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Casandra

Drama en cuatro actos

Benito Pérez Galdós



Arreglo de la novela del mismo título.

  —1156→  

Representose en el TEATRO ESPAÑOL de Madrid, el 28 de febrero de 1910.




REPARTO

PERSONAJES
 
ACTORES1
 
CASANDRA,   veinticinco años. SEÑORA COBEÑA.
DOÑA JUANA,   setenta ídem. SEÑORA CIRERA.
CLEMENTINA,   treinta y cinco ídem. SEÑORA LASHERAS.
ROSAURA,   treinta y siete ídem. SEÑORA BADILLO.
MARÍA JUANA,   diecisiete ídem. SEÑORITA GARCÍA PEÑARANDA.
BEATRIZ,   dieciséis ídem. SEÑORITA SAMPEDRO.
PEPA,   criada joven (servicio de DOÑA JUANA) SEÑORITA CAÑETE.
MARTINA,   criada madura (ídem id). SEÑORA ÁLVAREZ.
SEVERIANA,   criada de ROSAURA. SEÑORITA GONZÁLEZ.
LA INSTITUTRIZ SEÑORITA BARAL.
ALFONSO DE LA CERDA,   cuarenta años. SEÑOR RUIZ TATAY.
ISMAEL,   cuarenta ídem. SEÑOR COMES.
ZENÓN DE GUILLARTE,    cuarenta ídem. SEÑOR RAMÍREZ.
ROGELIO,   veintiséis ídem. SEÑOR CALVO.
INSÚA,   sesenta ídem. SEÑOR MANSO.
CEBRIÁN,   sesenta ídem. SEÑOR COBENA.
Dos niños pequeños, hijos de ROSAURA.
 

Época contemporánea.

 




ArribaAbajoActo I

 

Sala baja en el palacio de DOÑA JUANA. En el fondo, ventanal y puerta de cristales que dan al jardín. Dos puertas a cada lado: la segunda de la derecha es la de la capilla; la primera es puerta de servicio. La segunda de la izquierda conduce al salón: la primera, a las estancias interiores. En los paramentos de ambos lados, entre las puertas, cuelgan dos retratos grandes de medio cuerpo y tamaño natural. El de la derecha es de DOÑA JUANA; el de la izquierda, de DON HILARIO, y ambos ostentan moda y elegancia de 1870. Los muebles son de un lujo anticuado. Es de día. Derecha e izquierda se entienden las del espectador.

 

Escena I

 

DOÑA JUANA, señora tan respetable como adusta, vejancona y fláccida, cargadita de hombros, el rostro amarillo rugoso, la mirada oblicua; al andar se gobierna con un palo; viste de   —1157→   estameña parda o negra; está sentada junto a una mesita donde tiene apuntes de cuentas y libros de devoción; PEPA, criada joven y linda; MARTINA, madura, opulenta de carnes.

 

 (Entrando.) 

MARTINA.-  No se descuide la señora... Ya llegan.

DOÑA JUANA.-   (Disciplente.)  ¿Quién?

MARTINA.-   Los parientes de la señora.

DOÑA JUANA.-  Que esperen... No hay prisa.

PEPA.-  Vienen a felicitar a la señora por su mejoría.

DOÑA JUANA.-  Traerán la máscara de alegría... Pero yo, tras el cartón de las caretas, veo la tristeza de las almas desconsoladas... que lloran porque vivo.

PEPA.-  No piense mal la señora.

MARTINA.-   Vamos, que bien la quieren algunos.

DOÑA JUANA.-  Sí... Cierto que algunos me quieren. No puedo dudar del amor de Clementina, hija de mi querida hermana María. Pero su marido, el estirado prócer Alfonso de la Cerda, desea y aguarda mi muerte como agua de mayo, para derrochar mi dinero en máquinas de agricultura, que no sirven más que para hacer ricos a los ricos y más pobres a los pobres...  (A MARTINA.)  ¿Viste si con Clementina y Alfonso vienen sus dos niñas?

MARTINA.-  Sí, señora; ahí están Juanita y Beatriz... lindas, elegantitas...  (Por adulación.)  y tan religiosas que da gozo verlas.

DOÑA JUANA.-  Sí, sí: frecuentan el culto y rezan de carretilla, para que Dios les dé buenas dotes con que enganchar a marqueses o duques tronados. Decidme: ¿ha venido también mi sobrino Ismael?

MARTINA.-   El primerito que llegó.

DOÑA JUANA.-  El pobre Ismael es de los más desesperados en el plantón que mi vida les da. Pero ¿quién tiene la culpa de que Rosaura le haya salido tan paridora? En diez años de matrimonio, diez alumbramientos y ocho crías vivas... y lo que venga. ¿Qué beneficio trae al mundo ese nacer, nacer y nacer de criaturas?

PEPA.-   (Sin poder contenerse.)  Señora, es el amor que...

DOÑA JUANA.-   (Vivamente.)  ¿Tú que sabes, mozuela sin juicio? Aprende primero la virtud, y luego entenderás del amor honesto.

PEPA.-  No nos riña, señora, que somos buenas.

DOÑA JUANA.-    (Severa.)  Medianas y tolerables no más; gracias a mí, que os tengo bien sujetas y no os permito hablar con ningún hombre...

PEPA.-  Así es, señora, y estamos muy agradecidas.

MARTINA.-   Muy agradecidas.

DOÑA JUANA.-   (A PEPA, displicente.)  Retírate ya.

PEPA.-   (Con hastío retirándose.)  Vieja ñoña, quien te herede que te aguante.  (Dirígese a la puerta de la derecha inmediata al foro; y antes de salir entra INSÚA, y permanecen ambos un rato en la puerta secreteándose expresivamente.) 

DOÑA JUANA.-   (A MARTINA creyendo que ha salido PEPA.)  Vigílame a esa loca... Me ha dicho Paca la lavandera que le hace cucamonas un tipejo llamado «Apolo», no sé si por mal nombre...  (MARTINA se asusta: disimula su turbación.)  ¿Has visto tú algo?

MARTINA.-   Nada, señora. Creo que Paca ve visiones.

DOÑA JUANA.-  Un carpinterillo fantasioso, que viste ropa muy ajustada... ¡qué indecencia!... como los toreros. ¿Dices que es cuento?

MARTINA.-   Así lo creo.

DOÑA JUANA.-  No la pierdas de vista...

MARTINA.-   Así lo haré. Descuide la señora.

DOÑA JUANA.-   (Advirtiendo el cuchicheo de INSÚA.)  ¿Quién es?

INSÚA.-   (Avanzando.)  Soy yo, señora.  (Desaparece PEPA; se va tras ella MARTINA.) 



Escena II

 

DOÑA JUANA e INSÚA.

 

DOÑA JUANA.-   (Sorprendida.)  ¡Insúa!... No le he sentido entrar. ¿Hablaba usted con Pepa?

INSÚA.-   Le daba un recado para mi escribiente. Que no me espere en el despacho, y que puede marcharse.  (Se sienta junto a DOÑA JUANA.)  ¿Y qué tal? Bravamente... mejorando cada día.  (Con lisonjero optimismo.)  Un desvanecimiento sin importancia... Pero ya pasó... muy bien... ya pasó.

DOÑA JUANA.-  Es tarde: despachemos.

INSÚA.-   (Saca lentes de oro y papeles.)  La liquidación de las cuentas del   —1158→   año anterior da un sobrante de pesetas dos millones trescientas doce mil, después de cubiertos todos los gastos de casa y entretenimiento...

DOÑA JUANA.-  Y el sinfín de pensiones, socorros y alivios que destino a mis parientes...

INSÚA.-  Atendido todo, gasta usted menos de la cuarta parte de sus rentas... ¡Ah señora!... otros años, por este tiempo, cuando yo presentaba a usted la liquidación total, con un sobrante de millón y medio o dos millones de pesetas, disponíamos la compra de una dehesa más, para agregarla a ese inmenso grupo de propiedad que don Hilario y usted han formado en una veintena de años, y que llaman por ahí «el latifundio de doña Juana».

DOÑA JUANA.-  Ya no más. Pongo punto a la consolidación de propiedad rústica... que es un estorbo... bien lo sabe usted... para mi magno plan... Y a propósito: ¿ha pensado usted en la forma de transmisión...?

INSÚA.-   Es facilísimo. Ayer, como usted me indicó, vi al amigo Cebrián, que ya tiene estudiados los aspectos jurídicos de la cuestión. Me ha dicho que hablará con usted...

DOÑA JUANA.-  Esta tarde le espero. Tengo en mi capilla rosario, plática y salve, y Cebrián es de los que no me faltan.

INSÚA.-  Cebrián opina, como yo, que antes de ocho días puede quedar todo despachado y concluso.

DOÑA JUANA.-  Así lo espero. Sigamos.

INSÚA.-    (Apunta. Saca otro papel.)  «Lista de socorros». Conforme a las órdenes que usted me dio, entregaré a su sobrino Ismael los cinco mil duros que pidió para construir los nuevos modelos de ascensor hidráulico.

DOÑA JUANA.-  ¿Cinco mil duros... a ese loco?

INSÚA.-   La señora, delante de mí, si no estoy trascordado, dijo a Ismael que contara con...

DOÑA JUANA.-  Quizá ofrecí los cinco mil duros hallándome en los albores del ataque... Mi cabeza ya no estaba firme... mi razón se desvanecía entre celajes... No vale, no vale lo que dije... Borre usted, Insúa.

INSÚA.-  Borro... Clementina espera... Entiendo que habló con usted.

DOÑA JUANA.-  Sí; daré a Clementina el auxilio de treinta mil reales que me ha pedido para equipar decorosamente a sus niñas y llevarlas a Biarritz...

INSÚA.-   (Apunta.)  Siete mil quinientas pesetas a Clementina... ¿Y al sobrino de su esposo de usted, Zenón de Guillarte?

DOÑA JUANA.-  ¿A ese figurón extravagante y cínico? Su mensualidad, y gracias.

INSÚA.-   No he contestado a la petición de Rogelio, porque usted me dijo que le llamaría, que hablaría con él...

DOÑA JUANA.-   (Asaltada de inquietudes.)  ¡Rogelio!... Ese es el punto delicado, la llaga, la herida... El hijo natural de mi esposo, el fruto maldito de la infidelidad, me trae estos días muy cavilosa...

INSÚA.-   (Mirándola por encima de los lentes.)  El testamento de Hilario es bien explícito... En una sola cláusula legó a su hijo medios materiales de vida, y le impuso un freno moral.

DOÑA JUANA.-  A uno y otro fin debo atender.

INSÚA.-  Ya sabe usted que vive con una moza guapísima, llamada Casandra...

DOÑA JUANA.-  Sí... hija de un famoso escultor... He tomado informes...

INSÚA.-  ¿Y sabe usted que Casandra es madre de dos niños?

DOÑA JUANA.-  Lo sé... ¡Qué pena! ¡Infelices hijos criados entre un padre loco y una madre aventurera!

INSÚA.-   (Denegando con respeto.)  Debo indicar a usted que nunca oí nada malo de la hermosa Casandra.

DOÑA JUANA.-  Buena será quizá... Hay casos.

INSÚA.-    (Curioso, tratando de penetrar en el pensamiento de la señora.)  Me dijo usted que su plan magno se relaciona en cierto modo con Rogelio...

DOÑA JUANA.-  No, Insúa. En su conjunto y fines altos, mi plan está muy por cima de esas miserias; mas para poder efectuarlo con desahogo es forzoso que liquide ciertas obligaciones de conciencia...

INSÚA.-  Ya... ¿Quiere usted que llame a Rogelio?

DOÑA JUANA.-  Ayer le vi... hablamos... Le dije que, sin ver y tratar a esa Casandra, no puedo determinar la forma y calidad de la protección que debo dar al hijo de mi esposo... Dígale usted que esta tarde, después de mi fiesta religiosa,   —1159→   me traiga esa preciosidad... Hay que verlo todo, hasta las hermosuras de carne.

INSÚA.-  Muy bien.  (Se levanta.)  Y ya es hora de que empiece el besamanos.

DOÑA JUANA.-  Sí... Pero que no entre toda la caterva de una vez. No está mi cabeza para tanto barullo.

INSÚA.-    (Dirígese a la puerta. Aparece SATURNO, criado viejo, al cual da órdenes.)  Que pasen los señores marqueses del Castañar.  (Se despide afectuosamente. Saluda a los marqueses. Retírase.) 



Escena III

 

DOÑA JUANA, CLEMENTINA, DON ALFONSO, MARÍA JUANA y BEATRIZ.

 

CLEMENTINA.-   (Corriendo hacia DOÑA JUANA.)  ¡Tía del alma!

DOÑA JUANA.-   (Abrazándola.)  ¡Clementina... hija!

ALFONSO.-  ¿Qué tal, señora?

DOÑA JUANA.-  Querido Alfonso, ya estoy bien: ya pasó el arrechucho.  (A las niñas.)  Venid a mis brazos, María Juana y Beatriz.

MARÍA JUANA.-  ¡Qué alegría!  (Ambas la besan.) 

BEATRIZ.-  Buen susto nos hemos llevado.

CLEMENTINA.-  Muy enojada, pero muy enojada con usted... ¡Estar tan malita y no decir una palabra!

BEATRIZ.-  ¡No mandarnos un recadito!

ALFONSO.-  Nada supimos.

MARÍA JUANA.-  La primera noticia que llegó a casa fue que ya estaba mejor.

DOÑA JUANA.-   Más vale así. Os evité un disgusto.

CLEMENTINA.-  Pero nos privó del consuelo de asistirla.

ALFONSO.-   Y ¿qué ha sido al fin?

DOÑA JUANA.-  Un imprevisto achaque, distinto de los que ordinariamente padezco... o quizá el que viene como avisador de un fin próximo.

CLEMENTINA.-  Por la Virgen, no diga esas cosas.

DOÑA JUANA.-  A mí no me asusta la muerte, pues para ella estoy, gracias a Dios, bien preparada. Demasiado sé que nuestra vida es un castigo, la muerte un indulto. ¿Qué hacemos en este presidio? El único solaz que en él hallamos es pedir a Dios que nos dé libertad y nos lleve consigo.

BEATRIZ.-  Tiíta, no nos hables de cosas tristes.

DOÑA JUANA.-  Hablaré de lo que queráis.  (Les indica que se sienten.)  Vosotras a mi lado.  (Las niñas se sientan a un lado y otro de DOÑA JUANA; DON ALFONSO permanece en pie.)  Dime, Alfonso: ¿qué tal, qué tal esas campañas agrícolas? ¿Van bien?

ALFONSO.-  A un soldado que pelea sin armas no le pregunte usted por sus victorias.

DOÑA JUANA.-  Ciego estás, Alfonso, si no ves que en tierra de Castilla serán siempre perdidos tus esfuerzos. El suelo rapado y seco, los ríos sin agua y los montes desnudos, han dado de sí santos y guerreros; nunca darán labradores primorosos.

ALFONSO.-   Guerreros y santos da también ahora la tierra campa de Castilla; pero los santos son de los que acaban en el infierno: los guerreros, de los que concluyen apaleados, como el generoso Don Quijote... Eso es hoy el agricultor castellano: santo condenado y guerrero sin gloria.

DOÑA JUANA.-  No te canses; no porfíes con la Naturaleza, con Dios, que creó los países pobres para fundar en ellos las escuelas de la humildad y la paciencia.  (ALFONSO y CLEMENTINA se miran de soslayo, refrenando su enojo.) 

ALFONSO.-   Yo, señora, creo que Dios nos ha dado los países yermos y huraños para que los hagamos hospitalarios, risueños. Se educan las tierras como las personas, y se doman los campos como las fieras.

DOÑA JUANA.-   (Con frase cortante y seca.)  Eso será muy bonito; pero es un disparate.

CLEMENTINA.-   (Acudiendo en apoyo de ALFONSO.)  Sus empresas, tía, no le parecerían a usted desatinadas si las conociera bien. Trabaja con fe y ahínco, y usted debe ayudarle para que veamos el fruto de tantos afanes.

DOÑA JUANA.-  Yo le ayudo... como puedo. Y no voy más allá, porque los tiempos están malos.

ALFONSO.-    (Desabrido, irónico.)  Malos, sí: malos están siempre... Y esa ruindad de los tiempos no acabará mientras los españoles no aprendamos a prestarnos auxilio unos a otros; mientras los   —1160→   que poseen con exceso no alarguen su mano a los que sufren escasez, a los que, cargados de hijos y de obligaciones duras, no pueden vivir ni respirar... Malo está y estará todo mientras el egoísmo sea ley de las almas.

DOÑA JUANA.-   (Con afectado celo y tonillo eclesiástico.)  ¡El egoísmo! Cierto que es la primera de las plagas humanas. Para combatirlo, cultivemos con preferencia los campos del espíritu.

ALFONSO.-   Tengo cinco hijos que mantener y obligaciones que cumplir. Sin dejar de dar al cielo lo que es del cielo, doy a la tierra lo suyo.

DOÑA JUANA.-   (Vivamente.)  Sí; pero no te conformas con la voluntad de Dios.

ALFONSO.-   (Con igual viveza.)  Sí me conformo... Nos conformamos demasiado. Mi voluntad es reflejo de la de Dios, y Dios me manda que...  (BEATRIZ, próxima a su padre, le tira de la levita.) 

DOÑA JUANA.-  Pero no te incomodes, hijo.

CLEMENTINA.-  ¡Alfonso, por Dios!...  (A DOÑA JUANA.)  No le haga usted caso... Es un disputador incorregible.

DOÑA JUANA.-   (Con forzada jovialidad, que torpemente oculta su orgullo.)  Nada... siempre que nos vemos Alfonso y yo, nos peleamos. Él es terco; yo, más. Cada cual suelta sus terquedades, y luego... tan amigos.

CLEMENTINA.-   (Bruscamente, queriendo variar de tema.)  Hablemos de otra cosa. Ya sé, tía, que esta tarde tiene usted gran fiesta en su capilla.

DOÑA JUANA.-   (Gozosa.)  Sí... Ya iba a deciros que os deis por invitadas. Tengo plática... Cantarán las niñas de San Hilario.

MARÍA JUANA.-   ¡Ay, qué gusto!... ¡y poco que me gusta a mí la plática!

BEATRIZ.-  Y a mí el coro de niñas... Cantaremos con ellas.

DOÑA JUANA.-   (Las besa.)  Niñas del alma, mucho me agrada que prefiráis este recreo del espíritu a los paseos vanos y a la cháchara frívola con amiguitas sin seso.  (Entra MARTINA y anuncia en voz baja a la señora que han llegado los reverendos Sacerdotes.)  Ya es la hora.  (Se levanta impaciente y con dificultad, ayudada por CLEMENTINA.)  Vamos...  (Coge su bastón. Toma el brazo de CLEMENTINA.)  Acompañadme a mi catedral casera. Veréis qué bonita está...  (A ALFONSO.)  A ti no te digo que vengas... Temo que te fastidies.

ALFONSO.-   Sí, señora; me aburro.  (Corrigiéndose con presteza.)  No, no; he querido decir que...  (Entra ISMAEL presuroso por el fondo; saluda a DOÑA JUANA. Es hombre de cuarenta años, regular figura, por demás inquieto y nervioso, el genio pronto, el pensamiento rápido, la voz y el mirar siempre delante del pensamiento.) 



Escena IV

 

Los mismos e ISMAEL.

 

CLEMENTINA.-  Ya está aquí mi hermano.

ISMAEL.-   Perdóneme, querida tía, si rompo la consigna. Tan impaciente estaba por felicitar a usted... que no he podido contenerme.  (Le besa la mano.) 

DOÑA JUANA.-  Tonto, ¿por qué no has entrado antes? ¿Y tu mujer?

ISMAEL.-   Pronto vendrá. Quedó arreglando la chusma infantil para mandarla de paseo.

DOÑA JUANA.-  Tampoco a ti te instaré para que vengas a mi capilla. Quédate con Alfonso, que, como tú, no gusta de fiestas religiosas, aunque por agradarme haya dicho lo contrario.

ALFONSO.-    (Confuso.)  He dicho sinceramente que...

DOÑA JUANA.-  Quedaos, digo. Aquí os divertiréis más, parloteando de vuestros negocios...  (Con marcada unción.)  que Dios prospere, aumente y bendiga.  (Vase por la derecha, apoyada en CLEMENTINA y seguida de las niñas.) 



Escena V

 

Con ALFONSO e ISMAEL.

 

ISMAEL.-   (Como azarado, paseándose de largo a largo.)  Lléveme el diablo si no está enteramente loca.

ALFONSO.-    (Sereno y burlón.)  Y un loco hace ciento, querido Ismael, porque tú lo estás de remate.

ISMAEL.-   No es locura, es rabia. Figúrate que acabo de ver al reverendo administrador don Damián Insúa...

ALFONSO.-   Ya entiendo. La entrega de los cinco mil duros se aplaza... ¿por cuántos días?

  —1161→  

ISMAEL.-   Las promesas de esta buena señora nos traen la alegría del mañana... Luego se van, se van...  (Párase un momento.) 

ALFONSO.-  ¿Adónde?

ISMAEL.-   A la consumación de los siglos.  (Sigue su paseo vertiginoso.) 

ALFONSO.-    (Riendo.)  Piensa doña Juana que eres eterno, como ella.

ISMAEL.-    (Parándose ante ALFONSO.)  Dime, Alfonso... pero con sinceridad: ¿crees tú que mi tía es santa, como dice la gente?

ALFONSO.-  No sé qué responderte. No entiendo yo bien las psicologías de la santidad. Juzgando a doña Juana por los efectos de su carácter sobre mi familia y sobre mí, no vacilo en asegurar que es la mujer más mala que Dios ha echado al mundo.

ISMAEL.-    (Caviloso.)  No tanto... no. La verdad es que a Clementina y a mí, sus sobrinos carnales, nos ha trastornado con las esperanzas que nos arroja al rostro, como polvillo de oro que nos deslumbra, nos ahoga... y nos ciega.

ALFONSO.-   (Con repugnancia del asunto.)  Así es. Pero ¿a qué hablar de eso?

ISMAEL.-  Yo no sé hablar de otra cosa. Parece natural que a mí, su sobrino carnal, pobre, creador de familia, trabajador en varias industrias, me auxilie con algún capital... Con que me diera los intereses del lote que me tiene destinado en su testamento, me haría feliz. No quería yo más para vivir en mis glorias, labrando nueva riqueza, multiplicando familia y productos industriales... Y en el propio caso estás tú... Que te dé una parte de las rentas del «latifundio» y transformarás tus campos míseros...

ALFONSO.-   (Amargado, le interrumpe.)  Cállate... No me trastornes... Resuelto estoy a desentenderme de las vanas esperanzas de mi esposa... Sustituyo la paciencia con la confianza en mí mismo... Trabajaré como un pobre hidalgo de secano... No valgo yo para sobrino pordiosero: ni soy tan flaco de moral que subordine mis cálculos a la muerte de una persona, y descuente las ventajas de una herencia... que podrá ser... Podrá no ser...

ISMAEL.-   Ha de ser, Alfonso... Cree como yo, y espera...

ALFONSO.-    (Viendo entrar a ROSAURA.)  Cuéntale todo eso a tu cara mitad...



Escena VI

 

DON ALFONSO, ISMAEL y ROSAURA. Su modestia no da publicidad a sus virtudes, más excelsas por ser inconscientes, luminosas tan sólo en la oscuridad.

 

ROSAURA.-   (Risueña.)  Alfonso, Dios te guarde. No creí yo encontrarte en el besamanos.

ALFONSO.-    (Irónico.)  ¡Cómo había de faltar yo a esta solemnidad!

ISMAEL.-  ¿Has visto a Insúa?

ROSAURA.-  Sí...  (Con tristeza.)  Ya me ha dicho...

ISMAEL.-  Un desengaño más, Rosaura. Mañana mismo cierro el taller y despido a mis operarios.

ALFONSO.-  ¿Y ustedes, en ese subir fatigoso por la cuesta de las promesas, aún esperan...?

ISMAEL.-   Con media lengua fuera esperamos... Nuestro sino es creer que tarde o temprano mi tía nos sacará de penas.

ROSAURA.-   (Suspirando, se sienta.)  Pues que sea pronto, hijo, porque yo estoy cansadísima.

ALFONSO.-    (Con galante admiración.)  Nadie como tú, amiga mía, tiene derecho al descanso. Pero no lo tendrá. La Humanidad rara vez sabe premiar a sus grandes heroínas. La corona de descanso y paz que tú mereces. Rosaura, no se la pidas a la gazmoñería.

ROSAURA.-  Ni merezco coronas, ni espero tener descanso hasta que me muera.

ALFONSO.-  Extraordinaria mujer tienes, Ismael. Desamparados de doña Juana, trabajo les mando para navegar con tanta familia en una cáscara de nuez... por mares revueltos...

ROSAURA.-  Navegamos... porque sabemos guardar el equilibrio en medio de tales tumbos... Yo trabajo como una esclava... Por virtud de nuestra economía, y de algún milagro de Dios, ello es que mis ocho hijos comen lo necesario y van vestiditos con decencia.

ALFONSO.-   Sin darnos cuenta de ello, cultivamos todas las virtudes. La tía acabará por hacer perfectos a todos sus herederos... Dime, Rosaura, ¿quién ha quedado en el salón?

ROSAURA.-  No he visto más que a Ventura Nebrija con sus hijas.

ISMAEL.-   Es el pariente más lejano de   —1162→   doña Juana, y el más afortunado, según dicen, por haber dedicado a sus hijas a la sastrería santurrona. Hacen trajes para el Niño Jesús.

ROSAURA.-  No murmures, marido mío. ¿Y Rogelio no está?

ISMAEL.-  Rogelio entró conmigo. En mitad del jardín le perdí de vista... También quedó en el jardín Zenón, paseándose a la sombra y hablando con los árboles.

ALFONSO.-   (Mirando por el ventanal.)  ¿Por qué no sube? Lo que dice a los árboles que nos lo diga a nosotros, y nos divertiremos con su filosofía desesperada.  (Vuelve al proscenio.)  Creí que el primer concurrente al besamanos sería Rogelio, el pariente más favorecido de doña Juana, según parece.

ISMAEL.-    (Sintiendo pasos.)  Alguien viene. Paréceme que es Rogelio.  (Mira por el fondo.)  No; es el gran filósofo cínico y somnámbulo, Zenón de Guillarte.



Escena VII

 

Los mismos y ZENÓN DE GUILLARTE. Entra en escena por el fondo, hablando a los aires, y ayudando su monólogo con discreta acción de la mano derecha. Esconde la izquierda en la solapa. No repara en sus amigos, que le miran sin asombro y le oyen risueños.

 

ZENÓN.-   Y si es ley inconcusa que la Naturaleza tiene horror al vacío, no lo es menos que esa misma Naturaleza se apresura a llenarlo, así en las magnitudes del Universo como en las pequeñeces de la existencia individual... Yo sostengo, y lo probaré cuando se quiera, para que los más incrédulos se penetren de estas verdades; yo afirmo y demuestro que el derecho a la vida será una vana fórmula si no lo consagráis con la equitativa distribución del riego monetario...

ROSAURA.-  ¡Eh, somnámbulo... que estamos aquí!

ISMAEL.-  Zenón de Guillarte, ¿no ves a tus amigos?

ZENÓN.-   (Como quien ve y no ve.)  Ya os he visto.

ALFONSO.-  Del riego monetario tratábamos aquí.

ZENÓN.-    (Fijándose vagamente en ellos.)  Alfonso, Rosaura, Ismael, borregos del rebaño de la paciencia, tengo el honor de saludaros...

ISMAEL.-  Te escuchamos como a la propia Sabiduría.

ZENÓN.-   Digo que si mi tío, hermano de mi buena madre...  (Señala el retrato.)  vedle allí... si mi tío ilustre, don Hilario de Berzosa, primer marques de Tobalina, designó por heredera de sus cuantiosos bienes a su dignísima esposa...  (Señala el retrato.)  vedle qué guapetona y elegante... encargándole que mirase por todos los parientes de él y de ella; si la antedicha señora... contemplad la serenidad de su rostro... no se muere sin distribuir entre los afines su colosal riqueza, tocándome a mí un puñado de valores mobiliarios, que suben a sesenta mil duros, yo debo estar muy agradecido a mi señora doña Juana y a mi señor tío don Hilario.

ALFONSO.-  Pero, di, Zenón, ¿agradeces dormido o despierto?

ISMAEL.-   Este ve en sueños mundos rosados.

ROSAURA.-  Nosotros tenemos paciencia; él, no.

ISMAEL.-  Nosotros trabajamos; tú haces vida de club.

ALFONSO.-  Abandona su voluntad a la embriaguez vesánica en la sala del crimen.

ROSAURA.-  Se da vida de príncipe: viste con lujo, come a lo grande.

ISMAEL.-   Y en su incorregible manía de grandezas, alterna con duques y millonarios...

ZENÓN.-  Alterno con mis amigos de toda la vida. ¿Qué culpa tengo de haber nacido en cuna de plata sobredorada, por no decir de oro?

ROSAURA.-  Es latón que se empeña en parecer plata.

ZENÓN.-   ¿Queréis que me dedique a fabricar cestas o escobas, a pegar carteles o a vender cerillas? No; no he nacido para menesteres bajos. Dadme dinero, y lo multiplicaré sin abandonar mis hábitos de gran señor... Que me anticipe doña Juana el capitalito asignado en su testamento, y yo haré maravillas... me dedicaré a la granjería, que estimo más provechosa y, si me apuran, más apropiada a la moral incierta de estos tiempos; cultivaré la honrada, la santa usura, contra la cual hemos dicho mil denuestos los que fuimos sus víctimas.

ISMAEL.-  No va descaminado. Rómpase la tradición sentimental.

ALFONSO.-   Su paradoja es humorística,   —1163→   y encierra un fondo de venganza lógica.

ZENÓN.-   Devorado por la terrible usura, me vuelvo a ella y le digo: «Yo, tu víctima, seré ahora tu amigo. Monstruo, ante tus altares me inclino y de tu Corte quiero ser cortesano. Devuélveme, ¡oh vampiro mío!, la sangre que me chupaste».

ROSAURA.-  ¡Qué atrocidad! Pero ¿tomáis en serio estas aberraciones?

ZENÓN.-   (Vuelvese hacia el retrato de DON HILARIO y habla con él como con una persona viva.)  Desde la mansión de los justos, donde mora, mi noble tío me sonríe, me felicita, me aplaude. ¿Verdad, amado señor, que gozarás viéndome seguir tu huella gloriosa? ¿Qué hiciste tú en tu fecunda vida más que practicar la dulce usura?  (Encarándose con el retrato de DOÑA JUANA.)  Y vos, señora dulcísima ¿me negaréis que sois la mayor y más sublime usurera?

ROSAURA.-  ¡Eh, Zenón, hasta ahí podían llegar las bromas!

ZENÓN.-   Miradla. Me sonríe cariñosa. Afirma con la cabeza.

ROSAURA.-  No sonríe, no dice sino que eres un farsante.

ZENÓN.-  Ha dicho que sí con la cabeza. Sed testigos, Ismael y Alfonso.  (Estos ríen.)  Y se ha reído al dar la cabezada.  (Habla con el retrato.)  Vos, noble dama, tenéis una bendita hucha que llamáis caridad, beneficencia, donativos de piedad y devoción, amparo a los parientes menesterosos. En esta hucha soberana vais poniendo cada día partículas de vuestras copiosas rentas... Queréis juntar así un inmenso capital de gloria. ¿No es esto una imposición de fondos a interés compuesto, un Montepío de la Bienaventuranza eterna?

ISMAEL.-  Confiesa, Zenón, que eres sacrílego.

ROSAURA.-  ¡Tonto! Maldita gracia me hacen a mí esos desatinos.

ZENÓN.-   La misma gracia me hace a mí ser pobre...  (Óyense por la derecha acordes lejanos de órgano.) 

ROSAURA.-  Avanzada está la función en la capilla. Pero aún falta mucho para que concluya.  (Impaciente, se levanta.)  ¡Y yo aquí, con tanto que tengo que hacer en mi casa!

ALFONSO.-  ¿Te vas? A doña Juana le sabrá mal que no pases a la capilla.

ROSAURA.-  Y tú, ¿por qué no vas?

ALFONSO.-   Porque en ese acto piadoso estoy representado por mi mujer y mis hijos.

ROSAURA.-  ¿Está ahí Clementina? Pues no me voy sin verla. Acompáñame, Alfonso. Nada pierdes con que doña Juana te vea en su catedral casera.  (A su marido.)  Ismael, ¿te quedas?

ISMAEL.-   Luego iré.  (Entra ROGELIO por la derecha, puerta de la capilla.) 

ROSAURA.-  Rogelio, ¡qué aparición! ¿Vienes de la capilla?

ROGELIO.-   (Restregándose los ojos como luchando con el sueño.)  Vengo huyendo del fastidio. Me espantaba la idea de quedarme dormido frente a...

ROSAURA.-  Frente a doña Juana; dilo.

ISMAEL.-   Ahora empezará a plática.

ROSAURA.-   (Irónica.)  Pues Alfonso y yo queremos oírla.

ALFONSO.-   (Resignado.)  Vamos.  (Vanse ROSAURA y ALFONSO hacia la capilla.) 



Escena VIII

 

ISMAEL, ZENÓN y ROGELIO, que se sienta en un sillón luchando aún con su somnolencia.

 

ISMAEL.-  Pues aquí nos tienes discurriendo el modo de hacernos usureros.

ZENÓN.-   Y sobre el caso he pedido consejo a tu augusto padre, a quien tienes colgado de esa pared, imponente y grandioso con su banda de Carlos Tercero. El buen señor me ha dicho que con los particulares no pasaba del cincuenta por ciento, pero que con el Estado se corría hasta el doscientos.

ROGELIO.-    (Siéntase.)  Dejad en paz a mi padre. Yo le respeto, aunque en rigor no le debo más que la vida, donativo poco estimable cuando es vida desnuda de recursos.

ISMAEL.-  Mala partida te jugó tu don Hilario engendrándote para vida pobre.

ZENÓN.-   Mejor habrá sido para ti que te dejara nadando en la nada de la mente divina.

ROGELIO.-  He tenido la mala sombra de salir al mundo en la peor casilla social, donde patalean los hijos ilegales de padre casado y rico y de madre soltera y pobre. Infusorio soy, que bebo y vomito sin cesar el agua de la gota en que me ha tocado vivir. Dependo del arbitrio de doña Juana, que viene a ser mi madrastra póstuma.

  —1164→  

ISMAEL.-   Y ¿cómo no viniste a preguntar por ella cuando estuvo tan malita?

ROGELIO.-   No lo supe. Ignorándolo, me libré del oprobio de alegrarme de su enfermedad.

ZENÓN.-   Yo sí lo supe y unas seis veces al día me informaba de su estado, poniendo al entrar aquí una cara muy triste2* (Hablando con el retrato.)  Noble y santa señora, yo me permito preguntaros: ¿Por qué no procedéis con estos tristes parientes en forma tal que nos inspiréis amor? Unos os llevarían sobre sus hombros contando loores y otros bailarían delante de vos, como David delante del Arca.  (Sigue hablando solo por el fondo de la habitación y entra un rato en la capilla.) 

ISMAEL.-   (A ROGELIO.)  Ya te habrá dicho Insúa que doña Juana quiere que te traigas a Casandra hoy mismo.

ROGELIO.-  Sí, y esto me llena de confusión... ¿Qué querrá hacer con nosotros esa mujer?... Tú has dicho que el carácter y la conciencia de tu tía son un misterio impenetrable. Yo creo conocer ese carácter, Ismael. Yo te aseguro que doña Juana lleva consigo el diablo de los celos y de los rencores de mujer contra mujer. ¿No lo entiendes? Doña Juana aborreció a mi pobre madre; me aborrece a mí, nacido de la infidelidad conyugal... Soy el espurio, el maldito...

ISMAEL.-   Según ella, naciste malo, y la falta de educación te hizo peor.

ROGELIO.-   Claro. Mi madre era muy buena, pero educar no sabía. Murió antes de ser vieja y antes de que el ramillete de su hermosura se ajara... Quedé solo. Doña Juana, estéril, siguió aborreciendo a mi madre después de muerta, porque soy el hijo que don Hilario quiso tener fuera y lejos de ella.

ISMAEL.-   Basta.

ROGELIO.-   No he concluido. Abandonado de mi padre, mirado de través como una vergüenza, crecí en libertad, dejé correr la imaginación, me embriagué en las cosas fáciles, amé la Naturaleza y en ella puse el nido de mis creencias. Era romo el salvaje que funda su vida en los elementos primarios: el miedo, el valor, el placer, el misterio... me sentía en un medio mitológico y miraba la sociedad como un mundo extranjero, al cual no había de pertenecer nunca... En esta vida libre y desmandada conocí a Casandra. Enamorados yo de ella y ella de mí, me la llevé a mi vida suelta y tormentosa. Éramos felices en nuestro desorden, y entregados al azar y al tiempo, sin conocer de este más que el día presente, gozábamos la tranquilidad de los pájaros errantes en país donde no existen cazadores.

ISMAEL.-   No; que al fin os cazó doña Juana... a ti por lo menos.

ROGELIO.-   Me cogió en las redes de una pensioncita para vivir medianamente.

ISMAEL.-   Y traído a la vida regular, te has reformado.

ROGELIO.-   Mi reformadora es Casandra, en quien veo una gran maestra, educadora de pueblos, pues me ha educado a mí, que soy todo un pueblo por la complejidad de mis rebeldías...

ISMAEL.-  Pues cuando doña Juana te llama, cuando llama también a tu mujer libre, deseosa de conocerla, será que quiere aumentar sus favores. Pretenderá casaros...

ROGELIO.-    (Con expresión de disgusto.)  ¡Valiente favor!

ISMAEL.-  La misma Casandra, que ve claro y lejos en los horizontes de la vida, no desea otra cosa... Con tus intransigencias no se puede vivir en sociedad, Rogelio. Cásate, y obtendrás de doña Juana favores más positivos.

ROGELIO.-   Yo no quiero de tu tía más que lo que me pertenece por disposición de su esposo. Sé que mi padre, apiadado de mí en sus últimos años, dispuso que una parte de sus riquezas pasara a mis manos. Ese montoncito de oro me pertenece, es mío; lo necesito para completar mi existencia, y doña Juana tiene la obligación de dármelo.

ISMAEL.-  Sí... pero... conviértete, amigo querido, a la religión de la flexibilidad y haz una discreta, una sutil abjuración de tus rebeldías.

ROGELIO.-   (Dudando.)  No sé, no sé.

ISMAEL.-  Ponte en la razón... no seas imaginativo en grado de locura. Sé menos poeta y más hombre, Rogelio.

ROGELIO.-   Soy lo que soy y no puedo ser de otra manera. Mis amores son Casandra, mis hijos, el sol, mi libertad, sol y cielo de mi espíritu. Todo esto lo poseo; me falta un bien que anhelo y no quiere ser mío: el oro.

ISMAEL.-    (Alegre, risueño.)  El sol, reducido   —1165→   a cosa manejable, que se da o se toma y se mete en el bolsillo.

ZENÓN.-   (Hablando solo frente a la puerta de la capilla.)  Estoy conforme, absolutamente conforme con todo lo que ha dicho el señor predicador, que en este momento veo bajar del púlpito. Yo no he tenido el gusto de oírle; pero...  (Óyese el órgano.) 

ISMAEL.-   (Riendo.)  ¡Tonto!... ¿Con quién hablas?

ZENÓN.-   (Avanzando hacia sus amigos.)  Decía que, sin haber oído el sermón, lo celebro, lo aplaudo...

ROGELIO.-   ¿Habrá dicho que doña Juana es una santa?

ZENÓN.-   Y si no lo ha dicho, lo digo yo, lo sostengo, lo hago cuestión personal.

ISMAEL.-  Así, así se gana el cielo.

ROGELIO.-  O la tierra.



Escena IX

 

Los mismos, CLEMENTINA y ROSAURA, que vienen de la capilla.

 

CLEMENTINA.-  Aquí respiro... El olor de la cera y el moscosuena de la plática me han levantado dolor de cabeza.

ROSAURA.-  Pues yo, a media plática, tuve que pellizcarme para no dormirme.

CLEMENTINA.-  Ya conocí yo que tu atención no era muy intensa y que, rezando con la boca, tenías el pensamiento en tu cocina.

ROSAURA.-  No pensaría en ella si tuviera yo unos ángeles que, mientras rezo, me hicieran la comida, como aquellos de San Isidro, que araban mientras el santo estaba en oración.

CLEMENTINA.-  Amiga mía, ten fe, y no te faltarán ángeles cocineros, barrenderos...

ROSAURA.-  Y que vayan a la compra y me arreglen a los hijitos.

CLEMENTINA.-  Todo eso podrás tener. Oye otra cosa: parece que doña Juana ha citado a esa para una entrevista familiar. ¿Conoces a esa mujer?

ROSAURA.-  Sí; vivimos Casandra y yo en la misma calle. No tengo por qué ocultar que somos amigas.

CLEMENTINA.-  Y ¿qué idea has formado de ella?

ROSAURA.-  Que se equivocan los que ven en Casandra una mujer desordenada y voluntariosa... Tiene bastante gobierno, es muy viva y despierta, cariñosa de trato, pronta de genio... empecé por compadecerla y acabé por admirarla.

CLEMENTINA.-  ¿Y los niños?

ROSAURA.-  Son preciosos. En mi casa los tengo alguna tarde jugando con los míos. Su madre los adora y los lleva muy bien arregladitos.

ZENÓN.-  Por lo visto, las señoras también se aburren ahí dentro y salen al pórtico de la catedral a distraerse con un poquito de cháchara y murmuración.

CLEMENTINA.-  Ni nos aburrimos allá ni aquí murmuramos.

ROSAURA.-  Mientras nosotras rezamos, usted aquí despellejando al prójimo.

ZENÓN.-   Yo despellejo blandamente, sin hacer daño, y también rezo... a mi modo.

ISMAEL.-  Pues no vale rezar en el pórtico. La función no ha concluido, y aquí viene el señor de Cebrián reclutando a los prófugos. Todos tenemos que ir allá.

ROSAURA.-   (Pesarosa.)  ¡Ay Dios mío!



Escena X

 

Los mismos y CEBRIÁN, señor de edad madura, muy pulcro, finísimo, de habla melosa y exquisita cortesía.

 

CEBRIÁN.-    (Entra por la capilla.)  Clementina, Rosaura, perdonen mi atrevimiento, pero debo decirles que la señora doña Juana parece un poquito lastimada de que sus sobrinas no estén presentes en esta parte de la función, que es la más interesante, la más tierna sin duda.

ROSAURA.-  ¡Todavía más!

CEBRIÁN.-   En este momento la piadosa señora se digna obsequiar con una rica merienda a las niñas del colegio de San Hilario, que han venido a cantar. Ella misma les sirve. Vengan, vengan. Y la propia advertencia me permito hacer a estos dignos caballeros. ¡Será tan grato la señora verles allí!

CLEMENTINA.-  Iremos, sí; pero...

ROGELIO.-    (A la derecha, aparte, a ISMAEL.)  ¿Quién es ese punto?

ISMAEL.-    (A parte, a ROGELIO.)  Cebrián. ¡Huy! El ministro, el canciller de doña Juana. Gran jurisconsulto, gran moralista, hombre de consejo.

  —1166→  

ZENÓN.-    (Adulando.)  ¡Hermoso, divino cuadro el de la ilustre señora sirviendo a los niños3 inocentes.  (A CLEMENTINA y ROSAURA les contraria el volver adentro.) 

CEBRIÁN.-    (A ISMAEL y ROGELIO.)  Los discretos jóvenes darán mayor brillo a la piadosa ceremonia.

ISMAEL.-   Iremos, señor de Cebrián; irá también Rogelio.

CEBRIÁN.-    (Señalando con extraordinaria finura.)  ¡Ah don Rogelio! ¡Cuánto gusto!  (ROGELIO le hace reverencia y se deja estrechar la mano.)  Le vi a usted en la capilla. No tenía el honor de conocerle. Ya sabe usted que en cuanto la señora acabe de obsequiar a las niñas tendrá el gusto de recibir a la señorita Casandra.

ROGELIO.-   Ya Sé...

CEBRIÁN.-  No necesito decir a usted que en esta ordenada casa es de rigor la puntualidad.

ROGELIO.-   Casandra vendrá de un momento a otro. Quizá esté ya en el jardín.

CEBRIÁN.-    (Dando prisa.)  Vamos, señoras mías.

ROSAURA.-   (Aparte.)  ¡Qué fastidio!

ZENÓN.-  Un momento. En seguida voy.  (Hace que se va y retrocede desde la puerta. Vanse por la derecha las señoras y CEBRIÁN.) 



Escena XI

 

ROGELIO, ISMAEL, ZENÓN y, después, CASANDRA.

 

ISMAEL.-  Relamido es el canciller.

ROGELIO.-  Astuto y sutil como la serpiente.

ZENÓN.-   ¿Qué pensáis? ¿Entramos?

ROGELIO.-   Yo, no.

ISMAEL.-   Ya está Casandra en el jardín. Miradla.

ZENÓN.-    (Que ha mirado por el ventanal.)  En la alameda de tilos se pasea meditabunda.  (A ROGELIO.)  Llámala. Hazle una seña.

ROGELIO.-   (Llamando hacia afuera.)  ¡Pchs!... Ya me ha visto. Ya viene.

ZENÓN.-  No te enfades, chico, si me oyes decir que posees una de las pocas mujeres deliciosas que van quedando; deliciosa sin ser mala. Aún no hemos llegado a que maldad y hermosura sean un solo defecto.  (ROGELIO, en la puerta de cristales, esperando a CASANDRA.) 

ISMAEL.-  Pronto acude a la cita. Aún han de esperar un rato.

ZENÓN.-  ¡Linda mujer! ¡Qué majestad, qué andares de diosa helénica!

ISMAEL.-   He visto una estatua muy semejante a esta mujer.

ZENÓN.-   ¿Estatua desnuda o vestida?

ISMAEL.-   Vestida, hombre. Hay diosas muy decentes.  (CASANDRA entra por el fondo. Viste traje rojizo, de sencillez elegante; guantes blancos. Detiénese como asustada en la puerta.) 

ROGELIO.-   Pasa, mujer, sin temor; estamos solos.

ZENÓN.-   Aún no ha salido el coco.

CASANDRA.-   (Avanzando.)  Aún puedo respirar.

ISMAEL.-  Respiramos todos.

ZENÓN.-  Casandra, por algo tiene usted nombre de profetisa. ¿Quiere usted adivinarnos el porvenir, descifrarnos el tremendo enigma que a Ismael y a mí nos trae locos?

CASANDRA.-  Yo no adivino más que lo que ignoran los tontos y lo que olvidan les desmemoriados.

ZENÓN.-  ¿Seremos nosotros desmemoriados en vez de pobres?

ISMAEL.-   ¿Seremos ricos... sin acordarnos de ello?

ROGELIO.-   Sois somnámbulos que aquí andáis sobre montones de oro, creyendo que pisáis tocino del cielo.

CASANDRA.-  ¿Quieren que les adivine si serán un día ricos? Bueno... Pues sí: serán riquísimos.

ISMAEL y
ZENÓN.-  
¡Bien, bravo!

CASANDRA.-  Poco a poco... He dicho que serán riquísimos un día.

ISMAEL y
ZENÓN.- 
¿No más que un día?... ¡Oh!

CASANDRA.-  Más vale algo que nada.

ISMAEL.-   Parece que está usted algo medrosa.

CASANDRA.-  No he visto nunca a doña Juana. Vengo a su casa porque ella me ha llamado... Mientras no sepa lo que quiere de mí, no debo afligirme ni alegrarme. Rogelio, serénate. Cada uno, dentro del castillo de sus pensamientos y de su conciencia, es rey. ¿Crees que sólo el dinero es la fuerza?

ROGELIO.-  Yo no sé si es la fuerza; pero sé qué la da.

CASANDRA.-  Lo que importa es tener razón, que el dinero...

  —1167→  

ROGELIO.-  ¿Sostienes tú que la razón da dinero?

CASANDRA.-  Cállate la boca. Mi tema es... razón y siempre razón.



Escena XII

 

Los mismos y PEPA, por la derecha.

 

PEPA.-  ¿La señorita Casandra...?

ZENÓN.-    (Cortándole el paso.)  Pepilla graciosa, si me buscas a mí, aquí me tienes.

ISMAEL.-   Déjala, que esta ya se ha entendido con Insúa.

PEPA.-  Déjenme en paz. Vengo a decir que ha terminado la merienda. La señora recibirá inmediatamente a la señorita Casandra.

CASANDRA.-  ¿Dónde?

PEPA.-  Aquí. La señora viene en seguida.

ISMAEL.-   Vámonos.

ZENÓN.-    (Presuroso.)  No nos encuentre aquí. Pepilla, no me olvides.

CASANDRA.-   (A parte, a ROGELIO.)  Espérame en el jardín. Ya que no estés aquí conmigo, quiero que estés cerca de mí.

ROGELIO.-  Ánimo. Ya sabes.

CASANDRA.-  Sí, ya, ya. Déjame.

ROGELIO.-   Si veo que tardas, entraré...

PEPA.-   (Mirando por la derecha, primer término.)  Ya viene la señora.

ISMAEL.-   Despejemos.  (Vanse los tres presurosos por el fondo.) 

CASANDRA.-  ¡Razón, no me abandones!  (PEPA permanece en la puerta. Entra DOÑA JUANA con lento paso, apoyada en su bastón. PEPA cierra la puerta y se va.) 



Escena XIII

 

CASANDRA y DOÑA JUANA.

 

CASANDRA.-   (Avanza al encuentro de DOÑA JUANA.)  Señora...

DOÑA JUANA.-  Casandra, hija mía... Deseaba mucho conocerte... Siéntate.  (Se sientan las dos a un lado y otro de la mesita.)  Veo que no exageran los que tanto alaban tu hermosura.

CASANDRA.-  Gracias, señora.

DOÑA JUANA.-   (La examina con el impertinente.)  Dios ha querido darte la belleza física en su mayor grado. Si en el mismo punto tuvieras la belleza moral, no serías mal prodigio... Por mi edad podré tomarme la licencia de hablar con toda franqueza.

CASANDRA.-  Sin duda.

DOÑA JUANA.-  Pues te diré que ese vestido colorado y ese sombrero no son lo más propio para una mujer de juicio.

CASANDRA.-   (Gravemente.)  Este vestido es el mejor que tengo; el único presentable, debo decir. Me lo regaló Rogelio al entrar la primavera. Pensé hacerme otro gris o azul marino; mas no he podido pasar del deseo... Me puse a economizar... llegué a reunir una corta cantidad... que fue preciso aplicar a cosas más urgentes.

DOÑA JUANA.-  A compromisos de Rogelio quizá... Claro, con ese desorden no extraño que sean insuficientes los cien duros que os doy cada mes... ¿Qué irás explicarme...?

CASANDRA.-  Mucho más de la mitad de esos cien duros tengo que dedicar a las deudas de Rogelio...

DOÑA JUANA.-  ¡Jesús, Jesús! ¡Infame libertino es el hombre con quien vives!... Tú y él condenados sois, muy difíciles de redimir.

CASANDRA.-   (Soltándose en el pensar y el decir.)  No es malo Rogelio, señora. Está usted en un error, del que yo quisiera sacarla.

DOÑA JUANA.-  Es para mí la encarnación de una deslealtad que me hirió en lo más vivo. Mi esposo... se dejó enloquecer por la gracia desvergonzada de una mujer que cantaba coplas obscenas y alzaba la pata con indecencia en un teatrucho...

CASANDRA.-  Señora, si para usted pasaron ya esas amarguras, ¿a qué viene recordarlas?

DOÑA JUANA.-  Lo que acabas de oír no te atañe por ti misma, pobre criatura insignificante, sino por algo que de ello se deriva... Yo tengo un plan... un plan de reparación... Antes de realizarlo he querido verte y tratarte. Vamos a nuestro asunto.  (CASANDRA es toda curiosidad.)  Respóndeme... háblame como hablarías al confesor... ¿Amas verdaderamente a Rogelio?

CASANDRA.-  Por lo que de él he dicho, comprenderá usted cuánto amo a Rogelio.

DOÑA JUANA.-  ¿Qué has encontrado en ese perdido? ¿Qué prendas, qué cualidades has visto en él?

  —1168→  

CASANDRA.-   (Resplandeciente de ingenuidad.)  Sus desdichas, el vivir suyo solitario, sin familia ni afectos; su corazón bueno, que le sale a la boca cuando habla; su gallardía y el fuego de su imaginación.

DOÑA JUANA.-  ¡Cuánta baratija, sin ninguna joya entre ellas!... ¿Puede ser eso causa de verdadero amor?

CASANDRA.-   (Vehemente.)  Señora, yo le juro...

DOÑA JUANA.-  No jures, que es pecado.

CASANDRA.-  Yo tengo el orgullo de decir que...

DOÑA JUANA.-   (Cortándole la palabra.)  No seas orgullosa, que también es pecado... Respóndeme a otra pregunta: ¿ha sido Rogelio tu primer amor?

CASANDRA.-   (Suspensa y grave.)  Primero y único. Pensar otra cosa es ofenderme.

DOÑA JUANA.-  No hay ofensa en lo que te digo... Estás enamoriscada, encandilada, como quien dice, con los resplandores, con las desdichas y el hablar gracioso de ese hombre... Pero no me sorprenderá que el mejor día te canses de sus vicios y de sus dicharachos y traslades tus entusiasmos a otro... más bonito o más feo, más formal o más pillo... a otro cualquiera, en fin, de los muchos que hay.

CASANDRA.-  Sin quererlo, señora, usted me ofende más con esa explicación. Yo respeto a usted... la respeto sin olvidar mi dignidad y el respeto que me debo a mí misma.

DOÑA JUANA.-  Está muy bien, está muy bien que te respetes. Eso me gusta... Yo vuelvo a decirte que no fue mi ánimo lastimarte.  (Examinándola con el impertinente, se levanta y da una vuelta en derredor de CASANDRA, que también se pone en pie.)  Pero también debo decir que el tipo de tu hermosura de museo, que es algo de hermosura pública para recreo de la muchedumbre; la arrogancia de tu actitud y de tu mirada, parecen... no digo que sean... parecen revelar a la mujer enamorada de sí propia y atenta no más que al arte de agradar... de esas que no ven en la vida más que un perpetuo motivo de lucimiento...  (Notando que CASANDRA se enoja más.)  sin que esto quiera decir que sean malas... Dios me libre... ¿Qué? ¿También esto es ofensivo?

CASANDRA.-   (Sollozando.)  Sí, señora: y tanto, que le pido permiso para retirarme.  (Aléjase hacia el fondo.) 

DOÑA JUANA.-   (Buscando la atenuación festiva.)  Vamos... ya una persona experimentada, cargada de años y de autoridad, no puede aventurar una opinión sobre estas mocosas.  (Autoritaria.)  No te doy permiso para retirarte... Basta de mimo... No es para llorar... Siéntate, que aún tengo mucho que decirte.  (Coge a CASANDRA de la mano y la obliga a sentarse.)  Vamos, siéntate...  (CASANDRA se sienta.)  Ya no hablo más de Rogelio... Hablaré de ti misma. Dime otra cosa. Era lo primero que pensé preguntarte y se me fue de la memoria... Ese nombre tuyo de Casandra, ¿es nombre cristiano?

CASANDRA.-  No sé, señora... Por cristiano lo tuve siempre.

DOÑA JUANA.-  Yo no he visto en las Vidas de los santos ni en ninguna relación de mártires el nombre de Casandra... Sólo recuerdo haberlo visto en algún novelón... no sé si en una tragedia.

CASANDRA.-   (Turbada, sin saber qué decir.)  Pues... no sé... Ahora recuerdo que una vez pregunté lo mismo a mi padre... y mi padre me dijo que había una Santa Casandra...

DOÑA JUANA.-  Como buen escultor, se guiaba por algún almanaque gentil. Dime otra cosa: ¿te enseñó alguien la doctrina?...

CASANDRA.-   (Insegura en la respuesta.)  Sí... creo... Sí, señora... algo... me enseñaron.

DOÑA JUANA.-  ¿Nada más que algo? ¿Tu madre?...

CASANDRA.-  Yo no conocí a mi madre. Cuando murió tenía yo diez meses. Las criadas de mi casa me enseñaron a rezar, y luego en el colegio... Doctrina y mucha Historia Sagrada, que se me ha olvidado.

DOÑA JUANA.-  ¿Y tu madre...? Perdona esta pregunta, que es penosa, pero necesaria... Tu madre... ¿estaba casada con tu padre?

CASANDRA.-   (Turbada.)  Sí... no... no sé... ¡Ah! Ya me acuerdo... Se casó cuando estaba malita... para morirse.

DOÑA JUANA.-  Vamos... menos mal. Llénate de paciencia para responderme a otra pregunta. Tu madre... ¿qué era?

CASANDRA.-   (Sofocada.)  ¿Cómo que... qué era? Era... mi madre.

DOÑA JUANA.-  Quiero decir que cuál   —1169→   era su clase y condición... ¿No lo sabes, o no quieres decirlo?  (Pausa.) 

CASANDRA.-  No lo sé.

DOÑA JUANA.-  ¿Era tu madre de clase humilde?... Acaso... acaso fue criada de tu padre... modelo de tu padre.

CASANDRA.-  No sé...  (Balbuciente.)  No me pregunte usted cosas que ignoro... y... que son para mí sagradas, desconociéndolas.

DOÑA JUANA.-  Quizá tu padre... esto es un suponer... conoció a tu madre en alguna fiesta pública o privada... quizá en algún lugar adonde van los hombres en busca... de alegría, de libertad.

CASANDRA.-   (Defendiéndose con la sinceridad.)  Mi padre, al hablar de mi madre, no me ha dicho más sino que era muy hermosa. Retratada la tenía en varios bustos y figuras.

DOÑA JUANA.-   (Implacable.)  ¿Desnudas?

CASANDRA.-  El busto de mi madre no tiene más que... hasta aquí...  (Marcando el seno.)  y esto vestido.

DOÑA JUANA.-  Pero la representaría tu padre en otras figuras.

CASANDRA.-  Sí, señora... Había en el estudio muchas que a mi madre se parecían: una Diana, una Astarté.

DOÑA JUANA.-  ¿Es cierto que has pasado toda tu infancia en el estudio de tu padre? Alguna vez también tú servirías de modelo.

CASANDRA.-  Alguna vez.

DOÑA JUANA.-   (Después de una pausa.)  ¿Desnuda?

CASANDRA.-  ¡Ay, no!

DOÑA JUANA.-  No te ofendas. Dicen los artistas que, en la estatuaria, la desnudez es honesta, casta... ¡Qué cosa más rara!

CASANDRA.-  Por honesta la tenía yo. Pero mi padre no me desnudaba cuando yo le servía de modelo. Una vez me puso para el grupo alegórico de un sepulcro... Yo representaba la Inocencia.

DOÑA JUANA.-   (Irónica.)  ¡Famosa inocente serías! Y dime otra cosa: ¿tu padre no te llevaba a la iglesia, a misa, a confesar?...

CASANDRA.-   (Declarando penosamente.)  No... señora... no me llevaba. Ya ve usted con qué sinceridad le respondo... Mi padre... era... poco creyente... o lo decía. En general, los hombres... apenas creen.

DOÑA JUANA.-   (Sarcástica.)  ¡Vaya, vaya! Has aprovechado bien la edad inocente.

CASANDRA.-  Muerto mi padre, las tías que me recogieron y con quienes viví muy mal, no me hablaron nunca de cosas de fe ni de doctrina. Abandoné todo acto religioso y...  (Se interrumpe temerosa.) 

DOÑA JUANA.-   (Iracunda.)  Acaba... Aún te falta lo peor, lo más ignominioso... Que te uniste a Rogelio sin ley ni religión, casamiento de animales... que con él has vivido en las tinieblas del ateísmo! ¡Qué horror!

CASANDRA.-  Me pide usted la verdad... se la doy... Desde que me uní a Rogelio, los afanes de cada día me embargaron la voluntad de tal modo, que no he tenido tiempo para pensar en cosa distinta de las realidades de la vida.

DOÑA JUANA.-  ¡Desgraciada!... No sé cómo tengo paciencia para oírte. Y ¿es cierto, como dicen, que tus hijos no están bautizados?

CASANDRA.-  Lo están, señora, aunque Rogelio diga lo contrario y de ello se envanezca. Yo les mandé secretamente a la pila del bautismo... sin que Rogelio se enterase. Es la única cosa... puede creérmelo, señora... la única cosa en que le he engañado.

DOÑA JUANA.-   (Agriamente.)  ¡Tu único engaño!... El bautismo de tus hijos, administrado con sigilo y vergüenza, no me inspira confianza. Será forzoso renovar el sacramento. Yo me encargo de eso.

CASANDRA.-  Como usted quiera.

DOÑA JUANA.-   (Con sequedad.)  Has de saber que, aunque no amo ni estimo a Rogelio, es mi ánimo protegerle, aliviar su vida.

CASANDRA.-  Hará usted una buena obra.

DOÑA JUANA.-   Hágola por mandato de mi conciencia, cumpliendo la voluntad de mi esposo... Rogelio ama las riquezas... las tendrá. Escoria es el oro; escoria humana, sois vosotros... Arrastraos por el suelo hasta que os barra la muerte.

CASANDRA.-   (Afanada, medrosa.)  No nos maldiga, señora... Deseo que Rogelio sea mi marido con posición o sin ella. Lo mismo le amaré rico que pobre. Pobre le amé: mi vida es suya, y lo será siempre, siempre, aunque lleguemos a la miseria, a la mendicidad.

  —1170→  

DOÑA JUANA.-   (Irónica.)  Muy bien... Veo que tienes más mundo de lo que yo creía. Sabes tomar actitudes airosas... De casta le viene al galgo... Dígolo porque conservas los hábitos de escultura, de modelo de estatuas...

CASANDRA.-   (Afligida.)  En mí no ve usted más que la estatua de la mujer ambiciosa, deshonrada y sin juicio.

DOÑA JUANA.-  No es eso, no. Estatua o mujer, me inspiras compasión. Yo miraré por ti.

CASANDRA.-   (Llorosa.)  Lo agradezco, señora... y si le parece bien, daremos la audiencia por terminada.  (Se levanta.) 

DOÑA JUANA.-  Como gustes. A mí no me molestas. ¿Tienes que hacer en tu casa?

CASANDRA.-  Sí, señora.

DOÑA JUANA.-  Yo te ampararé...  (Fríamente.)  Ten confianza en mí... Recibirás aviso para que vuelvas a verme y hablemos otro poquito... En mí tendrás la mejor consejera, la maestra más cariñosa.  (Levántase.) 

CASANDRA.-  ¡Maestra!

DOÑA JUANA.-  Yo te guiaré en tu camino doloroso.

CASANDRA.-    (Sin comprender.)  ¡Caminos dolorosos! ¿Cuáles son? ¿Iré por ellos?

DOÑA JUANA.-  Todos los caminos del mundo son dolorosos, cuando no conducen al fin infinito...

CASANDRA.-   (Con vago mirar, hablando sola.)  Tristeza sin fin...



Escena XIV

 

Las mismas y ROGELIO, que entreabre la puerta del fondo y avanza cautelosamente.

 

DOÑA JUANA.-   (Afectuosa en la superficie, glacial en el fondo.)  Aunque tú no me quieres, yo te quiero a ti. Debemos amar a los débiles más que a los fuertes, y a los desgraciados más que a los felices... Puedes retirarte...

CASANDRA.-   (Atónita, casi muda.)  Adiós.

DOÑA JUANA.-   (Mirando al fondo.)  Ahí tienes a tu hombre. Salid por aquí.  (Por la derecha.) 

CASANDRA.-   (Aterrorizada.)  Rogelio, sácame de esta casa.

ROGELIO.-   Ven, alma mía.

DOÑA JUANA.-  Alma tuya es.  (Viéndoles partir por la derecha.)  ¡Pobres almas!  (Telón.) 




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