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Ernestina de Champourcin

Semblanza crítica de Ernestina de Champourcin

Por Helena Establier Pérez (Universidad de Alicante)

Ernestina de Campourcin

Ernestina Michels de Champourcin y Morán de Loredo (Vitoria, 10 de julio de 1905-Madrid, 27 de marzo de 1999) nació a la poesía en una década, la de 1920, especialmente provechosa para las mujeres españolas desde el punto de vista artístico y cultural. Había recibido una formación esmerada, impulsada por las inquietudes intelectuales de su padre, abogado de mentalidad abierta, y por la desahogada posición social de su familia, que le proporcionaron acceso a una biblioteca bien nutrida, al dominio de inglés y francés gracias a las institutrices extranjeras y a los veraneos al otro lado de los Pirineos, e incluso al Bachillerato superior, valiosas oportunidades de las que escasas jóvenes de su tiempo tuvieron ocasión de disfrutar. Ernestina de Champourcin las aprovechó sobradamente, leyó con idéntica avidez a los románticos y a los simbolistas europeos, los místicos españoles y los poetas angloamericanos, y buscó el magisterio de algunas de las figuras más estelares del panorama literario de la tercera década del siglo, como Juan Ramón Jiménez, con quien mantuvo una cercana amistad hasta el final del poeta de Moguer.

Apenas pasado el ecuador de los veinte, el mismo año en que veía la luz el primer poemario de Concha Méndez, Inquietudes (1926), y uno antes la aparición de Versos y estampas (1927) de Josefina de la Torre, Ernestina de Champourcin publicaba su ópera prima, En silencio (1926), firmemente ceñida aún a la impronta simbolista y becqueriana, embargada de ternuras, anhelos y emociones juveniles: «Quiero ser un manojo / de lilas blancas / que la tarde deshace / con su nostalgia» (1926: 72)[1], rimaba en «Lilas blancas».

Sin embargo, esta poesía juvenil de tintes ingenuos y sencillez expresiva quedó pronto arrinconada al contacto con las novedades de los ismos que se iban haciendo fuertes en el panorama literario español. En los últimos años de la década de 1920 la poeta colaboraba en la sección de literatura del Lyceum Club Femenino de Madrid, recién fundado por María de Maeztu, frecuentaba las conferencias de la Residencia de Estudiantes y se relacionaba con Concha Méndez, Manuel Altolaguirre, Salvador Dalí, Maruja Mallo, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Luis Cernuda, Juan Gil Albert y Emilio Prados, entre otros. Nunca se consideró feminista, pero se mostró siempre partidaria de que las mujeres superaran los estrechos marcos en los que se encontraban aún encerradas al iniciarse el nuevo siglo.

Al tiempo que se introducía en los círculos intelectuales madrileños donde se fraguaba la modernidad cultural, sus rimas se abrían a nuevos ritmos y metros, a temáticas y recursos expresivos inesperados. Algunos de sus primeros pinitos ultraístas y surrealistas aparecieron en 1927 y 1928 en La Gaceta Literaria, donde publicó composiciones como «Atardecer», «Renovación» y «¡Danzo roja y sin mí!», que anunciaban el giro experimentado por su poética al calor de las vanguardias. Ese mismo año de 1928 vio la luz el poemario Ahora, el cual, como revela su propio título, aspira a cerrar la etapa inicial de su lírica, marcada por los modos tradicionales, y dar paso a un nuevo comienzo literario alentado por las técnicas vanguardistas y los primeros atisbos del purismo que se despliega en sus rimas a partir de La voz en el viento (1931).

Los versos que abren este primer libro de la década de los treinta -«Galoparé adherida / al filo de los tiempos / y colmará mi grito / vacíos insondados» (1931: 11)- proclaman ya la asunción de una voz profundamente asertiva, propia de un yo de mujer que afirma sin miedos ni tapujos sus deseos personales y poéticos, y que reclama sus posibilidades de agencia en el mundo. En este poemario y en el publicado el mismo año del estallido de la contienda civil, Cántico inútil (1936), se abre el camino para una lírica de madurez en la que el derrotero experimental y formalista se pone al servicio de una mayor presencia de lo humano, en consonancia con las vías líricas preferentes de los años treinta y con las propias experiencias personales de la autora, que mantenía ya por aquellos años una estrecha relación amistosa e intelectual con el poeta Juan José Domenchina. Ambos libros conforman una unidad de sentido, en tanto en cuanto desarrollan un ciclo amoroso de búsqueda, plenitud y ausencia, un muestrario de amores sensuales desbordantes de erotismo, cantados con una audacia y una fuerza tan poco habituales en el marco de la poesía de su tiempo y en el de la propia tradición femenina que sugieren por parte de la autora el despliegue de un proyecto de transgresión y renovación de normas y códigos poéticos.

El reconocimiento de Ernestina de Champourcin entre los círculos culturales de aquellos años es inequívoco: elogiosas reseñas de sus libros aparecieron en la prensa de su tiempo, en 1930 La Gaceta Literaria recababa su opinión sobre la vanguardia entre las de otros intelectuales de prestigio, como César Arconada, Gregorio Marañón, José Bergamín, Enrique Moreno Villa y Rosa Chacel, y en 1934 Gerardo Diego la convertía, junto a Josefina de la Torre, en una de las dos únicas voces de mujer presentes en su antología Poesía española.

El estallido de la guerra quebró, no obstante, la brillante trayectoria lírica que para ella se anunciaba y determinó para siempre el devenir personal de Champourcin. El 6 de noviembre de 1936 se casó con Domenchina, quien había sido secretario particular de Azaña y estaba afiliado a Izquierda Republicana, y abandonó con él la capital, dejando atrás a su familia. Se desplazaron con el gobierno republicano, primero a Valencia y después a Barcelona. Tras una breve estancia en Toulouse, en 1939, invitados por La Casa de España, llegaron a México en el «Flandre» junto con otros muchos exiliados republicanos.

Durante la guerra, la actividad poética de Champourcin fue muy escasa y apenas se conservan unos pocos poemas, de temática comprometida, publicados en Hora de España en 1937 y 1938. Las dificultades de la supervivencia en el exilio tampoco fueron un estímulo para la creación poética. La autora había participado en la fundación de la primera asociación mejicana de personal técnico para congresos, con la que llegaría a actuar de traductora en más de medio centenar de congresos internacionales, y simultáneamente traducía del inglés, del francés y del portugués textos variados para el Fondo de Cultura Económica y otras editoriales. Su actividad literaria, si bien nunca se interrumpió totalmente, quedó mermada de forma considerable. En 1940, una selección de composiciones inéditas de la autora apareció en la revista mejicana Romance, y varias más en Rueca (1942-1945), Litoral (1944) y Las Españas (1948), ejemplos todos ellos de una poesía cada vez más introspectiva que se revela como alternativa al desarraigo, la inseguridad y el descentramiento propios del exilio.

El primer poemario publicado tras la guerra fue Presencia a oscuras (1952), en la prestigiosa colección Adonáis de Ediciones Rialp. Con este libro se iniciaba en la poesía de la autora alavesa una nueva etapa de dos décadas, marcadas por el encauzamiento de su anhelo de trascendencia y de plenitud a través de la experiencia religiosa y del diálogo íntimo con DiosHazme morir a todo para nacer en Ti» (1952: 46)-, que se harían especialmente intensos y desgarradores tras la muerte de Juan José Domenchina en 1959. A esta etapa pertenecen El nombre que me diste (1960), Cárcel de los sentidos (1964), Hai-Kais espirituales (1967), Cartas cerradas (1968) y Poemas del ser y del estar (1972).

Si bien realizó diversos viajes a España durante sus años de exilio, Champourcin no regresó definitivamente a Madrid hasta 1972. En su obra final las inquietudes religiosas ceden paso a nuevos temas inspirados por el desgarramiento que produce el encuentro con una patria añorada, que resulta, sin embargo, muy diferente de la que se abandonó forzosamente tres décadas antes. Los poemarios de este periodo transitan desde la evocación de la contienda civil y la experiencia del exilio (Primer exilio, 1978) hasta la reflexión sobre el ineludible paso del tiempo, la soledad y la incomunicación (La pared transparente, 1984), proponiendo, como lenitivo ante la fragmentación y el sentimiento de orfandad, el deseo último de unidad y trascendencia a través de la memoria (Huyeron todas las islas, 1988). En la década de 1990, Champourcin publicó sus tres últimos poemarios, Los encuentros frustrados (1991), Del vacío y sus dones (1993) y Presencia del pasado (1996), donde la certeza de la muerte se traslada al verso con serenidad y esperanza: «Al final de la tarde / dime tú ¿qué nos queda? / El zumo del recuerdo / y la sonrisa nueva / de algo que no fue / y hoy se nos entrega» (1993: 49).

Además de sus diecisiete poemarios y de las composiciones publicadas en la prensa de su tiempo, la autora escribió dos novelas (La casa de enfrente en 1936 y María de Magdala en 1943) y un libro de memorias (La ardilla y la rosa, 1981), y preparó una antología de poesía religiosa (Dios en la poesía actual, 1970).

Apenas tres años después de la publicación de su último poemario, el 27 de marzo de 1999 Ernestina de Champourcin fallecía en Madrid tras setenta años de dedicación a la literatura y de absoluta devoción por el verso.

(2023)

[1] Todas las referencias a los versos de Champourcin pertenecen a las ediciones consignadas en la sección de Bibliografía.

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