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ArribaAbajoFray Bartolomé de las Casas

AUTORES CONSULTADOS. -Impresos: Remesal, Historia de la provincia de Chiapa. Herrera, Décadas. Oviedo, Historia general de Indias, parte 1.ª Gomara. Nicolás Antonio. Opúsculos impresos del padre Casas, Vida del mismo, publicada al frente de sus Opúsculos traducidos al francés. Obras de Sepúlveda. -Inéditos: Casas, libro 2.º y 3.º de su Historia general, y otros apuntes y documentos suyos manuscritos. Oviedo, parte 2.ª de su Historia. Cartas del padre Toribio Motolinea contra Casas. Extractos, memoriales y apuntes diferentes sobre los sucesos de aquel tiempo, comunicados al autor.

Los hombres que como el padre Casas han tomado a su cargo la defensa de grandes intereses y seguido una larga carrera de debates y controversia, suelen dar a las opiniones y negocios en que entendieron el carácter eléctrico de su espíritu: de modo que parece casi imposible tratar de ellos, aun largos siglos después de muertos, sin tomar parte en el movimiento y pasiones que excitaron. De aquí la dificultad de escribir los sucesos de su vida con aquella serenidad y templanza propias de la historia; siendo por lo común estas relaciones una sátira o un panegírico, según la parte a que el escritor se inclina. Esta dificultad se hace mayor respecto del padre Casas por la naturaleza de las cuestiones en que se ejercitó y de los acontecimientos que por él pasaron. ¿Irá el historiador a despertar resentimientos que ya están adormecidos? ¿Se expondrá, con la pintura de aquellas violentas disputas, a ser tenido por cómplice de su héroe en el mal que de él se piensa, por poco que se ladee a sus principios? En un tiempo, en fin, tan ocasionado a interpretaciones malignas y aplicaciones odiosas, ¿podrá evitar la sospecha de que ventila cuestiones presentes bajo el pretexto disimulado de referir las pasadas?

Pero la ingenua relación de los suscesos, tales como resultan de las memorias antiguas y escritores más acreditados salvará fácilmente al biógrafo de Casas de la nota de parcial en la parte principal de su designio. Y aunque esto no sea tan llano en los puntos de controversia, todavía queda un camino para conseguirlo, señalado por la verdad y también dictado por la razón. Confesemos sin pena y reprobemos sin miramiento la exageración en las formas, la violencia en las recriminaciones, las hipérboles de los cómputos, la imprudente importunidad de algunos consejos y medidas. A tales excesos, que su causa ciertamente no necesitaba para defenderse bien, llevaron al padre Casas la vehemencia de su genio, y el ardor de una disputa tan prolija y tan empeñada. Pero al mismo tiempo verémos que la base esencial de sus principios y el objeto principal de sus intenciones y de sus miras están enteramente acordes con las máximas de la religión, con las leyes de la equidad natural y con las nociones más obvias del sentido común. El Gobierno mismo, a quien tanta parte cabía, al parecer, de las reclamaciones de Casas, en vez de resentirse de ellas, las miró al principio con deferencia, después con respeto, y concluyó por tenerlas por guía en el tenor de sus providencias, generalmente benévolas y humanas. Nosotros pues, asegurados en apoyos tan fuertes y poderosos, procederémos desahogadamente al desempeño de nuestro propósito, y el recelo de desagradar a los adversarios de Casas no nos estorbará ser justos y verdaderos con el célebre personaje de quien vamos a tratar.

Nació en Sevilla, y según la opinión común fue en 1474, pues que generalmente se le dan noventa y dos años cuando murió en 1566. Su familia era francesa, y se decía Casaus, establecida en Sevilla desde el tiempo de la conquista, y heredada allí por San Fernando en recompensa de los servicios que le hizo en sus guerras contra los moros. El protector de los indios usó indistintamente en sus primeros tiempos del apellido de Casas y del de Casaus, hasta que después prevaleció el primero en sus firmas y en sus escritos, con el cual le señalaban entonces amigos y enemigos, y con él es conocido de la posteridad.

Siguió la carrera de estudios, y en ellos la del derecho, que cursó en la universidad de Salamanca. Honrábase allí con un esclavillo indio que le servía de paje, y le había traido de América su padre Francisco de Casaus, que acompañó a Colón en su segundo viaje. Así, el que había de ser después tan acérrimo defensor de la libertad indiana empezó su vida por traer un siervo de aquella gente consigo. Duróle poco, sin embargo, esta ostentación juvenil, porque, ofendida la Reina Católica de que Colón hubiese repartido indios entre españoles191, mandó con pregon público y bajo pena de muerte que todos ellos fuesen puestos en libertad y restituidos a su país a costa de sus amos. Con lo cual el indiezuelo de nuestro estudiante fue vuelto a Sevilla, y allí embarcado para el Nuevo Mundo.

Acabados sus estudios, y recibido el grado de licenciado en ellos, Casas determinó pasar a América, y lo verificó al tiempo en que el comendador Ovando fue enviado de gobernador a la isla Española (1502) para arreglar aquellas cosas, ya muy estragadas con las pasiones de los nuevos pobladores192. Las memorias del tiempo no vuelven a mentarle hasta ocho años después, cuando se ordenó de sacerdote, por la circunstancia de haber sido la suya la primera misa nueva que se celebró en Indias. Fue inmenso el concurso que asistió a ella, riquísima la ofrenda que se le presentó, compuesta casi toda de piezas de oro de diferentes formas, porque todavía no se fabricaba allí moneda. El misacantano reservó para sí tal cual alhaja curiosa por su hechura, y el resto lo cedió generosamente a su padrino193.

Su reputación en virtud, letras y prudencia era ya tal, que al año siguiente (1511 ) Diego Velazquez se lo llevó consigo a Cuba, adonde iba de gobernador y poblador, para servirse de sus consejos en los grandes negocios de su nuevo mando. Correspondió el Licenciado dignamente a su confianza, y el Gobernador la aumentaba a proporción que la ponía a la prueba. Así es que cuando tuvo que ausentarse por algún tiempo de Baracoa, al dejar por teniente suyo a Juan de Grijalva, le ordenó que nada hiciese sin conocimiento y aprobación del padre Casas. A esta sazón volvió Pántilo de Narvaez de una expedición que le había encargado el Gobernador, y de que dio tan mala cuenta como de todas las que se le encomendaron en el discurso de su desastrada carrera. Los indios de la provincia de Bayamo, por donde había transitado, hostigados con sus imprudencias y alentados con su descuido, habían hecho una tentativa contra él, y después, temerosos de su venganza, abandonaron su país y se acogieron a la provincia de Camaguey. Allí no estuvieron mucho, porque la tierra no podía sustentarlos; y a poco de haber vuelto Narvaez a Baracoa, ellos llegaron también, y acogiéndose a la benignidad castellana, pidieron perdón de su hostilidad, y ofrecieron estar pronto a servir en lo que se les mandase. Pusieron por intercesor a Casas, a quien ya reconocían por fama y reverenciaban mucho; y perdonados de su ofensa, se volvieron tranquilamente cada cual al pueblo en que antes solía vivir.

Dispuso en seguida el Gobernador que Narvaez saliese segunda vez llevando la misma gente que antes, y. además la que había quedado con Grijalva, que serían en todos cien hombres con mil indios de servicio. El objeto de esta segunda expedición era visitar otra vez las provincias amigas, entrar y pacificar en la de Camague y, y pasar más adelante según las circunstancias prescribiesen. Y para evitar los yerros de la primera jornada, le dio por compañero al Licenciado con la misma autoridad e influjo que había tenido con Grijalva.

Aquí puede decirse que empieza realmente la vida activa y el apotolado de Casas. Él doctrinaba los indios, bautizaba los niños, contenía a los soldados en sus excesos, y al General en sus arrojos. Antes de llegar al Camaguey tenían que atravesar muchas leguas de país: los pueblos del tránsito estaban pacíficos o eran amigos, y en todos eran recibidos los castellanos con cortesía y agasajo, y provistos con los bastimentos que la tierra daba de sí. La conducta de los soldados no correspondía siempre a esta amistosa acogida, y su violencia y su arrogancia ocasionaban disputas y rencillas, en que los pobres indios eran frecuentemente los que tenían que padecer. Casas, para evitar estas vejaciones dispuso con Narvaez que los alojamientos en adelante se hiciesen de modo que al llegar los castellanos A cualquiera pueblo, los naturales desocupasen la mitad de él para los huéspedes, y que bajo graves penas nadie osase entrar en el cuartel de los indios. Ellos, que le veían atender con tanto esmero a su defensa y amparo, y contemplaban la autoridad y respeto que gozaba entre los españoles, le veneraban y obedecían mejor que a los demás, y le amaban como a su protector y su escudo. Su crédito en la tierra era tal, que para que hiciesen cualquiera cosa que importase a la expedición bastaba enviarles en una vara unos papeles viejos, que sonaban como órdenes del Padre, y ellos lo ejecutaban luego por complacerle o por no enojarle.

Todo este cuidado, sin embargo, no era bastante siempre a evitar lances desagradables y derramamiento de sangre. Ya habían entrado en la provincia de Camaguey, y sus naturales los recibían con la misma paz y agasajo que los otros. Un día antes de llegar a un pueblo que se llamaba Caonao, hicieron los castellanos parada en un arroyo, donde encontraron piedras aguzaderas de excelente calidad, y como si presagiaran el funesto uso en que inmediatamente habían de emplearlas, sacaron allí el filo y acicalaron a su gusto las espadas. Entraron después en el pueblo, los indios los reciben con la misma voluntad que en otras partes, y mientras se reparten las provisiones que habían presentado a los extranjeros, se ponen en cuclillas a su modo, a contemplar aquellos hombres tan nuevos para ellos, y a observar los movimientos de las yeguas. Eran, se dice, hasta dos mil los que allí estaban presentes, sin otros quinientos que se hallaban dentro de un bohio. Narvaez estaba a caballo, y Casas, según su costumbre, viendo hacer la repartición de las raciones. De repente un castellano saca la espada, los demás le siguen y se arrojan sobre los indios hiriendo y matando en ellos, sin que aquellos infelices, sorprendidos y aterrados, pudiesen hacer otra cosa que dejarse hacer pedazos y escapar después como pudieron. Narvaez estaba a mirar sin darse priesa alguna para atajar el daño; pero Casas con los que tenía al rededor corrió al instante ádonde hervia el tumulto, y a gran pena pudo contenerle. cuando ya el daño hecho era irremediable y mucho. El horror y compasión que inspiró en el ánimo de Casas este funesto incidente duraba todavía cincuenta años después, cuando lo contaba en su Historia con colores tan vivos y dolorosos, que penetran el corazón.

La ocasión que aquellos homicidas pretextaron para su alboroto era tan frívola como escandaloso el estrago. Decían que la atención de los indios a las yeguas daba que sospechar en su intención. Las espinas de pescados con que tenían adornadas las cabezas se les figuraban armas envenenadas para destruirlos, y unas soguillas que traían a la cintura, prisiones con que los querían amarrar y sujetar. ¿Cómo negarse a la indignación que inspiran estos absurdos pretextos para tan alevosa y cruel felonía? más la verdadera causa de éste y otros hechos, tan atroces como incomprensibles, era la posición misma en que los españoles estaban. Siempre en la proporción de uno contra ciento, y empeñados en dominar y oprimir, a cada paso se veían perecer víctimas de su temeridad y de su arrojo, a cada paso se imaginaban que venía sobre ellos la venganza de los indios; cualquiera acción equívoca, cualquiera seña incierta era para ellos un anuncio de peligro; y el instinto de la conservación, exaltado entonces hasta el frenesí, no les enseñaba otro camino que el de espantar y aterrar con la prontitud y la audacia, y anticiparse a matar para no ser muertos a su vez.

Siguiéronse a este desastre las consecuencias que eran de esperar. Los indios, desbandados, se acogieron a las isletas vecinas, la comarca quedó desierta, y los castellanos reducidos a solos los recursos que llevaban consigo. Saliéronse del pueblo y sentaron su real en una gran roza donde se daba la yuca en abundancia, y por lo menos no podía faltarles el pan cazabe, base principal del sustento en aquellas regiones. Allí permanecieron algunos días esperando en qué vendría a parar la soledad y silencio en que la tierra había quedado, cuando la humanidad y la templanza remediaron al fin el mal hecho por la violencia.

Llegóse al real un indio como de hasta veinte y cinco anos, y encaminándose derecho a la barraca del licenciado Casas, trabó conversación con otro indio viejo que le servía de mayordomo y se decía Camacho. En ella manifestó el joven que si el Padre le recibía a él y a otro hermano suyo le servirían los dos con mucho gusto, por el concepto que tenían de su humanidad y agasajo. Alabóle Camacho el pensamiento, díjoselo a Casas, el cual, regalando al indio y asegurándole de que los recibiría en su casa, trató también con él de si podría conseguirse que los demás volviesen a sus moradas, asegurándoles que no recibirían mal ninguno, antes bien hallarían cuanta paz y buen trato pudieran desear. Aseguró el indio que sí, y se ofreció a traer consigo dentro de pocos días, cuando viniese con su hermano, toda la gente de un pueblo cuya era la roza en que a la sazón se hallaban. Regaláronle bien, pusiéronle por nombre Adrián, y él se fue muy contento a poner en ejecución lo prometido.

Pasárense muchos más días sin parecer él ni otro alguno. Todos desconfiaban: hasta el licenciado Casas se daba por engañado, y sólo Camacho se afirmaba en que Adrianillo no podía faltar. Con efecto, una tarde, cuando menos lo esperaban, compareció Adrián acompañado de su hermano y de otros ciento y ochenta hombres, cargados de sus hatos y con presentes de pescado para los castellanos. Fueron recibidos con el agasajo y alegría que son de presumir, y todos enviados a sus casas para que las poblasen, menos los dos hermanos, que se quedaron a servir al Licenciado en compañía de Camacho.

Luego que se extendió esto por la tierra, los indios de los demás pueblos se fueron volviendo poco a poco a habitar sus moradas y a entenderse tranquila y pacíficamente como antes con los españoles. Ya sobraba a éstos con la confianza el bastimento: los indios les daban sus canoas para que costeasen la isla por mar; sus comunicaciones y su influjo, merced al buen nombre de Casas, se extendían a más de cien leguas a la redonda. Diéronles noticia de hallarse en poder de indio dos mujeres castellanas y un hombre, y como, según las señales que se dieron, estaban a grande distancia, pareció conveniente mandar que se trajesen sin aguardar a llegar allá. Envió pues Casas sus papeles en blanco, en virtud de los cuales mandaba que fuesen luego restituidas las mujeres y el hombre, pues de no hacerlo se enojaría mucho. Las mujeres vinieron de allí a pocos días, traídas en una canoa, que llegó a desembarcar al pié de la barraca misma en que el Licenciado habitaba. Venían en carnes, sin más velo que unas hojas con que traían cubierta la cintura; la una era de hasta cuarenta años, la otra de diez y ocho, y contaban que viniendo en otro tiempo con algunos castellanos por una ensenada, que después por este caso se llamó de Matanzas, los indios en cuyas canoas iban los mataron sobre seguro, anegando a unos en la mar, y a otros asaeteando en la playa. Ellas solas habían sido reservadas del estrago común, y viviendo y sirviendo a los indios habían prolongado su vida hasta aquel punto, en que felizmente habían sido rescatadas de su poder y vueltas entre cristianos. Holgáronse todos con su venida: el Licenciado las consoló, y poco después las casó con dos hombres de bien, que de ello se contentaron. Faltaba por venir el castellano reclamado al mismo tiempo, y remitióse el mensaje del padre Casas al cacique que le tenía en su poder, encargándole que lo conservase y mantuviese hasta que los españoles llegasen a su país. Él lo hizo así, y en persona le vino a presentar cuando llegó el caso, haciendo valer mucho el cuidado y esmero con que lo había tenido y defendido de las importunaciones de otros caciques, que se lo pedían para matarlo o le exhortaban a que él por sí lo hiciese194.

Llegó pues la expedición en el curso de su reconocimiento a la provincia de la Habana, cuyos habitantes, escarmentados con el acontecimiento de Camaguey, al acercarse los castellanos desampararon sus casas y se acogieron a los montes. Acudióse al arbitrio ordinario de los papeles mensajeros, convidando a los indios a que volviesen, y asegurándoles a nombre del Padre de todo buen tratamiento. Confiados en esta promesa, vinieron a presentarse hasta diez y nueve de ellos, con algunos bastimentos, y por una especie de furor, tan imposible de disculpar como de concebir, el insensato Pánfilo hízolos prender a todos con propósito de ajusticiarlos al otro día. Opúsose Casas a esta atrocidad al principio con ruegos y después con amenazas. Recordóle las órdenes positivas del Gobernador, en que no una, sino muchas veces, encargaba el buen tratamiento de los indios, prohibiendo expresamente que se les hiciese hostilidad ninguna a menos que ellos fuesen los agresores; y viéndole obstinado en su locura, le dijo que de no contenerse en su mal propósito, partiría al instante a la corte a dar cuenta de aquel desacato para que se le castigase como merecía. Pasóse el día sin alcanzar nada; más al siguiente, templada ya la furia del capitán, fueron puestos en libertad aquellos infelices, menos uno que parecía el principal de todos, a quien después el Gobernador mandó poner también en libertad.

De la costa del sur volvieron a la del norte por orden de Diego Velázquez; el cual, después de haber asentado la población de Baracoa y repartido las tierras e indios de aquella tierra y las contiguas, trató de ir reconociendo la isla para determinar los otros puntos en que convenía poblar. Juntóse con el cuerpo expedicionario de Narváez en el puerto de Xaguá, y en aquella comarca resolvió fundar la villa que después se llamó La Trinidad. Señaló los vecinos e hizo los repartimientos de estilo, entre los cuales uno de los más aventajados fue el de Casas, premiándole de este modo los servicios que había hecho en la expedición (1514). Tenía el Licenciado grande amistad con un Pedro de Rentería, hombre honrado y bueno y de algún concepto entre los castellanos, puesto que había sido alcalde ordinario, y alguna vez teniente de Velázquez. A éste dio el Gobernador un repartimiento junto al de Casas, probablemente con el intento de que los dos se ayudasen en sus tratos y granjerías. Asociáronse con efecto, pero Rentería, templado por carácter y propenso a la devoción, más se ocupaba en rezar que en atender a los negocios de la hacienda; mientras que Casas, activo y diligente, mostraba en dirigirlos y aumentarlos una industria y una actividad que le prometía las mejores esperanzas para lo futuro. Así es que él lo gobernaba todo y manejaba, sin que su compañero tuviese en la disposición de las cosas comunes otra voluntad que la suya195.

Pero estas sugestiones de aprovechamiento y de codicia se avenían mal con su carácter justo y generoso, y no tardaron en dar lugar a otros pensamientos más nobles. Aunque caritativo y humano en su modo de tratar a los indios, Casas no dejaba de aprovechar los que se le tenían repartidos en los trabajos de las minas y en los de las sementeras. Creía él entonces que esto era lícito y honesto, y como dice él mismo con la inflexible ingenuidad que le caracteriza, «en aquella materia tan ciego estaba por aquel tiempo el buen Padre, como los seglares todos que tenía por hijos196». Pues como se llegase la pascua de Pentecostés, y él tuviese que ir a decir misa y predicar en Baracoa, al estudiar la materia y autoridades de los sermones que meditaba echó casualmente la vista sobre el capítulo 34 del Eclesiástico, donde halló «que es mancillada la ofrenda del que hace sacrificios de lo injusto; que no recibe el Altísimo los dones de los impíos ni mira a los sacrificios de los malos; que el que ofrece sacrificios de la hacienda de los pobres es como el que degüella a un hijo delante de su padre; que la vida de los pobres es el pan que necesitan, aquél que lo defrauda es hombre sanguinario; que quien quita el pan del sudor es como el que mata a su prójimo; quien derrama sangre y quien defrauda al jornalero, hermanos son197».

Estas lecciones severas de caridad y de justicia se grabaron tan profundamente en su corazón y produjeron tal revolución en él, que juzgó al instante indigno de un cristiano, y mucho más de un sacerdote, enriquecerse a costa del sudor y sangre de infelices condenados a trabajar para advenedizos que no tenían para ello otro derecho que la fuerza. Y yendo y viniendo en este pensamiento, se resolvió a resignar desde luego sus indios y su tierra en manos del Gobernador, que se los había dado, y así se lo manifestó inmediatamente para cumplir con su conciencia, y predicar después las mismas verdades en el púlpito con más entereza y autoridad198.

El caso era nuevo entre aquellos pobladores. Velázquez lo extrañó tanto más, cuanto Casas empezaba ya a tener fama de codicioso, por su diligencia en adquirir; y como por otra parte le amaba y deseaba su bien, no pudo menos de contestarle: «Mirad, padre, lo que decís, y no os arrepintáis después. Dios sabe que os quiero ver rico y prosperado, y por lo mismo no admito por ahora vuestra renuncia, y os doy quince días de término para que lo penséis despacio, y después me digáis vuestra determinación. -Yo os doy, señor, gracias por vuestro buen deseo, contestó Casas; pero haced cuenta que los quince días son pasados, y plegue a Dios que, aunque después de ellos venga yo arrepentido a pediros con lágrimas de sangre que me volváis mis; indios, y vos por amor mío lo hiciéredes, él sea quien os castigue este pecado.» Esta contestación no dejaba lugar a réplicas, y los dos quedaron convenidos, pidiéndole el clérigo que el negocio estuviese secreto hasta que Rentería, que se hallaba en Jamaica, volviese, y sus cosas no padeciesen detrimento por la separación de su compañero. Libre en esta forma del cuidado y cargo que le aquejaba, procedió a predicar sus sermones con la libertad que apetecía, manifestando a los pobladores la ceguedad en que estaban constituidos, declamando contra la injusticia de los repartimientos, y asegurándoles que no esperasen salvación los que los tenían y los que se los daban, mientras no se arrepintiesen y remediasen la opresión y violencia que cometían en aquella gente sin ventura. Oíanle pasmados esta nueva doctrina, tan opuesta a sus ideas como a sus intereses, y aunque habiéndose descubierto el secreto de su renuncia, le estimaban en más por su desinterés y buena fe, ninguno se movió a imitarle, y todos escuchaban sus amonestaciones como palabras de ilusión, buenas a lo más para decirse en la iglesia, mas no para practicarse en el mundo. Él mismo manifiesta en su Historia el poco fruto que produjeron, y que para ellos «el decir que no podían tener los indios en su servicio era lo mismo que decir que de las bestias del campo no podían servirse».

Volvió en fin a Cuba Rentería, a quien Casas, luego que formó su virtuoso propósito, había escrito a Jamaica que al instante se viniese. Y como a su genio devoto y compasivo repugnase igualmente aquel estado de tráfico y granjería, no sólo aprobó la determinación del Licenciado, sino que le manifestó la resolución que él ya había formado de seguir el mismo camino, y aun el propósito de venir a Castilla a representar en favor de los miserables indios. Convinieron pues los dos en que sería mejor que Rentería se quedase en Cuba, y Casas emprendiese el viaje, primero a Santo Domingo y después a España, pues sus estudios, su carácter sacerdotal y su crédito le proporcionarían más medios para conseguir el generoso objeto a que de allí adelante iban a consagrarse uno y otro. El rico cargamento que Rentería había traído de Jamaica fue al instante convertido en dinero para los gastos de la expedición, y el Licenciado partió para Santo Domingo. La historia no vuelve a hacer mención de éste Rentería tan bueno; y a la verdad que bien acreedor era a algún recuerdo ulterior y a que supiésemos en qué vino a parar un hombre que tanta parte tuvo en el virtuoso propósito de Casas y en las consecuencias importantes que de él se siguieron.

Mas para conocer bastantemente el mérito y las dificultades que la empresa llevaba consigo, y dar la posible claridad a los debates que van a referirse, convendrá subir más arriba, y llegar al origen que tuvieron los repartimientos, con las vicisitudes que hubo en ellos, por donde se vendrá en conocimiento también de la condición a que estaban reducidos aquellos infelices al tiempo en que Casas tomó a su cargo su defensa.

El primer tributo que se les impuso fue en oro y algodón (1495); y aunque Colón, conociendo la dificultad de pagarle, se le moderó después, todavía bastantes de ellos, o por no poder o por no querer sufrir aquel gravamen, se iban a los montes o andaban vagando de unas provincias en otras. Pareció luego mejor imponer a algunos pueblos, en lugar de tributos, la obligación de hacer las labranzas a las poblaciones de los castellanos, para que éstos se aficionasen al país teniendo quien trabajase por ellos. Los indios que se rehusaban a estas labores eran castigados, y los que huían tenidos por esclavos.

Tales puede decirse que fueron los preludios de los repartimientos. Tomaron una forma más determinada en el año de 1499, cuando el descubridor, usando de las facultades que tenía para ello de los Reyes, comenzó a distribuir la tierra entre los españoles. Los hombres no tardaron en seguir la misma suerte que la tierra, porque lo uno va casi siempre con lo otro, y el arrogante derecho de conquista se aviene mal a poner alguna diferencia entre cosas y personas. Distribuyó pues entre sus compañeros heredades y labranzas, declarando «que daba en tal cacique tantos millares de matas o montones199, y que aquel cacique o sus gentes labrasen, para quien las daba, aquellas tierras». Esto al parecer manifestaba que el servicio impuesto entonces se limitaba a la labor de los campos, como antes la acostumbraban hacer con sus caciques. más después Bobadilla aumentó el mal, dando larga licencia a los castellanos para que llevasen a las minas los indios que tenían encomendados, y los empleasen en toda clase de granjerías. Las órdenes comunicadas a Ovando, sucesor de Bobadilla, sancionaron desgraciadamente el abuso, porque expresamente le mandaban que apremiase a los indios para que tratasen y comunicasen con los castellanos, y se empleasen en cogerles el oro y otros metales, en construir sus edificios, en hacer sus granjerías y mandamientos. Dábase por pretexto para estas disposiciones la necesidad del trato con que pudiesen ser doctrinados en la fe y traídos a policía regular, y asimismo se encargaba que se les tratase bien, que no se les hiciese agravio alguno, y que se les pagase el jornal proporcionado a su trabajo, el cual deberían llenar como personas libres que eran, y no como siervos. Pero por más sagrados que fuesen los motivos, y por más temperamentos que se usasen, la contradicción entre apremiar a un hombre para que trabaje en provecho de otro, y asegurar que está libre, es demasiado palpable, y la consecuencia natural de semejantes arreglos era que el indio fuese en realidad esclavo, y como tal padeciese las penalidades anexas de tan triste condición. Ovando pues repartió los indios de la Española entre los castellanos según el favor que cada uno alcanzaba con él: a unos ciento, a otros cincuenta, variando la fórmula usada por Colón, en estos términos más generales: «A vos, Fulano, se os encomiendan tantos indios en tal cacique, y enseñadles las cosas de nuestra santa fe católica.» De aquí vino darse el nombre de encomiendas a los repartimientos, y el de encomendadores a los agraciados; los cuales, como quiera que su objeto principal era enriquecerse, cuidaban poco de la doctrina, y menos del buen tratamiento. Los indios, sobrecargados de un trabajo desproporcionado a sus fuerzas y hostigados con la aspereza con que se les trataba, o sucumbían a la fatiga o se escapaban a los montes, sin que las violencias con que de allí se les arrastraba a las labores bastasen a remediar el menoscabo que sentían los Colonos con la pérdida de tantos brazos. Teníanse por lo mismo que renovar de cuando en cuando los repartimientos para igualar las porciones; pero en esta nueva distribución los que tenían más favor lograban completar su número, y aun aventajarlo, a costa de otros menos atendidos, que tenían que quedarse con pocos indios o con ninguno. Este orden, observado por Ovando en Santo Domingo, se extendió después a todas las Indias, y con él los disgustos, las reclamaciones, las discordias, y en fin las guerras civiles. Así la injusticia capital hecha a los naturales del Nuevo Mundo produjo otras muchas con los españoles; y el Gobierno, por no haber sido con los unos fiel al principio de equidad que se propuso primero, se vio con los otros envuelto en un laberinto de dificultades y de cuidados, de que a duras penas salía unas veces a fuerza de condescendencias y contradicciones, otras de escándalos y de castigos.

Si viviera más tiempo la Reina Católica este mal se hubiera contenido, o moderado a lo menos. Su cuidado por la conservación y bienestar de los indios era tan eficaz como constante. Ella había mandado desde un principio «que los indios fuesen bien tratados, y con dádivas y buenas obras atraídos a la religión, castigándose severamente a los castellanos que los tratasen mal». Ella en las primeras instrucciones que se dieron a Ovando antes de pasar al Nuevo Mundo hizo poner expresamente la cláusula de «que todos los indios de los españoles fuesen libres de servidumbre, y que no fuesen molestados de alguno, sino que viviesen como vasallos libres, gobernados y conservados en justicia, como lo eran los vasallos de los reinos de Castilla». Ella, en fin, en su testamento ordenó expresamente y encargó al Rey su marido y a los príncipes sus hijos «que no consintieran que los indios de las tierras ganadas y por ganar reciban en sus personas y bienes agravio, sino que sean bien tratados, y que si alguno hubiesen recibido lo remedien».

Mucho había que remediar y aun castigar en las cosas que hizo Ovando. Pero antes de que él volviese a España murió la reina Isabel, y si los castellanos la lloraron con lágrimas de dolor y admiración, los indios debieron llorarla con lágrimas de desesperación y de sangre. Desaparecieron con ella para el gobierno del Nuevo Mundo los motivos de generosidad, de grandeza, de humanidad y protección que dominaban en el pecho de aquella mujer singular, y empezaron a prevalecer los de codicia, de ambición y de egoísmo, mal cubiertos y disfrazados a veces con la capa de religión y de piedad. Había ella dejado al Rey su marido por usufructuario, mientras viviese, de la mitad de los aprovechamientos de Indias, y con esto todo el conato de sus ministros fue el de acrecentar el provecho a costa de la conservación. Con este objeto fue enviado allá por tesorero general un Miguel de Pasamonte, aragonés, criado del Rey Católico, y en quien él puso toda su confianza para los negocios de Indias. Merecíala sin disputa por su capacidad y por su celo en atender a los intereses del risco, y más todavía por la contradicción que hacía a los privilegios y prerogativas de los conquistadores y pobladores antiguos, con quienes estaba en guerra permanente. Maligno, insolente, artero y codicioso, ni respetaba superior ni reconocía igual, siendo un tirano para los españoles y una plaga para los indios. Baste decir que a su malicia y vejaciones se atribuye la baja de población experimentada en la isla200. Cuando él llegó a ella en 1508 se contaban sesenta mil vecinos indios; seis años después estaban reducidos a catorce mil, muertos o ausentados los restantes. Entendíase para el manejo de sus cosas con Lope de Conchillos, secretario principal de Fernando, aragonés también, y no menos mal intencionado201, y con Juan Rodríguez de Fonseca, deán un tiempo de Sevilla, y después obispo sucesivamente de Badajoz, Palencia y Burgos, por cuya mano habían corrido muy desde el principio los asuntos del Nuevo Mundo; menos capaz que ellos, y sin duda alguna peor. Tales eran los hombres que decidían de aquellas cosas, y a su frente el Rey, que ya viejo, siempre desabrido y entonces más, cargado con los negocios que tenía en Europa, consideraba la América como cosa ajena, y no la estimaba sino por el producto que rendía.

La suerte de los indios en manos de la codicia, de la ambición y del egoísmo, era sin disputa deplorable, y parecía ya no tener remedio ni defensa. Hallóla sin embargo en una orden religiosa que, acusada en Europa de cruel por su inflexible severidad, ha hecho en América los servicios más grandes, y dado los ejemplos más generosos de humanidad, de dulzura y de piedad verdadera. Los padres dominicos, que habían pasado allá a entender en la conversión y doctrina de sus naturales, no pudieron sufrir que pereciesen así por la rapacidad y dureza de sus opresores crueles. Y en un sermón que predicó en 1511 fray Antonio Montesino declamó sin rebozo y con la mayor vehemencia contra el modo de proceder en el gobierno, conversión y civilización de los indios. Hallábanse presentes el segundo almirante, entonces gobernador, los oficiales reales y las personas más notables de Santo Domingo. Ofendiéronse todos de la aspereza de las invectivas, y más los ministros del Rey, que fueron por la tarde a acusar al religioso ante su prelado, y a intimarle que le hiciese retractar, o que de lo contrario sería preciso que la orden dejase el país. Contestóles él que lo que había dicho el predicador era opinión de la comunidad; pero que para quitar el escándalo que podían haber producido sus expresiones en el pueblo, las moderaría algún tanto en el primer sermón que pronunciase. El fraile Montesino era hombre de carácter, y reputó indigno de su ministerio y de la cátedra de la verdad contemporizar por ningún respeto humano con la iniquidad y el error. Subió pues al púlpito, y cuando todos esperaban que se retractase, se afirmó con resolución en lo dicho, añadiendo que en ello creía hacer un servicio muy señalado no sólo a Dios, sino al Rey.

Creció el escándalo: Pasamonte escribió a la corte quejándose amargamente de aquellos padres como de unos revoltosos, y envió un fraile francisco para que apoyase en España la denuncia que hacía de ellos202. De aquí empezó la diversidad de opinión que unos y otros manifestaron respecto de los naturales del Nuevo Mundo. Los Dominicos creyeron necesario volver por sí, y diputaron a España al mismo Montesino, que acompañado de su prior defendiese su doctrina y el concepto de la comunidad. Llegaron y hallaron cerradas todas las puertas para hablar al Rey, que ya había manifestado al provincial de Castilla su disgusto por el mal porte de sus frailes. Pero Montesino una vez que logró ocasión de introducirse sin pedir permiso a nadie, se puso en su presencia, y le suplicó «que le oyese lo que tenía que decirle para su servicio». Díjole el Rey que hablase lo que quisiese y le informase de cuanto había pasado en la isla, y con qué fundamento había predicado aquel sermón que tanto ruido había hecho. «Mi sermón, respondió el fraile, ha sido firmado por el prior y todos los letrados teólogos del convento»; y en seguida le pintó con tales colores los excesos que allá se cometían, y le pidió que los remediase con una vehemencia tal, que el Monarca, conmovido, respondió «que le placía, y con diligencia mandaría entender en ello».

En efecto se mandó formar una junta compuesta de diferentes ministros teólogos y juristas, a la cual se ordenó que consultase sobre la materia, oído lo que se alegaba por los padres dominicos y por los interesados en los repartimientos. Las deliberaciones de esta junta y de otra que se formó después duraron algún tiempo: la resolución final tardaba en salir, y los frailes insistían. El Rey entonces, o por cansarse ya de ellos, o por más asegurado con el dictamen de sus consultores, les dio por respuesta que los repartimientos estaban fundados en la autoridad dada a los reyes de Castilla por la Santa Sede, y en el dictamen de muchos sabios teólogos y juristas a quienes se había consultado para ello; por consiguiente, si algún cargo de conciencia había, era del Rey y sus consejeros, y no de los que tenían los repartimientos: por cuya razón podrían los padres moderarse y proceder con más suavidad en sus predicaciones. Y para templar algún tanto este mal despacho y dar muestra de estimación personal al padre Montesino y a su prelado, los mandó volver a Indias para que con el ejemplo de sus virtudes y buena doctrina se lograse el fruto que se deseaba en la salvación de las almas. Despacháronse asimismo por aquel tiempo ciertas ordenanzas que contenían muchas disposiciones favorables a los indios, y buenas si se cumplieran; pero ellos quedaron repartidos y encomendados. Ni era posible que fuera otra cosa; porque como los empleados públicos que allá iban tenían designados sus indios en proporción a la calidad de sus empleos, también los privados del Rey, ansiosos de enriquecerse por aquel camino, los desearon, y al fin los consiguieron. Conchillos tuvo mil y cien indios, el obispo Fonseca ochocientos, Hernando de la Vega doscientos, y así otros muchos: todos enviaron allá sus mayordomos para que se los administrasen; y cabalmente, como decía el padre Casas después, los indios que tocaban a esta gente eran los más ásperamente tratados.

La facultad de hacer los repartimientos estuvo siempre unida a la gobernación. Pero en el año de 1514 un Rodrigo de Alburquerque, alcaide que era de una fortaleza en la isla Española, negoció a fuerza de dinero, de los ministros del rey Católico, que se le diese a él esta comisión, y se presentó en Santo Domingo con poderes reales para proceder a un nuevo repartimiento, interviniendo y conociendo en ello también el tesorero Pasamonte. Eran catorce mil indios los que tenían que repartirse entre los mismos que seis años antes disfrutaban de sesenta mil. Nunca se hacen más injusticias en las distribuciones que cuando es corta la masa de donde han de hacerse; y Alburquerque, codicioso y sin vergüenza, puso en venta la comisión con el mismo descaro y mala fe con que la había adquirido. Los indios se distribuyeron en proporción a los regalos y dádivas que el repartidor recibió. El que más dio, más tuvo: muchos de los pobladores se quedaron sin ninguno, y viéndose arruinar de aquel modo, alzaron amargamente el grito contra tamaña injusticia. más estos ritos fueron en balde por entonces; porque la corte, añadiendo escándalo a escándalo, no sólo aprobó el repartimiento hecho, sino que suplió de poderío real los defectos que en él hubiese, e impuso silencio a los que quisiesen hablar más en ello203.

Mas no por eso cesaron los clamores. El almirante don Diego, hijo del descubridor, que a la sazón gobernaba la isla, vino a España a representar sobre el agravio que se hacía a sus prerogativas con la comisión dada a Alburquerque. Su autoridad y sus quejas allanaron la senda a las de los demás interesados, de modo que el Gobierno abrió los ojos a la iniquidad, y no quiso sostenerla por más tiempo. Acordó pues enviar a Indias a un oidor de Sevilla, llamado el licenciado Ibarra, para que procediese a nuevo repartimiento, desagraviando a los que hubiesen recibido perjuicio en el anterior. Mandóse también entonces que los indios siguiesen encomendándose a los pobladores, porque así, y no de otro modo, podrían ser doctrinados en la fe y traídos a policía regular; pero se encargó eficazmente que fuesen tratados humanamente, y se castigasen con severidad los excesos que hubiese en esta parte: prevenciones de aparato, que en su continua repetición manifestaban lo poco cumplidas que eran. El licenciado Ibarra podía muy bien remediarlos perjuicios causados a los vecinos de Santo Domingo por el mal término de su antecesor; pero ni él ni las disposiciones que con él se enviaron, por benignas que pareciesen para los indios, podían remediar el daño ni cubrir el escándalo de que continuase aquella generación desvalida repartiéndose como un rebaño de carneros.

Tal era el estado de las cosas cuando el licenciado Casas pasó de Cuba a Santo Domingo: dos bandos en la Isla bien enconados entre sí; uno de los pobladores viejos, a cuya frente estaba el Almirante Gobernador, otro de los oficiales reales, capitáneados por Pasamonte; las pasiones de todos exaltadas con el repartimiento de Alburquerque, las esperanzas colgadas de la comisión del licenciado Ibarra, todos entregados a cuidar de los intereses de su ambición y de su codicia, y nadie mirando por los indios. La voz de Casas, alzada en su favor y clamando contra los repartimientos, era imposible que fuese atendida en medio de aquel huracán. Él representó, aconsejó, exhortó, predicó; en público, en secreto, no hablaba de otra cosa, no aspiraba a otro fin ni se le veía otro anhelo. Ni la autoridad de Ibarra, que llegó muy luego, ni las órdenes que traía, ni el mal resultado que había tenido la gestión de los religiosos que le precedieron en la misma demanda, pudieron entibiar su celo ni contener sus esfuerzos. Pero todo era inútil para con aquella gente endurecida: el concurso a sus sermones era grande, el fruto de ellos ninguno; y ni su opinión, ni sus virtudes, ni sus exhortaciones, ni su ejemplo bastaban a darle imitadores. Ofendíanse los pobladores, y se ofendían los oficiales públicos, de que así se atreviese a atacar un orden de cosas autorizado por las leyes, apoyado en la costumbre, y en el cual ponían todos las esperanzas de su acrecentamiento y su fortuna. El Licenciado, viendo tan siniestra disposición en los ánimos y considerando que era inútil persuadir a los que no querían escuchar, determinó venirse a España a probar si poniendo al Gobierno de su parte, podía con el auxilio de la autoridad lograr lo que entonces no podía conseguir con el consejo y las exhortaciones.

Llegó a Sevilla a fines del año 1545, y pasó inmediatamente a la corte para hablar con el Rey sobre el gran negocio que le traía. Hallólo en Plasencia de camino para Sevilla, donde ya le habían precedido las cartas del tesorero Pasamonte al Monarca y sus ministros, haciendo odiosas sus predicaciones, su doctrina y su intención. Pero Casas, además de su saber, de su eficacia y de su elocuencia, tenía en su favor al arzobispo de Sevilla y al confesor del Rey, Matienzo, dominicanos ambos, y a fuer de tales, compañeros suyos de opinión. Oyóle el Rey con atención y benignidad, y prometió oírle más largamente en Sevilla, adonde le mandó que fuese a esperarle. Presentóse también Casas, por consejo del confesor, al secretario Conchillos y al obispo Fonseca, ya que necesariamente el negocio había de pasar por sus manos. El primero, como hábil cortesano, le dio tan grata acogida como bahía tenido del Príncipe; pero el Obispo, más prevenido o más duro, se manifestó desabrido a cuanto Casas le hizo presente, y le despidió con ceño.

Este mal recibimiento debió mostrarle la contradicción que le aguardaba de parte de aquel mal hombre. Estrechóse por lo mismo con el arzobispo Deza luego que volvió a Sevilla, pues seguro de que el asunto se consultaría con él, quiso tenerle bien preparado para cuando llegase el debate. Aun así es probable que hubiera adelantado poco o nada en favor de su América, y que los interesados en los repartimientos, favorecidos del triunvirato que gobernaba aquellos negocios, hubieran sorteado el golpe, como habían sabido hacerlo con el padre Montesino. más la muerte del Rey Católico, acaecida en aquellos días (23 de enero de 1516), resolvió las dificultades y aun las esperanzas que pudieron concebirse en aquellas primeras gestiones, y obligó a Casas a formar un plan enteramente diverso para la consecución de sus designios.

Resolvió pues pasar a Flándes a representar al nuevo Rey lo mismo que a su antecesor, y juzgó conveniente avistarse antes en Madrid con los gobernadores del reino y darles cuenta de su viaje. Eranlo el cardenal Cisneros y el deán de Lovaina Adriano, que se hallaba a la sazón de embajador en España y traía poderes del Archiduque para gobernar el Estado en caso de fallecer el Rey su abuelo. más la autoridad y el influjo eran casi exclusivamente del Cardenal, no haciendo apénas Adriano más que firmar los despachos con él. El proyecto de Casas debió cuadrar en gran manera con el temperamento de su espíritu, naturalmente llevado a las cosas grandes y difíciles. Libertar de la opresión en que gemia aquel linaje de hombres que la Providencia había puesto bajo la protección de la corona de Castilla, traerlo a la fe con otros medios más eficaces y humanos que los que se usaron hasta entonces, y reformar los abusos enormes que se cometian en el gobierno de aquellos remotos parajes, eran objetos todos propios para llamar su atención y emplear la energía de su alma. Oyó por consiguiente a Casas con el mayor interés, y sin dejar que fuese a Flándes por el remedio que buscaba, él se lo prometió muy cumplido, y lo puso al instante por obra. Porque habiendo mandado reunir a su presencia y a la de Adriano a algunos de los ministros más prácticos en los negocios de Indias, hizo que Casas explicase delante de ellos el estado en que allí se hallaban los hombres y las cosas, y los medios que tenía meditados para el mejor arreglo de unos y otros. De que se siguió mandar al doctor Palacios Rubios, uno de aquellos consejeros, que asociándose con el Licenciado y conferenciando los dos detenidamente sobre la materia, presentasen un plan para el gobierno de los indios, en el cual se conciliasen su libertad y buen trato con la conservación y ventajas razonables de los pobladores204.

Dentro de breves días terminaron ellos y presentaron su trabajo, que aprobado por el Cardenal, no quedaba otra cosa que resolver sino a quién se había de encomendar un negocio tan grave y delicado. Cuando la historia nos dice que para esta empresa se escogieron tres monjes Jerónimos, los cuales por su instituto no sólo debían ser ignorantes de las cosas de América, sino ajenos enteramente de los negocios del mundo, parece oirse una extravagancia, más propia de un fraile apocado e incapaz que de un hombre de estado tan grande como Cisnéros. Pero la extrañeza desaparece a medida que se consideran las circunstancias que mediaban para tomar esta resolución. Era conveniente que la empresa se encargase a hombres enteramente desapasionados e imparciales, desnudos de todo interés y de toda ambición, entregados exclusivamente a la ejecución del encargo que se les cometia, y que por su carácter y profesión llevasen como primer objeto de sus conatos la conversión de aquella gente a la religión cristiana, una vez que esto era lo que unos y otros contendientes alegaban para la abolición o conservación de los repartimientos. Debían por esto en concepto de Cisneros ser religiosos los que fuesen, y como los dominicanos estaban declarados en favor de la opinión de Casas, y los franciscanos en contra, no creyó oportuno que fuesen ni de una ni de otra religión, y los fue a buscar entre los monjes, como enteramente imparciales. Negóse al principio la religión jerónima a admitir el encargo, alegando lo ajeno que era de la profesión e instituto de sus hijos, y su necesaria insuficiencia para llenar a gusto, y satisfacción del Gobierno una comisión tan difícil y, en su concepto, de algún modo contradictoria205. El Cardenal no admitió estas, que él llamaba discretas excusas, y fueron al fin nombrados para el gobierno de las Indias fray Luis de Figueroa, fray Bernardino Manzanedo y fray Alonso de Santo Domingo.

Y lo más singular del caso es que estos tres solitarios se mostraron dignos de la confianza que se hizo de ellos, y en vez del alma apocada y miras estrechas que debían suponerse en unos meros cenobitas, hicieron prueba de una capacidad propia de hombres de estado y de atentos y grandiosos administradores. Consérvase aún la correspondencia que tuvieron con el Gobierno en el corto tiempo que duró su comisión, y asombra ver la templanza, la imparcialidad y el acierto de sus providencias, y las muchas y provechosas cosas que propusieron206. El Nuevo Mundo no se vio nunca entregado a manos más puras, ni tratado con mayor equidad, ni gobernado con más entereza y sabiduría. Y cuando se les mandó césar en su encargo por las nuevas máximas que adoptaron los ministros sucesores de Cisneros, se les vio volverse a sus celdas con la satisfacción que debía resultarles de lo bien que se habían conducido, aunque mal satisfechos de un gobierno que ni contestó a sus propuestas, ni prestó atención a sus virtudes, ni les dio gracias por sus servicios207.

Propuso entonces Casas que debía haber en la corte de ordinario una persona de ciencia y conciencia que procurase constantemente el bien de los indios. También indicó lo conveniente que sería que se enviasen labradores a poblar las Indias, excitándolos a ello con algunas prerogativas y privilegios. Ambas cosas fueron a gusto del Cardenal, y él mismo las propuso en el Consejo. más la segunda por entonces no tuvo efecto; la primera sí, y el sugeto elegido para aquel honroso encargo fue el mismo Casas, a quien se nombró protector universal de las Indias, al mismo tiempo que se hizo el nombramiento de estos padres comisarios, y se le mandó ir con ellos para instruirlos y ayudarlos208. Bien quisiera él ir en el mismo buque, con el objeto sin duda de dar así más autoridad a su encargo y a las gestiones que de él debían proceder. más ellos, temiendo la odiosidad que ya tenían en la isla su celo y sus pretensiones, y no queriendo presentarse allí con nota ninguna de parcialidad, se excusaron cortesmente a recibirle, pretextando la falta de comodidades para obsequiarle según merecía. Tuvo pues que embarcarse en otro navío, y llegó a Santo Domingo a principios del año de 1517, pocos días después que los padres comisarios.

Su mansión, sin embargo, en la isla tenía que ser entonces de muy corta duración. Creía él que el primer acto de la nueva autoridad luego que entrase en ejercicio había de ser la supresión de los repartimientos. Pero Casas no había aprendido todavía a conocer la dificultad que cuesta la reforma de cualquier abuso cuando ha llegado con el tiempo a tomar estado y consistencia: el mal se hace pronto y se remedia tarde. Los adversarios de su opinión se habían hecho oir del Gobierno el mismo tiempo en que Casas insistia tanto en hacerla adoptar; y poniendo por delante la incapacidad de los indios, su indocilidad a seguir nuestras costumbres y modos de vivir, su pertinacia en sus hábitos y ritos antiguos, la imposibilidad de reducirlos a policía regular por otro medio que el de encomendarlos, y sobre todo, el riesgo de causar con una novedad tan trascendental un trastorno perjudicial a los intereses del Estado y a la tranquilidad y conservación de aquellas regiones, daban lugar a la duda y obligaban a la circunspección. Cisneros, aunque inclinado a las ideas de Casas, no se dejó gobernar exclusivamente por ellas, y los comisarios llevaron dos instrucciones: una más acomodada a los planes trabajados por Casas y el doctor Palacios, para el caso en que, después de una investigación imparcial y completa, se encontrase que los indios podían traerse a civilización por el orden y camino que proponía su protector; la otra para el caso contrario, resumiéndose en que se observasen las ordenanzas formadas por los años de 1512 cuando las gestiones del padre Montesino; pero con diferentes alteraciones, todas en favor y alivio de los indios.

Tenían pues los comisarios que proceder con mucha lentitud; y si bien desde el principio dieron algunas providencias que manifestaban el buen espíritu que los animaba, tales como quitar los repartimientos a los consejeros del Gobierno, y generalmente a todos los ausentes, y reprender y aun castigar a los que abusasen de su poder en el trato de sus naturales, y otras de esta especie, la investigación que se les tenía mandada para el objeto principal de su encargo tenía que ser muy prolija, y a los principios enteramente opuesta a la pintura favorable que Casas había hecho de los indios. Desesperábase él viendo pasarse los días sin que se diese orden en lo que tanto anhelaba, ni se cumpliese ninguna de las esperanzas que en España se le dieron. Y como su celo, por estar exento de ambición y de codicia, no lo estaba de acaloramiento y de imprudencia, se exaltaba en quejas y reconvenciones, que envolvían en su censura no sólo a los particulares, sino a los empleados públicos, y hasta los religiosos comisarios. Disimulaban ellos con prudencia estas demasías, condenándolas a la vehemencia de su carácter y a la santidad de su propósito; pero no así los demás, que en el resentimiento concebido contra él, llegaron a amenazar su vida y a formar asechanzas para matarle. Él, advertido, se recataba de noche en la casa de sus amigos los padres dominicos, como en un asilo seguro. Mas no por eso cesaba en sus gestiones hostiles contra todos los que suponía opresores de sus protegidos. Así el odio crecía y la contradicción se aumentaba, llegando estas pasiones al extremo de la irritación con la demanda que puso en aquellos días a los jueces de la isla con motivo de dos atentados cometidos anteriormente, y de que se habían seguido consecuencias bien funestas.

La diminución de indios en Santo Domingo era ya tan grande en el año de 508, que los pobladores se dieron a pensar en los medios de llenar suficientemente aquel vacío. Las islas de los Lucayos, llenas de gente pacífica y dócil como la de la Española, les presentaban un suplemento fácil y abundante para reemplazar los brazos que les faltaban. Mas no se atrevían a saltearlas, por las repetidas órdenes de la Reina Católica, que impedían esta clase de hostilidades con indios que no fuesen caribes. Ella había muerto, y el gobierno del Rey su marido no fue escrupuloso en dar el permiso que se le pidió para hacer aquel trasiego de hombres cuando se le puso por pretexto que así serían convertidos a la religión, y por motivo la utilidad que sacaría de ellos en el oro que le rindiesen. Dado el permiso, se armaron al instante navíos, que salieron a caza de hombres inocentes que vivían tranquilos en sus asientos sin haber hecho mal ninguno. Al principio con engaños209, después a la fuerza, hasta cuarenta mil personas fueron sacadas de allí en cuatro o cinco años, para ser consumidas en bien poco tiempo por las mismas penalidades y trabajos que habían devorado las generaciones de la Española. Continuó esta clase de piratería por mucho tiempo en islas más lejanas y en las costas de Tierra-Firme. La más ruidosa de todas, por su escandalosa perfidia y por las resultas que tuvo, fue la de Cumaná. Había la religión de Santo Domingo enviado a aquellas costas, con beneplácito del Gobierno, dos misioneros de su orden para predicar la fe católica a los indios y tratar de convertirlos con la persuasiao y el buen ejemplo. El pueblo a que llegaron los recibió con agasajo y cordialidad, los hospedó generosamente y los trató con veneración y confianza. Prometiéronse ellos los más felices resultados de principios tan dichosos, cuando desgraciadamente acertó a pasar por allí un navío español de los que recorrían aquellos mares rescatando perlas y oro y acopiando esclavos cuando la ocasión se lo ofrecía. Los indios, en vez de huir, como antes lo hacían viendo buques españoles, asegurados por los dos religiosos, salieron alegremente a recibir los pasajeros, les suministraron bastimentos, y empezaron a contratar en sus cambios con la mayor armonía. Pasados así algunos días amigablemente, los castellanos convidaron a comer al cacique del pueblo, que según la costumbre general de los indios pacíficos en ponerse nombres castellanos, ya tenía el de don Alonso. Consultólo él con los misioneros, y aprobándolo ellos, se fue al navío con su mujer y hasta diez y siete personas, de que se componía su familia, entre hijos, deudos y criados. No bien habían entrado, cuando alzando las velas y amenazándo les con las espadas para que no se echasen al agua, se hicieron a la mar aquellos verdaderos caribes, y llevaron su presa a Santo Domingo. Los indios de la costa, que vieron su perfidia, acudieron a tomar venganza de los frailes y trataron de matarlos, creyendo, y con tanta apariencia de razón, que eran cómplices en el engaño. Excusábanse ellos, consolaban a los indios, que lloraban, y pudieron en fin a duras penas sosegarlos prometiéndoles que dentro de cuatro lunas los harían volver sin falta alguna. Y fue de algún consuelo, en medio de tanta tribulación, pasar por allí otro navío, con quien enviaron a decir el suceso a su prelado, manifestándole que si dentro de cuatro meses el Cacique y sus indios no eran restituidos, ellos sin recurso alguno perecían.

Entre tanto el navío pirata llegó a Santo Domingo, y trató de vender los indios que traía. más los jueces de apelaciones se lo impidieron bajo el pretexto de que los habían cautivado sin licencia, y se los repartieron entre sí, o por esclavos o por naborias. Llegado de allí a poco el segundo navío, y vistas las cartas de los dos misioneros, su prelado fray Pedro de Córdoba y el padre Montesino hicieron todas las diligencias y practicaron todos los requerimientos que la amistad, la confianza y el peligro de sus hermanos requerían, pidiendo que al instante se fletase un navío y se devolviesen el Cacique y las personas con él violentadas. El capitán apresador, viendo descubierto su atentado, se acogió al monasterio de la Merced que entonces allí se comenzaba, y tomó el hábito en él para escapar de las manos de la justicia.

Equivocóse sin duda en la buena idea que tenía de la rectitud de los magistrados; porque se mantuvieron gordos a las amonestaciones y plegarias de los religiosos, y el Cacique y los suyos se consumieron en su servicio. Los indios de Cumaná, pasados los cuatro meses del plazo concedido a los dos misioneros, y no viendo venir a su cacique, los sacrificaron sin remisión alguna; siendo así aquellos frailes mártires, no de la barbarie e idolatría india, sino de la alevosía y codicia de los europeos210.

Cuatro años eran pasados desde este escandaloso acontecimiento sin reclamar nadie contra él. Casas lo hizo, creyéndolo de su instituto como protector de los indios, y lo hizo con toda la amargura consiguiente a la vehemecia de su carácter y a la exaltación de su celo. Suponiendo pues a los jueces de la Española culpables de los saltos y violencias hechas con los lucayos, responsables de la catástrofe de Cumaná, y participantes en las empresas y expediciones a saltear indios, los acusó criminalmente como reos homicidas y causadores de todos los males que de ello se habían seguido. Admitió la demanda el licenciado Zuazo, que había ido de juez de residencia a Santo Domingo casi al mismo tiempo que los padres jerónimos: hombre de gran talento, de excelentes miras, y uno de los caracteres más respetables que entonces pasaron al Nuevo-Mundo. Sin duda creyó que tales atentados, enormes ya en sí mismos, pero mucho más todavía por la cualidad de los delincuentes, merecían una rigurosa determinación. Levantaron al instante el grito no sólo los acusados, sino también sus cómplices, que eran muchos y poderosos; y tanto hicieron, que hasta los padres comisarios trataron de cortarlo o suspenderlo, diciendo a Zuazo que una acusación de aquella gravedad no era para tratada en una residencia ordinaria, sino que debía llevarse a noticia del Monarca para que él la decidiese con sus ministros. Contestaba el juez que ellos no tenían para qué intervenir en cosas de justicia. De este modo los ánimos se agriaban, y no pudiéndose, por la contradicción que se hacían, adelantar nada en el asunto, unos y otros representaron a la corte con un acaloramiento acaso impropio de su situación y carácter respectivo. Los adversarios de Casas le pintaban como un hombre inquieto y revoltoso, cuyas imprudencias si no se atajaban expondrían la isla a una alteración. Él también en sus cartas desahogó su bilis contra ellos, no perdonando ni aun a los padres jerónimos, a quienes tachaba de omisos en procurar el bien de los indios, y de apasionados en favor de los parientes que tenían en Santo Domingo y en Cuba. Estas cartas de Casas o fueron interceptadas, según él creyó, o fueron desatendidas; porque el Gobierno a consecuencia ordenó el licenciado Zuazo que en ninguna cosa pusiese la mano sin orden y parecer de los padres jueces comisarios, y mandó al mismo tiempo que se hiciese salir de la isla al licenciado Casas. Él, avisado de esta novedad o presumiéndola, dispuso su viaje a España a volver por sí mismo y por sus indios. Sus enemigos se lo quisieron impedir211; más como tenía cédula del Rey para venir cada y cuando le pareciese a informar de lo que pasaba, y además su carácter de clérigo le defendía de cualquier atropellamiento, salió de la isla sin tropiezo en el mes de mayo del mismo año (1517), antes que llegase la orden de echarle de ella, y llegó con próspero viaje a España, dirigiéndose inmediatamente a Aranda, donde a la sazón se hallaba la corte.

Es probable que su recibimiento por el Cardenal no fuera al pronto muy grato ni favorable, y que le costara trabajo desimpresionarle de las prevenciones concebidas últimamente contra él. Pero su buena ventura quiso que Cisneros estuviese ya postrado con la enfermedad mortal que puso fin a su larga y gloriosa carrera. Por otra parte se esperaba de día en día la llegada del nuevo rey, y todos volvían los ojos y la esperanza al sol que iba a amanecer. Casas también lo hizo así, y como casi al mismo tiempo se tuvo la noticia de haber desembarcado el Monarca en Villaviciosa, se dispuso al momento a buscar la nueva corte y entenderse para el despacho de sus negocios con los ministros de Carlos.

Este ministerio, que ha dejado una memoria tan ominosa en Castilla por los tristes resultados que tuvieron su avaricia y sus errores, prestó sin embargo favorable acogida a las proposiciones de Casas, y se mostró respecto de los indios generoso, humano y liberal. Componíase principalmente de monsieur de Chievres, o como nosotros decíamos entonces Gevres, ayo que fue del Rey, el cual entendía en los negocios de estado y mercedes que el Monarca hacía; del jurisconsulto Juan Selvagio, que bajo el título de gran canciller despachaba todos los asuntos de justicia, y de monsieur Laxao, sumiller de Corps, muy privado del Príncipe y que tenía igual cabida que los otros dos en sus consejos. Fiaban ellos poco de las noticias que podían darles los ministros del rey anterior, y afectaban además seguir en el modo de gobernar un rumbo opuesto al que antes se había tenido. Casas se aprovechó hábilmente de esta disposición, y una amplia información que dio al Canciller sobre los negocios de América no sólo le ganó la estimación de aquel ministro por la instrucción que le proporcionaba, sino también la confianza por el desinterés y miras excelentes que en ella se veían. Aún era más la cabida que tenía con el sumiller Laxao, a quien su elocuencia, sus modales, su conversación entretenida y curiosa se lo conciliaban del todo. Esperaba por lo mismo, y no sin fundamento, tener el más pronto y favorable despacho en los negocios que lo ocupaban. Y con tanta más razón, cuanto uno de los padres comisario, fray Bernardino Manzanedo, venido a España después de él para hacerle frente en algún modo y defenderse de lo que pudiera imputarles con motivo de sus contestaciones pasadas; mal contento de la corte, que no le oyó cual correspondía, se retiró a su convento y dejó el campo libre a su adversario. Mas no se lo dejaron Así los que tenían intereses contrarios a los que él defendía. Éstos le siguieron los pasos con el mismo encarnizamiento que siempre, haciendo resonar bien alto a los oídos de los ministros la imprudencia de su conducta, el delirio de sus promesas, la incapacidad absoluta de los indios para vivir en libertad, y los males que resultarían de las innovaciones que solicitaba su protector. Reforzábase esta contradicción con la connivencia de los antiguos consejeros y de muchos cortesanos inclinados a apoyarla, los primeros por amor propio, y todos por interés. De modo que los ministros, perplejos, no sabían a qué partido atenerse ni se atrevían a tomar una resolución decisiva y capital. Vencieron en fin en este conflicto el crédito y cabida que Casas alcanzaba con el gran Canciller, el cual llamándole a parte en medio del concurso de sus cortesanos, le dijo un día212: «El Rey nuestro señor manda que vos y yo pongamos remedio a los indios: haced vuestros memoriales.» A lo cual le respondió respetuosamente el licenciado: «Aparejado estoy, y de muy buena voluntad haré lo que el Rey y vuestra señoría me mandan.» De allí a pocos días presentó un escrito, del que todavía se conserva una minuta en extracto, en que propuso diferentes medios de aliviar a los indios y atajar su destrucción total. Entre ellos, uno fue el que ya antes tenía manifestado, de que se enviasen a las islas labradores de Castilla para que poblasen y cultivasen la tierra; y el otro, que se concediese a los españoles que allí estaban la libre saca de negros, que llevados allá se empleasen en los ingenios del azúcar y en el laboreo de las minas; dos clases de fatiga insoportables y mortales a los débiles americanos. Este arbitrio, mal explicado por los historiadores, y menos bien entendido por los filósofos, ha dejado sobre la memoria de Casas una tacha que toda la admiración de la posteridad por sus virtudes no ha podido borrar todavía. Se le acusa de contradicción en sus principios y de estrechez en sus miras, y de no haber sabido libertar a los indios de las plagas que sufrían, sin cargarlas sobre los infelices africanos. Nosotros hablaremos más largamente de este asunto en otra parte213: baste decir aquí a los que niegan el hecho, que existen aún los memoriales de Casas, y también su contrata, en que proponía el arbitrio controvertido. A los que con tanta dureza le censuran advertiremos que ya mucho antes que ellos él mismo le condena en su Historia, manifestando expresamente su arrepentimiento de haberlo dado; «porque la misma razón, dice, es de ellos que de los indios»214.

Los dos arbitrios fueron del agrado del Gobierno, que los aprobó inmediatamente y dio las órdenes para su ejecución, sin que ninguno de ellos produjese entonces el resultado que se deseaba. La saca de negros se convirtió en un objeto de privilegio exclusivo con que fue agraciado uno de los cortesanos, el barón de la Bresa, que le vendió a genoveses, y al fin quedó sin efecto entre las manos codiciosas que lo negociaron. Casas se encargó de hacer por sí mismo la leva de los labradores que habían de pasar allá. Diéronsele para ello los despachos más cumplidos y eficaces, encargando a las justicias, gobernadores y prelados del reino que le diesen cuantos auxilios necesitase. El Rey para más honrarle le nombró su capellán con los goces y prerogativas anexas entonces a esta clase de empleados. Él en seguida empezó a recorrer los pueblos de Castilla, exhortando a los labradores a aquella expedición, y alistando a los que se determinaban a seguirle. Ayudáse para esta diligencia de un Berrío215, que con título de capitán del Rey y como ayudante suyo alistase también gente por su parte, y pudiese dirigirlos y gobernarlos. Correspondió mal este hombre a la confianza de Casas. Con pretexto de que en Castilla no le dejaban levantar la gente a su gusto, marchó a la Andalucía, y en Antequera recogió una porción de hombres a su antojo, y juntándolos con los que había enviado Casas a Sevilla, los hizo embarcar inmediatamente para Santo Domingo, sin ir él con ellos, como debiera, y sin aguardar a su principal, que se proponía también acompañarlos. Estaba a la sazón Casas en Zaragoza, donde la corte se hallaba, procurando ciertos despachos para el mejor éxito de la empresa, cuando recibió la noticia de lo que Berrío había hecho y de la partida de sus hombres. Viendo pues que el negocio se torcía por la precipitación imprudente, o más bien por la mala fe de su comisionado, trató con el Gobierno de buscar medios con que la gente aquella se sostuviese en la isla mientras se le proporcionaban establecimientos y trabajo; y a fuerza de instancias pudo lograr que se le librasen para este objeto a Sevilla tres mil arrobas de harina y mil y quinientas de vino216. más cuando llegó allá este socorro ya no se halló en quien distribuirlo, porque los labradores, viéndose sin cabeza, sin gobierno y sin recursos, se habían desparramado por la tierra a buscar su acomodo y sustento, según el camino que a cada cual le presentó la fortuna, y ninguno pudo servir para el fin a que fueron llevados217.

Este mal éxito de sus primeros proyectos le hizo volver el pensamiento a otros de diversa naturaleza, y en su consideración mejores. La contradicción perpetua que experimentaba en la isla de Santo Domingo pudo hacerle creer que en aquel punto le era imposible dar ya un paso más en favor de sus indios: pudo también mezclarse en sus buenas ideas algún grano de ambición, y desear hacer él mismo un establecimiento y tener un mando con que pudiese ensayar la prueba de sus planes sin estar atenido a la condescendencia y dirección ajena. Había muerto de repente en Zaragoza el gran canciller Selvagio, su favorecedor, y esto al parecer atrasaba el buen despacho de lo que con tanto ardor pretendía; más él tuvo modo de sostener su crédito con los demás ministros del Rey, y hallar también bastante cabida con el nuevo canciller Mercurino Gatinara, que vino después. Entre tanto la primera propuesta fue que se le diesen cien leguas de costa en Tierra-Firme, donde no entrasen ni soldados ni gente de mar, para que los religiosos dominicos pudiesen predicar a los naturales sin los alborotos y escándalos que aquella gente mal mandada causaba adonde iba. Halló este pensamiento contradicción, acaso porque no sonaba en él ventaja ninguna para la real Hacienda ni para nadie. Viendo pues Casas «que le era preciso comprar el Evangelio, ya que no se le querían dar de balde», según él decía después218, presentó otra propuesta de mayor extensión y complicación que la primera, que fue recibida con más agrado y al fin admitida, habiendo tenido la advertencia de hacer sonar mucho a los oídos del nuevo gran canciller que con aquel proyecto se iban a aumentar considerablemente las rentas reales sin que el Monarca tuviese que gastar mucho para ello.

Obligábase con efecto a dar redimidas y pacificadas en el término de dos años mil leguas de costa en Tierra-Firme por un modo muy distinto del que se había llevado hasta entonces en aquellas conquistas, y que el tesoro del Rey percibiese por las contribuciones que sacaría de los indios quince mil ducados a los tres años del establecimiento, que después a los diez llegarían por un orden progresivo hasta sesenta mil. Proponíase restituir al país todos los indios que se hubiesen violentamente sacado de allí, acompañados también de algunos otros escogidos por él en la Española y útiles a su propósito, llevar labradores de Castilla y buen número de religiosos franciscanos y dominicos: los indios le servirían de mediadores y de intérpretes, los labradores para poblar y cultivar, los frailes para predicar y convertir. Pero lo más notable de su proyecto, y lo que más llamó la atención, fue la idea de asociarse cincuenta compañeros, que él había de escoger a su satisfacción entre los pobladores de las islas, para que fuesen con él los fundadores de los establecimientos que meditaba. Estos cincuenta habían de ir vestidos como él, de paño blanco, adornados de unas cruces rojas, a manera de las de Calatrava, con el objeto de que pareciesen a los naturales otra especie de hombres de los que hasta allí habían visto, y por consiguiente les diesen esperanzas de mejor trato. Pidió para ellos diferentes privilegios y mercedes, y entre ellas las de que se les concediesen escudos de armas y fuesen caballeros de espuela dorada. Los demás requisitos y pormenores del proyecto, inútiles e importunos en este lugar, pueden verse en el contexto de la capitulación, que inédita hasta ahora, se da íntegra en el Apéndice.

Admitiéronla favorablemente los ministros, y mandóse pasar al consejo de Indias para que consultase acerca de ella (1549). más esto no podía contentar a su autor ni prometerle buen resultado al considerar que aquel tribunal se componía de casi los mismos ministros que los años anteriores habían entendido en sus cosas, y, sobre todo teniendo a su cabeza al obispo Fonseca, siempre opuesto a sus ideas. Casualmente entonces Chievres y el gran Canciller tuvieron que ir a los confines de Francia a una comisión diplomática, y él, falto de sus principales valedores, viendo por otra parte que a pesar de sus vivas diligencias, el Consejo no despachaba su asunto, temió de su parte una contradicción manifiesta y que destruyese todas las lisonjeras esperanzas que tenía concebidas con la ejecución de su plan Para obviar este mal conferenció con ocho predicadores del Rey sobre el asunto, y los conmovió de tal modo en favor de su proyecto, que todos se juramentaron para ir a reconvenir al Consejo por la tardanza de su despacho, y aun exhortar al Rey sobre ello si fuese menester, una vez que se trataba de ir a predicar el Evangelio a los indios idólatras en el modo más conforme al que tuvieron los apóstoles, que fue por vía de paz y de amor. Ellos con efecto se presentaron al tribunal, el cual, aunque al principio se resintió de aquel paso atrevido y sin ejemplo, tuvo al fin que ceder viendo el tesón con que los predicadores se sostuvieron, y mostrarles las providencias que tenían acordadas respecto de la conversión de los indios, y recibir modestamente sus avisos219.

No contento Casas con esta demostración, y habiendo ya vuelto los ministros del Rey de su viaje, tomó la resolución de recusar a todo el Consejo de Indias, y en especial al obispo de Burgos. Las causas que él expondría son fáciles de conjeturar, aunque no fuese más que el abuso que ellos habían estado haciendo de los repartimientos, y el odio que debían tenerle por haber sido quien más había contribuido a que se les quitasen. Por cualquiera causa que fuese, el ministerio extranjero, que holgaba de hallar en descubierto a los consejeros españoles, admitió la recusación, y nombró una junta de ministros neutrales de otros consejos, que juzgasen esta diferencia. Esta junta, que fue muy numerosa y compuesta de sugetos de muy alto concepto y jerarquía, después de examinar detenidamente el asunto, fue al fin de parecer que la capitulación propuesta por el licenciado Casas se llevase adelante.

Entonces todos los enemigos personales de Casas, todos los contrarios que tenía su proyecto por interés o por envidia, se desencadenaron furiosamente contra él. ¿Qué especie de ambición es ésta, decían, en un mero capellán, sin crédito para una cosa tan grande, sin bienes para asegurarla, y sin capacidad para llevarla a cabo? ¿Porque camino piensa él adelantar mejor la real Hacienda que los oficiales reales, a quienes tan sin fundamento está denigrando siempre? Predicador temerario y soñador de delirios, vino a España, engañó al cardenal Cisneros, y hecho protector de los indios, los desamparó luego para entrar en la otra expedición de labradores, de que tan mala cuenta supo dar. Y al fin, si la gente a quien quería defender tuviera las cualidades necesarias para recibir y usar la libertad que él quiere procurarles, sus diligencias podrían adquirir respeto y su exaltación disculpa. Pero ¿adónde iba él con la manía extravagante de preconizar unos hombres estúpidos y embrutecidos, incapaces de toda doctrina y policía, ingratos, alevosos, viles, y que llenos de vicios abominables y bestiales, ultrajaban del mismo modo a la naturaleza con sus placeres inmundos, que al cielo con sus sacrificios crueles?

Ni se olvidaba en este recuento de recriminaciones odiosas la parte de la contrata, que por su extrañeza y singularidad daba algún pretexto a la burla y a la risa. Mofábanse de sus hábitos blancos y de sus cruces rojas, que llamaban sambenitos, y decían a boca llena que harta mala ventura aguardaba a sus caballeros dorados. No diré yo que en esta parte del proyecto de Casas no hubiese algo que tachar. Bien pensado estaba que los hombres que allí se estableciesen fuesen con traje distinto para que no pareciesen los mismos; pero las cruces rojas, la espuela dorada y la ilusión que él se había formado de que algún día podría establecer y fundar una orden con aquellas divisas, al modo de las militares de España, todo tenía algo de la vanidad del siglo, y un espíritu de ambición que se divisaba algún tanto por entre los embozos del celo y de la utilidad. Casas era hombre que tenía sus defectos, y no es extraño que se pagase de estas vanidades, si no por sí, a lo menos por los otros. Es fuerza no olvidarse del valor que tenían entonces y del que aún tienen ahora. Pizarro, y nadie se burló de él, pidió la misma distinción de la espuela dorada para sus compañeros de la Gorgona220; y una vez que tantos aspiraban a esta clase de distintivos, y los conseguían como premio del salto, del robo y de la violencia, ¿por qué se le ha de tener tan mal a Casas que aspirase también a ellos, y los mereciese sin duda por servicios eminentes hechos a la religión y a la humanidad?

Llovían con efecto memoriales sobre el gran Canciller, llenos de éstas y otras objeciones contra Casas, y proponiendo partidos más ventajosos al parecer y más seguros221. Él los comunicaba a la Junta y también al Licenciado, que fue llamado a ella para oír lo que tenía que responder. Su triunfo era seguro en estas ocasiones El raudal de sus palabras, el celo de que se revestía, el concepto inatacable de sus virtudes y desinterés, su conocimiento y experiencia en las cosas de allá, y la notoriedad de los atentados y violencias de que acusaba a sus contrarios, no dejaban estorbo alguno a la persuasión y al convencimiento, que salían de sus labios y razones con una fuerza irresistible. Él volvió victoriosamente por sus indios y por sí mismo, y en cuanto a la excepción que se le ponía como clérigo, ofreció fianzas llanas y abonadas en veinte o treinta mil ducados, de cumplir con lo que prometía en su asiento. En fin, para prueba de lo que decía sobre el descuido con que los oficiales reales manejaban la hacienda del Rey truja el ejemplo de Pedrarias, que hacía seis años que gobernaba a Castilla del Oro, y habiendo el Rey gastado en la armada que le llevó cincuenta y cuatro mil ducados, tenía ganado para sí y sus capitanes un millón de oro, mientras que sólo había enviado al Rey tres mil pesos, que a la sazón traía consigo el obispo del Darién, fray Juan Quevedo.

Aunque Casas pudo quedar satisfecho de la disposición en que dejaba los ánimos de la Junta con su defensa, todavía se la presentó poco después una ocasión más solemne de dar realce y valor a sus ideas. Llegó en aquellos días a Barcelona el obispo del Darién, a quien se estaba esperando. Como sugeto de dignidad, religioso y entendido, su voto debía de ser muy preponderante en las cosas de las Indias, y los cortesanos le preguntaban por ellas con frecuencia La primera vez que Casas se encontró con él fue en palacio y delante del secretario Juan de Sámano: llegóse a él cortésmente el Licenciado, diciéndole: «Señor, por lo que me toca de las Indias, soy obligado a besar las manos a usía» Preguntó el Obispo al Secretario quién era aquel clérigo, y sabido, le dijo con altanería y magisterio «¡Oh señor Casas, y qué sermón os traigo para predicaros! -Por cierto, señor, días ha que yo deseo oír a usía; pero también lo certifico que le tengo aparejados dos sermones que si los quiere oír y bien considerar, han de valer más que los dineros que trae de Indias.» Interpúsose Sámano, y la contestación no prosiguió. Pero pocos días después, habiéndose encontrado en casa del doctor Mota, obispo, de Badajoz y del consejo del Rey, y tratándose sí el trigo se daba o no en la isla Española, el obispo del Darién decía que no, y Casas aseguraba que sí. «¿Qué sabéis vos de eso? le dijo arrogantemente el Obispo, eso será lo mismo que los negocios que traéis -¿Son malos o injustos, señor, los negocios que yo traigo? -¿Qué sabéis vos de eso, ni qué letras o ciencia es la vuestra para que os atreváis a negociar? -¿Sabéis, señor obispo, cuán poco sé de los negocios que traigo, y que con esas pocas letras que decís que tengo, y quizá son menos de las que estimáis, os pondré mis negocios por conclusiones? Primera: que habéis pecado mil veces y mil muchas más por no haber puesto vuestra ánima por vuestras ovejas, para libertarlas de aquellos tiranos que os las destruyen. Segunda: que coméis carne y bebéis sangre de vuestras ovejas. Tercera: que si no restituís todo cuanto traéis de allá, hasta el último cuadrante, no os podéis salvar más que Judas.» Quiso el Obispo echar la disputa a burlas, y comenzóse a reír. «¿Os reís, señor? Debíais por el contrario llorar vuestra infelicidad y la de los indios. -Sí, ahí tengo las lágrimas a la mano para derramarlas. -Bien sé yo que tener lágrimas verdaderas de lo que se debe llorar es don de Dios; pero debíades rogar a Dios sospirando que os las diese no sólo de aquel humor que llamamos lágrimas, pero de sangre que saliese de lo más vivo del corazón, para mejor manifestar vuestra desventura y la de vuestro rebaño.» Atajó el doctor Mota la disputa, y refirióla después al Rey, de que resultó en éste el deseo y la resolución de oírlos a uno y otro, y enterarse por sí mismo de un negocio tan grave. La audiencia se designó para dentro de tres días, a la cual quiso el Rey que fuese citado el Almirante, como persona tan interesada en el asunto, y los flamencos hicieron que fuese también y como segundo de Casas, un fraile francisco que, venido de Santo Domingo, hablaba y predicaba con la mayor libertad contra los castellanos que estaban en Indias y contra los que de acá las gobernaban.

Llegada la hora y entrados los contendientes y los ministros que habían de asistir, en la sala, salió el Rey y se sentó en su trono, colocándose en bancos más bajos a su derecha monsieur de Chievres, luego el Almirante, en seguida el obispo del Darién y un licenciado Aguirre. Al frente de ellos, a la izquierda del Rey, se sentaron el gran Canciller, el obispo de Badajoz y otros consejeros; arrimados a una pared, fronteros al Príncipe, estaban de pié Casas y el franciscano. Después de algunos momentos de silencio, Chievres y el gran Canciller se levantaron, y subiendo la grada del estrado en que el Rey estaba, puestos de rodillas, consultaron con él en voz baja un corto rato, y vueltos a sus asientos, el Canciller222, puesto en pié, dijo, vuelto al prelado del Darién: «Reverendo obispo, su majestad manda que habléis si alguna cosa tenéis de las Indias que hablar.» El Obispo se levantó, hizo un preámbulo elegante a la manera del tiempo, manifestó el deseo que había tenido de llegar a la presencia del Monarca, y que ahora veía cumplido con mucho gusto su deseo, y conocía que la cara de Príamo era digna del reino. más como las cosas que tenía que decir de las Indias, añadió, eran de mucha importancia y por su naturaleza secretas, no convenía decirlas sino a su majestad y a su consejo, y por lo mismo suplicaba que se mandasen salir los que no eran de él.

Hízole entonces señal el gran Canciller que se sentase, y volviendo a subir él con Chievres adonde el Rey estaba, y consultando de la misma manera que al principio, volviéronse a su lugar, y el gran Canciller repitió: «Reverendo obispo, su majestad manda que habléis si tenéis qué hablar.» El Obispo, puesto en pié, insistió en excusarse dando las mismas razones, y añadiendo que él no venía allí a comprometer en una disputa su autoridad y sus canas. Sin duda quería evadirse del debate que preveía con los dos eclesiásticos que allí estaban en pié, y no le parecía sano ni prudente arrostrar con la vehemencia del clérigo ni con la petulancia del fraile223.

A esta nueva excusa se siguió nueva consulta y nueva interpelación de parte del Canciller, añadiéndose en ella que todos los que allí estaban eran llamados para aquel consejo. Entonces el Obispo, viéndose ya estrechado de aquel modo, se levantó, y comenzando su discurso desde su ida a Tierra-Firme con Pedrarias, contó los trabajos que allí habían pasado, las miserias que padecieron, la gente que se había muerto. «Viendo yo pues, añadió, que aquella tierra se perdía, y que el primer gobernador de ella fue malo, y el segundo muy peor, y que vuestra majestad en felice hora había venido a estos reinos, determiné venir a darle noticia de ello como rey y señor, en cuya esperanza está todo el remedio. Y en lo que toca a los indios, según la noticia que tengo de los de la tierra en que he estado y de las demás por donde he venida, aquellas gentes son siervos a natura, y precian tanto el oro, que para se lo sacar es menester mucha industria.» Añadió por este orden otras cosas; y habiendo cesado, consultaron los dos ministros con el Rey, y a consecuencia el gran Canciller dijo: «Micer224 Bartolomé, su majestad manda que habléis.» Casas, obedeciendo y haciendo reverencia al Monarca, dijo así: «Muy alto y muy poderoso rey y señor: yo soy de los más antiguos que a Indias pasaron, y ha muchos años que estoy allá, y he visto todo lo que allí se ha hecho, y uno de los que se han excedido fue mi padre, que ya no es vivo. Viendo esto yo, me moví, no porque fuese mejor cristiano que otro, sino por una natural y lastimosa compasión; y así vine a estos reinos a dar noticia de ello al Rey Católico. Hallé a su alteza en Plasencia, oyóme con benignidad; remitiéronme para poner remedio a Sevilla; murió en el camino, y así ni mi súplica ni su real propósito tuvieron efecto.

»Después de su muerte me presenté al cardenal de España y al de Tortosa, gobernadores del reino, y les hice relación de lo mismo: ellos proveyeron muy bien todo lo que convenía; pero las manos a quienes lo encargaron no tuvieron la fortuna de ejecutarlo. Después que vuestra majestad vino se lo he dado a entender, y ya estuviera remediado si el gran Canciller no muriera en Zaragoza. Trabajo ahora de nuevo en lo mismo, y no faltan ministros del enemigo de toda virtud y bien que hacen cuanto cabe en su mano para que no se remedie.

»Va tanto a vuestra majestad en entender en esto mandarlo remediar, que, dejado lo que toca a su real conciencia, ninguno de los reinos que posee ni todos juntos se igualan con la mínima parte de los estados y bienes de todo aquel orbe. Y en avisar de ello a vuestra majestad sé que le hago uno de los mayores servicios que hombre vasallo hizo a príncipe ni señor del mundo. Y no porque quiera por ello merced ni galardón alguno; que no lo hago precisamente por servir a vuestra majestad. Porque es cierto, y hablando con todo el acatamiento y reverencia que se debe a tan alto rey y señor, que de aquí a aquel rincón no me moviera por servir a vuestra majestad, salva la fidelidad y obediencia que como súbdito le debo, si no pensase y creyese de hacer a Dios gran servicio. Pero Dios es tan celoso y tan granjero de su honor, como quiera que a él sólo se deba el honor y gloria de toda criatura, que no puedo dar un paso en estos negocios que por sólo él tomé sobre mis hombros, que de allí no se causen y procedan inestimables bienes y servicios a vuestra majestad. Y para ratificación de lo que he referido, digo y afirmo que renuncio cualquier merced y galardón temporal que me quiera y pueda hacer; y si en algún tiempo yo u otro por mí merced alguna quisiere, sea tenido por falso y engañador de mi rey y señor.

»Allende de esto, señor muy poderoso, aquellas gentes de aquel Mundo Nuevo, que está lleno y hierve en ellas, son capacísimas de la fe cristiana y a toda virtud y buenas costumbres por razón y doctrina traibles; y de su naturaleza son libres y tienen sus reyes y señores naturales que gobiernan sus policías. Y a lo que dijo el reverendo Obispo, que son siervos a natura por lo que el filósofo dice en el principio de su política, de su intención a la que el reverendo Obispo dice hay tanta diferencia como del ciclo a la tierra. Y aunque fuese Así como el reverendo Obispo afirma, el filósofo era gentil y está ardiendo en los infiernos, y por ende tanto se ha de usar de su doctrina cuanto con nuestra santa fe y costumbres de la religión cristiana conviniese.

»La religión cristiana es igual y se adapta a todas las naciones del mundo, y a todos igualmente recibe, y a ninguno quita su libertad ni sus señores, ni mete debajo de servidumbre so color o achaque de que son siervos a natura, como el reverendo Obispo parece que significa; y por tanto, de vuestra majestad será propio en el principio de su reinado desterrar de aquellas tierras tan enorme y horrenda tiranía, para que Dios prospere su real estado por muy largos días225

Calló el licenciado, y precediendo la consulta con el Rey, fueron oídos el fraile y el Almirante. El primero manifestó que, habiendo estado en la Española algunos años, y habiéndosele mandado al principio contar los indios que había, y después repetido la misma operación, halló que en pocos años habían perecido muchos millares. Que si la sangre de un Abel sólo había clamado por venganza hasta que la tuvo, ¿qué haría la de tantas gentes? Y concluyó pidiendo al Monarca que lo remediase, para que Dios no derramase su ira sobre todos.

El discurso del Almirante, más sencillo y natural, fue concebido en los términos siguientes: «Los daños que estos padres han referido son manifiestos, y los clérigos y frailes los han reprendido, y según aquí parece, ante vuestra majestad vienen a denunciarlos. Y puesto que vuestra majestad recibe inestimable perjuicio, mayor le recibo yo, porque aunque se pierda todo lo de allá, no deja vuestra majestad de ser rey y señor; pero a mí, ello perdido, no queda en el mundo nada adonde me pueda arrimar. Esta ha sido la causa de mi venida para informar de ello al Rey Católico, que haya santa gloria, y a esto estoy esperando a vuestra majestad: suplico por la parte del daño grande que me cabe, sea servido de lo entender y mandar remediar, porque en remediarlo vuestra majestad conocerá cuán señalado provecho y servicio se sigue a su real estado.»

Luego que cesó el Almirante, se levantó el obispo del Darién y pidió licencia para hablar otra vez. Consultáronlo los dos ministros con el Rey, y el Canciller dijo: «Reverendo obispo, su majestad manda que si tenéis más que decir lo deis por escrito, lo cual después se verá.» En esto se levantó el Rey de su asiento y se entró en su cámara, y la audiencia se terminó.

Tal fue esta célebre conferencia, copiada casi literalmente de la relación que han hecho de ella los historiadores antiguos. Documento curioso, que manifiesta el ceremonial y etiqueta que se guardaban en estos consejos, la majestad de que se revestía el Rey en ellos, y también el espíritu que animó a los contendientes. El principal objeto del Obispo era desacreditar a Pedrarias para ver si podía granjear la gobernación que tenía para su amigo Diego Velázquez, que la deseaba y le había dado el encargo de procurársela. El fraile aspiraba a ser obispo, y le pareció que el mejor camino para ello era lisonjear el partido de los flamencos y confederarse con Casas, aun cuando la opinión que en aquellas materias seguía su orden era diversa. El Almirante era más sincero, y sus palabras fueron consiguientes a su situación y a sus intereses. Mientras que en el discurso del padre Casas se veía el ánimo de un hombre que penetrado íntimamente de la santidad de su objeto, y apoyado en la inmunidad de la causa que defiende, se levanta sobre todo respeto humano y va más allá de lo que piensa. Yo no sé qué impresión haría en el pecho de Carlos V el arrojo de aquel capellán suyo que renuncia tan solemnemente a las mercedes que él pueda hacerle, y le dice en su cara que por darle gusto solamente no se movería de un rincón a otro de la sala en que se hallaba. Pero es seguro que ni él ni sus ministros entendieron hasta dónde podía llegar el principio de que la religión cristiana se adaptaba a todas las naciones del mundo, y a ninguna quitaba ni su libertad ni sus señores. La cuerda era delicada, y sin duda el mismo orador no previó sus consecuencias hasta mucho después, en que, echándoselas en cara los contrarios de su doctrina, tuvo que salvarlas a fuerza de efugios, más sutiles que concluyentes.

El obispo del Darién, a consecuencia de lo que se le había ordenado en la audiencia, hizo dos memoriales: uno contra Pedrarias, y otro sobre el modo con que se debían remediar los desórdenes de Tierra-Firme para que cesase la licencia de los pobladores, y los indios fuesen bien tratados. Fuese a dárselos al Canciller, en cuya compañía se quedó a comer aquel día, y adonde fue avisado y convidado el sumiller Laxao, principal favorecedor del Licenciado, suponiendo el Canciller que siempre la conversación vendría a tocar en sus opiniones y proyectos. Leyéronse los memoriales después de la comida, y los dos preguntaron al Obispo qué le parecía de las pretensiones de micer Bartolomé. Él respondió que muy bien, con lo cual quedaron los dos contentísimos, contando con este nuevo apoyo para favorecer a su amigo y poder hacer frente al consejo de Indias.

Pero una fiebre maligna arrebató al Obispo en tres días, y con su fallecimiento se desvanecieron estas esperanzas. El asunto de Casas quedó entonces suspenso, tal vez porque Carlos, aunque joven, penetró la pasión que animaba a sus ministros, tal vez porque los muchos negocios que entonces se agolparon, y la prisa con que se proyectaba el viaje de Alemania para recibir la corona imperial, no dieron cabida a su despacho. Lo cierto es que la concesión del asiento no se firmó hasta 19 de mayo del año siguiente (1520) en la Coruña, pocos días antes de que el Emperador se embarcase. Él había pedido mil leguas de costa con la intención de echar a Pedrarias de Tierra-Firme; pero en la contrata no se le señalaron más que doscientas setenta, que son las que se regulan desde la provincia de Paria hasta la de Santa Marta: límites señalados al distrito que él se encargaba de pacificar y convertir; de la tierra adentro se le concedieron cuantas quería226. Él, contentísimo con tan buen despacho, partió al instante a Sevilla a disponer y preparar su expedición. Eligió por sí mismo hasta doscientos labradores que había de llevar consigo. Logró que se le facilitasen y fletasen por cuenta del Rey tres navíos, surtidos con la mayor abundancia así de bastimentos como de rescates; porque el obispo de Burgos, no queriendo darle ocasión a nuevas quejas, mandó que no se le escasease nada. El mismo Casas añadió por su parte cuanto pudo con dineros que pidió prestados de modo que provisto de todo lo que quiso y supo desear, se hizo a la vela en fin, tocando ya con la mano el blanco de sus deseos, y lisonjeado con las más dulces esperanzas. ¡Desdichado, que no sabía los contratiempos crueles que le esperaban, y en qué raudal de amarguras se iba a convertir al instante aquel manantial de ilusiones! La costa adonde la expedición se dirigía era uno de los primeros y más importantes descubrimientos de Colón. Llamósela la costa de las Perlas por las muchas que allí se rescataban y por la gran pesquería de ellas que los castellanos tenían establecida en Cubagua, isla pequeña situada a siete leguas de distancia, frente al río de Cumaná. Visitábanla con frecuencia los armadores españoles por la grande utilidad que les rendía el rescate de la perlas, del oro y también de esclavos, que a veces los mismos indios les vendían, y a veces salteaban ellos con achaque de ser caribes. Los indios se prestaban fácilmente al trato y comunicación por la afición grande que tenían a las bujerías, y sobre todo a los vinos de Castilla. Esta buena disposición no se había roto ni aun con el lance del año 513, cuando la muerte de los dos frailes dominicos Córdoba y Garcés, que se ha referido arriba. Cuatro años después, al tiempo en que mandaban en las Indias los padres jerónimos, se establecieron en el país un convento de dominicos en el puerto y pueblo de Chirivichí, junto a Maracapana, y otro de franciscos más adelante al oriente, junto al río que está al frente de Cubagua, a siete leguas de distancia uno de otro. La industria y buen modo de estos padres había sosegado a los indios y ganado su confianza en tal manera, que los castellanos iban allí a contratar, y entraban y salían la tierra adentro sin la menor molestia y sin recelo ni peligro alguno. La empresa del licenciado Casas llevaba por base principal esta buena disposición de la gente de la tierra y el auxilio que hallaría en los dos monasterios para el proyecto de su pacificación; y planteada como estaba sobre el supuesto de la paz, la beneficencia y la justicia, tenía toda la probabilidad a su favor de producir los buenos resultados que su autor se prometía. Todo lo trastornó la perfidia y la violencia de un insensato alevoso; y como el funesto accidente a que dio causa fue el escollo principal en que fracasaron los intentos del padre Casas, trayendo además tras de si la muerte de los religiosos, la ruina de los monasterios y la desolación del país, los pormenores en que vamos a entrar bailarán su disculpa en la misma importancia que los acompaña.

Un Alonso de Ojeda, vecino de Cubagua, y diferente de los otros dos que con el mismo nombre y apellido se conocen en la historia del Nuevo Mundo227, trató de hacer un salto de esclavos en Costa-Firme, y eludir las repetidas órdenes que había para que no se tocase sino a los que fuesen verdaderamente caribes. Armó un navío, y corrió la costa abajo hasta encontrar con el puerto y pueblo de Chirivichí, donde estaba el convento de Santa Fe, que los dominicos habían fundado. No había allí a la sazón más que dos religiosos, el portero y el Vicario, que le recibió y agasajó según tenía de costumbre. Preguntó Ojeda por el cacique del pueblo, llamado Maraguey, mostrando deseo de verle. Vino el indio, y habiendo pedido papel y escribanía al Vicario, que inocentemente se los dio, se volvió Ojeda gravemente al indio y le preguntó que cuáles eran los pueblos de su comarca que comían carne humana. Maraguey, que era tan advertido como valiente, respondió con alteración manifiesta: «No, no carne humana, carne humana no.» Y esto dicho, se retiró ceñudo y receloso, sin sosegarse por las satisfacciones que le dieron, y meditando lo que había de hacer para su defensa o para su venganza. Ojeda salió del pueblo, y vuelto a su navío costeó la tierra, y llegó cuatro leguas más abajo del pueblo de Maracapana, cuyo cacique, igualmente esforzado y prudente que el de arriba, se llamaba Gil González, en obsequio de un contador de la Española que le había agasajado mucho en ocasión de haber estado el indio en la isla, que tal era la comunicación y armonía que había entre aquellos indios y los españoles. Fueron allí recibidos y regalados Ojeda y los suyos con agasajo y amistad, y el armador castellano mostró que su objeto era ir a contratar algunas cargas de maíz con los indios de unas serranías distantes de allí como tres leguas. Fue allá en efecto con beneplácito de Gil González, acompañado de veinte de los suyos. Contrató cincuenta cargas, pidió otros tantos indios que se las llevasen, y prometió pagárseles con el acarreo luego que se las pusiesen en Maracapana. Llegan allá, los indios se sientan a descansar, y a la señal que hace Ojeda los españoles sacan las espadas, se arrojan sobre ellos y los comienzan a atar para arrastrarlos al navío. Ellos, sobresaltados pugnan por librarse, pero en balde, porque los más quedan presos y embarcados. Catorce huyeron heridos a esparcir por la tierra la fama del buen trato que habían debido a sus huéspedes. En un momento se alteró toda la costa, y Gil González y Maraguey concertaron el modo y forma de librarse y vengarse de aquellos hombres pérfidos, y también de los frailes, a quienes juzgaban cómplices de su violencia por el incidente de la escribanía. El temerario Ojeda, como si nada hubiera hecho, salió el otro día del navío a solazarse en la marina con otros doce españoles: Gil González le recibió con rostro alegre, y luego que llegó a las primeras casas del pueblo que estaban cerca del mar, los indios, levantando el grito de guerra y en número bien superior a aquellos miserables, los atacaron, y dieron muerte a Ojeda y a otros seis, salvándose los otros nadando hacia el navío. Salieron también a atacarle con sus canoas; pero el navío se les defendió, y pudo escaparse de ellos. Muerto Ojeda, Maraguey al día siguiente se presentó en la portería del convento, y llamando a la campanilla, salió el lego a recibirle, que al instante fue muerto, y en seguida el Vicario en el altar donde iba a decir misa, partida la cabeza de un hachazo. Y no contenta la venganza de los indios con estas muertes, derribaron los árboles que allí había, mataron un caballo que servía en la huerta, quebraron las campanas, despedazaron las cruces y las imágenes, y quemaron el convento; señalándose más en estas demostraciones de ferocidad y venganza los que al parecer estaban más domesticados y doctrinados en la fe.

Por muy repugnante que sea esta atrocidad, lo es mucho más aun la felonía de Ojeda; y de cualquier modo que este caso se mire, la justicia y la razón están de parte de los indios. Si a los españoles de Santo Domingo tenía tanta cuenta sosegar y pacificar la Costa-Firme, debían hacerlo con ejemplos de grandeza y de justicia: hubieran restituido los indios habidos con tanta alevosía, y castigaran a los complices de Ojeda como perturbadores de la paz que antes había entre unos y otros, y transgesores de las leyes, que tan repetidamente les mandaban no hacer demasías en el país. Pero la política y la codicia no discurren de este modo; era preciso aterrar para que no se desmandasen otra vez; era preciso aprovechar la ocasión que se venía a la mano no sólo de guardar los treinta y seis esclavos apresados en aquel salto alevoso, sino de traer cuantos podrían cogerse con el pretexto de castigo y de venganza. Así es que en el momento que la noticia fatal se extendió hasta la Española, el Almirante y la Audiencia trataron de castigarlos como si ellos hubieran sido los agresores, y una armada de cinco navíos con trescientos hombres, al mando de Gonzalo de Ocampo, fue enviada a aquellos parajes con el encargo expreso de despoblar la tierra, traerse a sus habitantes por esclavos, y hacer perecer en los suplicios a los más culpables. Esto, en sana razón y verdadera justicia, era hacerse, sin pudor cómplices de la piratería de Ojeda.

Tal era el estado que las cosas tenían cuando llegó el padre Casas con su expedición a Puerto-Rico Allí fue donde se halló con la nueva de la alteración de Costa-Firme, de la destrucción del monasterio de Santa Fe, de la muerte de los frailes, y de los preparativos hostiles que se hacían en Santo Domingo para sosegar a los indios. Las noticias volaban con toda la exageración que les da la lejanía, y no sólo se pintaban como alzadas las gentes de Chirivichí, Maracapana y serranías contiguas, sino las de Naverí, Caviati y Cumaná. Cuál fuese su congoja y confusión al hallarse con esta gran novedad, es fácil concebirlo cuando se considera que en la buena armonía anterior y en la cooperación de aquellos religiosos estaban cifradas la mejor parte de sus esperanzas. No por eso, sin embargo, cayó de ánimo enteramente, y resolvió aguardarla armada que debía pasar por allí, cuyo comandante era su amigo. Llegó Ocampo con sus navíos, y Casas le presentó sus provisiones y despachos, requiriéndole formalmente que no pasase adelante, pues a él estaba encargada la parte de país en donde él iba a hacer la guerra y que si la gente estaba alzada, a él y no a otro competía atraerla y asegurarla. Ocampo, aunque amigo de Casas, contestó que él obedecía y veneraba aquellas reales disposiciones: pero en cuanto al cumplimiento, no podía dejar de realizar su comisión y hacer lo que el Almirante y la Audiencia le mandaban, y que ellos le sacarían a salvo de todas las resultas que después pudiese haber. Ocampo era de humor festivo y decidor, y toda la gravedad del Licenciado no podía resistir en sus debates al raudal de chistes y ocurrencias, que a cada momento se le ofrecían sobre aquella empresa de labradores, sobre sus vestidos blancos y las cruces rojas; bien que hasta entonces sólo Casas se hubiese autorizado, o como a Ocampo tal vez parecería, desfigurado con aquel traje. La conferencia en fin no tuvo resultado ninguno: Casas se quedó en Puerto-Rico meditando lo que tenía que hacer en la crítica situación en que se hallaba, y el armamento vengador prosiguió su rumbo a Costa-Firme.

Llegado allá Ocampo, dejó tres navíos en Cubagua y se presentó con dos solos delante de Maracapana, no queriendo desplegar de pronto todo el aparato de su fuerza, para coger a los indios desprevenidos y oprimirlos por estratagema. Ellos acudieron al instante; pero recelosos de su mal, no querían creer a los españoles, que los convidaban desde la cubierta con pan y vino de Castilla, como si de ella acabaran de llegar. Los indios respondían: «No Castilla, Haití;» porque de Haití temían que les había de venir su daño. Los simples en fin se dejaron engañar de la astucia española o de la ansia misma con que apetecían aquellos objetos que les enseñaban: suben al navío en cuanta muchedumbre pueden, y al instante son cogidos y presos por la gente que estaba bajo cubierta. El cacique Gil González, más advertido que ellos, se estaba en su canoa, cuando fue asaltado de un marinero que Ocampo tenía apercibido, hombre suelto y gran nadador: éste se echó al agua, salto en la canoa, se asió a brazos con el indio, y cayendo los dos en el agua, el castellano dio algunas heridas al Cacique con un puñal que llevaba, y otros marineros le acabaron. En seguida el Comandante hizo venir los otros navíos y mandó colgar de las antenas los indios que tenía presos, para que fuesen vistos desde tierra. combatió al pueblo, ahorcó, empaló mucha gente, llenó los navíos de esclavos; y pareciéndole que ya había hecho bastante para el ejemplo y el terror, despidió la armada, y él con la gente castellana se quedó fundando un pueblo media legua más arriba de la embocadura del río Cumaná, que se llamó la Nueva Toledo.

Mientras que los castellanos ensanchaban así más y más la brecha que estaba abierta entre ellos y los indios, el padre Casas en Santo Domingo solicitaba el cumplimiento de las órdenes que llevaba, para llenar por su parte la contrata que tenía hecha con el Gobierno. Había pasado allá desde Puerto-Rico a notificar sus provisiones al Almirante y a la Audiencia, dejando sus labradores encargados a los granjeros, que se ofrecieron a sustentarlos entre tanto, quién a cuatro, quién a cinco, según podían. En la Española halló lo que siempre: unos opuestos a sus intentos por la oposición en que estaban con sus intereses, otros aficionados, ofreciéndole auxilios para que los llevase adelante. No encontró grandes dificultades para que se publicasen sus provisiones, las cuales fueron pregonadas con toda solemnidad en el crucero de las cuatro calles, sitio el más público de la ciudad. Intimóse en el pregón que de orden del Rey nadie fuese osado a hacer mal ni escándalo alguno a los habitantes del distrito encomendado al licenciado Casas, y que los que quisiesen negociar pasando por la costa, lo hiciesen con los indios como con súbditos de los reyes de Castilla, guardándoles toda verdad en lo que con ellos contratasen, so pena de perdimiento de bienes y personas a merced del Rey, etc. Requirió también que se mandase desembarazar la tierra, que se volviese Gonzalo de Ocampo, y no se le permitiese hacer más guerra a los indios, pues la Consulta no tenía poderes del Rey para darle tal autoridad.

Dábase este nombre de Consulta a una junta de gobierno que se componía del Almirante, Audiencia, oficiales reales; en todos diez. Como la mayor parte de sus individuos eran opuestos a Casas por las denuncias y declamaciones que en un mundo y en otro había hecho contra ellos, no es extraño que encontrase dilaciones, dificultades y estorbos de todas clases. Al requerimiento que hizo sobre la expedición de Ocampo, respondieron que lo verían, y con esto dejaron pasar algún tiempo. A este inconveniente se agregó otro no menos perjudicial a la prontitud de la Jornada; y fue que habiendo comprado un navío en Puerto-Rico en quinientos pesos, con el cual llegó a Santo Domingo, no faltó quien se lo denunciase por inútil, y reconocido y declarado por tal, se lo mandaron echar el río abajo. Pero al cabo de algunos días que duraron estas alteraciones, temiéndose ellos que Casas cumpliese la amenaza que les hacía de venirse a dar cuenta al Rey de su desobediencia, acordaron contentarle dándole los auxilios que necesitaba para la verificación de su asiento, y entrando a la parte de los provechos con él.

El arreglo que en esta parte se hizo fue el siguiente: que se dividiesen las ganancias que se procurasen por medio de la contrata en veinte y cuatro partes; seis para la real Hacienda y otras seis para el Licenciado y sus cincuenta compañeros escogidos. De las otras doce, tres habían de ser para el Almirante, cuatro para los oidores, tres para los oficiales reales, y las dos restantes para los dos escribanos de cámara de la Audiencia. Cada uno de estos aparceros contribuyó por su parte para los gastos, y se acordó en seguida que se pusiese a disposición de Casas la armada que había llevado Gonzalo de Ocampo, con ciento veinte hombres escogidos, despidiéndose los demás, y se nombró para mandarlos al mismo Ocampo, que ya tenía en paz la tierra. El objeto que se daba a este armamento era que el Licenciado, averiguado que hubiese con más puntualidad que hasta entonces las gentes que comían carne humana y se negaban a recibir la fe católica y a sus predicadores, el capitán le pudiese hacer la guerra con la gente que iba a sueldo. De este modo, por aquella tendencia general que tienen las cosas del mundo a confundirse y amalgamarse a pesar de la contradicción de opiniones, pasiones y aun intereses, el padre Casas se encontró socio y aparcero en una misma empresa con Miguel de Pasamonte y con los dos jueces de apelación, a quienes él había denunciado y acusado con tanta constancia y amargura.

Hechos todos los preparativos y puesta toda la armada a punto (julio de 1521), Casas dio la vela del puerto de Santo Domingo, y se dirigió a Puerto-Rico para recoger sus labradores. Pero ya ellos, intimidados con lo que habían oído decir de aquella tierra alterada, y resabiados con las sugestiones de los adversarios de Casas, se habían esparcido por diversos puntos, y ninguno se prestó a seguirle. Este primer desabrimiento fue seguido de otros mayores; porque llegado a la costa de Cumaná, y tratando de verificar su establecimiento con la gente que allí había y la que llevaba, halló que muy pocos eran los que querían permanecer con él. La Nueva Toledo se resentía de las consecuencias que precisamente habían de traer el salto de Ojeda y las venganzas de Ocampo. Los indios estaban huidos, la tierra yerma, y ni había bastimentos ni rescates ni servicios: sus pobladores hambreaban, todos deseaban abandonar el país, y todos vieron el cielo abierto cuando se encontraron con navíos en que poderse volver. Ninguna confianza les daban para mejorar de fortuna los proyectos del Licenciado, y así determinaron irrevocablemente aprovechar la ocasión para su vuelta, y con ellos partió Gonzalo de Ocampo, que consoló a su amigo lo mejor que pudo, y le dejó entregado a su mala ventura. Solos quedaron con él sus criadas, algunos amigos y los pocos que, fiando su subsistencia del sueldo que recibían, se aventuraron a todo.

No desmayó él por verse en tan triste desamparo. Puesto de acuerdo con los religiosos franciscanos, cuyo monasterio subsistía, se encaminó allá con su gente, y mandó al instante construir a espaldas de la huerta una atarazana para custodiar los víveres, rescates y municiones que llevaba, y dispuso levantar una fortaleza a la boca del río para asegurarse contra los indios, y aun contener a los españoles de Cubagua para que no hiciesen las correrías de costumbre. Mientras tanto envió sus emisarios a los pueblos de la comarca con presentes para ganarlos, y con muchas promesas de paz, agasajo y justicia, así de su parte como del nuevo rey de Castilla que allí le había enviado. más la fortaleza tuvo que suspenderse por haberle quitado con engaños los de Cubagua el maestro que la dirigía228. Y como las idas y venidas de aquella gente díscola y mal intencionada eran frecuentes, por la necesidad que tenían de ir a buscar agua al río de Cumaná no habiéndola en la isla, le resabiaban con su trato los pocos indios que había de paz, los viciaban con los vinos que les vendían, y contribuían a sostener el comercio de hombres, que adquirían así para esclavos, con dolor y vergüenza de Casas, a quien este trato era insufrible. Requirió él al alcalde de Cubagua para que no permitiese que la gente de su isla se entremetiese con los indios de su gobernación. Pero de estos requerimientos se burlaban les de Cubagua, y él viéndose sin fuerzas para contenerlos, y considerando que aquello al cabo vendría a ser la ruina del establecimiento, determinó, de acuerdo con los religiosos, venirse a Santo Domingo a exponer las dificultades y estorbos que experimentaba, para que el Almirante y Audiencia pusiesen, con la autoridad que tenían, el remedio conveniente, y si no, irlo a buscar aunque fuese del Rey mismo. Con este propósito se embarcó en uno de dos navíos que estaban cargando sal en la punta contigua de Arraya, dejando por capitán de la gente a un Francisco de Soto, con orden de que mantuviese allí dos embarcaciones que les dejaba para en el caso de ataque de indios poder salvar en Cubagua los hombres y la hacienda229.

Este encargo manifestaba la poca confianza que se tenía en las disposiciones pacíficas del país, y siendo de tan grave importancia, fue cabalmente lo que Soto desobedeció más pronto, pues no bien hubo desaparecido Casas, cuando envió los navíos a rescatar esclavos, perlas y oro. Los indios al instante, viendo a los castellanos abandonados así, solos y sin buques en que escapar, pensaron en acometer su hecho, y acabar con los cristianos de Cumaná como hecho con los de Santa Fe. No lo trataron tan en secreto, que se traspirase algo de su intención, y las diligencias de los frailes y las de Soto descubrieron el día poco más o menos en que el ataque se había de verificar. Probaron a pertrechar la ataranza con catorce tiros pequeños que tenían; pero se encontraron con que la pólvora estaba húmeda y no prendía, y tuvieron que ponerla a enjugar al sol. En esto los indios asaltaron con grande ímpetu y algazara la casa, pusieron fuego en ella y mataron algunos hombres. Los demás, con Soto, ya herido de una flecha enervolada, se acogieron a la huerta de los frailes, y mientras los enemigos estaban entretenidos en la atarazana, se escaparon en una canoa por un estero del río, abierto para regar la huerta. Salieron a mar abierto a buscar los navíos, que estaban en las salinas de Arraya, que distaban dos leguas de allí, y ya llevaban andada una cuando los indios, viéndolos, empezaron a seguirlos y a darles caza en una piragua harto más ligera y mejor impelida que la canoa. Casi a un mismo tiempo abordaron las dos en tierra, y la ventura de los castellanos fue encontrar con una maleza de cardos y de espinos que la desnudez de sus enemigos, no les permitía atravesar, mientras que ellos, aunque lastimados y heridos, pudieron hacerse calle hasta llegar a las salinas y recogerse al navío, que los recibió con lástima y dolor. Los indios se volvieron sobre Cumaná, y repitieron allí todos los actos de ferocidad que habían cometido en Chirivichí: mataron a un pobre lego que no pudo acogerse a la canoa cuando los demás, mataron todos los animales, talaron los árboles, quemaron los edificios, y no dejaron cosa ninguna ni con vida ni en pié. Después, exaltados los ánimos con aquella ventaja, amenazaron a Cubagua, cuyos habitantes aterrados, aunque eran trescientos y con armas, no los osaron esperar, y se embarcaron para Santo Domingo. De este modo acabaron los dos establecimientos religiosos, la Nueva Toledo, el proyecto del licenciado Casas y la pesquería de las perlas: todo consecuencia funesta de la piratería de Ojeda y del mal término que se guardó con los indios230.

Entre tanto el sin ventura Casas, navegando a la Española, tuvo también la desgracia de que el navío equivocase el rumbo y fuesen a parar al puerto de Yáquimo, ochenta leguas más abajo de Santo Domingo. Allí estuvo el bajel forcejando dos meses contra las corrientes, que en aquella parte son bravísimas, tanto, que al fin el Licenciado tomó por mejor consejo entrarse nueve leguas la tierra adentro al pueblo de la Yaguana, y desde allí dirigirse a la capital. Ya se extendía por toda la isla la nueva del desastre de Cumaná, y como Casas ni vivo ni muerto parecía, se añadía a las demás lástimas la de que él hubiese perecido también. Así lo anunciaron unos viajantes a sus mismos compañeros en ocasión de estar sesteando junto al camino y el Licenciado durmiendo. Él despertó mientras que ellos altercaban sobre si aquello era verdad o no; y presagiando ya en el ánimo las tristes nuevas que le esperaban, prosiguió su camino a Santo Domingo, donde acabó de apurar el cáliz de la desventura con el conocimiento total de sus desastres. dio cuenta del suceso a la corte, y determinó aguardar la respuesta, por no tener ya medios para pasar en persona a negociar en España231. ¿Qué hacer? Su hacienda y la de sus amigos estaba ya consumida, la del Rey inútilmente gastada, sus proyectos destruidos, sus esperanzas deshechas, sus émulos triunfantes, él vilipendiado de todos como un hombre sin seso y sin cordura, entregado a vanas ilusiones, a cuya realización desatinada había sacrificado tantos hombres y tantos caudales. El cielo a su parecer se le venía encima y la tierra le faltaba. Su asilo y su abrigo contra esta tempestad de confusión y de dolor era el convento de Santo Domingo, y solos sus religiosos, constantes amigos suyos y fieles compañeros de su opinión, eran los que podían sostenerle en el abatimiento y amargura que experimentaba. Ellos le daban consuelo, ellos honra; con ellos comunicaba sus pesares, con ellos se confesaba. Queriendo al fin dar un vale eterno al mundo y ponerse a cubierto de su escarnio y de sus persecuciones, se decidió a abrazar la misma profesión que sus amigos, y se hizo religioso de aquel orden en el año de 1522, haciendo solemnemente su profesión en el siguiente232.

Si su empresa se había malogrado, no hay duda que consistió en aquella serie de incidentes que no estaba en su mano ni adivinar ni precaver; siendo un nuevo ejemplo de que frecuentemente no bastan los buenos deseos ni la diligencia más activa, ni aun los talentos cuando los contradicen los hombres y no los favorece la fortuna. Sin desconocer, sin embargo, el influjo que tuvieron en este revés las causas exteriores, podría quizá encontrarse uno muy principal en la posición del padre Casas y en la clase de sus talentos y de su carácter. Sus medios no eran adaptados a aquella especie de empresa, y semejante a tantos hombres de gabinete y de estudio, era más propio para controvertir y proponer que para ejecutar y gobernar. Los que gobiernan militar o políticamente a los hombres se tienen que valer de ellos como de instrumentos, y para manejarlos con acierto se necesita conocerlos bien. Este conocimiento suele faltar a los hombres especulativos, y así no son felices de ordinario cuando están puestos al frente de los negocios. El genio de Casas por otra parte, a veces excesivamente confiado, y otras irritable en demasía, no era muy a propósito para conciliarse respeto ni tampoco confianza. Berrío le engañó, Soto le desobedeció, los labradores le desampararon; y esta constante oposición en los que habían de ser instrumentos de sus miras deja traspirar algún vicio en el carácter o algún defecto en la capacidad. Nosotros vamos a considerarle ahora como misionero, como prelado y como publicista: su carrera por este camino tiene infinitamente más lustre, y los triunfos conseguidos en la misma causa y por medios diferentes compensan con mucha ventaja el desaire que como poblador y gobernador le había hecho antes la fortuna.

Siete años duró esta desaparición y alejamiento absoluto del teatro del mundo y de los negocios de Indias. Casas vivió este tiempo entregado todo a los ejercicios y austeridades de la regla que había abrazado y a los estudios que su nuevo estado requería. Entonces fue cuando concibió el pensamiento de escribir la Historia general de las Indias, sacada de los escritos más ciertos y verdaderos de aquel tiempo, que tenía acopiados en abundancia, principalmente de los originales del almirante don Cristóbal Colón. Esta obra voluminosa, empezada en el año de 1527 y continuada después en diferentes ocasiones, según se lo permitieron las vicisitudes de su vida, no fue terminada hasta pocos años antes de su fallecimiento, en 1561233. Otros trabajos y estudios le ocuparon probablemente en aquella época, de que después se vieron los efectos en los diferentes tratados que publicó, enriquecidos de cuanta erudición teológica, filosófica y legal daba de si aquel siglo en las materias importantes en que nuestro escritor se ejercitaba, y todos dirigidos a un solo y único fin, que era la protección y defensa de sus indios. Pero de esto se hablará más adelante, y por ahora vamos a considerarle en sus ocupaciones apostólicas.

Es sensible no poder seguir a su principal biógrafo Remesal en el magnífico episodio con que les da principio. El mundo, según él, fue a buscar a Casas en su soledad, y haciendo homenaje a la humanidad de sus principios y a su talento de persuadir, le fió el encargo de reducir y pacificar a aquel Enrique caudillo de los indios alzados en las montañas del Barauco, en la Española, a quien en catorce años las armas de los castellanos no pudieron rendir, ni sus promesas ganar, ni sus engaños perder. Ninguna de las memorias del tiempo ni ninguno de los historiadores acreditados da a Casas semejante intervención en aquella transacción importante, ni le atribuye más parte que una visita que hizo al Cacique cuando ya estaba reducido, para afirmarle en su buen propósito. No insistiremos pues aquí más en esto, ni tampoco en el viaje que poco después se le supone hecho a España para atender a los intereses de los indios del Perú, de cuya conquista ya se trataba, ni en las cédulas que se dieron concedidas en favor de aquella gente, ni de su jornada con ellas a Caxamalca, donde se hallaban a la sazón los dos descubridores. Nada de esto es consistente ni con los documentos antiguos ni con la historia, y es preciso también omitirlo como incierto e como fabuloso. En las escasas noticias que se tienen de los trabajos de Casas en los primeros años de sus predicaciones, sólo vemos que hacía el de 1527 fue enviado a Nicaragua, donde se acababa de fundar un obispado, a ayudar a su primer prelado Diego Álvarez Osorio en la predicación del Evangelio y conversión de os indios. Erigióse para ello en la ciudad de León un monasterio de dominicos, de que él fue uno de los primeros moradores. Ni su residencia allí fue fija por mucho tiempo, pues que ya en 1531 se le ve en Santo Domingo escribir una larga carta al consejo de Indias sobre los males y remedios de aquellos naturales234, y dos años después hizo al cacique Enrique la visita indicada arriba, que llevó muy a mal la Audiencia, y a quien Casas redujo al silencio con la firmeza y entereza de su contestación. Es de suponer que iría y vendría alguna vez de Nicaragua a Santo Domingo, según la exigencia de los casos lo requiriese. Se le ve insistir fuertemente en todas partes por donde pasaba cuando hacía estos viajes, en la necesidad de predicar el Evangelio a los indios con las armas de la doctrina y de la persuasión, y no a la fuerza y con ejércitos, tanto, que el virey de Méjico don Antonio de Mendoza, persuadido de ello, dio diferentes órdenes para que se hiciese así en los términos de su mando. Se le ve, en fin, en 1526 otra vez en Nicaragua, y allí resistir con todo su poder al gobernador Rodrigo Contreras sus expediciones militares al interior del país, quererse él encargar solo con sus frailes de la conversión de los indios, y predicar a los soldados españoles para que no obedeciesen las órdenes violentas de su caudillo en las entradas que hiciesen. Exasperados los ánimos de unos y otros con estas alteraciones, se intentó a Casas una causa criminal como fautor de sedición y revoltoso, en que se sobreseyó por interposición del Obispo235; más habiendo fallecido este en medio de aquellas ocurrencias, Casas, a despecho de los ruegos y reclamaciones que le hicieron, abandonó el convento de Nicaragua y tomó con sus frailes el camino de Guatemala.

Aguardábanle allí mejores esperanzas; porque el obispo electo de aquella ciudad, don Francisco Marroquín, le tenía convidado con sus cartas a hacer el mismo servicio al Evangelio en su provincia, que extensa en demasía y falta de ministros del culto, necesitaba tanto y más que cualquiera otra de su actividad y su celo. Había pasado Casas en sus diferentes viajes por Guatemala, y conocido y tratado mucho a Marroquín, que entonces no era más que párroco, y congeniaba mucho al parecer con sus ideas de predicación y de paz. Mediaba también la circunstancia de hallarse desierta una casa de dominicos fundada en la misma ciudad años atrás: razón que contribuyó, con las otras dos que se han dicho, a mover al padre Casas a pasar allá con sus compañeros, poblar aquel convento y ayudar al nuevo prelado en la propagación de la fe.

A poco tiempo de haber llegado dio a conocer su tratado latino De unico vocationis modo, trabajado ya muy de antemano, y en el cual, con todo el aparato legal y teológico acomodado al gusto del tiempo, se propuso probar estos dos extremos: primero, que el único modo instituido por la Providencia para enseñar a los hombres la verdadera religión es aquél que persuade al entendimiento con razones y atrae la voluntad suavemente: modo adaptable y común a todos los hombres del mundo, sin ninguna diferencia de sectas y errores, y en cualquiera estado de corrupción en que se hallaren las costumbres. Segundo, que cuando los infieles no ofenden ni ofendieron nunca a la república cristiana, la guerra que se les hace bajo el pretexto de que, sujetándolos con ella al imperio de los cristianos, se dispongan mejor para recibir la fe, o se quiten los impedimentos que para esto puede haber, es temeraria, injusta, perversa y tiránica. La filosofía filantrópica del siglo XVIII podrá haber dado a sus lástimas sobre la suerte deplorable del Nuevo Mundo más perfección de gusto, una elocuencia más insinuante y más pura; pero principios más precisos y más claros y que hieran la dificultad más de lleno, es cierto que no los ha sentado jamás.

Mas este tratado, ya tan interesante por las verdades fuertes y atrevidas que encierra, es todavía más precioso par los resultados que tuvo. Reíanse de él y de su autor los fieros conquistadores, y le desafiaban a que probase a convertir los indios con solas palabras y santas exhortaciones, seguros de que se arrepentiría con daño suyo si lo intentaba, o que se desacreditaría para siempre si esquivaba la prueba. Pero Casas y sus compañeros, en vez de acobardarse con aquella especie de reto, animosamente le aceptaron, y se ofrecieron espontáneamente a experimentar en una provincia infiel la verdad de sus principios especulativos sobre el modo de enseñar el Evangelio.

El único paraje que estaba por conquistar en los términos de la gobernación de Guatemala era la tierra de Tuzulutlán, país áspero, montuoso, lleno de lagunas, ríos y pantanos; cuyos habitantes, tan feroces y agrestes como el ingrato terreno que ocupaban, no se habían dejado domar por la fuerza de los españoles ni engañar de sus halagos. Tres veces habían entrado allá con intento de sojuzgarlos, y tres veces habían vuelto escarmentados: de modo que ya nadie de ellos osaba poner los pies en aquel suelo terrible. Quizá la falta de minas y de producciones preciosas, y la pobreza general del país, contribuyó en grado igual a mantenerlos en su independencia. De cualquier modo que fuese, era comarca independiente y brava, y por eso le llamaban tierra de guerra, para distinguirla de las demás provincias convecinas, todas ya pacíficas y quietas.

Pasmóse el gobierno de Guatemala, y pasmáronse los vecinos de su capital al ver al padre Casas ofrecerse a traer a la obediencia del Rey aquella provincia, y a plantear en ella el Evangelio sin aparato de armas y soldados y con sola la eficacia de la exhortación y de la doctrina. Túvose a delirio la propuesta; pero hecha y repetida con la vehemencia y veras que el padre Casas lo hacía, fue necesario admitirla. Nada pedía para ella: las dos solas condiciones que exigía eran que los indios que se hallasen por aquel camino no fuesen dados nunca en encomienda a castellano ninguno, y fuesen tenidos como los demás vasallos del Rey, obligados solamente a dar el tributo que según su pobreza les fuese posible, y que en el término de cinco años ningún español entrase en la tierra, para que no la escandalizasen ni estorbasen la predicación. Eran estas condiciones tan justas, y se aventuraba tan poco en acceder a ellas, que el licenciado Alonso Maldonado, gobernador a la sazón. de la provincia, las concedió sin dificultad, y despachó la correspondiente cédula a nombre del Rey (2 de mayo de 1537), aceptando la empresa y obligándose a cumplir los artículos estipulados.

Diéronse luego los religiosos a pensar en los medios con que habían de dar principio a su intento, sin los inconvenientes que en otras partes de América habían acarreado sobre sí los misioneros por su celo inconsiderado, o más bien simplicidad. Lo primero era abrirse alguna comunicación con los indios y hacerse en cierto modo desear de ellos. Valiéronse para esto de versos y del canto, agentes tan poderosos para atraer y suavizar los pueblos groseros cuando se sabe usar de ellos a propósito. Como todos los religiosos sabían bastantemente la lengua del país, extendieron en ella los hechos fundamentales de la religión, tales como la creación del mundo, la caída del hombre, su destierro del paraíso, la necesidad de la redención para volver a él; la vida, milagros, pasión y muerte de Jesucristo, su resurrección y su segunda venida a juzgar a los hombres para premiar a los buenos y castigar a los malos. Redujeron todo esto a metros con sus cadencias y consonancias fijas, según que les pareció que hacía mejor sonido en aquella lengua y estos versos los acomodaron a una música más agradable y viva que la que aquellos bárbaros acostumbraban. Hecho este trabajo de mancomún, el padre Casas buscó cuatro indios bautizados que se ejercitaban en el oficio de mercaderes o iban y venían a la tierra de guerra con frecuencia y confianza. A éstos les enseñaron a decorar las coplas y a cantarlas de una manera agradable y expresiva; y luego que los vieron diestros en este ejercicio, añadieron algunas bujerías de Castilla para que las llevasen como presentes, e instruyéndolos en lo demás que debían hacer y decir, los enviaron a las tierras mismas donde ellos solían traficar, que eran Zacápula y el Quiché236.

Tenía en ellas la principal autoridad un cacique que, por su buen juicio, su poder y su valor, era temido y respetado en todo el país. Los mercaderes se dirigieron al lugar en que residía, por consejo del padre Casas, creyendo él, y con razón, que ganada la voluntad de aquel señor, los demás fácilmente se allanarían. Llegaron a su presencia, y después de haberle entregado las bagatelas que para él llevaban, hicieron tienda del resto de sus mercancías, que por ser más en cantidad y diversas de otras veces, llamaron más la atención, y por consiguiente aumentaron la concurrencia. Acabada la venta, se trató de regocijo, y los feriantes, pidiendo un instrumento del país, y animándolo con el eco de los cascabeles y sonajas que llevaban de Guatemala, empiezan a tañer y a cantar según se les había enseñado. A esta armonía nunca oída, a tan extraños cantares, a cosas tan maravillosas como en ellos se anunciaban, los indios no pudieron menos de prestar toda la atención de su alma, y estuvieron oyendo todo lo que duró el canto suspensos y embebecidos. Cesaron, y fue tal la novedad y el gusto que causó en los concurrentes, que en ocho días que todavía continuaron allí los mercaderes les hicieron repetir las coplas, ya todas, ya a trozos, según la afición que cada cual tomaba a los sucesos y objetos a que se referían.

Quien más interés y curiosidad manifestó fue el Cacique, el cual les pedía que le explicasen más aquello para entenderlo mejor. Ellos respondieron que no sabían más de lo que habían cantado; que aquél no era su oficio, y que los que podían declararlo eran los padres que enseñaban la gente. «¿Quiénes son esos padres?» Entonces los mercaderes le describieron el traje de que usaban, tan diverso del de los demás españoles, y sus costumbres, todavía más diversas. No anhelaban por oro, plumas ni cacao; no comían carne, no usaban mujeres, tenían muy lindas imágenes, delante de quienes se arrodillaban; su ejercicio continuo, cantar alabanzas a aquel Dios que había criado el mundo: éstos eran los que sabían y podían declarar lo que las coplas contenían, y tenían tanto gusto en ello, que vendrían a su mandato si los enviase a llamar para este fin.

Estas noticias excitaron en el Cacique un vivo deseo de conocer y tratar a aquellos castellanos tan virtuosos y apacibles. Y para contentarles envió con los mercaderes, cuando se volvieron a Guatemala, un mancebo hermano suyo con presentes para los frailes, y convidándolos a venir a su país. Llevaba también este indio la comisión de investigar con cautela si era cierto lo que se decía de las virtudes y modestia de los padres. Ellos recibieron al mensajero con el agasajo y caricias que correspondía al buen principio que iban teniendo sus pensamientos; y después de haber deliberado entre sí lo que convenía hacer, atendido el estado de las cosas, acordaron enviar con el indio al padre Luis Cancer, uno de sus compañeros, para que acabase de ganar la voluntad del Cacique y examinase la disposición de los naturales a recibir la doctrina y civilización que se trataba de darles.

Asistido y servido con la mayor diligencia de los indios que le acompañaban, el padre Cancer llegó a Zacápula, donde el Cacique le hizo el recibimiento que correspondía a la estimación que tenía concebida de su nuevo huésped. Enramadas, arcos adornados de flores, indios que le salían al paso y limpiaban el suelo por donde había de pasar, el Cacique mismo a la entrada del pueblo, inclinándose profundamente, y no osando mirar cara a cara al misionero en muestra de mayor veneración. El Padre se aprovechó hábilmente de esta disposición de ánimo, acabó de ganarle con sus presentes y con sus palabras, y le dio una total confianza cuando le manifestó la estipulación hecha para que allí no entrasen españoles sino a gusto de los frailes, a fin de que los naturales no fuesen molestados. Hizo además una especie de capilla, en que celebró el oficio divino, que presenció el Cacique con los indios, aunque de lejos; y la comparación que hizo entonces de la barbarie y hediondez de sus ceremonias religiosas, y lo torpe y feo de sus ministros sangrientos, con el aseo, delicadeza y solemnidad del ritual cristiano, acabó de inclinarle a una creencia que en su buena razón tenía tan manifiestas ventajas. Y haciéndose explicar del padre Cancer los fundamentos de la religión por el orden que él había comprendido en los versos de los mercaderes, determinó hacerse cristiano, derribó y quemó sus ídolos, y se hizo predicador a su modo, excitando a sus indios a que le imitasen, como de hecho muchos principales lo hicieron. Visitó además el misionero la comarca, especialmente los pueblos sujetos a la autoridad del Cacique, y en ellos halló la misma buena disposición para recibirle, agasajarle y escucharle: hombres groseros y rudos en demasía, repugnantes por su desaseo y desaliño; pero ingeniosos, inocentes, nada sanguinarios ni crueles, y dóciles sobre todo a las sugestiones de la humanidad y de la razón.

Con tan buenas nuevas se volvió el religioso explorador a Guatemala, y contó a sus compañeros cuanto le había sucedido en su viaje. Entonces el padre Casas determinó ir personalmente al país, acompañado de fray Pedro de Angulo, a entender por sí mismo en la enseñanza y conversión de aquellos indios, y adelantar, si podía ser, aquella conquista piadosa a las tierras más lejanas de Tuzulutlan y Coban, que eran las verdaderamente de guerra. El mismo agasajo encontraron y la misma fineza en el Cacique, que ya desde entonces se llamaba don Juan, o porque con este nombre le hubiese bautizado el padre Cancer, o porque se le pusiese Casas y su compañero al cristianarle después que llegaron. Hízoles edificar nueva capilla, porque la primera la habían quemado algunos indios poco gustosos de aquellas novedades. Visitaron la comarca, y escoltos de un destacamento de indios que les dio para su seguridad, llegaron hasta Coban, reconociendo allí algunos pueblos, cuyos moradores, extrañando gente tan nueva, salían a verlos por los caminos, sin intentar hacerles daño alguno, antes bien en diversas partes agasajándolos con presentes.

Tomada la noticia que les pareció del país, se volvieron a Zacápula, en donde lo primero que trataron con el cacique amigo fue que los indios se juntasen en pueblos, pues hasta entonces vivían desparramados por los montes en caseríos o aldehuelas, que ninguna pasaba de seis casas, y todas como un tiro de mosquete distantes unas de otras. dio las manos el Cacique al pensamiento, como que comprendió al instante la ventaja que en él tendrían sus indios no sólo para ser doctrinados en la fe, sino en las demás artes de la vida civil.

Pero esto, que le pareció tan fácil y provechoso al jele, no lo pareció así a los súbditos, y ni a sus exhortaciones y mandatos ni a los consejos y ruegos de los padres quisieron ceder, ni dejar el valle, el monte, el bohio o barraca en que cada uno había nacido y acostumbraba vivir. La dificultad en persuadirlos era grande, su tesón igual, y estuvieron a riesgo de que la tierra se pusiese en armas, y perder todo el fruto que hasta allí habían conseguido. Pudieron en fin, a costa de anhelos y de fatigas, reunir hasta cien casas en un pueblo que llamaron Rubinal (1538), nombre que tenía el paraje en que le asentaron. Edificaron templo, y al placer que les daba la solemnidad de las ceremonias, a la buena conversación y agasajo de los misioneros, a la utilidad que veían en aprender a lavarse, vestirse y ayudarse con los demás artes que dan poco a poco gusto por la sociedad, se llamaban unos a otros y se convidaban con el sitio. Tanto, que los de Coban, más fieros y montaraces, bajaban sin embargo a ver de cuando en cuando aquel modo nuevo de vivir que tenían sus vecinos, y como que mostraban disposiciones de quererlo tomar ellos también.

Luego que los misioneros hubieron sentado y ordenado su pueblo, les pareció que debían volver a Guatemala a dar parte del progreso que tenía su predicación, y a pedir que se confirmase la estipulación antes hecha de que nadie entrase en el país sin su permiso, para que no hubiese estorbo en la conversión de aquella gente Habían vuelto de Méjico el obispo Marroquin, que había pasado allá a consagrarse, y el adelantado Alvarado, gobernador propietario de la provincia, ausente en toda aquella época; y por esta razón el padre Casas trataría de que se confirmase solemnemente lo convenido antes con el gobernador Maldonado. Acordó también que les acompañase en su vuelta el cacique don Juan, para que viese que los castellanos no eran tan malos y atroces como se los habían pintado, y prometiéndole, todo buen agasajo de parte del Gobernador y del Obispo. Vino el Cacique, y se apercibió al viaje con un séquito numeroso de indios que le acompañasen. Los padres moderaron este aparato para evitar lances desagradables que siempre ocasiona la muchedumbre, y más de gente a medio civilizar, no queriendo desgraciar de modo alguno la especie de triunfo con que iban a entrar en Guatemala

Lo era en efecto traer en aquel cacique la prenda de la pacificación del país, debida únicamente a los esfuerzos de la predicación. Aposentóse con sus indios en el convento de sus amigos; y luego que se supo su llegada, le fueron a ver primero el Obispo y luego el Adelantado. A uno y otro recibió el indio con una compostura y una gravedad que inspiraba aprecio y respeto: su mirar era severo, sus palabras lentas, sus respuestas atinadas. Tanto, en fin, fue lo que les contentó, que el Gobernador, no teniendo a mano otra cosa mejor con que agasajarle, se quitó el sombrero que llevaba de seda encarnada con un penacho de plumas, y se le puso al bárbaro en la cabeza, que se mostró contento y agradecido del presente que recibía. Hicieron todavía más el Adelantado y el Obispo, que fue sacarlo un día entre los dos a que viese la ciudad y disfrutase de lo bueno que había en ella. Iban por las calles, entraban en las tiendas, descogíanse delante de él los mejores paños, las sedas más vistosas, ostentábanse las alhajas más ricas; teniendo orden del Obispo los mercaderes que si notaban que le gustaba algo de lo que veía, se lo ofreciesen y rogasen con ello. El indio no perdió su gravedad ni por un momento sólo: todo lo notaba, pero como si estuviese familiarizado con ello, y tal vez diciendo entre sí cuán poco tenía él que hacer de aquellas preciosidades. Nada quiso recibir, por más que le instaron a veces, ofreciéndole cosas de valor los dos personajes que le acompañaban. Fijó los ojos al parecer con afición en una imagen de la Virgen; advirtió que lo notaba el Obispo, y le preguntó qué era aquello: explicóselo el prelado, y él contestó que lo mismo le habían dicho los padres. Descolgóse la imagen, el Obispo le rogó que la llevase consigo; el Cacique holgó de ello, recibióla reverentemente, y mandó a un indio principal que la llevase con cuidado y con respeto.

De este modo honrado, acariciado y regalado él y sus indios, se volvió a su país muy satisfecho de los españoles, y en su compañía fueron también el padre Casas y fray Rodrigo Ladrada, que se proponían continuar la conversión de aquella tierra y adelantar sus trabajos y misiones hasta el país de Coban. Era el terreno áspero y montuoso, como se ha indicado arriba, lleno de arroyadas y pantanos; el cielo triste, siempre lloviendo, y los naturales por fama montaraces y terribles. más tratados no eran así, y se vio que su carácter era apacible, y que llevados por bien se haría de ellos lo que se quisiese. Notóse también que su superstición no era tan abominable como en el resto de las Indias; que sus leyes y su gobierno eran mejor concertados, y que las máximas de la ley natural eran más bien seguidas allí y observadas que en parte alguna. Eran pues grandes las esperanzas que Casas concibió de su pacificación y enseñanza; pero al tiempo que más se alimentaba de estas generosas ideas tuvo que obedecerá la voz del Obispo y de sus compañeros, que le llamaron a Guatemala, dejando en sus principios aquella virtuosa y santa empresa, que luego fue seguida y acabada felizmente por sus discípulos y sucesores.

El motivo de ser llamado Casas a Guatemala era el encargo que se le quería dar de venir a España a buscar misioneros apostólicos, que hacían mucha falta en aquella diócesi para la administración del culto y propagación del Evangelio. Había resuelto el Obispo llevarlos a su costa, y quiso que el padre Casas se encargase de esta comisión, como tan práctico en los viajes de mar y tan experimentado en el manejo de los negocios de la corte. Él aceptó gustoso, y acompañado del padre Rodrigo de Ladrada, que desde aquella época casi siempre estuvo a su lado, y del padre Cancer, que fue también agregado a la comisión, se puso en camino para Méjico, y de allí para España, adonde llegó felizmente ya entrado el año de 1539.

Cuando el padre Casas estaba en la corte se puede decir que estaba en su elemento, no por ser ella el asiento de las delicias y de los placeres, cosa tan repugnante a la santidad de su instituto y a la rigorosa austeridad de sus costumbres; ni tampoco porque sea el centro de las intrigas y la proporción más favorable para medrar y adelantar, igualmente opuesta al desinterés absoluto que profesaba, yá la sencillez y franqueza genial de su carácter; sino porque allí era donde podía dar ensanche con un fruto más general y más grande a la pasión dominante de su vida, al único pensamiento de su alma. Clamar incesantemente a favor de sus indios, instruir a la corte y a sus ministros en los deberes que por esta razón tenían sobre sí, dirigirlos en lo que debían hacer por el largo conocimiento que tenía de las cosas de allá; estar, en fin, como en guarda de aquel rebaño desvalido, para echarse sobre cualquiera que quisiese ultrajarle o perjudicar sus derechos, y obligar al Gobierno a dar providencias generales que les fuesen de consuelo y de provecho, eran los objetos en que su ánimo se empleaba con más gusto, y el manejarlos con tanta vehemencia como destreza tal vez su talento principal. Para nada había nacido el padre Casas como para lo que le hizo el cardenal Cisneros para protector general de los indios.

Los efectos de este anhelo incesante y paternal se empezaron a sentir desde el año que siguió a su llegada a España (1540), con las diferentes providencias que se expidieron por el Gobierno a favor de los indios. Los más atendidos al principio fueron los de Tuzulutlan.Casas no se contentó con que se confirmasen por la autoridad suprema las condiciones estipuladas con Maldonado sobre entrar o no españoles en aquel territorio, sino que hizo que se escribiesen cartas a nombre del Rey a los caciques que habían ayudado e los misioneros para la pacificación de aquella gente, dándoles gracias por ello y exhortándolos a continuar; que se mandase que no se impidiese a estos indios principales acompañar a los padres en sus viajes y expediciones; que se diese orden para que de cualquiera otra parte se pudiesen llevar indios allá, que enseñados en las artes mecánicas, pudiesen adiestrar a aquellos naturales en ellas, o bien peritos en el arte de tañer instrumentos, pudiesen contribuirá aumentarla solemnidad de los oficios divinos, o a inspirar regocijo y mayor dulzura en las costumbres de los naturales del país. Por último, para que no se eludiesen estas disposiciones en el modo que tenían de costumbre aquellos gobernadores, se mandó por otra cédula que fuesen cumplidas sin remisión, y castigados severamente los que las contradijesen.

No se descuidaba entre tanto en llenar el objeto principal de su viaje. Los misioneros franciscanos y dominicos, que habían de llevarse a Guatemala para ayudar al Obispo en la administración del pasto espiritual, estaban ya apalabrados y prevenidos para emprende su navegación en el año de 41. Disponíase también el padre Casas a marchar con ellos, cuando recibió orden del cardenal Loaysa, presidente del consejo de Indias, en que le mandaba que detuviese su viaje, por ser necesarias sus luces y su asistencia en el despacho de ciertos negocios graves que pendían entonces en el Consejo. Casas pues dividió su expedición, y quedándose él para ir después en compañía de los dominicos, envió delante a los franciscos, y despachó al mismo tiempo al padre Cancer para que llevase las cédulas respectivas a Tuzulutlan, con el fin de evitar los perjuicios de la tardanza237.

Ningún negocio hubo entonces ni más grave por su importancia ni más célebre por sus consecuencias que la expedición de las ordenanzas que son conocidas en la historia de las Indias con el dictado de las nuevas leyes. Era pasado aquel tiempo en que la dirección suprerna de los negocios del Nuevo Mundo fluctuaba desgraciadamente entre las buenas disposiciones que la corte bien aconsejada tomaba a veces, y el espíritu de rapacidad y codicia que las más prevalecia. Resentíase todo de la preponderancia que ejercían sobre aquellas cosas la audacia de un insolente rentista y el egoísmo de un eclesiástico tan interesado como incapaz. No existia ya aquel consejo que entrando descaradamente a la parte de las granjerías de allá, no conocía otro interés que el de los opresores del país, y se mofaba de toda idea humana y conservadora como de una ilusión fantástica, o la contradecía como una innovación perjudicial. Ya Carlos V comenzaba a conocer la importancia del nuevo imperio que la fortuna había puesto en sus manos. A la muerte del obispo de Burgos puso de presidente en el Consejo a su confesor Loaysa, el cual llamó poderosamente hacia este objeto la atención del Monarca, ya más accesible con la edad a las sugestiones de responsabilidad y de conciencia. Y no hay duda que la constituía en un gravísimo cargo el desorden en que estaban las cosas de aquel Nuevo Mundo por la falta de justicia y la inejecución de las leyes, y sobre todo la disminución progresiva y espantosa del linaje americano. Medio siglo hacía que se había descubierto la América, y puede decirse que desde entonces no hubo provisión ni despacho alguno del Gobierno en que no se encargase el buen trato de los indios, y no se declarase que su conversión a la fe y su adelantamiento civil eran el objeto primero y principal de la autoridad suprema. más la repetición continua de estos encargos probaba su ineficacia o su contradicción, y la despoblación del país denunciaba al cielo y a la tierra la ineptitud o el abandono de sus nuevos tutores. El mismo Loaysa, como general que había sido de la orden dominicana, debía abundar en las ideas protectoras y benéficas que sus frailes defendían tantos años hacía, puestas en uso con tan buen éxito en las Indias. Desde el año de 40 todo lo que pertenecía a la reforma de aquel gobierno y a la mejora de la suerte de los naturales del país se ventilaba no sólo en una junta numerosa de juristas teólogos y hombres de estado que se formó para ello, sino también por los particulares, que hacían oir su opinión en la corte con memoriales, en las escuelas con disputas en el mundo con tratados. El padre Casas, que por entonces llegó a España, tomó parte en aquella agitación de ánimos con la vehemencia y tesón que empleaba siempre en estos negocios, y con la autoridad que le daba su carácter conocido en los dos mundos. No hubo paso que dar ni explicación que hacer que él no hiciese o no diese en favor de sus protegidos; y por la naturaleza de sus gestiones y la eficacia de sus diligencias se puso al instante al frente de los que promovían aquellas providencias para bien de los americanos. Entre otras cosas escribió un largo memorial, que presentó al Rey, en que expuso diez y seis remedios que convenía tomar para atajar los males que padecía el Nuevo Mundo, señalando como primero y principal entre ellos el octavo, resumido en las expresiones siguientes, que son literales suyas: «Que vuestra majestad ordene y mande, y constituya con la susodicha majestad y solemnidad en solemnes cortes, por sus pragmáticas y sanciones y leyes reales, que todos los indios que hay en todas las Indias, así los ya sujetos como los que de aquí adelante se sujetasen, se pongan y reduzcan e incorporen en la real corona de Castilla y León en cabeza de vuestra majestad como súbditos y vasallos libres que son; y ningunos estén encomendados a cristianos españoles, antes sea inviolable constitución y ley real que ni agora ni en ningún tiempo jamás perpetuamente puedan ser sacados ni enajenados de la corona real, ni dados a nadie por vasallos, ni encomendados, ni dados en feudo ni encomienda ni en depósito, ni por otro ningún título ni modo ni manera de enajenamiento; ni sacar de la dicha corona real por servicios que nadie haga, ni merecimientos que tenga, ni necesidad que ocurra, ni causa o color alguna que se ofrezca o se pretenda.

Entonces fue también cuando escribió su célebre tratado de la Destrucción de las Indias, el más nombrado de todos sus escritos, y donde, al paso que los amantes de la humanidad encuentran tantos motivos para horrorizarse y llorar, han ido a beber también cuantos declamadores han querido ejercitar su talento o desahogar el veneno de sus prevenciones y de su envidia contra los españoles. El tono es acre, las formas exageradas, los cálculos de población y de estrago abultados hasta la extravagancia, y aun contradictorios entre sí. El autor, en vez de contar, declama y acusa; y entregado todo al objeto que le posee y al fin a que camina, ni ve ni atiende a más que acumular horrores sobre horrores y lástimas sobre lástimas, valiéndose para ello de todos los cuentos que le vienen a la mano, adoptados por la credulidad, y aun quizá a veces sugeridos por su fantasía. El error más grande que cometió Casas en su carrera política y literaria es la composición y publicación de este tratado, no porque no debiesen denunciarse al universo los crímenes que hubiesen sido cometidos por los descubridores del Nuevo Mundo y los infortunios tan poco merecidos de sus habitantes infelices; éste era un deber en el protector de los indios; sino porque no necesitaba Casas defender la buena causa que había tomado a su cargo con las artes de la exageración y de la falsedad. Defiéndanse en buen hora de este modo la injusticia y la impostura, pero la verdad y la razón sólo se defienden con la razón y la verdad misma. La Europa, envidiosa entonces y temerosa del poderío Español, acogió ansiosamente esta acusación espantosa, y la extendió por el mundo en estampas, en libros y en declamaciones terribles, poniendo en las nubes a su autor. De aquí la ira, el escarnio y aun el desprecio con que ha sido impugnado, acusado y maldecido; de aquí también la idea, cuando menos temeraria, de querer cubrir las culpas españolas en el Nuevo Mundo con las falsedades de Casas. ¡Ah! por desgracia esto es imposible; y el fondo de las cosas a que Casas se refiere, cuando se compara con lo que Oviedo y otros autores testigos de vista cuentan, con lo que resulta de los documentos de oficio, y con lo que comprende la cándida exposición de Herrera, es por desgracia harto conforme a la verdad, para no simpatizar con su ira o no acompañarle en sus lamentos.

Las nuevas leyes se publicaron en Barcelona, y en las disposiciones que contenían relativas a mejorar el estado presente y futuro de los indios estaba, por decirlo así, sancionada su emancipación del yugo personal y cruel en que hasta entonces los habían tenido los Españoles238. El tenor de ellas no dejaba duda del influjo poderoso que el padre Casas había tenido en su formación, y aun cuando no estuviese tan claro, lo manifestarían sin duda el agradecimiento de los indios y el odio de los españoles americanos, que a boca llena se las atribuian. Daba él en sus oraciones gracias fervorosas al cielo por haberle hecho autor de tanto bien, y en aquel día, de tanto regocijo para él, contemplaba satisfechas las inmensas fatigas y las antiguas pesadumbres y desabrimientos sufridos por aquella causa en los veinte y siete años que llevaba defendiéndola.

En estos pensamientos se hallaba envuelto, cuando impensadamente (1543) se halló con la novedad de ser nombrado por el Emperador para el obispado del Cuzco. Llevóle la cédula de su elección el mismo secretamente de Estado Francisco de los Cobos, y ni sus intancias, ni el encargo que llevaba del Monarca rogándole que aceptase, pudieron vencerle a ello. Negóse cortesmente árecibir la cédula, diciendo que era hijo de obediencia, y con mil protestas de gratitud al Emperador por la honra que le hacía, y otras tantas de su insuficiencia para aquella dignidad, despidió al Secretario, y se salió de Barcelona para no verse comprometido con más ruegos a una cosa que estaba resuelto a no hacer Sonábale entonces en el ánimo, como si la acabara de pronunciar, aquella protesta solemne que hizo veinte y cuatro años antes delante del Emperador mismo, renunciando cualquier empleo, honor o gracia que se le quisiese dar por sus gestiones a favor de los indios; y no quería contradecirse a sí mismo ni dar lugar a sus émulos a que le tratasen de interesado y también de inconsecuente. Sin duda fue un gran acierto no aceptar aquel obispado: ¿qué bien hubiera podido hacer a sus indios, ni qué reposo gozar, ni qué respeto recibir en medio de turbulencias tan crueles y entre tigres carniceros que se disputaban con tan horrible porfía los despojos ensangrentados de aquel despedazado país?

Mas, por grandes y santos que fuesen los motivos de su renuncia, ni el consejo de Indias ni la corte se persuadieron bastantemente de ellos; y hallándose vacante la iglesia de Chiapa por fallecimiento de don Juan de Arteaga, su primer obispo, fray Bartolomé de las Casas fue nombrado nuevamente para ella. Él instó, rogó, lloró por librar sus hombros de una carga a que se consideraba insuficiente; pero todo fue en vano, porque las razones que mediaban para su elección eran infinitamente más fuertes que las de su repulsa.

Buscábanse a la sazón todos los medios que parecían. oportunos para la ejecución de las disposiciones que se acababan de tomar. Los prelados que se elegian, los jueces que se nombraban, las visitas y comisiones que se establecian, todas llevaban por objeto principal este cumplimiento. Se había creado una nueva audiencia para el Perú, y a instancia del mismo Casas otra que gobernase y administrase justicia en las provincias de Guatemala, Nicaragua, Honduras y Yucatan, y que estando situada en los términos confinantes de unas y otras, se llamó por esta razón la audiencia de los Confines. Por recomendación también del padre Casas se había nombrado presidente de este tribunal a aquel Maldonado que había concurrido a la empresa de pacificar por medio de la predicación las provincias de Tuzulutlan. más la enorme distancia de más dé cuatrocientas leguas que había entre esta audiencia y la de Méjico hacía temer que en las extremidades de una y otra la justicia tuviese poco vigor, y continuasen los excesos que se trataba de remediar. Y como estas extremidades estaban comprendidas en el distrito asignado a la diócesis de Chiapa, el Gobierno juzgaba con harto fundamento que convenía poner allí un obispo que reuniese en su persona las virtudes de celo, entereza y rectitud con la sabiduría y experiencia acomodadas a salvar aquellos inconvenientes.

Ninguno pues más a propósito que fray Bartolomé de lasCasas; y el sacerdote más virtuoso, más sabio y más benemérito de todo el Nuevo Mundo, el venerable y antiguo protector de los indios, el que con tanto ahinco, con tanta doctrina y con tanta constancia había procurado en favor de ellos las benéficas leyes de que se trataba, era quien mejor procuraría su observancia, ayudado de los medios y de la autoridad que su nueva dignidad le proporcionaba. No le fue posible pues sostenerse en su repugnancia: su religión se lo ponía por conciencia, el Gobierno por obligación, y el interés mismo de los indios como que imperiosamente se lo mandaba. Él cedió en fin, y quizá en los motivos de rendirse no ayudó poco el gusto de volver cerca de aquel país que él había empezado a convertir y a civilizar con sus palabras solas y con su ejemplo, cuyos nuevos convertidos iban a ser ovejas suyas, y de ir seguido y acompañado de los religiosos de su orden, que podían ayudarle tanto en la administración del Evangelio en aquellas tierras remotas. Su posición puede decirse que era la misma, y el báculo pastoral que entonces tenía en su mano no era más que una arma más fuerte y poderosa para defender sus protegidos.

Aceptada la mitra, su primer cuidado fue presentarse en el capítulo que a la sazón celebraba su orden en Toledo para pedir allí que se le diese el número suficiente de religiosos que predicasen y administrasen el pasto espiritual en las provincias de Guatemala y Chiapa, y habiendo logrado cuanto hubo menester, el resto del año fue empleado en pedir y guardar sus bulas de Roma y en dar las disposiciones para que los frailes que habían de acompañarle, reuniéndose en Valladolid y Salamanca, viniesen desde aquellos puntos a Sevilla. En esta ciudad se consagró solemnemente en el domingo de Pasión de la cuaresma del año siguiente de 1514, y a 10 de julio del mismo, acompañado de sus misioneros, dio la vela en Sanlúcar en los navíos de la flota que salió entonces para Indias.

La navegación hasta Santo Domingo fue feliz239; no bien hubo el Obispo puesto los piés en el Nuevo Mundo, cuando empezó a recoger otra vez la amarga cosecha de desaires y aborrecimiento que las pasiones interesadas abrigan siempre contra el que las acusa y las refrena. Ya habían llegado allá las nuevas leyes, y con ellas la fama de que su principal promovedor había sido el nuevo prelado de Chiapa. No lo extrañaron, porque ya le conocían; mas no por eso fue menos el encono y aversión que le juraron. ¡Nadie le dio la bienvenida, nadie le hizo una visita, y todos le maldecían como a causador de su ruina. La aversión llegó a tanto, que hasta las limosnas ordinarias faltaron al convento de dominicos, sólo porque él estaba aposentado allí. Otro que él se hubiera intimidado con estas demostraciones rencorosas; más Casas, despreciando toda consideración y respeto humano, notificó a la Audiencia las provisiones que llevaba para la libertad de los indios, y la requirió para que diese por libres todos los que en los términos de su jurisdicción estuviesen hechos esclavos, de cualquiera modo y manera que fuese. Fue esto añadir leña al fuego, especialmente entre los oidores, más interesados que nadie en eludir las nuevas leyes, porque eran los que más provecho sacaban de la esclavitud de los indios. Y de hecho las eludieron, porque a pesar de la inclinación de su presidente Cerrato a favorecer las gestiones del Obispo, los demás, resistiendo, replicando y admitiendo las apelaciones que de aquellas providencias interponían los vecinos de la isla, dieron lugar a que se nombrasen procuradores por la ciudad para pedir a la corte su revocación, y de este modo se excusaron de cumplirlas por entonces.

Deseoso de dejar una mansión ya tan desagradable para él y para sus compañeros, el Obispo fletó una nave y se embarcó con ellos con dirección a Yucatan, donde pensaba tomar su derrota a Chiapa por el río de Tabasco. Dieron la vela a fines de aquel año de 1544 (14 de diciembre), y después de haber pasado en la travesía dos recios temporales, haciendo a veces el prelado de piloto, por la poca pericia del que dirigía el navío, arribaron salvos a Campeche en o de enero siguiente. Hallóse allí con los mismos desabrimientos que en Santo Domingo, o por mejor decir, él mismo los hizo nacer; porque, empezando a reprobar el modo de vivir de los españoles que allí había, y amonestarles sobre la necesidad de que diesen libertad a los esclavos, y a conminarles con las nuevas provisiones, el buen recibimiento que le hicieron se convirtió al instante en odiosidad y en repugnancia: se negaron a prestarle la obediencia como obispo, no le acudieron con los diezmos, y le pusieron por este medio en el mayor apuro para cumplir con el flete de la nave y demás obligaciones que cargaban sobre él.

A este disgusto se añadió otra pesadumbre mayor. Trataban ya de partir de Campeche para Tabasco, prefiriendo el camino por mar, más fácil y pronto que el de tierra, cuando les llegó la noticia de haber naufragado una barca que habían enviado delante con parte de su equipaje y algunos de los misioneros. Ahogáronse nueve religiosos y otros veinte y tres españoles, y toda la carga se perdió. Llenáronse los demás de terror, y con lástima y miedo se estremecian y lloraban la suerte de sus compañeros, rehusando entrar en otra barca que ya estaba cargada y dispuesta para recibirlos. El Obispo, más hecho a estas desgracias, después de haber llorado con ellos, los animaba y consolaba manifestándoles que aquella catástrofe no podía menos de ser efecto de descuido o poca maña en los que iban; y con efecto era así, pues si hubieran aligerado la barca de la cal y demás carga que llevaba, es probable que no hubiesen perecido. Asegurábales el viaje con la barca nueva, marineros diestros, viento favorable y mar tranquilo. Él se entró en ella primero, y después los religiosos, que, enlutados, mudos y llenos de espanto y de dolor, ni se hablaban ni se miraban. Así pasaron la noche, así el día siguiente, sin que el buen viento con que navegaban ni el ningún peligro que corrían les distrajese de sus pensamientos melancólicos ni los alentase a probar un bocado, a beber un vaso de agua. Este abatimiento y silencio prorumpió después en sollozos cuando cerca de la isla de Términos los marineros les señalaron el sitio en que había sido el naufragio. Levantáronse entonces, y rezando un sufragio por las almas de sus compañeros ahogados, les dieron un vale eterno, y volviéronse a sumergir en su negra melancolía. El Obispo no les permitió continuar en este abandono: mandó sacar de comer, trinchó él mismo los manjares, repartiólos entre ellos, y para darles ejemplo empezó a comer con muestras de apetito y entereza. Al día siguiente se entraron por una de las bocas de la isla, donde, para renovar su dolor, hallaron arrojadas la barca de la desgracia y algunas de las cajas del cargamento que en ella iba. Buscaron con cuidado, después de saltar en tierra,. alguno de los cuerpos, si acaso el mar los había arrojado también a la playa, para darle sepultura. Ninguno hallaron, y hubieron de contentarse con el solemne oficio de difuntos que celebraron por ellos en el altar que de pronto a campo abierto dispusieron.

Aquí se dividió la compañía: los misioneros se quedaron en la isla para aguardar a un religioso que se había escapado del naufragio y a otros españoles, y después seguir su viaje a Tabasco por tierra; y el Obispo con su comitiva prosiguió su derrota por mar, llegó a Tabasco. y desde allí a Ciudad-Real de Chapa, capital de su obispado (febrero de 1545), obsequiado, servido y festejado en el camino con todas las demostraciones del mayor afecto y reverencia.

Del mismo modo fue recibido en Ciudad-Real. Sus vecinos se esmeraron a porfía en manifestar, con la muchedumbre de sus obsequios, regalos y festejos, la satisfacción que les cabía con la presencia de su prelado. Recibíala él también muy grande con aquellas demostraciones, y así se lo contaba a los misioneros que llegaron pocos días después, manifestándoles las esperanzas que concebia al ver su docilidad en avenirse a la conciliación que había propuesto a los principales en algunas diferencias que tenían con el deán de la iglesia don Gil Quintana. Deducia él de aquí que también alcanzaría de ellos que renunciasen al tráfico de esclavos y diesen libertad a los que tenían: y por el contrario, ellos, a pesar de la fama odiosa que le precedía, y de las cartas que recibían dándoles el pésame de semejante prelado e irritándolos contra él240, esperaban que se ablandase con las dádivas y regalos, como a tantos otros sucedía en aquellos países, y dejase de proceder con el rigor que se recelaba.

Mas esta buena armonía sólo podía durar lo que tardasen en desvanecerse las esperanzas concebidas de una parte y de otra con tan poco fundamento. El Obispo, a pesar de sus años y de sus estudios, conocía bien mal los hombres si creía que tan fácilmente habían de renunciar sus diocesanos a un negocio en que estaban cifrados su opulencia y su interés; y ellos ignoraban todavía más el temple enérgico y fuerte de aquel hombre, incapaz de transigir de modo alguno con una cosa tan abominable a sus ojos.

Así es que luego que vio que ni sus consejos y amonestaciones privadas ni sus predicaciones públicas producian enmienda alguna, se armó severamente de la potestad espiritual que le asistía, y privó de los Sacramentos a cuantos no renunciasen a aquel tráfico detestable241. Estremeciéronse todos de esta medida no usada, y como si fuera un negocio de gracia, quisieron mitigarle con empeños, y le enviaron por mediadores al deán y a los padres mercenarios. Nada consiguieron por este medio, y pasaron a requerirle con la bula del Papa sobre las Indias, a lo cual respondía él que en la bula no había nada de guerra ni de facultad para hacer esclavos; y sobre todo, que el Papa no le podía mandar que diese los Sacramentos a los que no sólo no tenían propósito de enmendarse del pecado, pero que ni dejaban de pecar. Volviéronle a requerir formalmente por ante escribano para que diese licencia de absolverlos, amenazándole que de lo contrario se quejarían de él al arzobispo de Méjico, al Papa, al Rey y a su consejo, como de un hombre alborotador de la tierra, inquietador de los cristianos, y su enemigo, y favorecedor y amparador de unos indios feroces. «¡Oh ciegos! respondió él, y cómo os tiene engañados Satanás! ¿Qué me amenazáis con el Arzobispo, con el Papa y con el Rey? Sabed que, aunque por la ley de Dios estoy obligado a hacer lo que hago, y vosotros a hacer lo que os digo, también os fuerzan a ello las leyes justísimas de vuestro rey, ya que os preciáis de ser tan fieles vasallos suyos.» Entonces sacó las nuevas leyes, y leyéndoles las que trataban de la libertad de los esclavos, «ved, les dijo, si yo soy quien se puede quejar mejor de lo mal que obedeceis a vuestro rey. -De esas leyes tenemos ya apelado, dijo uno, y no nos obligan mientras no venga sobrecarta del Consejo. -Eso fuera bien, replicó el Obispo, sino tuvieran embebida en sí la ley de Dios y un acto de justicia tan grave como la libertad de un inocente tan injustamente opreso y cautivo, como lo están todos los indios que se compran y venden públicamente en esta ciudad.»

Dióse fin con esto a la altercación, que fue seguida de allí a pocos días de otra escena más escandalosa. El Deán, faltando a la confianza de su prelado, y contraviniendo a sus órdenes expresas, había empezado a absolver y a hacer partícipes de los Sacramentos a muchos que notoriamente retenían sus indios esclavos y traficaban con ellos. Quiso el Obispo reconvenirle fraternalmente en su casa, y con este fin le convidó a comer el tercero día de Pascua. Aceptó el Deán, pero no asistió. Después de mesa se le envió a llamar, y él se excusó con estar indispuesto, y se metió en cama. Nuevo recado, nueva repulsa; viniendo a parar esta alternativa, de parte del superior en amenaza primero, después en censura, y al fin en mandamiento de prisión.

Fuele forzoso al Deán seguir al alguacil y clérigos que fueron a prenderle; y hallando la calle llena ya de gente que había acudido a la novedad, empezó a decir a voces que le ayudasen, y que él los confesaría a todos y los absolverla. Un alcalde, en vez de sosegar el tumulto, lo inflamó con las imprudentes voces de «¡Favor al Rey y a la justicia!» Acudió todo el pueblo en armas, y mientras los unos sacaban al Deán de las manos de los clérigos, los otros acudieron a tomar la puerta de los frailes dominicos para que no saliesen del convento, y los otros en tropel, gritando furiosos: ¡Aquí del Rey! inundaron las habitaciones del Obispo. Los que estaban en las primeras salas procuraron sosegarlos; pero el Obispo, que estaba recogido en su aposento, oyendo las voces salió a hablarles; y aunque un religioso dominico que se hallaba allí a la sazón, temiendo algún atropellamiento, le volvió dentro del aposento, allá se entraron con él los cabezas del alboroto, descomponiéndose en ademánes y en acciones, y haciendo alguno de ellos propósito y juramento de matarle. Él lo miraba y escuchaba todo con intrepidez y sosiego, y las razones que les dijo fueron tales, y su compostura y ademán tan venerables y persuasivos, que salieron confundidos en el momento que quiso despedirlos.

El Deán aquella misma noche se salió de la ciudad. Uno de los alcaldes se presentó armado al Obispo, ofreciéndose ir a buscarle y traerle preso a sus piés: él no lo consintió, y se contentó con privarle de la facultad de confesar y declararle incurso en excomunión.

Entre tanto los padres dominicos sus amigos, ciertos de las repetidas amenazas que hacía el energúmeno causador del alboroto, y temerosos de algún desastre, le aconsejaban que se ausentase. Pero él les respondía: «¿Y adónde quereis que vaya? ¿Adónde estaré seguro tratando el negocio de la libertad de estos pobrecitos? Si la causa fuera mia, de muy buena gana la dejara para que cesaran estos miedos y se sosegaran todos; pero es de mis ovejas, es de estos miserables indios, oprimidos y fatigados con servidumbre injusta y tributos insoportables que otras ovejas mías les han impuesto. Aquí me quiero estar, ésta es mi iglesia, y no he de desampararla. Éste es el alcázar de mi residencia, quiérolo regar con mi sangre si me quitaren la vida, para que se embebe en la tierra el celo del servicio de Dios que tengo, y quede fértil para dar el fruto que yo deseo, que es el fin de la injusticia que la manda y la posee.» Y para alentarlos añadía: «Son antiguos contra mí estos alborotos y el aborrecimiento que me tienen los conquistadores: ya no siento sus injurias ni temo sus amenazas; que según lo que ha pasado por mi en España y en Indias, esta gente estuvo muy contenida el otro día.»

Así les estaba hablando en una ocasión cuando le llega la noticia de que han dado de puñaladas a un hombre. Era cabalmente aquél que le había amenazado de muerte, que había compuesto cantares injuriosos contra él, y a veces había disparado un arcabuz junto a su ventana para intimidarte. Éste era el herido, y el Obispo luego que lo oye se levanta de su silla, lleva los frailes consigo, acude al sitio en que yace el infeliz, le cata las heridas, y mientras que los religiosos le toman la sangre, él hace las hilas y vendas para curarle, envía prontamente a llamar al cirujano, y se lo recomienda con la eficacia y la ternura con que pudiera hacerlo de su hermano. No pudo resistirse aquel pecador a estas demostraciones de virtud, y luego que se restableció algún tanto de su herida fue a pedir más perdones al Obispo que ofensas le había hecho, declarándose desde aquel día su amigo y su defensor.

Añadióse a estos disgustos otro no menos triste y amargo en la necesidad que tuvieron los dominicos de dejar a Ciudad-Real. Al agrado y obsequio con que habían sido tratados en los primeros días de su llegada, había sucedido la aversión, el desprecio y hasta el insulto. La causa de esta mudanza consistía en que desde el primer sermón que predicaron manifestaron su adhesión a la doctrina y principios del Obispo, y el interés que tomaban por los indios. Acortáronse pues los auxilios y las limosnas, y al fin, de todo punto se negaron. Y cuando pedían las cosas que necesitaban, aun de las que eran absolutamente precisas para el culto, solían decirles: «Andad, padres; la provincia es grande; pasad adelante a predicar y convertir los indios; que para esto los ha enviado el Rey y gastado tanta hacienda con ellos. Aquí somos cristianos; no los necesitamos, a menos que sea para que a nuestra costa hagan grandes edificios, y aún tienen talle de dejarnos con sus sermones sin hacienda.

Viendo los frailes por estas y otras pruebas semejantes la siniestra disposición de los ánimos para con ellos, determinaron dejar la ciudad y esparcirse por los lugares de indios convecinos, en los cuales creían, y con razón, hallar más cabida que en los cristianos viejos de la capital. Dividiéronse pues, y unos fijaron su residencia en Copanabastla, otros en Cinacantlán, y otros en fin en Chiapa, donde por entonces determinaron poner su asiento principal. Era encomendero de este último pueblo un castellano ladino y sagaz, que conviniéndole por entonces hacer buena acogida a los padres y manifestarse muy adicto a las nuevas leyes, lo hizo de tan buen aire y con tal disimulo que los engañó completamente, y creyeron haber encontrado en él la mejor áncora para el logro de sus esperanzas242.

Avisaron a su obispo de esta buena fortuna, convidándole a que allá fuese. Él lo hizo así, y en el recibimiento, magnífico a su modo, que los indios le hicieron debió notar con suma satisfacción su alegría y su confianza. Arcos, flores, vestidos, plumajes, motes, cantares en su lengua y cantares en español, bailes, regocijos, todo fue prodigado para obsequiar al Obispo. Lo que más llamó su atención y la de los padres fueron las joyas y collares de oro de que salieron más cargados que adornados los principales y sus hijos, admirándose de cómo habían podido ocultarlas y defenderlas de los españoles.

Acrecentábase más este contento cuando veía después venir a él los indios a bandadas manifestando su deseo de recibir la fe y de ser doctrinados en ella, pidiéndole con todo ahínco padres que se la enseñasen. Él no podía contener sus lágrimas de gozo, y solía decir a los dominicos que le acompañaban: «¿Creeránme agora, padres? ¿Es esto lo que les decía en San Esteban de Salamanca? ¿No lo ven por sus ojos? Escríbanselo a sus hermanos, díganles la necesidad de esta gente, y anímenlos a que se vengan acá; que aunque los trabajos son muchos, mayor es el fruto de la venida en la conversión de estas almas.

Pero el espectáculo de las injusticias y agravios que sufrían aquellos infelices le encontraba en todas partes, y no había contento que no le aguase ni esperanzas que no le entorpeciese. A vueltas de los muchos que venían a pedirle el bautismo y la doctrina, venían muchos otros también a pedirle que los amparase de las demasías de los españoles. Quién reclamaba su hija perdida, quién su mujer robada, éste su hacienda saqueada, el otro su libertad oprimida. Un día entre otros se echaron a sus pies unos indios llorando y pidiendo amparo. Habían los españoles que vivían junto a ellos tomádoles su hacienda por fuerza, y aunque aparentaban pagársela y les obligaban a recibir el precio, era tan poco lo que les daban, que ni aun la centésima parte de su valor satisfacían. «Fuimos, dijeron los indios, gran señor y padre nuestro, con nuestro corazón triste a ver tu cara a Ciudad-Real, y los alcaldes nos prendieron y azotaron porque íbamos a quejarnos a ti.» El buen Casas lloraba también con ellos y los consolaba lo mejor que podía; pero remedio a sus males no podía dársele tan pronto, faltándole poder y autoridad. Éstas y otras querellas semejantes le hicieron resolver ir a presentarse en la audiencia de los Confines, y pedir allí el remedio que aquella injusticia y otras muchas de que fue avisado requerían.

Con este propósito se volvió a Ciudad-Real, y a poco tiempo emprendió su jornada para la ciudad de Gracias-a-Dios, donde residía el tribunal que buscaba. Tomó su camino por las provincias de guerra a Guatemala, excitado a ello por su compañero fray Pedro de Ángulo, para que viese el adelantamiento de aquellas gentes y el fruto tan colmado que había producido su predicación pacífica y virtuosa. Él también lo deseaba mucho, y cuando llegó a Cobán (junio de 1545), donde ya los religiosos tenían su convento y estaban pacíficamente establecidos, no quería creer a sus ojos lo mismo que estaba viendo. Tanta muchedumbre de gentes, antes agrestes y feroces, convertidas a la fe, olvidadas sus bárbaras costumbres, y viviendo en pueblos política y ordenadamente, llenaban su corazón de un gozo inexplicable, y no cesaba de dar gracias al cielo porque lo había hecho autor de tanto bien. Visitáronle todos los caciques de la tierra, le regalaron y obsequiaron a su modo, y afectuosa y reverentemente le daban las gracias porque los había hecho cristianos sin derramamiento de sangre. Él les contestaba en su lengua, y los animaba a permanecer en la fe que habían recibido; y como para recompensarles su docilidad y buen término, sacó y les entregó las cédulas que les llevaba de parte del Rey, en que su majestad les prometía, según le habían pedido, que ni ellos ni sus pueblos serían jamás enajenados de la corona real por ninguna causa ni razón, ni puestos en sujeción de ninguna otra persona de cualquier estado y condición que fuese243.

Bien era menester este descanso, y el júbilo y satisfacción deliciosa que le proporcionó aquel espectáculo para conllevar el áspero y trabajoso camino que iba a atravesar, y los desaires y pesadumbres que iba a sufrir en Gracias-a-Dios de parte de quien menos debiera esperarlos. Habían de concurrir allí por el mismo tiempo, además de Casas, los dos prelados de Nicaragua y Guatemala. El motivo aparente era consagrar un obispo nuevo, pero en realidad cada uno quería hacer presentes a la Audiencia los agravios y vejaciones que los indios de sus respectivas provincias padecían, ayudarse recíprocamente en la razón de sus quejas, y pedir a una el remedio con la ejecución de las nuevas leyes. No dudaban ellos de tener todo buen despacho, pues habiéndose creado aquel tribunal para este solo fin, y componiéndole sugetos recomendados todos y dados a conocer por el padre Casas, la obligación, el honor, la gratitud y todas las consideraciones humanas parecía que estaban de parte de esta confianza. Pero nuestro obispo, como ya se ha insinuado arriba, aunque entendía bien los negocios y los libros, conocía poco los hombres. Estos magistrados engañaron sus esperanzas, como tantos otros lo hicieron en el largo discurso de su vida; y quien más las engañó fue el presidente Maldonado, el cual, por el porte que había tenido en Méjico y en Guatemala cuando estuvo de gobernador interno, parecía acreedor al lugar y preeminencia a que le habían ascendido los buenos oficios e informes aventajados del protector de los indios. Pero Maldonado se había casado con una hija del adelantado Montejo, conquistador de Yucatán, y es probable que este enlace le hiciese abrazar enteramente los intereses, miras y pasiones de los conquistadores. Casas tenía de Montejo tan mala idea y aún peor que de los demás de su clase; y como ni su lengua ni su pluma guardaban respeto alguno en estas materias, pudo él mismo tal vez dar ocasión a que entonces se le guardasen tan pocos.

Sea lo que quiera de estas conjeturas, lo cierto es que habiendo presentado a la Audiencia un largo memorial de los agravios que padecían los indios de sus diócesis por falta de justicia y de no ejecutarse las nuevas leyes, y proponiendo el modo de remediarlos, ningún aprecio se hizo de lo que decía, y aquellos graves letrados afectaban tratarle con el último desprecio. «Echad de allí a ese loco», solían decir cuando le veían entrar en la Audiencia; y llegó a tal extremo la insolencia, que un día el mismo Maldonado, como fuera de sí, le ultrajó llamándole «bellaco, mal hombre, mal fraile, mal obispo», y añadiendo que merecía un severo castigo. El prelado venerable, que oyó este torrente de injurias, no hizo otra cosa que ponerse la mano en el pecho, inclinando un poco la cabeza; y mirándole de hito en hito, contestar: «Yo lo merezco muy bien todo eso que vuesa señoría dice, señor licenciado Alonso Maldonado;» aludiendo sin duda a que pues él había propuesto un hombre tan temerario para aquel lugar, a nadie tenía que quejarse del indigno tratamiento que experimentaba.

. Estas tristes querellas se sosegaron al fin y dieron lugar a alguna especie de concierto; porque los oidores, o convencidos de la necesidad, o por el deseo de libertarse de sus importunaciones acordaron que uno de ellos fuese a visitar la provincia de Chiapa y ejecutase las nuevas leyes en todo aquello que fuese bien y provecho de los naturales. Logrado esto, Casas se puso al instante en camino para volver a Ciudad-Real y llegar a tiempo de celebrar la pascua de Navidad en la iglesia. más era hado suyo no lograr una satisfacción en el gran negocio que le ocupaba, sin que la comprase con indecibles fatigas y después fuese seguida de pesadumbres y agitaciones crueles.

Súpose en Ciudad-Real la visita del Oidor por una carta escrita a su cabildo desde Guatemala244. En vista de ella los capitulares y todos los vecinos en consejo abierto (15 de diciembre 1545), suponiendo que el Obispo por falsas relaciones había sacado ciertas provisiones de la Audiencia en perjuicio de la ciudad, determinaron obedecerlas y no cumplirlas hasta que su majestad fuese informado de la verdad: dijeron que el Obispo no había mostrado sus bulas ni las cédulas reales en virtud de las cuales debiese ser obedecido, y que introducía fueros nuevos, usurpando la jurisdicción real. Acordaron requerir al Obispo cuando llegase para que no innovase nada y procediese como los demás obispos de la Nueva España, hasta que el Rey, a quien habían enviado sus procuradores, proveyese lo que fuese servido; protestaron que si el Obispo no hiciese lo que ellos pedían, no le admitirían al ejercicio de su cargo, y le quitarían las temporalidades hasta informar a su majestad. De estas protestas echaban a él la culpa, por no haberlos querido confesar ni absolver un año hacía; dijeron también que no querían estar por la tasa de tributos que el Obispo hiciese si traía autoridad para hacerla; porque la tierra ya estaba tasada por el adelantado Montejo y el obispo de Guatemala, con poder que hubieron para ello. Otras cosas dijeron y acordaron, pero éstas son las principales; y en seguida pregonaron el decreto sobre temporalidades, imponiendo la pena de cien ducados a los trasgresores. Noticiosos después de que ya su obispo venía, trataron de salirle al encuentro para hacerle el requerimiento acordado; y no considerando que las habían con un pobre fraile de más de setenta años, que iba solo y a pié con un báculo en la mano y el breviario en la cinta, se apercibieron de toda clase de armas ofensivas y defensivas; prepararon también mi escuadrón de indios flecheros y pusieron sus escuchas y atalayas por todos los caminos, para saber por dónde y cuándo aquel espantoso enemigo venía.

Él entre tanto había llegado a Copanabastla, pueblo de indios cercano a Ciudad-Real, en que había religiosos de su orden, y donde se detuvo algún tanto a averiguar cómo estaban los ánimos para con él. Las noticias que se recibieron fueron tan siniestras, que los religiosos con quienes el Obispo entró en consulta sobre lo que debería hacer, eran de dictamen que no debía de pasar adelante, para no exponer su dignidad y sus canas a nuevos ultrajes y quizá a la muerte, con que ya otra vez le habían amenazado. Pero él, firme como siempre en su propósito de arrostrar por todo, cuando se trataba de cumplir con su deber, resolvió pasar adelante y entrar sin miedo alguno en la capital. Y entre otras razones les decía: «Si yo no voy a Ciudad-Real quedo desterrado de mi iglesia y soy el mismo que voluntariamente me alejo, y se me puede decir con mucha razón: Huye el malo sin que nadie le persiga. Si yo no entro en mi iglesia, ¿de quién me tengo de quejar al Rey y al Papa que me echan de ella? Ellos tienen puestas sus centinelas; pero ¿quién ha dicho que es para matarme, y no para otra cosa? ¿Tan airados, tan armados han de estar contra mí, que la palabra primera sea una puñalada que me pase el corazón, sin darme lugar a apartarme de la ira? En conclusión, padres, Yo me resuelvo, fiado en Dios y en vuestras oraciones, de partirme, porque el quedarme aquí o irme a otra parte tiene todos los inconvenientes que acabo de manifestaros.» Dicho esto, se levantó de la silla, y recogido el hábito, se puso en ademán de marchar. Saltáronseles las lágrimas a los religiosos viéndole partir así, y él, llorando también con ellos, los consolaba y les daba aliento y esperanza al despedirse.

Encontróse en el camino con los atalayas que estaban esperando su venida, y se hallaban totalmente descuidados. Eran indios, y su primer impulso fue echarse a los pies del Obispo, pedirle perdón del encargo que allí tenían, y excusarse con que eran mandados y aun forzados a ello por los alcaldes del pueblo. Después les asaltó el temor de ser castigados porque no habían avisado su llegada según les tenían mandado. A esto acudió el Obispo con el arbitrio de atarlos él mismo unos con otros, ayudado de un religioso compañero que llevaba consigo, para que así tuviesen excusa de no haber obedecido, y a modo de prisioneros les hizo ir detrás de sí. En esta forma, después de haber andado toda la noche, entró al amanecer en Ciudad-Real sin que nadie le sintiese, y se fue derecho a la iglesia. Informóse de un clérigo, a quien envió a llamar, del estado en que las cosas se hallaban, y con el mismo, luego que fue hora, avisó a los alcaldes y regidores de su llegada, previniéndoles que viniesen al templo, donde los estaba esperando.

Vinieron ellos acompañados de toda la ciudad, y tomaron asiento como si se pusieran a oír sermón. Entonces salió el Obispo de la sacristía para hablarles, sin que nadie hiciese la menor señal ni de sumisión ni de cortesía. Luego que tomó asiento, el secretario del Cabildo se levantó y leyó el requerimiento proyectado, en que le decían que los tratase como personas de calidad y los ayudase a conservar sus haciendas, y ellos en tal caso le tendrían por su obispo y obedecerían como a su legítimo pastor. Sin duda por moderación no se atrevió el secretario a leer la segunda parte del requerimiento, que contenía la negativa en el caso contrario. El prelado, haciendo oído todo cuanto el otro quiso leer, contestó de un modo tan decoroso y modesto, les hizo ver cuán pronto estaba a dar por ellos su sangre y su vida, pues eran ovejas suyas, cuanto más el de ayudarlos a la conservación de sus bienes en todo lo que no llegase a ofensa de Dios ni daño del prójimo; les pidió con tal ternura y emoción que mirasen bien lo que hacían, que dejasen de escuchar sus pasiones, y considerasen que tales movimientos y asonadas no podrían servir más que para despeñarlos; en fin, tanto les supo decir y con tan persuasivas razones, que los más de los oyentes, templados ya y rendidos a sus palabras, sentían extinguirse en su corazón todos los impulsos de la ira, para dar entrada entera a los de la sumisión y del sosiego.

Pero uno de los regidores, o más duro o más necio que los demás, sin dejar su asiento ni hacer género ninguno de acatamiento, le dijo que dobla considerarse dichoso en tener por súbditos a caballeros tan principales como allí eran; que dobla tratarlos con más comedimiento y respeto, y que era extraño que siendo un particular enviase a llamar a un cabildo tan noble y tan respetable; siendo mucho más regular que él hubiese ido primero por las casas, y después se presentase en el Ayuntamiento a proponer humildemente cuanto le conviniese. «Cuando yo os quisiese pedir, replicó el Obispo, revistiéndose entonces de toda la dignidad de su carácter, algo de vuestras haciendas, entonces os iré a hablar a vuestras casas; pero sabed vos y los demás a cuyo nombre habláis, que cuando lo que hubiese de tratar con vosotros fuesen cosas tocantes al servicio de Dios y de vuestras almas y conciencias os he de enviar a llamar y mandaros que vengáis adonde yo estuviere, y habéis de venir trompicando, mal que os pese, si sois cristianos.» El fuego y la vehemencia con que estas palabras fueron dichas no dejaron a aquel orgulloso mentecato ni a ninguno de los circunstantes ánimo para replicar, y él, dejándolos confundidos, se levantó para entrarse otra vez en la sacristía.

En esto se llegó a él el secretario del Cabildo, y con más comedimiento que antes le pidió, a nombre de la ciudad, que señalase confesores que absolviesen a sus vecinos y los tratasen como cristianos. «De muy buena gana, contestó el Obispo, y volviéndose al concurso, yo señalo, dijo, por confesores con toda mi autoridad al canónigo Juan de Perera y a todos los religiosos de Santo Domingo que estuvieron expuestos por su superior y se hallen en este obispado.» Respondieron todos a voces que no querían aquéllos, sino otros que les conservasen sus haciendas. «Yo los daré como los pedís», dijo el Obispo; y señaló a un clérigo de Guatemala y a un religioso mercenario, sacerdotes los dos muy prudentes y en quienes él tenía confianza. El compañero del Obispo, que ignoraba esto y creía que ya contemporizaba, tiróle de la capa y le dijo: «No haga vuesa señoría tal cosa: primero morir.» No lo dijo el buen fraile tan paso, que no fuese oído, y al instante se renovó la tempesta y el alboroto, de modo que amagaban maltratarle. La entrada de dos padres mercenarios, que venían a dar al Obispo con la casa, puso fin a este ruido, y hubo lugar para que sacasen al prelado y a su compañero de la iglesia.

No bien era entrado en una celda de los oficiosos frailes y empezado a reparar sus fuerzas desfallecidas, cuando aquellos hombres frenéticos, cargados de armas y arrebatados de furor, inundan el convento, y los más osados penetran hasta donde se hallaba el Obispo. A sus voces, a sus amenazas y a sus denuestos, al aspecto de las armas con que por todos lados se le amagaba, el pobre anciano creyó que era llegada su hora, y se quedó turbado y suspenso, bien que no hiciese ni dijese cosa ajena de su entereza y decoro. No pudo de pronto saberse la causa de aquel estruendo, por el miedo, las voces descompuestas, y la agitación y confusión en que todos se hallaban; pero al fin se vino a comprender que toda aquella furia era nacida de la prisión de los indios que estaban de atalaya, lo cual juzgaban todos aquellos vecinos que era un insulto imperdonable. «Señores, no echen la culpa a nadie, decía el Obispo, yo di en ellos sin que ellos me viesen, y yo mismo los até para que no se los maltratase después creyéndolos de mi bando y desobedientes a lo que se les había encargado.» Entonces uno de los vecinos, que se llamaba San Pedro de Pando, prorumpió: «Veis aquí el mundo: el salvador de las Indias ata a los indios, y enviará memoriales contra nosotros a España porque los maltratamos, y estálos él maniatando y tráelos de esta suerte tres leguas delante de sí. Otro caballero se desmandó a decir tales palabras, que los historiadores, sin duda por lo feas, no se han atrevido a estamparlas; al cual el Obispo contestó: «No quiero, señor, responderos por no quitar a Dios el cuidado de castigaros; porque esa injuria no me la hacéis a mí, sino a él.» Entre tanto en el patio del convento la chusma seguía echando fieros, y aún apaleaba al criado del Obispo, porque decían que él había atado a los indios. Viendo pues los mercenarios insultada su casa de aquel modo y llegar la descompostura a aquel exceso, olvidándose por entonces de la humildad y resignación que su estado les prescribía, y acudiendo a las armas también, echaron a fuerza viva toda la canalla fuera, y los principales, que estaban con el Obispo, los siguieron y le dejaron en paz.

Eran entonces las nueve de la mañana, y parece increíble que en tan poco tiempo como el que medió desde que el Obispo envió a llamar al Cabildo pudiesen cometerse tantos desaciertos y tan grandes desacatos. Pero aún se hace más increíble que antes deque diesen las doce del día, no sólo estuviese la furia popular mitigada, sino que el prelado fuese visitado de paz por casi todos los vecinos, que se le ponían de rodillas, lo besaban la mano, pidiéndole perdón de lo que habían hecho, le reconocían y aclamaban por su verdadero obispo y pastor. Algunos principales, para mayor muestra de paz, se quitaron las espadas, y los alcaldes no llevaron varas delante de él. En suma, con las mayores muestras de regocijo y en procesión solemne le sacaron del convento de la Merced, y le condujeron a una de las casas principales, ya preparada para aposentarle. Allí le colmaron de regalos, de respeto y de obsequios; el segundo día de Navidad jugaron cañas para festejarle, y las demostraciones de amor, aprecio y reverencia eran entonces tan extremadas y grandes como antes habían sido las de violencia y aversión. Dícese que para esta mudanza tan repentina no bubo ni mediador, ni mensajes, ni ruegos, ni condiciones, y de este modo se la quiere caracterizar de milagrosa. Pero el flujo y reflujo de estas pasiones populares suele ser tan vano como violento, y las consideraciones y diligencias de todos los hombres pacíficos que no habían entrado a la parte del tumulto, unidas a los respetos que al fin debían conciliarse el carácter y las virtudes del prelado, podían muy bien, sin acudir a prodigios, producir aquel trastorno tan agradable como repentino.

Mas a pesar del aspecto de serenidad y de paz que habían tomado las cosas, el Obispo desde aquel día fatal se propuso en su corazón renunciar a conducir un rebaño tan indócil y turbulento. Los motivos fundamentales de la contradicción y del disgusto permanecían siempre en pié, y no era posible destruirlos, pues ni aquellos españoles habían de renunciar a sus esclavos y granjerías ilícitas, ni él en conciencia se las podía consentir. Añadíase a esta difícil situación el disgusto que recibía con las cartas que entonces le enviaba a el virey y visitador de Méjico, diferentes obispos y muchos religiosos letrados, en que ásperamente le reprendían su tesón, motejándole de terco y duro, haciendo lo que nadie hacía en las Indias, el negar los Sacramentos a los cristianos, con lo cual condenaba todo lo que los otros obispos hacían, sacrificando de este modo al rigor de su opinión el honor de los demás prelados y el sosiego del Nuevo Mundo. El odio, por tanto, que se había concitado por la singularidad de su conduela era general, y según su más apasionado historiador, no había en Indias quien quisiese oír su nombre, ni le nombrase sino con mil execraciones245. Todo pues le impelía a abandonar un puesto y un país donde su presencia, en vez de ser remedio, no debía producir naturalmente más que escándalos. Hallándose en estos pensamientos fue llamado a Méjico a asistir a una junta de obispos que se trataba de reunir allí para ventilar ciertas cuestiones respectivas al estado y condición de los indios, y esto fue ya un motivo para que apresurase sus disposiciones de ausentarse de Chiapa; en lo cual acabó de influir eficazmente la llegada del juez que se aguardaba de Gracias-a-Dios para la visita de la provincia prometida por la audiencia de los Confines.

Era este el licenciado Juan uno de los ministros que la componían, y su principal comisión la de arreglar los tributos de la tierra, a la sazón tan exorbitantes, que por muy ajenos que estuviesen los oidores de dar asenso a las quejas del Obispo, ésta fue tan notoria y tan calificada, que no pudieron menos de aplicarle directamente remedio en la visita de Rogel. Deteníase éste en empezar a cumplir con su encargo y ejecutar sus provisiones. Notábalo el Obispo, y apuraba cuantas razones había en la justicia y medios en su persuasión para animarle a que diese principio al remedio de tantos males como los indios sufrían, poniendo en entera y absoluta observancia las nuevas leyes. Al principio el Oidor escuchaba sus exhortaciones con atención y respeto; más al fin, o cansado de ellas, o viendo que era necesario hablarle con franqueza, le contestó un día en que le vio más importuno: «Bien sabe vuesa señoría que aunque estas nuevas leyes y ordenanzas se hicieron en Valladolid con acuerdo de tan graves personajes, como vuesa señoría y yo vimos, una de las razones que las han hecho aborrecidas en las Indias ha sido haber vuesa señoría puesto la mano en ellas, solicitándolas y ordenando algunas. Que como los conquistadores tienen a vuesa señoría por tan apasionado contra ellos, no entienden que lo que procura por los naturales es tanto por amor de los indios cuanto por el aborrecimiento de los españoles; y con esta sospecha, más sentirían tener a vuesa señoría presente cuando yo los despojo, que el perder los esclavos y haciendas. El visitador de Méjico tiene llamado a vuesa señoría para esa junta de prelados que hace allí, y vuesa señoría se anda aviando para la jornada; y yo me holgaría que abreviase con su despedida y la comenzase a hacer, porque hasta que vuesa señoría esté ausente, ni podré hacer nada; que no quiero que digan que hago por respeto suyo aquello mismo a que estoy obligado por mi comisión, pues por el mismo caso se echaría a perder todo.»

Este lenguaje era duro, pero franco, y en cierto modo racional. El Obispo se persuadió de ello, y abrevió los preparativos de su viaje, que estuvieron ya concluidos para principios de cuaresma de 1546, y salió al fin de Ciudad-Real al año, con corta diferencia, que había entrado en el obispado. Acompañáronle en su salida los principales del pueblo, y alguna vez le visitaron en los pocos días que se detuvo en Cinacatlán para descansar y despedirse de sus amigos los religiosos de Santo Domingo: prueba de que las voluntades no quedaban tan enconadas como las desazones pasadas prometían.

De allí se fue a Chiapa a despedirse de aquel convento y a recoger a su compañero fray Rodrigo Ladrada, que había permanecido enfermo casi todo el año; y con él y otros dos religiosos, fray Vicente Ferrer, su compañero en el viaje a la audiencia de los Confines, y el padre Luis Cáncer, uno de los pacificadores de Cobán, y el canónigo de su iglesia Juan de Perera, hombre atinado, prudente y virtuoso, tomó el camino do Méjico para asistir a la junta a que se le llamaba.

Ya se indicó arriba que al tiempo de promulgarse las nuevas leyes se nombraron diferentes visitadores para que fuesen a ponerlas en ejecución en las provincias del Nuevo Mundo. El que se destinó para Nueva España fue don Francisco Tello Sandoval, del consejo de Indias, hombre prudente, versado en negocios y dotado de todas las cualidades necesarias para el encargo que llevaba, el cual, como viese la resistencia que todos oponían al cumplimiento de aquellas ordenanzas, resistencia tanto más fuerte, cuanto la encontraba apoyada en las razones políticas del virey don Antonio Mendoza y demás autoridades eclesiásticas y civiles del país, admitió las representaciones que le hicieron, dirigidas al Emperador para su revocación, y suspendió la ejecución hasta que volviesen los procuradores que aquel reino enviaba con este objeto. Entre tanto, y según el tenor de las instrucciones que llevaba de España, acordó formar una junta de prelados y de hombres doctos, los cuales, entre otras cosas, tratasen y resolviesen las cuestiones de derecho público y privado que ofrecían a cada paso la conquista de las Indias, la esclavitud de sus naturales y sus repartimientos por encomiendas. Tal vez quiso Sandoval entretener los ánimos y contenerlos con el espectáculo de estas disputas entre tanto que venía la resolución final del Gobierno, o acaso imaginó que siendo tan pocos los que defendían la libertad y derechos de los indios, respecto de los que se inclinaban a favor de sus conquistadores, las decisiones de la junta acallarían los escrúpulos de los unos, asegurarían la posesión de los otros, y pondrían silencio a aquella disputa prolongada por tantos años. En este último caso debió aquel ministro excusar el llamamiento del obispo de Chiapa, o no conocía bien su carácter y su fuerza. Sus principios y su doctrina no eran fáciles de sostenerse contra el interés y las pasiones de la muchedumbre; pero en el campo de la controversia eran incontratables y sus adversarios, disputando a razones y a sabiduría con él, tenían que darse por vencidos.

El miedo de lo que podía en esta clase de debates había penetrado en Méjico al acercarse allá, y fue tan grande la conmoción de los ánimos en odio suyo cuando supieron que llegaba, que el Virey y el Visitador, temiéndose algún escándalo, le escribieron que se detuviese hasta tanto que ellos le divisasen. Calmóse de allí a poco aquel recelo, y el Obispo entró en la ciudad a mitad de mañana, cuando las calles estaban más llenas, sin que nadie le hiciese ni el menor desacato ni el desaire más leve; antes bien muchos, señalándole respetuosamente con el dedo, y diciendo: «Éste es el santo obispo, el venerable protector y padre de los indios.» Aposentóse en el convento de su orden, donde al instante fue cumplimentado por el Virey y los oidores. Pero él quiso manifestar desde el principio la poca contemplación que pensaba tener con ellos, enviándoles a decir que le disimulasen que no les visitase, hallándose, como se hallaban, descomulgados por el castigo corporal dado a un clérigo en Antequera, con quien sin duda no se habían observado las formalidades usadas en estos casos; sea que esto fuese realmente el motivo, o que disgustado de las condescendencias que tenían respecto de las nuevas ordenanzas, se valiese de tal pretexto para no conservar relación ninguna con ellos.

La junta comenzó a deliberar: componíase de cinco o seis obispos y diferentes teólogos y juristas, así de religión como seglares. El influjo y preponderancia que nuestro obispo de Chiapa tuvo en sus discusiones se deja conocer por los principios que se sentaron unánimemente como bases indubitables, y debían servir de regla en las decisiones y declaraciones de los diferentes puntos que se controvertían. Estos principios fueron ocho, pero aquí se pondrán solos tres, suficientes a dar a conocer el espíritu y miras de aquella asamblea. Primero: todos los infieles, de cualquiera secta y religión que fuesen, por cualesquier pecados que tengan, cuanto al derecho natural y divino y el que llaman derecho de gentes justamente tienen y poseen señorío sobre sus cosas que sin perjuicio de otro adquieren, y también con la misma justicia poseen sus principados, reinos, estados, dignidades, jurisdicciones y señoríos. Segundo: la causa única y final de conceder la Sede Apostólica el principado supremo de las Indias a los reyes de Castilla y León fue la predicación del Evangelio y dilatación de la fe cristiana, y no porque fuesen más grandes señores ni príncipes más ricos de lo que antes eran. Tercero: la santa Sede Apostólica, en conceder el dicho principado a los reyes de Castilla no entendió privar a los reyes y señores naturales de las Indias de sus estados, señoríos, jurisdicciones, lugares y dignidades; ni entendió dar a los reyes de Castilla ninguna licencia o facultad por la cual la dilatación de la fe se impidiese y al Evangelio se pusiese algún estorbo, de modo que se retardase la conversión de aquellas gentes.

Esta era en suma la doctrina que Casas predicaba treinta años hacía, la que había sostenido delante del Emperador en el año 1519, la que literalmente estaba contenida en su libro De unico vocationis modo, la que fue consignada en su historia, y la que le había servido de base para toda su conducta, así apostólica como pastoral. Al tenor de ella fueron rigorosamente juzgados todos los casos y cuestiones que se propusieron en la junta relativos a conquistas, poblaciones, encomiendas y tráfico escandaloso que se hacía de hombres, trocándolos por bestias, por armas y por mercaderías. viose pues que no eran solos Casas y sus frailes dominicos los que llevaban por terquedad y odio al nombre español aquellas rígidas opiniones. Era una congregación entera de hombres los más eminentes en dignidad, sabiduría y virtud de toda la América; los cuales no se contentaron con aquellas declaraciones, sino que al tenor de aquella doctrina extendieron un formulario por donde los confesores se guiasen para oír en penitencia y absolver a todos los que vivían de los negocios de América, y también el largo memorial que hicieron para el Rey y consejo de Indias, con el fin de que se pusiesen en ejecución los puntos importantes que contenía, y se remediasen los males de Indias de aquel modo, ya que el de las nuevas leyes no era practicable.

Disuelta la junta, el obispo de Chiapa quedaba todavía con la amargura de que no se hubiese tratado en ella el punto de la esclavitud de los indios con la prolijidad y atención que él quería. Diferentes veces lo había propuesto, y bajo diferentes pretextos y efugios siempre se había eludido entrar en su discusión. Manifestólo al Virey, quien francamente contestó que aquello se callaba por razón de estado, y que él mismo había mandado se dejase sin resolver. No le replicó Casas por entonces; pero a pocos días, predicando delante de él, se dejó caer en aquel pasaje de Isaías en que pinta al pueblo de Dios descontento de que le muestren el buen camino, y no queriendo oír su ley, y diciendo a los que ven que no vean, a los que miran que no miren lo que es bueno, y a los que le habían que le hablen cosas agradables246. Y hizo una aplicación tan briosa y elocuente a la tímida política del Virey, que este señor, siempre medido y prudente, pero hecho más timorato con la edad, y que por otra parte había siempre respetado las virtudes y sabiduría de nuestro obispo, no pudo resistirse a su amonestación, y le permitió que en su convento se hiciesen todas las juntas y conferencias públicas que quisiese, no sólo sobre los esclavos, sitio sobre los demás puntos que estimase oportunos y convenientes al bien de los naturales, ofreciéndole que él recomendaría al Rey las declaraciones que resultasen, para que se pusiesen en ejecución.

El Obispo en consecuencia volvió a reunir los individuos que habían sido de la junta, excepto los obispos, y en conferencias y disputas públicas se controvertió por algunos días la materia de la esclavitud de los indios y la de sus servicios personales. Lo más curioso de estos debates fue la justicia solemne que allí se hizo del célebre requerimiento que se formó cuando las expediciones de Ojeda y de Nicuesa, y que había servido después de norma y de pretexto para todas las entradas, descubrimientos, intimaciones y guerras hechas a los infelices americanos. Ya mucho antes el cronista Oviedo había hecho de aquella formalidad absurda la burla que merecía. Pero el asunto se trató con más seriedad en esta junta de Méjico; porque, después de hacer patentes los defectos esenciales que tenía en si el requerimiento, y de la torpeza y insustancialidad con que se ponía en ejecución por los conquistadores247; después de recordar las palabras memorables de aquel cacique que contestó a la intimación de Enciso, que el Papa que daba lo que no era suyo, y el Rey que le pedía y tomaba aquella merced debían de ser algunos locos, se declararon por tiranos a todos cuantos con semejantes pre textos habían hecho guerras y sujetado esclavos, condenándolos a la restitución de los daños y perjuicios que hubiesen causado. Diéronse también por ilícitos los servicios personales de los indios, y de este modo la junta correspondió a los fines de su formación; contentándose con decir la verdad a los españoles, que era a lo que estaba obligada; aunque bien sabía, según dice el historiador de Chiapa, que no porque lo dijese habían de ponerse los indios en libertad.

Este fue el último servicio que su protector les pudo hacer en América. Convencido íntimamente de que, según la disposición de los ánimos, la flaqueza y parcialidad de los gobernadores, el endurecimiento general de los interesados y el odio concebido en todas partes contra él, no podía ser útil allí a sus protegidos, se afirmó en su resolución de renunciar el obispado y de regresar a España. Hizo pues a toda prisa sus preparativos de viaje, nombró por vicario general su o al honrado canónigo Juan de Perera con todas las instrucciones competentes para la administración y gobierno de la Iglesia, y dio la vela en Veracruz a principios del año 1547, siendo esta la última vez que atravesaba el Océano248.

Su llegada a la corte fue señalada al instante, como las anteriores, por las cédulas y provisiones diferentes que en aquel mismo año se expidieron en beneficio de los indios, en fuerza de sus informes y diligencias. No se hará mención aquí más que de una u otra en que se conocen más claramente el tesón y franqueza con que sostenía sus principios. En una se prohibió a los alcaldes mayores de aquellos pueblos que pudiesen quitar los cacicazgos a los indios que los obtenían, y que sólo las audiencias o sus ministros visitadores pudiesen hacerlo. Disposición a que dice también referencia la que se dio tres años después, en que se mandó que se restituyesen sus haciendas, dignidad y jurisdicción a los caciques o sus sucesores injustamente desposeídos; porque no es razón, decía la cédula, que por haberse convertido a la fe sean de peor condición y pierdan los derechos que tienen; y además, porque no conviene quitarles la manera de gobernarse que antes tenían, en cuanto no fuese contrario a la fe y buenos usos y costumbres.

Las otras cédulas de este tiempo que llaman la atención son dos relativas a que se quitasen los estorbos que los encomenderos ponían a la predicación, estorbando que entrasen los misioneros en sus encomiendas, pues no querían que fuesen testigos de las vejaciones y agravios que hacían a los indios que tenían a su cargo. «Porque, como el fin del señorío de vuestra majestad sobre aquellas gentes, decía el Obispo en un memorial al Emperador, sea, y no otro, la predicación y la fundación de la fe en ellas, y su conversión y conocimiento de Cristo, y para alcanzar este fin se haya tomado por medio el señorío de vuestra majestad, por tanto es obligado a quitar todos los impedimentos que pueden estorbar que este fin se alcance, etc.» Mandóse pues que no se estorbase la predicación de los misioneros en los pueblos de los indios, y porque algunos encomenderos se negaron a hacerlo, pretextando que ellos tenían puestos en sus encomiendas clérigos que los predicasen y doctrinasen, se expidió segunda provisión para que ni por este motivo se estorbase la entrada, predicación y aun establecimiento de los misioneros en los pueblos donde pareciese conveniente; atendiendo, según expresa la cédula, a que los clérigos que los encomenderos ponen en sus pueblos son unos idiotas, que sirven más de calpixques que de sacerdotes del Evangelio. Calpixque en lengua mejicana quiere decir guardia de casa, como si se dijese mayordomo; y en esto al parecer eran empleados, con inmenso perjuicio de los indios, una gran parte de los clérigos ignorantes que pasaban de España a hacer fortuna en las expediciones, o de los que eran ordenados en Indias a pesar de su incapacidad, por la falta y abandono que hubo en la disciplina en aquellos primeros tiempos249.

En medio de estas ocupaciones, sin duda agradables para él, puesto que conseguía fácilmente el remedio de los males que exponía, le sobrevino otra de no tanto gusto a la verdad, pero no menos importante a su causa y de mucha mayor celebridad. Ésta fue su disputa con Sepúlveda, que tuvo entonces tanta solemnidad y nombradía en el mundo político y literario, y que dio a su carácter y talentos un realce acaso mayor que ninguna de las otras ocurrencias de su vida.

El doctor Juan Ginés de Sepúlveda fue considerado en aquel tiempo como uno de los primeros literatos de España, y es aún mentado en el día con estimación y respeto. Es cierto que los cuatro volúmenes de sus obras son de poco uso, así para el agrado, como para la utilidad250; pero esto no les quita el mérito considerable que relativamente tienen cuando se las mide con el gusto de su siglo y con el del siguiente. Era hábil filósofo, diestro teólogo y jurista, erudito muy instruido, humanista eminente, y acérrimo disputador. Escribía el latín con una pureza, una facilidad y una elegancia exquisitas; talento entonces de mucha estima, aunque ahora no lo sea tanto, y en que Sepúlveda se aventajaba entre los más señalados. Carlos V le hizo su cronista y capellán, y sea que los estudios históricos que emprendió por razón de su encargo le llevasen naturalmente a este examen, sea que fuese instigado a ello por los españoles de Indias, como Casas suponía, él se dedicó a tratar separadamente y con todo el cuidado de que era capaz la cuestión, ruidosa entonces, de la justicia con que se habían hecho las guerras y conquistas en América. Su opinión sin rebozo alguno estaba por la afirmativa; pero los principios fundamentales de su Demócrates Segundo, que así se intitulaba el tratado, eran de tal naturaleza, que la razón no podía darles asenso sin un trastorno general de las ideas primeras de justicia y equidad. Sentaba él «que subyugar a aquéllos que por su suerte y condición necesariamente han de obedecer a otros, no tenía nada de injusto»; y de aquí sacaba por consecuencia «que siendo los indios naturalmente siervos, bárbaros, incultos e inhumanos, si se negaban, como solía suceder, a obedecer a otros hombres más perfectos, era justo sujetarlos por la fuerza y por la guerra, a la manera que la materia se sujeta a la forma, el cuerpo al alma, el apetito a la razón, lo peor a lo mejor». De semejantes principios es fácil comprender la especie de corolarios y conclusiones que resultarían, y cuáles serían las descripciones y noticias que compondrían el escrito. Su forma era la de diálogo, su marcha sentada, decisiva y segura, su método excelente, su estilo elegante y pulido en extremo, todo en fin ordenado con un gusto y un sabor dignos de discípulo tan aprovechado en la escuela de la antigüedad.

Aunque el Demócrates llevaba como por objeto principal justificar el universal señorío de los reyes de Castilla sobre las Indias, no por eso halló mejor cabida en el gobierno español. Los ministros que le componían tuvieron entonces a la moral y honestidad pública un respeto que desconoció el escritor, y no quisieron manifestarse aprobadores de aquella apología artificiosa de la violencia y de la injusticia. Negó el consejo de Indias su licencia para la impresión, igual repulsa halló en el de Castilla, las universidades le reprobaron, y algunos sabios le combatieron. Sepúlveda, desengañado de que no podía hacerlo publicar en España, consiguió imprimirlo en Roma, aunque bajo la forma de una apología contra la censura que del mismo libro había hecho el obispo de Segovia, y además trabajó en castellano un sumario para inteligencia de la gente común, ignorante del latín.

En medio de estas incidencias llegó a España el obispo de Chiapa, y no es fácil concebir el ahínco y la vehemencia con que se puso inmediatamente a combatir aquella perniciosa doctrina. Mientras que el Demócrates no salió a luz, sus hostilidades fueron también particulares y limitadas a la conversación y a escritos confidenciales. más luego que la apología salió impresa y vio el sumario de ella en castellano, el campeón de los indios creyó que no debía guardar silencio por más tiempo, y salió a encontrarse públicamente en la palestra con su adversario.

Casas no podía ciertamente contender con el doctor ni en retórica, ni en método, ni en corrección, ni en elegancia. Confesaba llanamente él esta ventaja; pero desdeñando quizá por frívolas y ajenas de su profesión y de sus canas las artes del bien decir, le parecía, y no sin fundamento, que la sanidad de su doctrina y la vehemencia de su celo le darían bastante elocuencia para sobrepujar a su rival. Él probó en el largo escrito que hizo entonces, y a que dio también el título de apología, que los dos principios en que Sepúlveda fundaba su opinión eran la causa de la perdición y muerte de infinitas gentes y de la despoblación de más de dos mil leguas de tierra, desoladas y yermadas de diversos modos por la crueldad e inhumanidad de los españoles con sus conquistas y sus encomiendas. Él hizo ver que el doctor escribía sobre una materia que ignoraba; primero, no sabiendo lo que se había hecho en aquellos países, así por los que habían ido allá a conquistar, como por les que habían ido pacíficamente a convertir; segundo, por no estar bien instruido en el carácter, calidad y costumbres de aquellos naturales, a quienes con desabrido pincel retrataba de un modo tan odioso. Manifestó la oposición de aquellos bárbaros principios con los de la ley natural, con los de la simpatía humana y con las máximas del Evangelio. Y viendo el partido que su adversario quería sacar de la muerte del padre Cáncer, a quien por aquella época los indios de la Florida habían miserablemente sacrificado por no ir acompañado de gente de guerra que le defendiese, decíale con resolución: «Pero aprovéchale poco; porque aunque mataran a todos los frailes de Santo Domingo, y a san Pablo con ellos, no se adquiriera un justo derecho más del que antes había, que era ninguno, contra los indios. La razón es, porque en el puerto donde les llevaron los pescadores marineros, que debieran desviallos de allí, como iban avisados, han entrado y desembarcado cuatro armadas de crueles tiranos que han perpetrado crueldades extrañas en los indios de aquellas tierras, y asombrado y escandalizado e inficionado mil leguas de tierra. Por lo cual tienen justísima guerra hasta el día del juicio contra los de España, y aun contra los cristianos; y no conociendo los religiosos ni habiéndoles visto, no habían de adivinar que eran evangelistas251

La disputa, por la fuerza de los dos contendientes por la materia en que se versaba, y por la parte que el público tomaba en ella, pareció al Gobierno de bastante importancia para darle toda la solemnidad posible y avocarla a su decisión. Formóse pues una junta de los más señalados teólogos y juristas del tiempo, que acompañando a los consejeros de Indias, oyesen y examinasen las razones de los dos contendientes, y decidiesen, por decirlo así, no de la América, cuya suerte estaba ya decidida, sino del reposo y sosiego de las conciencias de los que la poseían. Fue primeramente oído el doctor, que dijo en aquella sesión cuanto le pareció en abono de su doctrina y principios. Después el Obispo leyó su apología, que duró cinco días consecutivos. La junta encargó al célebre teólogo Domingo de Soto que hiciese un extracto de las diferentes razones que uno y otro alegaban. este sumario se les comunicó alternativamente para que instasen y replicasen, según creyesen oportuno. Pero la decisión no se dio, y a mi ver con una prudencia laudable.

La doctrina de Casas se dirigía manifiestamente a refrenar los excesos que cometían los españoles en Indias, abusando de su fuerza y de su dominio, sobre sus débiles habitantes. Mas no dejaba de ofrecer ocasión a interpretaciones siniestras si se la consideraba en el rigor absoluto de sus principios. Sus enemigos no desperdiciaron esta ventaja, y se aprovecharon de ella para ver si podían desacreditarle con el Gobierno, que tanta estimación y entrada le dispensaba. Los más enconados en este ataque eran los que se hallaban comprendidos en su rigoroso Confesonario, los cuales a boca llena le acusaban de negar por uno de sus artículos el título o señorío que sobre aquel Nuevo Mundo correspondía a los reyes de Castilla. Estas acusaciones se acumulaban en esta misma época de su disputa con Sepúlveda. Añadióse a ellas el desabrimiento de que el que más las enconase fuese el cabildo de Ciudad-Real por medio de su apoderado Gil Quintana, aquel deán de la iglesia de Chiapa que dio en la cuaresma del año de 1545 ocasión con su inobediencia y rebeldía a los escándalos y desacatos que se han referido arriba. Este mal clérigo en la residencia que el Obispo había hecho en Méjico se lo humilló y pidió absolución de la censura que tenía sobre sí. Diósela el prelado gustoso, como hombre que no guardaba rencor con nadie y se dejaba apaciguar fácilmente, y aun le rogó que se sosegase y se volviese a su iglesia. El Deán luego que se vio absuelto y que podía presentarse donde quiera libremente, comenzó a censurar al Obispo, y a llenar la ciudad de quejas y murmuraciones contra él. Hizo más, pues luego que tuvo noticia de que Casas se venía a España, solicitó del cabildo de Ciudad-Real que le diesen poderes para venir a reclamar en su nombre contra los perjuicios y desórdenes que se seguían en la provincia de las disposiciones que había dejado allá relativamente a confesores. Dióselos el cabildo, y él anduvo en la corte con tanta ignominia como insolencia, agenciando y solicitando contra su obispo, hasta que vio que renunciaba la mitra. Entonces, ya como seguro y satisfecho, se volvió a Indias, y en el viaje se le sorbió el mar, justo, cuando menos aquella vez, en devorar a un villano.

Más aún cuando éste y los demás agentes y promovedores de aquella acusación fuesen de tan poco valor, el artículo sobre que recaía era demasiado delicado para que el Gobierno se desentendiese de él. El obispo de Chiapa fue llamado ante el consejo de Indias a explicar su doctrina y salvar el inconveniente que se le oponía. Él se presentó con un escrito en que había treinta proposiciones, comprensivas de todo lo que pensaba respecto de lo hecho en Indias, una de las cuales era expresamente dirigida a asignar el verdadero y fortísimo fundamento en que se asienta y estriba el título y señorío supremo y universal que los reyes de Castilla y León tienen al orbe de las Indias occidentales. Estas proposiciones se presentaron sin pruebas, por la mucha priesa que el Consejo le daba con el fin de enviar al Emperador sus explicaciones. Reservábase el Obispo explicarlas y comprobarlas en libro aparte, como en efecto lo hizo en su Tratado comprobatorio, que escribió posteriormente. Son notables las palabras con que terminaba aquel primer escrito: «Esto es, señores muy ínclitos, lo que en cuarenta y nueve años que ha que veo en las Indias el mal hecho, y en treinta y cuatro que ha que estudio el derecho, siento.»

Sin duda el Gobierno se dio por satisfecho con estas explicaciones, aunque a la verdad no salvasen sino con efugios y sofismas la contradicción que envolvían con el rigor de los principios fundamentales en que se apoyaba. Su buena intención conocida lo salvaba todo, sus virtudes y ancianidad lo cubrían con un velo de respeto que nadie osaba romper, y acaso también la autoridad no era en aquel tiempo tan delicada y escrupulosa en estas materias. Lo cierto es que el obispo Casas no sólo no fue molestado ni afligido, sino que siguió disfrutando de los mismos respetos, consideración y confianza que hacía tantos años se le dispensaban.

Ni pudo arrancarle de este lugar preeminente y venerable el ataque furioso y temerario que algunos años después hizo contra él el franciscano fray Toribio Motolinia252.

Pasó este religioso a Méjico con los demás misioneros de su orden que, a petición de Cortés, se enviaron a España, y llegaron allá poco tiempo después de ganada la capital. Señalábase entre ellos por lo pobre y astroso de su vestido, por su continuación en predicar, por la austeridad de sus virtudes, y también por sus talentos. Adquirió bastante inteligencia en las antigüedades del país y estado de aquellas gentes, y escribió diferentes memorias acerca de ello, que son citadas con honor por Herrera y otros escritores. Pero lo que más le distinguía era su liberalidad con los indios: nada tenía que no les diese, y se le veía algunas veces quedarse sin alimento por repartir entre ellos el que recibía para sí Tales son las cualidades con que le pinta Bernal Díaz, y por lo mismo es tanto más de extrañar que entre las dos opiniones que dividían entonces a los teólogos y juristas de América tomase la menos favorable a sus naturales. Pudo para ello influir la oposición en que siempre han estado los doctores de las dos religiones, y pudieron los franciscanos dejarse infatuar también por la reverencia y aun adoración con que Cortés, y a su ejemplo los cabos de su ejército, afectaban tratarlos y engrandecerlos. Pero si estos dos motivos, y aun si se quiere el de la convicción personal, son bastantes a explicar la razón de los principios que Motolinia seguía, no bastan ni con mucho a fundar ni aun a excusar el modo acalorado e imprudente de sostenerlos. Probablemente debajo de aquel sayal roto y grosero y en aquel cuerpo austero y penitente se escondía una alma atrevida, soberbia, y aun envidiosa tal vez. A lo menos la hostilidad cometida contra el obispo de Chiapa presenta estos odiosos caracteres. Pues no bien llegaron a América los Opúsculos que el Obispo hizo imprimir en Sevilla por los años de 1552, cuando este hombre audaz se armó de todo el furor que suministra la personalidad exaltada, y en una representación que dirigió al Rey en principios del año de 1555, con achaque de defender a los conquistadores, gobernadores, encomenderos y mercaderes de indios, trató a Casas como al último de los hombres. Yo he dudado si convendría dar en esta obra alguna idea de aquel insolente escrito, que ha permanecido inédito hasta ahora; pero al fin me he determinado o poner un extracto de él en el Apéndice, por dos razones: la primera, porque la memoria respetable del obispo de Chiapa no puede padecer menoscabo alguno por ello; y la segunda, porque esta clase de desvaríos, al paso que sirven a pintar la índole del corazón humano y las costumbres del tiempo, podrán también servir de consuelo a los que, sin el mérito y sin las virtudes de Casas, se vean atacados tan indignamente como él.

Yo ignoro si esta invectiva cruel llegó a manos del Obispo: si acaso llegó, supo sin duda despreciarla y guardarse a sí mismo el decoro que correspondía a la inocencia y pureza de sus intenciones, a su dignidad y a sus canas. Aquél que en otro tiempo supo mirar con tan noble indiferencia las sátiras y calumnias que los vecinos de Ciudad-Real vomitaron contra él en desquite de sus rigores253, no debía comprometerse con un fraile descarado que nada tenía que perder y aspiraba a darse importancia con el exceso mismo de su insolencia.

Casas había renunciado su obispado en 1550254, y tuvo crédito bastante para hacer nombrar por sucesor suyo a fray Tomás Casillas, dominicano como él y su amigo, superior de los misioneros que llevó consigo en su último viaje a Indias, y que se había conducido siempre con un celo y prudencia admirables. Retiróse después a vivir en el convento de San Gregorio de Valladolid, y su fiel Rodrigo de Ladrada con él, como para descansar en su compañía de tantas fatigas y afanes padecidos en sus multiplicados viajes. Juntos hacían oración, juntos comían, juntos paseaban, y juntos se alentaban a la defensa de su doctrina y al amparo de sus indios255. En aquella última época de su vida Casas daba principalmente su tiempo a los ejercicios y atenciones austeras de su religión, con las cuales cumplía, como el más fervoroso novicio, ocupando el resto con el desempeño de los muchos e importantes informes que acerca de los negocios de Indias se le pedían por el Gobierno y por sus superiores, y con la composición de sus historias voluminosas, empezadas tantos años hacía y que no había podido concluir.

Mas no por estar entregado a estas ocupaciones, ya piadosas, ya literarias, descuidaba un punto la protección y defensa de sus indios, que era, por decirlo así, la obligación principal de su vida. Oíale siempre el Gobierno en estas materias con una deferencia respetuosa, y casi siempre su dictamen prevalecía. Así, cuando en el año de 1556 se tomó la resolución de poner en venta las encomiendas y lugares de repartimientos en Indias para atender a las urgencias de la corona con el producto de su venta, Casas supo representar con tal vigor el desdoro que se seguía a la palabra real dada tantas veces, de no enajenar jamás aquellos lugares, y los perjuicios funestos que resultarían de esta violación de la fe pública, que se revocó el decreto, y el Gobierno se contentó con pedir algún servicio voluntario a Méjico y al Perú. Los años adelante, con motivo de haberse mandado pasar a Panamá la audiencia de los Confines, trasladada anteriormente desde Gracias-a-Dios a Guatemala, los clamores de esta provincia y sus confinantes, por falta de tribunal superior que administrase justicia, llegaron al Obispo, que, olvidándose de su edad nonagenaria y de la debilidad de sus fuerzas, se puso en camino para la corte, donde su influjo y sus representaciones pudieron tanto, que logró al fin se mandase restituir la audiencia a Guatemala, bien que esto no pudo realizarse hasta cuatro años después256.

En medio de la satisfacción que le causaba este beneficio que proporcionaba a aquellas provincias, objeto para él de tantos cuidados y solicitudes, le asaltó la enfermedad que terminó sus días en el convento de Atocha, a últimos de julio de 1566, cuando, según la opinión común, tenía noventa y dos años de edad. Sepultáronle en la capilla mayor de la Virgen, y aunque sus exequias se celebraron con la mayor solemnidad por el superior de la casa, el báculo de palo y el pontifical pobre con que él se mandó enterrar eran todavía un documento precioso de la humildad y modestia, que desde que se retiró del mundo habían sido, después de la humanidad, sus virtudes más sobresalientes.

El respeto que su persona mereció con ellas pasó también a sus opiniones, que fueron veneradas y adoptadas por cuantos no tenían un interés directo en defender los excesos de los conquistadores. Largo sería referir aquí los elogios de que le colman el franciscano Torquemada, el cronista Herrera, el bibliotecario don Nicolás Antonio, y otros muchos autores señalados de aquellos dos siglos. El mismo consejo de Indias donde tantas veces sus ideas y aun su persona fueron en un principio escarnecidas y desairadas, llegó después a negar el permiso de imprimir los libros en que se le impugnaba, dando por razón «que a este piadoso escritor no se le debía contradecir, sido comentarle y defender»257. Tan prodigosa mudanza habían hecho en menos de un siglo los hombres y las cosas.

Si se vuelven los ojos al estado en que se hallaban al tiempo en que el protector de los indios tomó sobre sus hombros aquella justa demanda, se ve que las disposiciones del Gobierno, aunque en lo general humanas y racionales no tenían a tan inmensa distancia autoridad bastante para hacerse obedecer. Los arrogantes conquistadores se negaban a reconocer límite alguno en el uso y abuso que hacían de su poder. Suya era la tierra, suyos debían ser los hombres, ella descubierta a fuerza de audacia y de peligros, ellos, constreñidos por sus armas a sujetarse a la dominación española, debían servir igualmente a su codicia y a sus caprichos. Librar de su opresión y de su yugo aquella raza degenerada y vil era despojar injustamente a los vencedores del fruto de sus fatigas y del galardón de sus servicios. Y siguiendo como regla de conducta estas sugestiones de su soberbia, se entregaron sin remordimiento alguno a aquel raudal de violencias que empañaron el lustre de sus maravillosas hazañas, y que sería mejor para nosotros probarnos a borrarlas de nuestra historia que intentar buscarles justificación ni aun disculpa.

La religión, indignada de servir de pretexto a tantos escándalos, alzó la voz contra ellos, y comenzó a acusarlos sin rebozo ni contemplación alguna delante de la opinión y delante de la autoridad. Fuerza fue oír esta voz y atender a estas reclamaciones: los que a nada tenían miedo tenían que temer a Dios. Los príncipes de la tierra y sus consejeros se vieron precisados a mostrarse consecuentes al celo que ostentaban por la propagación de la fe, y esta arma poderosa, manejada con tanta fiabilidad como vehemencia por los varones insignes que se destinaron a esta obra sublime, sirvió en gran manera a mitigar el mal, ya que por estar desde el descubrimiento identificado con la posesión del Nuevo Mundo, no fuese posible extirparle de raíz.

Casas fue el más digno intérprete de aquella sagrada inspiración, y el campeón más infatigable en tan generosa contienda. No hay duda que mostró en sus opiniones una tenacidad, una exaltación y una acrimonia que tocaba ya en injusticia, y participaba mucho de la intolerancia escolástica y religiosa de su tiempo pero a lo menos la tendencia de sus opiniones era favorecer una gran parte del linaje humano, indefensa y aniquilada por el mal trato de los que se habían arrogado el derecho de ser sus tutores, mientras que sus adversarios, adoleciendo de los mismos vicios, no tenían otro fin que el de sacar airosos a unos hombres de guerra que, por más que se los defienda, y por más servicios que se les supongan, no pueden ser considerados en la historia del Nuevo Mundo sino como un azote de la raza americana.

Cuando a mediados del siglo pasado la filosofía y la historia empezaron a examinar las doctrinas, los acontecimientos y los hombres según el bien o el mal que el género humano había recibido de ellos, al paso que se estremecieron de indignación y de lástima al ver los infortunios y desolación de los indios, no pudieron dejar de poner los ojos con igual entusiasmo que reverencia en los esfuerzos sublimes y filantrópicos de Casas. Perdonáronsele sus errores, perdonáronsele su exageración y su vehemencia: estas faltas, aunque hubieran sido mayores, desaparecían delante de aquel generoso impulso y benéfico propósito a que consagró todos los momentos de su vida y todas las potencias de su alma. Casas debió entonces crecer en aprecio y nombradía; y recomendado por la historia, preconizado por la elocuencia, su nombre ya no pertenece precisa y peculiarmente a la España, que se honrará eternamente con él; sino a la América, por los inmensos beneficios que la hizo, y al mundo todo, que le respeta y le admira como un dechado de celo, de humanidad y de virtudes.