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ArribaAbajoActo III

 

Habitación amplia y modesta en casa de ISMAEL y ROSAURA, dispuesta para los trabajos de ingeniería industrial y mecánica. Mesas de escribir y de dibujar; librería; en las paredes, grandes planos de máquinas y edificios industriales, instrumentos de física, muestras de hierros, cables, etcétera. Puerta al fondo, por donde entran los que vienen de la calle; puertas laterales. Es de día.

 

Escena I

 

ISMAEL, trabajando en la mesa de dibujo. Por la puerta del fondo, abierta, se ve desfilar a los niños y niñas mayores de ISMAEL, y se oye su alegre cháchara al salir para el colegio. ZENÓN DE GUILLARTE, que entra por el fondo después que han pasado los chicos.

 

ZENÓN.-  ¡Demonio con la fecundidad! Creí que me arrollaba el rebaño de tus hijos, que salen para el colegio. Seis he contado.

ISMAEL.-   Pues aún quedan aquí los dos pequeños.

ZENÓN.-   ¡Ocho críos! Parecen ochenta por el ruido que meten.

ISMAEL.-   Y ochocientos por los zapatos que me rompen.

ZENÓN.-   Divertido estás, como hay Dios. Pero, en fin, gracias a ti y a esa santa fecundísima que tienes por mujer, no se acabará el mundo por ahora... ¿Trabajas?

ISMAEL.-    (Sin mirarle.)  Ya lo ves.

ZENÓN.-    (Mirando el dibujo.)  Ascensores eléctricos. ¿Te estorbo?

ISMAEL.-    (Displicente.)  Sí.

ZENÓN.-   Pues abur.

ISMAEL.-   No, aguárdate, amable cínico. Dime algo que me quite esta melancolía negra.

ZENÓN.-  ¿Murrias tenemos?  (Con sonrisa de satisfacción.)  Pues yo... ¿No me ves?

ISMAEL.-   (Vivamente.)  ¿Qué?... ¿Qué dices, qué sabes?

ZENÓN.-    (Muy risueño.)  No sé si será discreto que yo te revele la causa de mi júbilo.

ISMAEL.-   (Irritado.)  ¿Qué es? Dilo pronto.

ZENÓN.-   Verás... Te advierto que mi sinceridad no me permite enmascarar mi alegría con falsas demostraciones de duelo.

ISMAEL.-    (Airado.)  ¿Acabarás?

ZENÓN.-   No acabo, sino que empiezo contándote que el médico de doña Juana, señor Bustamante, lumbrera de ciencia, me ha dicho hoy... fíjate en esto, Ismael: hoy, que tu señora tía no resistirá un segundo ataque.

ISMAEL.-    (Con gesto despectivo.)  Déjame en paz. Siempre viviendo de ilusiones fúnebres. Anda, que si mi mujer te oyera, buena se pondría.  (Vuelve a su trabajo.) 

ZENÓN.-   (Fluctuando entre la risa y la seriedad.)  No es que yo me alegre del pronóstico de Bustamante, ¡pobre doña Juana! Yo sentiré que se pierda esa existencia preciosa.

ISMAEL.-    (Sin apartar los ojos de su dibujo.)  Lárgate, Zenón. Tus desatinos me ponen de peor temple.

ZENÓN.-   Bien dice Insúa que todos los herederos de doña Juana están desequilibrados. Yo, no. Zenón el cínico se mantiene en su dulce serenidad.  (Paseándose tranquilamente por la estancia, se para frente a un gran dibujo de máquinas colgado en la pared derecha.)  Mientras tú dibujas, yo admiraré tus magníficos proyectos.  (Hablando con el dibujo.)  Hermoso artificio, ingeniosa creación de la mecánica, tú funcionarás con provecho cuando sobrevenga lo que espero, lo que está al caer. ¡Ah!, en ese día venturoso, Alfonso con su agricultura y este con su industria, saldrán de sus estrecheces angustiosas.  (Sigue hablando solo, paseándose por el proscenio.)  Ellos serán trabajadores, yo bandolero, o lo que es lo mismo, facineroso que acecha al caminante en las encrucijadas de la usura.

ISMAEL.-    (Soltando los lápices, se vuelve furioso hacia ZENÓN.)  ¿Qué hablas ahí, majadero?

ZENÓN.-    (Impasible.)  Yo pienso. Tú dibujas. Veremos qué máquinas valen más, esas o las mías.  (Apuntando a su sien.) 

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ISMAEL.-   Pero ¿a qué vienes tú aquí, pelmazo?

ZENÓN.-   He venido a hacer tiempo.

ISMAEL.-   Di que vienes a quitármelo.

ZENÓN.-    (Con gran flema, sentándose.)  Yo hago tiempo.

ISMAEL.-   ¿Para qué?

ZENÓN.-  Para ir a enterarme de ciertas cosas que a todos nos interesan.

ISMAEL.-   (Con viveza.)  ¿Sabes algo? Dímelo pronto.

ZENÓN.-   Sé que en el segundo ataque...

ISMAEL.-   ¡Bah, bah!...

ZENÓN.-    (Con misterio.)  He visto a Cayetana Yagüe entrar presurosa y escurridiza en el palacio de doña Juana.

ISMAEL.-  Entraría como una rata que olfatea el queso. Y ¿qué llevaba?

ZENÓN.-   Un manojo de cirios envueltos en un paño negro.

ISMAEL.-   ¿Cirios? ¿Iba sola?

ZENÓN.-  Con ella iba un ratoncillo: Rogelio.

ISMAEL.-    (Asombrado.)  Desde ayer le estamos buscando, y no hemos podido dar con él. La pobre Casandra está desolada. ¿Por qué no vas a coger a ese pillo a la salida del palacio y nos le traes aquí?

ZENÓN.-  No querrá venir. Se encuentra en una grave crisis...

ISMAEL.-   Crisis de infidelidad y traición.

ZENÓN.-   Crisis de vida. El dinero es la vida, y la vida es evolución constante... pero Rogelio, creo yo, estudia una metamorfosis con engaño supuesto y traición fingida. Como buen poeta, hace de lo negro blanco.

ISMAEL.-  Mala cosa es encender una vela al amor o a las musas, y otra a la presa vil de los intereses.

ZENÓN.-  Yo creo que Rogelio nos prepara un poema en que al fin quedará burlada doña Juana.

ISMAEL.-   Ella será siempre la burladora.

ZENÓN.-  Mientras viva, sí; pero...

ISMAEL.-  Eres la corneja agorera de muertes.

ZENÓN.-   Di que soy profeta.  (Cerrando los ojos.)  En este momento, una visión telepática me dice que del palacio de doña Juana sale alguien corriendo... para avisar a la funeraria.

ISMAEL.-    (Sonriente.)  ¡Qué celebre! ¿Has dicho que en el palacio acecharás la salida de Rogelio?

ZENÓN.-   No. Le cogeré en el café de esa esquina, donde está citado con Adrián Bermejo, otro de los parientes pobres que esperan la caída del maná.

ISMAEL.-   ¿En ese café?...  (Con idea repentina.)  Pues te acompaño. Así sabremos...  (Nervioso, impaciente, buscando su sombrero.)  Mi sombrero...

ZENÓN.-    (Impasible.)  No hay prisa. Aún es temprano.

ISMAEL5.-  No, no puedo ir contigo. No me muevo de aquí hasta que venga Rosaura, que también ha ido a casa de la tía. Vivo en una incertidumbre horrible. Estoy en capilla. Mi alma es un péndulo.  (Balanceándose.)  La ejecución, el indulto; el indulto, la ejecución.

ZENÓN.-   (Mirando el reloj.)  Seguiré haciendo tiempo un poquito más.

ISMAEL.-   (Paseándose con gran desasosiego.)  No quiero yo hacer tiempo, sino deshacerlo. Rosaura me traerá la verdad.

ZENÓN.-    (Flemático.)  Quizá tu mujer no vuelva tan pronto. Yo adivino, Ismael; yo veo lo distante. Rosaura tendrá que asistir a doña Juana, ponerle sinapismos, prolongarle la vida con balones de oxígeno.

ISMAEL.-  No sueñes, Zenón. Pon un freno a tu cinismo.

ZENÓN.-    (Tentado a la jovialidad.)  La sutileza de mis sentidos me dice, querido Ismael, que debemos estar alegres.  (Le palmotea en el hombro.) 

ISMAEL.-   Quita, quita; déjame.

ZENÓN.-   Pues, chico, tú estarás todo lo triste que quieras...

ISMAEL.-   (Paseándose con gran agitación.)  Desesperado.

ZENÓN.-   (Risueño.)  Pero yo, ya lo ves, no puedo ocultar6 mi contento, alegría cínica si quieres. Yo entiendo por cinismo todo lo contrario de la hipocresía.

ISMAEL.-   ¡Qué ansiedad! ¿Será cierto que...?  (Se golpea el cráneo.) 

ZENÓN.-  Impaciente aguardas a tu mujer. Pues ahora vas a ver mi poder de adivinación. Rosaura ha entrado en el portal, y ya sube la escalera.

ISMAEL.-  ¡Oh! ¡Si fuera verdad! La pobre sube con lentitud; tardará un rato en llegar.  (Llégase a la puerta y pone el oído a los ruidos de la escalera.)  Me parece que has acertado.

ZENÓN.-  ¿Lo ves?

ISMAEL.-  Pues, aciértame otra cosa, cínico. Mi mujer, ¿viene triste o alegre?

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ZENÓN.-   ¡Ah! Rosaura trae máscara tristísima, máscara de abatimiento. Lo que hay debajo de esa careta, no lo sé. Mis ojos de cínico no llegan a tanto.

ISMAEL.-   (En la puerta.)  Pues sí que es ella. Voy a abrirle.

ZENÓN.-   Estos pobres tontos sufren y se afligen porque no estudian como yo la lógica vital.  (Reclinada la cabeza, mirando al techo, se entrega a sus meditaciones.)  Ochenta mil duros me tocan, ochenta mil, que deducido los derechos reales quedan en setenta y dos mil. Colocada esta suma al ochenta por ciento, tendré...  (Entran por la izquierda los dos chiquillos menores -cuatro y seis años- con la criada, SEVERIANA. Visten modestamente, con delantalitos blancos. Corren al encuentro de la madre, gritando: «¡Mamá, mamita!».) 



Escena II

 

Los mismos y ROSAURA, que entra con ISMAEL por el fondo.

 

ROSAURA.-   (Fatigada y displicente.)  Gracias a Dios que me veo en mi casa.  (Se sienta. Los chiquillos la rodean; quieren subirse a su regazo. La besan y acarician.)  ¡Ay hijos!; dejadme ahora.

ZENÓN.-   (Saludándola muy fino.)  «Máter admirábilis, máter fecundíssima». Celebro ver a usted tan contenta.

ROSAURA.-   (Con acento tristísimo.)  ¿Contenta yo? ¡Qué burla!  (A la criada.)  Llevátelos, Severiana. Entretenlos allá.  (Besa a los chiquillos.)  Prenditas, idos al comedor. Yo iré pronto allá.  (Vase SEVERIANA con los niños.) 

ZENÓN.-   ¿Y qué? ¿Está bien mi amada tía política?

ROSAURA.-  No va mal. La encuentro muy entonadita.

ISMAEL.-  ¿Ves?

ZENÓN.-    (Aparte, a ISMAEL.)  ¡Cómo disimula tu mujer la verdadera situación!

ROSAURA.-  ¡Pillo! Usted no quiere a su tía, que es tan buena...

ZENÓN.-   ¡Oh!... Sí la quiero. Mi mayor gozo es que alargue sus preciosos días.

ISMAEL.-   Eso deseamos todos.  (Impaciente.)  Bueno, Rosaura, dime...

ZENÓN.-  Si estorbo me retiro.

ROSAURA.-  Espere un ratito.

ISMAEL.-  Tiene que ver a Rogelio en el café de la esquina.

ROSAURA.-  No se ocupen ya de ese hombre, que tengo por cosa perdida.

ISMAEL.-  ¿Le viste en casa de la tía?

ROSAURA.-  Allí estaba, pero no le vi. Oí el runrún de su voz y de la voz de Cebrián hablando en la estancia próxima. Si no me engaño, oí también el mosconeo de Cayetana Yagüe, la tos perruna de Nebrija y el chillido de Amelia.

ISMAEL.-   Ya.

ROSAURA.-  Yo suplico a Zenón que se desentienda de Rogelio y me haga un recadito.

ZENÓN.-   Estoy a sus órdenes.

ROSAURA.-  Hágame el favor de ver a Casandra, que estará en su casa, y decirle que se llegue acá lo más pronto que pueda. Estoy fatigadísima, me han dado para ella una comisión, un encargo muy delicado que debo cumplir personalmente.

ISMAEL.-   Anda, anda; te la traes acá.

ZENÓN.-  Al momento... si quiere venir.

ROSAURA.-  Vendrá.

ZENÓN.-    (Aparte, a ISMAEL.)  Yo veo aquí un gran misterio. Sácale a tu mujer la verdad.  (Bajando más la voz.)  Doña Juana está moribunda.

ISMAEL.-    (A parte, a ZENÓN.)  Todo se sabrá. Vete pronto.  (Vase ZENÓN por el fondo.) 



Escena III

 

ISMAEL y ROSAURA.

 

ISMAEL.-  Dime la verdad. ¿Ha tenido la señora otro ataque?

ROSAURA.-  Quita, hombre. ¡Si está vendiendo vidas!

ISMAEL.-   ¿Por qué has tardado tanto?

ROSAURA.-  Porque me entretuvo con sus divagaciones por lo terrenal y por lo místico. Tú sabes que repite una idea veinte veces, y que nunca se explica con claridad.

ISMAEL.-   (Impaciente.)  ¿Para qué te llamó?

ROSAURA.-  Para confiarme una misión delicada.

ISMAEL.-   Para fastidiar, para quitarnos el tiempo.  (Viendo que ROSAURA saca del pecho dos sobres que contienen billetes.)  A ver... ¿Te ha dado algo?

ROSAURA.-  Sí... Este... no me vaya a equivocar...   —1183→   es para nosotros... Cien duros...

ISMAEL.-   (Sarcástico, cogiendo el sobre.)  El socorro extraordinario para estos pobres... Lo terrible es que sobre tales miserias tiene uno que poner la flor de la gratitud.

ROSAURA.-  Este otro es para que lo de a Casandra, al tiempo de notificarle las amarguras que la esperan.

ISMAEL.-   (Displicente.)  Para esas encomiendas de traer y llevar amarguras, estamos aquí nosotros... Y estos burros de carga, auxiliares de sus planes malditos, ¿no merecen mejor trato?... ¿No le has dicho el conflicto en que estoy?

ROSAURA.-  Hoy, como siempre, le eché la jaculatoria de tus industrias, de tu falta de capital... pero ya sabes. Ella cumple con su risilla helada, y su frase de letanía: «Tantas máquinas darán a Ismael mucho dinero».

ISMAEL.-   Mis máquinas no darán nunca tanto provecho como la santurronería fetichista y grosera. Yo no adulo a doña Juana. La adulación pugna con mi carácter honrado y leal.

ROSAURA.-  Siempre he creído7 que debemos ser buenos, y cumplir sencillamente y sin aparato nuestros deberes. Yo sigo adelante por mi camino estrecho, con mi carga de obligaciones, fatigada, pero con mi conciencia bien tranquila, eso sí, esperando lo bueno y lo malo que Dios quiera mandarme.

ISMAEL.-  Por eso eres tú la verdadera santa: no ese ídolo chinesco, que se adora a sí mismo.

ROSAURA.-  No soy santa; pero sí creyente, y como creyente, siempre espero.

ISMAEL.-  ¡Esperar! No pronuncies el verbo fatídico que creo ha de ser la inscripción del Purgatorio: «Aquí están los que esperan»... Pero hemos olvidado lo principal. Dime, Rosaura: hablando con doña Juana, observándole el rostro, olfateando el ambiente que la rodea, personas y objetos, las vagas proyecciones de lo espiritual sobre lo material, ¿has podido confirmar lo que anoche nos dijo Pepa?

ROSAURA.-  Oí, vi y observé: mas no pude confirmarlo. Tal monstruosidad no puede ser cierta.

ISMAEL.-   Los planes monstruosos suelen ir hacia la certeza más aprisa que los razonables... Si hace mi tía lo que Pepa nos anuncia, es que quiere hundirnos, quiere aplastarnos... Quizá lo merecemos. Hace tiempo que veo en doña Juana el mensajero del alma, el ángel terrible que trae a la Humanidad todos los trabajos y dolores a que esta condenada.

ROSAURA.-   (Medrosa.)  No pienses eso, Ismael... me da miedo ver en ti ese pesimismo negro. No, no.



Escena IV

 

Los mismos y SEVERIANA.

 

SEVERIANA.-    (En la puerta de la derecha.)  Señora, un momento.  (Acércase ROSAURA a la puerta y habla con SEVERIANA en voz baja.) 

ISMAEL.-  ¿Qué ocurre? ¿Quién ha venido?

ROSAURA.-   (Después de oír a la criada.)  Clementina.

ISMAEL.-   ¿Por qué no pasa?

ROSAURA.-   (Trémula.)  Dice que quiere hablar conmigo.

ISMAEL.-  Hablar contigo a solas. Vete. Sepamos de una vez... Inmenso enigma nos rodea. Si hemos de morir, muramos pronto.

ROSAURA.-  Aguárdame.  (Vase.) 

ISMAEL.-  Severiana.  (Acércase esta.)  ¿Ha venido sola Clementina?

SEVERIANA.-   Sola... Por cierto que al pronto no la conocí; tan desmejorada está. Su palidez es como de persona muerta o convaleciente de larga enfermedad. ¡Cosa más rara! Ayer la vi lozana y hermosa... Viste de luto riguroso. Su voz me ha sonado como un responso... Me da miedo, señor.

ISMAEL.-   Y yo tiemblo. ¿Qué tremenda fatalidad nos acecha?... Vete allá... Que acaben pronto. Que me saquen de esta horrible agonía.

SEVERIANA.-    (Dirígese a la puerta.)  Señor, ya vienen.



Escena V

 

ISMAEL, ROSAURA y CLEMENTINA: aparece primero por la derecha ROSAURA, consternada, tapándose la boca con el pañuelo: tras ella CLEMENTINA, que permanece junto a la puerta en grave actitud de duelo, rígida. Su palidez intensa revela un estado de atonía dolorosa. Vase SEVERIANA.

 

ROSAURA.-   (Avanzando hacia su marido.)  Ismael, querido Ismael...

ISMAEL.-   (Con viva ansiedad.)  ¿Qué?

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ROSAURA.-  Clementina me dijo que debía prepararte.

ISMAEL.-   Dilo sin preparación. Prefiero el golpe duro. Prefiero el hachazo. ¿Es verdad lo que nos dijeron anoche?

ROSAURA.-  Sí.

ISMAEL.-   Todo acabó. ¡Maldita ilusión, terminada en catástrofe!

CLEMENTINA.-   (Con acento sibilítico.)  Tú lo has dicho. Es la catástrofe de las esperanzas, del engaño sostenido por ella misma... Conocemos todos los pormenores de este acto de barbarie. ¡Bien nos la ha jugado! ¡Con qué crueldad nos arroja al abismo esa... esa señora, que a ti y a mí, cuando éramos niños, nos acariciaba con mano blanda de madre; y después, año tras año, nos ha hecho creer que nuestros hijos eran su natural familia, como nacidos de sus entrañas!  (ISMAEL, desesperado, cae en una silla, y se agarra el pelo con la mano crispada.) 

ROSAURA.-   (Cariñosa, tocando en el hombro a su marido.)  No es desgracia irreparable. Tenemos tesón y fibra para esa desventura y para muchas más.

ISMAEL.-   (Con cierto desvarío.)  ¡Dios omnipotente, creador de los cielos y de la tierra, heredero de doña Juana! Con esto pensará mi tía sacar del purgatorio al ladrón de don Hilario... será para llevárselo consigo al infierno... ¡Es para reír! ¡Cómo se alegrará el infierno!

ROSAURA.-  ¡Hijo mío, no maldigas, no blasfemes!

CLEMENTINA.-   (Aproximándose.)  Yo también maldije y blasfemé: yo también perdí la razón al conocer esta iniquidad. ¡Horrible noche! Al amanecer, recobrada ya de mi locura, lloré por mi marido y por mis hijos... La voz de Dios resonó en mi alma, diciéndome: «Ni tú ni tus hijos me maldigáis. Al daros vida, os entregué a los azares del mundo. Todos habéis nacido desnudos y pobres... La riqueza es manejo vuestro. Los humanos la recogéis y la repartís a vuestro gusto. No por ricos, sino por humildes, entraréis en mi reino».

ROSAURA.-  Y, sobre todo, Ismael, pongámonos en el terreno de la razón. Tu tía es dueña de hacer con sus capitales lo que quiera.

CLEMENTINA.-  Según la razón pura... así es.

ROSAURA.-  Has de conceder que no tenemos derecho...

ISMAEL.-   Derecho, conforme al llamado Derecho, no tenemos... eso es verdad...

CLEMENTINA.-  Pero conforme a la ley de Dios, a la ley de Naturaleza... entendámonos... teníamos derecho...

ISMAEL.-   Teníamos derecho... Es tan claro como la luz.

CLEMENTINA.-   (Enérgica.)  Tan claro como el sol que nos alumbra. Se nos ha engañado.

ISMAEL.-    (Dándose un fuerte golpe en la rodilla.)  ¡Se nos ha robado!

ROSAURA.-   (Muy apurada.)  No, no, Ismael; no, Clementina. Es absurdo negar el derecho de la tía...

ISMAEL.-   (Gritando.)  Pero el derecho no es razón, Rosaura. ¿O es que entiendes tú por razón la propia sinrazón?  (Se levanta, da vueltas por la estancia.) 

CLEMENTINA.-   (A ROSAURA, con mayor vehemencia.)  No sostengas ahora que ha hecho bien.

ROSAURA.-  ¡Si yo no digo que ha hecho bien, Clementina!... No es eso. El proceder de doña Juana ha sido muy malo.

ISMAEL.-    (Airado, manoteando.)  Ha procedido como una hipócrita malvada y cruel...

CLEMENTINA.-  Como una madre desnaturalizada.

ROSAURA.-  No exageréis. Cierto que no ha sido leal, porque os hizo creer que seríais sus herederos... pero como derecho...

ISMAEL.-    (Echando luego por los ojos.)  ¿Tú qué sabes?

ROSAURA.-  Es cuestión no más que de sentido común.

ISMAEL.-    (Disparándose.)  No me repliques. Yo afirmo que hemos sido estafados, y a lo que yo digo y sostengo no tienes tú que replicar.  (Gritando.)  ¿Oyes lo que digo?

ROSAURA.-   (Humilde.)  Sí, oigo.

ISMAEL.-   (Ciego, fuera de sí.)  ¿Y todavía insistes?... ¡Mira que...!

ROSAURA.-  No, hijo: no insisto. Tú tienes razón; yo, no.

CLEMENTINA.-  No te exaltes, Ismael... Calma, calma. Tu mujer no merece estos chillidos: considera que la sociedad esta llena de injusticias, contra las cuales nada podemos.

ROSAURA.-  Nada podemos. La miseria y el dolor nos acechan siempre.

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CLEMENTINA.-  El mundo se compone de emboscada traicioneras. Es nidal de bandidos.

ROSAURA.-  Lugar de sufrimiento, valle de lágrimas.

ISMAEL.-    (Sombrío.)  Así lo llaman los que lloran. «Valle de risas» debieran llamarlo los que tienen acotados para sí todos los goces de la vida.

ROSAURA.-  ¡Cálmate, por Dios!

ISMAEL.-  No me resigno a ser el eterno llorón en las partes sombrías de ese valle donde otros ríen y gozan.  (A CLEMENTINA.)  Y ¿cómo ha quedado Alfonso después del terremoto?

CLEMENTINA.-  Alfonso es un carácter entero y magnánimo. Acepta sin ira los hechos, y confía en su propia voluntad para luchar con el Destino. Esta tarde se va al Pardal, nuestro único abrigo después del terremoto. Ha quedado en venir a recogerme aquí. Alfonso, como yo, te dirá: «Ismael, no te rindas; ármate de paciencia y energía; trabaja, y Dios te ayudará».

ISMAEL.-   ¿Cuál de los dioses?

CLEMENTINA.-  ¿Acaso hay más de uno?

ISMAEL.-  Hay dos: el de doña Juana y el de sus víctimas.

ROSAURA.-  No hay más que uno, Ismael: el mío. ¿No conoces el mío?

ISMAEL.-  Le conocía... Pero después de este cataclismo, mi mente y mis ojos me dan la impresión de una divinidad de dos caras, como el Jano de los antiguos... Sin duda existen dos Dioses, el Dios de los ricos y el de los pobres. El primero es el que sostiene a todos los gobiernos y el inspirador de los que legislan: un Dios político, gubernamental, militar, judicial, administrativo y un poquito burocrático. Este Dios de los ricos es el que ordena y dirige la beneficencia pública, el que manda pagar las contribuciones, el que distribuye libros y programas a los maestros, fusiles a la Guardia Civil y millones a los frailes; bendice los altares, las máquinas, las banderas, los barcos, y me parece que bendice también la Gaceta; este Dios, en fin, es el que nos hizo creer que seríamos ricos, y ahora nos deja en la mayor pobreza y abandono... El otro Dios, el de los pobres, es el que recoge a los que se pasan la vida encorvados sobre la tierra, sobre una máquina, sobre un pupitre, trabajando sin recompensa. Este Dios triste es invocado en los hospitales, en las guardillas, en las cárceles. Su nombre encabeza las cesantías, los desahucios, los embargos, y se confunde con todo suspiro y toda expresión de congoja... Pues bien, Clementina: tú y Alfonso, desairados por el Dios oficial, legal y pontificio, revestido de púrpura, os encomendáis al Dios de los pobres, andrajoso y mísero, sin influencia en la cosa pública ni bienestar en la privada. Yo, no, Clementina; puedes decírselo a tu marido; yo no me paso del Dios rico al Dios pobre; yo no quiero cuentas ya con ningún Dios grande ni chico, rico ni pobre, sino que arramblo con todos los Dioses y los arrojo en esta hoguera que tengo aquí encendida por la iniquidad de doña Juana.

ROSAURA.-  ¡Cómo estás, Ismael!

ISMAEL.-    (Cruzándose de brazos ante su mujer y CLEMENTINA.)  ¿Paciencia me pedís? ¿Trabajo me recomendáis? Si diez años ha me hubieran dicho esto, yo habría tomado otro rumbo. ¿Puedo tomarlo ahora?... ¡Empezar de nuevo, cuando se creía llegado el fin!... ¡Imposible! ¡No me pidáis trabajo superior a las fuerzas humanas!... Ignoro lo que haré... Por de pronto, no se me ocurre más que gritar. Chillaré, alborotaré dentro y fuera de casa... no puedo contenerme. Reclutaré a todos los desesperados que encuentre, y han de ser muchos porque estamos en la tierra de la desesperación; reclutaré pilletes, ociosos y vagabundos, que los hay: son contingente infinito... Me declaro revolucionario callejero entre tantos que lo son y no se atreven a mostrarlo fuera de sus casas; soy rebelde que chilla, para ejemplo de los miles de rebeldes solapados que callan...  (Circula por la habitación manoteando.)  Esta noche acabaré en la cárcel... Pero ni en la cárcel me humillaré ante ninguna divinidad rica ni pobre.  (Trata de salir; las señoras le contienen.) 

ROSAURA.-  Juicio, Ismael.

CLEMENTINA.-  No le dejes salir.

ISMAEL.-   (Rechazando las manos de su mujer, que quiere retenerle.)  Quita, quita... Dejadme, mujeres débiles, encadenadas a la mentira.

CLEMENTINA.-  ¡Jesús!

ISMAEL.-   (Descompuesto, trastornado.)  Quiero salir. Quiero gritar: ¡Abajo las fortalezas de injusticia y opresión! ¡Arriba   —1186→   nosotros, la turba, los desesperados, los desengañados!

ROSAURA.-   (Lloriqueando.)  Por la Virgen, Ismael, no pierdas la razón.

ISMAEL.-  Suéltame, lloricona... ¡También tú!... Eres la oveja sin seso que se humilla ante la superstición... Déjame, pasta de bondad inútil, de clemencia vana.

ROSAURA.-   (Sintiendo que entra alguien.)  Aguarda. Alguien entra. ¿Será Casandra?

CLEMENTINA.-  Creo que es Alfonso.  (Va hacia la puerta.) 

ISMAEL.-  ¡Oh Alfonso, grande amigo! Ven, ven. Tú eres de los míos, de los desengañados, de los desesperados.



Escena VI

 

Los mismos y ALFONSO, que al entrar por el fondo ha oído las últimas palabras de ISMAEL.

 

ALFONSO.-   Desengañado, sí; desesperado, no. Temblé de sorpresa y coraje al saber por Insúa la tremenda verdad. Pero, pasada la tormenta, el alma se me despejó como un cielo que recobra todas sus luces. Ya vivo en mi propio ser. Ya he roto todo lazo con el ser de doña Juana. Ya no me cuido del Destino que llevan riquezas que no fueron mías ni lo serán jamás.

ISMAEL.-  Yo no me resigno; yo protesto...

ALFONSO.-   ¿No me ves tranquilo? ¿No me ves contento?

ROSAURA.-  Mírate en mí espejo, marido mío.

ISMAEL.-  Alfonso es un alma grande; el alma mía es enana y rastrera.

CLEMENTINA.-  Los pequeños, hermano mío, debemos ponernos al abrigo de los grandes.

ROSAURA.-  Sí, sí.

ALFONSO.-    (Abrazándole.)  Con este abrazo, querido Ismael, te infundo valor y dignidad.

ISMAEL.-   Bien quisiera ser como tú: pero no puedo... Tú al menos tienes un Pardal en que refugiarte con tu mujer y tus hijas. Para mi familia y para mí no habrá ya más campo que el campo santo.

ROSAURA.-   (Abrazándole.)  No me atormentes.

ISMAEL.-   Antes la muerte que la miseria degradante.

CLEMENTINA.-  No, no.

ROSAURA.-  No... Alfonso, por Dios, llévatele contigo, distráele.

ISMAEL.-   Saldremos a maldecir en medio de la calle; pero antes, dime, Alfonso: ¿sabes algo más de doña Juana?

ALFONSO.-  No nos ocupemos ya de esa señora.

CLEMENTINA.-  Considerémosla ya muerta y enterrada.

ALFONSO.-  Acaban de decirme que ha despedido a todos sus criados.

ROSAURA.-  Ahora me explico... Esta mañana noté en la casa cierta soledad.

ALFONSO.-  Me han asegurado que esta tarde, a las cuatro, se firmará el convenio con el Banco General, y mañana la escritura de donaciones «inter vivos».

ROSAURA.-  Allá se las haya.

CLEMENTINA.-  Ya ha comenzado el ajetreo de llenar baúles y embalar imágenes y muebles...

ALFONSO.-  Preparando el tránsito de la señora al convento de Medina de Pomar.

ISMAEL.-    (Con amarga ironía, exaltándose otra vez.)  Y de allí al cielo, a un cielo empedrado de intenciones piadosas.  (Abatido, se sienta.) 

CLEMENTINA.-  Sosiégate, hermano querido.

ROSAURA.-   (Acariciando a ISMAEL, que permanece taciturno.)  Marido mío, nosotros nos arreglamos muy bien en el cielo de nuestra casita.

ALFONSO.-  Traedle a los chiquillos, que alegrarán su espíritu.

CLEMENTINA.-  Sí, sí: voy por ellos.

ROSAURA.-  Están en el comedor. Dales alguna golosina y tráelos acá.  (En la puerta del fondo aparece CASANDRA. CLEMENTINA, que se va hacia la derecha, se detiene asustada.) 

CLEMENTINA.-  ¡Ah! ¡Casandra!

ROSAURA.-  Pasa, mujer.  (Seguida de ZENÓN, entra CASANDRA, despacio. La blancura de su rostro, su ceño y su mirada, su rigidez escultórica, dan impresión de sorpresa y temor a las cuatro personas presentes. Viste traje sencillísimo, enteramente blanco.)  


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Escena VII

 

Los mismos, CASANDRA y ZENÓN.

 

CASANDRA.-  Creí que estabas sola.

CLEMENTINA.-  Reunidos estamos aquí todos los tristes.  (Cariñosa.)  El Destino nos ha igualado a toctos en la desgracia. Sea usted bien venida, y reciba el homenaje de nuestra simpatía y nuestra compasión.

CASANDRA.-   (Secamente.)  Gracias, señora.

ISMAEL.-  Compadezcamos para que nos compadezcan.  (Vase CLEMENTINA por la derecha.) 

ROSAURA.-   (Acudiendo a CASANDRA.)  Te mandé llamar. Te esperaba... Vente aquí.  (La lleva a la derecha del proscenio y se sientan juntas. ZENÓN pasa a la izquierda, donde están sentados ISMAEL y ALFONSO, y permanece8 en pie tras ellos.) 

ALFONSO.-    (Aparte, a ISMAEL y ZENÓN.)  Su dolor le da una hermosura terrible.

ZENÓN.-   ¡Lástima de mujer!

ALFONSO.-  ¿Qué será de esta infeliz sin hombre y sin hijos?

ZENÓN.-  Para mí, que tiene un camino florido y brillante: puede hacerse actriz.

CASANDRA.-  ¿Para qué me has llamado?

ROSAURA.-   Te lo diré... pero has de prometerme tener juicio... Sabes que Rogelio, al fin...

CASANDRA.-  Sí. Anoche su demencia ha sido espantosa. Esta mañana, muy temprano, sacó de paseo a los niños.  (Pausa; se miran las dos.)  No ha vuelto.

ROSAURA.-  Quizá tarde en volver. No te aflijas demasiado... Resígnate, como nos resignamos nosotros.  (Atenuando.)  Todavía puedes... tu situación no es desesperada.

CASANDRA.-   (Con gran viveza y energía.)  No me des cloroformo. Corta por donde quieras. Sé resistir el dolor, por terrible que sea.

ROSAURA.-  Como sospechábamos, pasa Rogelio a formar nueva familia... conforme al testamento de don Hilario.

CASANDRA.-  Le separan de mí.

ROSAURA.-  Para casarle con una señorita de la familia... conforme al maldito testamento... Doña Juana quiere colocar a su predilecta, Casilda Nebrija, que es un coquito de santidad... Para coger al «leopardo vagabundo», como dice doña Juana, han armado una trampa con cebo de dos millones de pesetas.

CASANDRA.-  Pero él... parece que aún duda.

ROSAURA.-  Siento decirte, amiga del alma, que el leopardo no es digno de ti  (CASANDRA permanece muda.)  ¿Qué piensas?

CASANDRA.-  Pienso que Rogelio, caiga o no caiga, nunca dejará de amarme.

ROSAURA.-  ¡Pero te abandona! ¿Eres capaz de conceder tu cariño a un hombre semejante?

CASANDRA.-  No puedo querer a otro. Ni aun volviendo a nacer podría.

ROSAURA.-  Y en su conducta, ¿no ves una traición villana?

CASANDRA.-  Enamorada estoy de sus defectos. Vamos a otra cosa, Rosaura... ¿Y mis hijos? ¿Qué hace de mis hijos esa mujer, que aquí reparte bienes y males, alegrías y dolores, paz y guerra, quitándole a Dios el cetro del mundo?

ROSAURA.-  Pues tus hijos... Doña Juana se encarga de su educación cristiana... Sospecha que no están bautizados.

CASANDRA.-  Lo están.

ROSAURA.-  Por si acaso, quiere repetir... Y les criará y educará... les dará carrera.

CASANDRA.-  ¿Lejos de mí?

ROSAURA.-   (Después de una pausa, temerosa de decirlo.)  Así parece.

CASANDRA.-  Por la ley, ¿no debe encargarse de criarlos su padre, o yo, yo misma, aun siendo tan... deshonrada como doña Juana quiere que sea?

ROSAURA.-   (Afligida.)  Doloroso es decírtelo... Comprenderás que... el hecho de acceder Rogelio a...

CASANDRA.-  A quitarme los cachorros... Ese hecho, según tú, todo lo justifica. ¿Sobre eso te habló doña Juana concretamente?

ROSAURA.-  No con toda claridad.

CASANDRA.-  Pues alguien tendrá que explicármelo.

ROSAURA.-  Rogelio.

CASANDRA.-  No... Ella, ella, que es quien arma las trampas y todo lo dispone.  (Clava los ojos en ROSAURA.)  ¿No crees que es ella... ella, la que debe decírmelo?  (Cruza los brazos, frunce más el entrecejo, y permanece un rato mirando al suelo.) 

ALFONSO.-   (En voz baja, en el grupo   —1188→   de la izquierda.)  Va tragando el acíbar con paciencia estoica.

ISMAEL.-  Paréceme que tiene menos paciencia que nosotros.

ZENÓN.-   En su actitud veo yo la fiera que se recoge para dar el salto... Ea, ¿me dejáis profetizar?

ISMAEL.-   No, no profetices.

ALFONSO.-   Cállate ahora.

ROSAURA.-   (Sobrecogida.)  ¿Qué piensas, amiga mía?  (Pausa.)  En otras cosas fue más explícita doña Juana.

CASANDRA.-  ¿En qué?

ROSAURA.-   (Saca de su seno el sobre.)  Mira también por ti... Cuidará de ti... Al encargarme que te pusiera al tanto de sus resoluciones, me dijo que es obligación suya el ampararte.

CASANDRA.-  Y te ha dado una cantidad para que me la entregues. Con el dinero, con una sola llave, abre esa mujer piadosa las puertas del cielo para sí; para mí, las del infierno.

ROSAURA.-   (Creyendo notar en CASANDRA repugnancia del donativo.)  Cuando me dio esta comisión de entregarte el dinero, le dije que tú, quizá por dignidad, no querrías tomarlo.

CASANDRA.-  Y a eso, ¿qué respondió?

ROSAURA.-  Pues dijo: «Ella no tiene dignidad; pero si la fingiera y no gustase de recibir dinero mío, vendrás a devolvérmelo».

CASANDRA.-  Pues... ajustándome a la idea de la santa, no tengo dignidad y tomo el dinero.  (Arrebata vivamente el sobre de manos de ROSAURA.) 

ROSAURA.-  Cuéntalo. Son diez mil pesetas.

CASANDRA.-  No me importa la cantidad.  (Lo guarda en su seno.) 

ROSAURA.-  Veo que te resignas, que tienes juicio y calma...

CASANDRA.-  Lo que yo no entendía cuando me hablaba esa mujer, ahora lo veo muy claro. Me empuja, me arroja. Puedo seguir ahora dos caminos, que para ella son carreras, como las que siguen los hombres: la carrera de mujer mala o la de mujer arrepentida.

ROSAURA.-  Así es. Si vas por el camino del bien y quieres abrazar vida religiosa, te facilitará cuanto para esa vida sea menester... Si te lanzas al mundo, no podrá seguirte más que con su compasión y el socorro de sus oraciones.  (Observa con atento examen el rostro de CASANDRA; mas en él sólo ve una profunda concentración del pensamiento.)  Hay otro camino, Casandra; otra carrera... y es que vivas de un honrado trabajo. Ya ves: con ese dinero podrás establecerte. Doña Juana me indicó que si adoptabas ese partido seguiría socorriéndote... siempre que te establecieras fuera de Madrid y dieras garantías de moralidad intachable...  (Pausa.)  Esta solución me parece la mejor para ti... Yo, que te quiero, que soy tu mejor amiga, puedo y debo aconsejarte...

CASANDRA.-   (Con voz lúgubre.)  Tomaré consejo de mí misma. Mi dolor me ilumina.  (Entra por la derecha CLEMENTINA con los chiquillos. Cada uno trae en la mano un pedazo de pan.) 

CLEMENTINA.-  Venid, nenes, a dar alegría y consuelo a vuestro papá.

CASANDRA.-  ¡Ah, tus niños! Déjame que los bese.  (Llévanle los chiquillos. Los abraza.) 

ROSAURA.-  ¡Pobrecilla!... Por un instante figúrate que son los tuyos.

CASANDRA.-  Hijos míos, ¿dónde estáis?... Ya no os veré más.  (La escena hasta fin del acto es muda. CASANDRA besa y acaricia a los dos niños, derramando sus lágrimas sobre las cabecitas de ellos. ISMAEL y ALFONSO y ZENÓN contemplan con emoción viva el cuadro tiernísimo. Los gemidos de CASANDRA son lo único que rompe el grave silencio. ROSAURA y CLEMENTINA, en pie tras ella, lloran también, el pañuelo en los ojos. Levántase CASANDRA de súbito. La expresión de la idea impulsiva que estalla en su pensamiento, y que hace vibrar todo su ser, queda encomendada al talento de la actriz. Lanzando un gruñido, sale con la velocidad del rayo por la puerta del fondo. Telón rápido.) 




  —1189→  

ArribaActo IV

 

La decoración del acto primero. En una mesa central con rico tapete están colocados y como expuestos diversos objetos de valor: alhajas en sus estuches, cubiertos y bandejas de plata, armas elegantes y arreos de caza que fueron de DON HILARIO. Es de día. Al alzarse el telón da las tres el reloj de la casa.

 

Escena I

 

MARTINA, colocando en la mesa los objetos que regalará DOÑA JUANA; CEBRIÁN, que entra por la izquierda.

 

CEBRIÁN.-    (Impaciente.)  ¡Las tres ya! Dese usted prisa, Martina. ¿Ya está todo aquí?

MARTINA.-  Véalo, señor. Alhajas, pedrería, plata, armas y arreos de caza que fueron de don Hilario. Contentos quedarán los parientes de la señora con los regalos que les hace al retirarse del mundo.

CEBRIÁN.-   Como ella dice, se desprende hasta de las últimas raspaduras de su riqueza y las derrama en el campo de la vanidad... ordénelo usted todo metódicamente para que la señora pueda hacer, sin fatiga, la lista de regalos.

MARTINA.-   Pongo aquí las alhajas, aquí la plata y demás.

CEBRIÁN.-  Bien, bien. Y no se olvide, Martina, de bajar al sótano y dar prisa a los carpinteros para que activen el embalaje de imágenes y muebles.

MARTINA.-  La señora me ha mandado que lleve a los carpinteros unas copas de jerez para que se animen, ¡los pobres!, y puedan acabar en todo el día.

CEBRIÁN.-  Pero... Que no se excedan en la bebida, ¡cuidado!; que se contengan en los límites de la templanza: y usted, hija mía, no les dé cuerda en el charlar ocioso, que suele degenerar en conceptos impúdicos. ¡Cuidado!

MARTINA.-   ¡Señor, no diga! Buena soy yo para conversaciones que no sean el mismo comedimiento.



Escena II

 

Los mismos y DOÑA JUANA.

 

DOÑA JUANA.-   (Llamando desde dentro.)  ¡Martina!...

CEBRIÁN.-   Aquí viene la señora.

DOÑA JUANA.-    (Por la izquierda.)  Yo llamándote, y tú...

MARTINA.-  Ya tiene la señora bien ordenados los regalitos.

DOÑA JUANA.-   (Viendo a CEBRIÁN.)  Don Francisco, ¿aún está usted aquí?

CEBRIÁN.-  Me voy ahora mismo, señora. A las cuatro en punto volveré con los del Banco General para ultimar el asunto.

DOÑA JUANA.-   (Sentada en el sillón junto a la mesa.)  Aquí le espero. Rezaré un poquito y haré la lista de los regalos.  (Coge de la mesa una carterita de señora y un lápiz y se dispone a hacer sus cuentas.) 

CEBRIÁN.-   ¿Tiene algo más que mandarme la señora?

DOÑA JUANA.-  Nada, mi buen amigo: aquí quedo ansiosa de mi descanso.

CEBRIÁN.-   Hasta luego, señora.  (La besa la mano. Al dirigirse al fondo, llama por señas a MARTINA. Esta se acerca a él.)  Cierra por aquí. Como hay poca servidumbre, ten cuidado...

MARTINA.-   Váyase tranquilo, señor.  (Después que sale CEBRIÁN cierra por dentro y vuelve junto a DOÑA JUANA.)  ¿Quiere la señora que la acompañe?

DOÑA JUANA.-  No: mejor estoy sola. Vete a tus quehaceres.

MARTINA.-   Como hoy no tenemos cocinera, ¿quiere que me vaya...?  (Señalando hacia la derecha.) 

DOÑA JUANA.-  Antes de ir a la cocina, vete a mi alcoba y ve poniendo en los baúles la ropa que apartamos.

MARTINA.-  Bien.  (Dirígese hacia la izquierda.) 

DOÑA JUANA.-  Otra cosa. No olvides lo que te mandé. A ver si esos hombres concluyen hoy.

MARTINA.-   Sí, señora, sí.  (Vase por la izquierda.)  


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Escena III

 

DOÑA JUANA y después CASANDRA.

 

DOÑA JUANA.-   (Apuntando en la carterita.)  Para Rosaura, la sortija de perlitas y esmeraldas... Docena de cubiertos para Ventura Nebrija... Los pendientes de rubíes para la hija mayor de Clementina... Para Beatriz, los de zafiros...  (Fatigada, suelta el lápiz.)  ¡Cómo me hastían estos cuidados menudos de la vida temporal!  (Ávida del manjar mítico, abre un libro de rezos y lee.)  «Levántate ¡oh alma que me visitas!... Abandona tus riquezas, que aquí estoy para enriquecerte de gracias... Date prisa; llégate a mí; no temas mi majestad... eres 'mi amiga', no im enemiga; eres mi 'hermosa' porque mi gracia te ha embellecido... Ven acá; abrázate conmigo, y pídeme cuanto quisieres con toda confianza».  (Súbitamente, requiriendo la lista.)  Otro esfuerzo y arrojaré el último puñado de estas porquerías. Los dos solitarios, a Clementina. La tercera bandeja de plata, ¿para quién será? Para Cayetana. A Casilda Nebrija dejaré el collar de perlas. Bien se lo merece la pobre... Las armas y los arreos de caza, ¿a quién se los doy?...  (Con hastío, deseando acabar.)  Ea, sean todos para Alfonso, y así concluyo de una vez.  (Escribe dos palabras y suelta con alegría el lápiz.)  ¡Ay, gracias a Dios, ya acabé! Ya estoy libre; ya eché lejos de mí la última de estas menudencias, bagatelas frívolas con que sueñan los niños grandes. Todo lo doy, todo quiero entregarlo. Soy pobre, quiero serlo... ¡qué alegría inefable! Mis riquezas caudalosas, que para nada me sirven, pronto volverán al legítimo dueño de todo, que sabrá despojarlas de su original vileza y aplicarlas al bien de las almas.  (Entreabre CASANDRA la puerta de la derecha; asoma la cabeza, el busto explorando la estancia.)  La mía, ¡oh mi Dios amante y misericordioso!, te da infinitas gracias por haberme inspirado esta resolución.  (Avanza CASANDRA pasito a paso.)  Monarca de los Cielos y de la Tierra, dale a tu esclava humildes alas para volar hacia ti.  (CASANDRA retrocede hacia la puerta para cerrarla. El ligero ruido que esto hace llega al oído de DOÑA JUANA.)  ¡Martina!  (Alarga el cuello, creyendo que es la criada quien entra. CASANDRA avanza lentamente.)  ¿Ocurre algo?  (CASANDRA se detiene mírandola. DOÑA JUANA la reconoce.)  ¡Ah!...

CASANDRA.-  No es Martina, soy yo.

DOÑA JUANA.-  Casandra...  (Con ligero temor.)  ¿Cómo has llegado aquí? ¿No había nadie en el jardín?

CASANDRA.-  Nadie... Entré por la puerta de servicio.

DOÑA JUANA.-  Pero... yo no te he llamado.

CASANDRA.-  Hay ocasiones en la vida, señora, en que es forzoso venir aunque a una no la llamen.

DOÑA JUANA.-  Ya... vienes aquí después de hablar con Rosaura.

CASANDRA.-  He hablado con Rosaura. Me ha dicho lo que usted le mandó...

DOÑA JUANA.-  Yo le encargué que te lo dijese con dulzura, procurando no herirte.

CASANDRA.-  Ha cumplido el encargo con dulzura infinita.

DOÑA JUANA.-  Un poco duro ha sido, pobrecilla... Pero has de conformarte con la voluntad de Dios... ¿Vienes resignada?

CASANDRA.-  Vengo convencida.

DOÑA JUANA.-  Yo... he procedido conforme a mi conciencia, oído el parecer de personas sabias, que no podían engañarse ni engañarme... Y aún no me has dicho si Rosaura te entregó...

CASANDRA.-  Sí; el dinero...  (Saca de su seno el sobre. Pausa. Alarga lentamente hacia DOÑA JUANA la mano con el sobre.) 

DOÑA JUANA.-  ¿Qué? ¿No aceptas? ¿Crees que te ofendo? Ese rasgo de dignidad, con apariencias de gallardía, no viene al caso... Podría parecer un poquito afectado, artificioso...  (CASANDRA alarga más la mano, sin decir nada.)  Pero... ¿de veras... no aceptas? Aunque no fuera más que por gratitud...

CASANDRA.-  No es eso, señora. Acepto y agradezco. Pero es que...  (Encontrando una idea.)  Como he de estar errante algún tiempo... yo le ruego que me guarde ese dinero.

DOÑA JUANA.-   ¿Hasta cuándo?  (Sin quitar los ojos del rostro de CASANDRA, coge el sobre.) 

CASANDRA.-  Hasta que venga yo a pedírselo.

  —1191→  

DOÑA JUANA.-   (Tranquilizándose.)  ¡Ah!; eso es otra cosa.  (Después de examinar el contenido del sobre, deja este sobre la mesita.)  ¿Y has dicho que vivirás errante? ¡Qué locura! Pobre mujer, ¿por qué no adoptas vida tranquila y resignada, de pura honestidad y modestia?

CASANDRA.-  No podré, señora.  (Con siniestra ironía.)  Soy muy mala. La perversidad me dio el ser... Bien conoció usted mi condición maligna... Yo quería fingir... hacerme pasar por buena... pero no me valió el disimulo... no pude engañar a usted.

DOÑA JUANA.-   (Sin comprender la cruel ironía.)  Hija mía, un arrepentimiento sincero ya sabes lo que vale. Proponte ser buena... Acércate... Yo te aleccionaré... yo te enseñaré los caminos para llegar a Dios... Ven, hablaremos... siéntate.

CASANDRA.-   (Secamente, sin desclavar de ella los ojos.)  Estoy mejor en pie.

DOÑA JUANA.-   (Desalentada y otra vez recelosa.)  ¡Con qué desdén orgulloso rechazas mi mediación para salvarte!

CASANDRA.-  Soy orgullosa, sí, señora.

DOÑA JUANA.-  Pues ya que no seas bastante humilde para entrar en vida religiosa, ten el orgullo de ser una mujer oscura y honrada. Con ese dinero podrás establecerte. Me ha dicho Rosaura que eres hábil para los trabajos de modas y sombreros.

CASANDRA.-  Algo entiendo de eso y de otras cosas; pero no quiero establecerme.

DOÑA JUANA.-  Pues entonces, si no te arrepientes ni piensas trabajar, ¿qué consejo vienes a pedirme, qué buscas? Dímelo pronto.

CASANDRA.-   (Empezando con mucha calma su conminación.)  He venido... he venido para pedir cuentas a la mujer santa de la conducta que ha observad conmigo, que no soy santa, pero soy mártir de usted...  (Gradualmente llega al tono iracundo.)  Quiero decírselo, y arrojarle a la rostro toda mi amargura.

DOÑA JUANA.-   (Con alarma súbita.)  ¿Qué dices, desgraciada?

CASANDRA.-  Verdades diré que usted no ha oído nunca. No es justo que usted se muera sin oír otras voces que las de la adulación y la mentira

DOÑA JUANA.-  Vete pronto. Sal de aquí.

CASANDRA.-  Calma. No me iré tan pronto. Tenga usted paciencia. Virtud primera de los santos de la paciencia.

DOÑA JUANA.-   (Llamando.)  ¡Martina!...  (Intenta levantarse.)  ¿Pero no hay nadie en esta casa? ¡Martina!...  (Vuelve a caer en el sillón.) 

CASANDRA.-  No hay nadie. Dios la deja a usted sola; Dios la abandona a usted a la justicia, que ahora soy yo.

DOÑA JUANA.-  Sal de aquí, te digo.

CASANDRA.-   (Impetuosa, elocuente.)  Mujer idiota y perversa, vengo a pedirte cuenta del mal que me has hecho, y a devolvértelo con mi odio, que es por lo menos tan respetable como tu falsa santidad.

DOÑA JUANA.-   (Abrumada.)  ¡Jesús, Jesús!

CASANDRA.-   (Acercándose a ella hasta ponerle cerca de los ojos sus manos, que acentúan vivamente la imprecación.)  Yo soy la más ofendida de tu maldad; yo. Pobre mujer que no te hice ningún daño, que merecía más que ninguna tu protección y tus consejos. A todos ofendiste, a todos lastimaste, y a mí me has arrancado el corazón, porque yo esperaba de ti que legalizaras mi unión con el hombre que amo... Era tu deber... tu conciencia te lo dictaba... ¿Pero a qué hablar de conciencia? Alma llena de telarañas, voluntad cruel y sin amor, me has robado mi único bien, porque yo he dado a Rogelio mi vida, y sin él no hay para mí paz ni alegría, ni puede haber virtud.

DOÑA JUANA.-   (Balbuciente.)  Rogelio... un perdido... Yo no le quiero, no le quiero... Esto que se ha hecho con él es... por cumplir voluntades de su padre... mi marido... que dispuso... ya lo sabes. Si Rogelio consiente, pídele cuentas a él... a ese loco...

CASANDRA.-  A ese loco, yo con mi cariño y mis cuidados le dominaba, le corregía. Yo enfrené su imaginación desbordada; yo iba trocando sus defectos en virtudes... ¡Y esta obra de piedad y de amor has destruido tú con malas artes, con la hechicería de tu infame riqueza!... A él le has hecho peor de lo que era, y en mí has encendido las llamas del infierno.

DOÑA JUANA.-  A él le mejoro, y a ti, rebelde y descreída, te dejo en lo que eres: una mala mujer.

  —1192→  

CASANDRA.-  Yo he sido y soy una mujer buena... A la calle me arrojas. Si yo te pervirtiera, mis malas acciones serían virtudes en ti, monstruo de hipocresía y de crueldad.

DOÑA JUANA.-  ¡Virgen santa, Jesús mío!...  (Llamando.)  ¡Martina!...

CASANDRA.-  No llames... no te oirán. Dios ha ensordecido las paredes de tu casa, y a tus sirvientes, y al mundo entero, para que no acudan a ti... Dios está conmigo.

DOÑA JUANA.-   (Furiosa.)  ¡Mentira!...¡Mujerzuela!... ¡Sacrílega!

CASANDRA.-  Aunque tu voz clame como mil truenos, no te oirán. Aunque extremes tus ridículas devociones, no engañarás a Dios.  (La coge de un brazo y la sacude violentamente.)  ¡A Dios no le engañas tú, miserable!

DOÑA JUANA.-   (Aterrada, vencida del miedo.)  ¡Oh!... no quise ofenderte... perdóname.

CASANDRA.-  ¿Para qué invoca el perdón quien no tiene ni chispa de cristiandad en su corazón resecado por la santurronería? Para ti no hay piedad, ni es justo que la haya. Has hecho mucho mal; has trastornado las conciencias de tus parientes, engañándoles con promesas falaces; me has robado mis amores, y todo esto has de pagarlo.

DOÑA JUANA.-   (Con terror supersticioso.)  Diablo... diablo que me atormentas, vete... déjame.  (Se santigua; murmura una oración, elevando los ojos.) 

CASANDRA.-  No me voy, porque aún tengo algo que decirte y tu que responderme. No te dejo sin que me digas qué has hecho de mis hijos. ¿Dónde están? ¿Me los has quitado para devolvérmelos? Si es así y los tienes en tu casa, ordena que me los entreguen... pero al instante.

DOÑA JUANA.-   (Con torpe lengua sobreponiendo la terquedad al miedo.)  No puede ser... Esa pobres criaturas... ¡Oh, no! Sus tiernas almas a tu lado se perderían para siempre. Es mi deber, es mi gloria apartarlas de ti... y criarlas para Dios.

CASANDRA.-   (Apretando los puños.)  No, no irán mis niños a ese Limbo de tu falsa santidad... ni a ninguna clase de educación irán sin su madre. ¿Están aquí? Dámelos, dámelos pronto.

DOÑA JUANA.-   (Atontada, medrosa.)  ¿Yo?... Yo no. Pídelos a Rogelio. Él te los dará, si quiere.

CASANDRA.-  Cierto que Rogelio los sacó de mi casa pretextando llevarlos de paseo; pero lo hizo por instigación tuya. Con tu dinero maldito le has corrompido y le has cegado; le has traído a la maquinación de casarle con otra mujer, y de llevarse a mis hijos... A él, no, a él, que tan sólo ha sido un instrumento de tu hipocresía, no tengo que pedirle las criaturas que me ha robado; a él, no; sino a ti, que con extraña mano has cometido este crimen... La infamia no es tanto del que la ejecuta como del que la compra.

DOÑA JUANA.-  ¡A él... a mí, no!

CASANDRA.-  A ti, a ti los pido. Son mis hijos, de mis entrañas nacidos, no de las tuyas estériles.

DOÑA JUAN.-  De tus entrañas de pecado nacieron. Hijos tuyos son... No puedo asegurar que sean hijos de Rogelio.

CASANDRA.-   (Su indignación llega al delirio.)  ¡Ah, víbora!... Me robas, y encima me ultrajas... Espérate... llegó tu hora.  (Con mirada rapidísima y ágiles manos, busca un arma sobre las mesas, llenas de objetos diferentes. Encuentra un cuchillo de fino puño damasquinado. Lo coge.) 

DOÑA JUANA.-   (Temblando.)  ¿Qué haces?

CASANDRA.-  ¡Matarte!... He venido con la resolución de matarte si no me devolvías mis hijos.

DOÑA JUANA.-  Casandra... mujer...

CASANDRA.-   (Frente a ella, en actitud arrogante y trágica.)  Si no estás preparada, preparate pronto, arregla brevemente tus cuentas con Dios.

DOÑA JUANA.-   (En el colmo del terror.)  No estoy preparada, no... no. Tu presencia ha despertado en mi el pecado de la ira.

CASANDRA.-  Pues deséchalo pronto. A los condenados a muerte se les concede espacio para el arrepentimiento. Yo te lo concedo, condenada. Soy menos dura que tú.

DOÑA JUANA.-   (Preparando un quiebro para esquivar el golpe.)  ¡Morir! No podrás matarme... Dios no lo consentirá...

CASANDRA.-  Si ha consentido tus crímenes, ¿cómo no consentir este? Pronto... mis hijos o la muerte.

  —1193→  

DOÑA JUANA.-  Muerte, no... Tus hijos, tampoco.  (Huye.) 

CASANDRA.-   (Corre tras ella; alcánzala detrás del sillón.)  Muere, santa de caña y de hielo. Dios te dará lo que mereces.  (La hiere.) 

DOÑA JUANA.-  ¡Ay! ¡Misericordia!...  (Cae; expira.) 

CASANDRA.-   (Arroja el cuchillo.)  ¡Monstruo, ya no harás más daño en el mundo que te crió!  (Examina el cadáver.)  No respira, no tiene sangre. Su veneno no es rojo.  (Se mira las manos y la ropa.)  Nada... su veneno no me ha manchado.  (Entran precipitadamente por la derecha MARTINA y CEBRIÁN.) 



Escena IV

 

CASANDRA, MARTINA y CEBRIÁN.

 

CEBRIÁN.-    (Presagiando el atentado.)  ¿Qué hace usted aquí?

MARTINA.-    (Ve el cuerpo de DOÑA JUANA; corre hacia ella.)  ¡La señora... la señora...!

CEBRIÁN.-    (Acudiendo rápidamente.)  ¡Desmayada!

CASANDRA.-  Desmayada, no; muerta...  (Con bárbara entereza.)  ¡He matado a la hidra que asolaba la tierra!... ¡Respira, Humanidad!  (Telón.) 



 
 
FIN DE «CASANDRA»
 
 




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