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ArribaAbajo- XXVIII -12

¡Otra carta! Amparo creyó que se caía de lo alto de una gran torre, al ver la aborrecida letra del sobre. Mirando y remirando su nombre, dudaba del testimonio de sus ojos. Padecía su espíritu tan raros trastornos que fácil era sospechar que le daban pesadillas despierta. ¿Leería la carta? Sí, sí, porque bien podía anunciar algo   —262→   feliz como el definitivo alejamiento del enemigo; y si traía malas nuevas... ¡también, también leerla para evitar el peligro y parar los golpes! La carta era breve:

«¡Ah!, pícara Tormento, ¿con que te casas?... Mi hermana me lo escribió al Castañar. Enterarme, perder todo lo que había ganado en salud y en juicio fue una misma cosa. Si te digo que el cielo se me cayó encima te digo poco. Todo lo olvidé, y sin encomendarme a Dios ni al diablo, me vine a Madrid, donde estoy dispuesto a hacer todas las barbaridades posibles...».

No pudo acabar de leer y cayó en un largo paroxismo de ira y de terror, del cual hubo de salir sin más idea que la del suicidio. «Me mataré -pensó-, y así concluirá este suplicio». Haciendo luego esfuerzos por encender en su pecho la esperanza, como cuando se quiere hacer revivir un moribundo fuego y se soplan las ascuas para levantar llama, empezó a discurrir argumentos favorables y a quitar al hecho toda la importancia que podía. «Quién sabe -dijo-; por buenas quizás consiga que me deje en paz». Con la idea de que su enemigo iría a verla a su casa cayó otra vez en la desesperación. ¡Qué horrible trance!... Él entrando por la puerta y ella arrojándose por la ventana... Se mudaría, se esconderla en el último rincón de Madrid... ¡Qué simpleza! Si él no la encontraba allí; si D. José Ido no le daba razón de su paradero, la buscaría   —263→   en casa de Bringas... Pensar que le veía entrar en la casa de la Costanilla de los Ángeles era mil veces peor que pensar en el Infierno con todos sus horrores... ¿Qué haría entonces? Pues muy sencillo: salirle al encuentro, ir en busca de él, decidida a vencer o morir. O conseguía que la dejase libre o se quitaba la vida. Esta resolución, valerosamente tomada, la sosegó un tanto, aunque la idea de ir a la antipática vivienda de la calle de la Fe le repugnaba como el recuerdo de haber bebido una pócima muy amarga. Pero ¿qué remedio...? Iría, sí, daría aquel paso peligroso, el último paso para salvarse o morir. El corazón le dijo: «Tú misma, con maña y arte, puedes hacerle comprender su estúpida terquedad y apartarle del camino de las barbaridades. Tú, si no te aturdes, vencerás al monstruo, porque eres el único ser que en la tierra tiene poder para ello. Mas es necesario que estudies tu papel; es indispensable que midas bien tus fuerzas y sepas utilizarlas en el momento propicio. Esa fiera, que nadie puede encadenar, sucumbirá bajo tu hábil mano, la atarás con una hebra de seda y la rendirás hasta el punto de que se someta en todo y por todo a tu voluntad». Aunque el corazón le dijera estas cosas consoladoras, todavía dudaba ella si salir o no al encuentro de la bestia. Miraba al retrato de su padre, cuyos ojos parecían decirle: «Tonta, si desde que entraste te estoy aconsejando que   —264→   vayas, y no quieres comprenderlo...». Las caras de todos los estudiantes de Farmacia retratados en el cuadro grande le decían lo mismo.

Otras soluciones se le ocurrieron: dar parte a la justicia, huir de Madrid, contar todo a Caballero... ¡Oh, si ella tuviera pecho para esto último...! Lo demás era patraña. Sobre todas las soluciones descollaba la de matarse: esta si que era buena; pero antes de acometerla ¿no era conveniente tratar de amansar al dragón y alcanzar de él, con buenas palabras y algo de astucia, que se fuera a otras tierras y la dejara tranquila?

Decidido esto, quedaba la cuestión de oportunidad. ¿Iría aquella misma noche o al día siguiente que era domingo? Prevaleció lo segundo, y se dio a pensar la mentira con que disculparía su ausencia de la casa de Bringas. No podía hablar de enfermedad, porque entonces Caballero vendría a verla. Ocurriole decir que su hermana había desaparecido... y ¿cómo dejar de averiguar su paradero? Lo primero era verdad, lo segundo mentira. Por mucho que durase su visita, estaría de vuelta por la tarde, pues tenía que vestirse para ir al teatro. Caballero había quedado en venir a buscarla a las ocho.

Por fin llegó aquella mañana tan temible, y se puso en marcha después de almorzar, vestida a lo pobre decente, con velo y guantes. No quería aparentar riqueza ni tampoco abandono.   —265→   Para ir pronto y evitar ser vista, tomó un coche. Por el camino estudiaba su difícil papel y las súplicas y razones con que se proponía domar al indomable y convencerle del gravísimo daño que la causaba. La base de su argumentación era: «O esto concluye para siempre, o me mato esta noche misma... lo he jurado... es hecho... paz o muerte».

Llegó. ¡Quién le había de decir que vería otra vez la horrible alambrera y el patio surcado de arroyos verdes y rojos!... Cuando subía la escalera, dos mujeres bajaban diciendo: «No sale de la noche. Se muere sin remedio...». ¿De quién hablaban? ¿Sería él quien agonizaba? Hay muertes que parecen resurrecciones por la esperanza que entrañan en su fúnebre horror... La puerta estaba abierta. Entró Amparo paso a paso, temiendo encontrar caras extrañas, y llegó hasta la sala aquella, antes atestada de muebles y ahora casi vacía... A primera vista se echaba de ver que por allí habían pasado los prenderos.

Dio la joven algunos pasos dentro de la sala y se detuvo esperando que saliese alguien. Sentía movimiento y voces en lo interior de la casa. De repente apareció él. Estaba tan trasformado que casi no se le conocía al primer golpe de vista, pues se había dejado la barba, que era espesa, fuerte y rizada, y la vida del campo había sido eficaz y rápido agente de salud en aquella ruda naturaleza. El semblante rebosaba vigor, y sus   —266→   miradas tenían todo el brillo de los mejores tiempos. Vestía chaquetón de paño pardo y llevaba en la cabeza gorra de piel. Ambas prendas le caían tan bien, que casi le hermoseaban. Más bien que un hombre disfrazado, era un hombre que había soltado el disfraz, apareciendo en su propio y adecuado aspecto. Al ver a Amparito se alegró mucho; pero algo ocurría sin duda que le estorbaba expresar su contento.

«¿Ya estás aquí? -le dijo en voz baja-. Te esperaba... Contento me tienes... La culpa es tuya. Hablaremos ahora y me explicarás tú... ¿Qué?, ¿te asombras de mi figura? Tengo la facha de bárbaro más atroz que has visto en tu vida. ¿Me tienes miedo?».

-Miedo precisamente no... pero...

-Si estás temblando... Sosiégate; no me como la gente... Siéntate y aguárdame.

Salió de prisa y volvió a entrar al poco rato para revolver en uno de los cajones de la cómoda. Tres o cuatro veces le vio Amparo entrar y salir llevando o trayendo alguna cosa, y no acertaba a explicarse el motivo de estos viajes.

«Dispénsame -dijo en una de aquellas apariciones, sacando una sábana y rasgándola en tiras-. Al venir aquí me he encontrado a la pobre Celedonia tan perdida de su reuma, que me parece que se nos va...».

Oyéronse entonces claramente quejidos humanos, que anunciaban dolores muy vivos.

  —267→  

«¡Pobre mujer! -dijo Polo-. No he querido mandarla al hospital. ¿Quién ha de cuidar de ella si yo no la cuido?».

En el rato que estuvo sola, Amparo creyó prudente cerrar la puerta de la casa, pues con ella abierta, considerábase vendida en aquella mansión de tristeza, miedo y dolor.

«Aquí estoy otra vez -dijo el tal, reapareciendo en la sala con un puñado de algodón en rama que dejó sobre la cómoda-. No se puede mover. He tenido que darle una vuelta en la cama. Yo le doy las medicinas... Se resiste a tomar cosa alguna, como yo no se la dé. También le pongo las vendas en las rodillas y unturas y cataplasmas... Anoche no he pegado los ojos. Ni un momento dejó de gritar y llamarme. Dos días hace que llegué, y aquí me tienes sin un momento de descanso. Pero estoy fuerte, muy fuerte... Verás...».

Para demostrar su fuerza, cogió a Amparo por la cintura, antes que ella pudiera evitarlo, y la levantó como una pluma.

«¡Ay!» -gritó ella al verse más cerca del techo que del suelo.

El atleta, con airoso movimiento de sus fortísimos brazos, la sentó sobre su hombro derecho y dio algunos pasos por la habitación con tan preciosa carga.

«No chilles, no hagas ahora la melindrosa, pues no es la primera vez...».

  —268→  

«¡Que me caigo!...».

-Tonta, caer no... -dijo el bruto depositándola con cuidado sobre el sofá. Ahora vengan las explicaciones. Estoy enojado, furioso. Cuando lo supe me entraron ganas de venir a... no lo sé explicar, de venir a comerte. Después me he serenado un poco, y el amigo Nones me espetó anoche un sermón tan por lo hondo y me dijo tales razones, que casi casi estoy inclinado a conformarme con esta horrible lección que recibo de la divina Providencia.

Amparo al oír esto, sintió en su alma grandísimo consuelo. La cosa iba por buen camino,

«Debo confesar -añadió el bárbaro sentándose junto a ella-, aunque el alma se me despedace al decirlo, que el partido que se te presenta, es tal, que despreciarlo... vamos, no lo digo».

¡Y ella tan azorada! Creía que todo lo que hablara había de resultar inconveniente. No tenía diplomacia; no era bastante maestra en la conversación para saber decir lo ventajoso y callar lo que le perjudicara. Polo siguió así:

«Cuando me pasó aquel primer arrebato de ira, tuve un pensamiento acerca de ti y de tu boda, el cual pensamiento me sirve para consolarme a mí y al mismo tiempo para disculparte. Te lo explicaré. De tal modo me identifico contigo, que he pensado lo mismo que has pensado tú al aceptar ese buen partido. Verás si acierto. Se te presenta un hombre honrado y riquísimo   —269→   , y tú, apreciando la cuestión con el criterio corriente y vulgar, has dicho: '¿Yo qué puedo esperar del mundo? Miseria y esclavitud. Pues me caso y tendrá bienestar y libertad'. Caballero, por lo que tiene y lo que no tiene, por su riqueza y su hombría de bien, por su bondad y su candidez, es todo lo que podías desear. Te casas con él sin quererle».

Tormento tuvo ya las palabras en la boca para protestar con toda su alma; pero el miedo la hizo enmudecer y se tragó la protesta.

«Esta es mi idea -prosiguió él-, idea que me consuela y que te disculpa a mis ojos. Háblame con franqueza. ¿No es verdad que no le quieres ni pizca?».

Indignada, habría respondido ella con vehemencia lo que su corazón le dictaba; pero su pánico aumentó en un grado tal, que la cohibía y aplastaba, cual si se transfiriera al orden material por enorme carga de hierro puesta sobre su cuerpo. Al propio tiempo hizo este raciocinio: «Si digo la verdad, si digo que quiero mucho al que va a ser mi marido, este bárbaro se pondrá furioso. Conozco su mal temple y el peligro de irritar su amor propio. Lo más prudente será echarle una mentira muy gorda, muy gorda, una mentira que me desgarra las entrañas, pero que podrá salvarme».

«Le quieres ¿sí o no?» -preguntó la fiera impaciente y con brutal curiosidad.

  —270→  

Tormento dijo: No. Y lo dijo con la boca y con la cabeza, enérgicamente, como los niños que hacen sus primeros ensayos en la humana farsa, Al decirlo, todo su ser se rebelaba contra tan atroz falsedad, y los labios que tal pronunciaron habían quedado sensiblemente amargos. Acercó más el bruto su silla. Ella no podía retirarse, porque estaba en el sofá, sentada de espaldas a la ventana. De buena gana se habría incrustado en la pared o tabique para huir de la amenaza cariñosa de aquella rural figura, que le era ya tan repulsiva. Ver acercarse el paño pardo, la barba bronca y la gorra de piel de conejo, era como ver al demonio que se le iba encima.

«Ya me lo figuraba yo -indicó Polo tomándole una mano, que ella quiso y no pudo retirar-. Conozco al consabido; le he visto una vez. Es un pobre hombre, de buen natural, pero de cortos alcances. Le manejarás como quieras, si eres lista, le gobernarás como se gobierna a un niño y harás en todo tu santísima voluntad».

La intención que estas palabras revelaban, no se ocultó a la infeliz joven, que tuvo más miedo. Pero en las naturalezas sometidas a rudísimas pruebas acontece que el peligro sugiere el recurso de la salvación, y que del exceso de pavura surge el rapto de valor, por la ley de las reacciones. Comprendiendo, pues, Tormento, por aquel indicio de las ideas y palabras de su   —271→   enemigo que este quería conducirla a una solución criminal y repugnante, sintió estremecimientos de su dignidad y protestas de la innata honradez de su alma. Miró al bruto, y tan odioso le parecía, que entre morir luchando y el suplicio de verle y tratarle prefirió lo primero. Herida de su propio instinto como de un látigo, se levantó bruscamente, y sin disimular su ira habló así:

«En fin... ¿esto se acaba o no? He venido para saber si me dejas tranquila o quieres concluir conmigo».

-Calma, calma, niña -murmuró Polo palideciendo-. Ya sabes que de mí no consigues nada por malas. Por buenas, todo lo que quieras...

Tormento hizo un esfuerzo para tener prudencia, tacto, habilidad. Enjugándose las lágrimas que acudieron a sus ojos, dijo:

«Tú no puedes querer que yo sea una desgraciada; debes desear que yo sea una mujer buena, digna, honrada. Has hecho cosas malas; pero no tienes mal corazón; debes dejarme en paz, no perseguirme más, marcharte a Filipinas como pensabas y no acordarte nunca del santo de mi nombre».

-¡Oh!, pobre Tormento -exclamó él con honda amargura-. Si eso pudiera ser tan fácilmente como lo dices... Has dicho que no soy un perverso. ¡Qué equivocada estás! Allá en aquellas soledades, varias veces estuve tentado de   —272→   ahorcarme de un árbol, como Judas, porque yo también he vendido a Cristo. A veces me desprecio tanto que digo: «¿no habrá un cualquiera, un desconocido, un transeúnte que, al pasar junto a mí, me abofetee?». Y te hablaré con franqueza. Mientras fui hipócrita y religioso histrión y no tuve ni pizca de fe. Después que arrojé la careta, creo más en Dios, porque mi conciencia alborotada me lo revela más que mi conciencia pacífica. Antes predicaba sobre el Infierno sin creer en él; ahora que no lo nombro, me parece que si no existe, Dios tiene que hacerlo expresamente para mí. No, no, yo no soy bueno. Tú no me conoces bien. ¿Y qué me pides ahora? Que te deje en paz... ¿Para qué me mirabas cuando me mirabas?

Ante esta pregunta, el espanto de la medrosa subió un punto más. Las cosas que por su mente pasaron habríanle producido una muerte fulminante si el cerebro humano no estuviera construido a prueba de explosiones, como el corazón a prueba de remordimientos.

«¿Para qué me miraste? -repitió el bruto con la energía de la pasión, sostenida por la lógica-. Tu boca preciosa ¿qué me dijo? ¿No lo recuerdas? Yo sí. ¿Para qué lo dijiste?».

Ante esta lógica de hachazo, la mujer sin arranque sucumbía.

«Las cosas que yo oí no se oyen sin desquiciamiento del alma. Y ahora, ¿lo que tú desquiciaste   —273→   quieres que yo lo vuelva a poner como estaba?...».

Ella se echó a llorar como un niño cuando le pegan. Durante un rato no se oyeron más que sus sollozos y los lejanos ayes de Celedonia. Polo corrió al lado de la enferma.

«Pero yo -dijo volviendo poco después, apresurado-, recojo para mí toda la culpa. Tengo sin duda la peor parte; pero me la tomo toda. Yo falté más que tú, porque engañé a los hombres y a Dios».

Tormento le miró más suplicante que airada; le miró como el cordero al carnicero armado de cuchillo, y con lenguaje mudo, con los ojos nada más, le dijo: «Suéltame, verdugo».

Y él, interpretando este lenguaje rápida y exactamente, respondió, no con miradas sólo, sino con palabras enérgicas: «No, no te suelto».

Poseída ya de un vértigo, la infeliz se lanzó al pasillo para buscar la puerta y huir. ¡Horrible pánico el suyo! Pero si corrió como una saeta, más corrió Polo, y antes que ella pudiera evadirse, cerró la puerta con llave y guardó esta.

Amparo dio un chillido.

«Suéltame, suéltame» -gritó oprimiéndose contra la pared, cual si quisiera abrir un hueco con la presión de su cuerpo, y escapar por él.

Polo la tomó por un brazo para llevarla otra vez adentro. Desasiéndose, corrió ella hacia la   —274→   sala. Ciega y desesperada, iba derecha hacia la entreabierta ventana para arrojarse al patio. El cerró la ventana.

«Aquí... ¡prisionera!» -murmuró con rugido.

Dejose caer Amparito en el sofá, y hundiendo la cara en un cojincillo que en él había, se clavó los dedos de ambas manos en la cabeza.




ArribaAbajo- XXIX -13

Largo rato trascurrió sin que se moviera. De pronto oyó estas palabras, pronunciadas muy cerca de su oído:

«Ya sabes que por malas nada, por buenas todo. Quieres tratarme como a perro forastero y eso no es justo... Aunque procure contenerme, no podré evitar un arrebato, y haré cualquier barbaridad».

La situación deplorable en que la joven se hallaba y el temor a la catástrofe trabajaron en su espíritu, infundiéndole algo de lo que no tenía, a saber: travesura, tacto. La vida hace los caracteres con su acción laboriosa, y también los modifica temporalmente o los desfigura con la acción explosiva de un caso terrible y anormal. Un cobarde puede llegar hasta el heroísmo en momentos dados, y un avaro a la generosidad. Del mismo modo aquella medrosa, aguijada por el compromiso en que estaba, adquirió por breve tiempo cierta flexibilidad de ideas y algunas   —275→   astucias que antes no existían en su carácter franco y verdadero. «Por este camino -pensó- no conseguiré nada... Si yo supiera lo que otras mujeres saben, si yo acertara a engañarle, prometiendo sin dar y embaucándole hasta rendirle... Haremos un ensayo».

«¡Qué manera más extraña de querer! -dijo incorporándose-. Parece natural que a los que queremos, deseemos verles felices... digo, tranquilos. No comprendo que se me quiera así, haciéndome desgraciada, indigna, miserable, para que me desprecie todo el mundo. ¡Pobre de mí! No puedo alzar mis ojos delante de gente, porque me parece que todos me van a decir: 'te conozco, sé lo que has hecho'. Quiero salir de tal situación, y este egoísta no me deja».

D. Pedro dio un gran suspiro.

«¿Egoísta yo? ¿Y lo que tú haces es abnegación? Yo soy pobre, él es rico. ¿No es eso lo mismo que decir: 'yo, yo y siempre yo'? Bueno es que nos sacrifiquemos los dos, pero ¡que me sacrifique yo solo y tú triunfes...! Bien veo lo que tú quieres: casarte y ser poderosa, y que el mismo día de la boda, yo me pegue un tiro para que todo quede en secreto».

-No, no quiero eso.

Amparo sintió que se afinaban más sus agudezas y aquel saber de comedianta que le había entrado. Comprendió que un lenguaje ligeramente cariñoso sería muy propio del caso.

  —276→  

«No, no quiero que te mates. Eso me daría mucha pena... Pero sí quiero que te vayas lejos, como pensabas y te aconsejó el padre Nones. No puede haber nada entre nosotros, ni siquiera amistad. Alejándote, el tiempo te irá curando poco a poco, sentirás arrepentimiento sincero, y Dios te perdonará, nos perdonará a los dos».

Profundamente conmovido, el bárbaro miraba al suelo. Creyendo en probabilidades de triunfo, la cuitada reforzó su argumento... llegó hasta ponerle la mano en el hombro, cosa que no hubiera hecho poco antes».

«Hazlo por mí, por Dios, por tu alma» -le dijo con dulce acento.

-Eso, eso -murmuró Polo lúgubremente sin mirarla-. Yo todos los sacrificios, tú todos los triunfos... ¿Sabes lo que te digo? Que ese hombre me envenena la sangre... le tengo atragantado. Se me figura que le vas a querer mucho en cuanto vivas con él; y esto me subleva, me quita el valor de marcharme; esto me pone furioso y me incita a ser más malo todavía.

Levantose, y dando paseos de un ángulo a otro de la sala, exclamó con angustiada voz:

«Dios, Dios, ¿por qué me diste las fuerzas de un gigante y me negaste la fortaleza de un hombre? Soy un muñeco indigno forrado en la musculatura de un Hércules».

Y parándose ante ella le dijo en tono más familiar:

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«Te juro, Tormentito, que si me marcho, como deseas, a Filipinas, y me voy sin retorcerle el pescuezo a ese tu marido, debes tenerme por santo, pues victoria mayor sobre sí mismo no la ha alcanzado jamás ningún hombre. Y yo quisiera hacerte el gusto en esto, quisiera dejarte a tus anchas; pero ni tú con tus ruegos, ni Nones con sus consejos lo conseguirán de mí. De bárbaro a santo hay mucho camino que andar, y yo... empiezo bien, pero a la mitad me faltan fuerzas, y... ¡atrás bárbaro, atrás!».

Amparo sintió frío sudor en su rostro. No había remedio para ella, y la solución negativa y terminante se apoderó de su mente.

«Estoy decidida, decidida... Ya sé lo que tengo que hacer».

-¿Qué?

-No me puedo casar... ¡Imposible, imposible!... ¿Pues qué?, ¿así se pasa por encima de una falta tan grave? Mi conciencia no me permite engañar a ese hombre de bien... Ya sé lo que tengo que hacer. Ahora mismo voy a mi casa; le escribo una carta, una carta muy meditada, diciéndole: «no me puedo casar con usted por esto, por esto y por esto».

-Siempre se te ocurre lo peor -indicó Polo con aparente tranquilidad-. Me parece tu plan muy absurdo... No, ya no tienes más remedio que apechugar con él. Negarte ahora, después de haber consentido y de haber callado por tanto   —278→   tiempo tus escrúpulos, sería una deshonra. No, no cásate... No demos ahora un escándalo.

La relajación que se desprendía de este plural no demos hirió tanto a la joven, que desconcertada y transida de horror, no supo qué decir. Él no le dio tiempo a reflexionar sobre aquel mal cubierto propósito, siguiendo así:

«Comprendo que esto debe concluir; comprendo que yo debo sacrificarme... porque soy el más criminal. ¿Pero tú no te sacrificarás también un poquito?».

-¿Yo, cómo? -preguntó ella sin comprender.

-No despidiéndome como se despide a un perro. Hace poco dijiste que no quieres a tu novio. Si deseas que yo te obedezca en esto de quitarme de en medio, no me hagas creer que tampoco me quieres a mí, porque entonces lo echaré todo a rodar. Si te conviene que yo tenga fuerzas para ese acto heroico que me exiges, dámelas tú.

-¿Yo?, ¿cómo?

Amparo le habría dado un bofetón de muy buena gana.

«¡Así!... -gritó el bruto con salvaje ímpetu de amor, estrechándola en sus brazos-. Si me dices que quieres a ese pelele más que a mí... ahora mismo, ahora mismo, ¿ves?, te voy apretando, apretando hasta ahogarte. Te arranco el último suspiro y me lo bebo».

Y conforme lo decía lo iba haciendo, iba   —279→   oprimiendo más y más, hasta que Tormento, sofocada y sin respiración, dio un grito: «¡ay... que me ahogas!...».

«Concédeme un día, un día nada más. Yo te doy una vida entera de tranquilidad y no te pido más que un día».

Pero ella, sofocadísima, sacaba los últimos restos de su aliento para decir: «no».

«¡Sí!» -gritaba él con brutal anhelo.

-Que no.

-¡Un día!

-Ni un minuto.

-¡Ah... perra!

Frenético aflojó los brazos... Era aquello un ataque de insano furor espasmódico... Amparo saltó despavorida, buscando la salida otra vez. No hallándola y recorriendo toda la casa, fue a dar al cuarto donde estaba la enferma. Aquel sitio la pareció lugar sagrado, donde podía disfrutar el derecho de asilo. Arrimose al único rincón libre que en la habitación había, y esperó. Los labios de la enferma balbucieron algo, entre queja y curiosidad. Pero Tormento nada decía, se había quedado sin palabra. Poco después entró él.

«¿Qué tal, Celedonia?».

-Ahora dormía un poquito; pero me han despertado con el ruido... ¡Qué cosas!... ¡retozando aquí!... -tartamudeó la enferma, despabilándose y mirando a las dos personas que en su presencia   —280→   estaban-. ¡Retozando aquí!... ¡Dónde y cuándo se les ocurre pecar!... ¡a la vera de una moribunda...!

-Si no pecamos, tonta, viejecilla -dijo Polo con cariño-. ¿Quieres tomar algo?

-Quiero pensar en mi salvación... Condénense ustedes si gustan; pero yo me he de salvar... Me muero, me muero... Mande recado al padre Nones y déjese de retozos.

-Ya vendrá Nones, ya vendrá. Pero no estás tan mal. El médico dijo esta tarde que eso se te pasará.

-Tan lila es el médico como usted... Perdido, sin vergüenza... quite allá; no me toque... Me parece ver al Demonio que me quiere llevar...

-¿Bromitas tenemos? -dijo Polo, arropándola-. Pues mira, te voy a poner otra vez las bayetas calientes. ¿Tienes dolores?

-Horr...rrorosos...

-Tormentito, vas a ir a la cocina a calentar las bayetas. Debe de haber lumbre. Viejecilla, no seas mal agradecida, ya ves que esta pobre viene a cuidarte. ¿No ves que es un ángel?

-¿Ángel? -murmuró la anciana, mirando a ambos con extraviados ojos-. De las tinieblas, sí. Buenos están los dos. Pero no me llevarán, no me llevarán... Que venga el padre Nones, que venga pronto.

Amparo fue a la cocina. No podía negarse a prestar un servicio tan fácil y tan cristiano al   —281→   mismo tiempo. Entre tanto, el bruto atendía a remover el dolorido cuerpo de la enferma, a mudarle los trapos y vendas que envolvían sus hinchadas piernas. Mostraba en ello una delicadeza y una habilidad como sólo las tienen las madres y los enfermeros que se habitúan a tan meritorio oficio.

«Ahora te voy a dar una taza de caldo» -le dijo; y corriendo a la cocina, mandó a Tormento que lo calentase.

Aplicadas sobre aquel pobre cuerpo las bayetas, amén de unturas varias y algodones, el bárbaro le dio el caldo acompañando su acción de palabras muy tiernas: «Vamos, poco mal y bien quejado. Ahora te vas a dormir tan ricamente. ¿No tienes ganas? Haz un esfuerzo; estás muy débil. Este caldo te lo vas a tomar a nuestra salud, a la salud mía y de la señorita Amparo, que ha venido a cuidarte. Con que... ¡a pecho!... Bien, bien. Descansa ahora; no te doy más cloral esta noche, porque te puede hacer daño».

La vieja, delirando, mezclaba las risas con los lamentos, y acariciaba con sus torpes manos una cruz pendiente de su cuello. «¡Ay... ay!... ¿Quieren llevarme?... Sí, para ustedes estaba. Este, este que está en la cruz me defenderá».

Cuando la enferma se aletargó, Polo dijo por señas a Amparo que saliera. Ambos volvieron a la sala. Durante aquel triste paréntesis, que de un modo tan extraño interrumpiera su angustiosa   —282→   lucha con el monstruo, la medrosa había pensado que no debía esperar nada de él por medio de conferencias y explicaciones. Grandísima simpleza había sido visitarle. No tenía ella diplomacia, ni sabía sortear las dificultades por medio de palabras mañosas. No le quedaba ya más recurso que escapar de la casa como pudiera y entregarse a su mísero destino. Ya conceptuaba imposible la boda; ya no podía dudar que aquel caribe daría un escándalo... La deshonra era inevitable. Tendría que escoger entre darse la muerte o soportar la ignominia que iba a cubrirla como una lepra moral, incurable y asquerosa. Todo era preferible a tratar con semejante fiera y a sufrir sus bárbaros golpes o sus repugnantes caricias. Desesperada, luego que estuvieron en la sala, le dijo con serenidad:

«Nada más tenemos que hablar. ¿Me dejas salir?».

-Antes encenderemos una luz. Casi es de noche. Hazme el favor...

Le señaló la bujía que sobre la cómoda estaba, juntamente con la caja de cerillas.

«La14 llave de la puerta, la llave -gritó Tormento luego que encendió la luz-. Quiero salir, me estoy ahogando».

-Calma, calma. Hazme el favor de cerrar las maderas de la ventana... Y no me vendría mal que cogieras ahora una agujita y me cosieras este chaleco... ¡Holgazana! Quiero hacerme por   —283→   un momento la ilusión de que eres el ama de la casa. Debieras prepararme la cena y cenar conmigo.

-No estoy para bromas... ¡La llave!

Su respuesta fue un abrazo, apretando, apretando...

«Dime que me quieres como antes y te dejo salir, -declaró en aquel infernal nudo-. Si no, te ahogo...».

-Mejor... prefiero que me mates -murmuró la infeliz, llegando a tener idea de las horribles contracciones del boa constrictor.

-¿Bromitas tenemos?... ¿Con que matarte, reina y emperatriz del mundo?... Vaya, di que me quieres...

-Bueno, pues sí -replicó la medrosa, sintiendo otra vez la necesidad de ser diplomática.

-Dilo más claro.

-Te... quiero -declaró cerrando los ojos.

-No, lo has dicho de mala gana. Pronúncialo con calor y mirándome.

Ya Tormento no tenía paciencia para más. Iba a gritar con brío: «Te aborrezco, bestia feroz»; pero aún supo contenerse, midiendo las consecuencias de una frase tan terminante. Hizo un desmedido esfuerzo y pudo expresar esto:

«¿Cómo quieres que... te quiera con estas brutalidades?... Para quererte sería preciso... que te portaras de otra manera».

-Dime tú cómo.

  —284→  

En esto la soltó.

«Primero, no dándome sofocos y tratando razonablemente».

-Acompáñame esta noche -dijo Polo con brutalidad.

-No, no mil veces -replicó Tormento con toda su alma.

-Déjame concluir... Te juro que mañana eres libre y que no te molestaré más.

Amparo meditó un rato. El extremo de gravedad a que habían llegado las cosas, la ponía en el triste caso de tomar en consideración la infernal propuesta. Pero su conciencia triunfó pronto de su vacilante debilidad, inspirándole estas palabras que revelaban tanto asco como valentía:

«De ninguna manera. Prefiero morirme aquí mismo».

-Mañana serás libre.

-Prefiero ser cadáver...

Y volviendo a dudar y a pesar en la balanza de la razón el nefando trato, dijo:

«¿Y quién me asegura que cumples tu palabra...?».

Mas volviendo a triunfar de sus dudas, exclamó con énfasis:

«¡Oh!, no y mil veces no. Es una vergüenza peor que la que ya tengo encima. No quiero, no quiero. No tengo más salida que la muerte, y estoy decidida a dármela yo misma, ¡yo misma   —285→   con mis manos, sí, salvaje, demonio de los infiernos...!».

Transfigurada, la cordera tomaba aspecto de leona. Jamás había visto Polo nada semejante a aquel sublime coraje de la que era toda paz, mansedumbre y cobardía.

«Sí, no tienes ya ni tanto así de conciencia. Yo no soy así -añadió ella con ardiente expresión-. Yo soy cristiana, yo sé lo que es el arrepentimiento, y sé morirme de pena, deshonrada, antes que caer en el lodazal a donde quieres arrastrarme».

El bárbaro pestañeaba como quien en sus ojos adormecidos recibe de improviso luz muy viva. Tuvo en su alma uno de aquellos arranques expansivos que de tarde en tarde le disparaban, ya en dirección del bien, ya en la del mal, y entregando la llave a su víctima, le dijo con cavernoso acento:

«Puedes salir cuando quieras».

El primer impulso de la prisionera fue echar a correr, y después de dudar un instante así lo hizo. Pero no había dado un paso en la escalera, cuando la voz de su conveniencia la detuvo una vez más. Era la vacilación misma. Pensó que aquel generoso rapto de su enemigo no bastaba a ultimar la temida cuestión. No quería irse sin la seguridad de que todo había concluido y de que recobraba. la ansiada paz. Movida de estos escrúpulos del egoísmo, tornó adentro, padeciendo   —286→   el descuido de dejar abierta la puerta.

«¿Pero no me perseguirás, no darás un escándalo, no harás nada en contra mía?».

Polo, que estaba en pie, le volvió la espalda pero ella dio una vuelta hasta ponérsele delante. En su delirio, llegó hasta tomarle una mano, inclinándose ante él...

«Por Dios y la Virgen... no me deshonres, no me pierdas, no reveles nada de este secreto, que es mi muerte; no veas a nadie... Que lo pasado sea como si hubiera sucedido hace mil años; que ningún nacido lo sepa... Tú no eres malo; no eres capaz de cometer una infamia... lo que debes hacer...».

-Sí, ya sé, ya sé -murmuró él dando otra vuelta para ocultar su rostro-. Lo que tengo que hacer es... echarme a rodar lejos, lejos...

Con rápido movimiento apartose de ella y entró en la alcoba. Amparo no quiso seguirle. Desde la sala vio allá dentro un bulto, arrojado en negro sillón, la cabeza escondida entre los brazos y estos apoyados en un lecho revuelto; y oyó bramidos, como de bestia herida que se refugia en su cueva.




ArribaAbajo- XXX -15

Dudaba Tormento si entrar o retirarse. «Creo que le he vencido -pensaba-; pero aún no estoy segura. Lo que me da esperanzas es que él   —287→   no hace nunca las cosas a medias. Si hace maldades no se para hasta lo último; si la da por el bien, capaz es de llegar a donde llegan pocos». La fiera reapareció súbitamente, demudado el rostro, las manos trémulas.

«¡Ah!, ¡perra! -le dijo-, si no te quisiera como te quiero... Todavía, todavía sé valer más que tú, y ponerme en donde tú no te pondrás nunca. ¡Hablas de matarte!... ¿qué sabes tú de eso, tonta, que te asustas de la picada de un alfiler?...».

En esto estaban, cuando sintieron ruido en la escalera, y después el áspero chillido de la puerta que se abría. Ambos pusieron atención. Amparo, llena de miedo, notó que los que habían entrado avanzaban ya por el pasillo.

«¡Mi hermana!» -murmuró D. Pedro.

Al oír este nombre, la medrosa no supo lo que le pasaba. En su azoramiento y consternación no tuvo tiempo más que para esconderse precipitadamente en la alcoba. ¡Ay!, si tarda dos segundos más en huir, me la cogen allí. Los visitantes eran Doña Marcelina y el padre Nones. Amparo oyó con espantó la voz de aquella señora, y temiendo que también entrase en la alcoba, hizo propósito de esconderse en un armario. Felizmente había en el fondo de la pieza un cuartito triangular y muy estrecho, atestado de cosas viejas, en el cual se ocultaría en caso de necesidad.

  —288→  

El escueto y rechupado clérigo, la señora con cara de caoba y vestido negro, tomaron asiento en la sala. El primero parecía haberse escapado de un cuadro del Greco. La segunda estaba emparentada con los Caprichos de Goya.

«Pero, di, caribe, ¿todavía no te has quitado esas barbazas de Simón Cirineo? -dijo la hermana al hermano-. ¿No te da vergüenza de que la gente te vea en esa facha?».

-Es que se está equipando de misionero, señora -observó el indulgente y jovial Nones sacando su petaca-. ¿Y cómo está esa pobre?

-Muy mal. Ahora parece que duerme un poco.

-Vamos a cuentas -dijo Marcelina, clavándose en un extremo del sofá-. El Sr. D. Juan Manuel y yo hemos arreglado todo. Por la calle me venía diciendo este bendito: «Es preciso tener mucho cuidado con ese pedazo de bárbaro. Se me escapó de la dehesa para volver a las andadas. Cada día que pasa sin que le empaquetemos para los antípodas, corre más peligro de perderse y darnos a todos muchos disgustos». ¿Es verdad esto, padre?

-Es el Evangelio -replicó Nones risueño.

-Bueno, bueno -añadió la consabida-. Ya hemos arreglado tu viaje. Gracias a una señora que vive conmigo, he reunido lo del billete. Con lo que te dieron esta mañana los prenderos por aquellos trastos y lo que te facilita este señor   —289→   de Nones... anticipándote lo que te debe el Ayuntamiento... dale las gracias, hombre; con todo eso, digo, tienes para lo que se te puede ofrecer por el camino. Te he buscado cartas de recomendación.

«Y yo le doy una que es como pan bendito» -interrumpió D. Juan Manuel.

-En cuanto llegues, tomas posesión de tu destino, que es, según dicen, una ganga. Ahora, contesta. ¿Estás decidido a marcharte?

-Sí -afirmó Polo con resolución.

-Mira que el vapor sale de Marsella el día 8, y si quieres alcanzarlo tienes que echar a correr mañana mismo.

-Pues mañana mismo.

-Así me gustan a mí los hombres -declaró Nones dando afectuosa palmada en el hombro de su amigo.

-Gracias, gracias infinitas doy al Señor -expresó la piadosa hermana con vehemencia, por esta determinación tuya. A ver si allá vuelves a ser lo que eras, y te enmiendas, y te purificas. No te faltarán modos de hacerte bueno y meritorio, porque hay por allá mucho salvaje por convertir.

-Lo primero -dijo Nones con sorna- es que se nos convierta él y se nos formalice, que a los demás salvajes, señora mía, no faltará quien los meta en cintura.

-De suerte, querido y desgraciado hermano   —290→   que ya no te veré más -manifestó ella conmoviéndose y elevando un poco su mano en dirección de sus ojos, los cuales de fijo habrían llorado si no fueran de madera-. ¡Oh!, todo acabó, para mí. Gracias que me consuelo con mis ideas. Hágome la cuenta de que estoy en un convento muy grande, que las calles de Madrid son los claustros, que mi casa es mi celda... Voy y vengo, entro y salgo, aisladita en medio del tumulto, callada entre tanto bullicio... En esta vida solitaria los afectos de familia siempre viven en mí... Por mucho que piense en Dios, no puedo dejar de querer a mi hermano, y la idea de los trabajos que le esperan en aquellas tierras me hará pasar muy malas noches... Oyendo misa esta mañana, me decía yo: «Pero Señor, ¿este hombre no podrá corregir sus pasiones, no podrá enfrenarse a sí mismo como han hecho otros que han llegado a ser santos? ¿Tan débil es, tan poca cosa, que se dejará dominar por un vicio asqueroso?» ¡Ay!, hermano, no cabe el odio en mi corazón; pero hay momentos, el Señor me lo perdone, hay momentos en que peco, sin poderlo remediar; peco acordándome de la buena pieza que te ha trastornado la cabeza, apartándote de tus deberes; sí, peco, peco... peco porque me da rabia...

-Señora -dijo el simpático Nones-, no nos aflija usted ahora con sus sentimientos, que hartos motivos de duelo tenemos. Mi amigo Perico   —291→   se nos va mañana. El rato que de su compañía nos queda empleémosle en agasajarle y en mostrarle nuestro cariño.

-Es que no me fío de él, no me fío -añadió la excelente señora mirándole como se mira a un niño de quien se sospechan travesuras-. Usted le conoce tan bien como yo, y no ignora sus mañas. Por Celedonia supe que antes de ir al Castañar, recibió aquí a esa... Sr. de Nones, no sea usted tan santo, no se haga usted el bobito. Bien sabe usted que hace un rato, cuando subíamos esa cansada escalera, dije yo que me parecía haber sentido voz de mujer, y usted se echó a reír y... recuerde bien sus palabras: «todo podrá ser... nada hay nuevo debajo del sol... en efecto me huele a fémina».

-¡Qué disparate! -balbució Polo, a quien un sudor se le iba y otro le venía.

-Podrá ser disparate; pero tú das lugar a que de ti se piense siempre mal. ¡Ay!, hermano mío, la idea de que puedas condenarte me pone enferma. Hace pocas noches soñé que te habías ido, y que allá en unas tierras de indios, donde hay árboles muy grandes y olor a canela, clavo y alcanfor, estabas tu, ¡ay!, en una choza, y que te morías, sí, te morías de horribles calenturas. Pero lo que a mí me espantaba era que te morías pensando en esa maldita mujer, con lo cual dicho se está que Dios no te podía perdonar... Créeme, hermano, desperté acongojada,   —292→   con unos fríos sudores... En mi vida he sentido angustia mayor.

-¡Qué disparate! -volvió a decir Polo, fatigadísimo y consternado.

-Señora -indicó el simpático Nones-, que nos va usted a hacer llorar.

-Pues si estuviera llorando este pecador tres días seguidos, nada perdería... Vuelvo a lo que estaba diciendo... ¡Ah! Ya sabrás que el mes que entra se casa la niña. Todas las malas personas tienen suerte. ¡Chasco como el que se lleva ese bobalicón...!

-Señora, no se habla mal del prójimo.

-Déjeme usted seguir... ¡Y qué regalos! Rosalía Bringas me los ha enseñado todos. Esta mañana la encontré en la Buena Dicha y se empeñó en que había de ir con ella a su casa. No pude desairarla, y allí nos estuvimos charla que charla lo menos dos horas, Obsequiome con una copita y bizcochos...

-Señora, eso de las copitas me parece peligroso, y ocasionado a hablar más de la cuenta.

-Siento mucho, -dijo Polo-, que esa señora y tú hablarais de lo que no os importa...

Al llegar aquí, Marcelina, que fijamente miraba al suelo, inclinose y sin hacer aspavientos de sorpresa recogió un objeto arrojado y como perdido sobre la estera. Era un guante. Tomándolo por un dedo lo mostró a su hermano, y dijo con frialdad inquisitorial:

  —293→  

«¿De quién es este guante?».

Polo se turbó.

«¡Ah!... no sé... será de... Sin duda es de una persona que estuvo aquí esta mañana, la hermana de Francisco Rosales el tintorero».

-¡Buena la hemos hecho! -exclamó Nones dando fuerte palmetazo en el hombro de su amigo.

-Yo conozco esta mano -afirmó Marcelina examinando el cuerpo del delito, pendiente de un dedo.

Después lo sopló para hincharlo con aire y ver la forma de la mano.

«Toma, guárdalo: yo no quiero estas pruebas materiales de tus infamias, porque no he de utilizarlas para nada. Pues si yo fuera mala, si yo quisiera hacer daño a esa joven...».

-Basta, señora -dijo expansivamente don Juan Manuel-, todos sabemos que es usted un ángel.

-Sí que lo soy -replicó ella, castigando la rodilla del clérigo con su abanico-. Todas las ocasiones no son para bromitas, Sr. de Nones. No soy yo ángel ni serafín; pero sí mejor que muchos... ¡Si yo quisiera hacer daño...! ¡Ah!, dos cartas poseo de esa casquivana, dos papelitos que te envió y que te quité cuando reñimos y nos separamos. Los conservo como oro en paño, pero mientras yo viva no los verán ojos nacidos. Pues si yo quisiera dárselos a Rosalía   —294→   Bringas, ¿qué perjuicios no podría causar...? Mas no soy vengativa; tú y la dichosa niña podéis estar tranquilos.

-Así me gusta a mí la gente -dijo Nones-. Por ahí se va al Cielo, señora.

-Pero de eso a ser tonta va mucha diferencia -prosiguió la dama, encarándose enojadísima con su hermano-. A mí no me engañas tú ni nadie. Esa... no quiero decir una mala palabra, ha estado hoy aquí.

-No digas absurdos -respondió Polo en el colmo de la zozobra.

-Señora, señora -gritó Nones-, que nos pone usted a todos en un compromiso.

-Y es más, y digo más -añadió la hermana irritadísima, husmeando el aire-. Sostengo que está aquí todavía.

Diciendo esto, fijaba sus apagados ojos en la puerta de la alcoba.

«Juraría que he sentido ahí run-run de faldas que se escabullen...».

-Tú estás delirando, mujer.

-Pues abre.

Resueltamente fue Nones hacia la alcoba y abrió la puerta, diciendo:

«Pronto vamos a salir de dudas».

Polo tenía la luz, y dio algunos pasos dentro de la estancia. Marcelina miró con ávida curiosidad a todos lados. Humillose hasta arrastrar sus miradas por debajo de la cama, tras   —295→   de los muebles, tras la percha cargada de ropa.

«Allí hay una puerta... -dijo, señalando a la del cuartito-. Juraría que oí...».

-Es una puerta que está condenada. Da a la casa inmediata.

Marcelina miró a su hermano con severa incredulidad.

-Ábrela.

-Pero, señora, si está clavada -dijo Nones poniendo los brazos en cruz-. ¿También quiere usted echar abajo el edificio?

-Si deseas registrar toda la casa... -indicó D. Pedro.

Volvieron a la sala.

«¿No pasas a ver a Celedonia? Se alegrará la pobre mujer».

-Sí, entraré un momento, pero no largo, porque no tengo corazón para ver padecer a nadie.

-Ahora me parece que descansa un poco.

-Es realmente un mérito tu caridad con esa mujer... Pero no creas que vas a borrar tus pecados: méritos pequeños no limpian culpas grandes... Por mi parte, me gustaría mucho asistir enfermos, revolver llagados y variolosos, limpiar heridos... pero no tengo estómago. Cuando lo he intentado me he puesto mala. También se auxilia a los desgraciados rezando por ellos.

Polo no dijo nada sobre esta opinión. Sintieron los gemidos de Celedonia. Los tres fueron allá.

  —296→  

Al entrar en el angosto cuarto, la pobre mujer padecía horriblemente. A la incierta luz de la lamparilla, su semblante lívido, acariciado por la muerte, era la fría máscara del dolor que casi infundía más espanto que compasión. Su cerebro estaba trastornado.

«¿Qué tiene la viejecita? -le dijo el bárbaro con cariñosa lástima-. ¿Quieres un poco de cloral?».

-¡Ay!... -gritó ella, mirando a todos con extraviados ojos-; parece mentira que aquí, en este hospital... ¿Pero todavía están los dos tórtolos retozando...? ¡Qué modo de pecar!... Yo me muero: pero no me llevaréis, no. Que venga Nones.

-Si está aquí, ¿pero no le ves?

-¿Es de veras el padre Nones? -balbució la enferma abriendo mucho los ojos.

-Sí, yo soy, pendón... ¿Que te quieres morir? -dijo el buen clérigo-. Eso no puede ser sin mi permiso.

-Retozando... -repetía Marcelina, atormentada por su idea fija.

-¿Es usted D. Juan Manuel...?, ya le veo... ya le veo... -tartamudeó la enferma con súbito despejo-. Gracias a Dios que me viene a ver. ¿Quiere confesarme?

-¿Ahora?, déjalo para mañana.

-Ahora mismo...

-¡Qué prisa! Lo mismo da un día que otro.

  —297→  

La infeliz parecía un tanto aliviada con la alegría de ver al cura.

«Ea -dijo Nones con mucho gracejo a los dos hermanos-, váyanse ahora ustedes dos a retozar por ahí fuera, que Celedonia y yo tenemos que hablar. Se le ha despejado la cabeza; aprovechémoslo».




ArribaAbajo- XXXI -16

Los dos hermanos salieron para volver a la sala. Cuando en ella entraron, la dama delante él detrás, mudo y con las manos cruzadas a la espalda, la mujer de caoba hizo un movimiento de susto y sorpresa, diciendo en el tono más desabrido que se puede oír:

«No me lo niegues ahora. He sentido bien clarito el ruido de faldas, como de una mujer que corre a esconderse».

-Ea, no tengo ganas de oírte... Déjame en paz...

No hallándose presente el padre Nones, que tanto le cohibía, el ex-capellán contestó a su hermana con gesto y expresiones de menosprecio.

«Te digo que está aquí».

-Bueno, pues que esté... No se te puede sufrir... Le acabas la paciencia a un santo.

Viendo que Marcelina se sentaba tranquilamente en el sofá, como persona dispuesta a permanecer   —298→   allí mucho tiempo, el endemoniado don Pedro se amostazó, y con aquella prontitud de genio que le había sido tan perjudicial en su vida, agarró a la dama por un brazo y se lo sacudió, gritándole:

«Mira, hermana, plántate en la calle... Ea, ya se me subió la sangre a la cabeza, y no puedo aguantarte más».

-Me plantaré, sí señor, me plantaré -replicó la figura de caoba, levantándose tiesa-. Me plantaré de centinela hasta verla salir y cerciorarme de tus pecados.

D. Pedro le había vuelto la espalda. Ella le seguía con los ojos. Su cara, aquella tabla tallada por toscas manos, aquel bajo relieve sin arte ni gracia, no tenía expresión de odio, ni de cariño, ni de nada, cuando los labios de madera terminaron la visita con estas palabras:

«No me retiraré a mi casa hasta no saber a punto fijo si eres un perverso o si yo me he equivocado. Busco la verdad, bruto, y por la verdad ¿qué no haría yo? No quiero vivir en el error. Puesto que me echas de aquí, en la calle me he de apostar, y una de dos: o sale, en cuyo caso la veré, o no sale, en cuyo caso no estará en su casa a las ocho, hora en que ha de ir a visitarla una persona que yo me sé... Como eres tan mal pensado, crees que tengo la intención de ir con cuentos... ¡Oh!, ¡qué mal me conoces! De mi boca no saldrá una palabra que pueda   —299→   ofender a nadie, ni aun a los más indignos; pecaminosos y desalmados. No digo que sí ni que no; no quito ni doy reputaciones. Pero quiero saber, quiero saber, quiero saber...».

Repitiendo doce veces, o más, esta última frase, en la cual sintetizaba su curiosidad feroz, especie de concupiscencia compatible con sus prácticas piadosas, salió pausadamente.

Cuando se oyó el golpe de la puerta, violentamente cerrada tras ella, Amparo salió de su escondite. Tenía los ojos extraviados y su palidez era sepulcral.

«No tengo salvación» -murmuró dejándose caer en el sofá.

El bárbaro la miró compasivo.

«¿Oíste lo último que dijo?».

-Sí... o no saldré, o me verá salir.

-Es capaz Marcelina de darse un plantón de toda la noche. La conozco. ¡Si es de palo...! Si allí no hay alma, no hay más que curiosidad rabiosa. Se cortará una mano por verte salir. No la acobardarán el frío ni la lluvia, ni tu desesperación ni mi vergüenza.

Aquella casa irregular tenía una sola habitación con vistas a la callo de la Fe. Era un cuartucho, situado al extremo del anguloso pasillo, la cual pieza servía a Polo de comedor durante el verano, por ser lo más fresco de la casa. En invierno estaba abandonada y vacía. Ambos fueron allá, recorriendo a pasitos muy quedos el   —300→   pasillo, para que no les sintiera Nones; y por la estrecha ventana miraron a la calle. Estaban los vidrios empañados a causa del frío, y Amparo los limpió con su pañuelo. En la acera de enfrente y en el hueco de una cerrada puerta, junto a la botica, estaba Marcelina sentada, como los mendigos que acechan al transeúnte.

«¡Qué horrible centinela!».

-Ahí se estará hasta mañana -dijo Polo. Dios la hizo así.

Volvieron a la sala. Al recorrer el pasillo, con paso de ladrones, oyeron el susurro de la voz de D. Juan Manuel y ahogados monosílabos de la enferma. Pasaron con grandísima cautela para no hacer ruido, él tratando de impedir que chillaran sus botas, ella recogiendo las faldas para evitar el menor roce.

En la sala sentáronse el uno frente al otro, igualmente desalentados y abatidos. No acertaba ella a tomar una resolución ni él a proponerla. La sucesión atropellada de tantas contrariedades habíala puesto a ella como idiota, y en cuanto a Polo, únicamente daba señales de vida en la tenacidad con que la miraba... ¡tan hermosa y para él perdida! Los juicios del desgraciado varón oscilaban, con movimiento de péndulo, entre el bien que perdía y aquel largo viaje que iba a emprender irrevocablemente.

«¿Qué hora es?» -preguntó Amparo cortando aquel silencio tristísimo.

  —301→  

-Las siete y media... casi las ocho menos veinte. Estás presa.

-¡No, por Dios! -exclamó ella levantándose inquieta-. Me voy. Que me vea... Tengo mi conciencia tranquila.

Pero se volvió a sentar. Su falta de resolución nunca se manifestó como entonces. Pasó otro rato, todo silencio y ansiedad muda. Cuando menos lo temían ambos, apareciose en el marco de la puerta una figura altísima y venerable, gran funda negra, cabellos blancos, mirada luminosa... Era el padre Nones, que por gastar zapatos con suela de cáñamo, andaba sin que se le sintieran los pasos. La vista de este fantasma no les impresionó mucho. Estaba ella tan agobiada, que casi casi entrevió en la presencia del buen sacerdote un medio de salvación. El bruto no hizo movimiento alguno y esperó la acometida de su amigo, el cual, llegándose a él despacio, le puso la mano en el hombro y se lo oprimió. Imposible decir si fueron de terrible severidad o de familiar broma estas palabras de Nones: «Tunante, así te portas...».

El flexible espíritu del clérigo nos autoriza a dudar del sentido de sus frases. Sin esperar respuesta, añadió: «No me la pegarás otra vez».

Pero lo más particular fue que soltándole el cuello, se puso delante de él, y haciendo con sus dos brazos un amenazador movimiento parecido al de los boxeadores, lo echó este réspice:

  —302→  

«Todavía, con mis años, yo tan viejo y tú con esa facha de matón... Todavía, amiguito, soy capaz de meterte el resuello en el cuerpo».

Nada de cuanto se diga del buen Nones en punto a formas extravagantes y a geniales raptos parecerá inverosímil. Los que han tenido la dicha de conocerle saben bien de lo que era capaz. Al verlo hacer cosas tan extrañas y al oírle, fue cuando Amparo tuvo el mayor miedo de su vida, pensando así: «Ahora vuelve contra mí y me echa un sermón que me mata».

Pero Nones se contentó con mirarla, como dicen que miraba Martínez de la Rosa, con la diferencia de que Nones no usaba lentes.

Polo tomó a su amigo por un brazo, y sin decirle nada, le llevó a lo interior de la casa. Amparo comprendió que iban a mirar a la calle. Siguiéndoles de lejos por el pasillo, oyó las risas de D. Juan Manuel. Después, charlaron ambos largo rato. El que más hablaba era Polo, con desmayado y triste acento; pero no podía la joven oír lo que decían. Cerca de media hora duró aquel coloquio, y ella, ahogada por la impaciencia, sentía permanecer allí y no se determinaba a salir. En aquel largo intervalo llamaron a la puerta, y Amparo, en quien el miedo de los males grandes había ahogado el de los pequenos, abrió. Eran dos vecinas que venían a ver a Celedonia. Las tales pasaron, metiendo mucha bulla, al cuarto de la enferma.

  —303→  

Desde la sala oyó Amparo luego la voz de Nones. Había vuelto al cuarto de Celedonia y decía: «A ver cómo se arregla aquí un altarito, que le vamos a traer a Dios esta noche... Aunque no se ha de morir, ni mucho menos, ella quiere recibir a Dios, y eso nunca está de más».

Cuando el ecónomo y su colega entraron de nuevo en la sala, este dijo que la centinela no se había movido de su sitio.

Tormento les miró a entrambos, revelando en sus ojos toda la irresolución, toda la timidez, toda la flaqueza de su alma, que no había venido al mundo para las dificultades.

«¡A la calle, a la calle! -le dijo Nones, tomando su enorme sombrero-. Aquí no hace usted falta maldita. Saldremos juntos; no tenga usted miedo».

Decía esto en el tono más natural del mundo, y volviéndose a Polo:

«Ten presente, badulaque, lo que va a entrar aquí esta noche. Mucho juicio, ¿estamos? Volveré dentro de media hora. ¡Y usted...!».

Al decir con tan bronca voz aquel y usted... encarándose con la medrosa, esta creyó que se le caía el cielo encima; rompió a llorar como una tonta.

«En fin, me callo -gruñó Nones, indicando a la joven que le siguiera-. Ya sé que hay arrepentimiento... ¡Y tú...!».

Al decir y tú... se encaró con Polo echándole   —304→   miradas tan severas, que este retrocedió.

«En fin, tampoco digo nada ahora -añadió el clérigo con calma mascullando las sílabas-. De ti me encargo yo... Vamos».

Nones y Amparo iban delante, detrás Polo alumbrando, porque la escalera era como boca de lobo. La idea de que no la vería más puso al bárbaro a dos dedos de hacer o decir cualquier disparate. Pero tuvo energía para contenerse. La medrosa no volvió la cabeza ni una sola vez para ver lo que detrás dejaba. Al llegar al primer peldaño, Nones echó miradas recelosas a la empinada escalera. Viendo que la joven quería ir delante para sostenerle, le dijo:

«No, puede usted agarrarse a mi brazo si quiere... Yo no me asusto de nada».

Pero ella, atenta y respetuosa con la vejez, se puso a su lado, diciéndole:

«No, usted se apoyará en mí... Cuidado».

Y Nones, volviéndose para ver a su amigo que alumbraba, se echó a reír y no tuvo reparo en hacer esta observación:

«¡Vaya un cuadro!... ¿Estamos bonitos, eh?... Como que vamos ahora a Capellanes».

La risita hueca y zumbona se oyó hasta lo profundo de la escalera.

Cuando llegaron al portal, D. Juan Manuel dijo a Amparo en baja voz: «Allí está; no haga usted caso, no mire. Viniendo conmigo, no se atreverá a decirle una palabra».

  —305→  

Y en efecto, el pavoroso vigía no se movió; no hacía más que mirar.

Cuando dieron los primeros pasos en la calle, Nones, soltando toda su voz áspera y ronca, echó primero una fuerte tos burlesca, y luego esta frase: «¡Vaya unos postes que se usan ahora...!».

En medio de su grandísimo sobresalto, Amparo no pudo menos de sonreír. Dio al clérigo la acera; pero este con galantería no la quiso tomar. Después habló en tono naturalísimo de cosas también muy naturales, como si aquella compañía que llevaba fuera lo más corriente del mundo.

«Esa pobre Celedonia ¡qué mala está!... Ya se ve, con setenta y ocho años... Yo también me voy preparando, y cada día que amanece se me antoja que ha de ser el último... ¡Dichoso aquel que ve venir la muerte con tranquilidad, y no tiene ni en su alma ni en sus negocios ningún cabo suelto de que se pueda agarrar ese pillete de Satanás! Trate usted de arreglar su vida para su muerte... Abríguese bien, que hace frío... La acompañaré a usted hasta que encontremos un coche. Sí, lo mejor es que se meta en un simón... ¿Tiene usted dinero? Porque si no, le ofrezco una peseta que traigo...».

-¡Oh!, muchas gracias, tengo dinero. Por allí viene un coche.

-¡Cochero!... Ea, con Dios. Salud, pesetas y   —306→   buena conducta. Me voy a la parroquia para llevar el Viático a esa pobre... Buenas noches.




ArribaAbajo- XXXII -17

Cuando Amparo llegó a su casa, díjole doña Nicanora que a las ocho había estado un señor... aquel señor, y que cansado de tirar de la campanilla se había marchado. A la joven no le cogió esto de nuevo; lo temía; mas no fue por eso menor su disgusto. ¿Qué pensaría de ella su novio? En aquel momento, quizás él y Rosalía estarían hablando de ella en el palco del teatro. ¿Qué dirían? Felizmente podría explicar su ausencia con la mentira de perseguir sin descanso a su hermana para traerla al buen camino. Toda la noche la pasó en un estado de agitación que no pueden apreciar sino los que se hallen en trance parecido. Ya no le quedaba duda de que sobrevendrían catástrofes y de que el asunto de su casamiento iba a tener un mal desenlace. Pero no se le ocurría medio alguno para evitarlo. El gran recurso de la explicación franca con Caballero parecíale, no sólo más difícil cada vez, sino tardío, y como tal, ocasionado a traer sobre ella el desprecio antes que el perdón. Lo que había oído a Doña Marcelina era motivo para enloquecer. En su delirio, pensaba que al día siguiente la tal señora de palo iba a salir por las calles pregonando un papel con la historia toda   —307→   de Amparito, como los que cantando venden los ciegos con relatos de crímenes y robos.

Ya era de día cuando la venció el sueño. Durmió algunas horas, y mientras arregló su casa y se dispuso para salir, dieron las once de la mañana. Había hecho propósito de ir a la Costanilla de los Ángeles, porque si no iba, las sospechas de la Pipaón serían mayores... ¿Encontraría a Caballero en la casa?... ¿Encontraría a Doña Marcelina, que ya estuvo el día anterior tomando vino y bizcochos? Estos pensamientos le quitaban las ganas de ir; pero ¡Dios poderoso!, si no iba... Valor, y adelante.

Cuando entró en la casa, estaba como los sonámbulos, a causa de los disgustos y la falta de sueño. No se enteraba de lo que oía; sus movimientos eran cual los de un autómata.

«Chica -le dijo la dama-. Estás hoy más seria que un ajusticiado. Parece que no has dormido en toda la noche. ¿Y qué?... ¿encontraste al fin a la buena pieza de tu hermana? Como no estabas en tu casa cuando Agustín fue a buscarte, supongo que la correría de anoche ha sido larguita».

Estas frases podían ser dichas sin mala intención; pero a la joven le parecieron astutas y picarescas. Disculpose como pudo, embarullándose, y explicando de la manera más incoherente su malestar y los motivos de su insomnio. Lo que más le llamaba la atención era que tal señora   —308→   estaba enojada, antes bien, de muy buen humor y casi gozosa.

«Pues yo me levanté muy temprano -dijo Rosalía con la satisfacción íntima de quien da felices noticias-. He estado toda la mañana en la Buena Dicha... Mira, haz el favor de ir a la cocina y lavarme estos dos pañuelos».

Tiempo hacía que a la Emperadora no se le mandaban tales cosas. Cuando volvió de desempeñar aquel encargo, díjole la Bringas:

«Hoy tengo costura larga. Estoy decidida a reformar la falda del vestido de baile... Veo que estás como asustada... Sosiégate, mujer; no correrá la sangre al río».

Cada una de estas oscuras frases era para la medrosa como puñalada. Almorzaron en silencio, pues aunque Rosalía intentaba amenizar el acto con las agudezas que le sugería su inexplicable regocijo, D. Francisco estaba más serio que un funeral. Amparo observó en la fisonomía de su bondadoso protector una tristeza que la aterraba. Varias veces hubo de dirigirle ella la palabra sin obtener de D. Francisco una contestación. Ni siquiera la miró una sola vez. Esto llegábale al alma, confirmándola en la sospecha de que se acercaba la hora de su desventura.

«Estos días -le dijo Rosalía cuando se quedaron solas-, es preciso apretar de firme. Toda la falda ha de quedar adornada mañana... No te   —309→   distraigas, no hagas la preciosita. Hoy no viene Agustín. Hija, como te cree tan ocupada por esas calles buscando con candil a tu hermana, él también se va de paseo. Es natural».

Más tarde la volvió a mandar a la cocina, y ella, dando ejemplo de humildísima sumisión, obedecía sin chistar. Una de las muchas órdenes que lo dio fue esta:

«Haz una taza de tila y tráetela para acá».

Cuando Amparo trajo la taza y la presentó a la dama, esta, sonriendo con malicia, la dijo:

«Si es para ti...».

-¡Para mí!

-Sí, tómatela para que se te aplaquen esos nervios... Me parece que no debes andar en misterios conmigo... Haremos todo lo posible para que el buenazo de Agustín no sepa nada. Esto, como cosa pasada y muy vergonzosa, debe quedar en el secreto de la familia.

-¿Qué? -murmuró la Emperadora como un muerto que habla...

-No querrás que te lo cuente yo, bobona... Pero si te empeñas en ello...

Amparo cayó redonda al suelo, como si recibiera en la sien un tiro de revolver. La taza se hizo pedazos, y el agua de tila se vertió sobre la bata de Rosalía.

«¿Ataquitos de nervios? -dijo esta-. Mira cómo me has puesto la bata. Pero qué, ¿te desmayas de veras o es comedia?... Amparo, Amparito,   —310→   por Dios, hija, no nos des un disgusto... Yo no he de decir nada... ¡Niña, por Dios!»

La joven, recobrándose, se incorporó. Su tribulación se resolvía en un llorar seco y convulsivo. Sollozos y ayes la sofocaban; pero sus ojos permanecían secos.

«Eso se te pasará llorando. Expláyate, desahógate... -le dijo Rosalía-. Vale más que te levantes, hija, y pases al gabinete. Te echarás en el sofá...».

La ayudó a levantarse, y ambas pasaron al gabinete,

«Acuéstate, descansa un ratito, y llora todo lo que quieras. Pondré esta toalla en la cabecera del sofá para que no me lo mojes con tus lágrimas... ¿Qué tal? ¿Te encuentras mejor?... Ya no se usan síncopes. Es de mal gusto... ¿Quieres que te deje sola un momento? ¿Quieres un poco de agua?».

Le prodigaba, justo es decirlo, los mayores cuidados. Después la dejó sola, porque había entrado alguien. Lo que Amparo pensó y sintió en aquel rato en que estuvo sola no es para contado. Toda su alma era vergüenza; vergüenza sus ideas, y el horrible calor de su piel y de su rostro, vergüenza también. Desde el gabinete oía las voces confusas de la Bringas y del visitante, que sonaban en la inmediata sala. Era el señor de Torres. ¿De qué hablarían? De ella quizás.

  —311→  

Cuando la dama volvió, el estado moral de Amparo era el mismo. Creeríase que después de aquella crisis se había quedado paralítica y con el juicio nublado. No se movía del sofá, no daba señales de entender lo que se le decía, y sólo contestaba con miradas ansiosas.

«¿Te ha pasado ya el sofoco? -le dijo Rosalía, inclinándose ante ella-. Comprendo que la cosa no es para menos. Debiste tener valor desde el primer momento para decir la verdad a ese ángel y sacarle de su engaño. Ahora sería muy expuesto que hablaras con él de esos horrores. No le conoces bien. Es el hombre más rigorista, más enemigo de enredos... Para él todo ha de ser en regla, todo muy conforme a la moral. Y con lo está tan ciego por ti, si hablas y le quitas la venda, creo que será como si le dieras un pistoletazo...».

Ninguna contestación, como no fuera con los ojos.

«¿Por qué me miras así?... ¿Has perdido el uso de la palabra?... ¿Te encuentras mejor?... Con que fíjate bien en lo que te digo. Lo mejor que puedes hacer ahora es callar, que nosotros procuraremos que ese inocentón no sepa nada... ¿Qué se va a remediar con el escándalo?... Y no temas que Doña Marcelina te venda. Es una señora excelente y muy piadosa, incapaz de hacer daño a nadie, ni aun a sus enemigos. Y si quisiera, hija, bien podría hundirte... porque...   —312→   no te alteres otra vez; si te sofocas me callo».

Las miradas de Amparo revelaban pavor semejante al de aquel a quien apuntan con un arma de fuego.

«No me mires así que me causas miedo... ¿Quieres al fin la taza de tila?... Pues te decía que Doña Marcelina tiene dos cartas, dos papeluchos que escribiste a cierto sujeto... Pero puedes estar segura de que no los mostrará a nadie. Es señora de mucha delicadeza. ¿Por qué cierras los ojos, apretando tanto los párpados?... No seas así; no temas nada. Para que lo sepas, la misma señora de Polo me ha dicho a mí que antes se dejará hacer trizas que enseñar a nadie los tales documentitos... Y lo creo. No le gusta a ella indisponer a las personas... ¿Qué?... ¿se te ocurre llorar ahora? Eso, eso te sentará bien».

La infeliz derramaba pocas y ardientes lágrimas, que con dificultad salían de sus ojos enrojecidos. Rosalía llevó su bondad hasta tomarle una mano y acariciársela. En aquella hora de angustias, tuvo la pecadora momentos de cruel desesperación, y otros en que, como distraída de su pena, se fijaba en cosas extrañas a ella, o cuya relación con ella era muy remota y confusa. Esta discontinuidad de la fuerza o vehemencia es condición del humano dolor, pues si así no fuera, ningún temperamento lo resistiría. Observaba a ratos Amparo lo guapa y lo bien puesta que estaba Rosalía dentro de casa.   —313→   Este fenómeno iba en aumento cada día, y en aquél, el peinado, la bata, el ajuste de cuerpo y todo lo demás revelaban un esmero rayano en la presunción. Como en esto del observar se va siempre lejos, sin pensarlo, la desdichada notó también, al través de aquel velo espeso y ardiente de su aflicción, que sobre la persona de Rosalía lucían algunos objetos adquiridos para ella, para la novia.

«¿Qué miras? -le dijo la de Bringas-, ¿te has fijado en esta sortija que Agustín compró para ti?... No creas que soy yo de las que se apropian lo ajeno. El primo me dijo ayer que podía tomarla para mí...».

La novia no respondió nada. Accidentes de tan poca importancia no solicitaban su atención sino en momentos brevísimos. La dama no se apartaba de ella, temerosa de que la acometiera otro desmayo. Cuando menos lo pensaba, Amparo se incorporó diciendo:

«Quiero irme a mi casa».

-Gracias a Dios que recobras la palabra. Pensé que te habías vuelto muda... No creas, ha habido casos de perder las personas la voz, cuando no el juicio, por un bochorno grande. ¿De veras que te quieres ir?... No me parece mal. Eso es; te vas a tu casita y te metes en la cama, a ver si descansas. Tendrás quizás un poco de fiebre.

Amparo se levantó con dificultad.

«¿Quieres que vaya Prudencia contigo?».

  —314→  

-No... Puedo andar sola...

-¡Bah!... si no tienes más que miedo... ¿Necesitas algo?

-No, gracias...

-De seguro irá Agustín a verte en cuanto sepa que estás mala... Veremos como me arreglo yo sola para acabar mi vestido. No te preocupes de esto, ni hagas un esfuerzo para venir mañana si no te encuentras bien. Traeré una costurera...

Ayudola a ponerse el mantón y el velo, y parecía que la empujaba cual si quisiera verla salir lo más pronto posible.

«Sal por la sala -le dijo cariñosa-. Naturalmente, no querrás que te vea Prudencia, ni Paquito y Joaquín que andan por los pasillos... Adiós».

Bajó Amparo paso a paso la escalera. No le faltaban fuerzas para andar, pero temía caerse en la calle, y no se separaba de las casas para sostenerse en la pared en caso de que se le mareara la cabeza.

«Si este malestar que siento -pensaba-, si este horrible frío, si este acíbar que tengo en la boca fueran principio de una enfermedad de la cual me muriera, me alegraría... Pero no quiero morirme sin poderle decir: 'No soy tan mala como parece'». Encerrada en su casa, acostose vestida en su lecho y se arropó con todo lo que halló a mano. ¡Qué frío y que calor al mismo   —315→   tiempo!... No le quedaba duda de que Rosalía, de un modo o de otro, habría de hacer que alguien llevara el cuento a Caballero. Aunque sencilla y bastante cándida, no lo era tanto que creyese en las hipócritas expresiones de la orgullosa señora. Que el ignominioso escándalo venía era cosa evidente. Pero si él la visitaba, si lo pedía explicaciones, si ella se las daba y a su dolorido arrepentimiento correspondía con la indulgencia precursora del perdón... ¡Oh!, ¡qué cosa tan difícil era esta! Aquel hombre, con ser tan bueno, no podría leer en su alma, porque para estas lecturas los únicos ojos que no son miopes son los de Dios.

Amparo tenía ya poca esperanza de remedio; pero aún contaba con que Caballero viniese a verla... Seguramente, en aquel trance no podría ella disimular más y la verdad se le saldría de la boca. Si por el contrario Agustín no iba, era señal de que le habrían dicho cualquier atrocidad y... Toda aquella tarde aguardó la infeliz Emperadora, contando el tiempo. Pero llegó la noche y Agustín no fue.

«Sin duda ha estado esta tarde en casa de Rosalía -pensaba ella, tiritando y con la cabeza desvanecida-. Si no viene, es porque no quiere verme más».



  —316→  

ArribaAbajo- XXXIII -18

«Porque no quiere verme más -repetía con vivísimo dolor-. ¡Qué vergüenza! No hay para mí más remedio que morir. ¿Cómo tendré valor para presentarme delante de gente?».

La noche la pasó en febril insomnio, sin tomar alimento, llorando a ratos, a ratos lanzando su imaginación a los mayores extravíos. Al día siguiente acarició de nuevo su alma las esperanzas de que Agustín viniera. Contando las horas, se dispuso para recibirle. Pero las horas no se daban a partido y con pausa lúgubre trascurrieron sin que nadie llegase a la pobre casa. Ni el señor con su respetuoso cariño, ni el criado con algún recado o cartita; nadie, ¡ni siquiera un recado de Rosalía para ver cómo estaba!... Cada vez que sentía ruido en la escalera, temblaba de esperanza. Pero la fúnebre soledad en que estaba no se interrumpió en aquel tristísimo día. Para que fuera más triste, ni un momento dejó de llover. Amparo creía que el sol se había nublado para siempre, y que aquella líquida mortaja que envolvía la Naturaleza era como una ampliación de la misma lobreguez de su alma.

Por la tarde ya no discurría sino deliraba. Ya no sentía frío sino un ardor molestísimo en todo su cuerpo. Iba de una parte a otra de la   —317→   casa con morbosa inquietud; y en ocasiones veía los objetos del revés, invertidos. Hasta el retrato de su padre tenía la cabeza hacia abajo. Las líneas todas temblaban ante sus ojos doloridos y secos, y la lluvia misma era como un subir de hilos de agua en dirección del cielo. Vistiose entonces con lo mejor que tenía, comió pan seco y se mojó repetidas veces la cabeza para calmar aquel fuego. Perdida toda esperanza y segura de su vergüenza, pensó que era gran tontería conservar la vida y que ninguna solución mejor que arrancársela por cualquiera de los medios que para ello se conocen. Pasó revista a las diferentes suertes de suicidio: el hierro, el veneno, el carbón, arrojarse por la ventana. ¡Oh!, no tenía ella valor para darse una puñalada y ver salir su propia sangre. Tampoco se encontraba con fuerzas para dispararse una pistola en las sienes. Los efectos seguros e insensibles del carbón la seducían más. Según había oído decir, la persona que se sometía a la acción de aquel veneno, encerrándose con un brasero sin pasar y cuidando de que no entrara aire, se dormía dulcemente, y en aquel sueño delicioso se quedaba sin agonía... Bien; elegía resueltamente el carbón... Pero muy pronto variaron sus pensamientos. La desesperada tenía un arma eficaz y de fácil manejo... Acordose de ella mirando el retrato de su padre, que se había vuelto a poner derecho. Cuando el buen portero de la Farmacia estuvo   —318→   enfermo de aquel mal que le acabó, fue molestado de una tenaz neuralgia que no cedía a la belladona, ni a la morfina. Para calmar sus horribles dolores y proporcionarle descanso, Moreno Rubio recetó un medicamento muy enérgico, de uso externo y que se administraba en paños empapados sobre la frente. Al dar la receta, el médico había dicho a Amparo: «Mucho cuidado con esto. La persona que beba una pequeña porción de lo que contiene el frasco, se irá sin chistar al otro mundo en cinco minutos». No conservaba la huérfana esta terrible droga; pero sí la receta, y en cuanto se acordó de ella, buscola en un cajón de la cómoda donde tenía varios recuerdos de su padre. Al desdoblar el papel no pudo reprimir cierto espanto. El suicida más empedernido no mira con completa calma las tijeras que ha robado a la Parca. La receta decía: Cianuro potásico-dos gramos... Agua destilada-doscientos gramos... Uso externo.

«En cinco minutos... sin chistar... es decir, sin dolor ninguno -pensó Amparo, extraviada hasta el punto de mirar el papel como un amigo triste-. No pasará de mañana».

Lo guardó en el bolsillo de su traje, haciendo propósito de ir ella misma a la botica en busca de su remedio. ¿Pero cuándo?... Aquella tarde no; por la noche tampoco. Sería prematuro. Al día siguiente... sin fijar hora...

La soledad en que estaba continuó toda la   —319→   tarde, mas siniestra y pavorosa a cada hora que trascurría. Vino la noche y se entenebreció aquel cielo húmedo, semejante a un lodazal. Creeríase que los tejados iban a criar hierba, y desde arriba se sentía el chapoteo de los pies de los transeúntes en el fango de las calles.

Dieron las seis, las siete, las ocho. Ni un alma viviente se llegó a la puerta de aquella casa para tirar del verde cordón de la campanilla. ¡Las nueve, y no venía nadie! A las diez, pasos; pero los pasos se perdieron en otro piso. A las once dudas, inquietud, delirio. Las doce contaron doce veces en el reloj de la Universidad el plazo último que la esperanza se había dado a sí misma. La una pasó breve y esquiva, confundiéndose con las doce y media. Oyendo las dos, la mente de la Emperadora repitió alucinada el concepto de aquel borracho que dijo: ¿dos veces la una? Ese reloj anda mal. Las tres fueron acompañadas de lejanos cantos de gallo, y las cuatro siguieron tan de cerca a las tres, que ambas parecían descuido del tiempo o que eran horas gemelas. Breve letargo ocultó a Amparo el son de las cinco. Pero de repente vio el techo de su casa. El día empezaba a entrar en ella, es decir, otro día, el siguiente a aquel otro que pasó. ¡Cosa más tonta...! Pues en aquel día se había de matar irremisiblemente. Amaneció lloviendo también, la tierra bebiendo lágrimas del cielo.

  —320→  

No tuvo Amparo que vestirse porque se había acostado vestida en el sofá. Ella misma notó que no podía hacer cosa alguna sin equivocarse. Por tomar una toalla cogía la palmatoria. Fue a hacer chocolate, y no recordaba como se hacía. En vez de entrar en la cocina entraba en la alcoba, y queriendo ponerse las botas bonitas, con caña gris perla, sólo después de mucho andar por la casa buscándolas echó de ver que las tenía puestas.

Por fin se desayunó con chocolate crudo y agua. No tenía cerillas, porque las había arrojado por la ventana creyendo arrojar la caja vacía.

«Ahora -pensaba-, recordando los sucedidos que leyera alguna vez en La Correspondencia, cuando vean los vecinos que pasan días y que no se abre la puerta, darán parte a la justicia... vendrá mucha gente, descerrajarán la puerta y me encontrarán... ahí... tendida en el sofá... blanca como el papel... yerta».

Mirándose al espejo, añadió:

«Me pondré el vestido negro de seda... que no he estrenado todavía».

¡Las ocho, las nueve!... aquel maldito reloj de la Universidad no perdonaba hora... A las diez se había puesto la suicida el traje de seda negro, después de arreglarse un poco el pelo... aunque bien mirado, ¿para qué?...

«Iré a la botica de la calle Ancha... No; mejor será a la de la calle del Pez».

  —321→  

¡Jesús!... creyó saltar hasta el techo del susto... ¡Había sonado la campanilla de la puerta!... Abrir, abrir en seguida. Era D. Francisco Bringas. Nunca había estado allí el gran Thiers, y como era tan bueno, cuando Amparo le vio, díjole el corazón que no podía venir a cosa mala. No pudiendo reprimir su gozo, corrió a abrazarle. Figurábase que habían trascurrido años sin ver un rostro de persona amiga. Algo importantísimo pasaba cuando D. Francisco iba a visitarla.

«Hija mía -le dijo el bendito señor dejándose abrazar-, yo sostengo que todo es calumnia... Si al principio la misma sorpresa me desconcertó, luego he dicho: 'mentira, mentira'. Hay cosas tan horribles que no se pueden creer».

-No se pueden creer -repitió Amparo, entristeciéndose otra vez,

-Y como no has parecido por casa, he venido para decirte que te apresures a sincerarte, a disculparte, a probar tu inocencia. ¡Ah, hija mía, no sabes cómo está el pobre Agustín!

Amparo se quedó como muerta... Con un gemido pronunció las dos palabras: «¡Lo sabe!...».

-Sí... cree... le han hecho creer... ¡Qué infame cuento! Rosalía, como es tan crédula, como es tan inocente, también te acusa, aunque disculpándote; pero yo no me doy a partido, yo no creo nada, yo rechazo todo, absolutamente todo.

Decíalo subrayando en el aire con su enérgico   —322→   dedo las palabras. ¡Cuánto le agradeció la pecadora esta terquedad indulgente!

«Pues sí, el pobre Agustín está que se le puede ahorcar con un cabello... Entre unos y otros le han llenado la cabeza de viento. Creo que fue Torres quien llevó el chisme a Mompous, y Mompous debió decirlo a mi primo, como pretendiendo hacerle un favor. Te juro que esto me pone furioso. Rosalía niega que haya tenido participación en ello, y lo creo: es incapaz... Ayer estuvo Agustín en casa todo el día... empeñado en que Rosalía le contara... Mi mujer no podía decirle nada contra ti... Al contrario, te defendía... Está el pobre que da lástima verle. Ahora mismo vengo de su casa, y si acudes pronto, si no pierdes tiempo, puedes quitarle de la cabeza lo que le atormenta... Ven».

-¡Yo! -murmuró Amparo como una idiota, resistiendo al cariñoso esfuerzo de Bringas, que la quería llevar tirándole de un brazo.

-¿No quieres venir?... ¿en qué quedamos? ¿Permites que te calumnien así?... ¡y tú tan tranquila!

-Tranquila no...

-¡Porque es calumnia... calumnia!... -exclamó Thiers, clavando en ella el rayo de sus ojos, que parecía que se aguzaba al pasar por las gafas.

-Sí... calumnia... quiero decir... no... es preciso explicar... parece...

  —323→  

Amparo se enredaba en sus propias palabras.

«¿Vienes o no?» -le dijo Bringas caviloso, tratando de llevarla casi por fuerza.

-¿Ahora? -replicó ella, poniéndose del color de la más blanca cera-. Tengo que ir a la botica...

-Es verdad que estás enferma... Hija, después te curarás... Te encuentro pálida... Es preciso que hagas un esfuerzo. ¿Qué, tu deshonra no te afecta? ¿Puedes ver con calma que se digan de ti tales horrores?...

-¡Oh, no...!, si son horrores no son verdad.

-Pues ven... Por ti, por mi primo deseo yo que esto se aclare. Si no vienes pronto, quizás la cosa se complique. Hay moros por la costa, hija de mi alma. Si no acudes pronto, Agustín, que está como demente, se pondrá al habla con tu enemigo, y figúrate si este le llenará la cabeza de viento... Aún es tiempo... Corre, acude pronto. Agustín está en su casa. Le he dejado yo allí en tal estado de abatimiento que parece un colegial que ha perdido curso. Llegas, te arrojas a sus pies, lloras, le suplicas que te escuche y que no haga caso de la maledicencia, le cuentas lo que haya, si es que hay alguna cosilla un poco más libre de lo regular... Todo podría ser, cosas del mundo... Oye bien; le dices cosas que te salgan del corazón, cosas tiernas, bien sentidas, y así le sujetas, le contienes...

Amparo miraba a su protector como persona   —324→   que no tiene ninguna idea favorable ni contraria que oponer a lo que oye.

«¿Pero te has vuelto idiota? -clamó él lleno de impaciencia y alzando la voz como cuando se habla con un sordo-. Mira; tú te lo pierdes... te he dicho que sólo tú puedes sujetarle y contenerle, dándole explicaciones, si las hay, acariciándole y poniéndole delante tu linda cara para que se encandile... Como no te decidas, no sé lo que pasará. Le han dicho, y Rosalía me jura que no ha sido ella; le han dicho que Doña Marcelina Polo posee dos cartas tuyas, dirigidas no sé a quien, y héteme aquí al hombre rabiando por verlas, por tener una prueba de tu... yo sostengo que es calumnia... Pero ¡ay!, sabe Dios si esa bendita señora, que no te quiere bien, le hará ver lo blanco negro».

Maquinalmente dijo Amparo estas palabras:

«Ha ido a ver a Doña Marcelina...».

-No, mujer, no, no -gritó Bringas creyendo siempre que hablaba con un sordo-; pero irá. Mandó recado con Felipe esta mañana, preguntando la hora en que podría ver a esa señora, y han contestado que a las doce... Ya son las once y cuarto. Ponte el manto y no pierdas un minuto. He almorzado con él. El pobre no comía nada...

Sin esperar a más razones, Bringas tomó el velo y el mantón que en una silla estaban y se los puso a ella. Amparo, cada vez más privada   —325→   de voluntad, de discernimiento y de resolución, dejaba hacer a D. Francisco. Él la cogió por un brazo, la llevó hacia la puerta. Salieron, cerraron.

«Porque es tontería -dijo Bringas bajando la escalera-, que te acoquines así, cuando quizás con una palabra... Todavía le encontrarás allí, si no nos descuidamos... Ya sabes, le hablas al corazón. Si hay algo, si hay algún reparillo antiguo, la verdad, Amparo, la verdad siempre por delante. Fíjate bien en el carácter de Agustín, en su rectitud, en el aborrecimiento que tiene a los enredos. La idea de ser engañado le saca de quicio... Perdonará el mayor delito confesado, antes que una trivial falta encubierta. Fíjate bien, y ten alma, ten arranque...».

Oía esto la joven como se oyen zumbidos de tempestad lejana. Iba por la calle como un autómata. Creía que la gente toda que veía participaba de aquel su afán, que por lo excesivo rayaba en imbecilidad.

«Más prisa, hija, más prisa... -decía Thiers-. Son las doce menos veinte. Tomaremos un coche. Te dejaré en la puerta. No subo contigo, porque para esta entrevista delicada conviene que los dos estéis solitos... Yo me voy a mi oficina».

Durante la breve travesía en coche repitiole las mismas exhortaciones una y otra vez. «Cuidado, hija, cuidado... sentimiento y sinceridad...   —326→   No te aturrulles... no te contradigas. Si hay algo, apechuga con ello. Si no hay nada, ¡cébate en los calumniadores, duró en ellos, leña en ellos, firme...!».

Llegaron a la calle del Arenal y ambos salieron del coche. En la puerta, Bringas no creyó oportuno volver a amonestarla, y cuando la vio subir se fue al ministerio.




ArribaAbajo- XXXIV -19

Amparo subió, y viendo aquella puerta de caoba, ancha, barnizada, hermosísima, imaginó detrás de ella la escena que iba a pasar y las cosas que iba a decir. Puerta más venerable no había visto nunca. No se le igualaban las de una santa catedral, ni las del palacio del Papa, ni casi casi las del Cielo. ¡Dios misericordioso! ¿Sería al fin aquella la puerta de su casa?

Puso la mano en el tirador de reluciente metal. «¿Será esta -pensó- la primera y última vez que yo llame aquí?».

No tuvo tiempo de hacer más consideraciones. Felipe abrió la puerta.

«¿Tu amo...?».

-No está... Pero pase usted...

Amparo entró. ¡Y no estaba!... El destino fruncía el entrecejo, anunciando un desastre.

Estas bromas del tiempo ¡qué pesadas son! Estas aparentes discrepancias del reloj eterno,   —327→   haciendo coincidir unas veces los pasos de las personas, otras no, contrariando siempre los deseos humanos, ya para nuestro provecho, ya en daño nuestro, son la parte más fácilmente visible de la gran realidad del tiempo. No apreciaríamos bien la idea de continuidad sin estos frecuentes desengranajes de nuestros pasos con la dentada rueda infinita que no se gasta nunca. El Arte, abusando del Acaso para sus fines, no ha podido desacreditar esta lógica escondida, sobre cuyos términos descansa la máquina de los acontecimientos privados y públicos, así como estos vienen a ser pedestal del organismo que llamamos Historia.

«¿Sabes a dónde ha ido?» -dijo la Emperadora pasando al salón.

-A la casa de Doña Marcelina Polo, calle de la Estrella. Esta mañana fui yo a pedir hora, y me dijeron que a las doce.

-¡A las doce!...

-Sí señora... No sé cómo no le encontró usted. No hace diez minutos que salió. Debe ir ahora por la calle de Hita o por el callejón del Perro. ¿Ha venido usted por la Costanilla?

-Sí, y en coche.

-Aguárdele usted... no tardará en volver.

Pasó del salón al gabinete, y luego a otro que era... el suyo. ¡Ironías del hado!

Centeno se alejaba...

«Felipe».

  —328→  

-Señorita...

-Nada, nada. Es que...

Diéronle impulsos de salir otra vez y de volverse corriendo a su casa. Se le representaron en su aturdida mente dos papeles escritos por ella mucho tiempo antes, dos cartas breves, llenas de estupideces y de la mayor vergüenza que se podía concebir... Su corazón no era corazón, era maquinilla loca que corría disparada y se iba a romper de un momento a otro... ¡Adiós esperanza! En aquel momento Caballero entraba en el aposento de la mujer de caoba; ambos hablaban...

«Felipe».

-Señorita...

-Me voy... enséñame la salida. No acierto a andar en este laberinto.

Dio algunos pasos. Las fuerzas le faltaron y dejose caer en un sillón. Temía perder el conocimiento.

«¿Está usted mala?... ¿Quiere que llame a Doña Marta?».

-No, por Dios, no llames a nadie. Mira, hazme el favor de traerme un vasito de agua.

-Al momento.

En el breve rato que Felipe estuvo fuera, Amparo esparció sus miradas por la lujosa habitación en que se hallaba. «Aquí iba yo a vivir -pensó, mientras la pena fiera rechazaba en el fondo de su alma el gozo salvaje que quería entrar   —329→   en ella-. Aquí iba a vivir yo... pues aquí quiero que se acabe mi vida.

«Gracias -dijo a Felipe, tomando el vaso de agua y poniéndolo sobre la mesa-. Ahora me vas a hacer otro favor».

-Lo que usted me mande.

-Pues tendrás la bondad -dijo lentamente Amparo, registrando su bolsita y sacando un papel-, de ir a la botica, que está en esta misma calle, dos puertas más abajo... Toma la receta; me traes esta medicina... Es una cosa que tomo todos los días para los nervios, ¿sabes?.. Aguarda, ten el dinero... Corre prontito, aquí te aguardo...

-Voy al momento.

Desde el pasillo, volvió Centeno apurado y dijo:

«Para que usted no se aburra...».

-¿Qué?

-Nada: voy a darle cuerda a la caja de música de los pajarucos. Así se entretendrá usted mientras está sola.

Empezó a sonar la orquesta en miniatura, y los pájaros, abriendo sus piquitos y batiendo las alas, parecía que cantaban en aquella floresta encerrada dentro de un fanal. Muy satisfecho de su ocurrencia, Felipe salió.

La desventurada puso su atención en las avecillas durante cortísimo rato. Luego se dio a pensar en su resolución, que era inquebrantable.   —330→   En cinco minutos concluía todo. Cuando él volviera, la encontraría muerta. ¿Qué diría? ¿Qué haría?... Porque vendría furioso, decidido a matarla o a decirle cosas terribles, lo que era mucho peor que la muerte. ¿Cómo soportar bochorno tan grande?... Imposible, imposible. Matándose, todo acababa pronto. En la preocupación del suicidio no dejó de ocurrírsele la semejanza que aquello tenía con pasos de teatro o de novela, y de este modo se enfriaba momentáneamente su entusiasmo homicida. Aborrecía la afectación. Pero acordándose de las cartas, era tal su horror a la existencia, que no deseaba sino que Felipe volviera pronto para concluir de una vez.

«Cuando Agustín entre me encontrará muerta». Esta idea le daba cierto gozo íntimo, indescifrable. Era la última ilusión que, surgiendo de la vida, iba a tener su término y florescencia en los negros reinos de la muerte, como los cohetes que salen echando chispas de la tierra y estallan en el cielo.

«¿Y qué dirá, qué pensará cuando me vea muerta?... ¿Llorará, lo sentirá, se alegrará?... Porque de seguro a estas horas ya lo sabe todo, y me despreciará como se desprecia al gusano asqueroso cuando se le pone el pie encima para aplastarlo... Ahora estará viendo aquello... ¡Virgen de los Dolores, perdóname lo que voy a hacer!».

  —331→  

Los pájaros de cartón, animados por diabólico mecanismo, ponían a esto comentarios estrepitosos con su cantar metálico y aleteaban sobre las ramas de trapo. Era como vibración de mil aceradas agujas, música chillona que rasgaba el cerebro, embriagándolo. Amparo creía tener todos los pájaros dentro de su cabeza.

Por un instante la monomanía del suicidio se suavizó, permitiéndole contemplar la bonita habitación. ¡Qué sillería, qué espejos, qué alfombra!... Morirse allí era una delicia... relativa... ¡Oh, María Santísima, si no fuera por aquellas dos cartas...! ¿Por qué no se murió antes de escribirlas?...

En esto llegó Felipe. Traía un frasquito con agua blanquecina y un poco lechosa. Púsola en la mesa, donde estaba aún el vaso de agua con azucarillo y una cuchara de plata.

«¿Se le ofrece a usted algo más?» -preguntó, alzando un poco la voz, porque la algazara de los pajarillos lo exigía así.

-Haz el favor de traerme un papel y un sobre. Tengo que escribir una carta.

-¿Y tinta?

-O si no lápiz: es lo mismo.

-¿Quiere usted otra cosa? -preguntó Centeno al traer lo que se le había pedido.

-Nada más. Gracias.

El sabio Aristóteles se fue.

Cuando se encontró sola, Ampara tuvo momentos   —332→   de vacilación; pero la idea del suicidio la acometió tras uno de ellos con tanto brío, que quiso poner la muerte entre su vida y su vergüenza. ¡Doña Marcelina... las cartas!... Esta vez le entró como un delirio, y paseó agitadamente por la estancia tapándose, ya los ojos, ya los oídos. No veía nada; perdió el conocimiento de todas las cosas que no fueran su perversa idea; en su cerebro hubo un cataclismo. Sobre el barullo de su razón desconcertada, fluctuaba triunfante la monomanía del morir, dueña ya del espíritu y de los nervios.

¡Momento de solemne estupor salpicado de aquellas punzantes notas de los pájaros cantores! La demente vertió el agua que estaba en el vaso, y echando en él la mitad del contenido del frasco, se lo bebió... ¡Gusto más raro! ¡Parecía... así como aguardiente...! Dentro de cinco minutos estaría en el reino de las sombras eternas, con nueva vida, desligada del grillete de sus penas, con toda el deshonor a la espalda, arrojado en el mundo que abandonaba como se arroja un vestido al entrar en el lecho.

Ocúrrele pasar a la habitación vecina. Es su alcoba. ¡Soberbio y como encantado tálamo! Hay también un sofá cómodo y ancho. No bien da cuatro pasos en aquella pieza, advierte en su interior como una pena, como una descomposición general. Cree que se desmaya; que pierde el conocimiento; pero no, no lo pierde. Ha pasado   —333→   un minuto nada más... Pero siente luego un miedo horrible, la defensa de la naturaleza, el potente instinto de conservación. Para animarse dice: «Si no tenía más remedio; si no debía vivir». La flojedad y el desconcierto de su cuerpo crecen tanto, que se desploma en el sofá boca abajo. Nota una opresión grande, unas ganas de llorar... Con su pañuelo se aprieta la boca y cierra fuertemente los ojos. Pero se asombra de no sentir agudos dolores ni bascas. ¡Ah!, sí, ya siente unas como cosquillas en el estómago... ¿Padecerá mucho? Empieza el malestar, pero es un malestar ligero. ¡Qué veneno tan bueno aquel, que mata tranquilamente! De pronto le parece que se le nubla la vista. Abre los ojos y lo ve todo negro. Tampoco oye, y los pájaros cantan allá lejos, como si estuvieran en la Puerta del Sol... Y entonces el pánico la acomete tan fuertemente, que se incorpora y dice: «¿Llamaré? ¿Pediré socorro? Es horrible... ¡morirse así!... ¡qué pena!, ¡y también pecado!...». Escondiendo su rostro entre las manos hace firme propósito de no llamar. ¿Pues qué, aquello es acaso una comedia? Después se siente desvanecer... se le van las ideas, se le va el pensamiento todo, se le va el latir de la sangre, la vida entera, el dolor y el conocimiento, la sensación y el miedo, se desmaya, se duerme, se muere... «Virgen del Carmen -piensa con el último pensamiento que se escapa-, ¡acógeme...!».



  —334→  

ArribaAbajo- XXXV -20

No se sabe a punto fijo por qué conducto entraron en el espíritu de aquel buen Caballero las sospechas, y tras las sospechas algo que las confirmaba, noticias, datos y referencias. Créese que el llamado Torres fue quien llevó el cuento desde la Costanilla al escritorio de Mompous, y que el Mompous lo trasportó luego con acento catalán a los propios oídos de Caballero, justificándose con las razones adecuadas al caso... Lo hacía movido de amistad para ponerle en guardia. Quizás era calumnia; pero como la especie corría, conveniente era notificarla al más interesado en ello por el honor de su nombre etc... La impresión que estas revelaciones hicieron en el confiado amante pueden suponerla cuantos le conozcan por estas páginas, o porque realmente le hayan tratado. Aquel hombre de tan sosegada apariencia pasaba fácilmente de un abatimiento sombrío a un furor pueril. Rosalía le tuvo miedo cuando le vio entrar aquella tarde tres horas después de haberse ido Amparo a su casa, pasada la escena del desmayo. Fue la tarde del lunes.

En breves palabras contó Agustín a su prima lo que le habían dicho, y poniéndose de un color increíble, apretando los dientes y crispando las   —335→   manos, dijo: «Si es mentira, el perro que lo inventó me la ha de pagar».

«Vamos, vamos, cálmate, por amor de Dios... -le dijo Rosalía-. Si te pones así... si te ofuscas, quizás veas las cosas más negras de lo que son. En estos casos graves cada cual debe portarse como quien es, y tú eres un caballero decente y juicioso».

-Por tu modo de hablar -dijo Agustín sin aplacarse-, vengo a comprender que tú también lo sabías... y esta es la hora en que ni tú ni Bringas me habíais dicho una palabra, al menos para ponerme sobre aviso.

-Nosotros -replicó la dama con dignidad altanera-, no tenemos por costumbre hablar de lo que no nos interesa, ni dar consejos a quien no nos los pide. ¿Cómo querías que nos arriesgáramos a desconceptuar a una persona de nuestra familia, cuando con ello te dábamos un golpe mortal, y cuando no teníamos tampoco seguridad del hecho, ni podíamos darte pruebas?... Comprende, hijo, que esto es grave... Y di una cosa: cuando te fijaste en ella para hacerla tu mujer, ¿nos consultaste a nosotros sobre punto tan delicado, como parecía natural? Nada de eso. Allá tú lo arreglaste solo, y cuando nos percatamos de ello ya lo tenías muy bien guisado y comido.

Al decir esto y lo que siguió, cualquiera, que atentamente observara a Rosalía, podría haber   —336→   sorprendido en ella, junto con el deseo de convencer a su primo, el no menos vivo de hacer patente su hermosura, realzada en aquella ocasión por el esmero del vestir y por aliños y adornos de mucha oportunidad. Cómo enseñaba sus blancos dientes, cómo contorneaba su cuello, cómo se erguía para dar a su bien fajado cuerpo esbeltez momentánea, eran detalles que tú y yo lector amigo, habríamos reparado, mas no Caballero, por la situación de su espíritu.

«Y no creas -añadió Rosalía con semblante triste-; nos ha llegado al alma que no consultaras con nosotros un asunto en que podría comprometerse tu honor... No has tenido presente lo que te queremos, lo que nos interesamos por ti».

-Voy a verla, -dijo Agustín con repentino arranque, y sin hacer caso de las ternuras de su prima-. Lo primero es oír lo que ella dice.

-Creo que pierdes el tiempo si vas a su casa, -manifestó Rosalía acudiendo diligente a contener aquel natural arranque-. No la encontrarás. Yo sé que no la encontrarás...

Caballero la miraba como lelo.

«Tengo motivos para saberlo, y no te digo más -añadió con estudiada frialdad la Bringas-. Vete a tu casa y no te muevas de allí, que la misma Amparo irá a verte y a pedirte perdón... Así al menos me lo ha prometido. Esta mañana ha estado aquí la pobrecilla, y te juro que peor rato no he pasado en mi vida. Daba compasión   —337→   verla y oírla. ¡Dios mío, qué lágrimas, qué suspiros! Se me desmayó en el cuarto de la labor y tuve que traerla aquí. Era una Magdalena, una infeliz arrepentida... Lo que más le duele, hijo, es haberte engañado. No debes tratarla mal; no debes ensañarte con ella, porque su dolor es muy grande... cree que la vas a matar... Ya le he dicho que no eres un Otelo y que no te dará tan fuerte. Me ha prometido ir a tu casa y darte las más leales satisfacciones. Bien sabe la pobre que ya no puede ser tu mujer, pero el desprecio tuyo la enloquece... Es una desgraciada, que en medio de todo conserva cierto pudor...».

Agustín dio dos vueltas sobre sí mismo, síntoma de horrible desesperación, como lo es de la embriaguez. Se fue sin añadir una palabra más y se metió en su casa. Arnáiz y Mompous fueron aquella noche a jugar al billar, y durante el juego afectaba el indiano gran tranquilidad. Hasta se le vio más comunicativo que de ordinario.

Al día siguiente, martes, día de lluvia y tristeza, Agustín pasó toda la mañana dando vueltas en su despacho. Esperaba alguna visita de interés sin duda; pero la que recibió fue la de Rosalía, muy guapetona, muy remozada, muy fresca y tan bien puesta como cuando iba al teatro.

«Tú no estás bueno -le dijo con afectuosa franqueza-. Lo comprendo, porque estas cosas impresionan, creo que debes serenarte y procurar dar todo al olvido...   —338→   ¡Un hombre como tú...! Sí, encontrarás mujeres a millares... y mil veces más guapas, mil veces más interesantes... ¿Y qué? ¿Ha venido? Presumo que no, porque mandé recado a su casa y no está allí ni sabe nadie su paradero. Te juro que me causa una pena... ¡pobrecilla! Si después de todo no tiene mal fondo. Entre estas desgraciadas, las hay con excelente natural y hasta con asomos de dignidad. Lo que es aguardar las apariencias no hay quien le gane a esta».

Como él no le contestara nada, pues parecía más atento a las flores de la alfombra que a los dichos de su prima, esta hubo de dar otra dirección a su afectuosidad.

«Repito que no estás bueno. Tienes color de cardenillo... ¿A ver el pulso? Ardiendo... Reposo, hijito, reposo es lo que te conviene. No recibas a nadie, no hables, no escribas. Échate en el sofá y abrígate con la manta de viaje. Yo te cuidaré, pues por tu salud bien puedo dejar todas mis obligaciones. Te haré refrescos; me estaré aquí todo el día, y si te pones verdaderamente malo, me quedaré también toda la noche».

Agustín rechazaba la idea de enfermedad. Entre una y otra pausa, deslizaba Rosalía consejos y amonestaciones llenas de dulzura y amistad... «No lo tomes tan fuerte... Si hubieras consultado a tiempo conmigo... Lo mejor es que te acuestes... tienes frío».

  —339→  

Más tarde, mucho más tarde, Agustín, interpretando sin reserva lo más espontáneo y natural que en su alma existía, se dejó decir estas graves palabras:

«Esa mujer se me ha clavado en el corazón, y no me la puedo arrancar».

Al oír esto, Rosalía se quitó la cachemira y quedose en cuerpo. Hacía calor. Para consolar a su primo echó retahílas de frases, llenas de cariñosas y bien pensadas expresiones. En medio de ellas salió a relucir Doña Marcelina Polo, única persona que podía dar noticias irrecusables del hecho, como poseedora de testimonios escritos.

«¿En dónde vive esa señora?» -dijo Caballero con ímpetu-. Ahora mismo voy allá.

-Es muy tarde. Por Dios, no te pongas así. Pareces un personaje de novela. Esa señora y las que viven con ella se acuestan a la hora de las gallinas. Mañana podrás ir pero no muy temprano, porque desde el alba se van las tres a la iglesia. Lo mejor es que le mandes un recado con Felipe para que te fije hora.

Entró D. Francisco, que venía de su paseo.

«¿Qué tal?...».

-Le digo que se meta en la cama y no quiere hacerme caso.

-¿Apostamos a que es todo calumnia? -dijo el bondadoso Thiers.

Agustín les rogó que se quedaran a comer,   —340→   lo que ellos aceptaron de buen grado. Centeno fue a la Costanilla a decir a Prudencia (alias Calamidad) que diera de comer a los pequeños, porque los papás no volverían a su casa hasta muy tarde.




ArribaAbajo- XXXVI -21

¡Miércoles!... Digno sucesor del día precedente, fue todo humedad y penumbra, el cielo llorando, la tierra convertida en lago sucio y espeso. Creeríase que una gran masa de chocolate gris se había derramado sobre las calles. Las movibles bandadas de paraguas iban por las aceras, cediéndose el paso con dificultad y cubriendo mal a las personas. Los chorros de los canalones tocaban sobre ellos redobles de tambor, y unos a otros se embestían, se picoteaban, se arañaban. Veíanse sombreros parecidos a manantiales, y caras semejantes a las de los tritones y náyades de mármol que desempeñan el más húmedo de los papeles en las fuentes públicas.

Miraba esto Agustín tras los cristales del balcón de su cuarto, y al compás de aquella tristeza del tiempo se cantaba a sí mismo esta elegía sin música:

«¿Por qué no te quedaste en Brownsville, bruto? ¿Quién te mete a ti en la civilización? Ya lo ves... a las primeras de cambio ya te han   —341→   engañado. Juegan todos contigo, como con un chiquillo o con un salvaje. Cuando desconfías, te equivocas. Cuando crees, te equivocas también. Este mundo no es para ti. Tu mundo es el río Grande del Norte y la Sierra Madre; tu sociedad las turbas de indios bravos y de aventureros feroces; tu trato social el revólver, tu ideal el dinero. ¿Quién te mete en estos andares? Unos por fas y otros por nefas, todos se ríen de ti y te embaucan y te explotan».

-Señor -dijo Felipe entrando en la habitación-. Doña Marcelina está en la iglesia. Otra señora que vive con ella, y a quien yo conozco, me ha dicho que puede usted ir a las doce.

D. Francisco no tardó en aparecer con la cara risueña y el carrik22 mojado. Su esposa estaba atareadísima con el vestido de baile, y no podía venir hasta después de medio día. Hablaron luego de lo que tanto perturbaba al indiano, y Thiers sacó a relucir lo más atenuante y conciliador que le sugería su bondad. Todo era calumnia, y más valía que Agustín no se metiese en más averiguaciones. Mucho le entristeció lo que le dijo su primo: «Una de dos: o me vuelvo a Brownsville, o me pongo el mundo por montera».

Almorzaron juntos, y antes de que el almuerzo concluyera, Bringas se levantó de la mesa con impaciente afán. Tenía una idea, y se apresuraba a realizarla, confiado en la seguridad   —342→   del éxito. Salió presuroso para ir a donde sabemos. Aunque Rosalía aseguraba que Amparito no estaba en su casa, bien podía haber vuelto ya. Quizás los vecinos sabían el paradero de las dos hermanas. Adelante, corazón noble, y no temas.

Caballero salió más tarde, y por las Descalzas, el Postigo, la calle de Hita, el callejón del Perro, etc... se dirigió a la calle de la Estrella. Fácil es suponer que tenía un humor de mil demonios y que no sabía escoger entre la duda y la certidumbre de su desgracia. Aquella tal Doña Marcelina, ¿qué casta de pájaro sería?

Esto pensaba al subir la escalera de la casa aquella, más vieja que el mal hablar. Llamó, y una criada le dijo que la señora no había venido aún, pero que no tardaría ni cinco minutos. Le pasaron a la sala, y cuando esperaba allí presentósele una dama de muy singular aspecto, blanca, fina, limpia y como vaporosa, una anciana que parecía una gatita, con dos esmeraldas por ojos, y que andaba con pies de lana sin que se le sintieran los pasos.

«Caballero -le dijo aquella humana reliquia mirándole con dulzura-, ¿es usted por casualidad del Toboso?».

-No señora -replicó él-, no soy del Toboso ni de la Mancha.

-¡Ay!, perdone usted...

Y se escabulló, mirando con recelo las ligeras   —343→   manchas de lodo que el visitante había dejado sobre la estera. Agustín reparó la sala, que contenía unas siete cómodas y otros muebles anticuadísimos, pero muy bien conservados, cuatro crucifijos, dos niños Jesús y obra de cuatro docenas de láminas de santos, con ramos de siemprevivas, lazos y cintas. No tardó en aparecer un semblante de talla de caoba detrás de un velo negro.

«¿Es usted el señor de Caballero?».

-Servidor de usted... yo deseaba...

Doña Marcelina hizo pasar a Agustín a un gabinete inmediato. Después de ver la sala, parecía que ya no había más cómodas en el mundo. Sin embargo, en aquel gabinete había tres. Un brasero con mucha lumbre daba calor a la desamparada pieza. El visitante y la de Polo se sentaron en sendos sillones.

«¿Ha visto usted qué día?» -indicó la señora, alzando su velo y publicando el bajo relieve de su cara, que no había cristiano que lo entendiera.

-Sí, señora, muy mal día... Pues yo vengo a suplicar a usted que tenga la bondad de darme noticias...

-Ya sé, ya sé -replicó la de Polo con severidad-. ¿Me pide usted informes, antecedentes de esa desgraciada? Si usted me lo permite, guardaré la mayor reserva, porque no está en mis principios esto de llevar cuentos y ocuparme   —344→   de acciones ajenas. Yo, aunque me esté mal el decirlo, no acostumbro perjudicar ni aun a mis mayores enemigos... No es por alabarme; pero a muchos que me han aborrecido les he colmado de beneficios...

-En el caso presente -dijo Caballero con afán-, usted puede hacer una excepción, en favor mío, contándome...

-Alto allá -interrumpió la austera dama. Yo no cuento nada, yo no sé nada, yo no he visto nada, absolutamente nada. ¿Que viene alguien y me dice que Amparo es una santa? Yo callada. ¿Que viene usted y me dice que se quiere casar con ella? Yo callada. Callar y callar es mi tema. Hoy he recibido a Dios, y si no tuviera bastantes fuerzas para seguir en mis trece, esto sólo me las daría.

-Pero señora, ¡por amor de Dios! -exclamó Agustín, en la mayor confesión-. La verdad es antes que todo.

-Precisamente hay verdades que no son para dichas... No me pregunte usted nada... mi boca es un broche... Únicamente le diré, y esto no porque a usted le pueda interesar, sino por mi propia satisfacción, que mi hermano se ha salvado; mi hermano está ya en camino de Marsella, de donde saldrá dentro de tres días para Filipinas; mi hermano no tiene mal fondo, y allá en aquellas tierras de salvajes mi hermano volverá en sí. ¿Sabe usted dónde está la isla de   —345→   Zamboanga? Porque me han dicho que usted, también viene de tierras de caribes. Pues allí, en aquella dichosa Zamboanga desembarcará mi hermano dentro de dos meses, y allí tendrá ocasión de cristianar herejes y hacer grandes méritos. No es esto decir que yo confíe absolutamente en su salvación, pues como la cabra tira al monte, el vicioso tira siempre... a lo que tira. ¡Oh!, ¡qué esfuerzos tuvimos que hacer a última hora! ¡Si hubiera usted visto...! ¡Qué hombrazo! En la estación nos decía que allá va a ser un Nabucodonosor con sotana. Que sea lo que quiera con tal que no vuelva a las andadas, ni parezca más por acá... Y no crea usted... ¡tengo un susto...! Se me figura que de Barcelona o de Marsella se nos vuelve a Madrid y se me entra por la puerta cuando menos le espere... Usted no le conoce bien. Y mienten los que le suponen mal natural; pues si no le hubieran embrujado, si no le hubieran sorbido los sesos, otro gallo le cantara.

En estado de contrariedad y de irritación indescriptibles, Caballero tuvo que contenerse para no hacer un disparate. La verdad, sentía ganas de darle un par de bofetadas.

«¡Ah! -exclamó la de madera-, ¿sabe usted que no se ha muerto la pobre Celedonia? La llevamos al hospital al día siguiente del escándalo... Y aunque le digan a usted otra cosa, yo no vi nada, yo no sé nada».

  —346→  

-Señora, yo no sé quién es Celedonia, ni me importa. Vamos a lo mío. Sé, me consta que usted posee dos cartas...

Su irritación le impulsaba a prescindir de todo miramiento y delicadeza. Planteó la cuestión en términos descorteses, diciendo:

«Necesito que usted me entregue esas dos cartas. Las compro, óigalo usted bien, las compro. Usted dirá».

-¡Ah!, ya no me acordaba de eso -declaró Marcelina, dirigiéndose a una de las cómodas.

-Las compro -repitió Agustín, saboreando la amargura de su curiosidad satisfecha.

La de Polo revolvió un momento en el cajón superior. Estaba de espaldas a Caballero, a bastante distancia. Agustín sintió roce de papeles. Después de una pausa, la voz de Marcelina dijo así:

«Pues ha de saber usted que aquí no hay nada, nada de lo que desea... Toque usted a otra puerta, que aquí no se compromete la reputación de ninguna persona, buena o mala. Si algún rengloncillo parece por estos escondrijos, seguiré el consejo del padre Nones, que me ha dicho: 'O entregarlo a su dueño o a las llamas', y yo...».

Volviose de frente a Caballero con las manos a la espalda.

«No hay nada, señor, no hay nada. Sigo en mis trece. Yo no hago mal a nadie, ni a mis mayores enemigos. Antes me morirá que dejar de   —347→   cumplir lo que me manda D. Juan Manuel, y como no he de ver a la interesada, ni tengo ganas de ello, atienda usted...».

Con rápido movimiento destapó el brasero y arrojó en él lo que en la mano tenía. Corrió Caballero a salvar del fuego lo que arrojara aquella endemoniada hembra; mas no llegó a tiempo. Las ascuas eran vivas, y el curioso no vio sino un papel que se retorcía y abarquillaba levantando tenue llama... Nada pudo leer sino un nombre que era la firma y decía: Tormento. Con la o final se enlazaba un garabatito... Sí, era su garabatito, su persona autografiada en aquel rasgo que parecía un pelo rizado.

Colérico y sin poder guardar las formas que le imponía la buena educación, por ser él hombre más perteneciente a la Naturaleza que a la Sociedad, en la cual se hallaba como cosa prestada, se encaró con la efigie de madera, y le dijo del modo más brutal.

«Me ha fastidiado usted... Quede usted con Dios o con el Diablo, que ya tiene en el cuerpo, y me alegraré de que reviente pronto...».

Salió escapado, furioso... Tomó la dirección de su casa; pero no había dado veinte pasos, cuando tuvo una inspiración, verdadero rayo celestial que entró en su mente. La calle de las Beatas estaba muy cerca... Secreto instinto le decía que allí podría tener la enfermedad ardorosa de sus dudas mejor remedio que en otra parte.   —348→   «¡Quién sabe! -pensó, despeñando su espíritu de una confusión a otra-, cuando todos me engañan y se divierten conmigo, puede ser que ella misma me diga la verdad... Vaya, que si ahora salimos con que es inocente... ¿Pero dónde está?, ¿por qué se oculta?... Será que me la esconden para que no la vea... ¡Maldita sea mi ceguera, mi inexperiencia del mundo!... Me engaña Rosalía, me engañan mis amigos y todos juegan con este pobre hombre, que no entiende de quisicosas... ¿Quién me dice la verdad?... ¿Qué voz escucharé de las que suenan en mi alma?, ¿la que dice: mátala, o la que dice: perdónala? Bruto, desgraciado salvaje, que no debías haber salido de tus bosques, júrate que sí te dice la verdad, la perdonarás... Sí que la perdonaré... me da la gana de perdonarla, señora Sociedad... Si es culpable y está arrepentida, la perdonaré, señora Sociedad de mil demonios, y me la paso a usted por las narices».

«La señorita Amparo -le dijo la portera-, ha salido hace media hora con un señor...».

-¿Con un señor?

-Sí, de gafas... pequeñito, con un carrik23 color de higos pasados.

-¡Ah!, mi primo... Abur...

Parece que lo hacía el demonio. Nunca había andado por las calles con tanta prisa, y nunca tuvo tantos entorpecimientos. El paraguas se le trababa a cada instante con los de las personas   —349→   que venían en dirección contraria. Creyérase que querían morderse y echarse unos a otros el agua que los inundaba. Luego, no cesaba de encontrar a cada instante personas conocidas que le detenían para preguntarle por su salud y decirle: «¿Ha visto usted qué tiempo?». Llegó a pensar que se habían dado cita en su camino para mortificarle. ¡Y para esto, Señor, había tenido él cierto empeño en que fuese limitado el número de sus amigos!

«D. Agustín, ¡qué tiempo! Mañana es luna nueva y puede que cambie» -le dijo en el callejón del Perro un dependiente de Trujillo.

-Abur, abur...

Por fin llegó a su casa... Al abrirle la puerta, díjole Felipe:

«La señorita Amparo le espera a usted...».

Y él, oyéndolo, tembló de sobresalto y de pena, de curiosidad y de miedo de satisfacerla... ¿Qué cara pondría ella?, ¿qué le diría?

«¿Y mi primo Bringas, está también?».

-No señor; la señorita vino sola.

Atravesó Caballero las habitaciones. En la primera no estaba, en la segunda tampoco. Lo que más le sorprendió fue oír la musiquilla de los pájaros. Pero en el momento de poner su pie en el segundo gabinete, calló la música de repente. Se le había acabado la cuerda. El silencio que siguió a la suspendida tocata era tan respetuoso y lúgubre, que Agustín tuvo miedo...   —350→   Pues allí tampoco estaba. Vio sobre la mesa un vaso, un frasquito. Entonces nuestro insigne amigo levantó con cierto temor la cortina de la alcoba y vio un pie... Espantado se detuvo, mirando mejor, porque el balcón de la alcoba estaba cerrado y había muy poca luz... Vio una falda negra... un brazo que colgaba, tocando la mano al suelo... una rosada oreja... un pañuelo que cubría la cara... Acercose con la horrible sospecha de que no había en aquel cuerpo señales de vida; tan inmóvil estaba... Miró de cerca... La tocó, la llamó... Sí, vivía... respiraba con trabajo cual si padeciera una fuerte congoja. Los ojos los tenía cerrados, secos...

Saliendo otra vez al gabinete, vio Caballero la receta... Leyó brevemente, corrió hacia fuera... Felipe vino a su encuentro en el salón...

«Que llamen un médico -le dijo el amo-. Di, ¿la señorita vino sola?, ¿la viste tú tomar...?».

-Una medicina, sí señor. Me mandó traerla de la botica.

-¡Tú!... ¡condenado! -exclamó Agustín arremetiendo al sirviente con tanto furor, que este creyó llegado el fin de sus días.

-Señor... -balbució llorando Felipe- la medicina la hice yo...

-¿Con qué?... perro... asesino.

-No tenga cuidado... El boticario me dijo que era veneno, y entonces yo... ¡ay, no me pegue!... me vine a casa, cogí un frasco vacío, lo   —351→   llené de agua del grifo... y en el agua eché...

-¿Qué echaste, verdugo?

-Lo eché un poco de tintura de guayaco... de la que trajo Doña Marta cuando le dolieron las muelas.

-Llama a Doña Marta... No avises todavía al médico.

Caballero volvió al gabinete. En la mesa había también una carta. Rompiendo el sobre, leyó estas torcidas letras escritas con lápiz: Todo es verdad. No merezco perdón, sino lástima. Después seguía el nombre de Amparo, y tras de la o, el garabatito... ¡Infame garabatito!... Corrió hacia ella, porque la había sentido gemir... La suicida mirole con ojos extraviados y empezó a decir medias palabras, muy incoherentes y sin ningún sentido.

«Esto es delirio... ataque a la cabeza» -dijo Doña Marta, que había acudido presurosa...

-Que llamen a un médico; no, no, que no lo llamen. Esperar, esperar...

Y volvió al gabinete. O el señor estaba demente o le faltaba muy poco.

-Doña Marta.

-Señor...

-¿Qué hacemos?

-Esto es grave. Dice disparates y tiene un rescoldo en la cabeza...

-Llevarla a su casa... llevarla a su casa inmediatamente, a su casita -dijo Caballero sacando   —352→   de su confusión un propósito claro-. Encárguese usted, Doña Marta, de que vaya bien, y váyase usted con ella. Tú, Felipe, traes un coche; pero un coche decente, un coche bueno... No, mejor será que traigas el primero que encuentres... Doña Marta, encárguese usted de llevarla, y cuide de que nada le falte... Luego, Felipe, avisas el médico, un buen médico, ¿estás?, y le dices que vaya allá, a su casa... Arropármela, digo, arroparla bien... Que no se enfríe... Pronto; al avío... Eso no será nada.

Dadas estas órdenes, miró aún, desde el gabinete, el lastimoso aunque bello cuadro: el pie descubierto, el brazo colgante, el oval rostro descolorido, la entreabierta boca... ¡Oh, dulces prendas...! Con el corazón despedazado se encerró mi hombre en su despacho... Si no lloraba era porque no podía, que ganas no le faltaban.




ArribaAbajo- XXXVII -24

Cuatro días después, según datos seguros, suministrados por la diligente observación de Centeno, estaba D. Agustín Caballero en el propio ser y estado que un convaleciente de enfermedad grave. Su mal color anunciaba insomnios y dietas, y su mal genio trastorno del ánimo, una manifestación hepática tal vez, complicada con melancolías o sentimientos depresivos. Y es muy de notar que pocas veces había estado nuestro   —353→   buen amigo tan locuaz, sólo que las cosas estupendas que hablaba se las decía a sí mismo. En el reparto de aquella comedia habíale tocado un monólogo o parlamento largo, que llevaba ya cuatro días de tirada, y no tenía visos de concluir; de modo que si el tal monólogo se oyera, el público estaría, como quien dice, tirando piedras. Por la repetición febril de ideas y conceptos era el tal soliloquio indigno de la reproducción. De tiempo en tiempo una idea desprendida de aquel íntimo discurso brotaba fuera, condensándose en frase pronunciada. Esta frase, al resonar en el gabinete, tenía un eco, el cual era emitido por los autorizados labios de Rosalía Bringas:

«Tienes razón; me parece muy bien pensado. Lo de marcharte a América es un rasgo de tontería pueril. Vete unos días a Burdeos, y allí te distraerás. Después vuelves aquí, donde tienes tantos amigos, donde eres tan querido y respetado... y ya cuidaremos de que no des más tropezones».

Estaban en el gabinete de los pájaros cantores, los cuales no habían vuelto a abrir el pico desde aquel triste lance. Habíase aventurado Rosalía a variar el lugar y colocación de algunos objetos por puro afán de mangonear. Impensadamente tal vez, tomaba ciertos aires de ama de casa, y daba disposiciones con soberanos modos. La noche anterior, Caballero, cuyo irritado   —354→   genio se manifestaba en las cosas más triviales, había dicho con altanería: «No quiero que se toque nada... Cada cosa en el sitio que ocupa...». Al oír esto, la señora había respondido algo desconcertada: «Bien, hombre... no creas que voy a desarmar el altarito... Ahí lo tienes todo... no me llevo nada».

Aquel día, después de aprobar con toda su alma la resolución del viajecito a Burdeos, la dama hizo crónica verbal de la fiesta celebrada en Palacio la noche antes. Como acababa de entrar de la calle, estaba sentada en el sofá, con su cachemira, manguito y velo. En un sillón yacía indolente la discreta humanidad del gran Thiers, mudo y melancólico, contra su costumbre, a causa de un gravísimo percance que la ocurriera en el baile, y que no se apartaba, ¡ay!, ni un segundo de su mente.

Caballero iba y venía con las manos en los bolsillos. Sin oír las encomiásticas descripciones que del sarao hacía su prima, parose ante un espejo, y mirándose... He aquí un trozo tomado al azar de su interminable parlamento, con traducción un tanto libre:

«Bruto, necio, simple, o no sé qué nombre darte... ¿para qué te metiste en la civilización? ¿Quién te manda a ti salir de tu terreno, que es la comarca fronteriza, donde los hombres viven pegados al remo de un trabajo tosco? Me estoy riendo de tu extravagante prurito de sentar plaza   —355→   en medio del orden, de ser una rueda perfecta en estos mecanismos regulares de Europa... ¡Vaya un fiasco, amiguito!... Háblate de la familia; pondérate el Estado; recréate en la Religión... A las primeras de cambio, la civilización, asentada sobre estas bases como un caldero sobra sus trébedes, se cae y te da un trastazo en la nariz y te descalabra y te tizna todo, poniéndote perdido de vergüenza y de ridiculez... Vida regular, ley, régimen, método, concierto, armonía... no existís para el oso. El oso se retira a sus soledades; el oso no puede ser padre de familia; el oso no puede ser ciudadano; el oso no puede ser católico; el oso no puede ser nada, y recobra su salvaje albedrío... Sí, rústico aventurero, ¿no ves qué triste y tonto ha sido tu ensayo? ¿No ves que todos se ríen de ti? ¿No conoces que cada paso que das es un traspié? Eres como el que no ha pisado nunca mármoles, y al primer paso se cae. Eres como el cavador que se pone guantes, y desde que se los pone pierde el tacto, y es como si no tuviera manos... Vete, huye, lárgate pronto, diciendo: 'zapato de la sociedad, me aprietas y te quito de mis pies. Orden, Política, Religión, Moral, Familia, monsergas, me fastidiáis; me reviento dentro de vosotras como dentro de un vestido estrecho... Os arrojo lejos de mí y os mando con doscientos mil demonios...'».

D. Francisco dio un gran suspiro, en el   —356→   cual, parecía que se le arrancaba el alma. Díjole su mujer frases consoladoras; pero él, como los que padecen gran tribulación, no conocía más alivio de su dolor que el dolor mismo, y apacentaba su alma con el recuerdo de su desdicha. ¿Cuál era esta? Digámoslo prontito. ¡¡¡Le habían robado el gabán en el guardarropa25 de Palacio!!!... Este siniestro, horripilante caso no era nuevo en las fiestas palatinas; ni había baile en que no desaparecieran tres o cuatro capas o gabanes... El desalmado que sustrajo aquella rica prenda dejó en su lugar un pingajo astroso y mugriento que no se podía mirar. De la caldeada fantasía de D. Francisco no se apartaba la imagen de su gabán nuevecito, con aquel paño claro y limpio que parecía la purísima epidermis velluda de un albaricoque, con aquel forro de seda que era un encanto. En su desesperación, el digno funcionario pensó dar parte a los tribunales, contar el caso a Su Majestad, llevar el asunto a la prensa; pero el decoro de Palacio le detenía. ¡Si él cogiera al pícaro, canalla, que...! ¡Parece mentira que cierta clase de gente se meta en esas solemnidades augustas!... Un país donde tales cosas pasaban, donde se cometían tales desmanes junto a las gradas del trono, era un país perdido. Por distraerse tomó un periódico.

«Ya no puede quedar duda -dijo con fúnebre acento después de leer un poco-; la revolución viene; viene la revolución».

  —357→  

-¡Me alegro!... ¡que venga! -exclamó Agustín parándose ante su primo.

-Esto ya no lo arregla nadie... El espíritu demagógico se ha desbocado... la nación se estrella, se descalabra. ¡Pobre España!... ¡Dios salve al país, Dios salve a la Reina!

-Me alegro...

-Porque no hay más que leer cualquier papelucho para ver que esto se desquicia... ¡Qué desorden de ideas, qué osadías, que falta de pudor, de vergüenza...! Ya no se respeta nada, ni el sagrado del hogar, ni la familia. La religión es escarnecida y los derechos del Estado son cosa de risa. La turbamulta avanza, la asquerosa canalla asoma las narices...

-Me alegro...

-Óyense ruidos subterráneos; el trono se tambalea. Pronto vendrá la catástrofe... Los descamisados harán de Madrid un lago de sangre, y lo del 93 de Francia será una fiesta pastoril en comparación de lo que tendremos aquí... Adiós propiedad, adiós familia, adiós religión de nuestros mayores. La piqueta demoledora, la tea incendiaria... ¡Oh!, vendrá también el comunismo, el ateísmo, la diosa Razón, el amor libre...

-Me alegro.

-Parece mentira -dijo de improviso Don Francisco, no pudiendo disimular, a pesar de su blanda condición, el enfado que sentía-; parece mentira que tú hables de ese modo, Agustín.   —358→   Parece mentira que diga me alegro un hombre como tú, afiliado al partido del orden, un propietario rico, un íntegro ciudadano que se enojó porque le señalaron poca contribución; un católico que ha socorrido al Papa en sus penurias; un sujeto que ofreció sus respetos a la Reina; un hombre, en fin, que blasonaba de ser todo ley, todo orden, ¡todo exactitud en el mecanismo social!... Ya verás... cuando llegue el día y entren aquí los tales y te despojen de tu propiedad y te corten la cabeza en la guillotina que se armará en la Puerta del Sol; ya verás si entonces dices me alegro... Quiero ver qué carita pones cuando veamos rodando por esos suelos el trono y el altar... cuando veamos... ¡Oh Dios mío!

Tanta elocuencia no era para la menguada humanidad de D. Francisco. Atragantose a lo mejor, y tuvo que guardar el resto para mejor ocasión. Pero amoscose más al ver que Agustín le contestaba con sonora carcajada, la más franca, la más espontánea que le había oído en su vida.

«Como entonces yo estaré lejos... -dijo el primo-. Allá me voy a mis fronteras, donde reinan la pólvora y la santísima voluntad de cada cual. Alumno de la anarquía, en ella me crié y a ella debo volver».

-No, no, no -declaró Rosalía con vehemencia, levantándose y poniendo su mano protectora   —359→   sobre el hombro del primo-. No hables de volver a esos andurriales. Aquí has de vivir, aquí con nosotros, que tanto te queremos. No hagas caso de mi marido, que está hoy excitado con el robo del gabán y todo lo ve negro. Aquí no pasará nada. Esos horrores sólo están en el entendimiento de mi pobre Bringas.

-Mira, Francisco -replicó Agustín echándose a reír otra vez-; no te apures por tan poca cosa. Te regalo cuatro gabanes. Encárgatelos, y di a tu sastre que me mande la cuenta. Mejor será que se los encargues al sastre mío.

Rosalía empezó a dar palmadas, como si estuviera en un teatro, y su alborozo era tan grande que no acertaba a expresar su júbilo de otra manera. Más tarde, camino de su humilde morada, soñaba despierta por las calles. «Es nuestro, pensaba, es nuestro...». Y después de recebar su imaginación en las hermosuras de aquella casa de la calle del Arenal, vivienda de ricacho soltero, veía montones de rasos, terciopelos, sedas, encajes, pieles, joyas sin fin, colores y gracias mil, los sombreros más elegantes, las últimas novedades de París, todo muy bien lucido en teatros, paseos, tertulias. Y esta grandiosa visión, estimulando dormidos apetitos de lujo, acreciéndolos luego hasta desligarlos de todo freno, le mareaba el cerebro y hacía de ella otra mujer, la misma señora de Bringas retocada y adulterada, si bien consolándose de su falsificación   —360→   con las ardientes embriagueces del triunfo.




ArribaAbajo- XXXVIII -26

El amo estaba desconocido; era otro hombre, según cuenta Felipe. A la dulzura habían sucedido displicencias. Reñía por cualquier motivo y no se le podía hablar, porque saltaba con cualquier disparate. Una mañana que al bueno de Ido se le ocurrió dirigirse a él, cuando estaba dando vueltas en el gabinete, y pedirle órdenes sobre unos asientos en el gran libro, el amo volviose a él furioso y...

«Creo -decía D. José al contarlo-, creo que si no echo a correr me tira por el balcón».

A Felipe le dio también algunos repelones. Pero este sabía manejarle, y cuando estaba con aquellas murrias, no se le acercaba. Una noche entró Centeno más satisfecho que de costumbre, y sin miedo fuese corriendo a donde el amo estaba para darle el siguiente parte:

«Dice el médico que la señorita está fuera de peligro... que no ha sido nada, y que hoy le ha mandado que se levante».

-Bien -dijo secamente el amo. Y un momento después:

-Felipillo... oye... Puedes irte al teatro esta tarde, que es domingo. No te necesito... Oye, oye. Si viene el cochero por la orden,   —361→   no le digas como otros días que se retire... sino me avisas.

Monólogo.

«La tengo clavada en mi corazón y no me la puedo arrancar. ¡Maldita espina, cómo acaricias hundida, y arrancada cuánto dueles! Te has lucido, hombre insociable, topo que sólo ves en las tinieblas de la barbarie, y en la claridad de la civilización te encandilas y no sabes por dónde andas. La manzana que cogí pareciome buena. Ábrese y la veo dañada. Me da más rabia cuando pienso que la parte que aún conserva sana ha de ser para otro... Porque yo concluí para ella y ella para mí. Su conducta ha sido tan incorrecta que no la puedo perdonar... Me voy, huyendo de ella y de esta sombra mía, de este yo falsificado y postizo que quiso amoldarse a la viciosa cultura de por acá... El matrimonio me da nauseas. Lo aborrezco como se aborrece la cisterna en que hemos estado a punto de caernos... Echo a correr de esta tierra y de esta atmósfera; pero no me marcharé sin ver con estos ojos la manzana podrida y mirar bien aquellos pedazos sanos que otro ha de morder, no yo, desgraciado y miserable, que por no saber andar en estos suelos finos, llego siempre tarde... Y si el decoro social me prohíbe que la vea, yo digo a la Sociedad que toda ella y sus arrumacos me importan cuatro pitos, y me plantaré en medio de la calle, si es preciso, gritando:   —362→   '¡Viva la inmoralidad, viva la anarquía, vivan los disparates!'».

Y fue al sétimo día, según Felipe, cuando el amo dispuso todo para marcharse a Francia en el tren expreso de la tarde. Desde muy temprano le acompañaban sus primos, y Rosalía se desvivía por ser útil, buscando ocasiones en que mostrar su actividad. Estaba aquel día muy vistosa, y seguramente había echado el resto en la obra de su presunción.

«Cuidado, Agustín -decía entre sentimental y risueña- que nos escribas, al menos una vez por semana. Mira que no podemos vivir sin saber de ti a menudo. Nos quedamos inconsolables. Yo contestaré a todas tus cartas, porque Bringas está muy ocupado y no puede hacerlo... Y que no te nos entretengas mucho por allá; que vengas prontito. No nos dejes mucho tiempo en esta tristeza... Con quince días de descanso tienes bastante».

A eso de la una avisaron el coche y Agustín salió sin decir a dónde iba. En el cuarto que precedía al despacho, Ido y Centeno se comunicaban sus impresiones sobre los sucesos.

IDO.-    (Con la pluma entre los dientes, mientras trazaba líneas en un papel, con lápiz y regla.)  Gracias a Dios que vemos al amo contento. ¿Sabes lo que me ha dicho? Que por ahora no tengo que hacer más que poner en todas las cartas que vengan las señas de Burdeos.

  —363→  

CENTENO.-     (Haciendo bocina con su mano para que lleguen al oído de D. José palabras dichas en secreto.)  Ya sé a donde ha ido el amo. Yo entraba cuando él se metía en el coche, y dijo al cochero: Beatas, 4.

IDO.-   (Con sorpresa.)  Va a despedirse de ella... Aquí en confianza, Felipe; creo que el amo no mira por su decoro al dar este paso. Porque, francamente, hijo, naturalmente, el honor...

CENTENO.-  El médico ha dicho que está fuera de peligro...

IDO.-  Poco a poco... Nicanora, que la asiste por encargo del señor, (y supongo que nos ha de pagar bien la asistencia); Nicanora sostiene...

CENTENO.-    (Impaciente.)  ¿Qué dice?

IDO.-  Déjame hacer estas rayas de tinta... Pues dice... Antes te diré lo que pienso yo.

CENTENO.-  ¿Qué ha pensado?

IDO.-  Te lo confiaré... reservadamente. Pues pienso que a la señorita Amparo no le queda más que una solución para regenerarse... ¿Cuál es? Te la comunicaré... con la mayor reserva. Grande ha sido la falta... pues la expiación, chico, la expiación...

CENTENO.-  Acabe de una vez...

IDO.-    (Con presuntuosa suficiencia.)  En fin, que le queda más recurso que hacerse hermana de la Caridad... Esto, sobre ser poético, es un medio de regeneración... No te digo nada... curar enfermos y heridos en hospitales y campamentos...   —364→   ¡andar pasando trabajos...! Figúrate si estará guapa con aquellas tocas blancas...

CENTENO.-    (Alelado.)  Estará de rechupete.

IDO.-  Je je... Hermana de la Caridad. No tiene otro camino.

CENTENO.-   (Con perspicacia burlona.)  Don José... siempre ha de ser usted novelista...

IDO.-   De veras te digo que en estos días de vagancia he de escribir una titulada: Del lupanar al claustro... Se me ha ocurrido ahora, presenciando estos desaforados sucesos... ¡Ah!, ya me olvidaba de decirte que, según Nicanora, la niña, aunque parece curada ya de aquel arrechucho, no lo está. Se levanta, come algo; pero su alma está profundamente herida, y cuando menos se piense nos dará un susto... Quién sabe, chico; puede que cuando el amo llegue allá, la encuentre muerta.

CENTENO.-  ¡Jesús!

IDO.-  Digo que podrá ser... Sería para ella un fin poético, y si al verle entrar, le quedase un resto de vida para conocerle y poderle decir dos palabrillas tiernas de arrepentimiento, de amor, un Ay Jesús, un te amo o cosa semejante, creo que se moriría contenta...

CENTENO.-   Usted cree que las cosas han de pasar según usted se las imagina... No sea memo... Todo sucede al revés de lo que se piensa...

IDO.-   (Vanidosamente.)  Lo que es a mí, chico, la realidad me da siempre la razón... Pero   —365→   no te entretengas... Me parece que Doña Rosalía te llama.

CENTENO.-  Que espere esa fantasmona. No se la puede aguantar... Y que le gusta mandarnos, como si fuera el ama de la casa. ¡Qué humos tan cargantes! Ayer me tiró de esta oreja... por poco echo sangre... me llamó mequetrefe y me dijo: «te estás haciendo muy señorito, y yo te voy a leer la cartilla...». Pues no es entrometida que digamos; y ainda mais, amigo Ido. Anoche cogió los dos jarritos finos que tienen flores de porcelana por arriba y por abajo, ¿sabe?, y se los llevó la muy... Dijo que aquí no hacían falta para nada. Anteayer cargó con una docena de servilletas que no se habían estrenado y con tres manteles... En fin, esto es el puerto de arrebata-capas. A mí me dan ganas de echarle el alto cuando veo tales frescuras.

IDO.-   (Con malicia.)  No te metas en eso, amigo Aristóteles, que el amo es el amo, y bien ve lo que hace la tal... y cuando lo ve y calla, por algo será... Esta mañana entró en el despacho diciendo: «¿Hay por aquí un pedacito de papel?», y cargó con tres resmas del timbrado y con unos trescientos sobres. Ahí tienes los pedacitos que gasta esa señora... Silencio; me parece que...

ROSALÍA.-   (Desde la puerta, enojadísima y en tono muy despótico.)  ¡Felipe!... te estoy llamando hace una hora... Eres la calamidad mayor   —366→   que he visto. No sé cómo Agustín te tolera, grandísimo haragán... A ver... las camisas de tu amo, mequetrefe ¿dónde las has puesto?



ArribaAbajo- XXXIX -27

Cuando Agustín se acercaba, ganando escalones, a la alta vivienda de Amparito, Doña Nicanora descendía.

«¡Ah!, ¿es usted? -dijo sorprendida la esposa de Ido-. Está mejor. Ayer se levantó. Hace un rato ha comido muy bien... No necesita el señor llamar. He dejado la puerta abierta, porque vuelvo en seguida».

Amparo estaba en un sillón, bien arropada, tapándose la boca con la mano derecha envuelta en un pliegue del mantón. Por los vidrios de la estrecha ventana miraba los gorriones que en el tejado vecino hacían mil monerías, y luego volaban en grupos, perdiéndose en el cielo azul. El día era espléndido, y mirando aquel cielo no se comprendía que existiera el fenómeno de la lluvia. Cuando sintió rechinar la puerta y miró y vio quién entraba, estuvo a punto de perder el sentido. No pronunció una palabra; entrole aquel idiotismo de los días anteriores. Agustín, muy cortés, se sonrió, y traspasado de emoción, preguntole que cómo estaba. Ella no sabe si dijo bien o mal, ni aun si dijo algo. El que   —367→   había sido su novio tomó una silla y se sentó a su lado.

«¿Qué tal? -dijo después de una pausa, comiéndosela con los ojos-. ¿Has tomado alimento? ¿Cómo estamos de fuerzas?».

-Hace un momento... regular... bien.

Juez el uno, delincuente la otra, ambos parecían criminales.

-Vengo a despedirme -indicó Agustín, tras otra larga pausa-. Esta tarde me voy para Francia.

Amparo pestañeaba, mirándole. Sus párpados eran el movimiento continuo...

«No llores, no te sofoques -dijo el ex-novio-. Todo se acabó entre nosotros; pero no te guardo rencor. Tu poca sinceridad me ha herido tanto como tu falta, de la cual nada concreto sé todavía, porque nadie me ha dado las pruebas que deseo... Pero sea lo que quiera, tú misma me has dicho lo bastante para que no puedas ser mi mujer. No necesito saber más, no quiero saber más... No me mereces. Reconoce que no me mereces. Yo, al marcharme, te dejaré a salvo de la miseria por algún tiempo... porque he de irme lejos, y es seguro que no has de volver a verme, ni yo a ti tampoco».

La entereza que mostraba le iba a faltar; por lo que creyó prudente retirarse, a fin de que su dignidad no padeciera. Levantábase para salir, cuando se sintió sujeto por una mano. Tiró   —368→   fuerte, pero no se desprendía. La mano ajena que agarraba la suya tenía fuerzas sobrenaturales. Y en verdad, ¿cómo dejarle partir sin una explicación? Aquel sí que era oportuno momento. Pasada la primera vergüenza, la confesión se salía de la boca, libre, fluida, sin tropiezo, con pedazos del alma, toda verdad y sentimiento.

Cuenta Doña Nicanora que al abrir la puerta de la sala les vio sentaditos el uno junto al otro, las caras bastante aproximadas, ella susurrando, él oyendo con sus cinco sentidos, como los curas que están en el confesonario. La inteligente vecina, viendo que aquel secreto era digno del mayor respeto, no quiso entrar, y entornando la puerta quedose en el pasillo. Bien quería ella pescar algo de lo que la penitente decía; pero hablaba tan quedito, que ni una palabra llegó a las anhelantes orejas de la señora de Ido.

Cuando aquel misterioso coloquio hubo terminado, Amparo tenía la cara radiante, los ojos despidiendo luz, las mejillas encendidas, y en su mirar y en todo su ser un no sé qué de triunfal e inspirado que la embellecía extraordinariamente.

«Nunca la he visto tan guapa» -decía la discretísima vecina.

Nuestro respetable amigo, dando dos o tres suspiros muy fuertes, se paseó por la habitación mirando al suelo.

  —369→  

Monólogo.

«Mi mujer no... Pero pasará el tiempo, el tiempo indulgente, y será mujer de otro. Otro morderá en lo sano, pues mucho hay sano todavía, mucho que convida, mucho que está diciendo: comedme... Ello es hecho, adelante, y que digan de mí lo que quieran. ¡Escándalo!, ¿y qué? ¡Inmoralidad! ¿A mí qué? Llega uno a los cuarenta y cinco años ¿y ha de mirar tan cerca la vejez sin vivir algo antes de entrar en ella? ¡Morirse sin conocer más que una vida de perros es triste cosa!... ¿No reparas, tonto, que estás haciendo todo lo contrario de lo que pensaste al inaugurar tu vida europea? Recréate, hombre sin mundo, en tu contradicción horrible, y no la llames desafuero sino ley, porque la vida te la impone, y no hacemos nosotros la vida, sino es la vida quien nos hace... Y a ti, ¿qué te importa el qué dirán, de que has sido esclavo? Te criaste en la anarquía, y a ella, por sino fatal, tienes que volver. Se acabó el artificio. ¿Qué te importa a ti el orden de las sociedades, la Religión, ni nada de eso? Quisiste ser el más ordenado de los ciudadanos, y fue todo mentira. Quisiste ser ortodoxo; mentira también, porque no tienes fe. Quisiste tener por esposa a la misma virtud; mentira, mentira, mentira. Sal ahora por el ancho camino de tu instinto, y encomiéndate al Dios libre y grande de las circunstancias. No te fíes de la majestad convencional de   —370→   los principios y arrodíllate delante del resplandeciente altar de los hechos... Si esto es desatino, que lo sea».

Concluido el soliloquio con otro gran suspiro, Agustín se acercó a la joven y le puso la mano sobre la cabeza, en actitud parecida a la de los sacerdotes de teatro cuando figuran atraer sobre algún virtuoso personaje, mártir, neófito o cosa semejante, las bendiciones del Cielo. Y no paró aquí su intento, sino que dijo a la que fue su novia:

«¿Tienes tú por casualidad un baulito...?».

-¡Un baulito! -repitió Amparo, hablando como los tontos.

-Sí; es que me hace falta. Llevo tantas cosas...

-En aquel cuarto hay uno bastante grande -manifestó con oficiosidad Doña Nicanora, que presente estaba.

-Tráigalo usted.

Dicho y hecho. Un instante después, mostraba en medio de la sala su capacidad, forrada de papel verde, un baúl mundo de mediano tamaño. Agustín miró su reloj.

«Son las dos y media -dijo gravemente-. Pues ahora, Amparito, vas poniendo aquí toda tu ropa».

Incrédula, la joven miraba al que había sido su novio, al que por fin iba a ser su...

«No hay tiempo que perder. Tengo que hablar   —371→   contigo; pero como no puedo retrasar mi viaje, vas a hacer el favor de venirte conmigo a Burdeos. Oye bien lo que te digo. Procura estar dispuesta a las cuatro menos cuarto o a las cuatro en punto lo más tarde. A esa hora vendrá Felipe en mi coche o en otro. Él te llevará a la estación».




ArribaAbajo- XL -28

A las cinco menos cuarto D. Francisco buscaba en el andén del Norte a su primo para darle un cariñoso adiós y media docena de abrazos muy apretados.

«Allí están, en aquel coche reservado -le dijo Felipe, a quien encontró con una cesta, una sombrerera y varias otras cosillas propias de viaje».

El están sorprendió un poco al insigne Thiers; pero Agustín no le dio tiempo a discurrir mucho sobre aquel extraño plural.

«Mira a quién me llevo conmigo» -le dijo, señalando al fondo del coche.

Desconcertado, Thiers masculló algunas palabras; pero luego se repuso, y como no acostumbraba hallar censurable nada de lo que su poderoso primo hacía, concluyó por sonreírse y mirar el asunto por el cristal de la indulgencia.

«¿Qué tal, hija, estás mejor? ¿Vas bien?... Cuida de abrigarte, porque aún no estás fuerte   —372→   del todo. En el puerto hay mucha nieve. Por Dios, Agustín, que se abrigue bien. Y tú, ten cuidado, que tampoco estás bien de salud. Creo que os pondrán caloríferos... Amparito, que te tapes bien, hija».

-No hay cuidado. Hará el viaje con toda felicidad -dijo Caballero-, y el cambio de aires le sentará maravillosamente.

-También yo lo creo así. ¿Lleváis merienda? Si lo hubieras dicho se te podría haber preparado en casa una botella de buen caldo.

Después los dos primos hablaron un poco, sin que nadie se enterase de lo que dijeron. Amparito, en el opuesto ángulo del coche, atendía a las maniobras de la estación, y observaba sin chistar los viajeros que afanados corrían a buscar puesto, los vendedores de refrescos, de libros y periódicos, las carretillas que trasportaban equipajes, y el ir y venir presuroso del jefe y los empleados. Deseaba que el tren echara a correr pronto. La inmensa dicha que sentía parecíale una felicidad provisional, mientras la máquina estuviera parada.

«Adiós... adiós... que os divirtáis mucho... que escribas, Agustín... Cierra, cierra la puertezuela... Y no os estéis mucho por allá... Adiós... buen viaje. Cuidado cómo dejas de escribir. Estaremos con muchísima pena mientras no sepamos... Adiós, adiós».

Un tren que parte es la cosa del mundo que   —373→   más semejanza tiene con un libro que se acaba. Cuando los trenes vuelvan, abríos y páginas nuevas.




Arriba- XLI -29

 

Gabinete en la casa de Bringas. Anochece.

 

ROSALÍA.-   (Consternada, dándose aire con un abanico, con un pañuelo, con un periódico y con todo lo que encuentra a mano.)  A mí me va a dar algo. Parece que se me arrebata la sangre y que se me sube toda a la cabeza... No me cuentes más, hombre, por los clavos de Cristo, no me cuentes más. Tan atroz inmoralidad me aturde, me anonada, me enloquece... ¿Y la viste tú? ¿Sería ilusión tuya...?

THIERS.-  Pues ¡no la había de ver! En el vagón reservado estaba, bien abrigadita, sin decir esta boca es mía, y tan contenta que echaba lumbre por los ojos...

ROSALÍA.-   ¿Y tuviste paciencia para presenciar tal escándalo?... ¡Con que no la puede hacer su mujer porque es una... y la hace su querida...! Estoy volada... Ignominia tan grande en nuestra familia, en esta familia honrada y ejemplar como pocas, me saca de quicio...  (Mirándole con fuerza.)  ¿Y tú no dijiste nada?, ¿aguantaste que en tus barbas...?

THIERS.-   (Preparándose a decir una mentirilla.)    —374→   Fue tanta mi indignación cuando Agustín me lo declaró... porque tuvo la poca vergüenza de confesarme su debilidad... pues me indigné tanto, que le dije cuatro cosas y le volví la espalda y me salí de la estación.

ROSALÍA.-    (Satisfecha.)  ¿Así lo hiciste? Es claro; no pudiste refrenar tu ira. Le volviste la espalda; le dejaste con la palabra en la boca...

THIERS.-     (Pidiendo mentalmente a Dios perdón de su embuste.)  Como te lo cuento. La verdad es que no podremos tratarnos más con mi primo. ¡Quién lo había de decir!, el hombre mesurado, que todo lo quería llevar a punta de lanza, ¡faltar así a los buenos principios, dando un puntapié a la Sociedad, a la Religión, a la Familia, a todo lo venerando, en una palabra!... Si es lo que te digo: el desquiciamiento se aproxima. Esto se lo lleva la trampa. La revolución no tarda; vendrá el despojo de los ricos, el ateísmo, el amor libre.

ROSALÍA.-  Vendrá; ya lo creo que vendrá eso, y más... Cuando se ven horrores tan increíbles, todo se puede esperar.  (Sofocadísima.)  No habrá ya cataclismo que me coja de nuevo.

THIERS.-     (Melancólico.)  Basta tener ojos para ver que esta sociedad pierde rápidamente el respeto a todo. Se hace público escarnio del trono y el altar; la gangrena de la desmoralización cunde, y cuando veo que los míos están libres del contagio, me parece milagro.

  —375→  

ROSALÍA.-    (Pensativa.)  ¿Y no te dijo si volvería con la preciosa carga de su manceba?

THIERS.-  Sí, volverán, volverán...

ROSALÍA.-    (Con extraordinaria hinchazón de la nariz.)  Porque no quiero que se queden en mi interior cuatro verdades que pienso decirles al uno y al otro. ¡Oh!, no, no se me quedarán. Seré capaz de ir a Francia, a Pekín por desahogar mi cólera...

THIERS.-   El mejor día les tenemos aquí tan campantes... y vivirán como casados, insultando a la honradez, a la virtud... Hemos de ver cada barbaridad... Bien claro lo decían Joaquín y Paquito la otra tarde: la piqueta demoledora y la tea incendiaria están preparadas. ¡La demagogia...! ¡Ah!, me olvidaba de una cosa importante. Algo vamos ganando. Díjome ese tonto que podías disponer de todo lo que se compró para la boda.

PRUDENCIA.-   (Desde la puerta.)  Señora, la sopa.

ROSALÍA.-   (Aparte, perdiendo sus miradas en el retrato de D. Juan de Pipaón, está representado con un rollo de papeles en la mano.)  Volverán. ¡Aquí os quiero tener, aquí!... Sanguijuela de aquel bendito, nos veremos las caras.



 
 
FIN DE TORMENTO.
 
 


Madrid. Enero de 1884.