Manuel Vallejo, un actor se prepara: un comediante del Siglo de Oro ante un texto («El castigo sin venganza»)
Victor Dixon
(Universidad de Dublín)
Para Ros,
luminotéctica y directora de teatro
El señor Díez Borque acaba de presentarles, con unas palabras muy halagüeñas para él, sin duda, a cierto Victor Dixon, catedrático de la Universidad de Dublín, que debía hablarles de la técnica de representación del teatro clásico español. Resulta un poco embarazoso para mí tener que decirles que debe haberse equivocado; porque el que ahora les habla fue bautizado Manuel Álvarez de Vallejo, y no es más que un humilde -bueno, no tan humilde- autor de comedias. En cuanto a lo que pueda decirles, lo único que de momento me interesa realmente -como siempre a los actores nos sucede- es la obra en que estoy trabajando ahora -en este mes de mayo de 1632- y que pienso estrenar muy pronto. El título, que hemos pintado ya en las paredes del corral, es bastante llamativo, y no dudo que intrigará y atraerá al público, que es lo que más importa. Ya ha visto otros parecidos, como De un castigo tres venganzas1 y De un castigo dos venganzas, pero éste resulta más enigmático, por no decir retador: El castigo sin venganza2.
Es una tragedia
magnífica, que a mí francamente me entusiasma, una
obra maestra. Es más: estoy convencido de que seguirá
haciéndose de aquí a cuatro siglos. Pero se me ocurre
preguntar: ¿Cómo serán las representaciones de
entonces? ¿Estarán a la altura de las nuestras?
Porque los corrales del futuro serán sin duda muy distintos,
y temo mucho que menos perfectos que los nuestros. Yo no me
fío de las innovaciones de aquellos ingenieros italianos,
como el capitán Fontana o ese Cosme Lotti, que invaden cada
vez más la escena española con sus mudanzas, sus
proscenios, sus telones de boca, sus decorados en perspectiva y sus
luces artificiales. «No son mejores los
versos si se escriben con bermellón que con tinta. No
están concebidos más ingeniosamente, escritos
más elocuentemente, ni representados más
naturalmente, cuando se muda el teatro que cuando no. Por esto los
españoles (Juzgamos) por superfluas las mudanzas del teatro,
(si bien) los italianos, suponiendo que son necesarias, gastan en
la fábrica del teatro a veces para una sola comedia gran
cantidad de ducados»
3.
Esta plaga de lumbreras, según sospecho, ha de hundir al
teatro en unos siglos oscuros, en los cuales se perderá de
vista con demasiada frecuencia, en nombre de una verosimilitud
falaz, la esencia verdadera del «espectáculo»
, como ya se dice.
No sólo el verso polimétrico, y la capacidad de
recitarlo como tal, y de vivirlo al mismo tiempo como si casi no lo
fuera; sino la poesía misma, con todos sus variados recursos
y figuras, se desterrará del escenario, para dar paso a un
prosaísmo pedestre. El texto se empobrecerá. Peor
todavía, el actor y su acción se desplazarán
de su lugar central, legítimo y primordial; peligrará
su contacto íntimo e intenso con el oyente cercano, y la
sensación de que están jugando juntos un mismo juego,
cuyas reglas, cuyas convenciones, conocen ambos.
Inventarán, sin duda, otras reglas, otras convenciones; pero como tras tanto tiempo han de olvidarse las que ahora nos resultan familiares, ¿cómo va a entender nadie una obra como la que tengo entre manos? Porque la regla principal a que se atiene el poeta al escribir un manuscrito como éste, es que a él normalmente no le incumbe meter en él nada más que las palabras mismas que han de decir los recitantes. Conoce como nadie, y explota cuanto puede, si es un dramaturgo de verdad, los corrales de comedias y sus recursos, las condiciones y convenciones que lo rigen. Imagina y hasta cierto punto determina cómo ha de representarse su obra en ellos. Pero por eso mismo no lo dice explícitamente. Señala -aunque no siempre- las entradas y salidas de los personajes. Añade, a veces, indicaciones escuetas en cuanto al decorado, y a los muebles, a la indumentaria y a los accesorios, a la colocación de los actores, sus movimientos, ademanes y gestos; se las ingenia, otras veces, para decirnos algo de todo esto sin decirlo, ya que las palabras que da a los personajes no tienen sentido si no se suple lo que él deja sobreentendido. Pero en muchísimos momentos no indica nada, no sólo porque se fía de nosotros, sino porque sabe lo que haremos y lo que el público comprenderá. Lo que escribe, pues, y lo que los siglos venideros conservarán -tal vez en alguna biblioteca de ultramar4- no es más que una parte -la mitad, digamos- del «texto» verdadero, de la representación que él imagina. Claro que a esta mitad -que respetarán, según espero, como a una cosa sagrada- los actores del futuro podrán añadir otra mitad distinta de la nuestra. Pero si se toman la molestia de saber cómo era ésta, comprenderán mejor cómo era la totalidad ideada por el poeta, y la mitad que luego añadan se ajustará más a la suya, para crear una nueva totalidad homogénea y análoga.
Bueno, ¡ya
salió la licencia! Dios sabe por qué habrán
tardado tantos meses en dárnosla. (El manuscrito lo
firmó Lope el primero de agosto, y ya son principios de
mayo. Claro que en otros casos se han demorado casi dos
años, o más)5.
Lo que sí se me antoja absurdo es lo que alguien ha dicho de
que su argumento recuerda demasiado aquella antigua historia del
Rey Felipe, abuelo del nuestro, y de su hijo desventurado Don
Carlos. En el extranjero, según se dice, cuentan alguna
patraña sobre ella; pero no creo que se haya difundido entre
nosotros. La verdad del caso es demasiado conocida, y la hemos
visto todos en las tablas, en las comedias de Juan Pérez de
Montalbán y de Ximénez de Enciso6.
Claro que han corrido otros rumores; se habla por ejemplo de alguna
riña entre Lope y ese Pellicer, el coronista del Rey, e
incluso de alusiones encubiertas a éste en la primera
salida7.
En fin, cosas de Palacio, que a los actores nos importan poco, con
tal que no nos quiten la ganancia con prohibirla por alguna
razón u otra8.
Sería lástima además, porque ésta es
una de las mejores obras que he visto. Lope a los setenta
está ya muy viejo, y bastante desilusionado; habla de no
querer escribir más para el teatro9,
tal vez por las intrigas de la Corte y por la competencia que le
hacen tantos «pájaros
nuevos»
, como él los llama. Hace unos años
se negó a hacer una comedia en colaboración con
Montalbán y Godíñez que compitiera con otra de
Vélez, Mira y don Pedro Calderón10.
Pero ésta es de lo mejor suyo; incluso sospecho que quiso
demostrar en ella que es capaz todavía de sobrepasarlos a
todos, y aun a los romanos y griegos, con una tragedia
clásica, pero al estilo español; que al fin «cuando Lope quiere,
quiere»
11.
De modo que no es una de tantísimas comedias corrientes, que
se hacen un día o dos y tienen que quitarse luego porque no
han gustado. Yo fío que tendremos tanto éxito con
ella como con De un castigo dos venganzas en el 30, o con
La más constante mujer, el año pasado.
Montalbán tardó cuatro semanas en escribirla, de
manera que sólo tuvimos una para estudiarla, pero la hicimos
muchos días, y si la fiesta del Corpus no nos hubiera
obligado a dejarla, habríamos podido seguir con ella otros
quince. Claro que tanto interés se estimuló en parte
por aquella famosa competencia entre su autor y Jerónimo de
Villaizán, que tanta rabia les dio a los de la
Corte12.
Luego nos pidieron en octubre un particular en Palacio, y
gustó, tanto que sin duda la haremos allí otra vez el
año que viene. A ver si nos piden también entonces un
particular de El castigo sin venganza13.
Al menos la demora nos ha dado tiempo de estudiar un poco la obra. No será como Quien más miente medra más, de Quevedo y Mendoza, que tuvimos también que ensayar con tanta prisa en junio para aquella fiesta que dio el Conde-Duque a los Reyes en el jardín del Conde de Monterrey. Claro que el pobre Cristóbal y los suyos lo pasaron peor entonces con La noche de San Juan; para escribirla Lope y estudiarla ellos no tuvieron más que cinco días14.
Nuestra
compañía, como todos saben, es de las más
calificadas, y no tendremos dificultad alguna en el reparto de los
papeles15.
Yo, que como uno de los cinco autores de comedias que fundamos hace
un año la Cofradía de Nuestra Señora de la
Novena16,
me considero con toda modestia tan competente y experimentado como
el que más, haré naturalmente el papel principal, el
del Duque de Ferrara. El de su hijo Federico lo hará
Damián Arias; afortunadamente, ha firmado contrato de nuevo
con nosotros, como en temporadas anteriores. Tiene todas las dotes
que nos parecen esenciales en un buen representante: «la voz clara y pura, la memoria firme, la
acción viva.»
Se ha dicho de él que, al
hacer cualquier papel, «en cada
movimiento parece que tiene las gracias, y en cada movimiento de la
mano la musa»
. No me sorprende que cuando saben que
representa hay predicadores que acuden a oírle para aprender
de él la perfección de la pronunciación y de
la acción17,
y que según dice el Dr.
Montalbán: en cierta comedia de San Francisco, de él
y de Lope, hizo la figura del Santo con la mayor verdad que
jamás se he visto18.
No dudo que dentro de pocos años tendrá
compañía propia19.
¡De mi linda
y virtuosa María, que hará el papel de mi esposa -en
la obra como en la vida- sólo sé decir que representa
divinamente20.
Ella y Bernarda, que será nuestra Aurora, no cesan de
repetir últimamente un comentario del mismo Dr., en su Para todos, que salió a
la calle hace sólo dos semanas, sobre el éxito de su
De un castigo dos venganzas, que representamos (como ya
dije) hace dos años, nada menos que veintiún
días seguidos: «el aplauso de
todos en común fue mucho, tanto por la valentía de la
comedia, cuanto por la gran representación de María
de Riquelme, gala y aliño de
Bernarda»
21.
Salinas, que por haber sido también uno de los fundadores de la Cofradía fue nombrado en octubre como mayordomo perpetuo de ella, hará como siempre el gracioso, emparejándose otra vez con su propia mujer, ya que a Jerónima le cuadrará el papel de la criada Lucrecia. El Marqués Gonzaga será Francisco de Salas; Cintia, María de Caballos22; y no será difícil asignar los seis papeles menores, de criados.
El aparato toca al
autor, como Lope ha dicho23
-aunque no deja por ello de dar en algunas obras indicaciones muy
específicas- y tratan asimismo muy poco de él los
preceptistas, como por ejemplo Juan Pablo Mártir
Rizo24;
pero de todos modos una comedia de corral como ésta ofrece
pocos problemas. En cuanto a la indumentaria, la nobleza italiana
de hace dos siglos tendrá que vestirse, como es corriente,
como españoles de nuestro tiempo; solo cuidaremos de llevar
los trajes más ricos que tenemos, si no queremos que silben
los mosqueteros25.
Damián, cuando entre por primera vez en la segunda
salida26,
estará vestido, como Lope indica, «de camino, muy galán»
, para que
el público adivine, antes que el diálogo se lo diga
todo, que es Federico, hijo bastardo del Duque, que ya saben ha
sido enviado de Ferrara a Mantua a por Casandra. Mi mujer y
Bernarda también querrán sacar a lucir todas sus
mejores galas; pero el único cuyos cambios de vestido
serán realmente significativos soy yo. Mi primera
aparición, enigmática y emblemática, ha de dar
el tono de toda la obra. Momentos antes que mis criados,
entraré vestido «de
noche»
-aunque sean las cuatro de la tarde, y a pleno
sol- disfrazado con una gran capa negra, pero vergonzosamente, como
dudando que consiga ocultar así mi persona y una conducta
tan poco digna de ella. «Que no me
conozcan temo»
son mis primeras palabras, y el comentario
de Ricardo:
|
inicia una amplia serie de
variaciones sobre el tema de lo fingido y lo verdadero, de lo poco
que hay que fiar, como digo yo, de «estertores»
. Para las salidas
siguientes de la primera y segunda jornada, mis vestidos
serán más conformes, como es obvio, con mi dignidad
como Duque de Ferrara; pero cuando vuelva triunfante -como «el ferrarés Aquiles»
, «Héctor de Italia»
y «león de la iglesia»
- por mis
victorias en una guerra santa, he de entrar «galán, de soldado»
,
ceñido (aunque solo metafóricamente) de laurel.
Importa que aparezca entre mis «amadas
prendas»
como lo hace el Santo Rey David -con quien
Ricardo me compara- al principio de Los cabellos de
Absalón27,
como «otro Duque»
. Entre mi
salida y mi entrada con los memoriales, advierto que Batín y
Ricardo se dicen unos 60 versos solamente; pero de todos modos me
parece que no debiera tratar de mudarme, sino seguir con ese mismo
traje hasta el desenlace de la tragedia.
Los accesorios que
nos harán falta son pocos y corrientes, pero también
significativos. Nadie sabe como Lope sacar partido de los
más sencillos. Me hace mucha gracia un parlamento de
Pinzón en La fingida Arcadia, de Tirso, que
pronuncia cuando el dios Apolo le brinda una corona a cierto poeta
dramático -Lope, probablemente- que sabe prescindir de las
apariencias y tramoyas de los «carpinteros»
:
|
En la tercera
salida del acto primero tengo que darle al gracioso, en albricias,
una cadena, que se recuerda, metafóricamente y con
intención, sólo ochenta versos más tarde,
cuando Casandra le dice a Federico: «De
tan obediente cuello / sean cadenas mis brazos»
, como
también en el segundo acto, cuando el Marqués,
agradeciendo un favor de Aurora, le dice: «Señora, / será cadena en mi
cuello, / será de mi mano esposa, / para no darla en mi
vida»
. Se refiere a una banda con que le ha
obsequiado en presencia de Federico, sin provocar los celos de
éste, sin ser como Batín hubiera esperado «la banda de la discordia / como la manzana de
oro / de París y las tres Diosas»
. Un poco antes
de esto, yo entro con una carta, que representa la
misión que me confía el Papa, y que me apresuro a
cumplir; recuerdo de ella son los memoriales con que entro
también en el acto tercero, y que insisto en ver en seguida
solo: «que deben los que gobiernan / esta
atención a su oficio»
. Lope quiere, evidentemente,
que en mi lectura de ellos presente una nueva imagen del Duque,
mediante un tipo de escena que a nuestros oyentes les
resultará muy familiar: la del gobernante ejemplar que
intenta hacer justicia a una serie de peticiones o pretendientes.
Como digo al leer el primer papel: «Con
más cuidado ya premiar entiendo»
. Es de una
ironía tremenda, pues, que el quinto sea el anónimo
que me revela el adulterio de mi propio hijo con mi mujer.
Probablemente lo retendré en la mano, no sólo durante
el soliloquio sino para mis encuentros sucesivos con Federico y con
Casandra, para que pese más sobre ellos la acusación
secreta que incorpora; surtirá por cierto un gran efecto
cuando le felicito a mi mujer, con solapado sarcasmo, de que mi
estado «del Conde y de vos / ha sido tan
bien regido / como muestra agradecido / este papel, de los dos. /
Todos alaban aquí / lo que los dos
merecéis.»
Durante toda la obra, probablemente,
los nobles llevaremos espada, en señal de que lo
somos; yo sí, por supuesto, desde mi entrada de
soldado. Pero se convierte, como es frecuente, en un
símbolo del castigo o de la venganza. Casandra, al
contemplar el adulterio, confiesa que «siendo error tan injusto, / a la sombra de mi
gusto / estoy mirando su espada.»
Efectivamente, al
final, amenazo con sacarla para obligarle a Federico a esgrimir la
suya contra uno de los traidores. El público sabrá
que éste es Casandra, y recordará, tal vez, las
palabras anteriores de Federico: «Ya
viene aquí / desnuda la blanca espada / por quien la vida
perdí»
. Le miro mientras sale con la suya y la
mata: «Aquí lo veré; ya
llega; / ya con la punta la pasa. / Ejecute mi justicia / quien
ejecutó mi infamia»
. Comento su regreso: «Ya con la sangrienta espada / sale el
traidor»
; y mando al fin que él sea muerto a su
vez por las espadas de mi guarda.
Tampoco tendremos
problema alguno en montar la obra en el corral. Los oyentes
comprenderán en seguida que la primera salida es otra de
tantas en que un poderoso mujeriego y sus servidores rondan por la
noche las calles de una ciudad, en este caso la de Ferrara, y que
cuando Cintia aparece «en
alto»
, como dice el manuscrito, o sea en el corredor
encima del vestuario, nos está hablando desde el primer piso
de su casa. Habla incluso de cerrar su ventana, y Febo de
«romper las puertas»
,
como también Ricardo, poco después, pedirá al
Duque que ponga el oído a la puerta de un autor de
comedias; y pudiéramos pensar en proveerlas, como
tanto se usa ahora. Pero como la imaginación del
público las suplirá fácilmente,
bastarán sin duda las cortinas en ambos niveles. Lo genial
es que una mujercilla tan baja, y de tan mala fama,
negándose a creer, en apariencia, que un personaje tan alto,
en vísperas de casarse, esté comportándose
todavía de una manera tan indigna, repruebe, oblicuamente,
la conducta del Duque desde una altura tanto física como
moral29.
En la segunda
salida, Batín y Rutilio se refieren a unos sauces,
Federico habla de retirarse «al dosel
destos árboles»
, como también de
«esta selva»
, y
podríamos descubrir en el vestuario las ramas que a veces
empleamos; pero como estas alusiones y otras evocan el paisaje,
prescindiremos probablemente de ellas. En la tercera, asimismo,
Federico le dice a Casandra: «En esta
güerta, señora, / os tienen hecho
aposento, / para que el Duque os reciba»
; pero
lo único esencial será colocar en el espacio de las
apariencias el dosel ducal que el texto menciona, con las cuatro
sillas en que hemos de sentarnos yo, mi mujer, Francisco y
Bernarda.
El resto de la
acción transcurre en un solo lugar, dentro del castillo de
Ferrara; probablemente pondremos solamente las armas ducales. El
segundo acto constituye una salida única, «con la gala»
, como dicen, «de no dejar el tablado solo»
en toda
ella30;
no pide ni una silla. Para el tercero, cuya continuidad se rompe
apenas una vez, sólo hará falta que el metesillas me
saque algún asiento y un bufete para el episodio de los
memoriales. Cuando entro acechando a Federico y Casandra,
quedaré al paño, como es normal. Únicamente al
final tendremos que montar una apariencia sangrienta y senequista,
de las que al vulgo tanto le gustan. Federico saldrá por el
vestuario; entrará y saldrá de nuevo allí,
perseguido por el Marqués. Luego la cortina se
descorrerá para descubrir a los amantes exánimes:
Casandra, sentada de la manera que se describió poco antes
en mi soliloquio, y mi hijo muerto a sus pies.
Las entradas y
salidas de los personajes, y su localización en el
escenario, requieren, en cambio, ser estudiadas con especial
cuidado. Con más frecuencia que en otras obras, dos o tres
conversan entre sí como si otros que están en el
tablado, a poca distancia de ellos, pero callados de momento, no
estuviesen presentes. El caso más evidente ocurre en el acto
primero, tras la entrada de Batín y Lucrecia; hablan,
separadamente, los criados, Federico y Casandra, y el
Marqués y Rutilio. Pero otro momento más
crítico se nos ofrece a comienzos del segundo; Casandra ha
estado quejándose a Lucrecia del desprecio y
descortesía con que la trató, y Lope quiere,
evidentemente, poner ante los ojos del público un ejemplo
vivo de ello. Yo entro, hablando con Federico, sin hacerle caso
alguno, y ella comenta: «Aun apenas el
Duque me ha mirado. / ¡Desprecio estraño y vil
descortesía!»
. «Si no te
ha visto, no será culpado»
, le dice Lucrecia; pero
ella responde: «Fingir descuido es brava
tiranía»
, y se marcha, agraviada y pensando
vengarse. Dentro de mi papel tendré que saber por supuesto
si el descuido es fingido, o si, como parece probable, me preocupa
demasiado la «falta de salud»
de mi adorado hijo; pero intentaré conseguir que los oyentes
sigan dudando. Hay otro momento parecido en el acto tercero.
Casandra y Federico están discutiendo, cuando vuelvo con mi
séquito de la guerra. Ricardo me dice: «Ya estaban disponiendo recibirte»
, y
yo respondo: «Mejor sabe mi amor
adelantarse»
. Me parece evidente que debo apresurarme a
abrazar a Federico, cruzando tal vez por delante de mi mujer sin
pensar en ella, porque ella protesta en seguida: «¿Es posible, señor, que persuadirte /
pudiste a tal agravio?»
.
Otros muchos
episodios de la obra necesitan movimientos y ademanes apropiados.
En la segunda salida, Federico, que acaba de decir, con dos
llamativas metáforas, que cree ir «por mi veneno / en ir por mi
madrastra»
y que ha de «traer
en brazos / algún león que me ha de hacer
pedazos»
, sale del escenario «con poco seso y con valiente paso»
al
oír las voces de una dama, y vuelve en seguida -es la
primera vez que el público ve Casandra- con ella «en los brazos»
. Los oyentes avezados
sospecharán que como en tantas otras comedias este abrazo
anuncia simbólicamente que estos dos, tarde o temprano, han
de llegar (como decimos, por buenos respetos) «a los brazos»
. Su acción es
remedada por el gracioso y la criada, y éste bromea con
intención: «Mujer, dime,
¿cómo pesas, / si dicen que sois livianas?»
Federico, enterado de ser la dama la prometida de su padre, se
arrodilla y pide dos veces su mano a besar en señal de
homenaje; pero ella insiste en levantarle y darle otra vez los
brazos.
En la salida
siguiente, la pantomima se repite: el Duque la sienta bajo el
dosel, y le dice que Federico ha de ser el primero de sus deudos en
besarle la mano; efectivamente, lo hace tres veces, como testimonio
de su respeto para la autoridad de su padre, para ella, y para
sí mismo -o sea, el respeto de tres especies cuya
pérdida ha de confesar, al final del acto segundo, cuando
dice que se ve «sin mí, sin vos y
sin Dios»
-. Ella, sin embargo, le ofrece de nuevo sus
brazos.
Cuando se ven los
dos en el segundo acto, Federico se arrodilla de nuevo, y de nuevo
pide la mano de «su Alteza»
;
otra vez más, ella le levanta y le ofrece sus brazos. Le
explica, como antes ha explicado a Lucrecia, que el Duque
gozó de los suyos una sola noche, que «a los deleites pasados / ha vuelto con
más furia, / roto el freno de mis brazos»
; y ante
tantas provocaciones, tanto físicas como verbales, Federico
por poco confiesa que está enamorado de ella. Antes de su
próximo y decisivo encuentro, ella recuerda: «Vile turbado, llegando / a decir su pensamiento,
/ y desmayarse temblando»
; y cuando se ven, le impulsa a
declararse, definitivamente. Después de hacerlo, él
implora una vez más: «Sola una
mano suplico / que me des; dame el veneno / que me ha
muerto»
. Ella ahora intenta negársela, pero Lope
parece querer que no lo consiga, porque la hace decir: «Ya determinada estuve; / pero advertir es
razón / que por una mano sube / el veneno al
corazón»
. Aunque luego salen, como es tan
frecuente, cada uno por su lado, el público, tras tanta
«pantomima» y tanto simbolismo, sabrá que son
inevitables ya los incestuosos y fatales abrazos que Aurora ha de
describir a principios del acto siguiente31.
Hay muchas
ocasiones en que los personajes, más que conversar,
pronuncian discursos más o menos largos, como las
arias de las nuevas óperas italianas, a veces en un
metro llamativo, distinto de los versos en que se encrustan. Es un
recurso que se emplea cada vez más en nuestro teatro, y que
Lope satirizó con mucha gracia en La noche de San
Juan, que debe de haber sido, por cierto, la última
obra que escribiera antes de ésta. Nada más comenzar,
la primera dama anuncia a su criada que le ha de decir un
romance, y pregunta: «¿Tengo de decir, Inés, / aquello
de escucha?»
«No»
,
responde la criada, «porque, si te
escucho yo, / necio advertimiento es»
; y su ama suelta
luego una relación de 174 versos. En el segundo acto, piensa
pronunciar otro parlamento parecido: «Pues escucha un soliloquio, / de mis desdichas
traslado»
; pero la criada se impacienta: «No por Dios, que son efetos / de menos
satisfacción, / y quitarás de invención / lo
que gastes de concetos. / Poco más o menos, sé /
cuánto me puedas decir»
. En la salida anterior,
sin embargo, la criada de la segunda dama propone a su ama que
imite las relaciones de un libro de comedias. Esta acepta: «Bien dices, tú serás / la criada
de la dama.»
La criada la alienta: «Di, que ya el vulgo te aclama, / si
acción a los versos das»
; y efectivamente
prorrumpe en romance de 168 versos32.
Semejantes
parlamentos, evidentemente, son oportunidades para lucir, alardes
de técnica teatral que importa ensayar con cuidado. En el
acto primero de la obra que nos ocupa, tenemos que fingir mis
criados y yo estar a la puerta de un autor de comedias y escuchar a
cierta actriz famosa que está ensayando dentro una
canción o madrigal. Yo alabo la técnica con que suele
comunicar los sentimientos: «¡Qué acción!
¡Qué afectos! ¡Qué estremos!»
.
Cuando termina, comento: «¡Valiente
acción!»
, y Ricardo la califica de «¡mujer única!»
¡No
dudo que este parlamento lo insistirá en hacer mi
María! En la segunda salida, cuando Casandra y Federico
acaban de conocerse, cada una ha de decir al otro tres
décimas, en medio de unos romances; en la
tercera, entre unas redondillas, Aurora me dice de
repente: «Te diré mi
pensamiento»
, y luego pronuncia seis sextinas.
Es de notar también la relación en romances
con que ella describe al Marqués, al principio del acto
tercero, los amores adúlteros de Federico y Casandra, con un
preámbulo parecido: «Está
atento»
.
A mediados del
segundo acto, otra vez entre unas redondillas, el
Marqués le hace a ella una declaración de amor en
tres décimas, y Casandra inicia la jornada con ocho
dirigidas a Lucrecia, que ésta califica de «discurso»
. «Discurso»
llama también
Federico la glosa de tipo cancioneril en que al final del acto
confiesa por fin su desesperado amor a Casandra. Es uno de los
momentos más intensos de la obra, y fue sin duda para que
resaltara que Lope decidió escribir aquel paso entero en
quintillas, un metro que últimamente ha empleado
sólo muy de vez en cuando33.
Los mosqueteros aplauden estos parlamentos, sin darse cuenta acaso
de tales cambios de metro, pero los «doctos y cortesanos»
los aprecian, sin
duda por estar tan acostumbrados a oír versos, y aun a
componerlos ellos mismos. Lope sabe muy bien lo hace, y en el curso
de esta obra ha empleado nada menos que once tipos de estrofas; se
ve que quería que fuera una de «las que ingenios y señores
aprobaren»
.
Uno de los
parlamentos más sutiles lo pronuncia el gracioso a finales
del acto primero. Federico le habla de una «necia imaginación»
suya, y
Batín responde con una lista de siete acciones impulsivas
que a él se le ha antojado alguna vez hacer. Son ocurrencias
divertidas, que Salinas sabrá acompañar de ademanes y
gestos que harán las delicias del vulgo. Federico deja de
escucharle para arrobarse en unos «desatinados conceptos / de sueños
despiertos»
. Pero los oyentes no podrán menos de
reconocer en ellas caprichos involuntarios que ellos mismos han
tenido, y advertirán acaso cuan fácilmente Federico
ha podido concebir la tentación incestuosa que a fuerza de
pensar en ella ha de convertirse en una obsesión fatal. Es
como si el gracioso encarnara al Pensamiento Humano en algún
auto sacramental34.
La obra comporta,
sin embargo, además de estos monólogos, una cantidad
extraordinaria de soliloquios auténticos, que deben ser los
momentos de máxima tensión, de comunicación
más directa entre nosotros y nuestros oyentes35.
Huelga señalar que para mover sus ánimos -que al
decir de todos los preceptistas es nuestro fin-, para infundir en
ellos las pasiones que sufren los personajes, es imprescindible que
sepamos sentirlas nosotros mismos, basándonos en nuestra
propia experiencia e imaginación, como también supo
sentirlas el poeta. Como lo dijo hace más de 20 años
«el mejor representante San
Ginés»
, en la obra más teatral de Lope:
|
Esto lo
sabían los preceptistas antiguos, como aprendimos en
nuestras clases de retórica. Dijo Cicerón, por
ejemplo, que «es casi imposible que un
orador suscite una pasión en sus oyentes si no es afectado
primero por la pasión»
; y Quintiliano que «lo más importante, para mover los
afectos de otros, es que seamos movidos nosotros mismos»
.
(Incluso aconseja que, si queremos denunciar un asesinato,
imaginemos -como en «visiones»- todos los detalles
emocionantes de él)37.
Yo no sé si Lope ensaya sus propios versos al escribirlos,
aunque es normal que lo hagan los poetas dramáticos; las
vidas de pícaros están llenas de anécdotas de
dramaturgos que espantan a sus vecinos porque gritan «¡Guarda el oso!»
, o cosas por
el estilo38.
Pero de todos modos es seguro que se conmueve, y busca conmover al
actor para que éste conmueva al oyente. Por aquellos mismos
años aconsejó en su Arte nuevo que
escribiera comedias:
|
Esta
transformación del actor -y del oyente- depende,
evidentemente, del sentimiento interior, pero requiere
también un dominio total de su expresión en la
acción exterior. El mismo Lope elogió la
técnica con que Pinedo solía hacer «altos metamorfóseos de su rostro, /
color, ojos, sentidos, voz y afectos, / transformando la
gente»
40.
Pero ningún actor es más capaz de tales «metamorfóseos»
que mi mujer
María; como es notorio, «es de
tan fuerte aprehensión que cuando habla, muda el color del
rostro con admiración de todos. Si se cuentan en el tablado
cosas dichosas y felices, las escucha bañada en color de
rosa, y si ocurre alguna circunstancia infausta se pone punto al
pálida. En esto es única, y nadie la puede
imitar»
41.
Me temo incluso que hará el papel de la incestuosa madrastra
con tantas veras que le podrá acarrear algún oprobio,
a pesar de que con ser tan hermosa es una mujer con mucha virtud y
tenida por santa al decir de todos; porque hay oyentes que
distinguen mal entre actor y personaje. Como dijo Lope, «si acaso un recitante / hace un traidor, es tan
odioso a todos / que lo que va a comprar no se lo venden, / y huye
el vulgo dél cuando le encuentren»
42.
Esta,
evidentemente, es una reacción absurda, aunque la ha
compartido y compartirá el vulgo de todos los tiempos, e
incluso, hasta cierto punto, alguno que otro crítico o
filósofo que se creería mucho más entendido.
Los actores sabemos que somos muy conscientes en todo momento de no
ser el personaje cuyas palabras y acciones, impuestas por el poeta
y estudiadas por nosotros, representamos con tanta verosimilitud
como podemos, como también lo sabe cualquier oyente que no
esté tan loco como aquel Don Quijote de Cervantes delante
del retablo de Maese Pedro. La comedia, como yo he de decir en la
primera salida, con palabras de Cicerón glosadas por Lope,
no es la vida sino un espejo de ella, que «retrata nuestras costumbres, / o livianas o
severas, / mezclando burlas y veras»
. Lo que pudiera
llamase una «suspensión de la
incredulidad»
es siempre voluntaria y momentánea,
nunca total43.
La emoción esencial del juego teatral procede, precisamente,
de nuestra conciencia del contraste entre lo fingido y lo
verdadero.
Los soliloquios tienen en nuestra obra una importancia primordial, porque más que en cualquier otra que yo conozco los personajes principales se caracterizan por su empeño, delante de otros, en representar ellos mismos una figura, un papel, en fingir, en hacer teatro, lo cual no es más que una imitación fiel, pero más densa, de la naturaleza, de lo que hacemos todos en la vida real, cotidiana. Todos tratan de ocultar a los demás sus pensamientos y sentimientos verdaderos, de disfrazarse, aunque a veces no lo consiguen. Muy rara vez comunican auténticamente entre sí. Si se hablan, es para disimular más bien que para descubrirse. Solamente en sus soliloquios se permiten expresar aquellos pensamientos y sentimientos, e incluso en ellos es posible que los oyentes decidan que se están engañando a sí mismos.
Damián,
desde su primera entrada, tiene que representar a Federico como
consciente de la necesidad de fingir. Si antes le alegraba su amor
a Aurora, que era, según ella, «la misma luz de sus ojos»
, ahora
siente un despecho por el casamiento de su padre, que intenta en
vano disimular, como confiesa a Batín: «que si voy mostrando / a nuestra gente gusto,
como es justo, / el alma llena de mortal disgusto / camino a
Mantua, de sentido ajeno»
. Batín le aconseja que
siga fingiendo «contento, gusto y
confianza, / por no mostrar envidia y dar venganza»
; pero
los servidores han de poder observar que «sale a los ojos el pesar que tiene»
.
Claro que para la exhibición de los sentimientos interiores,
amén de los exteriores, sabemos todos los recitantes que los
ojos son siempre nuestra arma más poderosa44.
En ellos ha de ver el público su atracción hacia
Casandra desde su primer encuentro, como él supone que la
ve, aunque lo disimula, Batín. Le acalla: «No digas / nada, que con tu agudeza / me has
visto el alma en los ojos, / y el gusto me lisonjeas [...] / Ven,
no les demos sospecha.»
Tampoco al final del acto puede
soportar que sus pensamientos se digan en voz alta, y le hace
callar de nuevo: «Pues mira como lo
acierto: / que te agrada tu madrastra, / y estás entre ti
diciendo / -No lo digas, es verdad.»
En el acto segundo,
las melancolías que provocan, y en que se complace, se
atribuyen por todos a su disgusto anterior, pero oculta a todos -a
Batín incluso- sus motivos verdaderos. «Engaña con la verdad»
-«cosa que ha parecido bien»
siempre al público45-
cuando me dice: «La falta de salud se ve
en mi cara, / pero no la ocasión»
, y finge celos
del Marqués; pero su emoción disimulada ha de ser
revelada físicamente por Damián en su encuentro con
Casandra. «Parece que estás
temblando»
, le dice ella; él confiesa «el sentimiento que miras»
; y
Batín advierte que está «turbado»
, diciendo o fingiendo no
entenderlo. Al confesar a Casandra que está enamorado, ha de
prorrumpir en lágrimas, que si quiere mover a los oyentes
tendrán que ser sentidas y verdaderas. Como dice Horacio,
«tú mismo, si quieres que yo
llore, tienes que sufrir primero»
. No se atreve
todavía, a pesar de sus provocaciones, a decirle que es a
ella a quien ama, pero su excitación al salir debe convencer
de ello tanto a los oyentes como a Casandra. Aun en el soneto que
pronuncia a solas -dirigido, como tantos otros que evocan el
consabido mito de Ícaro, a su «pensamiento»
- se abstiene de mentar a
su objeto. El público se extrañará de
oír hasta qué punto se engaña a sí
mismo en decir que esta pasión «que naciste de mis ojos»
ha de ser
«imposible eternamente»
, y
anticipará, cuando entre Casandra, el derrumbamiento total
de sus defensas, la pérdida abyecta de su voluntad de fingir
ante ella.
En el acto
tercero, ha de ser un hombre destrozado. Consumado el adulterio y
anunciado el regreso del Duque, muestra su turbación y temor
en volver a fingir celos e incluso proponer casarse con Aurora. En
una escena magníficamente irónica, consigo despertar
su vergüenza, calificando tres veces de «tu madre»
a Casandra; finge quejas
contra ella, atreviéndose otra vez a «engañar con la verdad»
, sin
saber -como sabrá el público- que yo entiendo esta
vez el doble sentido de sus palabras: «aunque es para todos ángel, / que no lo
ha sido conmigo. / [...] A veces me favorece, / y a veces quiere
mostrarme / que no es posible ser hijos / los que otras mujeres
paren»
. Casandra, en el encuentro que escucho al
paño, le tilda cuatro veces, con evidente razón, de
«cobarde» (amén de «traidor»,
«villano», «mal nacido» y
«perro») y lo es bastante para comprometerse -sin duda
fingidamente- a todo lo que ella quiera, aconsejándole a
ella fingir «gusto, pues es justo, / con
el Duque»
. Según dice socarronamente Batín
a Aurora: «está endiablado / el
Conde; no sé qué tiene; / ya triste, ya alegre viene,
/ ya cuerdo, ya destemplado»
. De «cobarde»
y «perro»
le califico también yo
cuando vacila en cumplir mi orden de matar a un traidor; pero acaso
exhibe una premonición secreta al responder: «no sé qué me ha dado, / que me
está temblando el alma»
.
Al descubrir que
ha matado a su amante, ha de quedar embelesado. Como
escribió López Pinciano: «Si el que va a matar [...] mata al que no
conoce, siendo pariente o bienqueriente, como padre, hermano o
hijo, enamorado, será esta acción la más
trágica y aun deleytosa de todas [...] trae más
conmiseración que otra alguna»
46.
Y cuando el padre que tanto le ha querido, y de quien acaba de
decir resueltamente: «si hallara / el
mismo César, le diera / por ti ¡ay Dios! mil
estocadas»
, ordena que le ajusticien, Damián ha de
llenar de patetismo su pregunta final: «O padre, ¿porqué me
matan?»
El papel de
Casandra ofrece un contraste llamativo, en todos los aspectos, con
el de su amante. Toma siempre la iniciativa en sus relaciones;
cavila mucho menos y oculta sus sentimientos sólo cuando le
resulta imprescindible. Se engaña poco a sí misma;
demuestra incluso un extraño conocimiento de causa. Tras su
accidente, ocasionado por su propia impulsividad y desenvoltura, no
vacila en revelar a Federico su identidad y su placer en conocerle,
ni en preguntar a Lucrecia qué le parece. Confiesa,
abiertamente, a ella su atracción hacia él y sus
recelos en cuanto al Duque. A comienzos del segundo acto, se queja
a ella en términos tajantes del desprecio y
desatención con que la trata su marido, previniendo ya su
propia venganza, si bien reconoce la necesidad de disimular:
«mis ojos / sólo saben mi
tristeza»
. Tampoco tiene empacho en quejarse a Federico
de los vicios y tiranías de su padre, en un discurso
apasionado que acaba en llanto, ni en instarle a declararse a la
que ama, sospechando, seguramente, que es a ella, cuando le dice
«que el edificio más casto /
tiene la puerta de cera»
. Una vez convencida de ello,
revela en su primer soliloquio con cuan poca resistencia
cederá a las tentaciones del amor y de la venganza, si bien
con clara conciencia de su engaño y desatino, del pecado y
del peligro que suponen para su vida y su honra. En el segundo, la
conciencia de todo ello parece tan increíble que
María acaso se creerá obligada no tanto a
identificarse con el personaje como a presentarlo al público
a modo de amonestación, «desde
fuera»
, por decirlo así47.
«No puede haber contentos / fundados en
imposibles. / En el ánimo que inclino / al mal, por tantos
disgustos / del Duque, loca imagino / hallar venganzas y gustos /
en el mayor desatino [...] / [...] no es disculpa igual / que haya
otros males de quien / me valga en peligro tal, / que para pecar no
es bien / tomar ejemplo del mal.»
A continuación,
no duda en valerse de la historia de Antíoco para provocar
la confesión de Federico; sólo al final de ella ha de
parecer titubear e intentar negarle el nuevo contacto físico
que pide. Con la salida de los dos por las dos entradas del fondo,
se salva el decoro de nuestro teatro; pero difícilmente
hallaríamos en él una escena tan sugestiva, y el
adulterio ha de pensarse como inevitable.
En el acto tercero
su papel resulta más limitado, ya que el mayor
interés se concentra en el Duque y en su relación con
su hijo. En todo él se muestra más comprometida que
nunca con su pasión. En sus dos encuentros con Federico su
propuesta de casarse la ofende hasta tal punto que se muestra
incapaz de contenerse, dando voces que amenazan con descubrirlo
todo abiertamente, e imponiéndole así su
férrea voluntad de seguir traicionando a su marido. La
cazuela compadecerá y aplaudirá seguramente a
María cuando grite con razón: «¡Ay, desdichadas mujeres! / ¡Ay,
hombres falsos sin fe!»
Mi propio papel me
parece mucho más complejo y más ambiguo. De la
primera salida resulta evidente que el Duque de Ferrara ha sido
durante muchos años un libertino notorio, «fábula siendo a la gente / su viciosa
libertad»
, que «no se ha
casado / por vivir más a su gusto»
. Pero se
presenta también desde un principio como avergonzado de su
«proceder vicioso»
y deseoso
de cambiar. Los parlamentos de la cortesana y de la actriz que
escucha con tanto disgusto, por más que aparenta rebatirlos,
le hiere y aleccionan; reconoce que han dicho «claras verdades»
, que los
señores no quieren oír. La misma Cintia y Febo, como
también Batín y Federico, suponen que
reformará sus costumbres su matrimonio con Casandra, aunque
lo ha contraído a la fuerza, para aplacar la inquietud de
sus vasallos, con clara conciencia de que dejará desheredado
probablemente a su hijo bastardo, «lo
que más mi alma adora»
. Entiendo, sin embargo, que
recibe a su esposa, si bien «con muchos
cumplimientos»
, con un mínimo de palabras
frías y formularias; y en el segundo acto es evidente que la
trata con indiferente desdén. La esperada enmienda no se ha
efectuado; después de dormir una sola noche con Casandra,
«a los deleites pasados / ha vuelto con
más furia»
; «la
obediencia rota / al matrimonio santo, / va por mujercillas viles /
pedazos de honor sembrando»
. Es «un bárbaro marido»
. Lope le
hace insistir, en cambio, una y otra vez, en su tierno amor a su
hijo, lo cual no quiere decir que le comprenda cuando éste
insulta a Aurora, para quien también siente afecto. Le
abandona enfurecido, y rechaza rotundamente después su deseo
de acompañarle a la guerra; «Esto
es razón, y basta ser mi gusto.»
Pero en esto, y
en la presteza con que parte para guerrear contra los enemigos del
Papa, demuestra, por otra parte, un alto sentido de
responsabilidad.
En el acto
tercero, Aurora anticipa su regreso victorioso; el Marqués,
sangriento castigo que ha de hacer a los dos adúlteros
«el ferrarés Aquiles / por el
honor y la fama, / si no es que primero el cielo / sus libertades
castigue»
. Batín, en cambio, subraya su deseo de
ver cuanto antes a su amado hijo, «el
sol de sus ojos»
, deseo que demuestra y en que insiste en
su primera entrada. Declara otra vez que piensa «trocar de aquí adelante / la inquietud
en virtud»
, y Ricardo lo confirma repetidamente: «ha sido tal la enmienda / que traemos otro
Duque [...] el Duque es un santo ya [...] se ha vuelto humilde
[...] No hayas miedo tú que vuelva / el Duque a sus
mocedades»
. El gracioso, por cierto, expresa con parecida
insistencia el escepticismo que sentirán, sin duda, los
oyentes. Para el cínico Batín, «milagro ha sido del Papa / llevar,
señor, a la guerra / al Duque Luis de Ferrara, / y que un
ermitaño vuelva. / Por Dios, que puedes fundar / otro
Camáldula.»
Pero él también insiste:
«Sepan / mis vasallos que otro
soy»
y el mismo gracioso, al observar cuan poco ha
descansado antes de atender a su oficio, alaba «el cuidado de quien mira / el bien
público»
, aunque esto lo dirá
también Salinas, seguramente, con sarcasmo. En esta escena
hay preciosos ejemplos, que haremos lo posible para explotar, de
«aquella incertidumbre
anfibológica»
que ha tenido siempre, según
el mismo Lope, «gran lugar en el vulgo,
porque piensa / que él sólo entiende lo que el otro
dice»
48,
Batín, que según supongo está enterado de todo
lo sucedido, dice, irónicamente, de Federico: «Cierto, señor, que pudiera / decir que
igualó en la paz / tus hazañas en la
guerra»
, y de Casandra: «No se
ha visto, que yo sepa, / tan pacífica madrastra / con su
alnado: es muy discreta / y muy virtuosa y santa.»
El
Duque, inocentemente, le responde que «así en mi casa / hoy dos victorias se
cuentan: / la que de la guerra traigo, / y la de Casandra bella, /
conquistando a Federico.»
El soliloquio que
sigue, de 85 versos, es una de mis mayores oportunidades para
lucir. Lope lo ha estructurado en tres tiradas: después de
17 endecasílabos, casi todos rimados, la acusación de
adulterio ocupa una octava, y mis «quejas»
siete décimas. Empiezo
leyendo, prosaicamente y con prisa, mis memoriales, pero me intriga
el anónimo misterioso. Al leerlo, acaso emplee la
técnica de «la
representación turbulenta, que consiste más en hacer
que en hablar»
. De otro actor se cuenta que «en Madrid entró una vez en el teatro
leyendo para sí una carta y tuvo largo tiempo suspenso a los
oyentes. A cada renglón se espantaba. Últimamente,
arrebatado en furia, hizo pedazos el papel y comenzó a
exclamar vehementísimos versos. Y aunque fue alabado de
todos, consiguió mayor admiración aquel día
haciendo que hablando»
49.
Mi primera reacción es de incredulidad: «¿Qué es esto que estoy
mirando?»
; pero las restantes han de ser mucho más
complejas y diferenciadas de lo que supuso Lope al escribir:
«Pregúntese y respóndase a
sí mismo»
50.
Tengo sobre todo un momento de clara anagnórisis, tan propio
de la tragedia, cuando compagino mi historia con la consabida del
Rey David -con el cual se me comparó antes de muy distinta
manera- y comprendo, como el protagonista de La venganza de
Tamar y Los cabellos de Absalón, que es el
cielo quien ha dado al «vicioso proceder
/ de las mocedades mías»
un parecido castigo sin
venganza, como todos los suyos. Si yo soy ya realmente como
él un santo, como dijo Ricardo -y no un «santo fingido»
, como dirá
Batín- el mensaje de la obra es semejante y tremendamente
irónico: arrepentimos de nuestros pecados de ninguna manera
nos exime de su angustiosa expiación51.
Pero apostrofo también, con una falta de coherencia muy
natural, a las letras del papel, a Federico, y a la ausencia, antes
de debatir conmigo sobre la dificultad de investigar lo ocurrido
para castigarlo yo mismo.
Empiezo a
continuación, sin embargo, como si mi personaje hiciera el
papel de un juez pesquisidor, una investigación solapada,
pero concienzuda, interrogando primero a Federico mediante frases,
como las que aluden a su «madre» Casandra, cuya
ironía, si no la capta, le impele a delatarse: «¿Sientes que madre la llame? / Pues
dícenme que en mi ausencia, / de que tengo gusto grande, /
estuvistes muy conformes ... / [...] Pésame de que me
engañen, / que me dicen que no hay cosa / que más
Casandra regale.»
Interrogo luego a Casandra cuando entra
con Aurora, mediante una técnica parecida; cuando ella se
atreve a decirme que Federico «un
retrato vuestro ha sido»
, la inquieto con la respuesta:
«Ya sé que me ha retratado / tan
igual en todo estado, / que por mí le habéis tenido;
/ de que os prometo, señora, / debida
satisfacción.»
Le doy también la noticia de
que Federico me ha pedido que le case con Aurora, fingiendo que
insistiré en ello, y luego -«buscando testigos»
- vigilo el
encuentro entre mis dos reos, que dan claro testimonio de su culpa,
sin el rutinario tormento, como señalo, o más bien
atormentándome a mí.
El crimen ha sido
plenamente comprobado, y en mi segundo soliloquio largo medito
sobre el castigo. Tanto a su principio como a su fin interpelo a
los cielos, alegando que he de actuar -como padre, como jefe de
estado- siendo un mero instrumento de la justicia divina, si bien
la ley del honor exige que se haga de manera que la ofensa no se
publique. La muerte de «la infame
Casandra»
(a quien es evidente que nunca quise) me
preocupa poco, pero contemplar la de mi hijo -a pesar de anteriores
diatribas- me conmueve profundamente, provocando un estado de
turbación. El poeta, como es frecuente en nuestro teatro,
detalla los síntomas fisiológicos de dicho estado,
que me incumbe remedar: «tiembla el
cuerpo, espira el alma, / lloran los ojos, la sangre / muere en las
venas heladas, / el pecho se desalienta, / el entendimiento falta,
/ la memoria está corrida, / y la voluntad turbada, / como
arroyo que detiene / el hielo de noche larga. / Del corazón
a la boca / prende el dolor las palabras.»
Apostrofo
durante 32 versos a mi amor paterno, que me impulsa a indultarle;
pero alego toda una serie de argumentos en contra, e imagino una
sala de justicia, presidida por el honor, en que su abogacía
resulta insuficiente.
Habrá sin
duda oyentes que juzguen al personaje como realmente vengativo e
hipócrita a sabiendas, y yo, evidentemente, pudiera
interpretarlo de este modo, como también pudiera sugerir que
es sincero o que se engaña a sí en cuanto a sus
motivos, pero intentaré dejar abierta la cuestión.
Lope quiere quizás que el público, ante este
«ejemplo», medite en la posibilidad para los mortales
de separar el castigo de la venganza, sobre todo cuando el que
castiga, por más que reconozca su propia culpa, y por
más que compadezca al reo, ha sido él mismo
víctima del delito; acaso quiera poner en tela de juicio las
leyes del pundonor y la duplicidad cruel que su «bárbaro legislador»
ha
impuesto a sus mejores seguidores.
Cuando Federico
entra, le engaño otra vez con la verdad, insistiendo en que
mate a uno de los traidores. Quedo mirándole cómo lo
haré; ¿deleitándome?, no creo; reflexionando
más bien tristemente sobre la justicia de mi justicia, para
mandar luego que le maten a él por haber causado la muerte
de su madrastra. Mi respuesta a su atónita pregunta
demuestra que reconozco, como se recuerda en toda la obra, que otra
justicia superior espera al delincuente y a su juez: «En el tribunal de Dios, / traidor, te
dirán la causa.»
Pero la última
emoción que represento ha de ser un dolor irremediable,
cuando mis ojos, que han sido ellos mismos testigos de la maldad de
mi hijo, quieren ver y llorar su desdichada muerte. Los hombres,
Casandra ha dicho, una vez sólo pueden llorar, «y es en caso / de haber perdido el honor, /
mientras vengan el agravio»
; y ahora «llanto sobra, y valor falta»
. Mis
últimas palabras serán mi más amarga
ironía, encerrando a la vez la mentira externa y la verdad
interior, el pretexto fingido de la muerte de Federico, y mi
comprensión de que es un castigo doble, de mi propio pecado
y del de mi hijo, que precisamente por serlo cometió otro
parecido: «Pagó la maldad que
hizo / por heredarme»
52.
Claro que el pecado lo heredamos todos de nuestros primeros padres,
y lo pagó el Hijo de otro Padre.
Es evidente a
todas luces que esta magnífica obra, como otras de Lope, no
caerá nunca en el olvido. Acaso para rescatarla de él
la imprimirá aparte, en una suelta, como ya
imprimió personalmente durante ocho años, mientras se
lo permitieron, doce partes de doce. Al hacerlo
quería que fuesen leídas por los doctos de ahora y
del futuro, pero como dijo en su Novena Parte, «no las escribí con este ánimo, ni
para que de los oídos del teatro se trasladaran a la censura
de los aposentos»
, y quería también
indudablemente que algunos de sus lectores fuesen recitantes como
yo, que las hiciesen vivir de nuevo en las tablas. Pero me temo que
quien las represente en los siglos venideros se olvidará
incluso de los nombres de los que las estrenamos. Sería
lástima, creo yo, porque acaso las harían mejor si
parasen mentes en la manera en que él las vio representar
tantas veces en nuestros corrales. Lope desde luego no
querría que se nos olvidara; al actor del futuro, como
también al lector de nuestro tiempo se dirigía sin
duda cuando escribió en su Dozena Parte: «Bien sé que en leyéndolas te
acordarás de las acciones de aquellos que a este cuerpo
sirvieron de alma, para que te den más gusto las figuras que
de sola tu gracia esperan movimiento»
.