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Dulce María Loynaz

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Dulce María Loynaz ¿Saturno devora sus propios libros?

Aldo Martínez Malo

En su singular autocrítica poética, pronunciada en el Lyceum de La Habana en agosto de 1950 y en la Universidad de Madrid poco después, aseguró:

No me encariño con la propia obra y he roto mucho más de lo que he dejado en pie, porque he roto todo lo que creí que debía romperse y era más de lo que debía guardarse...

Y en 1991, a una pregunta que le hice sobre los Poemas Náufragos, me respondió:

Estos poemas fueron escritos al azar, en distintas épocas y sin ánimos de integrar un libro. Al paso del tiempo he visto que pudiera iniciar una nueva forma de poesía y esa sería su justificación. Me alegre porque mi obra es bastante reducida no solo porque escribo poco sino también porque destruyo más de lo escrito. Precisamente se llaman náufragos porque se salvaron de ser desechados con otros muchos (...), desechar significa desde luego destruir...

Tendremos que lamentar lo que ha significado para nuestra cultura, para la cultura universal tal determinación, que ha hecho que me pregunte: ¿Era inseguridad lo que la motivó a cometer tantos actos de rechazo? ¿Era su enfermizo afán de perfeccionamiento? ¿Tenía temor a que se estableciera una comparación con Jardín, que aunque mantuvo oculta por décadas, interiormente estaba segura de su valor, de su aporte novedoso, anticipándose al Boom del «realismo mágico», releyéndola completa cada año temerosa de alguna erosión? Hay que recordar su célebre frase, en una de las cartas que me envió: «en el Jardín quemé mi alma».

Y de esta novela romántica y realista, barroca y surrealista hizo siete copias, a duras penas logré proteger algunas del naufragio, salvando con ello dos voluminosos capítulos: «Incidente» y «La Carta del Despechado».

Tengo que detenerme en el caso del padre, el general Enrique Loynaz del Castillo, historiador, poeta y músico, que era el más severo crítico que tenían los cuatro hermanos, enmendándoles la plana, con lo que logró que escondiendo los poemas de él, lo escondieran de todo el mundo. Trabajo costó a Juan Ramón Jiménez la cooperación de Dulce María, Enrique y Carlos Manuel (Flor se negó rotundamente) para su Antología de la Poesía Cubana de 1936.

En esa manía de destruir lo que no fuera de su agrado perecieron poemas tan interesantes y distantes de su perfil estético como las Elegías Shirley Temple y Elegía al Vedado. He encontrado fragmentos de ambos. Del primero:

Shirley Temple, muñeca de carne o porcelana,
con la que sueñan jugar, abrazar, besar, todos
los niños del mundo.

Ya no perteneces a nadie, eres mito, fábula
una fábrica hollywoodense convertida en dólares,
violándote el talento, la gracia, la inocencia,
hasta la ilusión.

Shirley Temple, déjame llorar, llorarte en mi
alcoba, más tibia, acogedora que la semipenumbra
de una sala exhibidora.

Déjame acariciar, por última vez, tus bucles de
oro y tus hoyuelos encarnados...

De la segunda, este otro:

Tú, la ciudad de rosas y de mármoles,
el Jardín junto al mar, el mar cuajado
de encajes de sal, en luz de ópalo.
Tú, la más bella piedra labrada por el hombre,
has sido por el hombre destruido.
Te vi nacer y he vivido lo bastante
para verte morir, humillada, mancillada.
Tú, la que tuve en el hueco de mi mano,
La que enjugó mis lágrimas y dibujó mi risa
Fijándola en el tiempo...
¡Ah, que dolor verte herida en tu arteria central!,
Y no poder hacer nada para rescatarte, limpiarte
de tan oscuro sino y colocarte en el pedestal mítico
que tu nombre evoca.
Tú, la predestinada tierna de amor y mar,
acógeme en este último latido, y déjame cerrar
los ojos a tu sombra, para siempre.

Si es fama de que Gertrudis Gómez de Avellaneda, ese genio camagüeyano, escribió antes de los diez años apasionados versos y un cuento, puedo aseverar que Dulce María también escribió a esa edad versos y una novelita, de corte patriótico, titulada Dinah, con todos los defectos y faltas de ortografía que caracterizaron también a Tula a esa edad, emparentándolas el tema que poco o nada tenía que ver con nuestra historia, influidas por las lecturas fantasiosas de sus épocas. En la habanera es posible la influencia del italiano Ricardo Bachelli con su libro II Filo maravilloso di Ludovico Clo, que Loynaz me citaba con frecuencia.

Es conveniente subrayar que desde niña Dulce María en complicidad con Josefina, la mujer que cuidaba de su educación, descubrió un baúl repleto de libros y ambas los devoraban a escondidas en el desván de la casona de Amistad esquina a San Rafael; eso logró un desprejuicio contra cualquier tipo de literatura, si se exceptúan Vargas Vila, Curcio Malaparte, o el pánico que experimentaba ante la mala poesía.

Mujer muy sensual, quizás más erótica que Delmira Agustini, aunque su físico diera una imagen opuesta, se enamoró de personalidades disímiles como el patriota reglano Eduardo Facciolo, el pintor ruso Yunkers, a quien dedicó algunos poemas sin nombre («yo quería tus ojos claros para ponerlos en mi pelo negro como un alfiler de oro. Yo quería tus ojos claros para sembrarlos en mi Jardín...»; el primo Enrique de Quesada, importante en su vida y obra más de lo que parece, al que dedicó uno de los poemas más bellos y voluptuosos escrito por manos de mujer, «San Miguel Arcángel2, donde en un fragmento deja al desnudo su Eros:

Cuando arde
la tarde
desciendes sobre mí,
hermoso y grande
como un arcángel.
Arcángel San Miguel,
con tu lanza relampagueante
clava a tus pies de bronce
el demonio escondido
que me chupa la sangre.

Y en el poema LXL nos entrega otra descripción no menos ardiente de Quesada:

Eres de la raza del sol, y al sol me huele tu carne quemada, tu cabello tibio, tu boca obscura y caliente aun como braza recién apagada, por el viento. Hombre del sol sujétame con tus brazos fuertes, muérdeme con tus dientes de fiera joven, arranca mis tristezas y mis orgullos, arrástralos entre el polvo de tus pies despóticos. ¡y enséñame de una vez -ya que no lo sé todavía- a vivir o a morir entre tus garras.

Puedo exponer media docena de ejemplos de lo que fue el Otelo tropical, en la primera experiencia sexual de Dulce María Loynaz, pero me parece que mejor voy en busca de Mar Muerto, la novela que comenzó al unísono con Jardín, y fue corregida, pasada a máquina, convertida en libro forrado en piel azul con letras doradas; la rompió en 1957, por encontrar en una librería habanera la obra del brasileño Jorge Amado de igual título aunque, desde luego, su asunto nada tenía que ver con el de ella. Pero para Loynaz en el nombre estaba todo el libro en esencia, es decir lo definía y decidía. Mar muerto era el relato de una extraña tragedia, donde los celos que es una manifestación irracional del Eros, no está explícita en las amarillentas hojas que conservo:

¿Te acuerdas ahora de cómo paso todo? Nos habíamos sentado en el diván lleno de cojines... Me besaste... recuerdo vagamente la sensación áspera de tu barba recién rasurada en mi garganta. Me fui rodando poco a poco sobre los cojines, doblada por tus besos sofocantes, por tu aliento tibio, por tu olor, por el olor de tu cuerpo a resina silvestre, levemente trasudado... Había cerrado los ojos y por un momento me pareció que me deshacía toda en una sustancia ligera, apenas sólida, como si fuera una inmensa rosa viva y macerada.

¿Que iba a pasar?... Había cerrado los ojos. Cuando los abrí te vi sentado frente a una mesa, semidesnudo, con el pecho jadeante, con los labios entreabiertos, mostrando tus fieros dientes, llevándote a la boca una copa de vino amarillo...

Toma tu también me dijiste... No sé como te debo haber mirado, ni como me miraste tú en la actitud en que aun estaba y que en aquel momento carecía ya de todo sentido, echada todavía sobre los cojines, aplastado y en desorden el pelo los ojos sin expresión del que despierta.

Entonces te acercaste a mí. Notaste que mi vestido en el deslizamiento de mi cuerpo, se había levantado más arriba de la rodilla y dejaba ver una liga color de rosa... Y riéndote, con una risa distinta a tu risa, me dijiste:

-Vamos amorcito, ¿qué es eso de dejarse ver las ligas?...

Vuelvo a ver tu mano, tus dedos sobre la orla de mi vestido, alargándolo sobre la pierna, trasmitiéndome el calor febril, posándose sobre la liga rosada...

Me obsesiona el calor de la liga -me dijo.

Me parece verla allí, era rosada con un adorno de flotes azules sujeta a aquella pierna por un momento tan extraña, tan ajena, tan distante a mí; era como una pierna sin cuerpo, de esas que ponen en las vitrinas comerciales para exhibir medias de seda. Tengo la sensación de una pierna de cartón que era sin embargo mi pierna, y en la que una liga rosada desaparecía bajo una tela negra desplegada por tus manos...

Que grande es el diván... Es más grande que el mar, que este mar negro, hondo ¿muerto?, cuya amargura me sube hasta la boca. ¿Y que hago yo en él?...

Hasta aquí dicho pasaje que dejo con vida o mejor, dejo como castigo para nuestra curiosidad, que nos revela su atrevimiento femenino en aquella época.

Muy dada a la lectura casera de Eugenia Marlitt, o Carolina Invernicio, también M. Delli, teniendo en consideración que esto era un boceto, como me escribe ella el 3 de marzo de 1977, «los manuscritos que hayan llegado a usted (...), son solo bocetos de bocetos, originales de originales, valga decir primerísimos originales...» con los defectos inherentes al intento.

El 30 de diciembre de 1953, en una entrevista que Isabel Margarita Ordext le hace para el diario Prensa Libre, Dulce María anuncia a la próxima aparición de la novela Los caminos humildes, de ambiente cubano, cuya acción transcurría en un pueblo imaginario de Pinar del Río, parecido a Viñales, con palabras muy halagadoras para nosotros dice:

Tengo especial simpatía por esa provincia que es llamada la Cenicienta de Cuba, porque amo su naturaleza, tan pródiga en ese verde apacible, algo oscuro, que dista tanto de las tonalidades violentas que ahora se empeñan en presentar como típicas de la naturaleza cubana. Mi novela contiene un verdadero cuadro de nuestra naturaleza y de un pueblo cubano tales como son en realidad. Además, para mí Pinar del Río es la provincia más representativa de Cuba, porque es la que cultiva el tabaco, el producto que nos da nombre en el extranjero, es considerado el mejor del mundo entero, y como tal es aclamado y buscado...

Yo puedo agregar que en Pinar del Río, precisamente en el Hotel Ricardo (hoy Vueltabajo), pasó parte de su luna de miel con Pablo Álvarez de Cañas, el 8 de diciembre de 1946, después fueron a Viñales terminando en Soroa. Esas vivencias contribuyeron a avivarle su creatividad, pero surge nuevamente la contradicción, el misterio, los caminos humildes estaba esbozada, con capítulos terminados en las libretas antes mencionadas de 1929, y que lentamente finalizó en la década del cuarenta ya unida al hombre que la esperó durante veintiséis años, que fue el animador, el inspirador y promotor de la mayor parte de su obra en la primera etapa de su vida.

Escogeré al azar unas páginas de su puño y letra:

A eso del mediodía el cielo sigue nublado pero la lluvia no acaba de caer y las buenas gentes con cierta inquietud preparan los festejos.

Gil con seis o siete muchachos ha trepado a los framboyanes de la iglesia y cortado muchas ramas, las más frondosas, las que conservaban más flores de la muerta primavera, y las que ha distribuido por las calles hasta el humilde camino que se ha estremecido de júbilo al sentirse sembrado por aquellos gajos purpurinos.

Todos florecidos, todos rumorosos vinieron hacia él, muchas veces mirándolos tan lejanos y tan altos se atrevió a sonarlos en mansas hileras a lo largo de sus flancos.

En los días abrazantes del estío lo estremeció el ansia de la sombra ensenada, y en las noches lluviosas del invierno se puso nostálgico por los troncos tibios y musgosos.

Los framboyanes de la iglesia, sueno perenne del camino sin árboles, obsesión apasionada del caminante solitario y del sendero polvoriento que nadie, ni el padre Luciano, amó nunca.

Las buenas gentes no saben nada de esto mientras preparan sus trabajos de fiesta y separan sus cirios encintados.

En andas, cubierta por el manto que bordara Caridad, esta la Virgen del Rosario, reluciente con su corona de oro y su sonrisa complaciente... El padre Luciano, desde un ángulo obscuro, la está mirando hace rato, como ensimismado.

Van entrando los fieles engalanados. Están nerviosos y se agitan, agrupándose en los espacios de la nave... Transcurren los minutos y a través de los vitrales, los relámpagos tienen extrañas fosforescencias...

Aquí se queda trunco el capítulo, ¿el primero, el segundo, no lo sé?, pero el que sigue es más interesante:

Caridad se va a morir.

Sin violencias y sin brusquedades, sin molestar apenas, suavemente se va a morir esta noche en que las estrellas tienen iridiscencias misteriosas a través de la lluvia. De los campos anegados vienen ráfagas aromáticas y murmullos lejanos.

Caridad se va a morir, quieta, desconocida como ha vivido. Pobres vidas vacías y humildes como vasos de barro donde nadie quiso beber, que tienen la tristeza vulgar de los perros sin dueños, de los niños sin madre, de las madres sin hijos, de las mujeres feas y solas, de las mujeres sin juventud, sin horizontes, de las mujeres que nadie amó nunca, de las mujeres solteronas aguadas, con sus cuerpecillos de niñas viejas sus vestidos almidonados, y su amargura, pobres sin amor, sin ideal, sin esperanza...

Caridad se va a morir esta noche. Nadie se ha dado cuenta de que se va a morir esta noche, solo ella lo sabe y guarda su secreto callada.

Como hay tormenta y no saben que se va a morir, no han venido a acompañarla esta noche. No tiene pena por esto. ¿No ha vivido sola?. Pues bien puede morir sola lo mismo... A fuera, el viento sacude con furia los framboyanes de la iglesia, barriendo los nidos del campanario...

Este texto sin corregir, pero que debió quedar como obra sui generéis dentro del universo loynaziano fue quemado en casi su totalidad, porque la autora pensó que no podía competir ni con Cecilia Valdés, de Villaverde, ni con El reino de este mundo de Carpentier, diciéndome:

Carpentier logró salvar el escollo he hizo una obra sin folklorismo, sin costumbrismo. A mí no me interesaba presentar una región de mariguaneros y santeros, ni bambalinas pintadas de palmeras. Yo quería hacer un trabajo más fino, más transparente, despojado de cuanto fuera falso o hipertrofiado. Y la destruí».

Hace pocas semanas, durante la Feria Provincial del Libro, Francisco López Sacha dijo una verdad no divulgada sobre cómo se hizo realidad la conversación y conformación de Fe de vida. Recordaba él cuando propuse a Dulce María escribir su biografía recibí un rotundo NO, después otra proposición, su autobiografía, la respuesta fue peor, cuando le insinúe la biografía de Pablo, que acababa de morir dijo SÍ. Era noviembre de 1976. Me pidió papel, lápiz o bolígrafos en abundancia. Así lo hice. Tan pronto me decía que escribía febrilmente, como una posesa, que cambiaba de humor asegurándome que ya no sabía trazar una línea. Rompía docenas y docenas de hojas, enviándome otras manuscritas, por correo o con mi sobrino Eduardo. Me pedía le devolviera lo entregado. Yo me negaba. Ella enfurecía. En enero del 77, escribió doce veces el Intermezzo, proponiéndome dejar incompleto el proyecto. Le di ánimo con todo lo que era o no capaz de hacer. La comparé con Martí, con Mozart, con Bach hasta con Beethoven, llegándome un buen día el trabajo trunco, sin enumeración. Era para volverse loco. Yo no podía admitir que sucumbiera, que naufragara, y sin decir palabra inició otra versión más amplia, intercalando estampas y policromías que me entregó escritas en libretas con y sin rayas, en hojas sueltas, incluyendo un pensamiento mío que debió aparecer después de la dedicatoria y que decía, refiriéndose a Pablo: «su lucha fue en la selva, de león a león», y no sé quien eliminó.

Creo que este sobrehumano esfuerzo perjudica gravemente su visión, pues Fe de Vida fue su adiós a la letra impresa.

Si este libro posee algún corte inesperado, si rompe abruptamente la coherencia argumental no se debe a la autora, sino a mí, pues en el forcejeo constante que se extendió por tres años, se perdió, desapareció buena parte del libro. ¿Biografía novelada, testimonio? No le encuentro clasificación legítima, pero sí estoy harto orgulloso de haber salvado para gloria de las letras y de su autora un libro único, excepcional dentro de nuestra literatura. Posiblemente una obra capital de todo el siglo XX cubano.

Envío:

Dulce María, amiga, muy amiga, estés donde estés, y estoy seguro que permaneces invicta en el centro de tu isla, la que se ofrece «aromática y graciosa como una taza de café, pero no se vende a nadie», perdóname estas licencias que me he tomado sobre tu vida, tan silenciosamente resguardada, ayúdame a ser lo querías que fuera, tu amor sin alas, que era para ti el sinónimo de la amistad eterna.

Hasta siempre

Aldo Martínez Malo.

Inclusión:

Dulce María refiriéndose a un Verano en Tenerife me confesó que sus anteriores libros los había sacado de la imaginación, y que éste lo sacó de la vida. Y es así porque en él rinde homenaje a la isla Canaria donde nació su esposo Pablo Álvarez de Cañas. Cinco años demoró escribiéndolo, puliéndolo, sacando el lustre del lenguaje en su más correcta expresión. Ella repetía a todos que era su mejor libro.

Yo diría que no es mejor, sino distinto.

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