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ArribaAbajo- XIV -

¿Qué se hizo de la brillante posición de don Pedro Polo bajo los auspicios de las señoras monjas de San Fernando? ¿Qué fue de su escuela famosa, donde eran desbravados todos los   —133→   chicos de aquel barrio? ¿A dónde fueron a parar sus relaciones eclesiásticas y civiles, el lucro de sus hinchados sermones, el regalo de su casa y su excelente mesa? Todo desapareció; llevóselo todo la trampa en el breve espacio de un año, quedando sólo, de tantas grandezas, ruinas lastimosas. ¡Enseñanza grande y triste que debieran tener muy en cuenta los que han subido prontamente al catafalco de la fortuna! Porque si rápido fue el encumbramiento de aquel señor, más rápida fue su caída. Se desquició casi de golpe todo aquel mal trabado edificio bien pronto ni rastro, ni ruido, ni polvo de él quedaron, siendo muy de notar que no se debió esta catástrofe a lo que tontamente llama el vulgo mala suerte, sino a las asperezas del mismo carácter del caído, a su soberbia, a sus desbocadas pasiones, absolutamente incompatibles con su estado. Pereció como Sansón entre las ruinas de un edificio, cuyas columnas derribara él mismo con su estúpida fuerza.

Está averiguado que antes de la muerte de Doña Claudia empezó el desprestigio de la escuela. El contingente de chicos disminuía de semana en semana. Alarmados los padres por los malos tratos de que eran objeto aquellos pedazos de su corazón, les retiraban de la clase, poniéndoles en otra de procedimientos más benignos. Y en la misma calle se estableció otro maestro que propalaba voces absurdas sobre los   —134→   horrores que hacía Polo con los muchachos, descoyuntándoles los brazos, hendiéndoles el cráneo, despegándoles las orejas y sacándoles tiras de pellejo. Más tarde, la gente que pasaba por la calle vio que por una de las ventanas bajas salía volando una criatura como proyectil disparado por una catapulta. Otras cosas se referían igualmente espantables; pero no todo lo que se dijo merece crédito. Los pasantes contaban que algunos días estaba el maestro como loco furioso, dando gritos y echando por aquella boca juramentos y voquibles impropios de un señor sacerdote.

La muerte de Doña Claudia, acaecida inopinadamente, fue como una prolongación de aquel sueño pesadísimo que le entraba después de comer y de cenar. Sobre esto se hablaba más de lo regular. El tabernero de enfrente parece que vio con disgusto el acabamiento de aquella dama por la buena parroquia que perdía. Desde que sucedió esta desgracia, las señoras y don Pedro empezaron a ponerse de punta como dos sustancias que rechazan la combinación. Todos los días cuestiones, rozamientos, recados importunos, disgusto aquí y allá, ellas muy tiesas, él más estirado aún. Cuenta la mandadera, mujer de gran locuacidad digna de ser llevada a un parlamento, que un día tuvieron las señoras y D. Pedro un coram vobis en el locutorio, del cual resultó, tras muchos dimes y diretes, que   —135→   el capellán mandó a las monjas al... (al infierno no debió de ser), en las propias barbas de la madre abadesa. Con esto y otras cosas, D. Pedro se vio obligado a desocupar la casa y a dejar el capellanazgo a otro clérigo de temperamento más dócil. Él había nacido para domar salvajes, para mandar aventureros, y quizás quizás para conquistar un imperio como su paisano Cortés. ¿Cómo había de servir para afeitar ranas, que esto y no otra cosa era aquel menguado oficio?... Se marchó contento y renegando de las monjas, a las cuales ponía de tal manera, que no había en verdad por dónde cogerlas.

Instalose en casa propia, hacia la calle de Leganitos, y allí la incompatibilidad de su carácter con el de su hermana empezó a ser de tal naturaleza, que la existencia común se hizo difícil. Marcelina Polo, que en vida de su madre había tenido paciencia, mucha paciencia y desprecio de sí misma, se había hecho el cargo de que pudiendo ganar el cielo con la oración, no había necesidad de conquistarlo con el martirio. Cuenta la criada que por entonces tuvieron, segoviana, astuta y chismosa, que el hallazgo de no sé qué papeles hizo descubrir a Doña Marcelina debilidades graves de su hermano, y que enzarzados los dos en agria disputa, sobrevino la ruptura. «Todo lo paso -decía-; paso que me tire los platos a la cabeza; paso que me diga palabras mal sonantes; pero un pecado tan   —136→   atroz y sacrílego, eso sí que no se lo paso». Y se fue a vivir con una tal Doña Teófila, señora mayor, que se le parecía como una gota a otra gota. Poco después embaucaron a Doña Isabel Godoy (que había perdido a su fiel criada), y la trajeron a vivir consigo, instalándose en una casita que tomaron en la calle de la Estrella. Cada una de las tres tenía su especial demencia: la Godoy consagraba sus horas todas a las prácticas de un aseo frenético; el desvarío de Doña Teófila era la usura, y el de Marcelina la devoción contemplativa, con más un cierto furor por la lotería, que heredó de su madre.

Las relaciones de esta señora con su hermano fueron desde entonces muy frías. Rara vez le visitaba para informarse de su salud, y no le prestaba servicio alguno doméstico ni le cuidaba en sus enfermedades. Creía sin duda cumplir con su conciencia rezando por él a troche y moche y pidiendo a Dios que le apartase de los malos caminos. Casi todo el día se lo pasaba en las iglesias, asimilándose su polvo, impregnándose de su olor de incienso y cera, por lo cual D. Pedro, cuando recibía la visita de ella, ponía muy mala cara diciéndole: «Hermana, hueles a sacristía. Hazme el favor de apartarte un poco».

Desde que se malquistó con su hermana fuese a vivir Polo a los barrios del Sur. Era ya tan visible su decadencia, que no lograba disimularla.   —137→   Ya no había parroquia ni cofradía que le encargasen un triste sermón, ni tampoco él, aunque se lo encargaran, tenía ganas de predicarlo, porque las pocas ideas teológicas que un día extrajo, sin entusiasmo ni calor, de la mina de sus libros, se le habían ido de la cabeza, donde parece que estaban como desterradas, para volverse a las páginas de que salieron. Polo, en verdad, no las echaba de menos ni tuvo intento de volver a cogerlas. Su mente, ávida de la sencillez y rusticidad primitivas, había perdido el molde de aquellos hinchados y vacíos discursos, y hasta se le habían olvidado las mímicas teatrales del púlpito. Era un hombre que no podía prolongar más tiempo la falsificación de su ser y que corría derecho a reconstituirse en su natural forma y sentido, a restablecer su propio imperio personal, a hacer la revolución de sí mismo y derrocar y destruir todo lo que en sí hallara de artificial y postizo.

Cuentan que en la sacristía de las iglesias a donde solía ir a celebrar misa armaba reyerta con los demás curas, y que un día él y otro de carácter poco sufrido hablaron más de la cuenta y por poco se pegan. Hubo de manifestar en cierta ocasión ideas tan impropias de aquellos lugares santos, que, según dicen, hasta las imágenes mudas o insensibles se ruborizaron oyéndole. El rector de San Pedro de Naturales   —138→   le dijo que no volviera a poner los pies allí. Algún tiempo rodó de sacristía en sacristía, malquistándose con toda la sociedad eclesiástica y dando motivo a maliciosas hablillas. Su peculio, que ya venía sufriendo considerables mermas, entró en un período de verdadero ahogo. La pobreza enseñole su cara triste, anunciándole la miseria, más triste aún, que detrás venía. Aún pudo haber encontrado su salvación; pero su alma no tenía fortaleza para arrancar de raíz la causa de trastorno tan grave y profundo. Las grandes energías que su alma atesoraba y que le habrían valido para ganar épicos laureles en otros días, lugares y circunstancias, no le valieron nada contra su desvarío. Todas las armas se embotaban en la dureza de aquella sangre y vida petrificadas, que protegían su pasión como una coraza inmortal a prueba de razones morales y sociales.

Sobrevinieron entonces el desaliento, el malestar, la despreocupación y una pereza invencible. Levantábase tarde; huía espantado de la iglesia que creía profanar con su sola presencia; pasaba semanas enteras encerrado como un criminal que a sí mismo se condenara a reclusión perpetua. Otras veces salía, esquivando a sus pocos amigos, y se pasaba el día solo, vagando por las afueras, mal vestido de paisano, con empaque tal que se le habría tomado por presidiario que acaba de romper sus cadenas.   —139→   En la clase eclesiástica no conservaba más que un amigo, el padre Nones, quien con dulzura le exhortaba a enmendarse y a restablecer la vida normal. La querencia de este buen sacerdote llevole a vivir a la humilde casa de la calle de la Fe, y por algún tiempo hizo tímidos esfuerzos para regularizar sus costumbres. Entonces le retiraron las licencias, y roto el débil lazo que aún sujetaba su voluntad al cuerpo robusto de la Iglesia, se desprendió absolutamente de ella y cayó en abismos de perdición, ruina, miseria. Vivía estrechamente, apurando los pocos dinerillos que tenía, haciendo esfuerzos por cobrar las cantidades que le adeudaban algunas personas desde los tiempos de su prosperidad. Repartiendo cartitas y recados iba cobrando lentamente de sus deudores sumas mezquinas. Concertó la venta del material de la escuela, que era suyo, con el Ayuntamiento; pero si este tuvo prisa para posesionarse de lo comprado, no la tuvo para pagar.

Por ser desgraciado en todo, fuelo también D. Pedro en la elección del ama de llaves que lo servía, mujer de mucha edad, bondadosa y sin malicia, pero que no sabía gobernar ni su casa ni la ajena. Era madre de sacristanes, tía y abuela de monaguillos, y había desempeñado la portería de la rectoral de San Lorenzo durante luengos años. Sabia de liturgia más que muchos curas, y el almanaque eclesiástico lo tenía en la   —140→   punta de la uña. Sabía tocar a fuego, a funeral y repique de misa mayor, y era autoridad de peso en asuntos religiosos. Pero con tanta ciencia, no sabía hacer una taza de café, ni cuidar un enfermo, ni aderezar los guisos más comunes. Su gusto era callejear y hacer tertulia en casa de las vecinas.

Estos hechos y circunstancias, el extravío de Polo, su falta de dinero, la incapacidad doméstica de Celedonia, llevaron la tal casa al grado último de tristeza y desorden. Pero cierto día entró inopinadamente en ella alguien que parecía celestial emisario, y aquel recinto muerto y lóbrego tomó vida, luz. Pronto se vio aparecer sobre todo esa sonrisa de las cosas que anuncia la acción de una mano inteligente y gobernosa, y quien con más júbilo se alzaba del polvo para gozar de aquella dulce caricia era el doliente, aterido, desgarrado y mal trecho D. Pedro Polo.




ArribaAbajo- XV -

Al cual le retozaba el alma en el cuerpo cuando vio entrar a Tormento con el cesto de la compra bien repleto de víveres.

«¡Qué opulencia! -exclamó con alegres fulguraciones en sus ojos-. Parece que vuelven los buenos tiempos... Parece que ha entrado en   —141→   mi choza la bendición de Dios en figura de una santa...».

Detúvose aquí, cortando el hilo de aquel concepto que se le salía del alma. Tormento nada dijo y se internó en la casa. Pronto se sintieron los fatigados pasos de Celedonia y luego los del carbonero y del aguador. Movimiento y vida, el delicioso bullicio del trajín doméstico reinaban en la poco antes lúgubre vivienda. Era agradable oír el rumor del agua, el repique del almirez, el freír del aceite en la sartén. Siguió a esto un estruendo de limpieza general, choque de pucheros y cacharros, azotes de zorro y castigo del polvo. De improviso entró la joven en la sala con un pañuelo liado a la cabeza, cubierta de un delantal y con la escoba en la mano. Ordenó al enfermo que se metiese en la pieza inmediata, lo que él hizo de muy buena gana, y abiertas de par en par las ventanas de la sala, viose salir en sofocante nube traspasada por rayos de sol la suciedad de tantos días. Infatigable, no permitía Tormento que le ayudase Celedonia, la cual entró renqueando para ofrecer su débil cooperación.

«No es preciso -le dijo la otra-. Váyase usted a la cocina a cuidar del almuerzo».

-Para todo hay lugar, -replicó la vieja-.Voy a llevarle agua tibia a ver si quiere afeitarse. Dos semanas hace que no lo hace, y está que parece el Buen Ladrón.

  —142→  

Cuando la sala quedó arreglada, Tormento volvió a la cocina, y entonces se oyó el tumulto del agua revolcándose en el fregadero entre montones de platos. Con los brazos desnudos hasta cerca de los hombros, la joven desempeñaba aquella ruda función, deleitándose con el frío del agua y con el brillo de la loza mojada. Sin descansar un momento, en todo estaba y no abría los labios más que para reprender a Celedonia su pesadez. La reumática sacristana más bien servía de estorbo que de ayuda. Luego acudió Tormento a poner la mesa en la sala. El sol entraba de lleno, haciendo brotar chispas de las recién lavadas copas. Los platos habrían lucido como nuevos si no tuvieran los bordes desportillados y en todas sus partes señales de la mala vida que llevaban en manos de Celedonia.

D. Pedro, bien afeitado y vestido de limpio, volvió a ocupar su sillón, y se reía, se reía, henchido de un contento nervioso que le hacía parecer hombre distinto del que poco antes ocupara el mismo lugar.

«Me parece -decía tocando el tambor con los dedos sobre la mesa-, que de golpe se me ha renovado el apetito de aquellos tiempos... ¡Poder de Dios! ¡Qué día tan dichoso! He aquí los domingos del alma».

Tormento entraba y salía sin descanso. Hablaba poco y no participaba de la alegría del buen   —143→   Polo. En la cocina faltaba aún mucho que hacer, por causa del abandono en que había encontrado todo. Así pues, el almuerzo, que pudo haber sido dispuesto a las once, tardó aún tres cuartos de hora más. D. Pedro se asomaba de cuando en cuando a la puerta de la cocina para dar broma y prisa, y ningún contraste puede verse más duro y extraño que el que hacía su semblante tosco y amarillo, de color de bilis, de color de drama, con su reír de comedia y el júbilo pueril que le dominaba. Sus bromas inocentes eran así:

«¿Pero no se almuerza en esta casa? Señora fondista, ¿en qué piensa, que así deja morir de hambre a los huéspedes?».

Y luego prorrumpía en triviales carcajadas, que sólo hallaban eco en la candidez de Celedonia. Terminados los preparativos del almuerzo, quitose Tormento el pañuelo de la cabeza y el delantal, diciendo:

«Vamos, ya es hora».

Cuando empezó a almorzar, Polo parecía el mismo de marras, con la diferencia del peor color y de la pérdida de carnes. Pero su espíritu discretamente jovial, su cortesía un poco seca a estilo castellano, su mirar expresivo y su apetito reproducían los dichosos días pasados. Tormento comía al otro extremo de la mesa, y ya era comensal ya sirviente, atendiendo unas veces a su plato, otras al servicio del amigo, para   —144→   lo cual se levantaba, salía y entraba con diligencia. Incapaz de prestar ninguna ayuda, Celedonia no hacía más que charlar de la función religiosa del día, del Oficio Parvo que se preparaba para el siguiente y de lo mal que cantaba el padre Nones, a quien remedó con bastante fidelidad. D. Pedro la mandó varias veces a la cocina, sin ser obedecido.

Quería Polo entablar con la joven conversación larga; pero ella se defendía contra ese empeño, cortando la palabra del misántropo con su brusco levantarse para traer alguna cosa. No quería de ningún modo entrar en materia; se consideraba como visita, como persona extraña a la casa, que había entrado en ella con propósitos de un orden semejante a los de la Beneficencia Domiciliaria. Batallaba en su mente por convencerse de que había ido a socorrer a un enfermo, a consolar a un triste, a dar de comer a un hambriento; y compenetrándose del espíritu que dictó las Obras de Misericordia, se atrevía a crear una nueva: la de Limpiar el polvo y barrer la casa de los que lo hayan menester... Había encontrado allí tanta miseria, tanta basura, que no podía verlo con indiferencia. Agregaba a estas ideas, para tranquilidad completa de su conciencia por el momento, el propósito de que tal visita sería la última, y un adiós definitivo y absoluto a la nefanda amistad que era el mayor tropiezo y la única mancha de su vida.

  —145→  

Tormento sabía hacer muy bien el café. Aprendió este arte difícil con su tía Saturna, la mujer de Morales, y aquel día puso gran esmero en ello. Cuando Polo miraba delante de sí la taza de negro y ardiente licor, la joven, acordándose de algo muy importante, sacó un paquetito del bolsillo de su traje:

«¡Ah! También he traído cigarros. Me había olvidado de sacarlos. Puede que se hayan roto. Peseta de escogidos... Este de las pintitas debe de ser bueno».

Cuando mostraba el abierto envoltorio de papel con los puros, D. Pedro, traspasado el corazón de un dardo de gratitud inefable, no sabía qué decir. Si fuera hombre capaz de llorar con lágrimas, las habría derramado ante aquel ejemplar de previsión, de dulzura y delicadeza. Volvió a pensar en la Providencia, de quien él antaño había dicho tantas cosas buenas en el púlpito; pero no gastando de asociar ninguna idea religiosa al orden de ideas que entonces reinaba en su espíritu, creyó más del caso acordarse de las hadas, ninfas o entidades invisibles que tenían el poder de fabricar en un segundo encantados palacios, y de improvisar comidas suculentas, como él había leído en profanos libros.

Con grandísima tristeza vio, cuando aún no había concluido de apurar la taza, que Tormento se levantaba, cogía su mantón y su velo, disponiéndose para marchar. De este modo se desvanecen   —146→   en el aire y en el sueño las ninfas engendradas por la fantasía o por la fiebre.

«¡Cómo!... ¿qué es eso?... ¿ya?» -balbució angustiado.

-Me voy. Nada tengo ya que hacer aquí. Hago falta en mi casa.

-¡En tu casa! ¿Y cuál es tu casa? -murmuró severamente, no atreviéndose a decir: «tu casa es esta».

-¡Por Dios!... Esa no es la mejor manera de agradecerme el haber venido.

-Siéntate, -ordenó el misántropo imperiosamente, hablando conforme a su carácter.

-Me voy.

-¿Que te vas? Es temprano. La una y media. Si insistes, saldré contigo, ¡ea!.. ¿Vas para arriba?, yo detrás. ¿Vas para abajo?, detrás yo... No te dejaré a sol ni sombra.

Tormento, asustadísima, no tuvo fuerzas para protestar de aquella persecución. El peso que sentía sobre su alma debía de ser bastante grande para gravitar también sobre su cuerpo, porque se desplomó sobre la silla con los brazos flojos, la cabeza aturdida.

«No creas que vas a hacer lo que se te antoje -manifestó Polo entre festivo y brutal-. Aquí mando yo».

-Hay personas con quienes no valen los propósitos buenos... -replicó ella tratando de mostrar carácter-. Yo recibí una carta que decía:   —147→   «moribundo» y vine... Yo quería consolar a un pobre enfermo, y lo que he hecho es resucitar a un muerto que me persigue ahora y quiero enterrarme con él... Por débil me pasó lo que me pasó. Esto de la debilidad no se cura nunca. Hoy mismo, al querer venir, una voz me decía aquí dentro: «no vayas, no vayas». Dichosos los que han nacido crueles, porque ellos sabrán salir de todos los malos trances... Dios castiga a las personas cuando son malas, y también cuando son tontas, y a mí me castiga por las dos cosas, sí, por mala, y por necia... ¡Cuántos delitos hay que, bien mirados, son una tontería tras otra! Haber venido aquí ¿qué es?... Sospecho que Dios me ha de castigar mucho más todavía. Yo vivo en medio de la mayor congoja. Mi vida es una zozobra, un susto, un temblor continuo, y cuando veo una mosca me parece que la mosca viene a mí y me dice...

No pudo seguir. El llanto la sofocaba otra vez.

«No llores, no llores -dijo Polo un poco aturdido, mirando al mantel-. Cuando te veo tan afligida no sé qué me da. Verdaderamente, sobre nosotros pesa una maldición...».

Y echando de su pecho un suspiro tan grande que parecía resoplido de león, meditó breve rato, apoyando la cabeza en la mano. Tanto le pesaba una idea que tenía.



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ArribaAbajo- XVI -

«Tengo una idea, Tormento; tengo una idea -murmuró con voz semejante a un quejido-. Te la diré, y no te rías de ella. Es una idea nacida en mi soledad, criada en mi tristeza, y por tanto te parecerá un poco salvaje... Es que como no hay remedio para mí en esta sociedad, como soy menos fuerte que mis pasiones y he tomado en tan grandísimo horror mi estado, se me ha venido a las mientes poner tierra, pero mucha tierra, entre mi persona y este país y se me ha ocurrido dar con mis huesos allá en lo último del mundo, en una isla del Asia, o bien en la California o en alguna colonia inglesa... Hay tierras hermosas por allá, tierras que son paraísos, donde todo es inocencia de costumbres y verdadera igualdad; tierras sin historia, chica, donde a nadie se le pregunta lo que piensa; campos feraces, donde hay cada cosecha que tiembla el misterio; tierras patriarcales, sociedades que empiezan y que se parecen a las que nos pinta la Biblia. Sueño con romper por todo y marcharme allá, olvidando lo que he sido y matando de raíz el gran error de mi vida, que es haberme metido donde no me llamaban y haber engañado a la sociedad y a Dios, poniéndome una máscara para hacer el bu a la gente».

Al oír esto, relámpago de alegría brilló en   —149→   los ojos de Tormento, que en aquel propósito de emigrar veía solución fácil al terrible problema que entorpecía su vida y su porvenir. Mas pronto se trocó su alegría en repugnancia, cuando Polo añadió esto:

«Sí, esa es mi idea... irme allá; pero llevándote conmigo... ¿Qué?, ¿te asustas? ¡Pusilánime! Miras demasiado las cosas que están cerca y tienes miedo hasta de las moscas. El mundo es muy grande, y Dios es más grande que el mundo... ¿Vendrás?».

-¡Yo! -exclamó la joven haciendo esfuerzos por disimular su horror y negando con la cabeza.

-Dame una razón.

-Que no.

-Pero una razón...

-Que no.

-Yo te contestaré con mil argumentos que de fijo te convencerán. ¡He pensado tanto en esto!... ¡he visto tan clara la pequeñez de lo que nos rodea!... Instituciones que nos parecen tan enormes, tan terribles, tan universales, se hacen granos de arena, cuando con el pensamiento rodamos por esta bola y nos vamos a donde ahora está siendo de noche. ¡Cuidado que es grande el planeta, cuidado que es grande, y hay en él variedad de cosas, de gente!... Échate a pensar...

Tormento no se echó a pensar nada, y si algo pensaba no lo quería decir. Silenciosa, miraba sus propias manos cruzadas sobre las rodillas.

  —150→  

«Dame alguna razón -repitió Polo-; dime algo que a ti se te haya ocurrido. ¿No tienes tú una idea?... ¿cuál es?».

-Arrepentimiento...

-Sí, pero... ¿nada más?

-Arrepentimiento -volvió a decir la Emperadora, sin mirarle ni moverse.

-Pero di una cosa; ¿a ti no te molesta esta sociedad, no te ahoga esta atmósfera, no se te cae el cielo encima, no tienes ganas de respirar libremente?

-Lo que me ahoga es otra cosa...

-La conciencia, sí... Pero la conciencia... te diré... también se ensancha saliendo a un círculo de vida mayor.

-La mía no.

-Me parece -dijo D. Pedro en un arrebato de mal humor cercano a la ira-, me parece que eres algo egoísta.

-¿Quién lo será más?

-Bueno, soy egoísta... y tú una piedra -manifestó él exaltándose-. Sí, eres una piedra, un pedazo de hielo. Vale más ser criminal que insensible; y de mí te puedo decir que prefiero ir al infierno a ir al limbo.

La joven discurría los medios de llevar la conversación a otro terreno. Su espíritu se compartía entre el arrepentimiento de haber hecho aquella visita (achacando este mal paso a su debilidad bondadosa), y el propósito de decir a   —151→   Polo: «Sí, váyase, váyase en buen hora a esa isla del África y déjeme en paz». Pero su misma falta de carácter le impedía ser tan cruel y explícita... ¡Problema insoluble el suyo, dado el temple tenaz y vehemente de aquel hombre!... Los sentimientos de Amparito hacia él habían venido a ser los más contrarios a la incomprensible fragilidad de que provenía su desdicha; eran sentimientos de horror hacia la persona, extrañamente mezclados con cierto respeto a la desgracia; eran lástima confundida con la repugnancia.

En el corazón tenía la desventurada joven tanta dosis de arrepentimiento como en la conciencia, y no podía explicarse bien el error de sus sentidos ni el desvarío que la arrastró a una falta con persona que al poco tiempo le fue tan aborrecible... Mas no se atrevía a expresar estas ideas por miedo a las consecuencias de su franqueza, siendo de notar que si la caridad tuvo alguna parte en su visita, grande la tuvo también aquel mismo miedo, el recelo de que su desvío exacerbara a su enemigo y le impulsase por caminos de publicidad y escándalo. Sobre todas las consideraciones ponía ella el interés de encubrir su terrible secreto. Pero ya que estos motivos la llevaron a aquella casa funesta, era urgente pensar cómo salía de ella.

«Para muchos días -dijo- he dejado provisiones en la casa».

  —152→  

-¡Qué buena eres! -replicó Polo, volviendo a ser benigno y humilde, cual si le acometiera de nuevo la enfermedad-. Te vas, y ya me estoy yo muriendo. El mejor día, si no emigro, me verás pidiendo limosna por esas calles. Mi pobreza, hija, se va acumulando a interés compuesto... La suerte será que me moriré antes.

Amparo tuvo ya entre sus labios esta observación: «¿por qué no enmendarse y procurar recibir otra vez las licencias para ganarse la vida en la iglesia?». Pero tanto le repugnaba la intromisión de cualquier idea religiosa en aquel tristísimo orden de ideas, que se tragó la frase. Todo recuerdo de cosas eclesiásticas, toda alusión o referencia a ellas la hacían temblar con escalofríos, como si le pusieran un silicio de hielo. Entonces era cuando su conciencia se alborotaba más, cuando su sangre ardía y cuando el corazón parecía subírsele a la garganta, cortándole el aliento. Apartando aquellas ideas, habló así:

-No hay que ver las cosas tan negras. Y ahora me acuerdo... usted...

Hasta entonces había hablado en impersonal; mas obligada a emplear un pronombre, antes se hubiera cortado la lengua que pronunciar un .

«Usted tiene deudores...».

-Sí... y de ellos voy cobrando poco a poco. Pero ya se va agotando esa mina.

  —153→  

-Yo conozco un deudor que podrá socorrerle a usted, devolviéndole una mínima parte de los beneficios que ha recibido...

Lo decía de tal manera, que Polo comprendió al instante.

«No seas tonta. Me enfadaré contigo...».

-Es el caso que... -dijo Tormento revolviendo con su mano en el hueco del manguito-. Yo había pensado al venir aquí... No es esto pagar una deuda, pues si fuera a pagar...

La infeliz no sabía encontrar la fórmula, que deseaba fuese lo más delicada posible, y por querer emplear la más sutil y discreta, usó la más necia de todas, diciendo, al poner un billete sobre la mesa:

«Si más tuviera, más daría».

-Dios mío, ¡qué tonta eres!...

-Vamos, que no está usted tan sobrado de recursos... Y me enfadaré de veras si se empeña en ser Quijote.

A D. Pedro le repugnaba el recibir una limosna; pero lo que esta tenía de prueba de confianza acalló sus escrúpulos.

«Si yo pudiera ser tan generosa como deseo -indicó ella, dando un gran suspiro y acordándose, con nuevas angustias, de la procedencia de aquel dinero-, no consentiría que pasara escaseces ninguna persona que a mí me ha favorecido en días muy malos. Cuando murió mi padre, ¿quién nos socorrió?, ¿quién costeó el entierro?   —154→   Y después, cuando nos vimos tan mal, ¿quién vendió su ropa para que no nos faltara qué comer?».

-Cállate, tonta; eso no hace al caso. Cuando tengo la suerte de hacer un beneficio no quiero que me lo recuerden más, no quiero que me lo nombren, y mira tú lo que soy, me gustaría que la persona favorecida lo olvidase. Yo soy así.

Mientras esto decía él, ella sentía mil turbaciones, dudas y escrúpulos horribles. Sus sentimientos caritativos no podían manifestarse tranquilos, temerosos de hacer traición a algo muy respetable que había llegado a tener lugar de preferencia en su mente.

¡Extrañas simpatías las del espíritu! Como se comunica el fuego de un cuerpo combustible a otro que está cercano, las zozobras del alma prenden y se propagan fácilmente si encuentran materia en qué cebarse, materia preparada. Así la turbación que removía el espíritu de la Emperadora se propagó, como un incendio que corre, al de D. Pedro, el cual se vio súbitamente acometido de punzantes sospechas. Púsose de un color tal, qué no habría pincel que lo reprodujera, como no se empapase en la tinta lívida del relámpago; y mascando una cosa amarga, dijo lentamente esta frase:

«Muy rica estás...».

Bien sabía ella interpretar la ironía que el   —155→   ex-capellán empleaba alguna vez para manifestar sus ideas. Comprendió la sospecha, supo leer aquella coloración de luz eléctrica y aquel mirar indagador, y se hizo la distraída, afectando recoger y limpiar el manguito que se había caído al suelo. Tan amante de la verdad era ella, que abría dado días de vida por poderla decir claramente; ¿pero cómo decirla, Santo Dios? Y la verdad se removía cariñosa en su interior, diciéndole: dime... ¿pero cómo y con qué palabras? Por todo lo que encierra el mundo no saldría de su boca la verdad aquella. Y siéndole tan aborrecible la mentira, no había más remedio que soltar una, y gorda. Polo le facilitó el embuste, diciendo: «¿Trabajáis mucho?».

-Sí, sí... Hemos hecho una obra... Hace un mes que yo vengo ahorrando y guardando todo lo que puedo, escondiendo el dinero, porque Refugio, si lo coge, me lo gasta todo.

Y se levantó, decidida a marcharse, más que por el deseo de salir, porque no se volviese a hablar del asunto.

Otra mentira. Dijo que Rosalía de Bringas le había encargado ir sin falta aquella tarde para sacar los niños a paseo. ¡Pues se pondría poco furiosa la tal señora... con aquel genio!...

Inútiles fueron los esfuerzos de él por retenerla. Por fin se escapó. Bajando la escalera sentía un descanso, un alivio tan grande, como cuando se despierta de un sueño febril.

  —156→  

«Ya no me llamo Tormento, ya recobro mi nombre -decía para sí, andando muy a prisa-. No volveré más aunque se hunda el mundo. Procuraré no volver a ser débil; sí, débil, porque esa es mi culpa mayor, ser buena y tener mucho miedo... Esto se acabó. Suceda lo que quiera, no le veré más... Pero si se irrita y me escribe cartas y me persigue y descubre... ¡Señor, Señor, déjalo ir a esa isla de los antípodas, o llévame a mí de este mundo!».




ArribaAbajo- XVII -

Al encontrarse solo, entregose D. Pedro, con abandono de hombre desocupado y sin salud, a las meditaciones propias de su tristeza sedentaria, figurándose ser otro de lo que era, tener distinta condición y estado, o por lo menos llevar vida muy diferente de la que llevaba. Este ideal trabajo de reconstruirse a sí propio, conservando su peculiar ser, como metal que se derrite para buscar nueva forma en molde nuevo, ocupaba a Polo las tres cuartas partes de sus días solitarios y de sus noches sin sueño, y en rigor de verdad, le tonificaba el espíritu beneficiando también un poco el cuerpo, porque activaba las funciones vitales. Aunque forzada y artificiosa, aquella vida, vida era.

Sepultado en el sillón, las manos cruzadas en la frente, formando como una visera sobre los   —157→   ojos, estos cerrados, se dejaba ir, se dejaba ir... de la idea a la ilusión, de la ilusión a la alucinación... Ya no era aquel desdichado señor, enfermo y triste, sino otro de muy diferente aspecto, aunque en sustancia el mismo. Iba a caballo, tenía barbas en el rostro, en la mano espada; era, en suma, un valiente y afortunado caudillo. ¿De quién y de qué? Esto sí que no se metía a averiguarlo; pero tenía sospechas de estar conquistando un grandísimo imperio. Todo le era fácil; ganaba con un puñado de hombres batallas formidables y ¡qué batallas! A Hernán Cortés y a Napoleón les podría tratar de tú.

Después se veía festejado, aplaudido, aclamado y puesto en el cuerno de la luna. Sus ojos fieros infundían espanto al enemigo, respeto y entusiasmo a las muchedumbres, otro sentimiento más dulce a las damas. Era, en fin, el hombre más considerable de su época. A decir verdad, no sabía si el traje que llevaba era férrea armadura o el uniforme moderno con botones de cobre. Sobre punto tan importante ofrecía la imagen, en el propio pensamiento, invencible confusión. Lo que sí sabía de cierto era que no estaba forrado su cuerpo con aquella horrible funda negra, más odiosa para él que la hopa del ajusticiado.

Y dejándose llevar, dejándose llevar, dio con su fantasía en otra parte. Mutación fue aquella que parecía cosa de teatro. Ya no era el tremebundo   —158→   guerrero que andaba a caballo por barranqueras y vericuetos azuzando soldados al combate; era, por el contrario, un señor muy pacífico que vivía en medio do sus haciendas, acaudillando tropas de segadores y vendimiadores, visitando sus trojes, haciendo obra en sus bodegas, viendo trasquilar sus ganados y preocupándose mucho de si la vaca pariría en Abril o en Mayo. Veíase en aquella facha campesina tan lleno de contento, que le entraba duda de si sería él efectivamente o falsificación de sí mismo. Se recreaba oyendo como resonaban sus propias carcajadas dentro de aquella rústica sala, con anchísimo hogar de leña ardiendo, poblado el techo de chorizos y morcillas, y viendo entrar y salir muy afanada a una guapísima y fresca señora... No se confundían, no, aquellas facciones con las de otra. ¡Y qué manera de conservarse, mejorando en vez de perder! A cada pimpollo que daba de sí, aumentando con dichosa fecundidad la familia humana, parecía que el Cielo, entusiasmado y agradecido, le concedía un aumento de belleza. Era una Diosa, la señora Cibeles, madraza eterna y eternamente bella... Porque nuestro visionario se veía rodeado de tan bullicioso enjambre de criaturas, que a veces no le dejaban tiempo para consagrarse a sus ocupaciones, y se pasaba el día enredando con ellas...

«¿En qué piensa usted? -le dijo de golpe con   —159→   palabra punzante y fría, cual si le metiera una barrena por los oídos, la señora Celedonia que se apareció delante de la mesa con las manos en la cintura-. ¿En qué piensa, pobre señor? ¿No ve que se está secando los sesos? ¿Por qué no pasea, si está bueno y sano, y no tiene sino mal de cavilaciones?...».

El soñador la miró sobresaltado.

«¿Qué?... ¿estaba durmiendo? ¿No ve que si duermo de día estará en vela por las noches? Échese a la calle, y váyase a cualquier parte, hombre de Dios; distráigase, aunque sea montando en el tiovivo, comiendo caracoles, bailando con las criadas o jugando a la rayuela. Está como los chiquillos, y como a los chiquillos hay que tratarle».

D. Pedro la miró con odio. La tarde avanzaba. El rayo de sol que entraba en la habitación al medio día, había descrito ya su círculo de costumbre alrededor de la mesa y se había retirado escurriéndose a lo largo de la pared del patio, hasta desvanecerse en las techumbres. La sala se iba quedando oscura y fría. Destácabase Celedonia en su capacidad como la parodia de una fantasma de tragedia tan vulgar era su estampa.

-«¿Quieres irte con doscientos mil demonios y dejarme en paz, vieja horrible?» -le dijo Polo con toda su alma.

-Vaya unos modos -replicó la sacristana   —160→   riendo entre burlas y veras-. ¡Qué modo de tratar a las señoras!... Aquí donde me ve, yo también he tenido mis quince...

-¿Tú... cuándo?

-Cuando me dio la gana... Con que a ver. ¿Qué quiere que le traiga?, ¿quiere cenar?, ¿le traigo el periódico?

Hechas estas preguntas, que no tuvieron contestación, la fantasma salió despacio, cojeando y echando por aquella boca dolorosos ayes a cada paso que daba. D. Pedro se arrojó otra vez en el lago verdoso y cristalino en cuyo fondo se veían cosas tan bellas. Bastábale dar dos o tres chapuzones para transfigurarse... Vedle convertido en un señor que se paseaba con las manos en los bolsillos por sitios muy extraños. Era aquello campo y ciudad al mismo tiempo, país de inmensos talleres y de extensos llanos surcados por arados de vapor; país tan distante del nuestro, que a las doce del día dijo el buen hombre: «Ahora serán las doce de la noche en aquel Madrid tan antipático». Sentado luego con joviales amigos alrededor de una mesilla, echaba tragos de espumosa cerveza; cogía un periódico tan grande como sábana... ¿En qué lengua estaba escrito? Debía de ser en inglés. Fuera inglés o no, él lo entendía perfectamente leyendo esto: «Gran revolución en España; caída de la Monarquía; abolición del estado eclesiástico oficial; libertad de cultos...».

  —161→  

«El periódico, el periódico» -gritó la espectral Celedonia poniéndole delante un papel húmedo, con olor muy acre de tinta de imprimir.

-¡Qué casualidad! -exclamó él, encandilado, porque la luz que puso Celedonia sobre la mesa le hería vivamente los ojos.

-¿Pero no ve que se va a consumir en ese sillón? -observó el ama de llaves-. ¿No vale más que se vaya a un café, aunque sea de los que se llaman cantantes? ¿No vale más que se ponga a bailar el zapateado? Lo primero es vivir. Márchese de jaleo y diviértase, que para lo del alma tiempo habrá. Hombre bobo y sin sustancia, ya le podía dar Dios mi reuma para que supiera lo que es bueno.

Empezó el tal a leer su periódico con mucha atención. Desgraciadamente para él, la prensa, amordazada por la previa censura, no podía ya dar al público noticias alarmantes, ni hablar de las partidas de Aragón, acaudilladas por Prim, ni hacer presagios de próximos trastornos. Pero aquel periódico sabía poner entre líneas todo el ardor revolucionario que abrasaba al país, y Polo sabía leerlo y se encantaba con la idea de un cataclismo que volviera las cosas del revés. Si él pudiese arrimar el hombro a obra tan grande, ¡con qué gusto lo haría!

La noche la pasó mejor que otras veces, y al día siguiente, en vez de permanecer clavado en el sillón, paseaba muy dispuesto por la sala,   —162→   como hombre que acaricia el sabroso proyecto de echarse a la calle, en el sentido pacífico de la frase. Poco después del medio día le visitó el mejor de sus amigos, D. Juan Manuel Nones, presbítero, hombre bondadosísimo, ya muy viejo, del cual es forzoso decir algunas palabras.

Era este señor tío carnal de nuestro amigo el notario Muñoz y Nones, por quien le conocimos en época más reciente. En la que corresponde a esta relación, era ecónomo de San Lorenzo, y vivía, si no nos engaña la memoria, en la calle de la Primavera, acompañado de un hermano seglar y de dos sobrinas, una de las cuales estaba casada. Creo que ya se ha muerto (no la sobrina, sino el padre Nones), aunque no lo aseguro. Tengo muy presente la fisonomía del clérigo, a quien vi muchas veces paseando por la Ronda de Valencia con los hijos de su sobrina, y algunas cargado de una voluminosa y pesada capa pluvial en no recuerdo qué procesiones. Era delgado y enjuto, como la fruta del algarrobo, la cara tan reseca y los carrillos tan vacíos, que cuando chupaba un cigarro parecía que los flácidos labios se le metían hasta la laringe; los ojos de ardilla, vivísimos y saltones, la estatura muy alta, con mucha energía física, ágil y dispuesto para todo; de trato llano y festivo, y costumbres tan puras como pueden serlo las de un ángel. Sabía muchos cuentos y anécdotas   —163→   mil, reales o inventadas, dicharachos de frailes, de soldados, de monjas, de cazadores, de navegantes, y de todo ello solía esmaltar su conversación, sin excluir el género picante siempre que no lo fuera con exceso. Sabía tocar la guitarra, pero rarísima vez cogía en sus benditas manos el profano instrumento, como no fuera en un arranque de inocente jovialidad para dar gusto a sus sobrinas cuando tenían convidados de confianza. Este hombre tan bueno revestía su ser comúnmente de formas tan estrafalarias en la conversación y en las maneras, que muchos no sabían distinguir en él la verdad de la extravagancia, y le tenían por menos perfecto de lo que realmente era. Un santo chiflado llamábale su sobrino.

Era extremeño. Su padre fue pastelero y él había sido soldado en su mocedad. Estaba de guarnición en Sevilla cuando el alzamiento de Riego, y lo contaba con todos sus pelos y señales. Después formó en el cuadro cuando fusilaron a Torrijos. Había sido también un poquillo calavera, hasta que tocado en el corazón por Dios, tomó en aborrecimiento el mundo, y convencido de que todo es vanidad y humo, se ordenó. Nunca tuvo ambición en la carrera eclesiástica, y siendo ministro de Gracia y Justicia el marqués de Gerona, despreció el arcedianato de Orihuela. Curtido en humanas desdichas, sabía presenciar impávido las más atroces, y auxiliaba   —164→   a los condenados a muerte, acompañándoles al cadalso. El cura Merino, los carboneros de la calle de la Esperancilla, la Bernaola, Montero, Vicenta Sobrino y otros criminales pasaron de sus manos a las del verdugo. En sus tiempos había sido gran cazador; pero ya no le quedaba más que el compás. En suma, había visto Nones mucho mundo, se sabía de memoria el gran libro de la vida, conocía al dedillo toda la filosofía de la experiencia y (¡cuántas veces lo decía!) no se asustaba de nada.

Sobre Polo tenía tal ascendiente, que era quizás el único hombre que podía sojuzgarle, como se verá en lo que sigue. Había sido Nones amigo de su padre; a Pedro le conoció tamañito y se permitía tutearle y echarle ásperas reprimendas, que el desgraciado ex-capellán oía con respeto. Luego que este le vio aquel día, y se estrecharon las manos con extremeña cordialidad, entrole al misántropo una ansiedad vivísima; deseo repentino, apremiante y avasallador de vaciar de una vez todas las congojas de su alma en el pecho de un buen amigo. Este anhelo no lo había sentido nunca Polo; pero aquel día, sin saber por qué, lo acometió con tanta furia que no podía ni quería dejar de satisfacerlo al instante. Y no se confesaba al sacerdote; se confiaba al amigo para pedirle, no la absolución, sino un sano y salvador consejo...

«D. Juan, ¿tiene usted qué hacer?... ¿No?   —165→   Pues voy a retenerle toda la tarde, porque le quiero contar una cosa... una cosa larga...».

Decía esto con decisión inquebrantable. Su afán de descubrirse era más fuerte que él. Había en su alma algo que se desbordaba.

«Pues a ello -replicó Nones sentándose y sacando la petaca-. Empecemos por echar un cigarrito».

Polo declaró todo con sinceridad absoluta, no ocultando nada que le pudiera desfavorecer; habló con sencillez, con desnuda verdad, como se habla con la propia conciencia. Oyó Nones tranquilo y severo, con atención profunda, sin hacer aspavientos, sin mostrar sorpresa, como quien tiene por oficio oír y perdonar los mayores pecados, y luego que el otro echó la última palabra, apoyándola en un angustiado suspiro, volvió Nones a sacar la petaca y dijo con inalterable sosiego:

«Bueno, ahora me toca hablar a mí. Otro cigarrito».




ArribaAbajo- XVIII -

Mediano rato empleó el clérigo en dar fuego al cigarrito, en chuparlo, en soplar la ceniza... Después, sin mirar a su amigo, empezó a exponer ampliamente su pensamiento con estas palabras:

«La verdad más grande que se ha dicho en el mundo es esta: Nihil novum sub sole. Nada   —166→   hay nuevo debajo del sol. Por donde se expresa que ninguna aberración humana deja de tener su precedente. El hombre es siempre el mismo y no hay más pecados hoy que ayer. La perversidad tiene poca inventiva, hijo, y si tuviéramos a mano el libro de entradas del Infierno, nos aburriríamos de leerlo; tan monótono es. Quien como yo ha estado barajando por tantos años conciencias de criminales y extraviados no se asusta de nada. Y dicho esto, vamos al remedio.

»Dos males veo en ti: el pecado enorme y la enfermedad del ánimo que has contraído por él. El uno daña la conciencia, el otro la salud. A entrambos hay que atacar con medicina fuerte y sencilla. Sí, Perico, sí (voz alta y robusta) es indispensable cortar por lo sano, buscar el daño en su raíz, y ¡zas!... echarlo fuera. Si no, estás perdido. ¿Que esto te dará un gran dolor?... (voz aflautada y blanda). Pues no hay más remedio que sufrirlo. Luego vendrán los días a cicatrizarte, los días, sí, que pasarán uno tras otro sus dedos suaves y amorosos, y cada uno te quitará un poco de dolor, hasta que se te cierre la herida. Si tienes miedo y en vez de cortar por lo sano quieres curarte con cataplasmas, el mal te vencerá, llegarás a convertirte en una bestia, y serás el escándalo de la sociedad y de nuestra clase.

»Porque mira tú (voz insinuante), esas cosas,   —167→   si bien se las mira, son niñerías para el que tenga un poco de fuerza de voluntad y aprenda a dominarse. Sucumbir a una borrasca de esas es vergonzoso para cualquiera, y más aún para quien lleva encima siete varas de merino negro. Y no hay aquello de decir (voz alta y estrepitosa), llevándose las manos a la cabeza: '¡Dios mío, qué desgraciado soy! ¡Cómo erré la vocación!...'. Pues haberlo pensado antes, porque harto se sabe (voz muy familiar) que en este nuestro estado no hay que pensar en boberías. ¡A dónde iríamos a parar si el Sacramento se pudiera romper cuando se le antoja a un boquirrubio, y volver al mundo y dale con hoy digo misa y mañana me caso!... Nada, nada; al que le toca la china se tiene que aguantar. Es lo mismo que cuando se pone a clamar al cielo uno que se ha casado mal: 'Pues amigo, qué quiere usted... hubiéralo pensado antes...'. ¿Y los que después de elegir una profesión encuentran que no les va bien en ella? El mundo está lleno de equivocaciones. Pues si acertáramos siempre, seríamos ángeles. Lo que yo digo; al que le toca la china (voz sumamente pedestre y familiar), no tiene más remedio que rascarse y aguantar. Con que amigo, fastidiarse, resignarse, y volverse a fastidiar y a resignar».

Dijo esto enfáticamente, acompañando el gesto a la palabra. Después, inspirándose con otro par de chupadas, prosiguió su sermón:

  —168→  

«Aquí estamos dos amigos uno frente a otro. Hablemos de hombre a hombre primero. Hay cosas que parecen dificilillas y peliagudas cuando no se las mira de cerca, hay sacrificios que parecen imposibles cuando no se prueba a hacerlos. Pero cuando una voluntad resuelta apechuga con ellos se ve que no son un arco de iglesia. Amigo (voz terrible), batallas más bravas y espantosas que las que te aconsejo han ganado otros. ¿Y cómo? Con paciencia, nada más que con paciencia. Esta virtud se cultiva, como todas, con auxilio de la fe y de la razón. Y tú puedes volver sobre ti mismo y decir: 'Pues hombre, yo estoy faltando, pero faltando gravemente. Yo tengo que mirar por mi decoro, por mi salud, por mi salvación; yo no soy un chiquillo'. Créeme, una vez que hagas propósito de vencerte, llamando en tu auxilio a Dios y ayudándote de tu entendimiento, empezarás a sentir fuerzas para la gran obra y esas fuerzas crecerán como la espuma. En eso, como en lo contrario, hijito, todo es empezar. Luego que digas 'esto se acabó' (voz formidable), si lo dices con propósito valiente, verás cómo cada día te nace en el alma una nueva ligadura con que atarte, y vas poco a poco sujetando las innúmeras extremidades de la bestia que te patalea en las entrañas. Y no te digo que te des disciplinazos ni que te abras las carnes, no. Esto es bobería. Confíate a la fe, a la voluntad y al tiempo.

  —169→  

»¡Ah!, ¡el tiempo! (voz patética.) ¡No sabes bien los milagros que hace este caballerito! Y con los que coge talludos como tú, hace mejores y más radicales curas. Porque no vengas echándotelas de pollo (voz festiva...) No tienes canas; pero el día menos pensado te llenas de ellas, y vendrá este achaque, luego el otro; hoy se cae un diente, mañana la mitad del pelo; que hoy el reuma, que mañana el estómago... Y estas, amiguito, son las farmacias que usa el gran médico. Las enfermedades del cuerpo son las medicinas de los males de la mocedad en el espíritu. Te lo dice quien ha visto mucho mundo y chubascos más grandes que el tuyo y trapisondas más horrorosas. Resumiendo mi consejo, amigo Perico, oye mi receta: Primero cortar por lo sano, sacrificio completo, extirpación de la maleza en su origen; después horas, días, meses, el agua tibia del tiempo, amigo querido. Cuando pasen algunos años, todo habrá terminado, y te encontrarás con que ha caído sobre tu cabeza la bendición de Dios, esta lluvia blanca, esta nevada que todo lo tapa, emblema del olvido y de la paz».

Polo, sin decir cosa alguna, extendió sus miradas por la venerable cabeza de Nones, blanquísima y pura como el vellón del cordero de la Pascua.

«Y ya que hemos hablado de hombre a hombre -prosiguió el cura en tono más severo-,   —170→   voy a despacharme a mi gusto como sacerdote. Pero antes de entrar en ello, hazme el favor de decir a esa tarasca de Celedonia que traiga una copita de vino: eso es, si la tienes, que si no, venga de agua para refrescar las predicaderas».

Traído el vino, D. Juan Manuel se fortificó con él los espíritus para seguir su plática:

«El papel ignominioso que haces ante el mundo, pues los curas te despreciarán por perdido, y los perdidos por cura; el atentado contra tu salud y los demás perjuicios temporales son bobería en comparación de la ofensa que haces a Dios, a quien has querido engañar como a un chino... permite este modo vulgar de expresarme. Estás en pecado mortal, y si ahora te murieras, te irías al Infierno tan derechito como ha entrado en mi estomago este vino que acabo de beber. En eso sí que no hay escape, hijo; en eso sí que no hay tus-tus; en eso sí que no hay quita y pon. Es solución redonda, terminante, brutal. Demasiado lo comprendes. Pues bien, desgraciado Periquillo (voz afectuosa.); hablándote como amigo, como sacerdote, como ex-cazador, como extremeño, como lo que gustes, te pregunto: '¿Quieres salvarte de la deshonra, de la muerte y de las llamas eternas?'».

-Sí.

-¿Respondes con sinceridad?

-Sí.

-Pues si quieres curarte y salvarte, lo primero   —171→   que tienes que hacer es ponerte a mi disposición, abdicar tu voluntad en la mía y hacer puntualmente todo lo que yo te mande.

-Estoy conforme.

-Bueno. Pues vas a empezar por salir de Madrid. Mi sobrino político, el marido de Felisa, la mayor de mis sobrinas, ha comprado una gran dehesa en la provincia de Toledo, entre el Castañar y Menasalvas. Allí está él; quiere que yo vaya, pero mis huesos no están ya para traqueteos. Tú eres el que vas a empaquetarte para allá, antes hoy que mañana. Te mando, como primer remedio, al yermo; ¡pero qué yermo delicioso! Hay sembradura, ganado, un poco de viña, y para que nada falte, hay también un monte que ahora están descuajando en parte. Tú les ayudarás, porque el manejo del hacha es la mejor receta contra melindres que se podría inventar. En esa finca, en ese paraíso te estarás hasta que yo te mande. Y cuidadito con las escapadas (voz familiar y expresiva; admonición con el dedo índice); cuidadito con las epístolas. Debes hacer cuenta de que la tal persona no existe, de que se la ha llevado Dios... Y no te mando que estés allí mano sobre mano mirando a las estrellas, que holganza y pecado son dos palabras que expresan una misma idea. Harás toda la penitencia que puedas, y fíjate bien en el plan de mortificaciones que te impongo: levantarte muy temprano, y cazar todo lo que encuentres   —172→   andar de Ceca en Meca por llanos, breñas y matorrales; comer cuanto puedas, mientras más magras mejor; beber buen vino de Yepes; ayudar a Suárez en sus tareas; tomar el arado cuando sea menester o bien la azada y el hacha; llevar el ganado al monte y cargar un haz o leña si es preciso; en fin, trabajar, alimentarte, fortalecer ese corpachón desmedrado. Quiero que empieces por ponerte en estado salvaje; y si sigues mi plan, serás tal que al poco tiempo de estar allí, si te varean, soltarás bellotas... Desde que logres esta felicidad, serás otro hombre, y si no se te quitan todas esas murrias del espíritu, me dejo cortar la mano. Cuando pase cierto tiempo, iré a verte o me escribirás diciéndome cómo te encuentras. Te someteré a un examen, y si estás bien limpio de calentura, se te devolverán las licencias, y con ellas... (voz muy cariñosa). Aquí viene la segunda parte de mi plan curativo. Atención. Mientras tú estás allá... civilizándote, yo en Madrid me ocupo de ti, y te consigo por mediación de D. Ramón Pez, mi amigo, un curato de Filipinas...

D. Pedro hizo un movimiento de sorpresa, de sobresalto.

«Qué... ¿te encabritas? Es que no confío yo en tu salvación completa si no ponemos mucha tierra y mucha agua de por medio. Patillas es listo, y podría suceder que mi convaleciente... Las recaídas son siempre mortales, hijo. Última   —173→   palabra. Si no aceptas mi plan completo, te abandono a tu desgraciada suerte. ¿Qué tienes que decir? ¿Vacilas?».

En efecto, el enfermo vacilaba, dejando ver la irresolución en su semblante. Levantose entonces bruscamente D. Juan Manuel, cruzó el manteo, tomó con aire decidido la canaleja, y poniéndosela de golpe como un militar se pone el sombrero de tres picos, dijo así:

«Ea... bastante hemos hablado. Quédate con todos los demonios, y no cuentes conmigo para nada».

Alzando la voz, que de afectuosa se trocó en severa, sacudió por un brazo a Polo diciéndole:

«De mí no se ríe nadie... ¡ya sabes que tengo malas pulgas, y si me apuras, todavía soy hombre para cogerte por un brazo y hacerte cumplir, que quieras que no, con tu obligación, badulaque, mal hombre, clérigo danzante!».

Tembló este al oír tan airadas palabras, y retuvo a su amigo, agarrándole por el manteo. De esta manera le quería indicar que se sentara para seguir hablando. Así lo hizo el célebre Nones, y tales cosas humildes y compungidas le dijo el penitente, que el anciano se aplacó y ambos celebraron su concordia con otro cigarrito.

Al día siguiente D. Pedro se fue al Castañar.



  —174→  

ArribaAbajo- XIX -8

Cuando Amparo llegó a su casa, era ya tan tarde que no quiso ir a la de Bringas. Intentó recordar el pretexto con que, según lo convenido consigo misma, debía explicar al día siguiente su falta de asistencia; mas la mal preparada disculpa se le había ido del pensamiento. Era preciso inventar otra, y a ello consagró por la noche los breves ratos que le dejaban libre sus cavilaciones sobre asunto más grave. «Seguramente -pensaba al acostarse- hoy que yo he faltado, habrá ido él».

Así era. Agustín había ido a la casa de sus primos muy temprano, en aquella matutina hora en que la viva imagen de Thiers recorría en mangas de camisa los pasillos, con la jofaina en las manos, para trasportar a su cuartito el agua con que se había de lavar; en aquella hora en que Rosalía, no bien dejadas las perezosas plumas, se dedicaba a menesteres y trabajos impropios de quien la noche antes había estado en la tertulia de la Tellería hecha un brazo de mar, respirando aires de protección por las infladas ventanillas de su nariz. Como en Madrid todo el mundo se conoce y no había forastero en la reunión, a nadie se le ocurrió decir: «Pero esta señora de tantos humos, tan elegantona y tan perdona-vidas, será esposa de algún prócer considerable   —175→   o de cualquier rico negociante». En la eterna mascarada hispano-matritense no hay engaño, y hasta la careta se ha hecho casi innecesaria.

Estaba la Bringas en tal facha aquella mañana, que se la hubiera tomado por una patrona de huéspedes de las más humildes. ¡Qué fatiga la suya y qué andrajos llevaba sobre sí! La criada estaba en la compra, y la señora, después de dar muchas vueltas por la cocina, arreglaba a los niños para mandarlos al colegio.

«Hola, Agustín... ¿por aquí tan temprano? -dijo a su primo, cuando este entró en el comedor-. Anoche, en casa de Tellería, alguien, no recuerdo quién, habló de ti... Dijeron que te ibas despabilando, y que eres de los que las matan callando... Si tendrás tú algún trapicheo por ahí. Todavía, todavía hemos de buscarte una novia, y el mejor día te casamos».

Diciéndolo, Rosalía miraba con tristeza a su niña, mientras le ataba el delantalito y le ponía el sombrero. Hubiera querido la ambiciosa mamá que, por la sola virtud de sus amantes miradas, diera Isabelita milagroso estirón y llegara a casadera antes que Agustín se pusiese viejo.

«Mira tú, primo -díjole en una variante del mismo pensamiento-; no es por adularte; pero cada día parece que estás más joven y mejor parecido... Así, aunque esperaras cinco o seis años más, no perderías nada».

  —176→  

-No, Rosalía. Si me caso ha de ser el año que viene.

-¿De veras?

-Digo que podrá ser. No lo aseguro.

Bringas llamó a su primo para hacerle leer un suelto del periódico que acababa de llegar.

«Mal, muy mal va esto -observó con tristeza D. Francisco, empeñado en la faena de dar lustre a sus botas-. Otra vez partidas en el alto Aragón... Esa pobre señora...».

Amparo entró; entraron el carbonero, el panadero, la criada, el alcarreño de las castañas y nueces; y la estrecha morada, con el tráfago matutino, convidaba a huir de ella. D. Francisco, cuando dejó sus botas como espejos, echándoles el vaho y frotándolas después, se las puso.

«¡Qué vida más trabajosa! -dijo a su primo, mientras sacaba del cajoncillo los mezquinos dineros para la casa-. Y ahora tenemos un compromiso mayúsculo. Hemos de ir al baile de Palacio, y un baile de Palacio nos desnivela para tres meses. Pero Su Majestad se empeña en que vayamos, y quítaselo de la cabeza a Rosalía. Es preciso ir. Quien vive de la nómina no puede hacer un desaire al poder supremo».

No se sabe lo que a esto dijo Caballero; pero sin duda debió de hacer observaciones sobre los infortunios de la clase media en España. Luego que almorzó Bringas, salieron ambos primos, y Rosalía fue más tarde a la casa de su modista a   —177→   empezar el estudio económico que tenía que hacer para procurarse un bonito vestido de baile. Aunque contaba con los regalitos de la Reina, que quizás le mandaría alguna falda en buen uso, el arreglo de ella siempre ocasionaría gastos, y era preciso reducirlos todo lo más posible para alivio del espejo de los comineros, el santo D. Francisco Bringas.

Caballero volvió a la casa por la tarde, cuando contaba encontrarla vacía de importunos testigos. Y fue como él lo pensaba, porque los niños no habían vuelto aún de la escuela, la criada había salido, y los oradorcillos estaban tan enfrascados en su retórico juego dentro de la reducida asamblea de Paquito, que no ofrecían estorbo. Entró, pues, Agustín en el cuarto de la costura, seguro de encontrar allí lo que buscaba. Así fue. Callada y como medrosa, Amparo cuando le vio entrar se puso pálida. Él se sonrió y palideció también. Era ya un poco tarde, y uno a otro no se veían lo bastante para observar su emoción respectiva. Pensaba ella que no debía desperdiciar ocasión tan buena de dar las gracias por la merced recibida; pero no encontraba la forma. ¡Pues si la encontrara, qué cosas diría! Todo lo que su mente daba de sí, cruelmente exprimida por la voluntad, resultaba frío, trivial, tonto y cursi. Cuando él dijo:

«No creí que estaba usted aquí», a ella no se le ocurrió más que: «Sí señor, aquí estaba».

  —178→  

-¿Para qué cose usted más? Ya no se ve.

-Todavía se ve un poquito...

Estos sublimes conceptos eran el único producto de aquellos dos cerebros henchidos de ideas y de aquellos corazones en que el sentimiento rebosaba. Mas Caballero, sintiéndose espoleado por la impaciencia, pensó: «Ahora o nunca», y una frase brilló en su mente, una frase de esas que o se dicen o revienta el oprimido molde que las encierra. Más fuerte era el concepto contenido que la timidez del continente, y de aquella discreta boca salieron estas palabras, como sale un disparo por la boca del cañón:

«Tengo que hablar con usted...».

-Sí, sí, estoy tan agradecida... -balbució ella, con un nudo en la garganta.

-No, no es eso. Es que esta mañana hablamos Rosalía y yo de usted, y de si entra o no en el convento. Yo estoy en darle la dote; pero, entendámonos, con una condición: que no se ha de casar usted con Jesucristo, sino conmigo.

¡Ah!, ¡pillín!, bien preparado lo traías; que si no ¡cómo había de salir tan redondo! Caballero, en horrible batalla con su timidez, había pensado al entrar: «o lo digo palabra por palabra, o abro la ventana y me tiro al patio». Siguió a la frase triunfal un silencio... ¡chas!, a Amparito se le rompió la aguja. Las miradas del indiano observando el bulto de su amada en la penumbra,   —179→   bastarían a suplir la luz solar que rápidamente mermaba. Sonó la campanilla.

«Perdóneme usted -dijo ella levantándose casi de un salto-. Voy a abrir... Es Prudencia, que salió por mineral».

Pero Agustín le interceptó la puerta, y tomándole las manos y apretándoselas mucho...

«¿No me contesta usted nada?».

-Perdóneme un momento... Tocan otra vez.

La Emperadora salió a abrir. Prudencia pasó hacia la cocina con duro pisar de corcel no domado. Poco después Amparo y Caballero se encontraban en el pasillo, junto al ángulo del recibimiento, oscuro como caverna. Las manos del tímido tropezaron en las tinieblas con las manos de la medrosa, y las volvió a cazar al vuelo. Apoyándose en la pared, ella no decía nada.

«¿Qué es eso?... ¿Llora usted? -preguntó el americano oyendo una respiración fuerte-. ¿No me contesta usted a lo que he dicho?».

Ni una palabra, gemidos nada más.

«¿No le agrada mi proposición?».

Oyó Caballero las siguientes palabras que sonaban con gradual rapidez como primeras gotas de una lluvia que amenaza ser fuerte:

«Sí... yo... yo... sí... no... veré... usted...».

-Hábleme con toda franqueza. Si a usted le desagrada...

-No... no... diré... Usted es muy bueno... Yo agradecida.

  —180→  

-¿Pero esos lloros, por qué son?

Parecía que se calmaba un tanto, enjugándose las lágrimas rápidamente con el pañuelo. Después se dirigió al cuarto de la costura, haciendo una seña al indiano para que la siguiera.

«¡Si Rosalía entra y me ve llorando...!» -manifestó la joven con mucho miedo, ya dentro del cuarto aquel.

-No se cuide usted de Rosalía, y responda.

-Usted es muy bueno: usted es un santo.

-Pero se puede ser santo y no gustar...

-¡Oh!... no... sí... estoy muy agradecida... Pero tengo que pensarlo... Desde luego yo...

-Vamos -dijo Agustín con cierta amargura- no le gusto a usted...

-¡Oh!, sí... mucho, muchísimo -replicó ella con expansivo arranque-. Pero...

-Pero ¿qué...? Usted no tiene parientes que se puedan oponer...

-No... pero...

-Usted es libre. Ahora, si tiene usted algún compromiso...

-Yo... sí... no... no... no es eso. No tengo nada que oponer -repuso ella con vivacidad-. Soy una pobre, soy libre, y usted el hombre más generoso del mundo, por haberse fijado en mí que no tengo posición ni familia, que no soy nada... Esto parece un sueño. No lo quiero creer... Pienso si estará usted alucinado, si se arrepentirá cuando lo medite...

  —181→  

El respetuoso, el encogido Caballero le habría contestado con un abrazo, expresando así, mejor que con frías palabras, la ternura de sus afectos tan contrarios al arrepentimiento que ella suponía. Pero en aquel instante entró en la habitación un testigo indiscreto. Era una claridad movible que venía del pasillo. Prudencia pasaba con la luz del recibimiento en la mano para ponerla en su sitio. Ambos esperaron. La claridad entró, creció, disminuyendo luego hasta extinguirse, remedo de un día de medio minuto limitado dentro de sus dos crepúsculos. Callaban los amantes, esperando a que fuera otra vez de noche; pero como Amparo sospechase que la moza había mirado hacia el interior de la oscura estancia, salió y le dijo:

«¡Cuánto tarda la señora!».

-¿Enciendo la del comedor? -preguntó la tarasca.

-¿Todavía?... Es muy temprano.

Cuando Prudencia volvió a la cocina, acercose la Emperadora a la puerta del cuarto de la costura, y el tímido oyó este susurro, que sonaba con timbre de dulce confianza:

«Pst... venga usted para acá, caballero Caballero...».

Uno tras otro llegaron al comedor, débilmente alumbrado por dos claridades, la que venía de la cercana cocina y la que asomaba por el tragaluz de la asamblea parlamentario-infantil.   —182→   Se oía muy bien la voz de Joaquinito Pez profiriendo estas precoces bobadas: «Yo digo a los señores que me escuchan que la revolución se acerca con su tea incendiaria y su piqueta demoledora».

«¡Aprieta!» -murmuró Agustín.

-Siéntese usted aquí -le dijo Amparo, señalándole una silla, y abriendo los cajones del aparador para sacar los aprestos de poner la mesa.

-Yo soy hombre que cuando resuelvo una cosa, me gusta llevarla adelante contra viento y marea.

-Pues yo digo que no sea usted tan precipitado y que medite mucho esas cosas tan graves -replicó la medrosa en voz baja, para que no se enterara la criada.

La vivísima alegría que llenaba su alma no era turbada en aquel momento por ningún pensamiento doloroso.

-Todo está muy meditado -afirmó él, gozándose en mirarla y remirarla-. Y además, lo que se siente no se calcula, porque el sentir y el calcular no son buenos amigos. Hace tiempo que dije: «Esta mujer será para mí, y por encima de todo será». Los enamorados de veras tenemos doble vista; y sin haberla conocido a usted antes, me consta, sí, me consta que estoy hablando ahora con la virtud más pura, con la lealtad más... Y no me habla usted sólo al corazón y a   —183→   la cabeza, sino también a los ojos, porque es usted más guapa que una diosa.

Era esta la primera flor de galantería que el huraño había arrojado en toda su vida a los pies de una mujer honesta. Con tanta facilidad lo dijo y tan satisfecho se quedó, que gozaba reteniendo en su memoria el concepto que acababa de emitir.

«¡Por Dios, D. Agustín! -observó Amparo, disimulando el gozo con la jovialidad-. Que voy a romper los platos si usted sigue diciendo esas cosas...».

-Romperá usted toda la vajilla, porque aún me queda mucho que decir.

Otra vez sonó la cansada campanilla de la puerta.

«Debe de ser D. Francisco» -dijo la joven, saliendo a abrir.

Él era en efecto, y se le conocía en la manera de llamar, pues a tal punto llegaba su espíritu ahorrativo, que economizaba hasta el sonido de la campanilla. Metiose Bringas en su cuarto y a oscuras cambiaba su ropa, cuando entró, después de llamar con estrépito, su cara mitad. Venía muy sofocada, pues desde el obrador de la modista había ido a Palacio, sin lograr ver a Su Majestad, por ser día de consejo y audiencia. No bien puso el pie en el comedor, empezó a echar regaños por aquella boca: había tufo en la luz del recibimiento; estaba el comedor oscuro   —184→   como boca de lobo y en la cocina olía a quemado. Amparo encendió la lámpara del comedor. Ver Rosalía a su primo y desenojarse, todo fue uno.

«No sabía que estabas aquí. Se te encuentra siempre saliendo de la oscuridad como una comadreja. Di una cosa. ¿Por qué no vienes esta noche? Reunión de confianza... poca gente, Doña Cándida, las pollas de Pez... ¿Vendrás? No seas tan corto, por amor de Dios. Suéltate de una vez. Yo te respondo de que con poco esfuerzo has de hacer alguna conquista. Las chicas de Pez no cesan de preguntar por ti... que qué haces... que cómo vives... que por qué no te casas... que montas muy bien a caballo... Si es lo que te digo; tienes partido, tienes partido y tú no lo quieres creer».

-Pues di a las niñas de Pez que me esperen sentaditas. Son muy antipáticas, muy mal educadas, muy presumidillas, y desde ahora compadezco al desgraciado que se haya de casar con ellas.

-¡Vaya que estás parlanchín esta noche! Parece que el galápago quiere salir de su concha. Bien, Agustín, bien.

-Felices -dijo Bringas, entrando de súbito, envuelto en su bata del año 40, la cual ni de balde se habría podido vender en el Rastro,

Caballero se despedía dando un apretón de manos a su primo y embozándose.

  —185→  

-¿Pero te vas tan pronto?

-¡Ah!... se me olvidaba. Mañana os traerán el piano para la niña. Yo le pagaré el maestro de música. El colegio de ella y su hermanito corre también de mi cuenta.

-Eres de lo que no hay... -manifestó Bringas, abrazando a su primo con emoción-. Que Dios te dé toda la vida y la salud que mereces... Rosalía, dando un suspiro, abrazó tiernamente a su hija, que acababa de venir del colegio.

-¿Te vas tan pronto? -repitió D. Francisco.

-Tengo que escribir algunas cartas.

A propósito: mira, Agustín, no gastes dinero en tinta. Pasado mariana domingo voy a hacer algunas azumbres para mí y para la oficina. Te mandaré un botellón grande. Yo tengo la mejor receta que se conoce, y ya he traído los ingredientes... Con que no compres más tinta, ¿estás? Abur... y gracias, gracias.

Con estas cariñosas palabras y la oferta que había hecho, expresión sincera, si bien negra, de su inmensa gratitud, despidió en la puerta a su primo el Sr. de Bringas. Cuando volvió al comedor, restregándose las manos con tanta fuerza, que a poco más echarían chispas, su mujer, meditabunda, perdida la vista en el suelo, parecía hallarse en éxtasis. A las observaciones entusiastas del esposo sólo contestaba con arrobos de admiración:

«¡Qué hombre...!, pero ¡qué hombre!...».



  —186→  

ArribaAbajo- XX -

Poco más tarde despedíase Amparo, recibiendo de Rosalía los siguientes encargos:

«Mañana me traes media docena de tubos. Se acaba de romper el del recibimiento. Te pasas por la Cava Baja y das un recado al de los huevos. Tráete dos docenas de botones como este, y ven temprano para que me peines, porque he de ir a Palacio antes de la una».

En la calle, Amparo vio que se le ponía al lado un bulto, una persona, un fantasma embozado. Diole saltos el corazón al reconocer las vueltas rojas y grises de la capa.

«No se me escapa usted» -dijo Agustín echando la fisonomía fuera del embozo.

-¡Ay!

-No hay motivo para asustarse. Es preciso que esto acabe pronto. Es preciso que hablemos cuando nos plazca. Ni espiar los ratitos en que usted se halle sola en la casa del primo, ni esperarla a la puerta, como se espera a las modistas, me gusta.

-Tiene mucha razón -dijo ella, dejándose llevar de sus sentimientos.

-Por consiguiente, usted me dará permiso para ir a su casa. Desde hoy entra usted en una vida nueva. La que va a ser mi mujer... y hasta ahora no ha dicho usted nada en contrario...

  —187→  

En la pausa que él hizo, Amparo, confundida, buscaba las frases más convenientes para contestar; pero aquel bálsamo suave que caía sobre las heridas de su corazón le aletargaba el entendimiento

-La que va a ser mi mujer -prosiguió Caballero- no puede vivir de esta manera, sirviendo en una casa... porque esto es peor que servir... Ya es tiempo además de que usted vaya arreglando sus cosas...

Música celeste era lo que Amparo oía. Tal era su éxtasis que no sabía por donde andaba ni de qué modo expresar lo que sentía. La contestación rotundamente afirmativa tropezaba en sus labios con algo asfixiante, amargo y obstructivo que salía de su conciencia cuando menos lo pensaba. Pero era tanta la debilidad de su carácter, que ni la conciencia ni el afecto acertaban a declararse, y el y el no, pasado un rato de dolorosas tartamudeces, tornaban adentro... Rechazar de plano tanta felicidad érale imposible; aceptarla le parecía poco delicado. Creía salir del paso con la expresión de su agradecimiento que, a su modo de ver, era como una aquiescencia condicional.

«No sé cómo agradecerle a usted... D. Agustín. Yo no valgo lo que usted cree».

Sin hacer caso de esto, Caballero añadía:

«Desde mañana usted mudará de vida. Eso corre de mi cuenta. Es preciso que Bringas y   —188→   Rosalía lo sepan, porque a nada conduce el misterio».

Iban por la calle Ancha, sin separarse para dar paso a nadie. A ratos se miraban y sonreían. Idilio más inocente y más soso no se puede ver a la luz del gas y en la poblada soledad de una fea calle, donde todos los que pasan son desconocidos. En los sucesivos accidentes de aquel coloquio de tan poco interés dramático y cuyo sabor sólo podían gustar ellos mismos, la voz de Amparo decía:

«Sí... lo había comprendido, pero tenía miedo de que usted me dijera algo. Yo no valgo tanto como usted se figura».

-¿Usted qué ha de decir, si es la misma modestia?

Iban despacio y a cada frase se paraban deseosos de hacer muy largo el camino. Los ojos de ella brillaban en la noche con dulce y poética luz, y estaba tan orgulloso y enternecido Caballero mirándolos, que no se habría cambiado por los ángeles que están tocando el arpa en las gradas del trono del Criador...

«Otra cosa... -dijo temblando dentro de su capa-. ¿No le parece a usted que nos tuteemos?».

Este brusco proyecto de confianza asustó tanto a la Emperadora que... se echó a reír.

«Me parece -observó- que me será difícil acostumbrarme».

-Pues por mi parte... -manifestó el tímido-,   —189→   creo que no tendré dificultad. Verdad que esto es ya en mí pasión antigua, y tanto me he acostumbrado a tal idea, que cuando estoy solo y aburrido en casa me parece que la veo entrar a usted, digo, a ti; me parece que te veo entrar, y que te oigo, dando órdenes a los criados y gobernando la casa... Si ahora estas esperanzas de tanto tiempo se desvanecieran, créalo usted... créelo, me enterrarían.

Amparito, confusa, se dejó estrechar la mano por la vigorosa y ardiente de su amigo. Miraba a otra parte, a ninguna parte. Tenía la vista extraviada. Había visto pasar una sombra negra.

«Ese gran suspiro -preguntó Caballero en tono pueril- ¿es por mí?».

Ella le miró. Iba a decir que sí, pero no dijo sino:

«Con cien mil vidas que tuviera no le pagaría a usted...».

-Yo no quiero cien mil vidas; me basta con una, a cambio de la que yo doy. Lo que ofrezco no es gran cosa. Todos dicen que soy un bruto, un salvaje. Bien comprendo que no tengo atractivos, que mis modales son algo toscos y mi conversación seca. Me he criado en la soledad, y no es extraño que esa segunda madre mía me haya sacado un tanto parecido a ella. Quizás en la vida íntima me encontrarían aceptable los que me tachan de soso en la sociedad;   —190→   pero esto no lo saben los que me ven de lejos...

-Lo que a los demás no gusta -afirmó la joven resuelta, inspirada- a mí me gusta.

Estaba tan guapita, que al más severo se lo podría perdonar que se enamorase locamente de ella, sólo con verla una vez. Ojos de una expresión acariciante, un poco tristes y luminosos como el crepúsculo de la tarde; tez finísima y blanca; cabello castaño, abundante y rizado; con suaves ondas naturales; cuerpo esbelto y bien dotado de carnes; boca deliciosa e incomparables dientes, como pedacitos iguales de bien pulido mármol blanco; cierta emanación de bondad y modestia, y otros y otros encantos hacían de ella la más acabada estampa de mujer que se pudiera imaginar. ¡Lástima grande que no llevara más gala que el aseo y que estuviera su vestido tan entrado en días! El velo estaba pidiendo sustituto, el mantón lo mismo, y sus botas aparentaban, a fuerza de aliños, una juventud que no tenían. Pero todos aquellos desperfectos, y aun otros menos visibles, tendrían remedio bien pronto. Entonces ¿qué imagen se compararía a la suya? Pensando rápidamente en esto, todo su ser latía con ansiedad muy viva. Porque Amparito, dígase claro, no tenía ambición de lujo, sino de decencia; aspiraba a una vida ordenada, cómoda y sin aparato, y aquella fortuna que se le acercaba diciéndole «aquí estoy, cógeme», la volvía loca de alegría Y no   —191→   obstante, valor le faltaba para cogerla, porque de su interior turbadísimo salían reparos terribles que clamaban: «detente... eso no es para ti».

Algo más de lo trascrito hablaron, frases sin sustancia para los demás, para ellos interesantísimas. En la puerta de la casa, cuando mutuamente se recreaban en sus miradas, recibiéndolas y devolviéndolas en agradable juego, Caballero deslizó esta palabra:

«¿Subo?».

-Creo que no es prudente.

Ambos estaban serios.

-Me parece muy bien -dijo Agustín, que siempre era razonable-. Mañana... ¡Qué feliz soy! ¿Y usted... y tú?

-Yo también.

-Sube. Aguardaré hasta que te vea dar la primera vuelta por la escalera.




ArribaAbajo- XXI -

Aquel buen hombre, que se había pasado lo mejor de su vida en un trabajo árido, siendo en él una misma persona el comerciante y el aventurero, tenía, al entregarse al descanso, la pasión del orden, la manía de las comodidades y de cuanto pudiera hacer placentera y acompasada la vida. Le mortificaba todo lo que era irregular, todo lo que traía algún desentono a las rutinarias costumbres que tan fácilmente adquiría.   —192→   Había establecido en su casa un régimen, por el cual todo se hacía a horas fijas. Las comidas se le habían de servir a punto, y hasta en cosas muy poco importantes ponía riguroso método. Ver cualquier objeto fuera de su sitio en el despacho o en el gabinete le mortificaba. Si en cualquier mueble notaba polvo, si por alguna parte se echaban de ver negligencias de Felipe, se incomodaba, aunque con templanza. «Felipe, mira cómo está ese candelabro... Felipe, ¿te parece que es ese el sitio de las cajas de cigarros? Felipe, veo que te distraes mucho... Te has dejado aquí tus apuntes de clase. Hazme el favor de no ponerme aquí papeles que no sean míos».

Este prurito de método y regularidad se manifestaba más aún en cosas de más alto interés. Por lo mismo que había pasado lo mejor de su vida en medio del desorden, sentía al llegar a la edad madura, vehemente anhelo de rodearse de paz y de asegurarla arrimándose a las instituciones y a las ideas que la llevan consigo. Por esto aspiraba a la familia, al matrimonio, y quería que fuera su casa firmísimo asiento de las leyes morales. La religión, como elemento de orden, también le seducía, y un hombre que en América no se había acordado de adorar a Dios con ningún rito, declarábase en España sincero católico, iba a misa y hallaba muy inconvenientes los ataques de los demócratas a la fe de nuestros   —193→   padres. La política, otro fundamento de la permanencia social, penetró asimismo en su alma, y vedle aplaudiendo a los que querían reconciliar las instituciones históricas con las novedades revolucionarias. A Caballero le mortificaba todo lo que fuera una excepción en la calma y rutina del mundo, toda voz desafinada, toda cosa fuera de su lugar, toda protesta contra las bases de la sociedad y la familia, todo lo que anunciara discordia y violencia, lo mismo en la esfera privada que en la pública. Era un extenuado caminante que quiere le dejen descansar allí donde ha encontrado quietud, paz y silencio.

Había comprado una casa nueva, hermosísima, en la calle del Arenal, cuyo primer piso ocupaba por entero. Parte de ella estaba amueblada ya, atendiendo más a la disposición cómoda, según el uso inglés, que a ese lujo de la gente latina, que sacrifica su propio bienestar a estúpidas apariencias. Allí, sin que faltara lo que recrea la vista, prevalecía todo lo necesario para vivir bien y holgadamente. Aún no estaba completo el ajuar de todas las habitaciones, particularmente de las destinadas a la señora y a la futura prole de Caballero; pero cada día llegaban nuevas maravillas. La casa era tal, que sólo pocas familias de reconocida opulencia podían tenerla semejante en aquellos tiempos matritenses en que sobre la vulgaridad del gran villorrio empezaba   —194→   a despuntar la capital moderna; y esta la constituyen, no sólo las anchas vías y espaciosos barrios, sino también, y más principalmente aún la comodidad y aseo de los interiores. Los amigos de Caballero vieron asombrados el magnífico cuarto de baño que supo instalar aquel hombre extravagante venido de América; se pasmaron de aquella cocina monstruo que además de guisar para un ejército, daba agua caliente para toda la casa; admiraron las anchas alcobas trasladadas de los recónditos cuchitriles a las luces y al aire directo de la calle; advirtieron que las salas de puro ornato no robaban la exposición de mediodía a las habitaciones vivideras, y se asustaron de ver el gas en los pasillos, cocina, baño, billar y comedor; y otras muchas cosas vieron y alabaron que omitimos por no incurrir en prolijidad.

El despacho no estaba amueblado según los modelos convencionales de la elegancia, que tan fácilmente tocan en lo cursi. Desdeñando la rutina de los tapiceros, puso Agustín su despacho a estilo de comerciante rico, y lo primero que, se veía en él, al entrar, era el copiador de cartas con su prensa de hierro y demás adminículos. Dentro de lujosa vitrina, había una linda colección de figurillas mejicanas, tipos populares expresados con verdad y gracia admirable en cera y trapo. Nada existe más bonito que estas creaciones de un arte no aprendido, en el   —195→   cual la imitación de la Naturaleza llega a extremos increíbles, demostrando la aptitud observadora del indio y la habilidad de sus dedos para dar espíritu a la forma. Sólo en el arte japonés se encuentra algo de valor semejante a la paciencia y gusto de los escultores aztecas.

Dos estantes, uno repleto de libros de comercio y otro de literatura, hacían juego con la exhibición de figurillas; mas la literatura era toda de obras decorativas, si bien entre ellas las había tan notables por su contenido como por sus pastas. Un calendario americano, género de novedad entonces, ocupaba uno de los sitios más visibles. El reloj de la chimenea era un hermoso bronce parisiense de estilo egipcio, con golpes de oro y cardenillo; y en la misma chimenea así como en la mesa, había variedad grande de objetos fabricados con ese jaspe mejicano, que por la viveza de sus colores y la trasparencia de sus vetas no tiene igual en el mundo. Eran jarroncillos y pisapapeles, la mayor parte de estos imitando frutas, siendo en algunas piezas casi perfecto el engaño de la piedra haciéndose pasar por vegetal. Completaba el ajuar del despacho sillería de reps verde claveteada, que a Caballero se le antojaba de un gusto detestable; mas había hecho propósito de regalarla a sus primos cuando llegara la remesa de muebles que estaba esperando.

Allí trabajaba Agustín todos los días dos o   —196→   tres horas. Escribía cartas larguísimas a su primo, que había quedado al frente de la casa de Brownsville; y también tenía correspondencia tirada con sus agentes de Burdeos, Londres, París y Nueva York. Su letra clara, comercial bien rasgueada y limpia era un encanto; mas su estilo, ajeno a toda pretensión literaria y aun a veces desligado de todo compromiso gramatical, no merece ciertamente que por él se rompa el respetable secreto del correo. Aquel día, no obstante, introdujo en su epístola novedades tan ajenas al comercio, que no es posible dejar de llamar la atención sobre ellas. En un párrafo decía: «Me he enamorado de una pobre», y más adelante: «Si tú la vieras me envidiarías. La conocí en casa del primo Bringas. Su hermosura, que es mucha, no es lo que principalmente me flechó, sino sus virtudes y su inocencia... Querido Claudio, pongo en tu conocimiento que el señorío de esta tierra me revienta. Las niñas estas, cuanto más pobres más soberbias. No tienen educación ninguna; son unas charlatanas, unas gastadoras, y no piensan más que en divertirse y en ponerse perifollos. En los teatros ves damas que parecen duquesas, y resulta que son esposas de tristes empleados que no ganan ni para zapatos. Mujeres guapas hay; pero muchas se blanquean con cualquier droga, comen mal y están todas pálidas y medio tísicas; mas antes de ir al baile se dan bofetadas para que les salgan   —197→   los colores... Las pollas no saben hablar más que de noviazgos, de pollos, de trapos, del tenor H, del baile X, de álbums y de sombreros así o asado... Una señorita, que ha estado seis años en el mejor colegio de aquí, me dijo hace días que Méjico está al lado de Filipinas. No saben hacer unas sopas, ni pegar un triste botón, ni sumar dos cantidades, aunque hay excepciones, Claudio, hay excepciones...».

Y en otra carta decía: «La mía es una joya. La conocí trabajando día y noche, con la cabeza baja sin decir esta boca es mía... La he conocido con las botas rotas, ¡ella, tan hermosísima, que con mirar a cualquier hombre habría tenido millones a sus pies!... Pero es una inocente y tan apocada como yo. Somos el uno para el otro, y mejor pareja no creo que pueda existir. En fin, Claudio, estoy contentísimo, y paso a decirte que la partida de cueros la guardes hasta que pase el verano y sean más escasos los arribos de Buenos Aires. He tenido aviso de la remesa de pesos a Burdeos y de otra más pequeña a Santander. Ambas te las dejo abonadas en cuenta».

Es de advertir que el afán de orden y de legalidad que dominaba al buen Caballero desde su llegada a Europa, se extendía, por abarcarlo todo, hasta lo que pertenece al fuero del lenguaje. Deseando no faltar a ninguna regla, se había comprado el Diccionario y Gramática   —198→   de la Academia, y no los perdía de vista mientras escribía, para llegar a vencer, con el trabajo de oportunas consultas, las dificultades de ortografía que le salían al paso a cada momento. Tanto bregó, que sus epístolas veíanse cada día más limpias de las gárrulas imperfecciones que las afearan antaño, cuando las trazaba en el inmundo y desordenado escritorio de su casa de Brownsville.

Todas las tardes salía a dar un paseo a caballo. Era diestro y seguro jinete, de esa escuela mejicana, única, que parece fundir en una sola pieza el corcel y el hombre. Lo mismo en sus correrías por las afueras que en la soledad y sosiego de su casa, no se desmentía jamás en él su condición de enamorado, es decir, que ni un instante dejaba de pensar en su ídolo, contemplándolo en el espejo de su mente y acariciándolo de una y otra manera. A veces tan clara la veía, como si viva la tuviera enfrente de sí. Otras se enturbiaba de un modo extraño su imaginación, y tenía que hacer un esfuerzo para saber cómo era y reconstruir aquellas lindas facciones. ¡Fenómeno singular este desvanecimiento de la imagen en el mismo cerebro que la agasaja! Por fortuna, no tardaba en presentarse otra vez tan clara y tan viva como la realidad. Aquellos hoyuelos, cuando se reía, ¡qué bonitos eran! Aquella manera particular de decir gracias, ¿cómo se podía borrar de la fantasía del enamorado?   —199→   ¿Ni cómo olvidar aquella muequecilla antes de decir no, aquel repentino y gracioso movimiento de cabeza al afirmar, la buena compañía que hacían los cabellos a los ojos, aquel tono de inocencia, de sencillez, de insignificancia con que hablaba de sí misma? ¡Qué manera aquella de mirar cuando se le decía una cosa grave! ¿Pues aquel modo de cruzar el manto sobre el pecho, con la mano derecha forrada en él y tapando la boca...?

Al día siguiente de la entrevista en la calle fría (y en dicha entrevista fue donde Caballero observó el accidente aquel de la mano forrada, que tan bien conservara en la memoria), escribiole una larga carta. En ella, más que las palabras amorosas, abundaban las frialdades positivas. Empezando por señalarle cuantiosa pensión mensual, mientras llegase el feliz día del casorio, le proponía vivir en casa de Bringas. Si los primos se negaban a esto, él la visitaría en casa de ella. Amparo debía disponer con prontitud sus ajuares de ropa para entrar triunfal y decorosamente en su nuevo estado.




ArribaAbajo- XXII -

A sus amigos, que eran pocos y bien escogidos, había anunciado Caballero de un modo vago sus proyectos matrimoniales. Pero como no lo conocían novia, todo se volvía cálculos,   —200→   acertijos y conjeturas. Bien sabían ellos que Caballero no frecuentaba la sociedad. Jamás le vieron en los paseos haciendo el oso, rarísimas veces en los teatros, y no frecuentaba reuniones de señoras, como no fuese la de Bringas, donde brillaba por su frialdad y lo seco y esquivo de su conversación. Todos convenían en que era Agustín el más raro de los hombres; pero estaban tan satisfechos de su simpática amistad y le querían tanto, que no le faltaban al respeto ni aun con la inocente crítica de sus rarezas.

Entre los tales amigos descollaban tres, que eran los propiamente íntimos. Helos aquí: Arnáiz, ya viejo, dueño de un antiguo y acreditado almacén de paños al por mayor, importaba géneros de Nottingham y tomaba aquí letras sobre Londres. Había labrado con su honrada constancia una bonita fortuna, y a la sazón, apartado del tráfico activo, había cedido la casa a los hijos de su hermano, que la conservan con la afamada razón de Sobrinos de Arnáiz. Trujillo y Fernández, que había casado, con la hija única de Sampelayo, estaba al frente de la antigua y respetable casa de Banca de Madrid G. de Sampelayo Fernández y Compañía, que data del siglo pasado. Mompous y Bruil, corredor de cambios primero, había hecho después un buen caudal comprando terrenos para venderlos por solares. Los tres eran personas de la más exquisita formalidad, de excelentes costumbres   —201→   y con crédito firmísimo en la plaza.

Trujillo, que tenía varias hijas casaderas y bonitas, intentó agasajar a Caballero desde que le conoció, y no fueron esfuerzos los que hizo para que frecuentara su casa. Una noche estuvo al fin; pero no volvió a poner los pies allá sino para hacer la visita de ordenanza cada tres meses, la cual visita duraba un cuarto de hora, y en ella estaba Agustín violentísimo y cohibido, hablando del tiempo y contando los minutos que le separaban del bendito momento de ponerse en la calle. Trujillo, emperrado con su idea, invitábale a comer para tal o cual día; pero Caballero buscaba siempre un medio de excusarse y huir el bulto, pretextando enfermedad u ocupaciones. Por fin, hubo de renunciar el honrado banquero a tenerle por yerno, sin que por eso disminuyese el noble afecto que a entrambos les unía. Por su parte, Mompous había acariciado en su mente de arbitrista iguales proyectos. Tenía un solar, es decir, una hija única y hermosa, y sobre ella pensó edificar, con la ayuda de Agustín, el gallardo edificio de la perpetuidad de su raza... «Caballero, mi mujer me ha dicho que vaya usted a comer el domingo». Tanto repitió esto el ambicioso catalán, que un día Caballero no tuvo más remedio que ir. ¡Qué mal rato pasó el pobre, deseando que volara el tiempo! La chica, que era vaporosa y linda, no le gustaba nada; mas no existía habilidad   —201→   femenina que ella no tuviese, incluso la de tocar el piano y cantar acompañándose. Delante de él lució la variada multiplicidad de sus talentos, mientras la mamá alababa sin tasa el buen natural de aquel espejo de las niñas. Pero Agustín no supo o no quiso dirigirle más galanterías que aquellas que, por lo comunes, caen de todos los labios y no son sentidas ni verdaderas. «Este hombre es un oso». Tal apreciación se hizo proverbial en casa de Mompous. El oso, o lo que fuera, no volvió más a aparecer por allí a pesar de las ardientes insinuaciones de su amigo. La señora de este, con su charlar meloso y sus rebuscadas expresiones de naturalidad, le hacía a Caballero tan poca gracia que por no verla daría cualquier cosa. Así, cuando a la casa iba para hablar con Mompous de algún negocio, se metía de rondón en el despacho y estaba el menor tiempo posible. Si sentía ruido de faldas, entrábale de repente una gran prisa y se marchaba dejando el negocio a medio tratar.

Hablando del misterio que envolvía los planes matrimoniales de Caballero, decía Trujillo:

«Verán ustedes cómo este hombre va a traer a su casa una tarasca».

Mompous opinaba lo mismo; pero Arnáiz, que veía más claro, por no tener más niñas disponibles que las de sus ojos, salía prontamente a la defensa de su amigo:

«Se equivocan ustedes. Este hombre de escasas   —203→   palabras tiene muy buen sentido. Habla poco y sabe lo que hace».

Los domingos, esta ilustre trinidad reuníase puntual en la casa del rico indiano a tomar café, porque, verdaderamente, no había café en Madrid como el que allí se hacía. También solía entrometerse aquel Torres pazguato y mirón que vimos en casa de Bringas, y era un cesante a quien Mompous daba de tiempo en tiempo trabajillos de corretaje y comisiones de venta o compra de inmuebles. En días de trabajo iban los tres amigos por la noche a jugar al billar con Caballero, y a tertuliar apurando los temas políticos de la época, por punto general muy candentes. Arnáiz y Trujilo eran progresistas templados; Mompous y Caballero defendían a la Unión Liberal como el gobierno más práctico y eficaz, y todos vituperaban a la situación dominante, que con sus imprudencias lanzaba al país a buscar su remedio en la revolución. Pero las discusiones no se acaloraban sino al tocar los temas de política comercial, pues siendo Caballero libre-cambista furioso y Mompous, como fiel catalán, partidario de un arancel prohibitivo, nunca llegaban a entenderse. Arnáiz y Trujillo se inclinaban a las ideas de Agustín, ero protestando de que en la práctica se debían plantear poquito a poco. No traspasaban nunca estas contiendas el límite de la urbanidad. Caballero hablaba siempre muy bajo, cual si tuviera   —204→   miedo de su propio acento, y sus conceptos eran siempre muy comedidos. A menudo sus tertulios, no oyendo bien sus palabras, decían «¿qué?», y él entonces alzaba un punto la voz, que su timidez hacía un tanto temblorosa. En cambio Arnáiz, hombre obeso y pletórico, decía con voz de trueno, precedida de violentas toses, los conceptos más triviales. Júpiter tonante llamábale Trujillo, y era cosa de taparse los oídos cuando decía: «Hoy he pagado el Londres a 47,90».

Los domingos, al caer de la tarde, solía tener Caballero la grata visita de su prima, que pasaba siempre por allí con los niños al volver de paseo.

Una tarde observó que la casa se había enriquecido con valiosos objetos de capricho y elegantísimos muebles que Agustín, insaciable comprador, había adquirido días antes. Espejos de tallados chaflanes, bronces, porcelanas, cuadritos, amén de una galana sillería de raso rosa, ornaban lo que había de ser gabinete de la desconocida y mitológica señora de Caballero. Quedose pasmada la de Bringas ante estos primores, y no halló mejor modo de endulzar su disgusto que estrenando un hermoso sillón, cuya comodidad y amplitud eran tales que no había visto ella nada semejante. Arrellenándose en él con ambas manos en el manguito, echada hacia atrás la cachemira que Su Majestad le había regalado   —205→   el año anterior, disparó a su primo miradas inquisitoriales. Agustín estaba sentado delante de ella, con Isabelita sobre las rodillas.

«Esto está perdido, Agustín -le dijo-; tienes aquí un lujo insultante y revolucionario... Ya no me queda duda de que piensas casarte. ¿Pero con quién? Eres un topo, y todo lo has de hacer a la chita callando. Arnáiz le dijo ayer a Bringas que sí, que te casabas; pero que nadie sabe con quién. ¡Por Dios! -terminó con mal disimulada ira-, sé franco, sé comunicativo, sé persona tratable».

Esperando la contestación de su primo, que había de ser tardía y oscura, Rosalía contemplaba a la niña, tan chiquita aún. ¡Ah!, maldito Bringas, ¡por qué no nació Isabel cinco años antes!

«Pues sí -manifestó Caballero-; me caso».

La Pipaón de la Barca se quedó como quien ve visiones al oír tan terroríficas palabras.

«Pégale, hija, pégale, sí -dijo a la niña-. Tírale de esas barbas. Es muy malo, muy malo».

Isabelita, lejos de hacer lo que su madre le mandaba, mirábale dudosa y como suspensa. Tenía de él concepto elevadísimo; considerábale como un ser a todos superior, y la acusación de maldad lanzada por su mamá poníala en gran confusión. Enlazaba con sus brazos el cuello de Agustín y le decía secretos al oído.

«Tu hija no te hace caso -observó Caballero   —206→   riendo-. Dice que me quiere mucho y que no soy malo».

-Hija, no sobes... Vete con tu hermano, que está jugando con Felipe... Con que a ver, hombre, explícate. Tú no vas a ninguna parte, no se te conocen relaciones... ¿A dónde demonios has ido a buscar esa mujer? ¿La has encargado a una fábrica de muñecas? ¿Vas a traer aquí una salvaje de América, con los brazos pintados y con una argolla en la nariz? Porque tú eres capaz de cualquier extravagancia.

Diciendo esto, por la mente de la dama pasó una sospecha, una idea que la espeluznaba como presentimiento de muerte y tragedias. Aquel resplandor lívido pasó pronto, cual relámpago, dejando la susodicha mente Pipaónica en la oscuridad de las anteriores dudas.

«Hija, no sobes...».

-Dice Isabel que no quiere ir a jugar con Felipe; que prefiere jugar conmigo.

-¿Con que te descubres o no, mascarita? No sé a qué vienen esos tapujos...

-Pronto te lo diré.

-Pues no sé... Ni que fuera delito -manifestó con repentina vehemencia la Bringas, levantándose-. Yo he visto hombres topos, he visto hombres pesados, hombres inaguantables; pero ninguno, ningunito como tú. Hija, vámonos de aquí; llama a tu hermano. Esta casa me apesta con tanto chirimbolo inútil. No, no me huele   —207→   esto a cosa buena. Y en resumidas cuentas, ¿A mí qué me importa? Ya puedes casarte con una fuencarralera o con alguna loreta de París... Abur. Eso, eso; guarda bien el secreto, no sea que te lo roben. Así, callandito se hacen las cosas.

Y el más reservado de los hombres, al despedirla en la puerta, le dijo dos o tres veces:

«¡Mañana, mañana te lo diré!».

Y en efecto, a la mañana siguiente se lo dijo.

Por espacio de algunos minutos Rosalía se quedó como si le administraran una ducha con la catarata del Niágara.

«¡Con Amp...!».

No tenía aliento para concluir de pronunciar la palabra. Representose a la hija de Sánchez Emperador disfrutando de los tesoros de aquella casa sin igual, y consideraba esto tan absurdo como si los bueyes volaran en bandadas por encima de los tejados, y los gorriones, uncidos en parejas, tiraran de las carretas. Sus confusiones no se disiparon en todo aquel día; se le subió el color cual si le hubiera entrado erisipela, y llevaba frecuentemente la mano a su cabeza, diciendo: «Parece que les tengo aquí a los dos convertidos en plomo». Mas reflexionando sobre el peregrino caso, no acertaba a explicarse el motivo de su despecho. «Porque a mí ¿qué me va ni me viene en esto?... Conmigo no se había de casar, porque soy casada; ni con Isabelita tampoco, porque es muy niña».

  —208→  

No veía la hora de que viniese Bringas para dispararle a boca de jarro la tremenda nueva. También fue grande el asombro de D. Francisco. Su esposa, encolerizada, dirigíase a él con impertinentes modos, como si aquel santo varón tuviera la culpa, y le decía: «Pero ¿has visto... has visto qué atrocidad?

-Pero mujer, ¿qué...?

-La verdad, yo contaba con que Agustín esperase siquiera seis años... Isabel tiene diez... ya ves... Pero a ti no se te ocurre nada.

-¡Ave María Purísima!...

-Y pretende que la traigamos a casa mientras llega el día del bodorrio... Sí, aquí estamos para tapadera...

Bringas, hombre de sano juicio, que siempre trataba de ver las cosas con calma y como eran realmente, intentó aplacar a su exaltada cónyuge con las razones más filosóficas que de labios humanos pudieran salir. Según él, antes que ofenderse debían alegrarse de la elección de su primo, porque Amparo era una buena muchacha y no tenía más defecto que ser pobre. Agustín deseaba mujer modesta, virtuosa y sin pretensiones... No era tonto el tal, y bien sabía gobernarse. Convenía, pues, celebrar la elección como feliz suceso y no mostrar contrariedad ni menos enojo. Si Agustín quería que su futura viviese con ellos una corta temporada, muy santo y muy bueno. «Porque, mira tú -añadió con   —209→   centelleos de perspicacia en sus ojos-, más cuenta nos tendrá siempre estar bien con el primo y su esposa que estar mal. Si ahora les desairamos, quizás después de casados nos tomen ojeriza, y... no te quiero decir quién perderá más. Él es muy bueno para nosotros, y no creo que Amparo se oponga a que lo siga siendo. Le debemos obsequios y favores sin fin, y nosotros ¿qué le hemos dado a él? Una triste botella de tinta, hija... Tengamos calma, calma y aplaudámosle ahora como siempre. Probablemente seremos padrinos, y habrá que correrse con un buen regalo. No importa; se sacará como se pueda. Ya sabes que él no se queda nunca atrás. Nuestra situación hoy, hija de mi alma, es apretadilla. Si me encargo el gabán, que tanta falta me hace; si vamos al baile de Palacio, tendremos que imponernos privaciones crueles: eso contando siempre con que la Señora te dé el vestido de color melocotón que te tiene ofrecido, que si no, ¡a dónde iríamos a parar!... Pero la economía y un mal pasar dentro de casa harán este milagro y el del regalo para Agustín. Con que mucha prudencia y cara de Pascua.

Este sustancioso discursillo tuvo eco tan sonoro en el egoísmo de Rosalía, que se amansó su bravura y conoció lo impertinente de su oposición al casorio. Deseaba que Amparo llegase para hablarle del asunto y saber más de lo que sabía. ¡La muy pícara no había ido desde el sábado!...   —210→   Estaba endiosada. Quería hacer ya papeles de humilladora, por venganza de haber sido tantas veces humillada.




ArribaAbajo- XXIII -

La increíble fortuna no llevó al ánimo de Amparo franca alegría, sino alternadas torturas de esperanza y temor. Porque si negarse era muy triste y doloroso, consentir era felonía. El miedo a la delación hacíala estremecer; la idea de engañar a tan generoso y leal hombre la ponía como loca; mas la renuncia de la corona que se le ofrecía era virtud superior a sus débiles fuerzas. ¡Oh, egoísmo, raíz de la vida, cómo dueles cuando la mano del deber trata de arrancarte!... No tenía perversidad para cometer el fraude, ni abnegación bastante para evitarlo. No le parecía bien atropellar por todo y dejarse conducir por los sucesos; ni su endeble voluntad le daba alientos para decir: «Señor Caballero, yo no me puedo casar con usted... por esto, por esto y por esto».

Pasaba las horas del día y de la noche pensando en los rudos términos de su problema, perseguida por la imagen de su generoso pretendiente, en quien veía un hombre sin igual, avalorado por méritos rarísimos en el mundo. Aun antes de tener sospechas del enamoramiento de Caballero, había sentido Amparo simpatías vivísimas   —211→   hacia él. Lo que los demás tenían por defectuoso en el carácter del indiano, conceptuábalo ella perfecciones. Adivinaba cierta armonía y parentesco entre su propio carácter y el de aquel señor tan callado y temeroso de todo; y cuando Agustín se le acercó, movido de un afecto amoroso, ella le esperaba, preparada también con un afecto semejante.

Desde que se trataron un poco, vio la medrosa en el tímido, como se ve la imagen propia en un espejo, sentimientos y gustos que eran también los de ella. Sí, ambos estaban, como suele decirse, vaciados en la misma turquesa. Agustín, como ella, tenía la pasión del bienestar sosegado y sin ruido; como ella aborrecía los dicharachos, la palabrería insustancial y las vanidades de la generación presente; como ella, tenía el sentimiento intenso de la familia, la ambición de la comodidad oscura y sin aparato, de los afectos tranquilos y de la vida ordenada y legal. Sin duda él había sabido leer cumplidamente en ella; pero Dios quiso que al repasar las páginas de su alma, viese tan sólo las blancas y puras y no la negra. Estaba tan escondida, que ella sola podía y debía enseñarla, consumando un acto de valor sublime. El único medio de arrancar la tal página era llegarse a Caballero y decirle: «No me puedo casar con usted... por esto, por esto y por esto».

Cuando la infeliz llegaba a esta conclusión,   —212→   que aunque tardía, daba, por ser conclusión, algún descanso a sus torturas, parecía que una sierpe le silbaba en el oído estos conceptos:

«Oiga usted, señorita, y si está decidida a no aceptar la mano de ese sujeto, ¿qué papel hace usted tomando su dinero? Al día siguiente de aquella noche en que su novio la acompañó hasta la puerta, usted recibió una carta con billetes de Banco. No eran los primeros que venían, pero sí los más comprometedores. En esa carta decía, niña sin juicio, que ya la consideraba a usted como su esposa, y que por tanto debía existir entre ambos franqueza y comunidad de intereses. Le enviaba a usted una cantidad, y anunciaba repetir el obsequio todos los meses, hasta que se casara. Y el objeto de estos auxilios era que su novia se preparase dignamente al matrimonio. Si el pensamiento de usted era negarse, ¿por qué no devolvió el dinero en el mismo sobre que lo trajo?...».

¡Qué voz aquella! ¡Argumento doloroso como una llaga, que no podía tener el alivio de una contestación! Sin duda la infeliz, al recibir los dineros, no vio el compromiso que la aceptación le traía; estaba como tonta, embriagada con la ilusión de la espléndida suerte que Dios le deparaba, con la idea de su magnífica casa y de aquella venturosa familia que iba a fundar.

Cuando echó de ver la inconveniencia grande de aceptar el dinero, ya parte de este se había   —213→   ido en seguimiento del pago de unas deudas antiguas, ya la indigente novia se había encargado dos pares de botas y dos vestidos. ¡Ay Dios mío!, ¡qué situación tan equívoca! ¿A quién pediría consejo? ¿Qué debía hacer?

Despertando asustada en lo mejor de su sueño, Amparo daba vueltas en el cerebro a esta idea: «Lo mejor es dejar correr, dejar pasar, callarme, por repugnante que este silencio sea a mi conciencia...». Entonces la culebra, deslizándose entre las almohadas, silbaba en su oído así: «Si tú callas, no faltará quien hable. Si tú no se lo dices, otro se lo dirá. Si él lo sabe antes de la boda, te apartará de sí con desprecio, y si lo sabe después, figúrate la que se armará...». Oyendo esto, lloró en silencio, mojando con lágrimas sus almohadas, y se durmió sobre la tibia humedad de ellas... A las tres o cuatro horas despertó de nuevo cual si oyera un grito. Era, sí, un grito que de su interior salía, diciendo... «Si lo sabe, antes o después, me perdonará... Como ha comprendido otras cosas que hay en mí, comprenderá mi arrepentimiento».

Levantose de prisa. Ya el día penetraba por las ventanas. Vistiose, y el agua fresca aclaró sus ideas... Estremecida de frío y después confortada por la reacción, decía: «Me perdonará... lo estoy viendo».

Púsose a arreglar la casa con nerviosa actividad. Se habían duplicado sus aptitudes domésticas,   —214→   y sentía verdadero frenesí de limpieza, de poner todo en orden. Cogiendo la escoba, la manejó casi casi con inspiración. Había en sus manos algo de la convulsiva fuerza de la mano del violinista en el arco. Nubecillas de polvo rastreaban por el suelo. Saliendo luego a la ventana, que daba a un panorama de tejados, la joven respiró con gusto el aire glacial de la mañana...

Luego pensó en los vestidos que le iba a traer la modista. Además tenía otro, no nuevo sino arreglado por ella misma, y pensaba estrenarlo al día siguiente. No era esto presunción, sino el ardiente afán de la decencia que en su alma tenía firme asiento. Su pasión por la vida regular se manifestaba también prefiriendo lo útil a lo brillante, y dando la importancia debida al bien parecer de las personas...

Hizo un poco de chocolate y se lo tomó con pan duro. Era preciso poner la casa como el oro, pues aquel día vendría Caballero a visitarla. Diera ella cualquier cosa por tener arte de encantamento para remendar los vetustos muebles, para darles barniz, para tapar los agujeros de los forros, y poner todo, no lujoso, sino presentable. Fija en su mente la visita, consideró los peligros que la rodeaban, y de esta meditación salió otra vez triunfante la idea grande y activa, la necesidad de abrir su alma al que tan digno era de verla toda.

  —215→  

Mientras preparaba su comida, diose a discurrir los términos más adecuados para esta declaración espeluznante. Pensó primero que necesitaba muchas, muchas palabras, estar hablando todo un día... Imaginó después que valía más decirlo en pocas. ¿Pero cuáles serían estas pocas palabras? Seguramente cuando hiciera su confesión se le habían de saltar las lágrimas. Diría, por ejemplo: «Mire usted, Caballero, antes de pasar adelante, es preciso que yo, le revele a usted un secreto... Yo no valgo lo que usted cree, yo soy una mujer infame, yo he cometido...». No, no, esto no, esto era un disparate. Mejor era: «yo he sido víctima...». Esto le parecía cursi. Se acordó de las novelas de D. José Ido. Diría: «Yo he tenido la desgracia... Esas cosas que no se sabe cómo pasan, esas alucinaciones, esos extravíos, esas cosas inexplicables...». Él, al oír esto, sería todo curiosidad. ¡Qué preguntas le haría, qué afán el suyo por saber hasta lo más escondido, aquello que ni a la propia conciencia se lo dice sin temor!... La gran dificultad estaba en empezar. ¿Tendría ella el valor del principio? Sí, lo tendría, se proponía tenerlo, aunque muriera en las angustias de aquella revelación semejante al suicidio.

Sintió a su hermana levantándose. Refugio entró también en la cocina, y después de cambiar con Amparo palabras insignificantes, se metió en su cuarto para vestirse y acicalarse,   —216→   operación en que empleaba mucho tiempo. Deseaba Amparo que la pequeña saliera pronto: para que no estuviese allí cuando el otro llegara. Refugio estaba irritada, y se trasformaba rápidamente, por la ligereza de sus costumbres, en una mujer trapacera, envidiosa, chismosa. Amparo temía indiscreciones de ella. Siempre la reñía por sus salidas a la calle y por su desamor al trabajo. Aquel día no le dijo una palabra. Después que almorzaron, viendo que la otra se detenía, le habló así.

«Si sales, sal de una vez, porque yo también me voy, y quiero llevarme la llave».

Impertinente estaba aquel día la hermana menor. Comprendiendo Amparo que con cierto talismán se aplacaría, le dio dinero.

«Estás rica...».

-Vete de una vez, y déjame en paz.

Cuando estuvo sola, dio otra mano de limpieza a los muebles y se arregló a sí misma lo mejor que pudo con lo poquito que tenía. La idea de la confesión no se apartaba de su pensamiento... Sentíase interiormente acariciada por fuerza pujante nacida al calor de su conciencia, y fortificada después por un no sé qué de religioso y sublime que llenaba su alma. Figurábase tener delante al que iba a ser compañero de su vida, y ella valerosa, sin turbarse, acometía la santa empresa de confesar la más grande falta que mujer alguna podría cometer.   —217→   Y no se turbaba con las miradas de él, antes bien parecía que la honradez pintada en el austero semblante de Agustín le daba más ánimos...

Pero ¡ay!, estos ardores heroicos se apagaron cuando el amante se presentó ante ella realmente. Amparo salió a abrirle la puerta, y al verle, ¡ay Dios mío!, la cobardía más angustiosa se apoderó de su ánimo. Ante la mirada de aquellos leales ojos, la penitente estaba yerta, y la confesión era tan imposible como darse una puñalada... Olvidáronsele las palabras que había estudiado para empezar. Agustín habló de cosas comunes; ella le contestaba turbadísima. Se le había olvidado hasta el modo de respirar. ¡Y qué torpeza la de su entendimiento! Para contestar a varias preguntas que Caballero le hizo, tuvo que pensarlo mucho tiempo.

Lentamente fue disipándose su turbación. El coloquio era discreto, quizás demasiado discreto y frío para ser amoroso. Caballero estaba también cohibido al verse solo con su amada. Allí contó dramáticos pasajes de su vida; hizo una ingeniosa y delicada crítica de los Bringas. Luego tornaron a hablar de sí propios. Él estaba contentísimo; iba a realizar su deseo más vivo. La quería con tranquilo amor, puestos los ojos del alma, más en los encantos del vivir casero, siempre ocupado y afectuoso, que en la desigual inquietud de la pasión. Tenía ya más de cuarenta otoños, y cual hombre muy sentido,   —218→   su mayor afán era tener una familia y vivir vida legal en todo, rodeándose de honradez, de comodidad, de paz, saboreando el cumplimiento de los deberes en compañía de personas que le amaran y le honraran. Dios le había deparado la mujer que más le convenía, y tan perfecta la encontraba, que si la hubiera encargado al Cielo no viniera mejor... Ella, por su parte, le miraba a él como la Providencia hecha hombre. Sin saber por qué, desde que le vio considerole como un hombre modelo, y si él no tuviera mil motivos para hacerse querer, bastaríale para ello la generosa bondad con que descendió hasta una pobre muchacha huérfana y humilde...

Mientras tales sosadas decían, si no con estas, con equivalentes palabras, Amparo, dentro de sí, razonaba de otro modo:

«Dios mío, no sé a dónde voy a parar... Me dejo ir, me dejo ir, y cada vez soy más criminal callando lo que callo. Mientras más tarde yo en confesarme menos derecho tendrá a su perdón».

-Cuéntame algo de tu niñez, de tu vida pasada.

Al oír esto, la novia pasó de la duda al espanto. ¿Habría Caballero adivinado algo?

«¡Ay!, he sido muy desgraciada».

-Pero ahora serás feliz. Cuéntame algo.

Recordó entonces ella algunas de las palabras que había pensado, y con espontaneidad   —219→   suma, cual si cediera a incontrastable fuerza, se dejó decir:

«Antes de pasar adelante...».

-¿Qué?

-Digo que... nada... Es que me acordaba de cuando murió mi pobre padre...

-¿Es este su retrato? -preguntó Caballero levantándose para mirarle de cerca.

Entre tanto, Amparo decía: «Primero me degüellan. Yo me muero, pero callo».

La tarde avanzaba. Dos horas estuvo allí Agustín, y al despedirse no se permitió más rapto de amor que besar la mano de su novia. Era hombre a quien las rudezas de un áspero combate vital dieron dominio grande sobre sí mismo. Pero aun con el poder que tenía, no eran innecesarios de vez en cuando algunos esfuerzos para sostener el austero papel de persona intachablemente legal, rueda perfecta, limpia y corriente en el triple mecanismo del Estado, la Religión y la Familia. Aquel propietario que se había enojado con Mompous porque este quiso ponerle, en el reparto de contribuciones, un poco menos de lo que le correspondía; aquel hombre que, por no desentonar en el concierto religioso de su época, había dado algún dinero para el Papa, no podía en manera alguna ir a la posesión de su amoroso bien por caminos que no fueran derechos. «Todo con orden, decía; o no viviré o viviré con los principios».



  —220→  

ArribaAbajo- XXIV -

Después de tres días de ausencia, disculpada con pretexto de ocupaciones graves en su casa, fue Amparo a la de Bringas. Subiendo la escalera, temía que los escalones se acabasen. ¿Cómo la recibiría Rosalía, sabedora ya de su noviazgo? Porque la huérfana no amaba a su excelsa amiga, y aquel respeto que le tenía será mejor calificado si le damos el nombre de miedo. El señor D. Francisco sí le inspiraba afecto, y pensando en los dos y en lo que dirían, entró en la casa. Sin saber por qué, diole vergüenza de verse allí con su vestido recientemente arreglado, sus botas nuevas, su velo nuevo también. Creía faltar al pudor de su pobreza.

Rosalía salió a su encuentro en el pasillo, riendo, y luego la abrazó con afectados aspavientos de cariño. Tales vehemencias, por lo excesivas debían de ser algo sospechosas; pero Amparo, cortada como una colegiala a quien sorprendieran en brazos de un sargento, las admitió como buenas. A las vehemencias siguieron ironías de muy mal gusto.

«Vaya, mujer, gracias a Dios que pareces por aquí. Como estás tan encumbrada, ya no te acuerdas de estos pobres... ¡Buena lotería te ha caído! No, no la mereces tú, aunque reconozco que eres buena... ¡Suerte mejor...! Siéntate...   —221→   Quiere Agustín que vivas con nosotros, y no nos oponemos a ello... Al contrario, tenemos mucho gusto. No sé si te podrás acomodar en esta estrechura, porque como ya tienes la idea de vivir en aquellos palacios, te parecerá esto una cabaña».

Recobrándose, contestó la novia que lo agradecía mucho; pero que no pudiendo dejar sola a su hermana, seguiría viviendo en su casa, sin perjuicio de ir a la de Rosalía, como siempre, para ayudarla en lo que pudiera.

«¡Vaya con Agustín, y qué callado lo tuvo! Este hombre es todo misterio. Mira tú, yo no me fiaría mucho... Pues sí, puedes estar aquí todo el día; comerás con nosotros, lo poco que haya. Después te irás tú a tu alcázar, y nosotros nos quedaremos en nuestra choza. A buen seguro que os molestemos... ¡Mira que haciendo yo ahora la mamá contigo...! Pero por Agustín y por ti, ¿qué no haré yo? Siéntate... Me coserás estas mangas... ¡Ah!, no, ¡qué atrevimiento! Perdona».

-Sí, sí, vengan... Pues no faltaba más...

Bringas, que se acababa de afeitar en su cuarto, salió sin gafas al comedor enjugándose la carita sonrosada y muy pulida.

«Amparito, ¿cómo estás? Yo, bien. ¡Ah!, bribonaza, ¡qué suerte has tenido!... A mí me lo debes. Buenas cosas le he dicho de ti al primo... Te he puesto de hoja de perejil, como puedes suponer.   —222→   La verdad, le tienes encantado... Esto se podría titular El premio de la virtud. Es lo que yo digo, el mérito siempre halla recompensa».

Poco después de esto, Bringas y su mujer se secreteaban en el despacho.

«Agustín va a tener carruaje. Ya lo ha encargado a París».

-¡Ah!... -exclamó la dama, esponjándose, pues ya le parecía que se arrellanaba en el blando coche de sus amigos.

-Es preciso que la trates muy bien. Tendrán abono en todos los teatros.

-Amparo -decía poco después la Pipaón a su protegida-; mira; no te canses la vista en ese punto tan menudo. Mañana o pasado irás conmigo a las tiendas. Agustín me ha encargado que le haga varias compras, y ya ves... conviene que des tu parecer y escojas lo que más te guste, puesto que todo es para ti. También yo tengo que procurarme algunas fruslerías, porque es indispensable que vayamos al baile de Palacio... Ven a mi cuarto; verás el vestido de color de melocotón que me ha mandado Su Majestad.

Esto de la indispensable asistencia al baile traía muy pensativo a Thiers, pues aunque los gastos no eran muchos, superaba su cifra a las de todo el capítulo de lo superfluo, correspondiente a tres meses. Mas con valeroso rigor Bringas echó abajo partidas afectas a la misma exigencia vital, y la familia fue condenada a no   —223→   tener en sus yantares, durante un mes, más que lo preciso para no morirse de hambre. Y como él no podía ya presentarse decorosamente con el gabán de seis años, hubo de encargarse uno, valiéndose de un sastre que le debía favores y que se lo hacía por el coste del paño. Se corrieron las órdenes para que los chicos tiraran hasta Febrero con los zapatos que tenían, y se suprimió la luz del recibimiento, la propina del sereno y otras cosas. Rosalía, siempre atormentada por la creciente escasez, veía negro el porvenir, más entenebrecido aún con los anuncios de revolución que estaban en todas las bocas. Una cosa le consolaba. Su hija tenía ya piano y maestro, y recibiría aquella parte de la educación tan necesaria en una joven de buena familia. Y la niña era tan aplicada que toda la santa tarde y parte de la noche estaba toqueteando sus fáciles estudios; novedad que encontró Amparo en la casa aquel día. La enojosa música y la soporífera conversación del señor de Torres llevaron su espíritu a un grande aburrimiento. Caballero fue al caer de la tarde, y después de un rato de agradable tertulia la acompañó hasta su casa. Aquella vez Rosalía no le hizo ya ningún encargo de tubos, ovillos de algodón, ni de botones o varas de cinta, y la despidió, lo mismo que Bringas, con melosas palabrillas.

Recogida en la soledad de su casa, Amparo tuvo aquella noche un feliz pensamiento. No   —224→   supo como se le había ocurrido cosa tan acertada, y juzgó que el mismo Espíritu Santo se había tomado el trabajo de inspirársela. La feliz ocurrencia era llamar en su auxilio a la religión. Confesando su pecado ante Dios, ¿no le daría Éste valor bastante para declararlo ante un hombre? Claro que sí. Nunca había ella descargado su conciencia de aquel peso como ordena Jesucristo. Su devoción era tibia y rutinaria. No iba a la iglesia sino para oír misa, y si bien más de una vez se le ocurrió que debía acercarse al tribunal de la penitencia, tuvo gran miedo de hacerlo. Su pecado era enorme y no cabía por los agujerillos de la reja de un confesionario, grandes para la humana voz, chicos, a su parecer, para el paso de ciertos delitos.

«Nada, nada -pensó confortándose mucho con esto y llena de alborozo-; un día cualquiera, luego que me prepare bien, me confieso a Dios, y después... seguramente tendré un valor muy grande».

¡Qué acertado proyecto!... ¡ampararse de la religión, que no sería nada si no fuera el pan de los afligidos, de los pecadores, de los que padecen hambre de paz! ¡Y a ella, la muy tonta, no le había pasado por las mientes proceder tan sencillo, tan natural...! Iría, sí, resuelta y animosa, al tribunal divino. Si ya sentía robustez de espíritu sólo con el intento, ¿qué sería cuando al intento siguiera la realización de él? El temor que   —225→   siempre tuvo de un acto tan grave, disipose; y si el sacerdote, viéndola hondamente arrepentida, la perdonaba, ya tenía su alma vigor bastante para presentarse al hombre amado y decirle: «Cometí enorme falta; pero estoy arrepentida. Dios me ha perdonado. Si tú me perdonas, bien. Si no, adiós... cada uno en su casa».

Todo cuanto veía, todo, apoyaba su cristiana idea; el cielo y la tierra, y aun los objetos más rebeldes a la personificación se trocaban en seres animados para aplaudirla y festejarla. El retrato de su padre la felicitaba con sus honrados ojos, diciéndole: «Pero, tonta, si te lo vengo diciendo hace tanto tiempo, ¡y tú sin querer entender...!».

La noche la pasó gozosa. ¡Oh ventajas de un buen propósito! En las enfermedades de la conciencia el deseo de medicina es ya la mitad del remedio. Pensó mucho durante la noche en cómo sería el cura, cómo tendría el semblante y la voz. Por grande que fuera su vergüenza ante Dios, más fácil le sería verter su pecado en todos los confesonarios de la cristiandad que en los oídos de su confiado amante. Pero estaba segura de que una vez dado aquel paso, lo demás se le facilitaría grandemente.

Dejó pasar tres días, y al cuarto, levantándose muy temprano, se fue a la Buena Dicha. Entró temblando. Figurábase que allí dentro tenían ya noticia de lo que iba a contar y que alguien   —226→   había de decirle: «Ya estamos enterados, niña». Mas la apacible solemnidad de la iglesia le devolvió el sosiego y pudo apreciar juiciosamente el acto que iba a realizar. Y por Dios que duró bastante tiempo. Las beatas que esperaban de rodillas a conveniente distancia, y eran de esas que van todos los días a consultar escrúpulos y a marear a los confesores, se impacientaban de la tardanza, renegando de la pesadez de aquella señora, que debía de ser un pozo de culpas.

Cuando se retiró del confesonario sentía un gran alivio y espirituales fuerzas antes desconocidas. Cómo se habían deslizado sus tenues palabras por los huequecillos de la reja, ni ella misma lo sabía. Fue encantamento, o hablando en cristiano, fue milagro. Asombrábase ella de que sus labios hubieran dicho lo que dijeron, y aun después de hecha la confesión, le parecía que se habían quedado atravesadas en la reja expresiones que no eran bastante delgadas, bastante compungidas para poder entrar. El cura aquel, a quien la pecadora no vio, era muy bondadoso; habíale dicho cosas tremendas, seguidas de otras dulces y consoladoras. ¡Oh!, ¡penitencia, amargor balsámico, dolor que cura! Fue como un suicidio cuando la pecadora se rasgó el pecho y enseñó su conciencia para que se viera todo lo que había en ella. Mostrando lo corrupto, mostraba también lo sano. El sacerdote   —227→   le había prometido perdonarla; pero aplazando la absolución para cuando la penitente hubiese revelado su culpa al hombre que quería tomarla por esposa. Amparo creía esto tan razonable como si fuera dicho por el mismo Dios, y prometió con toda su alma obedecer ciegamente.

Antes de salir de la iglesia una visión desagradable turbó la paz de su espíritu. Allá en el extremo de la nave vio una mujer vestida de negro, sentada en un banco, la cual no le quitaba los ojos. Era Doña Marcelina Polo. La penitente se cubría la cara con el velo de la mantilla deseando no ser conocida; pero ni por esas... La otra no la dejaba descansar ni un punto del martirio de sus miradas. Para abreviarlo, Amparo, que pensaba oír dos misas, se fue después de oír una.

Al regresar a su casa midió las fuerzas que le habían nacido y se asombró de lo grandes que eran.

«Ahora sí que se lo digo -pensaba-; ahora sí. No me faltan palabras, como no me falta valor. Tan cierto es que hablaré, como ahora es día... Veamos; empiezo así: '¡Hoy me confesé...!!!'. De esto a lo demás es llano el camino. Le diré: 'Tenía un gran pecado'. '¿Cuál es? ¿Lo puedo saber yo?'. 'No sólo puedes sino que debes saberlo, pues antes de que lo sepas, no debo pensar en casarme'. Palabra tras palabra, va saliendo, va saliendo la cosa como salió   —228→   en el confesonario. Si después de saber mi arrepentimiento, insiste, le pondré por condición irnos a vivir a un país extranjero para evitar complicaciones».

Segura y animosa, deseaba ardientemente que Caballero viniese pronto para plantear la cuestión desde que entrara. Aquel día no podía faltar. Habían concertado que ella no saliera los martes y viernes y que Caballero la visitaría en tales días para hablar con más libertad que en la casa de Bringas. Era viernes.

Refugio estaba aquel día muy risueña.

«Ya sé -le dijo-, que tienes visitas. Me lo ha contado Doña Nicanora. Chica, estás de enhorabuena».

Eludió Amparo conversación tan peligrosa, y como no quería dar todavía explicaciones a su indiscreta hermana, la invitó a que se marchara, de una vez. No se hizo de rogar la otra. Su pintor la esperaba para modelar la figura de una maja calipiga9 ayudando a enterrar las víctimas del 2 de Mayo. Engullendo a toda prisa su breve almuerzo, salió.

Poco después llamaron a la puerta. ¿Sería él? Aún era temprano... ¡Jesús mil veces, el cartero!... De manos de aquel hombre recibió Amparo una carta, y verla y temblar de pies a cabeza todo fue uno. Mirábala sin atreverse a abrirla. Conocía la odiada letra del sobre. Por Celedonia, que días antes fue a pedirle limosna, sabía   —229→   que su enemigo estaba en el campo; pero no pechaba la infeliz que tuviera el antojo de escribirle. ¿Abriría la epístola, o la arrojaría al fuego sin leerla? ¡Y en qué momentos venía Satanás a turbar su espíritu, cuando se había puesto en paz con Dios, cuando había fortalecido su conciencia!

«Pero la leeré -dijo-; la leeré, porque lo que diga aumentará mi santo horror, y me dará fuerzas mayores aún. Hoy no me puede enviar Dios una nueva pena, sino el alivio de las antiguas».




ArribaAbajo- XXV -

La carta estaba escrita con lápiz, y decía así:

«El Castañar, a 19 de Diciembre de 1867.

»Tormento mío, Patíbulo, Inquisición mía: Aunque no desees saber de este pobre, yo quiero que lleguen a ti noticias mías. Mandome aquí a hacer vida rústica y penitente ese santote de Nones, y aunque me prohibió, entre otras cosas, el juego de cartitas, no puedo resistir a la tentación de escribirte esta, que seguramente será la última. ¡Y por Dios que acertó mi amigo! Tan bueno estoy, que no me conozco. El ejercicio, la caza, el aire puro, el continuo pasear, el trabajo saludable me han puesto en diez días como nuevo. Estoy hecho un salvaje, un verdadero hombre primitivo, un troglodita sin cuevas y un anacoreta sin silicio. Vivo entre   —230→   bueyes, perros, conejos, perdices, cuervos, cerdos, mulos, gallinas y alguno que otro ser en figura humana, que me recuerda más aún la inocencia y tosquedad de los tiempos patriarcales. Me figuro ser el papá Adán, solo en medio del Paraíso, antes de que le trajeran a Eva, o se la sacaran de la costilla, como dice el señor de Moisés. Llevo un pañuelo liado a la cabeza, gorra de pelo y un chaquetón de paño pardo que me ha prestado el leñador. He recobrado mi agilidad de otras edades y un voraz apetito que me dice que aún soy hombre para mucho tiempo. Lo que no vuelve es la alegría ni la paz de mi espíritu. Estoy expulsado de la vida y confinado a un rústico limbo, del cual creo saldré sano, pero idiota. La bestia vive, el ser delicado muere; ¿pero qué importa, ¡oh rabiosa ironía!, si se han salvado los principios?

»Te escribo con un pedazo de lápiz romo, sentado sobre un montón de paja de cuadra y de dorado estiércol, que a los rayos del sol parece, no te rías, hacinamiento de hilachas de oro. Rodéame una movible corte de gallinas, con crestas rojas, saltando sobre el estiércol de paja, parecen baile del coral sobre tapiz de rayos, no te rías... ¡Vaya unos disparates!... También andan por aquí dos señores pavos que sin cesar hacen la rueda a mi lado, como si quisieran expresarme el alto desprecio que sienten hacia mí. Un cerdito está hozando a mi espalda, y un perro   —231→   de campo se pasea por delante, melancólico, pensando quizás en la inestabilidad de las cosas perrunas.

»Hombres no se ven ahora por aquí. Los de este lugar, con su sencillez ingenua, son lección viva y permanente de la superioridad de la Naturaleza sobre todo. ¡Malditos los que en el laberinto artificioso de las sociedades han derrocado la Naturaleza para poner en su lugar la pedantería, y han fundado la ciudadela de la mentira sobre un montón de libros amazacotados de sandeces!... No te rías».

-Está loco -pensó Amparo, y siguió leyendo:

«Mi buen amigo se ha empeñado en curarme por completo. La primera parte de la medicina no ha sido ineficaz; pero ahora viene la segunda, Tormento mío, la segunda y más fiera y amarga parte. Pero he jurado obedecer, y por mí no ha de quedar. Estoy decidido a llegar hasta el fin, a entregarme cruzado de brazos al idiotismo, a ver si de él, como dice Nones, nace mi salvación social y espiritual. Atiende bien a lo que sigue, y alégrate, pues deseas perderme de vista. Nones me escribe que ya ha conseguido mi placita para Filipinas y que me disponga, al dilatado viaje, que me parece un viaje al otro mundo. Si acompañado fuera, ¡cuán feliz! Pero voy solo, y muérame de una vez.

»No sé aún cuándo saldré, pero será pronto.

  —232→  

»Entre mi hermana y Nones me arreglan el gasto de pasaje y lo demás que necesite. De aquí me planto en Alicante para ir luego a Marsella. Esto es forzoso, definitivo, irrevocable. Es también como darse una puñalada; pero me la doy, y veremos dónde y cómo resucito. Cometo la imprudencia de desobedecer a mi amigo en esto de darte la despedida. No le digas nada si lo ves, y recibe mi adiós último. Tenme compasión, ya que no otro sentimiento. Si te metes monja, reza por mí; conságrame dos o tres lágrimas contándome entre los muertos, y pido a Dios que me perdone».

La carta no decía más. Entre aquel desordenado fárrago de conceptos, propios de un loco, con mezcla de bufonadas y de alguna idea juiciosa, se destacaba un hecho feliz. Amparo prescindía de todo para no ver más que el hecho. ¡Se iba, se iba para siempre! «Reza por mí, contándome entre los muertos», decía la carta. Esta frase declaraba roto y hundido para siempre aquel horrible pasado, y el grave problema se resolvía llana y naturalmente, sin escándalo!... Gozo vivísimo inundó el alma de la Emperadora. Daba gracias a Dios de aquel inesperado suceso, diciendo para sí: «¡Se va, se acabó todo! Dios me allana el camino, y nada tengo que hacer por mí».

La idea del alejamiento del peligro enfrió su ánimo envalentonado por la confesión y dispuesto   —233→   para una confesión nueva. La debilidad, recobrando su imperio momentáneamente perdido, se asentó con orgullo en aquel ingenuo ser, no nacido para acometer la vida, sino para recibirla como se la dieran las circunstancias.

El aplazamiento del peligro traía la no urgencia del remedio y tal vez, tal vez su inutilidad. La entereza de la penitente desmayó, y el sinsabor y las dificultades de declararse a su futuro amargaron su espíritu. Aceptaba con descanso aquella solución transitoria que le ofreció la Providencia, y se resistía a procurarla terminante y segura por sí misma.

«Que se lo he de decir es indudable -pensó-; pero me parece que ya no corre tanta prisa. Hay que discurrir con calma los términos con que lo he de contar».

Estaba entregando la carta a las ascuas del fogón, cuando la campanilla anunció a Caballero. Entró, y se sentaron el uno frente al otro. Miraba la Emperadora a su amante, y sólo con el pensamiento de que había de confesarse a él se ruborizaba. ¡Qué vergüenza! Los bríos de aquella mañana, ¿dónde estaban?

Y dejándose llevar del curso fácil de una desabrida conversación de amores, se fue olvidando del mandato del buen sacerdote. A ratos bullía su conciencia; pero pronto la misma conciencia, emperezada, se arrellanaba en un lecho de rosas. Es de notar que, por el temperamento   —234→   de ambos amantes, en su coloquio se entrelazaba el espiritualismo propio de tal ocasión con ideas prácticas y apreciaciones sobre lo más rutinario de la vida.

La mayor felicidad del mundo consistía, según Caballero, en que dos caracteres saborearan su propia armonía y en poder decir cada uno: «¡qué igual soy a ti!...». Cuando él (Agustín) la conoció, hubo de sentir grandísima tristeza, pensando que tan hermoso tesoro no sería para él... Cuando ella le conoció diéronle ganas de llorar, pensando que un hombre de tales prendas no pudiese ser su dueño... Porque ella (Amparo) no valía nada; era una pobre muchacha que si algún mérito tenía era el de poseer un corazón inclinado a todo lo bueno, y mucho amor al trabajo... Las cosas del mundo, que a veces parecen dispuestas para que todo salga al revés de lo natural y contra el anhelo de los corazones, se habían arreglado aquella vez para el bien, para la armonía... ¡Qué bueno era Dios! También él tenía afición al trabajo, y si no le distrajeran el amor y los preparativos de la boda, estaría aburridísimo. En cuanto se casara, habría de emprender algún negocio. No podía vivir sin escritorio, y el libro mayor y el diario eran el quita-pesares mejor que pudiera apetecer... Con esto y el amor de la familia, sería el más feliz de los hombres... Tendrían pocos, pero buenos amigos; no darían comilonas. Cada cual   —235→   que comiera en su casa. Pero sabrían agasajar a los menesterosos y socorrer muchas necesidades... A él le gustaba que todo se hiciera con régimen, todo a la hora; así no habría nunca barullo en la casa... Para eso ella se pintaba sola; era muy previsora, y todo lo disponía con la anticipación conveniente para que en el instante preciso no faltase. ¡Y que ya andarían listos los criados, ya, ya!... Ella no les perdonaría ningún descuido... A él le gustaban mucho, para almorzar, los huevos con arroz y frijole10. El frijole de América era muy escaso aquí, pero Cipérez solía tenerlo... Lo que ella debía hacer era acostumbrarse a llevar su libro de cuentas, donde apuntara el gasto de la casa. Cuando no se hace así, todo es barullo, y se anda siempre a oscuras... Irían a los teatros cuando hubiera funciones buenas; pero no se abonarían, porque eso de que el teatro fuese una obligación no le agradaba ni a uno ni a otro. Tal obligación sólo existía en Madrid, pueblo callejero, vicioso, que tiene la industria de fabricar tiempo. En Londres, en Nueva York no se ve un alma por las calles a las diez de la noche, como no sea los borrachos y la gente perdida. Aquí la noche es día, y todos hacen vida de holgazanes o farsantes. Los abonos a los teatros, como necesidad de las familias, es una inmoralidad, la negación del hogar... Nada, nada, ellos se abonarían a estar en su casita. Otra cosa: a ella no les gustaba dar dinerales   —236→   a las modistas, y aunque tuviera todos los millones de Rostchild, no emplearía en trapos sino una cantidad prudente. Además, sabía arreglarse sus vestidos... Otra cosa: tendrían coche, pues ya estaba encargado a la casa Binder; un landó sin lujo para pasear cómodamente, no para ir a hacer la rueda a la Castellana, como tanto bobo. Siempre que salieran en carruaje, convidarían a Rosalía, que se pirraba por zarandearse. Ambos concordaban en el generoso pensamiento de ayudar a la honesta familia de D. Francisco, obsequiando sin cesar a marido y mujer, y discurriendo una manera delicada de socorrer su indigencia sobredorada... Él pensaba señalarle un sobresueldo para vestir, calzar, educar a los pequeños y llevarlos a baños. ¿Pero cómo proponérselo? ¡Ah! Ella se encargaría de comisión tan agradable. Por de pronto les invitarían a comer dos veces por semana... A él le daba por tener buenos vinos en su bodega. Sobre todo, de las famosas marcas de Burdeos no se le escaparía ninguna. ¿Y era Burdeos bonito? ¡Oh!, precioso. (Descripción de los Quinconces, del puerto, de la Allée de l'Intendence, de la Croix Blanche y de los amenos contornos llenos de hermosas viñas). A esta ciudad tranquila, que parece corte por la suntuosidad de sus edificios, sin que haya en ella el tumulto ni las locuras de París, irían los esposos a pasar una temporadita. Otra cosa: a él no le disgustaban las comidas   —237→   francesas... Bien, bien, porque ella había aprendido con su tía Saturna a hacer beefsteack y otras cosillas extranjeras... De las comidas españolas algunas no le hacían feliz, otras sí... Por fortuna ella aprendería diversas maneras nuevas de guisar, porque como habían de ir también a Londres... Pasados años y años se querrían lo mismo que entonces, porque su cariño no era una exaltación de esas que en su propia intensidad llevan el germen de su corta duración; no era obra de la fantasía, ni capricho de los sentidos; era todo sentimiento, y como tal se robustecería con el curso del tiempo. Era un amor a la inglesa, hondo, seguro y convencido, firmemente asentado en la base de las ideas domésticas...

Con esta música que de los labios de uno y otro afluía en alternadas estrofas, a veces tranquilamente, a veces juntándose y sobreponiéndose como los miembros de un dúo, Amparo se olvidaba de todo. Volviendo de improviso sobre sí misma, sentía escozores de la antigua herida, y su dolor agudo la obligaba a contener el vuelo por aquellas regiones de dicha... Pero ella misma trataba de suavizar la llaga con remedios sacados de su imaginación. Veía un hombre bárbaro, navegando en veloz canoa con otros salvajes por un río de lejanas o inexploradas tierras, como las que traía en sus estampas el libro de La vuelta al mundo. Era un misionero, que había   —238→   ido a cristianizar cafres en aquellas tierras que están a la otra parte del mundo redondo como una naranja, allá donde es de noche cuando aquí es de día.

Hacia el término de la visita, ya sobre las seis, entró Refugio, cosa que mortificó mucho a Amparo, por temor de que su hermana no tuviese en presencia de Caballero el necesario comedimiento. Refugio se había desenvuelto mucho y podía dar a conocer con una palabra la diferencia que existía entre ella y una señorita decente. En honor de la verdad, la muchacha se portó bien, y como no carecía de ciertos principios, supo aparecer juiciosa sin serlo. Pero la otra no tenía sosiego, y deseaba que Caballero se marchase. Siempre que veía junto a su amigo a cualquier sujeto, conocedor de los secretos de ella, temblaba de pavor, y el azoramiento ponía en su semblante ora llamas ora mortal palidez. Por fin retirose Agustín y su futura respiró.

¡Refugio lo sabía!... Refugio era, por su indiscreción, un peligro constante... Sofocadísima con esta idea, la novia hizo propósito de inclinar el ánimo de su marido, luego que lo fuese, a establecerse en lugar muy distante de Madrid. Quería dejar aquí todo: relaciones, parentescos, memorias, lo pasado y lo presente. Hasta el aire que respiraba en Madrid parecíale tener en su vaga sustancia algo que la denunciaba, algo de   —239→   indiscreto y revelador, y ansiaba respirar ambiente nuevo en un mundo y bajo un cielo distintos de este, a los cuales pudiese decir: «Ni tú, aire, me conoces; ni tú, cielo, me has visto nunca; ni tú, tierra, sabes quién soy».




ArribaAbajo- XXVI -

Su hermana le dio bromitas aquella noche.

«Buen pájaro te ha caído en la red. Asegúrale, chica, todo el tiempo que puedas, que de estos no caen todos los días. Pero Dios te hizo tan sosa, que le dejarás escapar... Si fuera mía esa presa, primero me desollaban viva que soltarla yo de las garras. Pero tú, como si lo viera eres tan pavota, tan silfidona, que por una palabra de más o de menos te lo dejarás quitar. Como le sueltes, es para mí».

Esta desenvoltura y este ordinario modo de hablar mortificaban tanto a la mayor de las Emperadoras, que amonestó a su hermana con aspereza.

«¿Sermoncito tenemos? -decía la otra-. Cierra el pico, si no quieres que me marche y no vuelva a parecer por aquí. Para lo que me das...».

Siguió charlando cual cotorra que ha tomado sopas de vino. Amparo, disgustadísima, hubo de pensar que más fácilmente dominaría a su basilisco por buenas que por malas, y no quiso contestar a tanto disparate. Acostáronse, y de   —240→   cama a cama, empeñadas en fácil charla, la mayor reveló a la pequeña la verdadera situación. Aquel señor no era su amante, era su novio y se iba a casar con ella. Reíase la otra; mas al fin hubo de creer lo que veía. ¡Y qué bien se explicó Amparito!... Si Refugio se enmendaba, si era juiciosa, si no la entorpecía con sus genialidades, su hermana le daría cuanto necesitase... Eso sí; era indispensable poner término a las locurillas. La cuñada de un sujeto tan principal tenía que ser muy decente... ¡Vaya! Si no, no la reconocería por hermana. Ante las dos se abría un porvenir brillante. Convenía que ambas se hiciesen dignas de la fortuna que el Señor les deparaba.

Estas revelaciones hicieron efecto en el ánimo de Refugio, que se durmió alegre y soñó que habitaba un palacio, con otras mil majaderías más. Al día siguiente estaba muy razonable y sumisa.

«La honradez -pensó Amparo con innata filosofía-, depende de los medios de poderla conservar. Ha bastado que yo le diga a esta loca 'tendremos qué comer', para que empiece a corregirse».

Diole regular suma de dinero para tenerla contenta, y se despidió de ella.

«Hoy iré a la Costanilla. Él deseaba que viviese allí y Rosalía también; pero yo no puedo abandonarte. Vendré todas las noches a casa,   —241→   y te daré lo que necesites con tal que me prometas romper absolutamente con las de Rufete, y no servir de modelo a pintores... Esa vida se acabó; y también las saliditas de noche, los viajes al escenario del teatro y al café. Desde mañana te daré trabajo... Lo que había de ganarse una modista, ¿por qué no te lo has de ganar tú? Verás, verás... Ropa blanca a montones, algunas batas y arreglo de tus vestidos y de los míos. Cuenta con uno nuevo para ti... Pero, tenlo muy presente, Refugio, como no trabajes, como vuelvas a las andadas, no cuentes para nada conmigo... ¡Ah!, me olvidaba de otra cosa importante: te prohíbo que bajes a conversar con Ido y su mujer, que tiene la lengua demasiada suelta. No me gustan ciertas vecindades. Reserva, formalidad, honradez, conducta es lo que deseo».

-Sí, sí, -replicó la otra con evidente deseo entonces de obedecer, por la cuenta que le tenía.

Refugio salió y Amparo fue, como de costumbre, a la Costanilla. Los sucesivos días se dedicaron a compras, de que estaba encargada Rosalía, con plenos poderes de su primo. Creo inútil declarar lo que la de Pipaón gozaba con estas cosas y la importancia que se daba en las tiendas. Amparo, con ser la parte interesada, no podía vencer su tristeza, y la conciencia se la alborotaba cada vez que Rosalía, después de regatear telas riquísimas, encajes, abanicos y joyas, cerraba el trato con los   —242→   comerciantes diciendo que mandaran la cuenta al Sr. Caballero. Cuando se trataba de escoger un color o una forma, la novia caía en las mayores perplejidades, y su espíritu, atento a más graves empeños, no acertaba en la elección. La de Bringas elegía siempre con tanta seguridad y aplomo como si los objetos comprados fueran para ella.

«Tú no tienes gusto -decía-. Déjame a mí, que sabré equiparte con elegancia. Parece que estás lela, y miras todo con esos ojazos... ¿Por qué tienes tanto horror al color negro, que no te fijas sino en colorines? Parece que has venido de un pueblo. Si no fuera por mí, te vestirías de mamarracho. Como seas tan lista para gobernar tu casa, el pobre Agustín se va a divertir».

Algunas tardes, si el tiempo estaba bueno, Caballero traía una carretela cerrada, y los tres se iban de paseo a la Castellana. Rosalía aceptaba este obsequio con una satisfacción que rayaba en júbilo; pero a la novia le hacía muy poca gracia aquella exhibición por las calles. Creía que todos los transeúntes se fijaban en ella, haciendo picantes observaciones. Mientras Rosalía trataba de ser vista y se despepitaba por saludar a cuantas personas conocidas pasasen también en coche, Amparo deseaba ardientemente que cayeran las sombras nocturnas sobre Madrid, el paseo y el carruaje. Cuando se retiraba a su casa, a la hora de costumbre, Caballero   —243→   la acompañaba hasta la puerta, hablando del tema eterno y de la inacabable serie de planes domésticos. Hombre más venturoso no había existido nunca.

La novia, por el contrario, tenía que emplear trabajosos disimulos para que la creyeran contenta; mas por dentro de ella iba la muy lúgubre procesión de sus dudas y temores. Vivía en continuo. sobresalto; tenía miedo de todo, y aun los accidentes más triviales eran para ella motivo de angustiosa inquietud. Como alguien entrara en la casa de Bringas, la infeliz sospechaba que aquella persona, fuera quien fuese, venía a contar algo. Si sentía cuchicheos en la sala parecíale que se ocupaban de ella. En cualquier frase baladí de Rosalía o de su marido creía entender sospecha o alusión taimada a cosas que ella sola podía pensar. A Caballero encontrábale a veces un poco triste ¿le habrían dicho algo?... Hasta la llegada del cartero a la casa le producía escalofríos. ¿Traería algún anónimo? Esto de los anónimos se fijó en su mente de tal modo, que sólo de ver un cartero en la calle temblaba, y la vista de cualquiera carta cerrada con sobre para D. Francisco la hacía estremecer. Aquel antipático señor de Torres, que iba a la casa algunas tardes, dábale miedo sin saber por qué. No se hastiaba nunca de mirarla el condenado hombre, con maliciosa sonrisa, sobándose sin cesar la barba; y ante estas miradas, sentía ella   —244→   pavor inmenso, cual si en despoblado se le apareciera un toro jarameño amenazándola con su horrible cornamenta.

Llegó a tal extremo la susceptibilidad nerviosa de la Emperadora, que hasta cuando oía leer un periódico le parecía que en aquellos impresos renglones se la iba a nombrar. Si Paquito entraba diciendo: «¿no sabéis lo que pasa?», esta sola frase dábale a ella un violentísimo golpe en el corazón. ¿Qué más? La criada misma, la inofensiva Prudencia la miraba sonriendo a veces, cual si poseyera un secreto nefando.

Cuando Agustín y ella se arrullaban en sus honestos coloquios, descansaba de aquella tortura. Pero a lo mejor se presentaba Rosalía inopinadamente, como persona que se reconoce nacida para estorbar la felicidad ajena, y echándole miradas inquisitoriales, decía:

«Y sin embargo, Agustín, tu novia no está contenta... Mira qué cara de ajusticiado pone cuando me lo oye decir... Algo le pasa, pero cuando no es sincera contigo, ¿con quién lo será?».

Tales bromas, que no lo parecían, torturaban a la novia más que si la pusieran en un potro para descoyuntarla. En su casa no dejaba de pensar en estas cosas, repitiéndolas y comentándolas para descubrir la intención que entrañar pudieran; y como nada acontecía a su lado de que no resultasen para ella nuevas formas de martirio,   —245→   ved aquí un hecho insignificante que aumentó sus agonías:

El más simple de los mortales, D. José Ido del Sagrario, la visitó una noche. Aunque Amparo tenía de él concepto inmejorable, su presencia le inspiraba siempre repugnancia y temor. Al verle sintió frío semejante al que sentiría si la envolvieran en sábanas de hielo. Aquel hombre refrescaba sin duda en la memoria de la infeliz joven escenas y pasos de que ella no quisiera acordarse más. Por eso, la compungida fisonomía del antiguo profesor de escritura se le representaba con los rasgos espantables, feísimos de un emisario de Satanás.

¿Qué deseaba el buen Ido? ¿En qué podía ella servirle? La cosa era bien sencilla. El egregio novelista había reñido con su editor, el cual no quería tomarle ya sus manuscritos aunque se los diera de balde y con dinero encima. Viéndose a punto de caer otra vez en la miseria, aquel hombre, poseedor de tan varios talentos, discurrió buscarse una placita estable al lado de cualquier persona de suposición y arraigo. Por su amigo Felipe, sabía que el Sr. D. Agustín Caballero pensaba tomar un dependiente que le llevase los libros y la correspondencia...

«Nadie mejor que usted -dijo el calígrafo con acaramelado rostro- puede proporcionarme esa plaza, si lo toma con interés, si se apiada de este pobre padre de familia. Con que usted   —246→   diga dos palabras nada más al Sr. de Caballero, hará mi felicidad, porque yo sé que ese señor la quiere a usted más que a las niñas de sus ojos, y con justicia, con razón que le sobra, porque usted... (acaramelándose hasta lo increíble) es un ángel, un ángel, sí, de hermosura y bondad».

Amparo cortó el panegírico. Deseaba concluir y que aquel monstruo se marchase. No le podía ver, reconociendo que era inocentísimo. Como comprobante de su aptitud para el cargo que pretendía, Ido del Sagrario llevaba consigo aquella noche una cuartilla de papel.

«Puede usted mostrarle esta cuartilla -dijo alargándola con timidez-; y ahí verá mi letra, que, aunque me esté mal el decirlo, es tal que seguramente no la hallará mejor. Eso lo escribí calamo currente, y es parte de la última novela...».

Por perderle de vista, ella le ofreció apoyar su pretensión, y el pobrecillo se fue tan agradecido y satisfecho, amenazando volver por la respuesta dentro de un par de días. Amparo, al quedarse sola, pasó rápidamente la vista por la novelesca cuartilla y leyó salteadas palabras que la aterraron: crimen... tormento... sacrilegio... engaño; y otros términos espeluznantes hirieron sus ojos y repercutieron con horrible son en su cerebro. Rompiendo la cuartilla, arrojó los pedazos al fuego.

El espanto que aquel hombre le causaba aumentó con los recuerdos que tuvo de las pocas   —247→   veces que le viera en otras épocas. El buen Cerato Simple había estado una vez en la Farmacia a llevarle una cartita... Habían hablado de la escuela, de las travesuras de los chicos, del sermón... ¡Qué punzantes espinas estas!... ¡Ido del Sagrario lo sabía! ¡Y semejante hombre pretendía una plaza en la futura casa de ella!... Sin duda Dios la abandonaba, entregándola a Satán.




ArribaAbajo- XXVII -11

Torturada por estas y otras cavilaciones toda la noche, determinó volver a la mañana siguiente al confesonario de la Buena Dicha. Hízolo así. No iba a confesar, sino a decir simplemente: «Me ha faltado valor, padre, para hacer lo que usted me mandó». Echole el cura un sermón muy severo, dándole luego ánimos y asegurándole un éxito feliz si se determinaba. También aquel día vio de lejos a Doña Marcelina Polo, toda negra, la cara de color de caoba, fija en su banco cual si estuviera tallada en él. Volvió la penitente a su casa más tranquila; pero mirando a su interior no encontraba la fuerza que el sacerdote había querido infundirle.

«Si yo me atreviera -pensaba después en casa de Bringas-. Pero no; segura estoy de que no me atreveré. Ahora sé lo que he de decirle, y cuando lo veo delante, adiós idea, adiós   —248→   propósito. Soy tan débil, que sin duda me hizo Dios de algo que no servía para nada».

¡Y ya era tarde para la confesión! Caballero la acusaría con fundamento de haberle engañado. ¿No disfrutaba ya ella de la posición de casada? ¿No vivía a costa de él? ¿No había empleado el novio cuantiosas sumas en prepararla para la boda? Él podía con justicia llamarse a engaño, acusarla de deslealtad y ver en ella perversión mayor de la que había, un fraude de mujer, una embaucadora, una tramposa, una...

Y con el trato había llegado Agustín a formar de su novia idea tan alta, que la confesión sería como un escopetazo para el pobre hombre. La miraba como a un ser superior, de inaudita pureza y virtud. ¿Cómo permitió ella que su futuro tuviese opinión tan mentirosa? ¿Con qué cara le diría ahora: «no, yo no soy así, yo tengo una mancha horrenda, yo hice esto, esto y esto...»? Caballero se moriría de pena cuando la oyese, porque declaración tan atroz era para matar al más pintado, y la despreciaría, la arrojaría lejos de sí con horror, con asco...

Varias veces había dicho: «La mejor parte de mi dicha está en saber que a nadie has querido antes que a mí...».

Y ella, insensata, sin medir sus palabras, le había contestado: «a nadie, a nadie, a nadie». Era verdad sin duda en la esfera del sentimiento, porque lo de marras fue pura alucinación,   —249→   desvarío, algo de inconsciente, irresponsable y estúpido, como lo que se hace en estado de sonambulismo o bajo la acción de un narcótico... Pero tales argumentos, amontonados hasta formar como una torre, no destruían el hecho, y el hecho venía brutal y terrible a encender la luz de su clara lógica en el vértice de aquel obelisco de distingos... ¡Maldito faro que alumbraba sus pasos!... Olvido, olvido era lo que hacía falta; que cayera tierra, mucha tierra sobre aquello de modo que quedase sepultado para siempre y arrancado de la memoria humana.

Aquella tarde, Caballero la encontró muy ensimismada y le preguntó varias veces el motivo.

«Disgustos que me ha dado mí hermana» -contestó.

Y se representaba la cara que pondría Agustín si ella empezase a contarle... y el sonido que tendrían sus palabras, y le entraba un pavor tan fuerte, que decía para sí: «Me mataré antes que confesarlo».

Además, ni él ni nadie habían de comprenderla si hablara. Sólo Dios descifraba misterio tan grande. Creía conservar ella pureza y rectitud en su corazón; ¿pero cómo hacerlo entender a los demás y menos a un celoso? Nada; callar, callar, callar. Dios la sacaría adelante.

Era verdad que su hermana le daba disgustos. Ido, que a menudo subía para informarse del giro de sus pretensiones a la plaza de tenedor   —250→   de libros, le dijo que por dos veces seguidas había venido un hombre; que Refugio trajo platos y botellas de la fonda, y que habían escandalizado la casa. Esto la disgustó en extremo. Por la noche riñeron las dos hermanas. Refugio, soberbia, acusaba a la otra con palabras insolentes. Aún intentó Amparo someterla con maña ofreciéndole dinero. Pero Refugio se había disparado sin freno por la pendiente abajo, y ya no era posible contenerla.

«No quiero nada contigo -le dijo-. Tú en tu casa y yo en la mía. No me faltará un señor como a ti. Pero a mí no me engañan ofreciéndome un casorio imposible. ¡Casarte tú! Bueno va. Será con un ciego. No te pongas pálida. Yo no diré nada. Ni soy hipocritona ni tampoco me gusta acusar. Allá te las arregles. Abur».

Recogió su ropa y se fue sin hablar más. Al quedarse sola, Amparito compartía su fatigado espíritu entre dos modos de sufrimiento dolorosos por igual. Era el uno la deshonra de su hermana, el otro esta consideración tenaz, fija como candente espina en su cerebro, donde ya había otras: «¡Refugio lo sabe!».

A la madrugada, en agitadísimo sueño, la novia confesó todo a su amante, el cual, oyéndola, había sacado un cuchillo y le había cortado la cabeza... ¿A dónde fue a parar la cabeza? Allá, en tierra de salvajes, un hombre atezado la tenía entre sus manos, besándola.

  —251→  

Despierta y levantada no sabía qué hacer ni qué pensar. Como viene una pesadilla, así vino Ido del Sagrario a punto de las nueve.

«Señorita...».

-¿Qué hay, D. José?

-Ayer, viendo que usted no se acordaba de mí, resolví presentarme al señor, el cual, en cuanto le dije que la conocía a usted, me puso muy buena cara. La letra le gustó mucho. Me mandó que volviera. Creo que tengo plaza.

También aquel simple la miraba de un modo particular. ¿Era sencillez o malicia, era bondad o traición lo que en aquellos ojos llorones lucía? Amparo deseaba que la tierra se tragara al tal D. José.

«¡Vaya una casa que va usted a tener, señorita! Cuando fui, el señor no estaba, y Felipe me enseñó todo. Es un palacio. Pero francamente, usted se lo merece... Allí estaban los carpinteros clavando cortinas bordadas. Luego trajeron unas sillas que parecen de oro puro...».

«D. José -dijo ella bajando con humildad los ojos ante las miradas de aquel infeliz, que a ella le parecían las de un juez inexorable. Si usted se porta bien, yo le protegeré».

Al pobre Ido se le llenaron los ojos de lágrimas.

«¡Oh! Señorita, ¿podremos esperar...? ¿Será usted tan buena que...? No me atrevía a importunarla; pero viendo que usted se interesa por   —252→   nosotros, ¿tendrá valor para decirle...? ¡Oh!, señorita. Nicanora plancha como pocas. Desea que usted le dé el planchado de su nueva casa».

-Veremos...

-Y el niño mayor... Usted le conoce, Jaimito, el mayorcito... Pues si usted quisiera tomarle de lacayín... Está que ni pintado para que le pongan su uniformito con muchos botones en la pechera y su gorra con galón.

-Veremos, veremos...

-No sé si sabrá usted que mi mujer es una de las mejores peinadoras que hay en Madrid. Dígalo la cabeza de la ministra de Fomento del bienio, y otras cabezas, señorita, otras muchas. Conocí a Nicanora en casa de Su Excelencia. Yo daba lección a los niños. Uno de ellos ha sido ya diputado. Pero esto no hace al caso... ¿Nos tendrá usted presente...? La niña mayor; Rosa, cose a maravilla...

-Bien; veremos, veremos... -repitió Amparo atosigada.

Porque se fuera pronto, no quiso destruir sus risueñas esperanzas de colocar a toda la familia.

En estas y otras cosas, que no merecen referirse, pasaron los pocos días que faltaban para concluir el año 67. No quiero hablar del nacimiento que Bringas les armó a los pequeños ni de la bulla que metía Alfonsito con el tambor que le regaló su tío. Hubo cena, que por la fuerza   —253→   rutinaria de la frase hemos de llamar opípara, y asistieron a ella Caballero y su novia. La boda se había fijado para fin de Febrero o principios de Marzo. En los preparativos y en otros sucesos se pasó casi todo Enero del 68. Los recién casados se irían de temporada a Burdeos.

Cuando Rosalía y Amparo estaban solas, aquella no perdonaba ocasión de hacer ver a la que fue su protegida las atenciones que merecía del generoso primo.

«Agustín me ha regalado este abanico -le dijo un día, mostrándole una de las mejores compras que hicieron-. Hija, todo no ha de ser para ti. Los pobres hemos de alcanzar alguna cosita. Y una de las dos manteletas parece que será también para mi humilde persona. Ayer dijo: 'puedes quedarte con ella si tanto te gusta', y yo le contesté: '¡Oh!, no, de ninguna manera'. Pero quizás la tome. ¿Pues qué, mi trabajo no vale nada?... ¡Todo el día en la calle, olvidando mis atenciones!... Cosas hay aquí, hija, que a ti te han de estar muy mal, porque no tienes aire; vamos, no te cae bien más que el vestidito de merino. ¡Lástima de dinerales que ha gastado Agustín, para que no los luzcas. Lo que es el vestido de faya azul marino, créelo, de buena gana me quedaría con él, aunque fuera dando a mi primo el dinero que le ha costado. Se lo he de proponer... A ti no te va bien ese color, ni sabes tú llevar esas cosas. Parecerá que te han   —254→   traído de un pueblo y te han puesto lo que no te corresponde. La costumbre, hija, la costumbre es el todo en cuestión de vestir. Ponle a una paleta una falda de raso, y no sabrá mover los pies dentro de ella... Luego que te cases, me has de cambiar este alfiler de brillantes por aquél que yo tengo con dos coralitos y ocho perlitas. Es de menos valor que el tuyo, pero a ti te irá mejor. Déjame a mí, que te arreglaré de modo que luzcas algo, y sacaré de tu sosería todo el partido que pueda».

Mostrábase la joven conforme con todo; pero en su interior hacía propósito de tener a raya, luego que se casase, los entrometimientos y las ínfulas despóticas de la Pipaón de la Barca. Había observado Amparo ciertas novedades en el carácter de Rosalía, y era que se le había desarrollado el gusto por las galas, y despuntaban en ella coqueterías y pruritos de embellecerse, que antes no tenía sino cuando se presentaba en público. Dentro de casa, no estaba ya nunca la vanidosa dama tan desgarbada ni con tanto desaliño vestida como antes. Ella misma se había hecho dos batas bastante bonitas; usaba casi siempre el corsé, y en todo se echaba de ver que no quería parecer desagradable. Pero la novia se guardaba bien de manifestar, ni aun en broma, sus observaciones, por el gran miedo que a su protectora tenía, miedo que aumentaba con las reticencias de la dama y aquel modo de   —255→   mirar, aquella expresión de cavilosa sospecha...

«Si Rosalía no sabe nada -pensaba Amparo-, desea saber, y acaricia las sospechas como se acaricia una esperanza. Tiene la ilusión de mi falta. Yo pido a Dios olvido, y ella pide descubrimiento...».

-¿Sabes tú dónde vive Doña Marcelina Polo? -preguntole un día bruscamente Rosalía-. Ha venido a verme varias veces, y tengo que pagarle la visita.

Amparo se turbó tanto que no supo dar las señas. Por disimular, nombró varias calles, diciendo al fin la verdadera. ¡Después le pesó tanto haberlo dicho! ¿Pero cómo mentir, si la de Bringas le introducía hasta el fondo del alma sus miradas, que, cual anzuelos, tenían gancho para sacar lo que encontraran?

«Estás tan nerviosa -le dijo en otra ocasión-, con la novelería de tu casamiento, que parece que te han aplicado la electricidad. A lo mejor se me figura que das un salto y que vas a volar. ¿Es que no te gusta mi primo? ¿Le encuentras viejo? Hija, de mal agradecidos está lleno el Infierno. De todos modos, no te cases a disgusto. Si prefieres un apreciable barbero de veinte años o un distinguido hortera, un oficial de obra prima o cosa así, habla con franqueza».

Amparo no podía contestar a estos disparates sino tornándolos a risa. ¡Y qué trabajo le costaba reír! Para variar la conversación hablaba   —256→   del próximo baile de Palacio, y en tal tema la descendiente de los Pipaones se explayaba a su antojo. El arreglo de su vestido, cuya falda procedía de las inagotables mercedes de la Reina, le ocupaba todo su tiempo disponible. En adornarlo trabajaban las dos con flores, encajes y cintas que pertenecían a lo que se había comprado para los regalos de la novia. Pensaba ponerse Rosalía en la noche del baile el gran aderezo de casa de Samper que Agustín había adquirido para su futura, y decía a este propósito:

«Supongo que darás tu permiso para que se luzca alguna vez el pobre aderezo».

En tan solemne función llevaría D. Francisco su encomienda de Carlos III, cuyas insignias le había regalado Agustín. El gabán nuevo lo estrenaría también la misma noche, pues aunque esta prenda no se había de lucir en el baile, convenía exhibirla en la escalera y vestíbulo, donde había mucha luz. ¡Y qué apuros los del económico Thiers para atender al gabán, a las botas de charol, a las dos batas que Rosalía se había hecho, a la cena de Navidad, al calzado de los niños, que ya daba lástima verlo, y a otras menudencias! ¡Gracias que hubo doble paga en Diciembre, es decir, propina oficial; que si no...! Así y todo, expuesto anduvo el tesoro Bringuístico a caer en el horroroso abismo de la insolvencia. Para evitarlo, D. Francisco.   —257→   había empezado por suprimir el café, y concluyó por prescindir del vino en las comidas. ¡Y qué chascos se llevan las personas serviciales! Esperaba mi D. Francisco que la marquesa de Tellería, a quien hizo el favor de componerla una arqueta antigua, dejándosela como nueva, le enviara un buen regalo por Navidad. Tanta era su confianza, que cada vez que sonaba la campanilla en aquellos días, decía: «ya está ahí», saliendo con una peseta en la mano para darla al criado portador del regalo. Pero la marquesa no se cuidaba de semejante cosa. «Trabaje usted, trabaje usted para los poderosos...» decía Thiers ajustándose las gafas sobre la nariz romana.

Quiso mostrar su casa Caballero, ya casi completamente arreglada, a sus primos y a la novia, y una tarde fueron todos allá. Esto debió de ser hacia los últimos días de Enero. La de García Grande uniose a la partida, anhelosa de dar su dictamen sobre las maravillas de aquella encantadora vivienda. Por el camino, Bringas dijo a su mujer: «Parece que la dota en cincuenta mil duros». Oído lo cual, puso Rosalía tan mala cara como si fuera ella quien había de dar el dinero.

«Te he dicho -contestó desabridamente a su esposo-, que a nosotros nos deben tener sin cuidado los disparates que haga ese pobre hombre. Nos lavamos las manos».

  —258→  

Amparo y Doña Cándida iban delante, a bastante distancia, y no podían oír.

Lleno de orgullo, enseñaba Caballero su casa, en la cual había reunido comodidades hasta entonces poco usadas en Madrid. Doña Cándida, como persona inteligente, era la que llevaba la voz en los elogios. Rosalía, abatida y triste, sentía con toda su alma que la urbanidad le impidiese poner faltas. ¡Vaya, que estaba todo bien recargadito! La novia paseaba por las primorosas estancias, dudando un poco de la realidad de lo que veía, y teniéndolo a veces por creación de su cerebro calenturiento. Porque pensar que todo aquello iba a ser suyo dentro de pocos días y que ella gobernaría tan hermoso imperio, más era para enloquecerla que para alegrarla. Le entró como un mareo de ver tanta cosa buena y apropiada a su objeto, y pensó cuán grandes son las necesidades humanas y qué esfuerzos ha hecho la industria para responder a ellas. Consideró que las invenciones del hombre, produciendo objetos de varia y útil aplicación, crean y aumentan las necesidades, entreteniendo la vida y haciéndola más placentera. El gozo que sentía al mirar tanta riqueza, casi en su mano, al verse envidiada y enaltecida, y sobre todo al considerarse tan tiernamente amada por el señor y dueño de todo, le ponía en el pecho opresión vivísima, que no se hubiera calmado sino llorando un poco.

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Vieron la alcoba nupcial, el tocador, que según opinión de Doña Cándida, era un museíto muy mono; se recrearon en el gabinete color de rosa, que parecía todo él una gran flor muy abierta; vieron el comedor con sillas y aparadores de nogal imitando las artes antiguas; admiraron las vitrinas en cuyo seno oscuro lucían con suaves cambiantes la plata y el metal Christofle. Pero lo que más entretuvo a las señoras fue la cocina, un grandísimo armatoste de hierro, de pura industria inglesa, con diversas chapas, puertas y compartimientos. Era una máquina portentosa. «No le faltan más que las ruedas para parecer una locomotora», -decía el entendido Bringas abriendo una y otra puerta para ver por dentro aquel prodigio.

Entonces hizo la de García Grande una crítica agudísima del sistema antiguo de nuestras cocinas de carbón vegetal, y habló de los pucheritos agrupados como si se estuvieran diciendo un secreto, del cacillo, de los asados en cazuela, de las hornillas y otras cosas. Rosalía defendió, no sólo con elocuencia sino con enfado, el primitivo sistema; mas Doña Cándida se echó a reír a carcajadas, comparando las cocinas indígenas con las trébedes y la sartén que usan los pastores para freír unas migas. Pasaron luego al cuarto del baño, otra maravilla de la casa, con su hermosa pila de mármol y su aparato de ducha circular y de regadera. Rosalía   —260→   dio un chillido sólo de pensar que debajo de aquel rayo se ponía una persona sin ropa, y que al instante salía el agua. Cuando Caballero dio a la llave y corrieron con ímpetu los menudos hilos de agua, todas las mujeres, incluso Doña Cándida, y también Bringas, gritaron en coro.

«Quita, quita -dijo Rosalía-, esto da horror».

-Es una cosa atroz, una cosa atroz -afirmó repetidas veces la de García Grande.

En el salón también había mucho que aplaudir. No se oían más que las expresiones: «bonito, precioso, artístico». Amparo, más que cuadros, bronces y muebles, admiraba la grave figura de su futuro marido, en cuyo rostro daba de lleno la luz que él mismo sostenía para alumbrar los objetos. En su barba negra brillaban las manchas canosas como hilada plata, y su tez amarillenta, bañada en viva luz, tomaba un caliente tono de terracotta, comparable a cosas indias, egipcias o aztecas. No sabía ella completar la comparación; pero sí que resultaba característico. Bien mirado, era Agustín un hombre guapo, con su mirar noble y leal, y aquella expresión tan suya, como de persona que está disimulando un dolor. Amparo no se hartaba de mirarlo, considerándole como el más cabal, el más simpático y el más perfecto de los hombres en todos sentidos. De buena gana se le hubiera colgado al cuello, expresando con una flexión muy apretada de sus brazos la admiración, el   —261→   cariño y la gratitud que hacia él sentía, pero esto era imposible aún, y se contentaba con añadir al coro general de alabanzas las frías palabras: «¡qué bonito!, ¡qué buen gusto!, ¡qué bien escogido todo!».

Aquello terminó al fin, y se retiraron las visitas. Rosalía se quejaba de dolor de cabeza y de quebranto de huesos. Temía que le entrase erisipela. Amparo, al marcharse a su casa, acompañada por Caballero hasta la puerta de la calle, estaba como embriagada. La visita a su futura vivienda había tenido la virtud de despejarle el cerebro, ahuyentando sus dudas y temores. Asombrábase de ser tan feliz y se recreaba en aquel olvido de sus penas que le había caído sobre el corazón gota a gota como un bálsamo celestial. Pero este descanso era sólo burla horrorosa de su destino que le preparaba un rudo golpe. Doña Nicanora le entregó una carta que había traído el cartero del Interior.