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Dulce María Loynaz

El último rosario de la reina

A los cuarenta años de escrito -cuando él era todavía un bebé-
ofrezco este trabajo mío a Santiago Castelo, en prueba de mi
amistad por él y de mi amor a España.

Señoras y señores:

No es fácil hablar de Isabel la Católica, aún apoyándose para hacerlo en acuciosos estudios y disponiendo como de patrimonio propio, del tiempo y del talento necesario que requiere su adecuada asimilación.

No es fácil hablar de Isabel la Católica, ni aún para quien pueda contar como suyos, tiempo, erudición y talento; menos por tanto habrá de serlo para quien sólo tiene a cambio de esos bienes, sentido de responsabilidad.

Así pues, aunque parezca obvio, yo debo aclarar desde ahora que en modo alguno me he propuesto presentar con este escorzo un perfecto retrato de la Reina, ni su minuciosa exégesis, ni tampoco una banal exaltación.

Voy a hablar de Isabel la Católica ateniéndome más al espíritu que a la letra, como quería San Pablo, aunque desde luego sin dejar de respetar por eso la letra misma, pues si alguien tiene que respetar la letra soy yo. Pero quiero decirles que voy a hablar de Isabel, la inmensa reina, sujetándola únicamente por un hilo, con riesgo de que tal hilo se me rompa si tiro mucho de él o si no acierto a traspasarle como bien quisiera, calor de sangre y alma.

Este hilo no lo he sacado de su manto real tejido en oro, ni de sus tiendas de campaña incendiadas junto a los muros granadinos y ni siquiera del pequeño copo de lana que en su rueca hogareña suministraba las precisas hebras para hacer las camisas del esposo...

Este hilo que es dorado también, como lo eran los de la trama de su manto, encendido como encendidos fueron los del Real de Santa Fe y fino más que el desovillado entre sus dedos hacendosos, es sin embargo un hilo mío, porque es el hilo de la Poesía.

Con él nada más me atrevo a hablar de la gran rectora de muchedumbres, y aunque mis palabras no salgan encuadradas en hexámetros o endecasílabos, a cuenta de la Poesía habrá que cargarlas, porque sólo poéticamente podría yo acercarme a una mujer que como el sol mismo, escuece la frente, hace parpadear los ojos que se levantan hasta ella.

A la verdad no debo yo inquietarme demasiado por no poder hacer un completo retrato de la Reina Católica.

¿Quién puede decir que lo ha podido?

Los que fueron sus cronistas y sus pintores se esfuerzan en legarnos la memoria de sus hazañas, el justo temple de su espíritu, el color cierto de sus ojos... Pero tengo para mí, que se han esforzado en vano.

Hay en ella algo imponderable que escapa a todo pincel y a toda pluma, a toda medida y a todo calado.

En lo que a la pintura se refiere, y también a la escultura, para empezar con los más concretos datos que deben ser los plásticos, cúmpleme confesar que antes de comenzar este trabajo quise tener ante la vista las imágenes que conozco de Isabel de Castilla, buscando de ese modo inspiración a mi tarea.

Mas, los retratos nada me dijeron: una tabla del siglo XV nos la muestra nimbada la cabeza por un halo de llamas semejante al que circunda el disco del sol, el astro-dios, en los antiguos templos incaicos.

Sin duda algo del sol vio también el artista en ella, que le corona de fuego los cabellos. Otro más conocido la presenta con la cara plácida y regordeta de una señora de la burguesía de cualquier tiempo y de cualquier país.

Un tercer retrato intenta sorprender a la Reina en la austera intimidad de su hogar rezando con el marido y los hijos, a los pies de María Santísima; este retablo de autor anónimo procede del convento de Santo Tomás de Ávila y es por cierto el que provoca grande entusiasmo en algunos de sus panegiristas, entusiasmo que con mucha pena mía no he podido compartir.

Allí Doña Isabel se hace en efecto de un rostro más humano, más gracioso que el que le han puesto otros pintores, pero por mucho que lo he mirado tengo que declarar que no he visto en él "los ojos que descubrieron a Colón y Cisneros". Aparte de que en un dibujo casi miniado como el que nos ocupa es difícil ver otras cosas, a menos que no se estén viendo fuera de él...

Me confirmo pues, en la idea de que ninguno de los retratos que nos ofrecen debe ser el acertado; al menos ninguno acierto yo a traspasar a mi corazón por más que bien dispuesto me lo traje.

El del nimbo da a la Reina apariencia de Madona renacentista semidormida la mirada, idealizados los rasgos, ausente la expresión.

Y nada más lejos de esta forjadora de Estados que tuvo siempre muy abiertos los ojos, muy diligentes manos y cerebro, y extendió su presencia en la tierra más allá del horizonte conocido por sus contemporáneos.

Tampoco me parece bien el que nos la materializa demasiado, el que no nos deja ver en la carnosa faz de túrgidos carrillos, un solo chispazo del genio, un solo signo de su augusto poder, de su singular predestinación.

Equidistante de ambos pudiera situarse el Santo Tomás de Ávila, mezcla de uno y de otro... Pero un retrato ecléctico no es nunca un buen retrato.

Si la Pintura no nos revela a Isabel la Católica, menos todavía logramos asirla en la Escultura: ¡qué tiene que ver con ella, esa mujer yacente y rígida de su sepulcro en Granada, ni esa hierática estatua orante de la Capilla de los Reyes!

¡Cómo adivinarla inmovilizada por los siglos, presa en el frío mármol sepulcral, cómo reconocer en esas piedras inertes a la que no estuvo quieta un solo instante de su vida, a la que volaba desde las salas de los Consejos en gótica penumbra, hasta las fronteras de su reino que parecía ensanchar el sol mismo en su carrera; desde los campos de batalla donde se peleaba el porvenir de Europa, hasta la alcoba de sus hijas dormidas, aquellas cuatro infantas niñas, rubias como la madre y en cuyas cabecitas inocentes le cobrarían los hados algún día el tremendo precio de su gloria!

No... Ni la Pintura, ni la Escultura y posiblemente ni la letra, con tanto que se ha escrito y por tan esclarecidas plumas, logran a juicio mío, plasmar de una vez y para siempre su figura cabal, de cuerpo entero. [...]

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