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ArribaAbajoEl cine y la España tangible

(Notas para una Escuela Española de Documental)


España no tiene cine, y como consecuencia (o como causa, no se sabe) tampoco tiene Documental2. Basta para ello tratar de traer a la memoria películas o realizadores. Apenas un título o dos (Tierra sin pan3 y Boda en Castilla, por ejemplo) y ni siquiera un realizador constante y de labor fructífera.

Este es el hecho del que vamos a partir. Y la primera reflexión que nace de él es, si no se tratará de un fenómeno más amplio, no sólo referente al Documental4, sino a toda la España actual. Puede tratarse de una posición más general del hombre de nuestros días frente a sus cosas y a su país. Hace poco Azorín en una carta a Índice decía: «Existe una preferencia por la interpretación histórica de España, y en esos trabajos -finos y profundos- hallo también desproporción entre lo espiritual y lo material5. La España tangible, casi no existe. No existen ni la geografía, ni el clima, ni la agricultura, ni el pastoreo de la mesta, ni los antagonismos locales, etc., etc. No lo comprendo». Hemos dado en el clavo. Nos falta -a todos- la España tangible, que es precisamente la España del Documental. Podríamos añadir también que es la España incómoda. Porque no puede inventarse encerrado entre cuatro paredes, cómodamente sentados. Necesita de caminos andados a pie, de dolorosas comprobaciones y tiene, en contraste, aire, sol, y sobre todo luz: es decir, Cine. Y precisamente por su incomodidad -y por el acaso de sorpresas desagradables- es por lo que aún, en lo que nos interesa, en el Documental, permanece inédita esperando su descubridor.

No es ahora el momento de entrar a estudiar las consecuencias de ese desconocimiento. Desde luego, son graves y no sólo desde un punto de vista turístico (desconocer «el país más bonito del mundo», que es lo que se dice en estos casos) que al fin de cuentas no tendría mayor importancia, sino desde un punto de vista humano y social. Lo malo no es desconocer los monumentos que tanto abundan en nuestro país, sino, y esto sí que es grave, el desconocer a nuestro prójimo: cómo vive, en qué medio se desarrolla, cuáles son sus luchas, y cuáles sus ambiciones.

Es necesario un cine Documental que nos acerque a la España tangible de Azorín. Y es posible ese cine Documental. Pero el hacer que nazca entre nosotros una Escuela -ya no se trata de intentos aislados- de Cine Documental tiene que apoyarse en la doble base de una organización administrativa y una orientación estética. Dejando por ahora lo referente a una organización6, nos interesa la orientación y punto de partida que se haya de tomar. Y, sobre todo, dónde hemos de encontrarla, porque, es lógico, no ha de salir de la nada, sino enraizarse en lo que en este sentido se haya hecho ya entre nosotros.

Vamos a examinar, por lo tanto, la orientación de nuestro posible cine Documental desde la vertiente doble de lo plástico y lo literario. En el primer sentido la investigación de las tierras y tipos de España realizada por algunos fotógrafos, principalmente por Ortiz Echagüe, como la única hecha desde un punto de vista gráfico que es el del cine. Desde el punto de vista literario la revalorización del paisaje por los hombres del 98, vista en Azorín y más modernamente en Cela.


I

El cine es ante todo imagen. De ahí la importancia que para él tiene lo visual. Lo que cuenta, lo hace a través de las cosas visibles. El cine, como ha dicho Ortega, es un arte de presencias y por lo tanto también un arte de apariencias. Y precisamente en la interpretación de los hombres y de las cosas de cualquier época tiene importancia fundamental su modo de ser externo. Las   —10→   dos únicas películas que propiamente pueden llamarse históricas (La kermesse heroica y Enrique V) tienen su base en una composición inspirada en los pintores de la época que evocan. La primera, en la escuela flamenca, la segunda, en las miniaturas medievales7.

Es, por lo tanto, importante el buscar las interpretaciones -o mejor, las visiones- de España desde un punto de vista gráfico. En ese sentido es fundamental la obra de Ortiz Echagüe, realizada por todos los caminos de España y que recoge en su trilogía, que ofrece la visión plástica más completa de nuestras tierras y paisajes.

Paisaje

El primero de los tres libros (Tipos y trajes) es paradójicamente el que está más lejos de una España viva. Precisamente porque predomina el traje sobre el tipo. Hay un tributo excesivo a la arqueología, en un desfile -estimable desde otro punto de vista- de trajes regionales recién desempolvados del arca, pero que carecen de valor actual. Pero incluso en este primer libro, va Ortiz Echagüe más lejos. Y entre sus páginas, aunque esporádicamente, surgen los tipos, es decir, los hombres, con sus arrugas, sus miradas profundas, su expresividad impresionante, que nos van dando el calor humano que en cierta medida hemos de encontrar siempre en él.

El segundo hito de su trilogía (Pueblos y paisajes) lo dedica a los pueblos y en menor proporción al paisaje. Ortiz Echagüe tiene que luchar con una limitación. En la fotografía la belleza formal tiene más importancia que en el cine. Y en esa belleza formal tiene que predominar la del objeto recogido. Esto supone la necesidad de rendirse muchas veces ante lo típico. Ir buscando lo bonito, o para ser más justos con Ortiz Echagüe, la verdad a través de lo típico, de lo objetivamente más o menos bello.

Precisamente de esa limitación nace su mayor mérito. Ha sabido encontrar la belleza formal alejándose de los procedimientos de fotógrafo de Concurso de Aficionados -y de tanto Documental que tenemos que soportar en los que se hermana la fotografía bonita con el abundante comentario pseudopoético- a base de contraluces y composiciones falsas. La ha encontrado en la belleza de nuestras cosas de siempre, bañadas por nuestra luz, a pleno día. Lo primero que podemos aprender de Ortiz Echagüe es precisamente ese tono fotográfico en el que sabe recoger nuestra luz y nuestras cosas, respetando su belleza original -lo cual supone, si bien todavía desde un punto estético, un deseo de objetividad, de autenticidad-, de caminar sin prejuicios. Esto también es una lección estimable. «Todas las cosas -dice Azorín- tienen su nombre, y ese nombre ha de conocerlo el escritor». Todas las cosas, repitamos, tienen su imagen y ésta debe conocerlas el realizador. Ortiz Echagüe hace precisamente eso, buscar y darnos la imagen de las cosas que encuentra.

Cuando sale de la ciudad, donde lo monumental y lo típico se identifican y marcha al campo, a los pueblos, donde lo típico son las casas, las calles donde actualmente se vive y se transita volvemos a encontrar la nota humana y actual.   —11→   Así vamos viendo en Toros en Chinchón, lo costumbrista; en Jurégano (Segovia) el mercado con sabor a aquel que aparecía en La aldea maldita; en Atienza (Guadalajara), la Ermita tan íntimamente popular y común en todos nuestros pueblos. Y cuando recoge palacios y castillos les da un ambiente: unas tierras, un cielo, unas nubes, que los saca de lo intemporal para darles un sabor localista indudable. Y muchas veces, como en Guadamur (Toledo): el castillo, es el camino también para lo humano, al destacarse en primer término contra el fondo de las piedras milenarias, una casa de adobes miserable por la que pasa una mujer conduciendo un pequeño rebaño. Ortiz Echagüe es, sin duda, un artista y, por lo tanto, un poeta de la realidad.

En el último libro de esta trilogía (España mística) volvemos a encontrarnos de frente con lo humano. Es, por ejemplo, el tipo racial bajo un casco en Soldados romanos de la Semana Santa de Lorca. Y todo un desfile impresionante de enorme expresividad en las Lagarteranas rezando y el reportaje (humano, no turístico) de las fiestas de la Asunción en La Alberca (Salamanca), en las que descubrimos una religiosidad dramática y auténtica, porque está cuajada en rostros nuestros y en actitudes vivas.

Esta es la obra de Ortiz Echagüe. Ya hemos visto algo de lo que de ella puede aprenderse. Está en primer lugar el intento: salir a todos los caminos y tratar de conocer sobre el terreno, no hay otra posibilidad, nuestros pueblos y nuestros tipos. El afán de autenticidad -aunque sólo sea, todavía, estética- y la búsqueda de lo racial y verdadero en todo lo que ve. Y también, queda ya apuntado, una posible inspiración para encontrar el tono fotográfico y la composición plástica de nuestro cine Documental.

Y queda también demostrada en sus alrededor de 600 fotografías la verdad que explicó ya Eisenstein en uno de sus escritos. «Las bellezas de la naturaleza no producen una ilusión en el espectador, sino que le ponen en contacto con la vida real y con sus grandes miserias».




II

La preocupación entre los escritores por el mundo de las cosas concretas no es de hoy. «Cervantes y Tirso de Molina, por ejemplo -escribe Azorín- se hallan envueltos en la menuda trama de las cosas cotidianas». Sin embargo, durante todo el siglo XIX hubo indudablemente un olvido de   —12→   la tantas veces repetida España tangible. Es precisamente la generación del 98 la que se señala teniendo como una de sus características la revalorización del paisaje. El escritor se hace a caminar y reflejar en su obra lo que ve. Tiene vigencia de nuevo, y con más fuerza que nunca el mundo externo en que vivimos.

Pueblo

Importa más que ver en todos los escritores el rastro de ese mundo que en su obra queda, examinar los libros que intencionadamente y de forma directa han querido recogerlo8.

El primer preocupado entre todos por esto es, como hemos podido ver, Azorín. Concurre en él además el hecho de la cualidad cinematográfica, como ha estudiado Marías, de su lenguaje9.

En Azorín, Castilla aparece primero, con una fuerza plástica impresionante, simbolizada obsesivamente en la llanura: «Ya fuera del pueblo -escribe en La Ruta de Don Quijote- la llanura ancha, la llanura infinita, la llanura desesperante, se ha extendido ante nuestra vista»; poco después, añade: «Los terrenos grisáceos, rojizos, amarillentos, se descubren, iguales todos, con una monotonía desesperante».

Y en esta llanura -empecemos a anotar: ausente en nuestro cine en esa forma de obsesión, de leit motiv, monótona y visualmente tan expresiva-, los pueblos. Los pueblos en Azorín tienen algo intemporal. Son de ahora y de siempre. La Castilla de Azorín es Castilla eterna y por tanto también de hoy, pero con algo que se escapa al tiempo, que está por encima de él.

Nos interesa saber con qué espíritu se acerca Azorín a estas cosas y qué es lo que descubre en ellas. En el libro citado él mismo nos lo dice: «Yo creo que le debo contar al lector, punto por punto, sin omisiones, sin defectos, sin lirismos, todo cuanto hago y veo». Me parece que hemos encontrado la clave de estos escritos de Azorín y también el punto de partida, la verdad incuestionable del cine Documental. En primer lugar: hacer y ver, que se opone a inventar, imaginar, e incluso a buscar: una objetividad absoluta, correr la aventura del descubrimiento, de lo imprevisto. Supone una revolución completa que es la revolución también del Documental. Del antropocentrismo -el hombre crea, inventa- al ontocentrismo -las cosas son, hablan y el autor, escritor o realizador, las escucha, las recoge-. Zavattini lo dice de su neorrealismo documental10; «no se trata de hacer que las cosas parezcan reales, sino de dar a las cosas reales todo su valor expresivo». Esto hace y nos enseña a hacer Azorín. También nos señala -al cine Documental que es donde vamos- todo el programa de cómo debe hacerse: punto por punto, sin omisiones, sin lirismos...

España

Y ¿qué descubre en sus andanzas Azorín? Sobre su España intemporal, pero tangible, bien tangible, sabe ver, porque tiene que verlo, la España doliente, que tiene hambre, que vive en casas medio derruidas, que trabaja y sufre. No es lo más frecuente en él, pero no lo evita cuando se topa con ella. «Y en el fondo -escribe-, más allá de todas estas ruinas, destacando   —13→   sobre un cielo ceniciento, lívido, tenebroso, hosco, trágico, se divisa un montón de casuchas pardas, terrosas, negras, con paredes agrietadas, con esquinazos desmoronados, con techos hundidos, con chimeneas desplomadas, con solanas que se bombean y doblan para caer, con tapiales de patios anchamente desportillados...»

España

Puestos en ese camino no tardaremos mucho en llegar a lo humano. Aunque sea indirectamente a través de las cosas, el paisaje, los pueblos, que es lo que más interesa a Azorín. Viendo a estos pueblos dice él mismo, es como se «comprende y se siente la alucinación de estas campiñas rasas, el vivir doloroso y resignado de estos buenos labriegos, la monotonía y desesperación de las horas que pasan y pasan lentas, eternas, en un ambiente de tristeza, de soledad, de inacción».

La presencia directa del hombre no es precisamente una constante de estas visiones de Azorín. Sin embargo, no faltan. Tenemos por ejemplo sus maravillosas siluetas de Argamasilla, una galería directa de tipos castellanos: la Xantipa, Juana María, D. Rafael, Martín. Y con el sentido profundo e innato del cine en Azorín, todos ellos se caracterizan primero visualmente. De lo plástico pasa luego ya a lo íntimo, lo interno. Así en la Xantipa, un tipo real, ignorante, aquejado de deudas, que ha de vender poco a poco su hacienda, pero íntegra, llena de estoicismo, de resignación, nos dice: «Tiene unos ojos grandes, unos labios abultados y una barbilla aguda, puntiaguda. La Xantipa vestida de negro se apoya, toda encorvada, en un diminuto bastón blanco con una enorme vuelta». Y así de los demás.

Cuando no está el hombre directamente aludido, está siempre en un presentimiento luminoso, porque ante nuestros ojos van pasando todas las cosas que lo son más íntimas y queridas.

Esa es otra lección que vamos a aprender de Azorín. Lo humano, antes que lo social, ha de ser lo que salve al documental. Un cortometraje -dice Villegas López- sobre los Alpes puede ser muy interesante para las montañas, si las montañas fueran al cine, pero no para los hombres. Lo mismo podemos decir de los pueblos, las ciudades, y los monumentos, que encuentran su redención en el hombre que en ellas vive. Lo humano tiene que entrar en el Documental, y Azorín marca los dos modos en que a él puede llegar.

Si algún defecto habríamos de poner a Azorín -siempre al propósito que nos guía- es el presentarnos, como ya señalamos, una España inactual, fuera del tiempo, y por ello también fuera de nosotros mismos, de lo que más nos interesa. «El cine -ha dicho Zavattini- no debe nunca internarse en el pasado. Debe aceptar, como condición indispensable, la contemporaneidad. HOY,   —14→   HOY, HOY, HOY,». El Documental con mayor razón tiene que estar asentado, además de en la verdad, en lo contemporáneo.

Esa nota que nos falta la encontramos en Cela. Con su Viaje a la Alcarria se coloca en la misma línea que los escritores del 98. En el prólogo nos explica su propósito: «Lo mejor, según pienso -dice- es ir un poco al toro por los cuernos y decir 'ahí hay una casa, un árbol, o un perro moribundo', sin pararse a ver si la casa es de este o del otro estilo, si el árbol, conviene a la economía del país o no, y si el perro hubiera podido vivir más años de haber sido vacunado a tiempo contra el moquillo». Es la misma lección de Azorín, primero ver, palpar, después diagnosticaremos si es preciso. Y también el mismo castellano, llamar al pan pan y al vino vino. Hay una diferencia fundamental entre la obra de ficción y la que pretende ser documento. Cela se impone la obligación de tenerla siempre en cuenta. «En la novela -escribe- vale todo, con tal de que vaya contado con sentido común; pero en la geografía, como es natural, ya no vale todo, hay que decir siempre la verdad, porque es como una ciencia».

Y para escribir esta ciencia humana Cela se lanza a recorrer caminos a pie, mochila al hombro. Esto nos entronca con algo de pura raigambre documental. El Documental desde los «Hale's Tour» hasta Flaherty, ha sido viajero. Cela nos enseña a viajar. Como él dice, hace geografía, pero geografía humana con vidas que se cruzan, más que de caminos, monumentos y pueblos. Sabe leer en estos caminos que se entrecruzan, como las rayas de una mano curtida, la buenaventura de Castilla. Pero sobre todo es actual, contemporánea, de HOY, con mayúsculas, como lo escribe Zavattini. Y en su libro van saliendo, como son, tipos, personas y gentes nuestras, de nuestras tierras. El viajante, el campesino, el hombre que va con su burro «a lo que sale», el tonto (en ningún pueblo falta), el hidalgo, el alcalde orgulloso y la maestra marisabidilla; los gitanos, la Guardia civil. El autobús -nuestros pobres coches de línea- y sus viajeros amontonados. Toda la Alcarria sale reflejada en las pupilas visionarias de este poeta. Cela ha sabido ver las cosas como son, sobre todo, dice él mismo, «cuando como en este caso, son claras como la luz de una bombilla»11.

*  *  *

Así podríamos continuar12. Pero por ahora nos basta. Si queremos encontrar a España ya tenemos quienes, cuando menos, nos enseñan el espíritu limpio con que ellos lo intentaron desde sus puestos. Nos marcan también todo un programa que sólo el hombre, con su cámara, puede llevar a cabo. No es poco. Queda en pie una esperanza, y una necesidad: «La necesidad -con palabras de Zavattini- de conocer nuestro país y la fe absoluta en que el incontri será eficaz para la creación de nuestra conciencia nacional y humana».

Fotografías de Ortiz Echagüe JOAQUÍN DE PRADA.

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