Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente




ArribaAbajoActo II

 

Despacho elegante en la casa de los marqueses del Castañar. Puerta al fondo y laterales. Es de día.

 

Escena I

 

ALFONSO, afanado, escribiendo, y CLEMENTINA, que entreabre la puerta.

 

CLEMENTINA.-   (Sofocada, acaba de entrar de la calle.)  ¡Alfonso, Alfonso mío!

ALFONSO.-   ¿Qué?

CLEMENTINA.-  ¿Estás muy ocupado?

ALFONSO.-   Ocupadísimo. Déjame un momento... Sabes que en el Pardal tenemos casi perdida toda la cosecha... Trato de salvar una parte, utilizando la concesión para tomar agua del Tajo... pero no tengo máquina... Escribo a los González Alonso proponiéndoles que me arrienden la suya.

CLEMENTINA.-   (Entra.)  Luego resolverás eso... Tengo que hablarte...

ALFONSO.-  ¿Es cosa urgente?

CLEMENTINA.-  Urgentísima.

ALFONSO.-    (Alarmado.)  ¿Ocurre alguna desgracia?

CLEMENTINA.-  No... digo, sí... un hundimiento. ¡Espantosa catástrofe! Se ha hundido el caletre de mi reverenda tía doña Juana. Esparcidos están por el suelo los pedazos del cascote cerebral.

ALFONSO.-  Algún disparate muy gordo. Serán hablillas... No des crédito...

CLEMENTINA.-  Me lo ha dicho ella misma. De allá vengo.

ALFONSO.-    (Impaciente.)  Pero ¿qué es?

CLEMENTINA.-  Para que no te atormentes... mi tía ha determinado hacer efectiva   —1171→   la recomendación testamentaria de don Hilario... en lo referente a Rogelio.

ALFONSO.-   Ya... le asigna un capital, que puede ser de un millón, de dos millones de pesetas...

CLEMENTINA.-  Dos millones.

ALFONSO.-  Y le obliga a casarse con Casandra.

CLEMENTINA.-  En eso no aciertas. Es todo lo contrario... Le impone el divorcio, que llamaremos «concubinal». De la entrevista que celebró mi tía con Casandra sacó el convencimiento de que esta lleva en sí todos los signos de la predestinación... de que es demasiado estatuaria para ser buena.

ALFONSO.-   ¡Oh iniquidad!... ¡Qué afán de calificar las conciencias juzgándolas, no por lo que son, sino por lo que pueden ser!... Sigue. ¿Y los hijos?

CLEMENTINA.-  Pásmate... Ahora resulta que no están bautizados... Por lo menos, hay dudas... Lo primera será incluirlos solemnemente en la grey de Cristo. Luego, para darles la educación sana, religiosa, de que carecen, doña Juana piensa ponerlos bajo la custodia de su prima Cayetana Yagüe, que es muy para el caso... Nota al margen: cuenta con la aquiescencia de Rogelio.

ALFONSO.-   Pero ¡es monstruoso!... Y ¡esa pobre mujer...! Será todo lo que quieran... Yo no la trato... Pero, aunque fuese de la peor índole y su conducta de las mas depravadas...

CLEMENTINA.-  Y ¿quién te dice que ella no pasará por todo con tal de adquirir la libertad, que es el ambiente en que viven mejor las estatuas vivas?

ALFONSO.-  ¡Ah!... Si es así, no digo nada.

CLEMENTINA.-  Fíjate en la cláusula del testamento de don Hilario, que recomienda...

ALFONSO.-   Sí... dice poco más o menos: «Encargo a mi esposa que mire por Rogelio, y que si contrae relaciones nefandas, procure apartarle de ellas».

CLEMENTINA.-  Moribundo, se cala el capuchón ese diablo harto de carne.

ALFONSO.-  Dice más: «Constitúyale un capital de un millón de pesetas, o de dos millones, si por su buena conducta lo mereciese: y si a la fecha de la resolución de mi esposa estuviese soltero, proporciónele casamiento con doncella honesta de nuestra clase, mejor de nuestra familia...». Que el don Hilario de Berzosa era un inmenso mentecato en todo lo que no fuese sacar el dinero de debajo de las piedras o del bolsillo de todo español descuidado, lo demuestra esa cláusula de su testamento cominero, egoísta, ridículamente previsor y minucioso.

CLEMENTINA.-  La cláusula es un gran desatino. Don Hilario debió de morirse muy satisfecho de tal engendro. Pero no está menos orgullosa mi tía de su buena mano para llevarlo a la práctica. Es una idea doblemente redentora... y qué sé yo qué... No sé si habrás comprendido que la doncella honesta que ha de compartir los millones de Rogelio es una de las chicas de Nebrija.

ALFONSO.-  Me lo he figurado. ¿Cuál de ellas? Será la que hace trajes azules para la Concepción y colorados para el Niño Jesús.

CLEMENTINA.-  Es la otra, Casilda, tan ñoña, sandia y rasa de instrucción como Amelia, pero un poquito menos esguízara y antipática.

ALFONSO.-  ¡Y ese Rogelio es capaz...! ¡Qué bajeza de hombre!

CLEMENTINA.-  Entiendo que Cebrián le ha cazado, deslumbrándole con un espejo al sol, como a las alondras.

ALFONSO.-  Es poeta y pagano, de los que adoran al sol bajo la especie de billete de Banco...  (Hastiado del asunto.)  Total: que doña Juana ha dado colocación a esa joven, artículo de muy difícil salida. ¿Y a nosotros qué nos importa eso, ni en qué puede afectarnos?

CLEMENTINA.-   (Con tristeza.)  ¡Ay!, puede afectarnos más de lo que tú crees... porque tras ese disparate vendrán otros. Tengo por seguro que ha inaugurado mi tía una serie de lamentables4 despropósitos.

ALFONSO.-  ¿En qué te fundas para creerlo así?

CLEMENTINA.-  Es un presentimiento... más bien un resultado de mis observaciones. Conozco el carácter de mi tía; leo en sus ojos y en su acento las ideas que andan por aquel interior tenebroso.

ALFONSO.-  ¿Y qué has leído en ese manual de la perfecta hipócrita?

CLEMENTINA.-  Por de pronto... Fíjate en este dato: hoy me ha tratado mi tía con una sequedad y un despego que me han llenado de sobresalto. Al pedirme mi opinión sobre esta ridiculez que has oído, le dije que me parecía muy bien.   —1172→   Pongo mucho cuidado en no decirle nada que hiera su desmedido orgullo. Cualquier dureza la ofende, la mejor sombra de contradicción la enoja, la enfurece...

ALFONSO.-  ¿No será suspicacia, cavilación tuya?

CLEMENTINA.-  No, Alfonso de mi alma. Ignoro la razón de esta sequedad. Yo veo una sombra, una nube negra, un no sé qué... No puedo precisar lo que veo ni darte idea de la calidad del desastre que barrunto.

ALFONSO.-    (Principiando a sentir inquietud.)  Es tu imaginación... es... esa ansiedad en que vives... es el vértigo insano de las esperanzas siempre marchitas y siempre verdes.  (Perdiendo su reposado talante.)  Vive Dios que he de cerrar los ojos al espejismo vano, al fantasma de las promesas. ¿Y no será prudente y cuerdo desprendernos de esta soñación quimérica y acomodarnos a una pobreza decente y tranquila?

CLEMENTINA.-   (Gravemente.)  Tenemos hijos, Alfonso.

ALFONSO.-   Tenemos hijos... Pero también es cosa fuerte que por los hijos vivamos humillándonos un día y otro ante esa esfinge sentada sobre un cofre atestado de riquezas.

CLEMENTINA.-   (Con gravedad casi lúgubre.)  Tenemos hijos.

ALFONSO.-    (Subiendo de tono.)  Por Santa Bárbara que me has contagiado de tus presentimientos... ¡Qué tontería!... Y acabaremos por que todo será infundado... vanas aprensiones de mujeres nerviosas... Trataremos de averiguar si continuará doña Juana incubando despropósitos... ¿Crees que nuestro amigo Insúa tendrá franqueza bastante para decirnos...?

CLEMENTINA.-   (Con súbito recuerdo, llevándose las manos a la cabeza.)  ¡Ah, tonta de mí!, se me olvidaba contarte la gran novedad.

ALFONSO.-  ¿Más?

CLEMENTINA.-  Se me fue del pensamiento lo que creí menos interesante. Pásmate, Alfonso. Doña Juana ha despedido a su administrador.

ALFONSO.-   ¡Loca perdida!

CLEMENTINA.-  ¡Le ha puesto en la calle... con treinta años de servicios!

ALFONSO.-  De servicios absolutamente leales. Pero ¿estás segura?

CLEMENTINA.-  Hoy lo supe. Según me han dicho, es público desde anteayer... Riámonos un poco, que todo no han de ser tristezas. La tía sorprendió al grave don Damián Insúa en amorosa connivencia con Pepa, la criada joven y bonita.

ALFONSO.-   (Riendo.)  Nunca falta la inflexión cómica en las situaciones más serias. No me coge de nuevo. Ya es sabido que Insúa las mata callando... ¡Pero si tengo aquí una carta suya!...  (Buscando entre las cartas que hay sobre la mesa.)  Me dice que quiere hablarme... y yo no hice caso. Creí que lo mismo podía contestar hoy que mañana.  (Encuentra la carta; lee rápidamente.)  «Sirvase indicarme hora... deseo hablarle de asuntos de extraordinario interés».  (Queda suspenso.) 

CLEMENTINA.-   (Después de una pausa, en que ambos se miran perplejos.)  Contéstale ahora mismo.

ALFONSO.-   Pensé que quería proponerme la expropiación de los molinos del Pardal.  (Se sienta y escribe.)  Le diré que venga cuando quiera, que no saldré en todo el día...

CLEMENTINA.-   (Que ha caído en meditación honda.)  Asuntos de extraordinario interés...

ALFONSO.-    (Asaltado de misteriosa inquietud.)  ¿Qué piensas?

CLEMENTINA.-  La carta de Insúa ennegrece más la sombra que me persigue desde esta mañana, y la acerca más a mí... ¡Siento frío... terror...!

ALFONSO.-   (Llama; da la carta a un criado que aparece en la puerta.)  ¿De qué?

CLEMENTINA.-  De mayores dislates de doña Juana, de acciones vesánicas que puedan afectarnos...  (Consternada.)  Esto no es vivir.

ALFONSO.-    (Furioso, manoteando.)  ¡Ah... el maldito esperar, el ansia nunca satisfecha, la horrible interinidad en que nos tiene esa vieja loca!

CLEMENTINA.-   (Con acento lúgubre.)  Nuestras almas, como reos en capilla, suspiran entre la vida y la muerte.

ALFONSO.-  No más, no más, Clementina.  (Con desvarío.)  Huyamos de este suplicio... Retirémonos al Pardal... Casemos a nuestras hijas con gañanes...  (Airado.)  Viviremos de lo que nos dé el terruño. Madrid, te odio; vanidades, os pisoteo; esperanzas, os arrojo al fuego; doña Juana, te arrojo más allá del fuego... No sé, no sé lo que digo.


  —1173→  

Escena II

 

Los mismos, MARÍA JUANA, BEATRIZ y la INSTITUTRIZ, que entran por el fondo.

 

CLEMENTINA.-  ¡Ah! ¿Ya estáis aquí?

MARÍA JUANA.-  Mama, no me culpes a mí. Es Beatriz la que se aburre en el taller benéfico.

BEATRIZ.-  Sí, mamá, no puedo negártelo; me aburro cosiendo camisitas, enagüitas y chambritas toda la santa tarde.

CLEMENTINA.-  ¡Holgazana! ¿Y usted no la riñe, «madamoiselle»?

INSTITUTRIZ.-   (Con marcado acento francés.)  Verdaderamente, señora, las dos se aburren un poquito trabajando para el santo Asilo. Pero Juanita sabe bien disimular su fastidio. Su amor propio la salva. Sabe adoptar la «pose» de la paciencia.

MARÍA JUANA.-  Paciencia tengo. ¡Pues no he dado pocas puntadas esta tarde!

ALFONSO.-  Hijas mías, si más que esa labor de puro «snobismo» benéfico os agrada el pasear por el Retiro, yo os alabo el gusto. «Mademoiselle», mientras mis hijas no se vean en la necesidad de coser su propia ropa, llévelas usted de paseo.

BEATRIZ.-   (Palmoteando.)  ¡Ay, que alegría!

INSTITUTRIZ.-  Opino como el señor marqués.

CLEMENTINA.-  ¡Ay, no! Cosen para los pobres.

ALFONSO.-  Coser para los pobres es un lujo de las señoritas ricas. Aún no sabemos qué porvenir reserva Dios a nuestras hijas. Por de pronto deben atender a su salud, hacer ejercicio, robustecerse, prepararse para las lucha de la vida...

CLEMENTINA.-  Sí, pero...  (Suena timbre interior. MARÍA JUANA mira por la puerta del fondo.) 

ALFONSO.-   ¿Será Insúa?

CLEMENTINA.-  ¿Quién es?

MARÍA JUANA.-   (En voz baja, volviendo junto a su madre.)  Rosaura y otra señora.

BEATRIZ.-   (Mirando por el fondo.)  Mamá, la que viene con Rosaura es esa... ¿cómo se llama, Señor?  (Recordando.)  Casandra.

CLEMENTINA.-   (Con severidad.)  Pero ¿de qué conoces tú a esa mujer?

BEATRIZ.-  La vi un día en la calle. Íbamos con Amalia Nebrija. Pasó esa señora, y Amalia nos dijo: «Esa es... la Casandra».

MARÍA JUANA.-  ¿Les digo que pasen a la sala?

ALFONSO.-   No. Las recibiremos aquí.

CLEMENTINA.-  Vosotras retiraos pronto, pronto; no quiero que...  (Las empuja hacia la derecha, y salen las niñas y la INSTITUTRIZ.) 



Escena III

 

ALFONSO, ROSAURA y CASANDRA.

 

ROSAURA.-  Perdonadme, Alfonso, Clementina, si vengo a importunaros.  (Sin saber cómo empezar.)  Se trata de... Esta amiga mía...

CLEMENTINA.-  Sí, ya sé...

ALFONSO.-   ¿Es usted Casandra?

CASANDRA.-  Casandra soy.  (Con timidez.)  He contado mis tribulaciones a Rosaura, y ella... ha querido presentarme a ustedes... Para...

ROSAURA.-  Yo lo diré. Pues esta infeliz me ha referido el conflicto en que se ve... y yo, ¡cuitada de mí!, ni sé aconsejarla, ni acierto a indicarla el remedio... la solución.

CASANDRA.-  Bien sé que es impertinencia venir a pedir a ustedes que intercedan en favor mío; pero... ya se sabe, el desvalido busca el amparo de las personas compasivas y generosas.

ROSAURA.-  Alfonso, Clementina, con vuestra autoridad podréis... Yo nada puedo. Yo no soy nadie.

CLEMENTINA.-  Poco más que nadie somos nosotros. En fin, explíquense.

ALFONSO.-  Ya comprendo. Trátase de los planes de doña Juana con respecto a Rogelio, el hijo de su esposo.

CASANDRA.-  Eso, eso.

CLEMENTINA.-  Algo he sabido yo.

CASANDRA.-    (Vivamente.)  Pues si conoce usted los planes de doña Juana, sabrá cuánta iniquidad hay en ellos.

CLEMENTINA.-   (Con cierta severidad.)  ¡Ah!, perdone usted. Yo tengo que respetar las ideas y las determinaciones de mi tía.

ALFONSO.-  Enterémonos bien.  (A CASANDRA.)  Siéntese usted. Siéntate, Rosaura.  (Se sientan CASANDRA, ROSAURA y   —1174→   CLEMENTINA. A la derecha de CASANDRA permanece ALFONSO, en pie.) 

CLEMENTINA.-  Por la propia doña Juana sé que pronto será efectiva la disposición testamentaria de don Hilario en favor de su hijo natural.

ALFONSO.-   (A CASANDRA.)  Esto, seguramente, no puede serle a usted desagradable.

CASANDRA.-  La herencia, ¿a qué negarlo?, me sería grata si no trajese la destrucción de la familia que Rogelio y yo hemos formado.

CLEMENTINA.-  ¡Ya, ya! Tiene usted hijos... Háblenos usted con absoluta sinceridad. Lo primero que me permito preguntarle es si usted ha querido, ha deseado, ha intentado legitimar sus relaciones con Rogelio.

CASANDRA.-   (Enérgicamente.)  Sí, señora; se lo juro a usted.

ROSAURA.-  Sí, sí. Me consta. Mil veces le oí expresar este deseo. Él, Rogelio, es quien ha resistido siempre por sus ideas locas, extravagantes.

CLEMENTINA.-  Respóndame usted ahora como respondería a un confesor. ¿Sintió usted ese anhelo de matrimonio cuando Rogelio no veía delante de sí más que soledad y pobreza?

CASANDRA.-   (Con dignidad.)  ¡Ah señora! Esa pregunta, casi con las mismas palabras, me hizo a mí doña Juana la primera vez que la vi. Usted, como su tía, cree que mis deseos de casarme cristianamente se han despertado ante el cambio de posición social.

ROSAURA.-  No. No es de hoy; yo doy fe de ello.

CASANDRA.-   (Con vehemencia.)  Hoy volvió a llamarme doña Juana. La he dicho la verdad, y esa señora me ha contestado con vaguedades irónicas, como si no diera crédito a mis palabras, salidas del corazón... Ni ella, ni ese caballero anciano que hoy dirige sus asuntos... no me acuerdo de su nombre...

ALFONSO.-  Cebrián. Don Francisco Cebrián.

CLEMENTINA.-  Persona dignísima.

CASANDRA.-  Un señor muy suave, muy atento, de palabra resbaladiza, de mirar oblicuo, de una cortesía empalagosa... Pues decía que ni doña Juana ni ese señor se han expresado ante mí con claridad. Todo ha sido medias palabras, reticencias, indicaciones equívocas que lastimaban mi decoro, sospechas de maldades que jamás han existido en mí. En fin, he salido de allí en una confusión espantosa. He salido de allí loca, desesperada. ¡Y esta es la hora, Dios mío, en que no sé lo que esa terrible santa quiere hacer de Rogelio, de mis hijos y mí!

ALFONSO.-   Sosiéguese. Quizá peca usted de exceso de suspicacia y de pesimismo.

CASANDRA.-  Doña Juana y su consejero han envuelto mi espíritu en tinieblas densísimas que no me permiten ver con claridad lo que me rodea.

ROSAURA.-  Tú, Clementina, como la persona más querida de doña Juana, podrías disipar estas tinieblas. ¿Por qué no le dices...?

CLEMENTINA.-  ¡Oh, no! Por lo mismo que soy la primera en el corazón de mi tía, no debo meterme a investigar sus ideas ni a contrariar sus planes, que siempre responden a un fin elevado. Sólo puedo dar a usted un buen consejo...

CASANDRA.-  ¿A ver...?

CLEMENTINA.-  Procure usted, cuando hable con mi tía, no lastimar su fe ardiente, extremada quizá, con cierto aire de fanatismo...

CASANDRA.-  No está mal aire. Huracán dirá usted.

CLEMENTINA.-  Arrepentida usted de sus errores, si los hubo, y poniéndose a tono con ella, adaptándose digo, logrará usted...

CASANDRA.-  En ese terreno de la adaptación hice cuanto pude, mostrando a la señora mi conciencia con perfecta diafanidad. Entre ella y su nuevo administrador, o director de lo terrenal, me han sometido a un examen escrupuloso de doctrina cristiana. He contestado a sus preguntas declarando lo que sé y lo que ignoro, sin ocultar mis dudas...

CLEMENTINA.-   (Vivamente.)  Dudas, no, no. No hay que dudar.

ROSAURA.-  Creer, creer ciegamente.

CASANDRA.-  Por fin me sometí a cuanto quisieron imponerme, y a comenzar de nuevo mi educación espiritual. Pero esto no me ha valido. Me piden algo que no puedo dar. Sin decírmelo claramente, quieren que me resigne a una gran desdicha, que será para mí peor que la muerte.

ALFONSO.-   Ahí está el punto: ahí está el nudo de la cuestión. Afrontémosla con valor. Doña Juana enriquece a   —1175→   Rogelio y le impone la separación, el divorcio civil podríamos decir.

CASANDRA.-  Y a eso no accederé nunca. Para consumar tal sacrificio no hallo resignación bastante en todo el cristianismo pasado y presente.

CLEMENTINA.-  El conflicto es este: usted ama a Rogelio, y él es, él, no mi tía, el causante de su desdicha.

CASANDRA.-  No lo sería si doña Juana procediese con menos rigor en su afán de arreglar la vida humana.

ALFONSO.-  Entendámonos. Rogelio pasa por todo con tal de...

CLEMENTINA.-  Se ve que no es hombre de corazón.

CASANDRA.-  Corazón tiene; pero su fantasía desbordada le aturde, le extravía.

ROSAURA.-  Cuéntales todo, Casandra; que sepan las vacilaciones de Rogelio, sus ensueños locos.

CASANDRA.-  Rogelio ha vivido siempre en una ligereza descuidada, simpática y graciosa, y ahora quiere parecerse a los que entristecen su alma con los negocios. Rogelio era la franqueza, el desprecio de la adversidad; era el ingenio, la poesía, y ahora se ha vuelto sombrío, caviloso, y se pasa la vida haciendo números.

ALFONSO.-    (Risueño.)  Transición de las musas al positivismo. Los poetas se vuelven capitalistas; la imaginación se ha hecho conservadora. Es un fenómeno natural en los tiempos que corren.

CLEMENTINA.-  ¿Y cree usted que en esa evolución ha perdido el amor de Rogelio?

CASANDRA.-  No, no. Rogelio no ha dejado de amarme.

ROSAURA.-  La quiere lo mismo.

ALFONSO.-  Pero se va, se metaliza. Hija mía, aplíquese usted con todas las fuerzas de su alma a retener al hombre, y deje a la santa en su altar.

CLEMENTINA.-  Ahora veo bien claro que ha equivocado usted el camino al venir a nosotros. Nada podemos hacer en su obsequio, y lo sentimos mucho, créalo.

CASANDRA.-   (Levantándose.)  Señora, otra vez pido a ustedes perdón, y aunque me juzguen impertinente, diré que la clave de este asunto es doña Juana... doña Juana es la clave. Yo, no sólo acepto el casamiento religioso, sino que lo deseo; lo he deseado siempre. ¿Por qué ese afán de separarnos? Esto y mucho más he dicho a la señora, y ella rigurosa, y su director suavísimo, hablan de salvar mi alma, que yo no creo perdida. Si ustedes, señor marqués y marquesa del Castañar, quisieran interceder por mí, haciendo ver a doña Juana que no soy una mujer mala, si le tocaran al corazón hablándole de mis hijos, de mis pobres niños, de los cuales no me separaré mientras no me hagan pedazos; si ustedes le dicen esto, y algo más que les dicte su mucha bondad, seguramente la señora variará de propósito, y todos viviremos. Rogelio y yo seremos felices.

CLEMENTINA.-  Hija mía, no puedo... Doña Juana es muy buena, pero se aferra tenazmente a sus ideas, y si yo intentara desviarla de ellas, podría suceder... ¿No lo crees, Alfonso?... Podría suceder que se nos ocasionaran disgustos y algo más quizá.

ALFONSO.-  ¡Oh!, no creo... Tú tienes su confianza...

CLEMENTINA.-  Si tengo su confianza, y ello es dudoso, no quiero perderla... No, no. Casandra, no podemos intervenir...

ROSAURA.-  Sí podréis. Compadecedla. Dadle siquiera esperanzas.

CASANDRA.-   (Apartándose del grupo con intención de salir.)  Basta. No quiero molestar a estos señores con mis cuitas amargas, que debo devorar sola.

CLEMENTINA.-  Confíe usted en Dios.  (Entra INSÚA y permanece en el fondo de la escena.) 

CASANDRA.-  En Dios confío, y también en mi derecho... ¡Pues no faltaba más!... Confío en mi derecho y en mi tesón para mantenerlo. La mujer desvalida se defenderá por sí propia. Pidió amparo a los seres felices, y estos se lo niegan, temerosos de comprometer su felicidad.  (Con solemnidad y cierta inflexión irónica.)  Que Dios les conserve su ventura, que la gocen por muchos años... Mil perdones otra vez.  (Hace una reverencia y se retira hacia la puerta.) 

ROSAURA.-  ¡Qué dolor!  (Compadecida, va detrás de CASANDRA.) 

CLEMENTINA.-  De veras siento no poder...

ROSAURA.-  ¡Ah! ¿Tú, Alfonso, no podrías...?

ALFONSO.-   Imposible. Tiemblo ante la esfinge  (Salen por el fondo CASANDRA, ROSAURA y CLEMENTINA, que va a despedirlas.) 


  —1176→  

Escena IV

 

ALFONSO, CLEMENTINA e INSÚA.

 

INSÚA.-  ¡Pobrecilla! Le ha llegado su hora.

ALFONSO.-  Es la primera víctima.

CLEMENTINA.-   (Volviendo por el fondo.)  Para mí que está loca perdida.

INSÚA.-   Ya, ya... No será el último caso de locura.

ALFONSO.-   Y vamos a lo nuestro. Esperábamos a usted, amigo, Insúa, con verdadera ansiedad.

INSÚA.-   No pude venir por la mañana. ¿Es esta buena hora?

CLEMENTINA.-  Para usted ninguna hora es mala. Tome asiento.

INSÚA.-   ¿Estarán ustedes solos un largo rato?

ALFONSO.-  No esperamos a nadie.

CLEMENTINA.-   (Recelosa.)  ¿Por qué esa pregunta?

INSÚA.-   Es que... Hablaré a ustedes de asuntos reservadísimos, en extremo delicados, que han de quedar, por ahora, entre nosotros.

CLEMENTINA.-  Descuide usted. Seremos la misma discreción.  (Cierra la puerta.) 

ALFONSO.-   ¡Vaya, vaya, que se ha portado doña Juana con usted!  (Se sientan los tres.) 

CLEMENTINA.-  ¡Pagar así treinta años de leales servicios!

INSÚA.-   De la honradez y lealtad de mis servicios no debo hablar yo... Mi rectitud está de tal modo grabada en la opinión, que no necesito salir en mi defensa... Dejo la administración de doña Juana tan pura como en ella entré.

ALFONSO.-   Cierto... Ella es la que pierde...

CLEMENTINA.-  Ha sido ingratitud grande de esa buena señora... Y todo por una tontería...  (Pausa.) 

INSÚA.-    (Tras un momento de vacilación, se arranca por la sinceridad.)  Nada... señora mía, nada... Con ustedes, personas razonables, personas de mundo, puedo tener esta confianza... En efecto, la Pepa... válgame la verdad... la Pepa me agrada. Hace tiempo que buscaba yo una muchacha humilde y limpia que me gobernara la casa... La rasa de un viudo sin hijos presentes, tiene no poco que arreglar... La Pepa me ha conquistado, más que por sus ojuelos negros, por sus cualidades... Yo, desde que era tamaña así, la conocía... pues al padre de ella le tuve de ordenanza cuando yo administraba la Sacramental de San Nicolás... Luego la recomendé a doña Juana...

CLEMENTINA.-   (Ardiendo en impaciencia, aprovecha el nombre de DOÑA JUANA para dar un corte a la amorosa historia.)  ¡Ah doña Juana!... Háblenos usted de ella, y luego nos contará lo demás...

INSÚA.-   Lo mío no puede interesarles... Cosas de mayor importancia quería comunicar a ustedes... para que antes que nadie conozcan y aprecien el desquiciamiento cerebral de esa buena señora...

ALFONSO.-  De los últimos estragos de esa máquina descompuesta ya tenemos conocimiento.

CLEMENTINA.-  Sí, amigo Insúa... No se moleste en contarnos lo que yo he sabido por ella misma... Su plan de reconocer a Rogelio un capital de dos millones...

ALFONSO.-  Y de casarle con la chica de Nebrija.

INSÚA.-    (Poniéndose muy serio.)  No era eso... no era ese el asunto que yo quería comunicar a usted cuando le pedí hora para una conferencia.

ALFONSO.-   Ya presumo que algo más grave ha de ser, pues ni Rogelio ni su casorio nos afectan nada.

INSÚA.-   Y esto sí, esto les afecta... y de un modo gravísimo... Perdónenme, queridos amigos, si la fatalidad me hace portador de las noticias más desagradables...

CLEMENTINA.-   (En gran consternación.)  ¿Ves, Alfonso, ves?... ¡La sombra negra que era mi espanto desde que hablé con la tía esta mañana!... Lo que te dije: desviada de nosotros... enojada con nosotros... ¡Oh Dios mío!

ALFONSO.-    (Tranquilizándola.)  Deja, deja que hable Insúa.

INSÚA.-   Yo no tengo que guardar consecuencias a la señora marquesa de Tobalina, que me ha despedido como a un lacayo. Consecuencia guardo a ustedes, que siempre me han considerado y distinguido... Estimo a ustedes y empiezo por decirles que lo mismo debe importarles ya el enojo que el desenojo de esa funesta señora.  (CLEMENTINA traga saliva y oye, dudando de lo que oye.)    —1177→   Viven mis buenos amigos pendientes... esa es la palabra... pendientes de una esperanza, del testamento que otorgó doña Juana en diciembre de mil novecientos uno... pendientes, digo, materialmente colgados viven de aquella disposición testamentaria, porque en ella adjudica doña Juana a su sobrina carnal, aquí presente, todos los bienes raíces del llamado «latifundio»... con más buena cantidad de riqueza mobiliaria...  (ALFONSO no hace más que sobar su barba y mover nerviosamente los párpados. CLEMENTINA no tiene ya más saliva que tragar.)  Pues bien... es muy duro decirlo: esas esperanzas y ese testamento y ese «latifundio» son ya hojas secas que se ha llevado el...  (Pausa. Silencio lúgubre.)  que se ha llevado el viento.  (Lo repite con honda ronquera.)  que se ha llevado el viento.

ALFONSO.-   (Sin volver de su estupor.)  Un testamento no puede ser anulado más que por otro testamento.

INSÚA.-  Un testamento es nulo desde el momento en que desaparece la materia testable.

CLEMENTINA.-   (Intentando recobrar el uso de la palabra.)  Pero... explique... Mi tía, ¿loca?...

INSÚA.-   Doña Juana se desprende de toda su fortuna por medio de donaciones «inter vivos». Así le queda el alma más ligera y ágil para volar al cielo... ¿Qué? ¿No lo creen?  (CLEMENTINA, como idiota, no afirma ni niega.)  Lo dice quien ha preparado todo la documentación.

ALFONSO.-   (Queriendo aparentar serenidad.)  Pero ¿cómo puede ser?... Tenga la bondad, amigo Insúa, de explicarnos la tramitación de ese increíble reparto «inter vivos».

INSÚA.-  Lo primero ha sido instituir en la cabeza destornillada de Rogelio los dos millones... Es para doña Juana cuestión de conciencia, un tributo necesario, siquier tardío, a la memoria de su esposo. Después se distribuye la cuantiosa propiedad urbana en diferentes donaciones; la riqueza mobiliaria fácilmente y sin ninguna ficción sigue el mismo camino: y en cuanto al «latifundio», ultimada la negociación con el Banco General de Agricultura, quedará convertido en mobiliario.  (CLEMENTINA clava sus dedos en los brazos del sillón, horadando la tela.)  Mi sucesor, el mismo Cebrián, terminará entre mañana y pasado las operaciones por mí preparadas, y... me han asegurado que algunas escrituras están ya extendidas... En fin, que todo acabó... Vean un mundo que se deshace...  (ALFONSO hunde la barba en el pecho.) 

CLEMENTINA.-   (Balbuciente, con lengua que quiere paralizarse.)  Pero ¿a quién?... ¿en favor de quién?...

INSÚA.-   Ya debió usted comprenderlo. El «para quién» está bien a la vista... como que está en todas partes. De todo ese caudal, que no baja de diecisiete millones... pero de duros, ¿eh?, será pronto heredero... ya lo adivinan... Dios, muy necesitado de bienes materiales según doña Juana... Dios, creador y dueño de todo lo creado... Descalzo, pobre, sin tener una piedra en que reclinar su cabeza, anduvo Nuestro Señor Jesucristo por el mundo, enseñando su doctrina sublime... Pobre y descalzo, le llevamos nosotros en nuestros corazones. Doña Juana, más cristiana que el mismo Cristo según ella, se aflige de ver a Nuestro Redentor tan menesteroso, y emplea todo su dinero en proporcionarle zapatos de oro, corona de pedrería, manto bordado...

ALFONSO.-   ¡Horrible ironía!

INSÚA.-   (Mirando al techo.)  Figúrense ustedes el gusto con que recobrará Dios todo ese capital, que era suyo y le fue arrebatado por el ladrón de Mendizábal. El noble Hilario, sin saber lo que hacía, compró el latifundio con dineros mal adquiridos... Pero al fin todo queda en casa, y el Altísimo muy contento con que las fincas urbanas y rústicas, y el cúmulo de acciones del Banco y de valores públicos, vuelvan al sagrado Tesoro...

CLEMENTINA.-   (Sofocada.)  No siga usted, amigo Insúa... Yo le suplico que calle.

ALFONSO.-   ¡Es increíble, monstruoso!

CLEMENTINA.-  Es una infamia, es desprecio de Dios y burla de los sentimientos más elementales... de la sociedad, de la familia. Pero dígame, Insúa: ¿reparte todo absolutamente? ¿Y ella...?

INSÚA.-   Para sí reserva sólo cien mil duros, y del mundo se retira, desengañada de sus falaces pompas. Para estar más segura contra vanidades y más resguardada contra tentaciones, se recoge al convento de monjas Franciscas de Medina de Pomar, donde ya le están preparando habitaciones con tribuna cómoda   —1178→   sobre la iglesia. Allí vivirá en éxtasis, hasta que Dios, su padre y heredero amantísimo, quiera llevarla a la eternidad gloriosa.

ALFONSO.-   (Levántase con brusca distensión de sus piernas.)  Siento aversión, asco de una sociedad en que son posibles estas indignidades; repugnancia también y desprecio de nosotros mismos, que hemos vivido tanto tiempo engañados por las promesas y el falso cariño de esa mujer. Basta. Hablemos de cualquier abominación de las muchas que existen en el mundo. Las más atroces nos refrescarán de la irritación de esta.

CLEMENTINA.-  ¿Y es permitido que los locos destruyan así la sociedad y la familia?

INSÚA.-  Señora, innumerables locos sueltos vemos por ahí, y ellos son los que nos dirigen y gobiernan.

CLEMENTINA.-   (Echada atrás en el sillón, mirando al techo.)  ¡Y para ver esto vivimos!

ALFONSO.-   Vivimos en un mundo de ficciones, en un armadijo de noblezas figuradas y de distinciones mentirosas. Los ricos aparentan mayor riqueza, y los de un mediano pasar decoramos con talco nuestra medianía para parecer opulentos. Todo en nuestra vida es ilusorio, teatral y fantástico... Ningún noble empobrecido tiene arranque para irse a labrar las tierras vírgenes de América, ni virtud para esconder su pobreza en un rincón campesino entre villanos y animales. Ese valor lo tendré yo, yo, Alfonso de la Cerda. No quiero vivir más tiempo engañando al mundo y engañándome a mí mismo.

CLEMENTINA.-  Casi, casi, sin acordarme de que era huérfana me he criado yo, pues padres míos se llamaban don Hilario y doña Juana. No fue culpa mía tenerles por padres, ni ha sido disparate pensar y creer que heredaría parte de su fortuna. ¿Por qué desde niña no me inclinaron a la pobreza? ¿Por qué no me echaron a una aldea, donde yo cuidaría ovejas o cabras, traería agua de la fuente y me casaría con un pastor? ¿Qué culpa tengo de que la propia doña Juana, ella, ella, me criara señorita, con todo el regalo y las pretensiones de una heredera de marqueses...? No, no es una ridiculez, no es locura que yo me haya colgado a esas esperanzas, que haya vivido de la sustancia de ellas y que las haya hipotecado a la sociedad, tomando de esta la representación que por mis esperanzas me daba.

ALFONSO.-   Clementina, seamos humildes.

CLEMENTINA.-  Yo no puedo serlo. Esta desesperación ha de matarme. No sobreviviré a esta burla indigna, que pisotea toda mi existencia.  (En un arrebato de furor se pone en pie, altanera, majestuosa.)  Debiéramos las madres pobres ahogar a nuestros hijos antes que criarlos en la ilusión de una herencia. ¡Maldita sea la hora en que fui madre y aumenté el número de los engañados por fantasmagorías vanas! ¿Por qué no fui estéril?... Una sociedad como esta, incapaz de impedir iniquidades de tal calibre, debe ser aniquilada, dejando el territorio a las cuadrillas de gitanos. ¡Oh problema sin solución y angustia sin alivio!... Yo me sentía fuerte en la sociedad; andaba en ella con paso firme... Ahora tendré que andar azarada y corrida.  (Con desvarío.)  ¡Ah!, no, no quiero oír las burlas  (Tapándose los oídos.)  no quiero oír los chistes con que celebrarán mi horrible desengaño... no quiero, no quiero.  (Déjase caer en el sillón.) 

ALFONSO.-    (Acude a ella, asiéndola por los brazos.)  Clementina, por Dios, ¿qué delirio es ese...?

INSÚA.-   Señora, sosiéguese... Piense en sus queridos hijos.

CLEMENTINA.-   (Con mayor trastorno.)  Hijos, más os valiera no haber nacido, que crecer en el regazo de una madre idiota...;porque lo he sido; idiota he sido hasta hoy... Vea usted, señor de Insúa: mis pobres niñas, María Juana y Beatriz, tan buenas, tan inocentes, tan puras, serán las primeras en llamarme imbécil... Para tener a doña Juana contenta, les hemos puesto un director espiritual, que no las deja respirar, que llena sus pobres almas de terror y las priva de los esparcimientos más inocentes... ¡Horrible, horrible! Cuando mis hijas despierten de esa embriaguez y comprendan toda la hipocresía que encierra, no maldecirán a doña Juana, sino a mí, a su madre... Y lo merezco... lo merezco.  (Presa de un violento furor, se abofetea. ALFONSO trata de calmarla.) 

ALFONSO.-  Vida mía... ¿qué es eso... qué dices... qué haces?

CLEMENTINA.-   (Cae en el sillón, como   —1179→   si cediera súbitamente el espasmo.)  ¡Alfonso, Alfonso... hijos míos!

ALFONSO.-    (Muy cariñoso.)  Clementina, no desesperes. Dios no nos abandonará.

CLEMENTINA.-   (Trincando los dientes.)  ¡Dios!  (La dama parece hacer violenta presión sobre sí misma.)  No, no diré una blasfemia... Mi tía me ha enseñado a no creer... No me enseñará a blasfemar.

ALFONSO.-  ¡Por Dios, no desvaríes!

INSÚA.-    (Consternado.)  Siento haber sido causa de esta turbación... digo, causa no soy.

ALFONSO.-    (A INSÚA.)  Hágame el favor... Avise a las niñas...  (Desaparece INSÚA presuroso por la puerta de la derecha, para volver al instante con las niñas.) 

CLEMENTINA.-   (Acometida de risa histérica.)  ¡Ja, ja!; me río de mí misma; me muero de ridiculez; ¡ja, ja!



Escena V

 

Los mismos, MARÍA JUANA y BEATRIZ, presurosas; tras ellas, INSÚA; después, la INSTITUTRIZ y una criada.

 

MARÍA JUANA.-   (Corriendo hacia su madre.)  Mamá, ¿qué es eso?

BEATRIZ.-   (Lo mismo.)  Mamá, mamita.

ALFONSO.-  No es nada. Un vahído...

INSÚA.-   No se asusten... Una pequeña contrariedad.

MARÍA JUANA.-   (Lloriqueando.)  ¡Ay, Dios mío!

ALFONSO.-  Chiquillas, no es nada. Se pondrá peor si os ve llorar.

BEATRIZ.-  Una taza de tila.

INSÚA.-   Sí, Sí.  (Sale BEATRIZ corriendo por la derecha.) 

MARÍA JUANA.-   (Viendo que CLEMENTINA cierra los ojos.)  Mamá, mamá.

CLEMENTINA.-   (Que ha pasado bruscamente del estado histérico a un estado de sopor.)  Dios se ha dormido... Durmamos... El mundo se muere de imbecilidad...  (Queda como aletargada.) 

ALFONSO.-   (Llamándola.)  Clementina.  (Entran corriendo BEATRIZ, la criada y la INSTITUTRIZ.) 

MARÍA JUANA.-  Mamita, vuelve en ti.

BEATRIZ.-  Mamita, ¿no nos ves? Somos tus hijitas.  (CLEMENTINA abre los ojos, yergue la cabeza, mira a todos como asustada.) 

ALFONSO.-  Ya pasó; ya estás bien.

CLEMENTINA.-   (Con voz lúgubre, cavernosa.)  Si yo fuera hombre no pasarían estas infamias... o, tendrían el debido escarmiento. ¿Verdad, Alfonso, que ya no hay hombres?

ALFONSO.-  Ya no. Los hombres se fueron.

CLEMENTINA.-   (Repitiendo como un eco que se extingue.)  Ya no hay hombres... Los hombres se fueron.  (Levántase bruscamente creyendo oír pasos.)  ¿Quién es? ¿Quién entra?  (Ábrese lentamente una de las hojas de la puerta del fondo.) 

ALFONSO.-   No viene nadie.

MARÍA JUANA.-  Nadie viene.

BEATRIZ.-  Nadie, mamá.

CLEMENTINA.-   (Con exaltación y desvarío.)  Es ella, es ella; ven, pasa.

TODOS.-  ¿Pero quién?

CLEMENTINA.-   (Delirante, fija sus ojos en la puerta. Sigue con la mirada y la indicación de la mano a una figura invisible que entra.)  ¿No la veis? Casandra...  (Todos se miran aterrados.-Telón.) 




Anterior Indice Siguiente