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Viaje a su costa del Alcalde provincial del muy ilustre Cabildo de la Concepción de Chile

Desde el fuerte de Ballenar, frontera de dicha Concepción, por tierras desconocidas, y habitadas de indios bárbaros, hasta la ciudad de Buenos Aires; auxiliado por parte de S. M. un agrimensor, del práctico don Justo Molina, de dos asociados, tenientes de milicias, don Ángel y don Joaquín Prieto, de dos dragones, un intérprete, y siete peones para el servicio y conducción de víveres, en 27 cargas

Luis de la Cruz y Ríos



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ArribaAbajoDiscurso preliminar al viaje de Cruz a las Pampas

Mientras que intrépidos argonautas visitan los senos más retirados del mar glacial, y avanzan hasta las latitudes más elevadas del otro hemisferio, una parte considerable del continente austral queda aún desconocido e inaccesible a sus propios moradores. Los celos con que la Corte de España miraba a los que frecuentaban estas costas, y el temor de verlas ocupadas por alguna potencia extranjera, han contribuido principalmente a este atraso, que ha trabado los progresos de la ciencia y el desarrollo de la población en esta parte del globo.

Antes que el Sr. General Rosas pensase en llevar las fronteras de Buenos Aires hasta la línea del Río Negro, las sierras del Volcán, del Tandil y de Tapalquen, eran las vanguardias de nuestro territorio, que sólo por el lado de la costa se extendía hasta el establecimiento de Patagones en las barras del Río Negro. Desde estos puntos hasta el Estrecho media una distancia considerable, en una región habitable, de acceso fácil, y sin más obstáculos que los que opone la falta de población y de recursos. Un gobierno que hubiese sido menos apático que el de España, hubiera empleado una parte de los caudales que sacaba de América en examinar un país que le pertenecía, y en arrancar de la barbarie a las tribus que lo ocupaban. Pero, si se exceptúan unas pocas tentativas que se hicieron para reconocer la costa patagónica, ningún otro trabajo científico acometió la Metrópoli para explorar el sur, en el largo periodo de más de tres siglos. Así es que gravita sobre los nuevos gobiernos todo el peso de esta inmensa tarea; y el que la emprenda, puede contar desde luego con los aplausos   —II→   de los contemporáneos, y la admiración de la posteridad. ¿Qué mayor gloria que la de ensanchar los límites del orbe conocido, y de remover las pocas trabas que impiden llevar los beneficios de la civilización a una región desconocida?

El viaje que publicamos es una prueba de lo que debe esperarse de un carácter activo y de un genio perseverante. El Gobierno español, enredado en la política europea, que había tomado un aspecto alarmante desde que Napoleón manifestó su ambición y sus talentos, sintió la necesidad de poner en más estrechas relaciones los distintos pueblos de América, que podían hallarse aislados por efecto de un simple bloqueo por parte de Inglaterra, e inculcó a los virreyes de Buenos Aires y de Chile de hacer indagar los pasos de la Cordillera para descubrir algún camino carril que pudiese servir al tránsito de las mercaderías, en el caso que quedase cortada la comunicación marítima. Un vecino de la Concepción, de una instrucción limitada, pero emprendedor, sagaz, y celoso del bien público, se presenta a llenar este encargo: y para dar más realce a este servicio, se compromete prestarlo a su costa. Se admite la oferta, y don Luis de la Cruz despl[i]ega una actividad asombrosa en sus preparativos de viaje. Con un pequeño séquito, con cortos auxilios, y muy escasos conocimientos del país que se propone atravesar, se arroja como un Cóndor desde las cumbres de la Cordillera hacia las pampas de Buenos Aires.

Rodeado de peligros, y casi sin defensa en medio de pueblos bárbaros, los subyuga con el prestigio de sus palabras, y hasta llega a arrancarles lágrimas de ternura al despedirse de ellos. En los parlamentos con los caciques, la posición que ocupa es siempre eminente. Les habla con circunspección, pero con firmeza, y nunca se deja acobardar por la aspereza de sus modales, la arrogancia de sus discursos, ni por la violencia de sus amenazas. Esta parte del viaje de Cruz merece ser estudiada, porque da una idea cabal del carácter de los indios, y de los arbitrios que conviene emplear para domesticarlos. Lo demás no tiene más mérito que el de ser el primer ensayo de una empresa que se presentaba como imposible. Los detalles topográficos son incompletos, algunos   —III→   de ellos erróneos, y todo lo relativo a la historia natural se resiente de la falta de conocimientos científicos en el autor. De las costumbres de los indios nadie ha hablado con más acierto que él, y en esta parte no creemos que tenga competidores. Su estilo es fácil, y bastante correcto: pero la mezcla de palabras araucarias, desconocidas a la casi totalidad de sus lectores, lo hace a veces ininteligible. Procuraremos disipar esta obscuridad, explicando la mayor parte de estas voces, en un pequeño vocabulario chileno que estamos redactando.

Don Luis de la Cruz pertenecía a una familia distinguida de Chile, y recibió una educación análoga a su estado. Mientras duró el gobierno español no ejerció más cargos que los consejiles; pero luego que asomó para su patria el día de la independencia, se echó en las filas de los bravos que debían defenderla.

La energía de sus opiniones lo hizo expectable en el primer Congreso que se reunió en Chile en 1812, y cuando un ejército realista, al mando del General Osorio, vino a amagarlo, Cruz dejó el puesto de representante, y marchó con las fuerzas que se organizaron para repeler aquella agresión. El contraste que sufrieron las armas de la República en Rancagua restableció momentáneamente las autoridades españolas en Chile, y expuso los patriotas a la más violenta persecución. Cruz fue deportado a la isla de Juan Fernández, donde permaneció en el más duro cautiverio, hasta que el General San Martín triunfó en Chacabuco. Desde entonces siguió la suerte de este jefe, que lo condecoró con el grado de General, en premio de los importantes servicios que le había prestado en Lima, en clase de Comandante General de Marina. Desempeñó también, en varias épocas, las funciones de Gobernador Intendente de las Provincias de Santiago y Valparaíso, y de Presidente delegado de la República. Ignoramos la época de su muerte.

Buenos Aires, 22 de enero de 1336.

Pedro de Angelis

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Viaje
a su costa del Alcalde provincial del Muy Ilustre Cabildo de la Concepción de Chile, don Luis de la Cruz, desde el fuerte de Ballenar, frontera de dicha Concepción, etc.

En el ante pondré un testimonio del itinerario, o instrucción y pasaporte, que como reglas para una expedición he recibido del Sr. Gobernador Intendente de la referida ciudad; y también de los parlamentos, y tratados que se celebrasen antes de mi partida con los indios peguenches en este fuerte de Ballenar: y a fin de no ofuscar las relaciones de la ruta con largas disgresiones sobre la calidad, y naturaleza de terrenos, de volcanes, de la salubridad del clima, de las aguas y sales, de las yerbas, arbustos, árboles, de animales cuadrúpedos, peces, pájaros, etc., trataré de estas materias en el diario como vistas, reservando el hablar de la utilidad y naturaleza de las desconocidas por tratado separado, luego que llegue a Chadí Leubú, por lo que respecta a los montes y planes siguientes hasta el río: y así lo dividiré en dos partes. Lo mismo digo para describir las costumbres de los habitantes, su número, aduares, etc., que lo haré hasta pasar sus terrenos; pero no podré omitir expresar en cada día las juntas de indios que se ofrezcan, las parlas y visitas que me hagan, pues contribuirán a la inteligencia de las dificultades o franqueza del viaje, y de las demoras que por esta razón puedan originarse.

También omitiré, hasta la conclusión de la expedición, tratar de la utilidad y conveniencia que pueda resultar a los dos reinos de nuestra comunicación; y de todo lo demás que se me previene en el itinerario; porque sin completo conocimiento de los naturales intermedios, de sus usos, de sus terrenos, especies comerciales apetecibles, y otras noticias que iré adquiriendo con el trato y práctica, no podré tratar antes con acierto.



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ArribaAbajoInstrucciones

Primera.- Respecto a que el objeto de la expedición es dirigida a esclarecer todos los puntos de utilidades, y conveniencia que puedan resultar a los dos reinos, de la comunicación y comercio directo por esta nueva vía, y teniéndose presente que del diario practicado por don Justo Molina, resulta haber, desde el fuerte de Antuco hasta la capital de Buenos Aires, sólo la distancia de doscientas treinta y dos leguas, por un cómputo estimado en su viaje; deberá preferirse esta dirección por la más ventajosa, y que no deberá variarse, si otros motivos de mayor gravedad no obligasen a ello: y de consiguiente, el referido Molina será quien en esta parte señalará el rumbo que ha de llevar la expedición.

Segunda.- Luego que se entre por las cordilleras, ha de ser la primera atención del comisionado reconocer los parajes por donde pueda verificarse el tránsito de carretas que han facilitado don Justo Molina y el español Montoya; con el fin de que, si de regreso dispusiese el superior gobierno de Buenos Aires se haga la experiencia con la noticia de estos informes, pueda realizarse oportunamente y con acierto. A cuyo efecto tomará las apuntaciones y noticias de los pequeños obstáculos que se encontrasen fáciles de vencer, designando los puntos y calidad de trabajo que haya de ejecutarse en cada uno.

Tercera.- Como entre los individuos que lleva a sus órdenes el comisionado, es uno de los principales el agrimensor don Tomas Quesada, en calidad de geógrafo, tendrá especial cuidado de que éste lleve un diario exacto de la ruta, y de la demarcación topográfica con los rumbos de ella, y sus distancias, con una noticia puntual de la naturaleza de los terrenos por donde se transite: y así mismo que observe en los parajes convenientes las variaciones de la aguja magnética, para corrección de las direcciones, o rumbos del viaje, y señalarlas en el plano con el debido acierto.

Cuarta.- El comisionado llevará un diario circunstanciado de las distancias que se caminan, por la estima del reloj, a un paso constante y arreglado, para fijar las jornadas, la calidad de los terrenos, abundancia o escaseces de pastos, los embarazos de ríos despoblados, montañas fragosas   —6→   etc. con noticias de los recursos que ofrezcan para vencer las dificultades del tránsito, la abundancia o escaseces de aguadas para los viajes o su calidad.

Quinta.- Se informará de la numerosidad, fuerza, carácter y costumbres de los habitantes, y naciones de indios, intermedias y vecinas; y riesgo que ofrezca la comunicación y tráfico de los españoles con respecto a ellas.

Sexta.- De los sitios en que puedan fundarse poblaciones o fuertes auxiliares; con qué seguridad, arbitrios y costos.

Séptima.- Cómo pueda conquistarse la amistad y allanamiento de los naturales, para nuestra internación.

Octava.- De las ventajas que de ella puedan resultar al comercio, a la entera reducción y posesión de estos grandes espacios.

Nona.- Cómo se podrá extender hasta nuestros establecimientos en la costa Patagónica, y demás noticias que en el curso de la expedición se adviertan ser oportunas; para según ellas calcular la conveniencia que resulte de este proyecto, por lo que hace al adelantamiento del comercio ultramarino y marítimo de la provincia de Buenos Aires, con ésta de la Concepción, y el Perú; según la entidad y clase de artículos que se propongan internar y extraer de ellas recíprocamente: y lo que sobre todo perjudique, o interese a la real hacienda, y buen gobierno, por los reales derechos que reporte, gastos que se ocasionen en nuevos resguardos, y daños generales consiguientes a la amplitud del contrabando por esos despoblados; atendiendo igualmente al uso que podría tener la franqueza de estos caminos, en comparación de las proporciones que ofrecen los de Mendoza en derechura a la capital de Santiago. Estos importantes puntos, que tiene recomendado la Capitanía general de este reino para el comisionado de esta expedición o exploración, merecerán toda la atención para su desempeño.

Décima.- Es consiguiente que el comisionado solicite de los caciques y respetados del tránsito, y de los que saliesen a su encuentro, sus nombres y paraje de su residencia, para la debida, noticia del gobierno, conforme lo que va, prevenido en la instrucción quinta.

Undécima.- Cuidará del buen orden de su comitiva, y que los caciques y peguenches que han de acompañarle, sean tratados como conviene al buen éxito de su empresa, y hará entender, por medio del intérprete,   —7→   o del dragón Pedro Baeza, a los gobernadores, caciques o indios de respeto del tránsito, el objeto de su viaje, en los términos que se expresará en el pasaporte que a este efecto ha de llevar. De cuyo tenor se enterarán todos los individuos de la comitiva, y los auxiliares peguenches, para que uniformemente, y sin variación alguna en lo substancial de su contenido, lo expliquen a los indios del tránsito, y se eviten los graves perjuicios que de lo contrario podrían resultar al objeto importante, de su expedición.

Duodécima.- A su llegada a Buenos Aires dará cuenta al Exmo. Sr. Virrey del resultado de su expedición, lo mismo que, en primera oportunidad, al Exmo. Sr. General de este reino, y a mí: solicitará de Su Excelencia los auxilios que necesite; y recibirá sus órdenes relativas a su comisión, dando oportuno aviso de su regreso. Plaza de los Ángeles, veinte y siete de marzo de mil ochocientos seis.- Luis de Alaba.

Copia del pasaporte que se cita en la advertencia once.- «Don Luis de Alaba, Caballero del Orden de Santiago, Coronel de infantería de los reales ejércitos, Comandante General de la frontera del reino de Chile, y Gobernador Intendente de la provincia de la Concepción etc. Por cuanto el Rey Nuestro Señor (que Dios guarde) tiene mandado se le informe los medios de facilitar las comunicaciones de la provincia del virreinato de Buenos Aires con las de este reino de Chile, por los países de los indios intermedios. Por tanto, hago saber a los gobernadores y caciques del tránsito, desde el fuerte de Antuco en esta frontera hasta dicha capital, que el Alcalde provincial del Cabildo de la ciudad de la Concepción, don Luis de la Cruz, acompañado del agrimensor don Tomás Quesada, y del práctico don Justo Molina, y asociados, don Ángel y don Joaquín Prieto, tenientes de milicias de caballerías con quince individuos más para el servicio de esta expedición, pasa comisionado por el Exmo. Sr. Capitán General de este reino, don Luis Muñoz de Guzmán, para hacer un nuevo reconocimiento del camino más directo a la expresada capital, que es el único objeto de este viaje; sin que sea la intención del Soberano hacerles ningún perjuicio o daño, así como no se hace a los indios que habitan en el camino, que transitan, con toda franqueza y libertad, los españoles para Valdivia; ni cuando ellos se internan en nuestros países, en que son recibidos con agrado y protección del gobierno, por todos los jefes y comandantes de las plazas: que antes bien, se solicitan y quieren su amistad, trato y comunicación, para que se hagan sociables, y disfruten de los beneficios que son consiguientes, cuyas ventajas y utilidades les acreditará la experiencia. Que sólo se desea reconocer si el camino es más corto, y cómodo para comunicarnos por   —8→   sus tierras con los españoles que viven en Buenos Aires; contando conque los gobernadores y caciques contribuirán gustosos al lleno de nuestras ideas, y sanas intenciones. Y espero que en esta ocasión permitirán el paso al referido don Luis de la Cruz, con toda su comitiva, que va auxiliada de los fieles amigos peguenches; pues así lo pido en nombre del Rey mi Señor, a, cuya real persona se dará aviso, y recomendará su buena voluntad, que no dudo franquearán para que todo se facilite, y que atienda con particularidad a los que más se distingan y propendan en la realización de este proyecto. Dado en la plaza de los Ángeles, sellado con el sello de mis armas, y refrendado de mi secretario, a veinte y siete de marzo de mil ochocientos y seis años.- Luis de Alaba.- Por mandado de su Señoría.- Santiago Fernández.

Enterado de estos antecedentes, el Sr. Gobernador Intendente deseoso del buen éxito de mi expedición, y para mejor consolidar los medios de asegurarla, me comisionó para que con el teniente de dragones don Nicolás Toledo, que fue el oficial más a propósito que se encontró en aquella plaza, tratásemos en ésta de Ballenar con los caciques peguenches, que ya se habían citado y debían parecer muy pronto, los puntos que me acomodasen para mi pronta salida; que dicho teniente me entregase en manos propias de ellos, como lo acostumbran cuando recomiendan sus correos, y les agasajase con los obsequios que se les prometieron en la junta celebrada en los Ángeles, a fines de noviembre último con mi asistencia, que presidió el Sr. Coronel, comandante actual de los Ángeles, don Fernando Amador de Amaya, sobre el objeto de esta expedición, de su mayor seguridad, y que algunos peguenches, como auxiliares, me acompañasen.

Al poco rato que salí de lo del Sr. Intendente ya despedido, pues al siguiente día veinte y ocho caminaba él para la plaza del Nacimiento a presidir una junta de indios llamistas, estuvo a verme el referido teniente Toledo, que ya había recibido las órdenes de acompañarte: me lo hizo presente, y acordamos salir para Antuco el veinte y nueve.

Antes de amanecer, partimos de aquella plaza, y por comodidad nuestra alojamos en Antuco, una puebla distante de este fuerte cuatro leguas. Habrán allí hasta veinte casas avecindadas, con muy buenas huertas, arboledas, regadas de varios arroyos, que desprendiéndose de los montes del sur, a que está inmediatamente situada, bañan con profusión todo el plan. Cuatro leguas o cinco antes de llegar a dicha puebla, se introduce uno a este cajón, que por una y otra banda son montañas espesísimas; con el bien entendido, que la primer caja que se ofrece corre de norte a sur, y de esa otra al este, que es la de Antuco en que estoy; y no se estrecha hasta llegar al cerro de Volcán. Tendrá esta abertura de cercos en partes   —9→   una legua, en otras media, y en otras mucho menos. Es vega pareja toda carretera, su piso de trumau pedregoso, y llena de arbustos, de romerillos rarales, y otros que rumian los animales en las invernadas. Sus aguas dulces, preciosas por su claridad, y golpeadas entre piedras y maderas excelentes en los cerros de ambas sierras. El gran río de la Laja la parte, y a él confluyen todas las vertientes de ambos costados. El lado del sur de esta abra, está cedido a los vecinos de la puebla, de cuyos terrenos acopian cosechas de todas clases, de granos y frutas. Para sus siembras desmontan las faldas, dejan las volteadas en los sitios, y las reducen a cenizas, incendiándolas: sin más abono, desparraman trigos, que con una reja de surcos tapan, y de aquí hacen cosechas de ciento por uno, según me lo han asegurado muchos vecinos de razón.

Al lado del norte del río se halla el potrero de Tupan, cuyas tierras gozan de la misma fecundidad.

Nos hospedaron en la población, en casa del juez diputado don Mariano Meyado, quien me aseguró habían padecido mucha seca en el verano, como que sólo contaba en él una corta lluvia, por cuya causa se quejó de muy escasa cosecha de trigo; y preguntándole por la cantidad que había sembrado, y lo que había cosechado, me contestó, que su siembra fue de fanega y nueve almudes, y su cosecha de ciento sesenta fanegas. Lo tuve a quimera, y deseando desengañarme, no tardé mucho en averiguar la verdad, preguntándolo con separación a otras personas de la casa; y todas ellas convinieron en ambas cantidades.

Allí tuvimos noticia que aún no habían llegado los peguenches al fuerte en que debían recibirme; por cuya razón determinó el teniente quedarse en lo de dicho juez. Pero yo que deseaba ver el río, recorrer los montes y sus proporciones, registrar el cerro del Volcán, que me aseguraban distar de este lugar dos leguas, y una mancha de escoria, con cuyo derrame se interceptó el camino antiguo de Prancoyán, que era más recto que el que hoy se trafica, bien temprano seguí a este destino, y a las nueve de la mañana estuve en el fuerte.

Está situado en un cerrillo, que tiene treinta varas de elevación sobre el plano de la vega: en su cima, un círculo de pellines parados circunda una casa de paja fabricada sobre postes; su longitud es de diez y seis varas, y su latitud de seis. La tercera parte de este edificio sirve de habitación al comandante, que lo es un sargento de dragones; y los otros dos tercios están divididos en cuartel, y una pieza para pertrechos de guerra. Al frente del Volcán, tiene la estacada la puerta, con su puente levadizo, y a ambos lados troneras con cañones de a cuatro.

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A las cuatro de la tarde llegó el capitán de amigos, Leandro Jara, noticiándome de que dejaba los peguenches alojados en la Cueva, lugar que dista siete leguas, según dicen, de este fuerte. Y pasando para Antuco, le previne trasladase la noticia de los indios al teniente Toledo, y que regresase al siguiente día, como que debía servir de intérprete en la junta de parla, que se iba a celebrar.

En la misma tarde recorrí la rivera del río que demora al norte, tres cuadras distante de este fuerte. En partes se despeña encajonado, y en otras, ofrece puertos; pero siempre baja tan correntoso que juzgo imposible poderlo vadear. Levanta su correntada comúnmente unos penachos de agua en las alturas de las peñas, y bajos en las concavidades, que al paso que atemoriza su braveza, agradan a la vista los diferentes colores que con el sol se manifiestan en el agua. Esta rapidez, que cuando más abajo se disminuye, a las cuatro leguas de aquí, descubre vado cómodo en varios brazos.

He reconocido también que, desde antes de la puebla, lo que es en este cajón, le entran a la Laja el río Rucoheco, otros varios arroyos, y un estero grande, llamado Quillayleubú, esto es, aguas de quillayes, así como Rucoheco, aguas de rucos, especies de venados monteses.

También se ve a la otra parte de la Laja la embocadura del río de la Polcura, que dista una legua de este castillo, y por entre riscos fragosísimos se descuelga de entre dos montes elevados del potrero de Tupan.

Las maderas gruesas o corpulentas y elevadas de estas sierras, son los robles y coygues. Las primeras estando apellinadas son de mucha duración y aprecio para las fábricas. Las segundas, de poca consistencia, y por eso poco apetecibles.

He solicitado de estos patricios razón de las yerbas que aquí se conozcan, y sólo me han nombrado el ñancú, cachanlagué, doradilla, uñopequen, y el árbol de culén. De todas ellas hablaré a su tiempo, explicando sus virtudes.

El treinta y uno me he entretenido en recibir a los indios, tratándolos amistosamente, que han ido llegando sucesivamente; y al obscurecer, llegó el teniente don Nicolás Toledo, con el capitán de amigos.

El primero de abril fue la junta en la puerta del fuerte; y según lo que se les propuso por nuestra parte, y lo que ellos dijeron por la   —11→   interpretación de su capitán, fue del tenor siguiente: Estando en dicha puerta con el teniente de dragones, y los dos de milicias que me acompañan, se congregaron los caciques Calbuqueu, Pilquiñan, Levinirri, Manquelipe, Pichuntur, Layló, Puelmanque, Payllacura, Treca, y habiendo saludado a su estilo con dos abrazos, nombraron a Calbuqueu para que hablase por todos; costumbre que observan en sus parlamentos.

Admitiendo éste la elección, hizo presente que deseaban recibir las órdenes que se les comunicasen de parte del Gobierno, cuya obediencia habían heredado de sus antepasados, citando por testigos de su observancia a los comandantes de estas fronteras: que así fueron siempre mirados los peguenches como hijos, y lo experimentaban hasta ahora; y que ¿cómo no habían de ser prontos para moverse, y haber salido a este fuerte, habiendo sido llamados por su Toquiquelo?

Se les contestó, que nuestros jefes sabían distinguir los méritos, premiándolos, de los delitos que los castigaban, y que haciéndose ellos dignos de aprecio por sus buenas acciones y fidelidad, serían siempre estimados. Que en la actualidad debía yo pasar a Buenos Aires, por comisión del Exmo. Sr. Capitán General del reino, a consecuencia de reales órdenes de Su Majestad, para reconocer el camino que descubrió don Justo Molina el año pasado. Que ya de esta expedición se les había tratado en los Ángeles, en la junta que celebró el Sr. Coronel comandante de aquella plaza, a fines de noviembre último, a la que concurrieron muchos de los presentes, y le prometieron que, recibiendo de su mano la mía, conducirían mi persona con seguridad hasta entregarla al Sr. Virrey, en cuya confianza me veían en camino con toda mi comitiva, y no dudábamos sabrían cumplir sus ofrecimientos. Que siendo así, el Sr. Virrey tendría complacencia de conocerlos, y entonces verían por sus ojos, sin quedarle duda, a estos peguenches, de quienes se le había ponderado eran fieles vasallos de nuestro monarca.

Todos respondieron que estaba bueno, pero que faltando en el congreso su gobernador Manquel, nada podían resolver, ni hablar en la materia. Que luego llegaría, y entonces podían satisfacer el deseo de nuestros superiores; que se irían a descansar, y se les mandase dar víveres y vino para celebrar el gusto que tenían de verse entre nosotros.

Cumplidos sus deseos, enteraron el día, y pasaron la noche en embriaguez.

El 2, como a las diez de la mañana, estando yo con el teniente de dragones, y los asociados en la puerta del fuerte, llegaron los caciques,   —12→   presididos de Manquel, y su capitán, con mucha comitiva de mocetones y mujeres. Así que nos saludaron, dijeron, que les era preciso nombrar de nuevo a un cabeza (esto es a uno de los más ancianos caciques), que explicase sus respuestas, reparos, determinaciones y resolución, con que finalizarían la parla: que si Manquel era su gobernador, Levinirri1 tenía muchos méritos, que juntos a su ancianidad lo hacían recomendable, y por lo tanto se veían obligados a elegirlo de dumuguelu. Aceptó Levinirri con agrado la elección, y usando del nombramiento, puso el reparo de no ver la persona del Gobernador Intendente, o del Comandante de los Ángeles en la junta, y la del comisario o lengua general, intérpretes necesarios por costumbre para parlamentar; y que por ese decreto más bien esperarían a que viniesen, que quebrantar un antiguo uso.

Se les contestó: que las atenciones del real servicio, en que muchas veces se veían empleados nuestros jefes, les quitaban los arbitrios de poder atender a muchas partes, especialmente cuando les ocurrían asuntos que debían solemnizarlos sus personas; que en la actualidad se hallaban en el Nacimiento, asistiendo a una junta de llamistas con el comisario y lengua general; que ya hubieran todos querido tener el gusto de ver a sus peguenches amigos, y parlar con ellos; pero que, no pudiendo hacerlo sin detenerlos mucho tiempo, cosa que les perjudicaría, privándolos de las comodidades de sus toldos y de otras atenciones, querían más carecer de un rato gustoso, que ocasionarles la menor demora. Que también acordaron, que este congreso no debía reputarse como junta parlamentaria, sino como una ceremonia solemne para que me recibiesen en sus manos los que me debían acompañar hasta Buenos Aires; sobre cuyo viaje ya habían tratado en los Ángeles con dicho Sr. Comandante, y ahora sólo para ratificar la entrega, nombró el Sr. Gobernador Intendente al teniente don Nicolás Toledo, que veían presente. Que este sujeto, de comandante en este mismo fuerte, supo tratarlo; amistosamente, desempeñando sus obligaciones y sabiéndose granjear sus amistades, por cuya razón fue elegido, como que se complacerían de verlo; y que su capitán, Leandro Jara, traduciría fielmente sus razones, de cuya conducta nos parecía nada tendrían que recelarse. Se convinieron, y aceptando la disposición de Sr. Gobernador siguió.

Que hacían memoria de dicha junta y parla, pero que estando presentes los que entonces se ofrecieron para la ida a Buenos Aires, ellos mismos debían en la ocasión decir el estado de sus disposiciones. Que él, a nombre de todos, volvía a ofrecer la franqueza de sus tierras, que les son comunes,   —13→   y que de ellas podría el Sr. Gobernador disponer a su arbitrio para establecer el camino por donde más acomodase.

Pasaron un rato en silencio. Pero, rompiéndolo con imponderable arrogancia el cacique Calbuqueú incorporándose, exhortó a su nación, diciendo: Que ya me veían presente, reconviniéndoles con mi venida, con mi presencia y con sus propias razones, por aquella solemne oferta que se me hizo en los Ángeles: que debía estar firme, pues no había habido cosa que la variase. Que extrañaba el rato de silencio en que habían quedado sus compañeros, y que ¿adónde estaba el orgullo con que antes se ofrecieron? ¿Que si se habían olvidado alguna vez de que deben a los españoles la posesión de sus tierras? ¿Que si no se acordaban que por ellos fueron muchas veces vencedores de sus enemigos? ¿Que como podrían negar las haciendas que por ellos mantienen? ¿Que por quiénes se veían temidos de las demás naciones? ¿Que si querían ya acabar la correspondencia de los peguenches, y la unión con los españoles? ¿Que adónde estaba su fidelidad y la conservación de la que tuvieron sus genitores? ¿Y que adónde se hallaba el que hacía cabeza de su nación, que no miraba por ella en la única vez que sus amigos y protectores la necesitaban? Que él ofreció a su hermano Payllacura, mocetón de valor, esfuerzo, y práctico del camino, para que acompañase a la expedición, y lo tenía pronto y preparado para la marcha: y que hablasen los demás.

Puelmanc dijo: Que él no habló porque no le tocaba; pero ya que era tiempo decía, que se había ofrecido, y sabría cumplir su palabra, así como la supo empeñar. Pero que debían acompañarle caciques de estas reducciones, pues habiendo él sido de Mamilmapú, y también Payllacura, si fueran solos ¿qué dirían sus paisanos, en llegando a su tierra con la comitiva, sino que los dos habían sido autores del proyecto? Que también estos mismos peguenches, que hoy se desentienden, después los acusarían de entremetidos; y en fin, que sin Laylo a lo menos, no convenía moverse; y que hablase Manquel que lo había ofertado en los Ángeles.

Manquel contestó: Que no se acordaba de haber hecho oferta alguna y aunque así hubiese sido, en la actualidad no tenía cómo cumplirla, porque se veía solo y lleno, de pesares con la muerte de su mujer y un sobrino, y que respondiese Laylo.

Éste dijo, que no podía ir, y que si lo ofrecieron, cumpliese la palabra quien hizo la promesa.

Yo que asistí a la parla que se tuvo con estos indios en los Ángeles, y oí la oferta de Manquel, y aceptación de su hermano Laylo, le   —14→   reconvine, diciéndole: Que ¿cómo podían haberse olvidado de lo que prometieron repetidas ocasiones en presencia de aquel Sr. Comandante, de todos los caciques que hoy les acompañan, y peguenches que nos escuchan? Y mirando a Manquel, le pregunté: ¿Que si él no era el Gobernador, en quién debía resplandecer la firmeza y constancia, y que si por esta razón no estaba obligado a dar ejemplo de invariabilidad a sus vasallos, y estimularlos a que supiesen conciliar la buena amistad y correspondencia con los españoles? Que sus mismos caciques dijesen lo que sentían de esta acción, que si era o no de un peguenche generoso, como debía ser; y que, repugnándome reconvenirle más, por una oferta que virtió de su propia voluntad, dejaba a sus mismos patriotas que lo hiciesen si quería volver por su honor, en especial a Calbuqueu, cuyas acciones fueron siempre honrosas, haciendo resplandecer su fidelidad, y brillar en sus procedimientos la de sus antepasados.

Éste, que no podía ocultar el ardor y cólera que le oprimía, por el silencio y tibieza de Manquel y Laylo, apenas pronunció el intérprete su nombre, cuando, haciendo bien presente su persona, dijo: Que no era posible negar la verdad, de que Manquel había ofrecido para el viaje a su hermano, y éste aceptado el nombramiento, con lo que quedó comprometido. Y volviéndose a los demás caciques (como cuidadoso), les instó suplicándoles, que le comunicasen, ¿qué causas habían de novedad, que de nuevo extrañaba en sus hermanos, y si no había cosa alguna, que tomasen el partido de esforzar a los pusilánimes a que cumpliesen lo tratado? Que esta era empresa en que su nación granjearía nuevo crédito. Que el Sr. Virrey quedaría complacido de que, mediante ella, se venciese. Que la indiada intermedia formaría mejor concepto de los peguenches, viéndolos unidos con los españoles, y se harían más temibles. Que esta expedición era la más recomendable que podría proporcionárseles, y no era justo perder el tiempo de labrar el mérito de acompañarla; y por último, que comprometida la cabeza de una tribu, no podía sin infamia faltar al pacto.

Tomando entonces de su cuenta los caciques reconvenir a Manquel y a Laylo; y viéndose estos por todas partes combatidos, dijo el segundo: Que había asegurado ya que no iba; pero que daría para que me acompañase una parte de su corazón, cual era su hijo Cheuquellan, quien hacía veces, llevando recado de él, y de su hermano Manquel, para los habitantes de Mamilmapu, y de las Pampas. Acreditando la satisfacción que tenían de mi persona y comitiva, nos les iría mal; sino antes bien les dispensaría muchos bienes, como ellos lo estaban experimentando. Que les mandaría decir, que mis designios, y órdenes que llevaba, eran de establecer una paz perpetua; y por medio de descubrir y franquear un camino cómodo y recto, para traficar desde aquí a Buenos Aires, era en cierto modo   —15→   proporcionar una unión de indios con españoles, y de los españoles de Chile con los de Buenos Aires, cuyo proyecto les debía proporcionar comodidades y ventajas, que solo por tal arbitrio podían asegurarles.

Cheuquellan convino con la determinación de su padre, a vista del general movimiento que su anterior tibieza había causado en el congreso; pero por Puelmanc repitió que debía ir otro de los principales; y fue preciso instar de nuevo los caciques, para que se animase alguno más a acompañar la expedición.

Todos se excusaron, ya por sus edades, ya por falta de salud, y Manquelipi, cacique mozo y bien acreditado, puso la excusa de no tener suficientes caballos, para emprender un viaje tan dilatado. Yo que deseaba su compañía, por tener largas noticias de su fidelidad y valor, le apoyé sobre el justo inconveniente que ponía, y supuesto no era otro, su escasez de cabalgaduras, me daría la satisfacción de llevarlo con las mías que eran buenas; y que en llegando con felicidad a Buenos Aires, en que él tendría a mi entender mucha parte, le regalaría doce caballos para su regreso, y para que después los poseyese como obsequio de un amigo. Aceptó el partido, y quedó fijo en seguir la caravana desde el día en que partiese.

En este estado, y ratificándose todos en sus promesas, practicando el rito que acostumbran, recibieron de mano del teniente comisionado la mía, con el cargo de entregarla del mismo modo al Sr. Virrey, y ellos me entregaron las de sus diputados, para que a mi regreso se los devolviese de la misma suerte en presencia del Sr. Gobernador Intendente, a quien me presentarían, cumpliendo bien sus mensajeros. Calbuqueu añadió, que la primera entrega que harían de mi persona, sería en el fuerte al comandante, y que respecto a que el actual los ha cuidado, servido con paciencia y puntualidad, esperaba la gracia del Sr. Gobernador que lo mantuviese en este destino hasta entonces.

Pidieron permiso, siendo ya más de las dos de la tarde, para retirarse a comer, asegurando volverían al siguiente día a despedirse, y a recibir los agasajos que en los Ángeles se les ofertó les darían para esta ocasión.

El 3, como a las nueve de la mañana, volvieron los caciques con todo su acompañamiento, y después de haberles tratado sobre varios puntos correspondientes al buen éxito de la expedición, y rectitud del camino que deberemos llevar, quedamos en que a principio de la luna próxima se juntarían conmigo en el lugar de Triuquicó para continuar la marcha. Representaron que, así como parte de los suyos, acompañaban mi comitiva,   —16→   cuya gente les hacía falta para su defensa y seguridad, imploraban el favor del Sr. Intendente a fin de que les auxiliase con sus dragones armados, antes de que la cordillera se cierre: pues pudieran los guilliches venir a maloquearlos; o acaso a la expedición, a quien entonces con este favor podrían socorrer, y tomar la debida venganza. Se les aseguró que se harían presentes sus instancias al Sr. Gobernador; y habiéndoles dado a cada uno de ellos chupa, sombrero, pañuelo, añil, tabaco, chaquiras y bastón, se concluyó la junta, tributando cada uno de los obsequiados finos agradecimientos, con expresiones de la mayor gratitud.

A las cinco de la tarde del mismo día, llegó al fuerte el cacique Carrilon, y avisando al capitán Jara, se le mandó entrase. Así como pasaron los abrazos de salutación, aseguró: Que su venida no había tenido otro objeto que el de obedecer al llamado que se le hizo por parte del Sr. Coronel comandante de los Ángeles, para que concurriese a este destino a recibirme; comunicándole también que ya era tiempo en que partía para Buenos Aires, como se les previno en los Ángeles la luna de noviembre último. Que fue muy pronto en ponerse a caballo con sus mocetones; pero como vive más distante de los otros caciques nunca pudo darles caza; y supuesto que ya los ulmenes de su nación habían tratado del asunto, y se había concluido la parla, nada le restaba que decir; pues su voluntad era una con la de los demás, y uno su corazón: que celebraría estuviese yo contento, y tuviese feliz éxito en mi viaje.

Se le dieron las gracias de su razonamiento, y el teniente comisionado, a nombre del Sr. Gobernador Intendente, y del Sr. Comandante de los Ángeles, le recomendó el que me hospedasen, y recibiesen bien en sus tierras, así como se hacía con ellos en las nuestras; y que si estos obsequios se les hacía por causa de que eran caciques de respeto, yo también era uno de los guillmenes de Concepción, por cuya circunstancia debían prestarme sus atenciones. Que sus buenas obras, sus buenas palabras y acciones las encaminasen hasta Mamilmapu y Pampas, recomendándome a aquellas naciones, las que tendrían largas noticias de su nombre y de su dama. Dijo que lo haría con sumo gusto, y con la seguridad de que tenía una hija casada con el cacique Quintep, que vive en aquellas pampas; la que tendría a vanagloria obsequiarme, respecto a llevarle noticias suyas y recomendaciones.

Con esta insinuación, valiéndome del afecto que representó en la memoria de la hija, le hice presente que de los caciques de la junta, cada uno había tomado parte en la expedición, ya dando caballos a los que no los tenían, y ya mandando sus embajadores; que ¿cómo él se había de excepcionar? ¡Qué se diría, si su nombre no sonaba en aquellas tierras! Que   —17→   discurrirían que ya era muerto, o que su amistad se había acabado. Que hiciese un buen ánimo y se determinase a acompañarme, o a lo menos mandase a su hijo. ¿Qué gusto, Carrilon, le continué diciendo, no tendría tu hija de ver a su amado padre anciano, que ya quizás lo juzgará muerto? Rebozaría de gozo, y tú no podrías sujetar las lágrimas al ver en tus brazos una cosa tan tuya, que siempre la habrías tenido en tu corazón. Y cuando no vayas, si remites a tu hijo, le darás a esa pobre la satisfacción de ver a su hermano, y de recibir por boca de él noticias de su buen padre. Ea, pues, amigo, labra este mérito en los últimos años de tu vida, con el que honrarás nuevamente a tu familia, y le dejarás esa otra recomendación, para que nuestros jefes la distingan. Da ese buen día a tu pobre hija, que su suerte la destinó a lugares tan remotos, y espera el que tendrás a nuestro regreso, que ese será sin igual, después de haber vencido un viaje tan demoroso y por terrenos desconocidos. Puso sus excusas, y también su hijo Llancamilla, famoso mocetón que traía a su lado: pero, haciéndole nuevas instancias y reconvenciones, al fin prometieron que en la noche lo pensarían, y se retiraron con víveres y vino para su alojamiento.

El 4, cerca de las doce, volvió Carrilon con su hijo y acompamiento. Nos hizo una larga relación de sus méritos, y aseguró que del mismo modo la había hecho a su hijo, para estimularlo a que con gusto y honor se recibiese la pensión de acompañarme; pues sabía bien que, a nombre del Rey mi Señor, me mandaba el Sr. Capitán General, y Sr. Gobernador Intendente, a solicitar la paz y comunicación de los caciques del intermedio, para asegurarla también por sus tierras con los españoles de Buenos Aires; de cuya comisión debía pasar a dar cuenta al mismo Exmo. Sr. Virrey. Que la empresa la contemplaba útil para todos, y todos debían interesarse en ella, que yendo él, tendría parte en cuanto yo hiciese, pues lo solicitaba para mi desempeño y auxilio. Que hablase por mí con todos los términos que requiere la amistad, y me favoreciese hasta rendir la vida, que lo haría en servicio de su nación y del Rey. Que cuidase de no separarse de mi lado, porque entonces pasando yo, pasaría él, y muriendo, moriría. Que no sabía decirle cuál de los dos términos sería más bien recibido en su corazón, pues no es menos honroso en un peguenche morir en manos de sus enemigos que ganar una victoria. Que por esta causa hasta en su ancianidad entró siempre a los malones; y que ya tenía bien visto su cuerpo cubierto de heridas, cuyo vestido era el que más apreciaba. Que jamás supo volver la espalda, porque no se imputase de cobarde; que estos principios no debía olvidarlos para que le sirviesen de regla, y que obedeciese siempre a la prudencia del que lo mandase, porque la intrepidez era buena cuando en ella se aseguraba una victoria dudosa.

Recibió Llancamilla con afabilidad estos preceptos; prometió acompañarme   —18→   gustosamente, y también cumplir los consejos de su padre. Tuvieron entre ambos su conferencia sobre lo mismo; y pasada, tomó Carrilon en su mano la de su hijo, y me la entregó, poniéndola entre las mías. Me suplicó lo cuidase, pues era pobre, y no podría habilitarlo de todo lo necesario: dispensase sus faltas como a mozo, y lo corrigiese como padre. Que tuviese presente, en llegando a Buenos Aires, recomendarlo al Sr. Virrey con las veras de su patrocinante y mediador, para que Su Excelencia le dispensase algunas mercedes. Le prometí hacerlo así, y dándoles iguales agasajos que a los antecedentes de la junta, se despidieron hasta el día citado en Truiquincon.

El 5, a las seis de la mañana, salí del fuerte acompañado de don Justo Molina, del agrimensor, de un práctico y del dragón Pedro Baeza, con el designio de reconocer el estado del camino de Prancollan; pues se pondera su rectitud para el lugar de la Cueva, sitio preciso a que llegare. Anduvimos por una vega arriba, con el rumbo este, cuarta al sueste, más de una legua entre el río de la Laja, dejándolo al norte, y unas sierras cubiertas de montes, y con muchos esteros que de sus riscos desaguan al río. Así que pasamos el último estero, que se llama de los Coygues, vencimos una subida pedregosa de una cuadra, en cuya cima se separa el camino que fuimos a reconocer, del que hoy se trajina, que dejamos al nordeste, cuarta al este. Continuamos por una subida parada, de piedra suelta y arena, que tiene por regulación de reloj veinte y siete cuadras, y de plano ocho en la meseta, que se presenta entre el monte ignívomo, y el de la sierra Velluda. En este punto llegamos al farallón de escoria, que se ve penetrada de piedrecillas amarillas cristalizadas. Está unida y férrea, y con puntas agudas, que ni a pie puede andarse en ella sin peligro: su anchura es hasta donde finaliza la abra y plan, que se ve entre las dos cordilleras, exceptuando muy corta distancia para descender a la otra parte donde está la Cueva. A nuestro parecer, tendrá de ancho más de media legua, y de grueso, en los sitios que habían hoyadas, diez o doce varas. Debe pues suponerse que, siendo todos los volcanes de mucha extensión en sus faldas, y que sus cimas concluyen en punta, cuanto más arriba, es mucho menos esta materia; ya por la menor extensión, ya porque son parados y deben sujetarse menos, ya por la inmediación a la boca, que vendría ardiendo, y por eso más líquida para correr. Sólo viendo tan copioso derrame, y los demás conductos por donde con la misma profusión se explayó, se puede inferir la profundidad y circunferencia interior que tendrá el volcán en su seno; y cuál será su efervescencia subterránea, pues arrojó tantas materias fundidas, que no pueden mirarse sin admiración. Poder facilitar este tablón para pasarlo en carretas, sería muy costoso: y aunque arriba se manifiestan cortados tres o cuatro conductos por donde se descargó, los demás, muy angostos, podrían trozarse con facilidad, pero no me fue posible ir a reconocerlo, porque me lo impedía un derrame del mosto, material, que al lado   —19→   izquierdo de mi situación baja hasta el mismo río de la Laja, en donde se llama la Piche Escoria. Y siendo ya muy tarde, no podía dar toda la vuelta necesaria; por cuya razón resolví hacer esta diligencia, en llegando a la Cueva con la comitiva, por donde podría vencerla con más facilidad, o al siguiente día, si se ofrecía alguna causa de mayor demora en el fuerte.

Desde que pensé hacer el reconocimiento de este camino, determiné encumbrarme hasta la misma cima del monte, para reconocer la extensión de la boca y materiales inmediatos que tiene. El comandante del fuerte y otros patricios, a quienes previne que por esta causa no volvería a comer y que no me esperasen, procuraron persuadirme que no me sería posible sin perder la vida: asegurándome que con cualquiera pesa se hundía la tierra, y que llovía y tronaba muy fuerte. Que a más de esto, había tradición de dos indios que perecieron en igual arrojo, sin que se supiese el fin de ellos. Yo procuré disuadirlos de esta creencia, y en especial con haber hecho la prueba de subir y bajar; pues en tiempo, de calor se mantiene apacible el fuego, y hasta el mes de mayo que arrecian las aguas, es cuando se inflama de tal modo, que la mayor parte del obispado se dejan ver las llamaredas. Puede muy bien ser cierto que los indios hubiesen perecido en el proyecto, por haber llegado incautamente a algún conducto que el volcán tenga en sus más elevadas faldas, como que desde abajo, y más bien desde el sitio en que estuve, se descubren varias cráteras, por las que infiero serían erupciones de escoria, pues desde allí nacen donde se ven arder. La voracidad del incendio interior produce un continuado susurro ruidoso, que según el viento se percibe, y según el tiempo se acrec[i]enta; hasta tal término, que produce el estruendo tan fuerte como de un cañonazo.

Nada pude adelantar en el proyecto, por el impedimento de la escoria y menos en la creencia de estos naturales, de que era asequible subir y bajar al volcán. Pues, habiéndose ido toda esta mañana apacible y hermosa de que estuvimos en la escoria, sopló un nortecillo que fue suficiente para traer tal concurso de nubes, que a las cuatro de la tarde ya estuvo sobre nosotros una fuerte lluvia, la que duró hasta el siguiente día, y le sucedió una nevazón que cubrió las cumbres de la sierra Velluda, y del volcán de las cordilleras del Toro, que están de la otra parte del río, y de cuyo cordón depende el potrero de Tupan y las de Malarcura, que tenemos al sur de este fuerte.

En estas gentes incultas la agua y nevazón no provino de otro principio que de haber subido al monte, ignívomo, con ánimo de registrarlo, y de aquí no fue capaz sacarlas por más persuasiones que les hice.

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El 6, a las dos de la tarde, empezó a aclarar, a serenarse el tiempo, y yo a disponer mi salida para internarme a las cordilleras. Hice un cómputo del poco terreno que ayer anduvimos, y del mucho tiempo que gastamos: así determiné que había de medirse a cuerda toda la travesía de la cordillera, a fin de no dejar dudas de la extensión de estos montes, y de sus dificultades que deben facilitarse para carreterías. Para ello hice medir un cordel de setenta y cinco varas, y comisioné a mis dos criados que lo tirasen, y al soldado Pedro Baeza, para, que vaya parándose en el extremo de cada cordelada, cuya cuenta previne al agrimensor debía él contar a mi presencia. Hice poner fuera del recinto las cargas de víveres y equipaje, y di las órdenes convenientes para que las caballerías estuviesen prontas al amanecer.



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