contestaríamos sin ponernos colorados: «Ya no somos novios, ya no somos novios».

Sola se echó a reír. Después se puso muy seria. En su trastorno no sabía qué manifestaciones serían más convenientes, y así dejó a su rostro que expresara lo que quisiera.

-Veo que te has puesto muy seria y como enojada -le dijo el héroe-. ¿No te gusta mi proyecto?

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-Es, que... -balbució Sola, no disimulando el gran temor, que de improviso llenó su alma-. Es que... podría suceder... Y ¿quién me asegura?....

-¿Qué podría suceder, tonta?

-Podría suceder que él no me quisiera ya.

-¡Bonita idea! ¿Me tienes por un necio? ¿Me crees capaz de inclinarte a ser esposa de un hombre, sin saber si ese hombre te quiere, y lo que es más aún, que te merece?

-¡Entonces, ha hablado usted con él!... ¿le ha dicho?... y ¿él le ha dicho?... ¿ustedes se han ocupado de esto antes de hablarme a mí?... ¿Él sabe?... ¿usted y él?...

De este modo expresaba Sola su curiosidad, no acertando a interrogar sin que preguntas mil, inconexas y atropelladas, se enredaran en sus labios, queriendo salir todas a la vez.

-Todo se ha previsto... -afirmó con paternal reposo D. Benigno-. Calma, calma. No puedo decirte en pocas palabras lo que he hablado con ese buen señor; pero puedo asegurarte que tiene por ti un cariño bastante parecido a la idolatría... Cuando este pensamiento mío empezó a atormentarme el cerebro fui a ver a mi hombre. No sé qué agitación, qué falta de asiento y aplomo encontré en él. Te juro que no me gustó nada, y al salir, dije para mí. «No la merece: no le entregaré yo el ángel de mi casa». Volví poco después y hablamos de varias cosas. Su conversación me encantó. Hallole, como siempre, leal y discreto. Pero se me antojó que se ocupaba demasiado de política, y dije: «Nones, están verdes para ti. No quiero que mi hija viva sobre ascuas, pensando si ahorcan o fusilan a su marido... Guarda, Pablo». En una tercera visita... estas visitas mías fueron exploraciones habilidosas y tanteos para conocer si era digno o no del tesoro que yo le iba a regalar, y así jamás le revelé mis planes... pues decía que en una tercera entrevista hablamos cordialmente, y él se espontaneó de tal modo conmigo, me abrió su corazón con tanta franqueza, me expuso sus ideas y planes de vida con tanta sinceridad, que al salir me dije para mi sayo: «Sí, es preciso dársela. Le corresponde de hecho y derecho». Después corrieron entre los amigos rumores malévolos respecto a él... Dijeron que se había hecho carlista...

-¡Él!

-Calumnias y simplezas. Fui a verle, charlamos. Aquel día le hice indicaciones de mi proyecto. Él pareció comprenderlo y se puso pálido, muy pálido.

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-¡Pálido! -repitió Sola, que tenía sus claros ojos fijos en D. Benigno, y no perdía ni la más ligera inflexión de sus labios elocuentes.

-Pues... pareció que se conmovía, y me abrazó, ¿entiendes? me abrazó. Yo le dije que nos volveríamos a ver pronto.

-¿Y eso fue...?

-La semana pasada, hija, en mi último viaje a Madrid. ¿Recuerdas que dije iba a comprar bisagras y fallebas para las puertas nuevas? En efecto, compró mucho hierro; pero el principal móvil de mi viaje fue saber de la propia boca, de ese señor novio tuyo... démosle este nombre... saber de su propia boca si era verdad que se había hecho carlista.

-¡Qué asquerosa calumnia! -exclamó Sola con ardor, confundiendo con una frase a los inventores de tan maligno despropósito.

-Él me desengañó quitándome aquel escrúpulo.... porque, a la verdad, hija de mi corazón, si mi yerno sale con la patochada de afiliarse a esa bandera odiosa y se echa al campo a defender la religión a tiros... No lo quiero pensar, ¡barástolis!... ¡Bonito negocio habríamos hecho! Afortunadamente para él, quedé convencido de que no ha pensado nunca ingresar en la orden sacristanesca, y cuando salí de la casa, dije: «¡Tuya es, bribón, te la has ganado, pillo! Dios me manda que te la entregue. Ahora, que San Pedro te la bendiga».

-¿Y tampoco ese día lo dijo usted claramente...? -preguntó Sola, deteniéndose a media pregunta, porque le quemaba un poco los labios la segunda mitad o el rabillo de la pregunta entera.

-No le dije nada claramente, porque no me pareció discreto abrirle de par en par las puertas del cielo sin contar antes contigo. Pero le abrí un resquicio, le di a entender mis intenciones, y el bendito hombre parecía, como vulgarmente se dice, que veía el cielo abierto; de tal modo le brillaban los negros ojos. Quedó envolver a principios de Octubre, y cuando me despedí, le dije: «volveré un día de estos. Vendré, y quizás, o sin quizás, le traerá a usted noticias que le contenten mucho».

-Hoy es 1.º de Octubre -dijo Sola, con frase rápida, como centella de palabra que de sus labios saliera.

-No, que es mañana -apuntó Cordero riendo-; yo tengo el Calendario en el dedo. No quieras ahora que los días salten unos sobre otros. El tiempo es un señor a quien se ha de tratar con muchísimo respeto. Observa la calma y el método con que anda. A veces parece que va despacio, a veces que corre como un galgo; pero es ilusión nuestra: su señoría no sale nunca de su paso. Mañana, hija querida, iremos a Madrid.

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-¡Yo también!

-Pues es claro. Quiero que os veáis, que os habléis. Luego vosotros os entenderéis, y mi papel quedará reducido a preparar algunas cosillas que para la boda sean necesarias...

Dio un suspiro, y estrechando luego entre sus manos las de Sola, que estaban frías, sin duda porque todo el calor se recogió en su corazón alborozado, dijo Cordero estas palabras:

-Te voy a dirigir un ruego. ¿Lo atenderás?

-¡Qué pregunta! -exclamó Sola, echándose a llorar antes de conocer el ruego.

-Pues quiero suplicarte, que después de casada, ya que mis hijos no puedan ser tus hijos, como proyectábamos, les mires como tus hermanos.

Sola le contestó con el río de sus lágrimas, que no permitían palabras. Ni eran necesarias las palabras.

-Si me ves llorar -dijo D. Benigno, secándose una lágrima con gesto heroico-, no creas que estoy afligido ni desconsolado. En mi pecho no caben ni envidias de mozalbete ni el duelo de deseos frustrados. Tranquilo estoy y contento, contentísimo. Si lloro es por la atracción de tus lágrimas que hacen correr las mías, sin saber por qué. Tuve un poquillo de pena, sí; pero me consuela el saber que si mis hijos han perdido su segunda madre, buena hermana se llevan, ¿no es verdad?

Principiaba a caer la tarde y se sentía el fresco del Tajo. D. Benigno propuso que se retiraran a casa, y dejando la perla dura, tomaron el camino áspero y tortuoso.

-Ya van creciendo las noches -dijo Sola, dando el brazo a su padre.

-Sí, hija mía -replicó este-, y el mañana tarda un poco más; pero viene, no tengas cuidado.

-Ya no recuerdo cuánto se tarda de aquí a Madrid.

-Pues no es mucho. Tomaremos el coche de Peralvillo, que es el que va más pronto. ¿No sabes la novedad que hay en el mundo? Pues ahora han inventado en Inglaterra unas máquinas para correr, un coche diabólico que va como el viento, y anda, anda... No sé lo que anda; pero si hubiera uno desde Toledo a Madrid, iríamos en dos horas.

-¡En dos horas! Eso es fábula.

-¿Fábula? Me lo ha dicho D. Salvador, que lo ha visto.

-¿Él ha visto esa máquina?

-Y ha andado en ella.

-¿Él ha andado en ella? Será cosa magnífica.

-Figúrate...

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D. Benigno se detuvo, y con la complacencia que producían en él las maravillas de la naciente industria del siglo, se preparó a dar a su hija explicaciones demostrativas, para lo cual puso horizontal el bastón y deslizó los dedos sobre él.

-Figúrate que hay en el suelo dos barras de hierro donde se ajustan. las ruedas de unos enormes coches... así como casas. Estos coches van atados unos a otros. A poco que les empujen, como las ruedas se ajustan a las barras de hierro, ¡zás! aquello corre como una exhalación.

-Ya entiendo... las mulas...

-Si no hay mulas, tonta... Ya te lo explicará D. Salvador, que ha montado en esos vehículos. Esa diablura la han puesto los ingleses entre un pueblo que llaman Liverpool y otro que nombran Manchester. Dice D. Salvador que aquello es volar.

-¡Volar! ¡Soberbia cosa!... -exclamó Sola con entusiasmo-. Decir «quiero ir a tal parte ahora mismo» y...

-Y salirse uno con la suya. Pues, te dirá: no hay caballos. Todo aquel rosario de coches está movido por un endemoniado artificio o mecanismo, que tiene dentro fuego y vapor, y sopla que sopla, va andando. Yo no sé cómo es ello. Me lo ha explicado D. Salvador; pero no lo he podido entender.

-¿Y esa manera de ir acá y allá no se pondrá en otras partes?

-Sí, dice nuestro amigo que se va extendiendo; que en Inglaterra están haciendo más de esos benditos caminos de hierro, y que en Francia, van a empezar a ponerlos también.

-¿Y en España, ¿no los pondrán?

Cordero dio un suspiro.

-Ahora va a empezar una guerra, si Dios no lo remedia -dijo con tristeza.

-Cuando concluya...

-Quizás empiece otra... Pero, al fin y al cabo, también tendremos aquí esos caminitos, aunque sólo sea para muestra. D. Salvador dice que se extenderán por toda la tierra, y que hasta las regiones más incultas llegará esa máquina que corre a soplos.

-¿Y la veremos por aquí, por este caminejo?

-¿Por qué no?

-Y podremos decir: «A Madrid...».

-Sí; pero ese prodigio no acontecerá mañana, hija querida -dijo Cordero sonriendo-. Por ahora nos contentaremos con las tres mulitas de Peralvillo.

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Entraron la casa, donde hallaron a D. Primitivo Cordero, sobrino de D. Benigno, que venía a pasar unos días en los Cigarrales, y traía estupendas nuevas de la Corte, entre ellas la muerte del Rey. Cenaron todos un poco tristes por la influencia melancólica de tales noticias, de los comentarios lúgubres con que las acompañó el ex-capitán miliciano, y de los presagios fatídicos que hizo.

Cuando D. Benigno manifestó su propósito de ir a Madrid el día venidero, Primitivo le anunció con oficioso pesimismo que probablemente encontraría las tropas insurreccionadas en las calles, la anarquía imperante, y la villa entera, la Corte y la monarquía, dadas a todos los demonios.

Al despuntar la aurora del siguiente día Sola se levantó, y abriendo de par en par la ventana de su cuarto, que daba al campo, y a cuyo alféizar subían las ramas más altas de los almendros, aspiró el aire balsámico de la mañana y miró los senderos, el suelo, la torre de la catedral insigne, que a lo lejos y en medio del verdor oscuro del paisaje lucía como un ciprés de piedra, dejó correr luego sus miradas por el suelo adelante hasta el horizonte, término de amarillentas lomas y de azulados pedregales; fue con su espíritu más allá del horizonte mismo; volvió con tristeza. Se podría haber creído que echaba de menos aquellas barras de hierro de que D. Benigno hablara la tarde anterior y que, de existir, permitirían a los hombres remedar el maravilloso viajar de los pájaros. Nada vio en los torcidos senderos que indicase que las hadas se habían ocupado la pasada noche en tender aquellas vías metálicas, milagro de la locomoción, increíble camino más propio para ser recorrido con las alas del espíritu, que con los pies de la materia.

Poco después se levantó Cordero. El coche de Peralvillo no podía tardar, y era preciso sustentarse de chocolate y bollos para el largo y molesto viaje. Sola dio punto a las meditaciones para atender a los diversos menesteres de aquella hora, y cuando D. Benigno y ella se encontraron solos, el héroe no pudo menos de preguntarle por qué había en sus ojos huellas de lágrimas, siendo las circunstancias más bien propicias que adversas. Sola contestó que no había podido dormir en toda la noche, porque las cosas tremendas que contó Primitivo y los augurios que hizo llenaron de misterioso pavor su espíritu. Verdad era esto que dijo; pero también había influido mucho en su insomnio doloroso la brusca y radical mudanza en su destino, en sus ideas todas por la conversación que ella y su dignísimo protector tuvieron a orillas del río. Sola no quiso ocultar a Cordero todo lo que sentía y pensaba.

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-Estoy tan aturdida desde ayer tarde -le dijo-, que no sé lo que me pasa. He pasado toda la noche imaginando catástrofes o soñando tropiezos y caídas. No me puedo convencer de que Dios me lleve ahora por ese camino tan distinto del que antes seguía, sin que sea para ir derecha a una desventura muy grande. Yo nací con mala estrella.

-Patrañas, querida hija; cosas de la imaginación -replicó D. Benigno, apurando su chocolate-. No nos entreguemos a cavilaciones hueras y tengamos confianza en Dios. Eso de malas y buenas estrellas no es muy cristiano que digamos.

-Es verdad; pero yo no puedo evitar el sospechar peligros, el tener miedo de todo, y el presentir desgracias. Es una especialidad mía. Si Primitivo no hubiera contado tantos horrores... Ahora, con la muerte del Rey, se va a encender una guerra tal, que España va a ser una Nación de huérfanos y viudas. Sí, así será... Correrán ríos de sangre, ríos caudalosos como los de agua, y los hermanos matarán a los hermanos... todo por saber si ha de reinar la sobrina del tío o el tío de la sobrina. ¡Qué horrorosos disparates! ¡Y estas cosas pasan en reuniones de gente que se llaman países y naciones!... ¡Y esta es la decantada sabiduría de los hombres de Europa que se ríen de los salvajes! Yo, mujer ignorante, digo que esos sabios no tienen sentido común.

-Hija de mi alma -exclamó D. Benigno-, estás hablando como el patriarca de la filosofía, como Juan Jacobo Rousseau. Sí, el estado actual de las naciones y el sentido común son incompatibles.

En su entusiasmo, Cordero tremoló la servilleta que acababa de desprender del ojal de su levita. Aquel lienzo era la bandera del sentido común, pabellón sin colores y sin heráldica.

-No he podido apartar de mí en toda la noche -dijo Sola-, una idea que me hace estremecer de pena. ¿Quién nos asegura que el hombre a quien vamos a buscar, no estará ya comprometido en la guerra civil? ¿No será probable que esté disparando tiros en las calles? ¿No puede suceder que está ya muerto?

-Calla, tonta... Un hombre tan juicioso... ¿No comprendes tú...?

-Yo no comprendo nada, yo siento y nada más. El corazón suele tener unas adivinaciones tan raras... A veces, el muy pícaro, se empeña en una cosa, y Dios se encarga después de darle gusto... Ojalá me equivoque. Y ahora Dios no nos manda tan sólo el azote de la guerra civil, nos manda también otro, esa terrible enfermedad... ¿no oyó usted hablar a Primitivo de esto? Es un mal muy raro, por el cual se muere la gente en pocas horas, a veces en minutos; es una puñalada invisible que sorprende   —357→   y mata, y nadie está seguro de vivir dentro de media hora.

-Sí -dijo D. Benigno, cayendo en sombría tristeza-, es el Cólera morbo asiático.

Al oír este nombre repulsivo y espantoso, Sola sintió correr por su cuerpo un frío displicente. Cordero sintió lo mismo.

-Esa enfermedad -añadió-, ha aparecido en Andalucía. Las personas van muy tranquilas por la calle, y de repente ¡plaf! se caen al suelo y se mueren. Pero esta infección no llegará a Madrid... Vamos, en marcha, ahí está el coche.

Oyeron las alegres campanillas de las mulas de Peralvillo. Sola se despidió de los niños llorando, y les prometió que volvería muy pronto. Al subir al coche, dijo:

-¿Tardaremos mucho?

-Volaremos -afirmó el héroe-. Peralvillo, llévanos a prisa... ¡Oh! ¡qué lástima que no tengamos ya por aquí esos carriles de Satanás!

Y tenía razón. ¡Lástima grande que en aquella ocasión crítica no existieran los carriles de Satanás!



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ArribaAbajo- XVII -

La mañana del 29 y cuando nadie sospechaba que la muerte del Rey estuviese tan próxima, dejó de ser soltero Pipaón. Los tiernos esposos recibieron la bendición nupcial en la hermosa iglesia de San Cayetano, que hace esquina a la calle del Oso, y el encargado de darla fue el Padre Carantoña, de la orden dominica, grande amigote del desposado. Asistieron personas de calidad, hubo mucha pompa eclesiástica y mundana, se repartieron limosnas, y todo fue dispuesto para que en los barrios del Sur quedara memoria del suceso por dilatados tiempos. La sordidez de D. Felicísimo no   —359→   permitió que el almuerzo de rúbrica se diera, como parecía natural, en la casa de la desposada y diole en la suya Pipaón con mucho rumbo y magnificencia. Pero lo más notable del día fue el altercado que tuvo nuestro cortesano con D. Felicísimo. Los recién casados, creyendo que si el vejete no les daba de almorzar, no les negaría su bendición, fueron allá muy gozosos; pero el Demonio, que jamás descansa, hizo que Carnicero tuviese noticias ciertas aquella misma mañana de las traicioncillas de Pipaón y de los soplos infames que había llevado a la antecámara de Su Majestad la Reina Cristina. Estaba el buen señor trinando cuando llegaron los cónyuges, y ojalá que no hubieran llegado jamás, porque así como estalla un volcán, reventó la cólera de D. Felicísimo, y no quedó dentro de su boca palabra mal sonante ni epíteto quemador. Púsose blanco el bendito agente, como piedra caliza, y su rostro plano causaba terror, porque parecía próximo a descomponerse en piezas, cayendo cada fracción por su lado. En vano quiso disculparse Pipaón, en vano Micaelita intentó disculparle también, llevada del amor que aquel día le tuvo, y hasta Doña María del Sagrario arrojó con timidez una palabra de paz en medio de la ardiente filípica. Aumentábase el furor del terco viejo con las réplicas, y para concluir echó a sus nietos a la calle, ordenándoles que no volviesen a poner los pies en aquella casa de lealtad, y conminándoles con desheredarles del mejor modo que pudiese. Los esposos salieron cabizbajos, y cuando se despedían de Doña Sagrario en la puerta, el condenado vejete agarró con su zarpa acerada el brazo de Tablas, que a su lado estaba, y con ardiente anhelo le dijo:

-Tablas, cuatro duros, cuatro duros para ti, si vas ahora y le das un puntapié a ese tunante y le arrojas rodando por la escaleras. No hagas daño a mi nieta, ¿entiendes? a mi nieta no.

El atleta no quiso desempeñar el indigno papel de cachetero que en aquella repugnante contienda doméstica se le designaba, y todo quedó en tal estado. Después riñó D. Felicísimo con Doña María del Sagrario, con la criada, con Tablas, y a todos les mandó que se fuesen a la calle y le dejaran solo, pues para vivir entre espías o traidores, prefería estar solo con el leal y desinteresado gato. El buen señor desahogaba su cólera sonándose, sonándose fuerte y repetidamente, y aquel furioso trompeteo resonaba en la casa como las cornetas de un llamamiento militar. No era en verdad ilusión que los frágiles tabiques de la casa temblaran como las murallas de Jericó, porque durante el ir y venir de la gente en el momento del berrinchín, el piso se estremecía de tal   —360→   modo y con tan amenazadora trepidación, que los expulsados tomaban con gusto la puerta.

Por la tarde, y cuando no se habían aplacado aún los irritados espíritus del agente eclesiástico, entró a verle Salvador Monsalud. D. Felicísimo lo recibió con desabrimiento.

-Le he mandado venir a usted -dijo tomando el pie de cabrón y dando con él fuerte porrazo sobre la mesa-, para comunicarle noticias muy desagradables acerca de nuestro amigo el Sr. D. Carlos Navarro. Usted, jí, jí, se tomó por él tanto interés cuando aquella diablura de su encierro en la cárcel de Villa, que no dudo en acudir a usted, ahora que el insigne guerrero del Altísimo se halla en un trance mucho más peligroso.

Oyó Salvador con notorio interés estas palabras, y después de manifestar que no había favorecido a Navarro por simpatías carlinas, sino por consideraciones de gratitud y de amistad absolutamente personales, rogó a Carnicero no ocultara nada de lo que al digno soldado del Altísimo ocurría. El vejete se revolvía en su asiento. Tomando y dejando con las inquietas manos, este o el otro papel, porque estaban sus nervios en completa anarquía, dijo así:

-Ya llegará la hora de esos canallas, ya llegará, ¡vive Cristo! Ahora, al amparo de esa sombra de Rey, bailan sobre nuestras costillas; pero los papeles se truecan, jí... Figúrese usted que el bravo D. Carlos partió hacia Navarra para conferenciar con Santos Ladrón y otros valientes capitanes, la buena gente, la gente sana, la gente de Dios. Pues bien, hubo una algarada de voluntarios realistas en Viana, por impaciencias tontas y celo mal entendido. El Virrey 14 de Navarra mandó contra ellos una columna. La columna no derrotó a nadie... como siempre; pero cogió a D. Carlos, que estaba en el convento de frailes franciscos, jí, jí, y juntamente con un sobrino de Santos Ladrón y un capuchino, a quien sorprendieron haciendo cartuchos, le llevaron a Estella. Se formó sumaria; dieron parte a Madrid, y este Gobierno cobarde y rastrero ha mandado hoy, hoy mismo, jí, ha mandado que sean pasados por las armas el señor D. Carlos, el sobrino de Santos Ladrón y el capuchinito de los cartuchos. He sabido todos estos pormenores por un oficial del Ministerio de la Guerra, que nos pertenece en cuerpo y alma, y no hay duda alguna, jí, de que la execrable orden del Ministro irá, lo más tarde, por el correo de mañana.

-Es un deplorable incidente -dijo Salvador meditabundo-; pero no podemos negar al Gobierno el derecho de defensa. Usted, que tanto   —361→   poder tiene, ¿no podrá evitar esa catástrofe, aunque sólo sea en la parte que a nuestro desgraciado amigo corresponde?

-¿Yo?... -chilló Carnicero, en tono de lástima de sí mismo-. ¿Yo? Bueno está el ramo de Guerra en los tiempos que corren para que yo pueda lograr... Usted, usted...

-¿Yo? -dijo Salvador, condoliéndose de su impotencia política y militar-. Apenas tengo relaciones oficiales. ¿Qué caso han de hacer de mí? Para mayor desgracia, he sido tildado de apostólico por algunos necios, y en el ejército corren hoy vientos muy liberales. Yo no puedo nada.

Ambos meditaron breve rato, D. Felicísimo con los ojos fósiles puestos en el ensangrentado Cristo de la columna, Salvador leyendo en las rayas de la estera.

-¿En poder de quién está Navarro? ¿Conoce usted al jefe de la columna que lo aprehendió, o al gobernador de Estella?

-Pues, ya... el bribón que le capturó y el jefe militar de Estella son una misma endemoniada persona, jí, jí, y esta persona es el perdido de los perdidos, el gran maestre de los canallas, Seudoquis, más masón que Caifás y más liberal que Caín... ¿Le conoce usted?

-Mucho -replicó Salvador acabando de leer en la estera-. Tanta amistad tenemos, que seguramente lo que Seudoquis no haga por mí no lo hará por nadie.

-¡Qué lástima, Santo Cristo de la Vega! ¡qué lástima, Santísima Señora del Sagrario, que no está Navarra en Móstoles o que las leguas no se trocaran en varas!... porque en este caso la distancia nos mata. Ni valen para este delicado asunto las cartas de recomendación...

-Es verdad que nada de eso vale.

-¡La distancia, la distancia!... Si pudiéramos traer aquí a Navarra...

-Llevaremos allá a Madrid.

-¿Cómo?

-Sr. D. Felicísimo -dijo Salvador levantándose-, me marcho a Navarra.

-¡Usted!... ¿cuándo?

-Lo más pronto que pueda. Depende de los medios que encuentre. Si esta tarde hallo un coche, esta tarde me voy.

-¿Y confía usted sacar partido de su amistad con ese desollado masón?... ¡Pero qué amigos tiene usted!... Estoy asustado.

-Creo que podré conseguir algo.

-Pero ¿de veras va usted?...

  —362→  

-Ya está decidido. Yo soy así -afirmó el caballero dando algunos paseos de un ángulo a otro en la polvorosa estancia.

-¿Quiere usted cartas de recomendación?

-¿Para clérigos, canónigos, guerrilleros, frailes que hacen cartuchos, y abades que organizan partidas? Sí, sí, vengan cartas. Nada de eso es inútil para mi propósito.

-Entérese usted bien de lo que ha pasado -dijo D. Felicísimo, entregando a Salvador varias cartas, que este empezó a leer con avidez-. Vea usted lo que me escribe el guardián de franciscos de Estella... Vea usted también la relación detalladísima que del suceso me hace el prior de los descalzos de Viana. Ahí verá usted las lindezas de su amigo Seudoquis, que fuma en las iglesias, insulta a las monjas, y dice públicamente que Dios es isabelino.

-No creo que Seudoquis se haya vuelto tonto.

-Lea usted, lea usted.

Leyendo, el caballero se enteró del caso y tuvo anticipado conocimiento de personajes, cosas y lugares que ordenó en su mente con asombrosa presteza. Concluida la lectura, ya había imaginado un plan que no debía sufrir gran variación con la marcha de los sucesos. Para poner en ejecución lo que pensaba, urgía aprovechar el tiempo lo mejor posible. Su temperamento impaciente se adaptaba a las resoluciones rápidas y a un procedimiento ejecutivo y precipitado para realizar pronto la idea, anticipándose a las contrariedades y tomando la delantera a los peligros. Aquella tarde arregló sus cosas, buscó un cochecito y dio cuantos pasos preliminares creía menester para no hallar obstáculos en su largo viaje. Ya anochecía cuando escribió una carta a don Benigno Cordero, manifestándole lo que más adelante sabrá el curioso lector. Esta carta la dejó en poder de D. Felicísimo, previa formal promesa de entregarla a Cordero, que vendría pronto de los Cigarrales y se encontraría en su casa de la subida a Santa Cruz. Despidiose del anciano y partió aquella misma noche. La noticia de la muerte del Rey, que ya sabía todo Madrid, lejos de hacerle desistir de su propósito, lo confirmó más en él, porque iba a empezarse el período de crueldades, amenazas y represalias, precursor del desencadenamiento de la hidra, cuyos broncos rugidos resonaban ya en toda la Península. No se nos quedará en el tintero un incidente ocurrido al partir Monsalud de la morada Carniceril. Iba a tientas por el pasillo lóbrego (pues razones económicas habían retrasado aquella noche, como otras muchas del año, la aparición de la luz), cuando del techo se desprendió un pedazo de   —363→   yeso o cascote, mucho mayor que los que a todas horas caían. Afortunadamente, al chocar con los puntales se partió en dos o tres fragmentos, y Salvador no recibió en su cabeza sino uno de estos, que produjo un mediano porrazo, rozándole después la cara. Cualquier supersticioso habría visto en tan insignificante suceso augurio adverso o quizás favorable; pero Salvador sacudió del hombro el yeso y siguió adelante sin contestar a D. Felicísimo, que en la puerta de su cuarto decía:

-¿Qué es eso?... ¿se ha hecho usted daño?... ¿se cae la casa?... ¡luz, luz!



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ArribaAbajo- XVIII -

«El Rey ha muerto. ¡Viva el Rey!».

Cuando Elías Orejón entró en casa de D. Felicísimo y pronunció esta frase con hiperbólico entusiasmo, el famoso Carnicero estuvo a punto de perder el sentido; tan grande fueron su sorpresa y júbilo. Unidos ambos en estrecho abrazo, diéronse palmetadas en las espaldas durante un par de minutos, sosteniéndose el uno al otro para no caer al suelo con la fuerza del contento y la debilidad de las piernas. Esto ocurría poco después del fallecimiento del Monarca y tres horas más tarde del altercado con Pipaón, por donde se ve, que en un mismo día reservaba la Divina Providencia al señor de Carnicero impresiones totalmente contrarias, haciéndole pasar de la ira más atroz a un contento febril y casi rabioso. Los dos viejos expresaron con afán, y quitándose simultáneamente las palabras de la boca, opiniones diversas sobre el suceso, y proclamaron que Dios había concedido a la monarquía el más precioso de los dones, abriendo camino al soberano verdaderamente católico y al Rey de verdad. Orejón se despidió para volver a la noche, trayendo las últimas noticias, y Carnicero se quedó solo, saboreando en deliciosas meditaciones su júbilo apostólico, ideando planes y considerando el triunfo rápido de la España religiosa sobre la España masónica. Después fue Salvador a despedirse y a llevar la carta para Cordero, y otra vez se quedó solo el anciano con la criada que le aprestó la cena. Doña María del Sagrario, que estaba muy a mal con su padre por el sofoco de Pipaón, le acompañó breve rato y fuese después a la casa de su sobrino con intento de no volver hasta las diez de la noche.

Las ocho serían cuando volvió a aparecer Orejón acompañado del conde de Negri, y vieron cenar a D. Felicísimo, que entre bocado y bocado   —365→   había de incrustar una opinión, preguntilla, apóstrofe o interjección apostólica, todo entreverado de hipos que dividían en minúsculas porciones sus conceptos, dando idea de lo que sería un discurso en mosaico o una oración en cañamazo.

-A poco de dar el último suspiro Su Majestad -dijo el conde-, el pobre Sr. Zea reunió en la Cámara Real a varios militares... He oído hablar de Quesada, San Martín, Freire y otros muchos que no recuerdo... Recibioles la napolitana llorando y gimiendo, y no de pesadumbre de quedarse viuda, no, sino porque la corona y el trono de su hija van rodando ya como los juguetes de las niñas... Pero vean ustedes lo que ha discurrido ese Sr. Zea, ese talentazo, ese inventor de la pólvora y de los pasteles... Pues nada: rogó a los militares que juraran defender la sucesión directa y el tronito de la titulada, Isabel II. Tenemos monarquía de muñecas... Y ellos juraron, y tras de aquellos fueron otros y juraron también.

-¡Patarata! -exclamó Orejón- todo eso es música, música. También se han reunido esta tarde muchos locos masones, con Aviraneta a la cabeza, y han deliberado... ¡Deliberado los postes! ¿cuándo se ha visto eso?... Señores, llegó el momento de la gran barrida. España ha resucitado. Ya nuestro Señor no puede tener el escrúpulo de conspirar contra su hermano. El mejor día le veremos aparecer en la raya de Portugal para ponerse al frente de nuestros ejércitos... Pero si no se necesitarán ejércitos. Esto se cae, esto se hunde, esto se desmenuza. Esto no es monarquía, es una tienda de tiroleses. Por nuestra parte ya sabemos lo que nos corresponde hacer, porque tenemos las instrucciones dadas por Doña Francisca en presunción del caso que ya ha ocurrido.

-Aquí están las instrucciones -dijo Carnicero, soltando el tenedor para sacar un papel de su gaveta.

-Las sé de memoria -replicó Orejón-. Ahora, señor conde, no perdamos el tiempo y corramos a ver a los jefes de la guarnición a quienes hemos hablado del negocio, y que no han querido soltar prenda mientras viviera el Rey.

-Esta noche no hay junta.

-Esta noche no -dijo Elías, tomando el vaso de vino que sobre la mesa estaba y acercándolo a sus labios-. Pero, ¿qué aguachirle es este?

-Es lo que yo bebo. Es del propio cosechero de Esquivias.

-Esto es veneno puro... Pero ¿no has de tener en tu despensa ni siquiera dos azumbres de blanquillo para que los amigos brinden por el triunfo de la mejor de las causas?

  —366→  

-¡Tablas, Tablas! -gritó Carnicero, y cuando el atleta apareció en la puerta, le dijo-: Gandul, ¿estás sordo?... Vete a la taberna de la calle del Burro y trae una botella de Jerez seco o de cosa que lo parezca. Anda pronto. Oye, ¿no hay bizcochos en casa? trae también bizcochos... Jerez seco... pronto.

Tablas era siempre diligente para traer vino, porque la expectativa de las sobras le aligeraba los pies. Así volvió prontamente con la compra, y un instante después los dos furiosos evangelistas de D. Carlos mojaban un bizcocho en el dotado licor. Después bebieron con prudencia, por ser ambos como D. Felicísimo, varones de mucha sobriedad.

-Por la religión triunfante -dijo Elías, empinando con gravedad.

-Por los buenos principios de gobierno -apuntó Negri-... Pero no bebe usted, Sr. D. Felicísimo.

-¿No bebes, Felicísimo? Eso no se puede consentir -manifestó Orejón con brío, apresurándose a ser Ganimedes del Júpiter de la agencia eclesiástica-. Verdad es que este Jerez quema como pimienta.

-Será viejo como yo -dijo Carnicero tomando la copa-. Pues brindo...

Las tres copas chocaron con alegre campanilleo, debido principalmente al temblor del pulso de D. Felicísimo.

-Brindo por la felicidad de España.

-Que ya está segura.

-Otra copa.

-Hombre...

-Otra.

Orejón llenó obra vez las tres copas, con no poco sentimiento de Tablas, que alejado por el respeto, contemplaba las mermas de la botella.

-Es buen vino -indicó Carnicero, en tono de conocedor-. Pero yo no sé si mi cabeza...

-¡Qué cobarde!... Felicísimo, otro trago... Vamos, a la salud de la familia real.

Este brindis fue acogido con tanto entusiasmo, que Carnicero se levantó de su asiento para dar más solemnidad al acto de envasarse en el cuerpo el generoso vino.

-¡Viva Su Majestad el Rey, Su Majestad la Reina y los serenísimos señores infantes! -exclamó Negri-. De las ruinas del masonismo se levanta el legítimo trono de España.

-Y de Indias... porque se volverán a conquistar las Indias.

-Se volverán a conquistar -dijo Carnicero, que se notó ágil y dio   —367→   algunos pasos con cierta ligereza relativa-. Adiós, mis queridos amigos. Hasta mañana.

-Hasta mañana.

Orejón y el conde se retiraron. En el pasillo, donde salió a despedirles el dueño de la casa, fueron sorprendidos, como otro visitante anterior, por un gran desprendimiento de cascotes del techo.

-Llueven piedras, ¿o qué es esto? -gruñó Orejón deteniéndose.

-No es nada. Los ratones me tienen minado el techo. Ya os arreglaré, masoncillos.

El conde soltó una carcajada y se limpió la levita manchada de yeso.

-Pero ¿no tienes Inquisición en casa?

El gato saltó de un rincón, bufando, y subió por los maderos.

-Sí, allí veo la Suprema... ¡cómo maya! ¿Qué ruido es este?

Los tres se detuvieron con recelo, poniendo atención a un rumor que se sintió instantáneo, y que no era fácil referir a las paredes, ni al techo, ni al suelo, pues en todas estas partes de la casa parece que sonaba a la vez.

-Hombre, juraría que vi moverse una de estas vigas -dijo Orejón.

-Y yo juraría que he sentido temblar el piso.

D. Felicísimo prorrumpió en risas, diciendo:

-¡Qué cabezas pone un vaso de vino! ¡Vaya un par de camaradas!... El uno ve visiones, y el otro oye terremotos...

-Abur, abur.

-Hasta mañana.

Cuando se fueron, D. Felicísimo se quedó solo. Tablas se había retirado a su casa, y la criada, no pudiendo resistir al deseo natural de hablar con su novio, de quien había recibido aquella tarde palabra de próximos desposorios, se fue a la carbonería del número 8. El anciano agente cerró bien la puerta y volvió a su cuarto, único de la casa que tenía luz. Nada de esto merece contarse; pero sí lo merece muy mucho el fenómeno de que D. Felicísimo vio las paredes del cuarto dando vueltas en torno suyo, primero con lento giro, después con rapidez mareante. En vano trataremos de dar explicación a este peregrino hecho pidiendo datos a la ciencia de los terremotos, o buscando su origen en la inseguridad del edificio, que era, por desgracia, bastante grande y notoria. Todo cuanto se diga en este sentido será contrario a las reglas de la sana crítica, y así nos resolvemos a explicar lógicamente aquel volteo de paredes por la detestable calidad del vino que bebieron poco antes los tres dignos señores. El vino era tal, que si le hubieran tomado   —368→   juramento habría declarado francamente no haber visto en toda su vida las bodegas jerezanas. Su padre y creador era el tabernero, un gran artífice de vidueños que habría sido capaz de fabricar agua, si el agua no estuviera ya fabricada para provecho del gremio. El aguardiente disfrazado que Tablas trajo de la taberna, hizo tal efecto en el cuerpo de D. Felicísimo y de tal modo se aposentó en su flaco cerebro, que el buen viejo perdió el uso regular de sus perspicaces facultades. Como hacía tanto tiempo que no probaba licores fuertes, su incontinencia de aquella noche (disculpable por el motivo patriótico que la originó) le puso en estado de ver las paredes jugando al corro, y le sugirió extravagancias y puerilidades indignas de persona tan respetable. Dando fuerte golpe en el suelo con su pesado pie, exclamó bruscamente:

-¡Quieta, España, quieta!... ¿Bailas de gusto por la felicidad que te ha caído?... Ten calma, Nación, ten calma y espera tranquila el triunfo de tu Rey sacratísimo.

Carnicero creyó que su valiente exhortación al reino danzante había hecho efecto, porque dejó de ver movimiento en las paredes.

-Así, así te quiero -dijo dando algunos pasos para llegar a su sillón y sentarse- pero en vez de andar hacia la mesa, dirigiose al testero opuesto. No paró hasta tropezar con la pared, y al sentir el choque, llenose de cólera y dijo:

-¿Quién me estorba el paso?... ¿Quién es el atrevido que no me deja llegar al sillón?

Esperó respuesta; puso atento oído a los rumores que creía sentir. Todo, no obstante, era silencio. Pero a D. Felicísimo se lo antojó que oía fuertes golpes en la puerta de su casa. «¡Quién!» gritó tres veces poniendo entre cada grito larga pausa de espera. Mas un silencio lúgubre seguía reinando en la mansión desierta. De improviso sintiose por el techo como un aluvión de pisadas tenues, pero en tal número que formaban imponente estrépito. Eran los ratones que en tropel corrían 15por aquellas regiones baldías donde habían abierto con su habilidad y paciencia infinitos caminos y derroteros.

-¡Ah! -exclamó Carnicero riendo con lastimosa imbecilidad-. Son los reales ejércitos que van al combate. Adelante, bravos batallones. La hora del triunfo se acerca. Que no quede de masonismo ni el grueso de una uña.

Pasado algún tiempo, oyose reproducida a lo lejos la misma algazara en el techo. Parecía que reñían en la sombra de los pasillos los ejércitos de alimañas y que había retiradas tumultuosas, furibundas embestidas,   —369→   victorias súbitas, heroicos choques y horribles desmayos. Carnicero dejó de atender a aquel fragor lejano y empujó la pared, queriendo vencer el obstáculo que, según él, le impedía llegar a su cómodo asiento.

-Digo que necesito llegar a mi sillón -repitió-. ¿Quién eres tú?

Alzó los alucinados ojos el anciano y vio lo que en la mitad de la pared había. Era un hermoso cuadro, retrato de Fernando VII, colgado allí treinta años antes, y que D. Felicísimo había contemplado desde su asiento muchas veces, recreándose en la perfección de la pintura y en la exactitud del parecido. El cuadro era bueno y representaba a Su Majestad en gran uniforme, de medio cuerpo, con aire y bríos juveniles, nariz luenga, cabellos negros, ojazos llenos de relámpagos y aquella expresión sensual y poco simpática que caracterizó al Deseado Aborrecido. Tan trastornado estaba Carnicero, que le parecía ver por primera vez aquella figura en su gabinete, y retrocedió con cierto espanto. Mas reponiéndose y haciéndole frente, como si también la figura hacia él caminase, se encaró con ella, amenazando con su semblante plano el pintado rostro del Rey, y le dirigió estas arrogantes palabras 16:

-¿Qué tal le va a Vuestra Majestad en los Infiernos?... ¡Ah! Perfectamente sin duda. Vuestra Majestad lo ha querido. ¿Qué tal saben los tizonazos? Yo me permito decir a Vuestra Majestad con todo respeto que Vuestra Majestad está bien donde está. Las cosas vuelven a su natural ser, y el Reino se ha salvado. España está libre de su monarca impuro y acepta el dulcísimo yugo de ese arcángel a quien Dios hizo nacer hermano de Vuestra Majestad Real.

Calló el viejo y siguió mirando la figura, que de agradable se hizo repentinamente espantosa, porque sus ojos echaron llamas, su nariz tomó las dimensiones de elefantina trompa, y su mano soltó el bastón de mando para echarse fuera del cuadro... La mano, sí, se echó fuera del cuadro, y todo el cuerpo del Rey salió en seguida cual si traspasase el umbral de una puerta. D. Felicísimo retrocedió sintiendo que su valor se extinguía, que sus bríos se aplacaban, que toda su sangre se congestionaba en el corazón. Vio venir la horrenda estampa del Rey cubierto de galones y cruces; vio que el brazo se extendía, que la mano se alargaba y le cogía por la muñeca, a él, el pobre anciano flaco y canijo; sintió que aquella mano pesada como el sueño y más fría, mucho más fría que el mármol apretaba sus huesos hasta deshacerlos, mientras los ojos fulgurantes del Deseado le traspasaban con mortífero rayo. El pobre anciano no podía gritar, ni desprenderse de aquella tenaza, ni siquiera encomendarse a Dios, porque había en su mente una perturbación horrible y se   —370→   volvía tonto. La imagen infernal no sólo le atenazaba sino que se le llevaba   —371→   consigo, empujándole a profundidades negras abiertas por el delirio y pobladas de feos demonios.

Y así pasó un rato sin que cesasen los efectos del licor que tan alevosamente tomara el nombre y la figura del Jerez. Mientras a D. Felicísimo se le antojaba realidad el desvarío que hemos descrito, la realidad era que el retrato estaba en su sitio y D. Felicísimo tendido en el suelo en completo trastorno físico y mental, sumergido en las tenebrosas honduras de la embriaguez. El buen señor no oyó, pues, los fúnebres maullidos del gato; no le vio entrar en la estancia con los bigotes tiesos, el lomo erizado, los ojos como esmeraldas atravesadas de rayos de oro, las uñas amenazantes: no le sintió saltar y hacer locuras cual si perdiera el juicio o estuviese tocado de mal de amores; no oyó sus horribles lamentos, seguidos de roncos bramidos, ni presenció la ferocidad con que a la postre se lanzó fuera, escalando la pared, cayendo, levantándose, subiendo por un poste, precipitándose por oscuros agujeros, para reaparecer luego desesperado y jadeante. El infeliz Carnicero no vio nada de esto, librándose así de una impresión horrorosa; no oyó tampoco el estruendo de las alimañas en el techo, retirándose al través de los tabiques y haciendo saltar bajo su paso débil innumerables pedazos de yeso; no pudo ver cómo cayó de pronto enorme porción de cascote en medio del pasillo, ni cómo algunos de los puntales se movieron y otros se rompieron cediendo al fin al peso de la techumbre podrida; no vio la primera oscilación de esta sobre la sala, ni la inclinación del tabique medianero, ni el vacilar de los de carga, ni la pavorosa lentitud con que las vigas del tejado cayeron sobre las del techo plano, aplastando la bohardilla como un bizcocho; ni oyó los crujidos de las maderas resistiendo todo lo posible el peso, ni el quebrantamiento de algunos tabiques, ni el cuartearse de los yesos, salpicando chinitas menudas que luego fueron piedras; ni vio desprenderse polvo de las alturas, precediendo a una lluvia de cal que luego fue pedrisco de guijarros; ni presenció la desviación de la pared maestra, que empezó haciendo una cortesía a la pared frontera por la calle del Duque de Alba, y luego se rompió por las ventanas y en la parte más frágil. D. Felicísimo no vio nada de esto, y así, cuando aquella mole podrida se desplomó en una pieza con estruendo más grande que el de cien cañonazos, él se agitó un instante en su sepulcro de ruinas, murmuró estas dos palabras: «suéltame ya», y pasó a la eternidad, no como quien se duerme, sino como quien despierta.

El rico archivo eclesiástico, cuyos legajos asomaban por las rejillas de los estantes excitando la veneración del espectador, estaba tan comido   —372→   de la polilla, que al desplomarse la casa se desmoronó como seco amasijo de polvo, y parecía que todo entraba en el caos tras la dispersión de tanta materia inútil, de tanta borrosa letra y de tanta ranciedad como se acumulaba en los podridos escritos. Así los siglos y las instituciones caducadas entran como ríos de polvo en el mar de ruinas de lo pasado, que se agita por algún tiempo y se emborrasca, hasta que al fin se asienta y se endurece, se petrifica y queda para siempre muerto. Nada sabríamos de lo que contiene este sepulcro inmenso en que tantas grandezas yacen, si no existiese el epitafio que se llama historia.

La noticia del desastre se extendió rápidamente por todo el barrio. Vino Pipaón temblando de miedo y harto intranquilo por la suerte que en aquel inopinado hundimiento hubiese cabido a las gruesas cantidades que D. Felicísimo guardaba en su propia casa. Más tarde se congratulaba en lo íntimo de su pecho de una catástrofe que inutilizó en el díscolo viejo el perverso intento de privar, en lo posible, a su nieta de la herencia que le correspondía. Hasta en aquel deplorable accidente se manifestó la decidida protección que el cielo dispensaba al cortesano de 1815, apartándole de todos los peligros y allanándole los caminos todos para que llegase a donde sin duda alguna debía llegar. Por esto decía Don Rodriguín: Divisum cum Jove imperium Pipao habet.

En la tarde del día 1.º de Octubre D. Benigno Cordero contemplaba, con afligido semblante las ruinas de la casa del absolutismo. Una docena de ganapanes, vigilados por individuos de la policía y de la curia, removía los escombros, sacando cascote, podridas vigas, y muebles hechos astillas. El dinero y el cuerpo de D. Felicísimo aparecieron al fin como objetos extraídos de una excavación pompeyana, entre el pasmo y la consternación de los espectadores, movidos quien de curiosidad, quien de codicia. Él de Boteros tenía en aquella tarde ocupaciones que no le permitían estar como un bobo mirando la exhumación, y después de rezar un par de Padre-nuestros por el alma del que fue paisano y amigo, y de encomendarle a Dios con devoción, entró en una casa próxima. Recibiole un criado, y aquí fue la sorpresa, aquí la suspensión de D. Benigno, que se tuvo por más hundido y aplastado que Carnicero, al oír lo que oía.

-¿Pero se ha ido, se ha ido de Madrid por mucho tiempo? -preguntó el buen señor, después de larga pausa, en que no supo lo que le pasaba.

-Para mucho tiempo, sí señor.

-Luego ha ido lejos.

-Muy lejos, aunque no dijo adonde.

  —373→  

-¿Pero usted está seguro de lo que dice? Usted está trastornado.

-El señor se ha ido y no volverá pronto.

-Entonces habrá dejado algún recado o carta...

-El señor escribió una carta; pero no la dejó en casa.

-¿Pues dónde, hombre de Dios, dónde?

-La dejó a D. Felicísimo Carnicero.

-¡Bendito Dios! -exclamó D. Benigno, golpeando en el suelo con un pie-. ¿Y a usted no le dejó recado verbal para mí?

-¿Para el Sr. de Cordero? Sí señor. Me dijo que D. Felicísimo enteraría a usted del motivo de su viaje y le daría una carta.

-¡Barástolis!... Hay cosas que parecen obra de Satanás.

Y reproduciendo en su mente el espectáculo de los escombros que había visto a dos pasos de allí, pensó que para encontrar la carta era preciso levantar muchas varas cúbicas de polvo y astillas, un cadáver y el pesadísimo pie de la curia, puesto sobre el tesoro, como el pie del pilluelo que pisa la moneda caída, mientras su dueño la busca paseando los ojos por la tierra. Exhaló Cordero de su pecho un suspiro en que parecía que la mejor parte de su alma se escapaba en busca del fugitivo, y salió abrumado de pena. En la calle el gentío que se agolpaba junto a las ruinas le dio a entender que sacaban aquel precioso fósil que fue agente eclesiástico. Entonces dio un suspiro mayor, diciendo para sí: -También nosotros nos hundimos; también a nosotros se nos ha caído la casa encima.

Acordose entonces de Sola, a quien había dejado en su casa esperando el resultado de aquella visita, y no pudo menos de traer también a la memoria las corazonadas de la huérfana antes de salir de los Cigarrales. No queriendo dar a esta la desagradable noticia sin acompañarla de algún consuelo, hizo averiguaciones prolijas aquella misma tarde, y después de hablar con algunos amigos del fugitivo y de hacer mil preguntas en varios mesones y paradores, se retiró a su casa si no con la certidumbre, con la sospecha fundadísima de que Salvador había ido al Norte. Esto, las voces que habían corrido acerca de las opiniones últimamente adoptadas por su amigo y la circunstancia de haber partido en el mismo día en que murió Su Majestad, llevaron a Cordero de cavilación en cavilación hasta ponerle en el trance de creer lo que el día anterior le parecía increíble.

-No -pensaba andando hacía su casa-, aquel tesoro no puede ser para un aventurero. Mi hija no se casará con un hombre que así juega con los santos principios, con un hombre que ayer fue exaltado liberal   —374→   y hoy absolutista de trabuco y sobrepelliz. Ella misma apartará de él su espíritu y su corazón, y entonces...

El semblante del de Boteros se animó. Toda idea nueva y feliz produce como una llamarada interior, cuyo reflejo sube al rostro, cuando este no se ha educado en el disimulo y la hipocresía. Cordero avivó el paso y apretó fuertemente el puño del bastón, repitiendo:

-Entonces...



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ArribaAbajo- XIX -

Como la vista del geógrafo se extiende sobre el mapa, así la imaginación del excelente D. Benigno volaba hacia el Norte en seguimiento del prófugo, buscándole por llanos y laderas, sendas y atajos. Veía media Castilla, medio Aragón, el caudaloso Ebro, y luego las estribaciones pirenaicas cubiertas de verdura y plagadas de serpientes que de mil escondrijos salían. Y no será aventurado afirmar también que la imaginación del fugitivo se iba quedando atrás como un hilo desenvuelto del ovillo que rueda. Rodaba nuestro hombre con la prisa que tan cachazudos tiempos permitían, anhelando llegar pronto, y pues todo es relativo en el mundo, su tartana, galera o silla de postas (que en la categoría del vehículo no están conformes las referencias) llevaba un paso que en comparación del de   —376→   la tortuga habría podido llamarse veloz. Cruzó el llano de Alcalá, la aromosa y pobre Alcarria, hacia donde cae el reino de las abejas; vio a Sigüenza donde hay colmenas de clérigos, y atravesó la estrecha cuenca del Jalón, que corre silbando por la angostura como una espada de agua que se envaina en montañas. La romana Bilblíis lo mostró ya la tierra aragonesa. En la feraz vega de Zaragoza, pasó por entre pilas de melocotones que parecían balas de fuego, y vio las lozanas viñas de uva retinta, cuyo zumo enardece la sangre de los paisanos de Lanuza. Sin detenerse pasó por la ciudad que lleva el nombre más preclaro en las justas militares del siglo, y que tuvo en los harapos de sus tapias rotas mejor defensa que otras en la coraza de sus murallas de piedra. En Tudela pasó el Ebro entrando en franca tierra de Navarra, semillero de gente brava, pues si Rioja fue hecha para criar pimientos, Navarra fue hecha para criar soldados. Halló gran agitación en los pueblos del camino, y la gente detenía el cochecillo para pedir noticias. Era preciso satisfacer a todos, diciendo: «Sí, es cierto que ha muerto el Rey».

«¿Pero es verdad que Madrid ha proclamado ya a D. Carlos? ¿Es verdad que Cristina se ha embarcado o va en camino de embarcarse? ¿Es cierto que el Infante ha vuelto de Portugal, y está al frente del ejército?». A estas preguntas no podía contestar el viajero porque nada sabía, pero bien se le alcanzaba que provenían de falsas noticias y embustes, semilla que hábilmente sembrada en tales países había de dar pronto cosecha de tiros. Siguió su camino y al fin entró en Estella. Aunque eran las doce de un hermoso día cuando pisó la plaza Mayor, antojósele que las próximas alturas arrojaban sombra muy lúgubre sobre la ciudad y que esta se ahogaba en su cinturón de montañas. A cada paso hallaba pandillas de clérigos con capa de esclavina, paraguas y gorro de borla, charlando en lenguaje vivo sobre el asunto del día, que era la muerte del Rey y el problema de la sucesión.

Dirigiose a uno de aquellos señores para preguntarle por la residencia del coronel Seudoquis, a quien quería ver sin pérdida de tiempo, y el clérigo, hombre gordito y lucio, le contestó de esta manera:

-Nuevo es usted en esta tierra. Si no lo fuera usted, sabría que para encontrar al famoso Seudoquis no hay más que averiguar donde se juega y donde se bebe.

Apuntando con su paraguas a una esquina de la acera de enfrente, añadió el buen hombre lo que sigue: -¿Ve usted aquella casa donde dice en letras muy gordas Licores? Pues allí encontrará usted al borracho.

Y se marchó riendo y a prisa para reunirse a la cuadrilla que había   —377→   seguido andando mientras él se detenía. Todos los demás individuos de paraguas encarnado y gorro negro eran también lucios y gorditos, señal indudable de no ser gente muy dada a la penitencia.

Pronto encontró Salvador a su amigo, y no le encontró embriagado ni jugando, sino en tertulia con otros tres militares y dos paisanos. La sorpresa y alegría del coronel fueron grandes. Después de abrazarse, retiráronse a un desvencijado cuarto del mesón (pues mesón, café, taberna y algo más era la tal casa) y hablaron a solas más de una hora. Cuando Salvador se retiró a descansar en la estancia que allí mismo le destinaron, creía haber ganado la partida y estaba satisfecho de su aventurado viaje, que ya tenía por venturoso. Pero Dios quiso que todos sus planes se trastornasen y que a cada dificultad vencida naciese otra imponente dificultad. Aquella misma tarde recibiose aviso de que don Santos Ladrón, el atrevido guerrillero riojano, venía sobre Estella con quinientos voluntarios, al grito de España por Carlos V. Púsose en movimiento la escasa guarnición de la plaza, y Dios sabe lo que hubiera ocurrido si no llegara oportunamente el brigadier Lorenzo, mandado por el Virrey Solá con el regimiento de Córdoba y los provinciales de Sigüenza. Lorenzo no descansó en Estella. Aquella noche vio Salvador las calles Mayor y de Santiago atestadas de soldados, que se racionaban con pan y vino; habló con ellos y pudo notar que reinaba en la tropa buen espíritu, si bien su entusiasmo por la causa que empezaban a defender no era muy grande todavía.

Lorenzo salió a media noche. Al día siguiente se tuvo noticia del combate de los Arcos, en que fueron destrozados los voluntarios de Ladrón y este hecho prisionero. Salvador vio por segunda vez la tropa de Lorenzo, de regreso a Pamplona, llevando consigo al guerrillero don Santos y a Iribarren. Lo peor del caso para nuestro amigo, fue que Lorenzo se llevó también a Pamplona a los tres prisioneros que en la cárcel de Estella estaban, y con esta determinación vino a tierra el plan construido por Monsalud de concierto con Seudoquis. Contrariedad tan inesperada parecía anunciar malísimo éxito a las tentativas generosas de Salvador, porque los prisioneros de Estella estaban ya condenados a muerte. Pero no desmayó por esto, y se puso en marcha para Pamplona, siguiendo a la brigada vencedora. Fue para él una ventaja relativa que le acompañara Seudoquis, con cuya cooperación humanitaria contaba, si bien lo sería muy difícil ejercerla en la misma residencia del Virrey.

Por el camino pudo Salvador ver a su hermano prisionero y en tal estado de extenuación y abatimiento que inspiraba lástima a cuantos le   —378→   miraban. En un desvencijado carro de trasportes iba tendido sobre jergones, cuya dureza con la de las piedras competía. Como el carro tenía toldo y unos palitroques laterales al modo de rejas, su semejanza con una jaula era grande, de donde resultaba que el Sr. Navarro, mirado desde fuera, escuálido, aburrido, entumecido y soñoliento, se pareciese algo a D. Quijote cuando le llevaban encantado desde la venta a su aldea. Salvador pudo acercarse, con la venia de la escolta, y cambió algunas palabras con el preso, el cual tardó mucho en reconocerle y le miró despacio con ojos semejantes a los de un demente.

-¿Qué haces tú por aquí? -dijo acercando su rostro a los palos-. ¿Eres tú el que parece o eres otro?

-Soy el que parece -replicó Salvador inclinándose lo más posible sobre el arzón de su cabalgadura-. ¿No esperabas verme por aquí?

-No habrás venido a nada bueno.

-He venido por ti.

-¡Ah!... eres de los ministriles del Virrey. ¿Te has hecho asesor de Su Excelencia? Mira, oye, acércate más... Di al canalla de Su Excelencia que no tarde en fusilarme. Ya no puedo más.

-¿Te sientes mal? ¿Padeces mucho?

-¿A ti te importa algo que yo padezca o no? ¡Pues sí, padezco mucho, por vida del mismo rábano!... Tengo una lámpara encendida aquí.

Incorporándose dificultosamente, llevose ambas manos a los hijares. Su cara lívida causaba miedo, y cuando dilataba los labios morados con expresión equívoca y asomaban sus dientes blanquísimos, se veía en él clara y patente la sonrisa del dolor, o sea la casi imperceptible burla que el dolor hace de sí mismo cuando han concluido todos los consuelos y aun los sofismas del consuelo.

-Tú estás muy enfermo -le dijo Salvador con profunda pena-, y yo creo que el Virrey te perdonará la vida.

-¡Y al dejarme vivir llamas perdón!... vaya un perdón el tuyo. ¡Indultarme!... No, por muy masón que sea el Virrey, no será tan cruel o inhumano.

-Estás alucinado, y el sufrimiento te enloquece un poco, haciéndote disparatar.

-Yo estoy cuerdo y sé lo que me digo. Tú estás tonto y hablas más de la cuenta.

-Yo sólo te diré que no te desesperes. Ta enfermedad puede curarse todavía.

-Con cuatro tiros... ¡Rábanos! no sufrirá que sea por la espalda.

  —379→  

-No serán por ninguna parte. Estás enfermo y exaltado. Yo te juro que se harán esfuerzos grandes por salvarte.

-¿Y quién me salvará, tú? ¿tú? -dijo Garrote con desprecio.

-Podrá ser. No he venido a otra cosa.

-¿Desde Madrid?

-Sí. Y a Pamplona voy.

-¡Salvarme tú!... ¡Conservarme la vida! Veo que también hay verdugos de la vida.

-Yo quiero ser contigo ese verdugo de vidas.

-Mira, mira, ¿quieres dejarme en paz, intruso, y volverte otra vez a tu Madrid?

-Nos iremos

-Yo seré feliz mañana -dijo Navarro con hosca expresión-, en el foso de Pamplona. ¡Qué frío hará allí!

El prisionero temblaba.

-¿Tienes frío? -le preguntó su hermano.

-Hombre, sí, tengo frío. ¿No lo ves? ¿para qué lo preguntas? Tus pesadeces acabarían con la paciencia de un santo.

-Te proporcionaré una manta.

Alejose Salvador y al poco rato volvió con lo que había ofrecido. El prisionero tomó la manta y arrebujose en ella, añadiéndola a la manta y al capote que ya sobre sí tenía; pero ni por esas entraba en calor.

-Veo que sigues tan helado como antes. Sin embargo, el día está bueno. Pica el sol.

-Mi frío no es el frío de todo el mundo. Cien soles no lo destruirían... abur.

-No, todavía no. Tengo que hacerte una advertencia. Es indispensable que te vuelvas loco, quiero decir, que mañana, cuando te reconozcan los médicos, hallen en ti síntomas de locura.

-Hallarán el contento de morir -repuso Navarro, dando diente con diente-. ¡Ah! ya te entiendo: me fingiré cuerdo para que me maten más pronto. Me fingiré cuerdo, gritaré: «¡Viva Carlos V, mueran los masones...». Está bien, hombrecillo, adiós. Vete, que quiero echarme a dormir.

Y se tendió, envolviéndose todo y cubriéndose cara y manos, de modo que, si no fuera por el temblor, parecería un muerto a quien llevaban a enterrar.

Salvador se retiró muy desesperanzado. El convoy se detuvo para distribuir raciones. Era la época de la vendimia, y el vino estaba poco menos que de balde, porque necesitaban desalojar las tinajas para dar   —380→   cabida al mosto, que era aquel año abundantísimo. Así es que el convoy pasaba, según la expresión de Seudoquis, por una calle de borracheras. A cada instante hallaban grupos jaleadores; oíanse dicharachos, cantorrios y pendencias. Bailes y jotas festejaban el pingüe Octubre, y los mozos vendimiadores aparecían manchados de mosto, feos y soeces como sacristanes, que no sacerdotes, de un Baco pedestre y envilecido. Con la caída de la tarde se fue amortiguando el escándalo de aquella bacanal campesina; se extinguieron los ruidos de guitarras y panderetas, y al anochecer, las pandillas de clérigos aparecían paseando en el camino a la entrada de las aldeas. Oscura, oscurísima era la noche cuando el convoy entró en la capital de Navarra. Y a pesar de ser tal que todo se veía negro, a Salvador le pareció que no había en ella bastantes tinieblas para ocultar lo que hacer pensaba.



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ArribaAbajo- XX -

Pero todo fue inútil por falta de elementos. Arrebatar sigilosamente un prisionero a la autoridad militar, dentro de una plaza fuerte y en momentos en que el fanatismo de los partidos redoblaba la vigilancia, era empresa demasiado temeraria y difícil para que saliera bien no contando con altos auxilios. Salvador no tenía amistad con el Virrey, y aunque la tuviera de nada le valdría por ser D. Antonio Solá hombre muy inflexible. De los jefes militares importantes trataba a algunos, y con varios de ellos tenía conocimiento   —282→   que rayaba en amistad, por antiguo compañerismo en el Grande Oriente masónico del 22. Pero no era a propósito la ocasión para corruptelas humanitarias. Seudoquis, con quien siempre contaba, le dio esperanza, asegurándole que si el prisionero perseveraba en sus locas extravagancias, era fácil que el Virrey, en vez de mandarle al foso, le enviase al hospital de orates.

El cuidado de reanudar sus relaciones antiguas, y procurarse otras nuevas ocupaba a Salvador las mejores horas del día y de la noche. Los militares se reunían en una especie de casino, situado junto a la fonda principal, y allí se jugaba, mezclando los entretenimientos lícitos con los prohibidos; se bebía café, se vaciaban botellas y se charlaba de lo lindo. Fuera de aquel círculo halló nuestro amigo algunos que, a pesar de pertenecer a la clase militar, se mantenían retraídos. Una mañana paseaba solo por la Taconera, cuando tropezó con una persona cuyo rostro no era extraño para él. Detúvose, saludó, y el desconocido conocido le contestó fríamente. Era un hombre de alta estatura, moreno, de ojos negros, bigote y patillas. Recortadas estas con esmero por la navaja formaban una curva sobre las mejillas y venían a unirse al bigote, resolviéndose en él, por decirlo así, de lo que resultaba como una carrillera de pelo. Su nariz aguileña de perfecta forma, el mirar penetrante, y un no sé qué de reserva, de seriedad profunda que en él había, indicaban que no era hombre vulgar aquel que en tal hora paseaba envuelto en capa de paisano, y calzado de altas botas, que el buen estado del piso hacía innecesarias. Al soltar el embozo dejó ver su cuerpo, vestido con zamarreta peluda, estrechamente ajustada con cordones negros. Las patillas, las botas, la zamarreta, la aguileña y delgada nariz, los ojos de cuervo y la gravedad taciturna son rasgos suficientes a trazar sobre el lienzo o sobre el papel la inequívoca figura de Zumalacárregui.

El que después fue el más grande de los cabecillas y el genio militar de D. Carlos, estaba a la sazón de cuartel en Pamplona, vigilado por la autoridad militar. Varias veces le había amonestado Solá. Se contaban sus pasos y se le había prohibido tener caballo. Vivía con su familia y era hombre muy morigerado. No daba a conocer fácilmente sus opiniones; pero pasaba por ferviente partidario de D. Carlos. Iba a misa todos los días y después de misa paseaba dos horas por la Taconera, cualquiera que fuese el tiempo.

Salvador y D. Tomás hablaron breve rato. D. Tomás compadeció a su amigo D. Carlos Navarro, y después, como el otro sacara a relucir la guerra y el aspecto que tomaba, dijo con aparente candor, verdadera   —383→   máscara de su marrullería, que, según su opinión, las cosas no pasarían adelante. Por no verse precisado a hablar más, apretó la mano de su amigo y siguió paseando por la muralla.

Al día siguiente fue pasado por las armas en el foso de las fortificaciones D. Santos Ladrón, que murió valiente como español y resignado como cristiano. Después sufrió igual suerte Iribarren, cabecilla menos célebre que el primero. Ya estaba señalado el sacrificio de Garrote para el 15, cuando el Virrey, en vista del estado lastimoso del reo, difirió su muerte, mejor dicho, la encomendó a la Naturaleza. Los médicos habían dicho que Navarro no viviría dos semanas, y Solá tuvo ocasión de mostrar su humanidad. El enfermo fue trasladado al hospital, de lo que recibió su hermano mucho contento, porque algo más vale desahuciado que muerto.

Cada día llegaban a la ciudad noticias alarmantes del vuelo que tomaba la insurrección. En Oñate se echaba al campo Alzaá, en Salvatierra Uranga, en Toranzo Bárcena, Balmaseda en Fuentecén, y en Navarra, que era el centro de aquel motín semi-nacional fraguado por el absolutismo con la bandera de Cristo, se habían alzado Goñi y Eraso, Iturraldo y el cura de Irañeta. Eraso tenía por suyo a Roncesvalles, Goñi la Borunda, y el párroco asolaba la parte llana. Era un bravo soldado el de Irañeta y podía ocupar lugar excelso en esos extraños fastos eclesiástico-militares, donde están escritas con horribles letras negras las hazañas de Merino, Antón Coll y el Trapense.

Navarro fue trasladado al hospital, donde su hermano pudo verle con frecuencia. El áspero carácter, los bruscos modos y la amarguísima pena del enfermo no cambiaron nada pasando del poder de los carceleros al de los cirujanos, si bien su dolencia entró en un período de alivio por las ventajas higiénicas del cambio de vivienda. Postrado en la cama, pasaba a veces días enteros sin pronunciar una sola palabra, aunque Salvador hacía los imposibles por sacar una siquiera de aquel pecho que era un mar de melancolías. En cambio, otros días era tal su locuacidad que no podían seguirle la conversación incoherente y exaltada. Salvador y el cirujano procuraban con esfuerzos de gallardo ingenio llevar su charla a los términos de la discreción y del buen razonar; pero mientras más querían ir ellos por el camino del juicio, con más ahínco se arrojaba D. Carlos por los despeñaderos del desatino. Si ellos hablaban de las cosechas, del crudo invierno y entremezclaban donosos cuentos en su coloquio, a él no le sacaba nadie de la guerra, del empuje carlista y de la necesidad de que un jefe militar de prestigio y valor se pusiese al   —384→   frente de las partidas navarras para organizarlas y hacer con ellas un poderoso ejército reglado. Imaginaron hacerlo creer que no había ya tal guerra y que los rebeldes se habían sometido ya al Gobierno; pero esto dio resultado contrario al buen deseo de Salvador, porque oyendo Navarro lo del someterse, poníase furioso, echaba ternos y quería arrojarse del lecho. Más fácil era pacificar a Navarra que introducir en aquel cerebro insurreccionado la idea de la paz.

El sistema más eficaz para calmarle y hacerle tomar las medicinas era contarle las hazañas del cura de Irañeta y del cabecilla Mongelos, dos tipos de la guerra de salteadores. Pero si le decían que todo el furor religioso carlino de tales héroes no era más que una pantalla para encubrir contrabando, entonces el enfermo sacaba los puños de entre las sábanas, llamaba al cirujano mequetrefe, y decía a su hermano:

-Tú eres un intrigante forrado en masón. Márchate de aquí y déjame solo. Me estorbas, te juro que me estorbas. Tus cuidados me cargan, porque no quiero agradecerte nada. ¿Lo oyes bien? no quiero agradecerte nada, ni esto. Pesas sobre mí como una montaña, y creo que no tendré salud mientras no estés lejos de mí y pueda yo decir: «no le debo nada, no es mi hermano, es un intruso».

De estas cosas se reía Salvador, y para captarse su voluntad y amansar un poco su arisco genio, hasta ideó afectar simpatías por el Infante y la apostólica insurrección. Una mañana le llevó la noticia que circulaba por la ciudad, dando motivo a infinitos comentarios. Zumalacárregui se había pasado al campo carlista. Según dijo quien le vio, dos días antes había salido muy de mañana, con capote militar, por la puerta del Carmen, y se había encaminado a pie hacia una venta próxima, donde le esperaban tres hombres con un caballo. A escape se dirigió el coronel cabecilla a Huarte Araquil, donde le aguardaban el cura Irañeta y Mongelos. Los tres partieron juntos hacia la sierra en busca de Iturralde, según se creía.

Mucho extrañó a Monsalud el ver que su hermano, en lugar de recibir esta noticia con la alegría que siempre mostraba, tratándose de ventajas carlistas, la oyó con gran asombro, y después de larguísima pausa, se afligió mucho y se dio un golpe en la frente como en señal de abatimiento y desesperación. De pronto extendió una mano. Asiendo el brazo de su hermano, atrájole hacia sí y en voz baja, con el acento más lúgubre que puede imaginarse, le dijo estas palabras:

-¿Ves lo que hace Zumalacárregui? Pues eso debía haberlo hecho yo. ¿No te dije que era necesario que un jefe militar se pusiese al frente de   —385→   esta sagrada insurrección para organizarla? Pues ese jefe debía ser yo, yo. ¿Qué hace Zumalacárregui? Lo mismo que habría hecho yo. Su papel es el mío, sus laureles los míos, su triunfo mi triunfo. Si yo no estuviera en esta aborrecida cama, estaría donde él está ahora, y lo que él piensa hacer y hará de seguro, ya estaría hecho... ¡Qué desesperación, Dios de Dios!

Dicho esto, puso sus ojos fieros en los de su hermano tristes y serenos; le envolvió en una mirada aterradora y le apretó con más fuerza el brazo, diciendo:

-Oye tú, si me sacas de esta cama, si me sacas de Pamplona y me pones en salvo en Huarte Araquil o en Oricaín y me das un caballo, te juro que se acabará el odio que te tengo y serás mi hermano querido, y daré una interpretación buena a tus cuidados, agradeciéndolos en vez de rechazarlos. Hazlo, hazlo por mí y por nuestro padre, cuya memoria y cuyo nombre pongo hora como lazo de reconciliación entre los dos...

Salvador sintió frío en el corazón. En el primer instante tuvo la idea de aparentar complacer a su hermano, dando cuerda a su demencia; pero consideró al punto que era muy peligroso el sistema de fomentar, siquier fuese momentáneamente, tan descabelladas manías, y tan sólo dijo: -Si insistes en esa locura, te abandonaré y entonces sí que llamarás a tu querido hermano.

Navarro gritó: ¡Intruso! y al punto su cabeza y sus brazos desaparecieron entre las sábanas. Era aquel el movimiento final de su enfado y su manera genuina de romper con el mando.

Desde aquel día, si halló alivio en su enfermedad, declinó más por la pendiente de la locura, y tales disparates hizo, que el Virrey le absolvió en definitiva como indigno del patíbulo. Estaba incapacitado para morir a manos de los hombres. Una noche le hallaron medio desnudo en un desván del hospital buscando salida para salir al tejado. Dos días después dio de puñadas al cirujano, y frecuentemente se arrojaba del lecho para correr por la sala injuriando a imaginarios enemigos, sólo vistos de su extraviado entendimiento. Por último, pasados tres meses de hospital, y cuando mediaba Enero del 34, fue declarado baja en el ejército, y el Virrey dispuso que se hiciera cargo de él su familia, si alguna tenía. En tal resolución no tuvieron poca parte las buenas amistades de Salvador. Así vio colmados sus deseos, y llevándose consigo al enfermo, lo instaló en su casa cómodamente, decidido a llevárselo a Madrid cuando su estado lo permitiese y se apaciguaran los rigores de aquel crudo invierno.

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El descenso de la temperatura había extendido sobre algunas partes de la nieve planchas de durísimo y resbaladizo cristal. Las fuentes, enmudecidas en su parlero rumor, parecían decoraciones de azúcar por la quietud de sus chorros helados de mil facetas. En las murallas las formidables piezas de gran calibre estaban arrebujadas en la nieve, y por un pliegue del frío capote asomaban sus bostezantes bocas negras amenazando al campo. En los fosos, la inmaculada blancura casi cegaba la vista, y las alegres márgenes del Arga no se conocían de puro vestidas. Los árboles con sus escuetas ramas perfiladas de blanco no parecían árboles, sino urdimbres rotas de un tejido deshecho. Las casas medio sepultadas echaban a duras penas por su chimenea, cubierta de finas cremas y cristalinos picachos, un chorro de humo que subía lentamente a manchar el cielo y se resolvía en el pesado gris de la atmósfera como masas de tinta arrojadas en un inmenso mar de almidón. Dentro de las casas reinaban, por el contrario, la animación y el bullicio, por estar recogidos los habitantes todos al amor de los hogares, donde ardían encinas enteras. Fuera, todo estaba congelado, incluso la guerra, que había dejado de moverse en el campo para latir en el corazón de las viviendas.

Contra lo que Salvador esperaba y temía, Navarro se dejó llevar, y después de instalado en vivienda tan distinta del lóbrego y tristísimo hospital en que antes moraba, su exaltación se trocó en abatimiento y su aspereza en indiferencia, no exenta en algunos instantes de suavidad y aun de discretas y sosegadas razones.

No contribuyó poco a su alivio la soledad en que estaba y el no permitir Salvador que le visitara persona alguna, porque en el hospital los demás enfermos se complacían en calentarle los cascos, contradiciéndole en sus vehemencias o alentándole en sus majaderías. Una mujer de carácter excelente, tan notable por su solicitud como por su paciencia, le asistía, y un clérigo pacífico le acompañaba algunos ratos. Doña Hermenegilda, que así se llamaba la dueña, era viuda de un guarda-montes de la Borunda y había tenido siete hijos, de los cuales, a excepción del más pequeño, que emigró a las Américas, no quedaba ninguno por haberlos absorbido todos sucesivamente las distintas guerras de la Península, desde la famosa de la Independencia hasta la de los agraviados en Cataluña. Tan guerreros eran, que en los pequeños claros o intervalos de paz, ninguno supo hacer cosa de provecho, y la poca hacienda que tenían fue pasando a los prestamistas, disolviéndose toda en comilonas, timbas, inútiles viajes, cacerías y compras de armas para camorras. De   —387→   esto y del desastroso fin de todos ellos, nació en Doña Hermenegilda un aborrecimiento tan vivo de las guerras, que no se le podía mentar nada de lo tocante al fiero Marte y su culto sangriento. Ella decía que una nación de cobardes sería la más feliz y próspera del mundo, y cuando le objetaban que esa nación no sería dueña de sí misma porque la esclavizaría cualquier conquistador extraño, respondía que su bello ideal era que todas las naciones del mundo fueran igualmente cobardes, para que resultara un globo terráqueo poblado en absoluto de seres prudentes. Doña Hermenegilda no era navarra.

No podía haber escogido Salvador persona más a propósito para cuidar a un hombre tocado, como se sabe, del mal de batallas. No tenía igual seguridad de acierto en la elección del Padre Zorraquín para acompañante y amigo espiritual del enfermo, porque si bien en ocasiones podría tenerse al tal clérigo por la persona más bondadosa y mansa del mundo, en otras parecía un si es no es levantisco y ambicioso. Era Zorraquín capellán de unas monjas pobres y no podía ocultar sus febriles ganas de llegar a otra posición eclesiástica más elevada. Ya no era joven el capellán y había dejado trascurrir lo más florido de su existencia sin hacer valer los méritos que creía poseer. Todas sus peroratas sobre este tema de la vanidad concluían diciendo: «Ya, ya vendrán tiempos de justicia, sí, ya vendrán... Entonces no veremos los coros de las catedrales llenos de masones con sotana, mientras los buenos eclesiásticos perecen».

No pasaba ya Garrote la mayor parte del día en la cama. Había recobrado las fuerzas, y su mal, que antes parecía profundamente arraigado y dueño de la persona, le permitía ya algunas horas de completo bienestar. Muy sensible al frío, se acercaba con frecuencia a la lumbre, la observaba con fijeza, arrojando en medio de las ascuas su mirada, como si quisiera encenderla en ellas, y no se movía hasta que, inflamándose su cara con los rojos reflejos, llegaba a un grado de irritación insoportable. Entonces se retiraba, conservando en su pupila la imagen de las brasas deslumbradoras. Después de dar algunos paseos por la estancia, hasta enfriarse, volvía junto a las llamas y se extasiaba contemplando otra vez las lenguas rojas de azulada punta, las quemadas astillas que caían del consumido leño con murmullo de hojas secas, y languidecían luego en la ceniza durmiéndose.

Comía poco. No leía nada, y su única distracción era tirar al florete con su hermano. Pero este entretenimiento duraba minutos nada más, por la escasa fuerza del convaleciente. Hablaba tan poco, que a veces   —388→   hasta se privaba de lo necesario por no pedirlo. En el largo espacio de un mes no pasaron de tres las conversaciones tiradas que ambos hermanos sostuvieron. En la primera hablaron de las condiciones de las casas de Pamplona, de la catedral, de la ciudadela, de las fortificaciones, de la Rochapea y de otros temas locales, en que Navarro mostró su prolijo conocimiento de la ciudad. En la segunda, Salvador le habló de la guerra, procurando poner a prueba el juicio de su hermano, y no tuvo poca sorpresa al observar que Garrote trató el asunto con un aplomo y una serenidad de ideas admirable. El tercer coloquio fue todo él expresión de sentimientos personales, y habría podido servir de base de concordia entre dos hombres que tanto se habían aborrecido. Por esto debe ser puesto entre lo más precioso que han hablado nuestros personajes, y reproducido con integridad para que sea edificación de nuestros lectores, como lo fue de Doña Hermenegilda, que tuvo el honor de hallarse presente en aquel palique.



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ArribaAbajo- XXI -

Una tarde, después de comer, hicieron ambos elogios muy ardientes de un exquisito guisado de palomas silvestres que les puso Doña Hermenegilda. Después Navarro se acercó a la chimenea, cual si fuera a arrojarse dentro de ella, y como Salvador le amonestara por aquel singular gusto de achicharrarse, Navarro se retiró, miró a su hermano sin el acostumbrado fruncimiento de cejas, y le dijo estas blandas palabras:

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-Acabarás por manejarme como a un chiquillo. ¿Qué más quieres? Poco a poco me has ido haciendo tu prisionero sin combatir, y con medicinas primero, con cuidados después, has ido venciéndome. Si no hay en todo esto una intención desconocida, desde ahora declaro que estoy agradecido del bien que me has hecho.

-Una intención y un plan hay en mí -replicó Salvador- pero ambos son harto claros. He querido vencerte con las armas del bien y dominarte por la fuerza de la caridad, emanada de un parentesco que no querías reconocer. ¿Lo reconocerás ahora? ¿Se hace por un extraño lo que yo he hecho?

-No -dijo con noble decisión Garrote-. No se hace por un extraño lo que has hecho por mí. He tenido días de gran oscurecimiento en mi cabeza; pero ya veo claro, y aunque imagino sofismas y sutilezas para desvirtuar tu comportamiento conmigo, no puedo. La verdad es más fuerte que mis cavilaciones. Te me has ido imponiendo, imponiendo, y ahora estás encima de mí con un doble carácter, pues no puedo separar completamente en ti el hermano cariñoso del hombre aborrecido, ni creo que separarlos pueda mientras los dos vivamos.

-He sido más afortunado que tú -dijo Salvador, apartándole otra vez del fuego, que le atraía como a mariposa-, porque yo hace tiempo que he olvidado todas las ofensas; hace tiempo que he cogido todos los rencores y arrancándolos de mí los he echado fuera, como se echa este papel al fuego.

Salvador arrojó al fuego un papel que ardió instantáneamente con llamarada juguetona. Instintivamente Navarro se acercó a la chimenea y quiso sacar el papel que ardía; pero retrocedió quemándose los dedos. Esto, que parecía un chispazo de locura, inspiró a Salvador lo siguiente:

-No metas tu mano en el fuego para sacar lo que ha caído en él. Tú, como yo, necesitas hacerte perdonar para ser perdonado, necesitas comprar la generosidad con generosidad y el olvido con el olvido.

-Si pudiera olvidar... -murmuró Navarro, embelesado siempre en la contemplación de la llama-. Si pudiera borrar todo lo que no fuera presente... ¡Qué tranquilo viviría!... Porque el presente me agrada, y esta serenidad que ahora disfruto es un bien muy precioso. Fáltame saber si lo debo a la casualidad, a la Providencia o a ti.

-A los tres -replicó el otro-. La Providencia y el hombre, ya amigo ya enemigo, suelen obrar de acuerdo para salvarnos o perdernos. Tu memoria se ha aclarado lo bastante para recordarte, lo que has pasado, la ruina de tus descabellados planes de guerrillero, tu prisión, tu enfermedad   —391→   gravísima, tu condenación a muerte. Pero hay cosas que no puedes saber por tu memoria, y son la curiosidad interesada con que yo observaba tus pasos desde Madrid, y mí resuelto propósito de socorrerte cuando caíste en el mayor peligro en que puede caer un hombre. Yo dejé mi casa, comodidades de esas que empiezan a valer mucho cuando se nos va acabando la juventud, y quehaceres importantes; yo corrí a este país de Navarra decidido a emplear todo lo que en mí hubiera de actividad, de celo y de ingenio para salvarte. He vivido algunos meses consagrado a ti, velando por ti, y luchando contra tu mal, contra tu genio, contra tu locura, contra los enemigos, contra la ley y contra todo, sin desmayar nunca, sin fatigarme un punto hasta conseguir mi objeto. Sobre todos los enemigos me han resistido siempre tu carácter y tu antipatía. Pero esto, lejos de desanimarme, me encendía más, y más me estimulaba a pretender una victoria completa. Estoy satisfecho, te he salvado de la muerte, te he cazado, te he domado, y ahora te tengo en mi poder, no como enemigo prisionero, sino como podría tener un padre a su hijo débil y pecador, sojuzgado y no sé si arrepentido. Yo conceptuaba como la mayor gloria apetecible esta victoria mía por la fraternidad cristiana, y esa sumisión tuya por la gratitud. Ahora, cuando parece que recobras tu salud perdida y tu libertad, ¿qué harás? Desde el momento en que yo me aleje, tu soledad será espantosa. ¿Irás a la guerra? No lo creo. Si te retiras a alguna parte a vivir pacífica y honradamente, ¿a quién volverás los ojos para decir: «tú eres mío»? ¿Los volverás a tu mujer? No. ¿Buscarás algún pariente en la Puebla? No los tienes. ¿Buscarás amigos? Tu carácter rechaza las amistades nuevas. Abre los ojos y ve claro, desgraciado; no niegues la evidencia. Por más que busques no hallarás más familia que yo. Yo soy el único que puedo llenar tu vacío y hacer a tu lado un bulto, una sombra que indique la presencia de un amigo.

-Cállate -dijo Navarro, ya lejos de la chimenea- cállate, que me haces daño. Insensiblemente te has atado a mí y has soldado la cadena. Está bien, te arrastraré conmigo. ¿Podrá separar algún día el hermano cuidadoso del hombre aborrecido? No lo sé. Deja que pase el tiempo, que pasen días. Yo tengo ahora ocupaciones graves, muy graves.

Esto de las ocupaciones graves hizo en Monsalud el efecto de un golpe. Tembló por el juicio de su hermano, que poco antes había visto manifestarse claro y hermoso, y que de repente se oscurecía. Como pasa una nube por delante del sol, así pasó aquella frase por encima de la discreción del enfermo, ocultándola.

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-Ocupaciones graves, gravísimas -repitió Navarro, frotándose las manos-. Por ahora sólo te diré que, si es verdad lo que me has dicho, resultará que eres digno de admiración. Yo no te la niego, y en cuanto a tenerte cariño. Yo me entenderé. El cariño no es cosa de quita y pon. Ya creo que siento un cierto interés por ti y que no me gustaría verte desgraciado. Pórtate bien, y veremos.

Este tono de protección, tan impropio del estado de ambos, chocó extraordinariamente a Salvador; pero su asombro y alarma subieron de punto cuando Navarro, después de tener un rato las palmas de las manos sobre la lumbre, fue hacia su hermano, y poniéndole sobre el rostro una de aquellas manos que quemaban como plancha de hierro, le dijo pausadamente:

-Deja que acabe esta gran campaña, y luego veremos.

Salvador no dijo nada. Sospechaba que en la cabeza de su hermano había una idea monstruosa, y no quiso perseguir aquella idea, temiendo ver confirmada la triste sospecha. Dejándole que se achicharrase otra vez las manos, se acercó a la ventana para ver la nevada, que aquel día era abundantísima. Parecía que el mundo navegaba por un piélago infinito de plumas de cisne.

Entró a la sazón el padre Zorraquín muerto de frío y se sentó a horcajadas en una silla, frente a la chimenea, extendiendo sus pies hacia el fuego. Poco después el vivo calor de la llama le obligó a apartarse. Empezó a oscurecer, por ser en aquella estación las tardes más cortas que la esperanza del pobre, y Doña Hermenegilda dio luz a un esplendoroso quinqué, competidor del sol de invierno. Cerradas las maderas, se prepararon los cuatro a echarse a pechos la larguísima velada, que parecía un siglo, cuando no era conllevada de interesantes y variados entretenimientos. Doña Hermenegilda hacía media con ligereza suma. Aquella noche necesitó devanar madejas de hilo, y como no tenía devanadera, prestose, como otras veces, a suplirla el bendito Padre Zorraquín. Era hombre amabilísimo. El cura charla que charla, y la dueña devana que devana, parecía que de los labios de aquel salía la palabra, como de la madeja de sus manos el hilo, y que Doña Hermenegilda iba envolviendo el interminable discurso, haciendo de él un corpulento ovillo, que bien podría pasar por abultado libro. El cura hablaba, moviendo brazos y manos con lenta oscilación para que saliese la hebra, el ovillo crecía, pasando de nuez a manzana, de manzana a calabaza, y los dos hermanos oían y callaban, el uno inmóvil, el otro marcando cada vuelta de la madeja con un golpecito dado con las tenazas en el borde   —393→   de la chimenea. Cada vez que el hilo se deslizaba, rozando con el dedo gordo de la mano derecha del cura, Navarro daba un golpe. Era como el ritmo de un reló 17. Creeríase que los cuatro individuos formaban un mecanismo dentado construido para hablar ovillando, y para ovillar los segundos. Salvador habría podido pasar por la muestra de aquel humano reló 18, pues su cara no expresaba nada, a no ser la inmutable tristeza de un horario.

¿Qué contaba Zorraquín? Las hazañas de Zumalacárregui, que era el asunto obligado en Pamplona y en toda Navarra. La prolijidad del buen cura no es para imitada aquí, pues él se había propuesto ser en lo futuro historiador de aquella gran guerra, y apuntaba todas las noticias para reunir materiales. Aprovechándolo todo, lo mismo lo cierto que lo dudoso, y utilizando lo histórico así como lo anecdótico, allegaba elementos para un colosal almacén literario que, por fortuna, pereció en un incendio años adelante.

Zorraquín refería las acciones, describía los lugares, reproducía las palabras, dando a las alocuciones el tono y tamaño de discursos a lo Tito Livio. Hasta imitaba los gestos de los guerreros, y al llegar un punto en que hubiese aclamaciones de la muchedumbre, lo hacía tan al vivo, que era preciso suplicarle que bajase la voz para no alarmar a la vecindad.

Abreviando todo lo posible la empalagosa narración, sólo diremos que Zumalacárregui había tropezado con el antagonismo de los díscolos jefes que se sublevaron antes que él. Aclamado por algunos como jefe de todos los voluntarios navarros, halló resistencia en Iturralde. El cura de Irañeta, y Mongelos no vacilaron en ponerse a sus órdenes. Dividiéronse los carlinos; pero una insurrección pequeña nacida dentro de la insurrección grande resolvió el problema. El cabecilla Sarasa se sublevó una mañana, y haciendo prisionero a Iturralde, proclamó a Zumalacárregui comandante general de Navarra. Por este procedimiento, que más que navarro era español puro, se unificó la insurrección, y los voluntarios carlistas no tuvieron ya sino un solo jefe. Este desplegó desde el primer momento energía colosal. Rebajó a un real la soldada de dos reales que percibían los voluntarios, y empezó a combatir con gran fortuna. Dictó aquellas célebres disposiciones que tan extraordinario vigor infundieron a las armas carlistas, y en todo mostró ser insigne guerrillero, digno sucesor de los Viriatos, Empecinados y Merinos, con más saber militar que todos ellos. Sus terribles castigos revelaron un carácter de hierro tal como se necesitaba en aquella sangrienta ocasión. Condenó   —394→   a muerte en un bando que hacía cumplir estrictamente, a todo el que volviera la espalda al enemigo durante el combate, a todo el que sin vacilar no se dirigiese al puesto designado por su jefe, aun cuando viese en él una muerte segura, y a todo el que pronunciase voces alarmantes, como que nos cortan, que viene la caballería, etc...

Todo esto lo oía Navarro sin decir nada, cejijunto y torvo, hasta que al fin rompió la palabra:

-Basta ya de charla, Sr. Zorraquín. Si eso ha de escribirse que se escriba; pero conste que no es por mandato mío, pues no tengo vanidad en ello.

Salvador y Doña Hermenegilda se miraron a las diez de la noche, cuando los dos hermanos se quedaron solos, después de cenar, Salvador rogó a Navarro que se acostase.

-No será malo -dijo este con mucha naturalidad-, pues fatiga sobre fatiga, se llega a un punto en que no hay cuerpo que resista. Sigo tu consejo, pues no ha sido mala la jornada de este día.

Salvador le acompañó a su alcoba. Acostose Navarro, y sumergido en el lecho con el rebozo de las sábanas en la boca, sin mostrar de su persona más que media cara y tres dedos de una mano, habló a su hermano de este modo:

-Natural era que se supiese ya en Navarra y aun en toda España la resistencia que hallé en Iturralde, la sublevación de Sarasa, y por último, la concentración de todas las fuerzas de este país bajo mi mando. Lo que extraño mucho es que se sepa ya, y aun que ande escrita y parlada, la orden del día que di en la Amezcoa, mandando fusilar a los que vuelvan la espalda, a los que pronuncien voces subversivas y a los que no acudan a los puestos de peligro... Esta idea, que hace tiempo tenía yo y que acabo de poner en ejecución, será la clave de esta gran guerra y la base sobre que se forme el más temido y belicoso ejército que han visto las naciones.

Salvador no pudo contenerse.

-No eres tú -le dijo-, quien ha hecho esas cosas, sino Zumalacárregui.

Sonrió con desdén Navarro, y como si su hermano hubiese dicho una gran necedad, le contestó de este modo:

-¿Pero no sabes, pobre hombre, que ese infeliz Zumalacárregui fue hecho prisionero en la Rioja, conducido a Estella, en cuya cárcel se agravó su enfermedad del hígado, y después trasportado en un carro a Pamplona? ¿No sabes que está en el hospital con un mal gravísimo, que   —395→   algunos tienen por hepatitis y otros por locura? ¡Lástima de hombre! le aprecio mucho y deseo que sane.

Dijo, y volviéndose del otro lado se fue aletargando. Poco después dormía profundamente. Después de contemplarle un rato, considerando que era cosa perdida, Salvador se retiró con el alma llena de tristeza.

Pasaron tres días. Una mañana entró Salvador en su casa y halló a Doña Hermenegilda consternada, llorosa. La buena señora no se atrevía a darle la tristísima nueva del suceso ocurrido durante la ausencia del amo de la casa. Salvador creyó comprenderlo, corrió a la habitación de su hermano, pasó de una estancia a otra... No estaba.

-Se escapó, sí señor, se escapó no hace media hora... En un momento que me descuidé... Salí a comprar varias cosas... Le dejé paseando en el comedor con el capote puesto y la espada ceñida. Como otras veces andaba en el mismo empaque, no sospeché... Todavía no habrá salido de la ciudad. Todavía se le podrá detener... ¡Qué desgracia!... Cuando parecía curado... ¡Esta mañana me hablaba con tan buen juicio!...