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Manuel Vallejo, un actor se prepara: un comediante del Siglo de Oro ante un texto («El castigo sin venganza»)

Victor Dixon


(Universidad de Dublín)



Para Ros,
luminotéctica y directora de teatro

El señor Díez Borque acaba de presentarles, con unas palabras muy halagüeñas para él, sin duda, a cierto Victor Dixon, catedrático de la Universidad de Dublín, que debía hablarles de la técnica de representación del teatro clásico español. Resulta un poco embarazoso para mí tener que decirles que debe haberse equivocado; porque el que ahora les habla fue bautizado Manuel Álvarez de Vallejo, y no es más que un humilde -bueno, no tan humilde- autor de comedias. En cuanto a lo que pueda decirles, lo único que de momento me interesa realmente -como siempre a los actores nos sucede- es la obra en que estoy trabajando ahora -en este mes de mayo de 1632- y que pienso estrenar muy pronto. El título, que hemos pintado ya en las paredes del corral, es bastante llamativo, y no dudo que intrigará y atraerá al público, que es lo que más importa. Ya ha visto otros parecidos, como De un castigo tres venganzas1 y De un castigo dos venganzas, pero éste resulta más enigmático, por no decir retador: El castigo sin venganza2.

Es una tragedia magnífica, que a mí francamente me entusiasma, una obra maestra. Es más: estoy convencido de que seguirá haciéndose de aquí a cuatro siglos. Pero se me ocurre preguntar: ¿Cómo serán las representaciones de entonces? ¿Estarán a la altura de las nuestras? Porque los corrales del futuro serán sin duda muy distintos, y temo mucho que menos perfectos que los nuestros. Yo no me fío de las innovaciones de aquellos ingenieros italianos, como el capitán Fontana o ese Cosme Lotti, que invaden cada vez más la escena española con sus mudanzas, sus proscenios, sus telones de boca, sus decorados en perspectiva y sus luces artificiales. «No son mejores los versos si se escriben con bermellón que con tinta. No están concebidos más ingeniosamente, escritos más elocuentemente, ni representados más naturalmente, cuando se muda el teatro que cuando no. Por esto los españoles (Juzgamos) por superfluas las mudanzas del teatro, (si bien) los italianos, suponiendo que son necesarias, gastan en la fábrica del teatro a veces para una sola comedia gran cantidad de ducados»3. Esta plaga de lumbreras, según sospecho, ha de hundir al teatro en unos siglos oscuros, en los cuales se perderá de vista con demasiada frecuencia, en nombre de una verosimilitud falaz, la esencia verdadera del «espectáculo», como ya se dice. No sólo el verso polimétrico, y la capacidad de recitarlo como tal, y de vivirlo al mismo tiempo como si casi no lo fuera; sino la poesía misma, con todos sus variados recursos y figuras, se desterrará del escenario, para dar paso a un prosaísmo pedestre. El texto se empobrecerá. Peor todavía, el actor y su acción se desplazarán de su lugar central, legítimo y primordial; peligrará su contacto íntimo e intenso con el oyente cercano, y la sensación de que están jugando juntos un mismo juego, cuyas reglas, cuyas convenciones, conocen ambos.

Inventarán, sin duda, otras reglas, otras convenciones; pero como tras tanto tiempo han de olvidarse las que ahora nos resultan familiares, ¿cómo va a entender nadie una obra como la que tengo entre manos? Porque la regla principal a que se atiene el poeta al escribir un manuscrito como éste, es que a él normalmente no le incumbe meter en él nada más que las palabras mismas que han de decir los recitantes. Conoce como nadie, y explota cuanto puede, si es un dramaturgo de verdad, los corrales de comedias y sus recursos, las condiciones y convenciones que lo rigen. Imagina y hasta cierto punto determina cómo ha de representarse su obra en ellos. Pero por eso mismo no lo dice explícitamente. Señala -aunque no siempre- las entradas y salidas de los personajes. Añade, a veces, indicaciones escuetas en cuanto al decorado, y a los muebles, a la indumentaria y a los accesorios, a la colocación de los actores, sus movimientos, ademanes y gestos; se las ingenia, otras veces, para decirnos algo de todo esto sin decirlo, ya que las palabras que da a los personajes no tienen sentido si no se suple lo que él deja sobreentendido. Pero en muchísimos momentos no indica nada, no sólo porque se fía de nosotros, sino porque sabe lo que haremos y lo que el público comprenderá. Lo que escribe, pues, y lo que los siglos venideros conservarán -tal vez en alguna biblioteca de ultramar4- no es más que una parte -la mitad, digamos- del «texto» verdadero, de la representación que él imagina. Claro que a esta mitad -que respetarán, según espero, como a una cosa sagrada- los actores del futuro podrán añadir otra mitad distinta de la nuestra. Pero si se toman la molestia de saber cómo era ésta, comprenderán mejor cómo era la totalidad ideada por el poeta, y la mitad que luego añadan se ajustará más a la suya, para crear una nueva totalidad homogénea y análoga.

Bueno, ¡ya salió la licencia! Dios sabe por qué habrán tardado tantos meses en dárnosla. (El manuscrito lo firmó Lope el primero de agosto, y ya son principios de mayo. Claro que en otros casos se han demorado casi dos años, o más)5. Lo que sí se me antoja absurdo es lo que alguien ha dicho de que su argumento recuerda demasiado aquella antigua historia del Rey Felipe, abuelo del nuestro, y de su hijo desventurado Don Carlos. En el extranjero, según se dice, cuentan alguna patraña sobre ella; pero no creo que se haya difundido entre nosotros. La verdad del caso es demasiado conocida, y la hemos visto todos en las tablas, en las comedias de Juan Pérez de Montalbán y de Ximénez de Enciso6. Claro que han corrido otros rumores; se habla por ejemplo de alguna riña entre Lope y ese Pellicer, el coronista del Rey, e incluso de alusiones encubiertas a éste en la primera salida7. En fin, cosas de Palacio, que a los actores nos importan poco, con tal que no nos quiten la ganancia con prohibirla por alguna razón u otra8. Sería lástima además, porque ésta es una de las mejores obras que he visto. Lope a los setenta está ya muy viejo, y bastante desilusionado; habla de no querer escribir más para el teatro9, tal vez por las intrigas de la Corte y por la competencia que le hacen tantos «pájaros nuevos», como él los llama. Hace unos años se negó a hacer una comedia en colaboración con Montalbán y Godíñez que compitiera con otra de Vélez, Mira y don Pedro Calderón10. Pero ésta es de lo mejor suyo; incluso sospecho que quiso demostrar en ella que es capaz todavía de sobrepasarlos a todos, y aun a los romanos y griegos, con una tragedia clásica, pero al estilo español; que al fin «cuando Lope quiere, quiere»11. De modo que no es una de tantísimas comedias corrientes, que se hacen un día o dos y tienen que quitarse luego porque no han gustado. Yo fío que tendremos tanto éxito con ella como con De un castigo dos venganzas en el 30, o con La más constante mujer, el año pasado. Montalbán tardó cuatro semanas en escribirla, de manera que sólo tuvimos una para estudiarla, pero la hicimos muchos días, y si la fiesta del Corpus no nos hubiera obligado a dejarla, habríamos podido seguir con ella otros quince. Claro que tanto interés se estimuló en parte por aquella famosa competencia entre su autor y Jerónimo de Villaizán, que tanta rabia les dio a los de la Corte12. Luego nos pidieron en octubre un particular en Palacio, y gustó, tanto que sin duda la haremos allí otra vez el año que viene. A ver si nos piden también entonces un particular de El castigo sin venganza13.

Al menos la demora nos ha dado tiempo de estudiar un poco la obra. No será como Quien más miente medra más, de Quevedo y Mendoza, que tuvimos también que ensayar con tanta prisa en junio para aquella fiesta que dio el Conde-Duque a los Reyes en el jardín del Conde de Monterrey. Claro que el pobre Cristóbal y los suyos lo pasaron peor entonces con La noche de San Juan; para escribirla Lope y estudiarla ellos no tuvieron más que cinco días14.

Nuestra compañía, como todos saben, es de las más calificadas, y no tendremos dificultad alguna en el reparto de los papeles15. Yo, que como uno de los cinco autores de comedias que fundamos hace un año la Cofradía de Nuestra Señora de la Novena16, me considero con toda modestia tan competente y experimentado como el que más, haré naturalmente el papel principal, el del Duque de Ferrara. El de su hijo Federico lo hará Damián Arias; afortunadamente, ha firmado contrato de nuevo con nosotros, como en temporadas anteriores. Tiene todas las dotes que nos parecen esenciales en un buen representante: «la voz clara y pura, la memoria firme, la acción viva.» Se ha dicho de él que, al hacer cualquier papel, «en cada movimiento parece que tiene las gracias, y en cada movimiento de la mano la musa». No me sorprende que cuando saben que representa hay predicadores que acuden a oírle para aprender de él la perfección de la pronunciación y de la acción17, y que según dice el Dr. Montalbán: en cierta comedia de San Francisco, de él y de Lope, hizo la figura del Santo con la mayor verdad que jamás se he visto18. No dudo que dentro de pocos años tendrá compañía propia19.

¡De mi linda y virtuosa María, que hará el papel de mi esposa -en la obra como en la vida- sólo sé decir que representa divinamente20. Ella y Bernarda, que será nuestra Aurora, no cesan de repetir últimamente un comentario del mismo Dr., en su Para todos, que salió a la calle hace sólo dos semanas, sobre el éxito de su De un castigo dos venganzas, que representamos (como ya dije) hace dos años, nada menos que veintiún días seguidos: «el aplauso de todos en común fue mucho, tanto por la valentía de la comedia, cuanto por la gran representación de María de Riquelme, gala y aliño de Bernarda»21.

Salinas, que por haber sido también uno de los fundadores de la Cofradía fue nombrado en octubre como mayordomo perpetuo de ella, hará como siempre el gracioso, emparejándose otra vez con su propia mujer, ya que a Jerónima le cuadrará el papel de la criada Lucrecia. El Marqués Gonzaga será Francisco de Salas; Cintia, María de Caballos22; y no será difícil asignar los seis papeles menores, de criados.

El aparato toca al autor, como Lope ha dicho23 -aunque no deja por ello de dar en algunas obras indicaciones muy específicas- y tratan asimismo muy poco de él los preceptistas, como por ejemplo Juan Pablo Mártir Rizo24; pero de todos modos una comedia de corral como ésta ofrece pocos problemas. En cuanto a la indumentaria, la nobleza italiana de hace dos siglos tendrá que vestirse, como es corriente, como españoles de nuestro tiempo; solo cuidaremos de llevar los trajes más ricos que tenemos, si no queremos que silben los mosqueteros25. Damián, cuando entre por primera vez en la segunda salida26, estará vestido, como Lope indica, «de camino, muy galán», para que el público adivine, antes que el diálogo se lo diga todo, que es Federico, hijo bastardo del Duque, que ya saben ha sido enviado de Ferrara a Mantua a por Casandra. Mi mujer y Bernarda también querrán sacar a lucir todas sus mejores galas; pero el único cuyos cambios de vestido serán realmente significativos soy yo. Mi primera aparición, enigmática y emblemática, ha de dar el tono de toda la obra. Momentos antes que mis criados, entraré vestido «de noche» -aunque sean las cuatro de la tarde, y a pleno sol- disfrazado con una gran capa negra, pero vergonzosamente, como dudando que consiga ocultar así mi persona y una conducta tan poco digna de ella. «Que no me conozcan temo» son mis primeras palabras, y el comentario de Ricardo:

   Debajo de ser disfraz
hay licencia para todo,
que aun el cielo en algún modo
es de disfraces capaz


inicia una amplia serie de variaciones sobre el tema de lo fingido y lo verdadero, de lo poco que hay que fiar, como digo yo, de «estertores». Para las salidas siguientes de la primera y segunda jornada, mis vestidos serán más conformes, como es obvio, con mi dignidad como Duque de Ferrara; pero cuando vuelva triunfante -como «el ferrarés Aquiles», «Héctor de Italia» y «león de la iglesia»- por mis victorias en una guerra santa, he de entrar «galán, de soldado», ceñido (aunque solo metafóricamente) de laurel. Importa que aparezca entre mis «amadas prendas» como lo hace el Santo Rey David -con quien Ricardo me compara- al principio de Los cabellos de Absalón27, como «otro Duque». Entre mi salida y mi entrada con los memoriales, advierto que Batín y Ricardo se dicen unos 60 versos solamente; pero de todos modos me parece que no debiera tratar de mudarme, sino seguir con ese mismo traje hasta el desenlace de la tragedia.

Los accesorios que nos harán falta son pocos y corrientes, pero también significativos. Nadie sabe como Lope sacar partido de los más sencillos. Me hace mucha gracia un parlamento de Pinzón en La fingida Arcadia, de Tirso, que pronuncia cuando el dios Apolo le brinda una corona a cierto poeta dramático -Lope, probablemente- que sabe prescindir de las apariencias y tramoyas de los «carpinteros»:

La corona es para quien,
escribiendo dulce y fácil,
sin hacerle carpintero
hundirle ni entramoyarle,
entretiene el auditorio
dos horas, sin que le gaste
más de un billete, dos cintas,
un vaso de agua o un guante.
Ese se coronará28.


En la tercera salida del acto primero tengo que darle al gracioso, en albricias, una cadena, que se recuerda, metafóricamente y con intención, sólo ochenta versos más tarde, cuando Casandra le dice a Federico: «De tan obediente cuello / sean cadenas mis brazos», como también en el segundo acto, cuando el Marqués, agradeciendo un favor de Aurora, le dice: «Señora, / será cadena en mi cuello, / será de mi mano esposa, / para no darla en mi vida». Se refiere a una banda con que le ha obsequiado en presencia de Federico, sin provocar los celos de éste, sin ser como Batín hubiera esperado «la banda de la discordia / como la manzana de oro / de París y las tres Diosas». Un poco antes de esto, yo entro con una carta, que representa la misión que me confía el Papa, y que me apresuro a cumplir; recuerdo de ella son los memoriales con que entro también en el acto tercero, y que insisto en ver en seguida solo: «que deben los que gobiernan / esta atención a su oficio». Lope quiere, evidentemente, que en mi lectura de ellos presente una nueva imagen del Duque, mediante un tipo de escena que a nuestros oyentes les resultará muy familiar: la del gobernante ejemplar que intenta hacer justicia a una serie de peticiones o pretendientes. Como digo al leer el primer papel: «Con más cuidado ya premiar entiendo». Es de una ironía tremenda, pues, que el quinto sea el anónimo que me revela el adulterio de mi propio hijo con mi mujer. Probablemente lo retendré en la mano, no sólo durante el soliloquio sino para mis encuentros sucesivos con Federico y con Casandra, para que pese más sobre ellos la acusación secreta que incorpora; surtirá por cierto un gran efecto cuando le felicito a mi mujer, con solapado sarcasmo, de que mi estado «del Conde y de vos / ha sido tan bien regido / como muestra agradecido / este papel, de los dos. / Todos alaban aquí / lo que los dos merecéis.» Durante toda la obra, probablemente, los nobles llevaremos espada, en señal de que lo somos; yo sí, por supuesto, desde mi entrada de soldado. Pero se convierte, como es frecuente, en un símbolo del castigo o de la venganza. Casandra, al contemplar el adulterio, confiesa que «siendo error tan injusto, / a la sombra de mi gusto / estoy mirando su espada.» Efectivamente, al final, amenazo con sacarla para obligarle a Federico a esgrimir la suya contra uno de los traidores. El público sabrá que éste es Casandra, y recordará, tal vez, las palabras anteriores de Federico: «Ya viene aquí / desnuda la blanca espada / por quien la vida perdí». Le miro mientras sale con la suya y la mata: «Aquí lo veré; ya llega; / ya con la punta la pasa. / Ejecute mi justicia / quien ejecutó mi infamia». Comento su regreso: «Ya con la sangrienta espada / sale el traidor»; y mando al fin que él sea muerto a su vez por las espadas de mi guarda.

Tampoco tendremos problema alguno en montar la obra en el corral. Los oyentes comprenderán en seguida que la primera salida es otra de tantas en que un poderoso mujeriego y sus servidores rondan por la noche las calles de una ciudad, en este caso la de Ferrara, y que cuando Cintia aparece «en alto», como dice el manuscrito, o sea en el corredor encima del vestuario, nos está hablando desde el primer piso de su casa. Habla incluso de cerrar su ventana, y Febo de «romper las puertas», como también Ricardo, poco después, pedirá al Duque que ponga el oído a la puerta de un autor de comedias; y pudiéramos pensar en proveerlas, como tanto se usa ahora. Pero como la imaginación del público las suplirá fácilmente, bastarán sin duda las cortinas en ambos niveles. Lo genial es que una mujercilla tan baja, y de tan mala fama, negándose a creer, en apariencia, que un personaje tan alto, en vísperas de casarse, esté comportándose todavía de una manera tan indigna, repruebe, oblicuamente, la conducta del Duque desde una altura tanto física como moral29.

En la segunda salida, Batín y Rutilio se refieren a unos sauces, Federico habla de retirarse «al dosel destos árboles», como también de «esta selva», y podríamos descubrir en el vestuario las ramas que a veces empleamos; pero como estas alusiones y otras evocan el paisaje, prescindiremos probablemente de ellas. En la tercera, asimismo, Federico le dice a Casandra: «En esta güerta, señora, / os tienen hecho aposento, / para que el Duque os reciba»; pero lo único esencial será colocar en el espacio de las apariencias el dosel ducal que el texto menciona, con las cuatro sillas en que hemos de sentarnos yo, mi mujer, Francisco y Bernarda.

El resto de la acción transcurre en un solo lugar, dentro del castillo de Ferrara; probablemente pondremos solamente las armas ducales. El segundo acto constituye una salida única, «con la gala», como dicen, «de no dejar el tablado solo» en toda ella30; no pide ni una silla. Para el tercero, cuya continuidad se rompe apenas una vez, sólo hará falta que el metesillas me saque algún asiento y un bufete para el episodio de los memoriales. Cuando entro acechando a Federico y Casandra, quedaré al paño, como es normal. Únicamente al final tendremos que montar una apariencia sangrienta y senequista, de las que al vulgo tanto le gustan. Federico saldrá por el vestuario; entrará y saldrá de nuevo allí, perseguido por el Marqués. Luego la cortina se descorrerá para descubrir a los amantes exánimes: Casandra, sentada de la manera que se describió poco antes en mi soliloquio, y mi hijo muerto a sus pies.

Las entradas y salidas de los personajes, y su localización en el escenario, requieren, en cambio, ser estudiadas con especial cuidado. Con más frecuencia que en otras obras, dos o tres conversan entre sí como si otros que están en el tablado, a poca distancia de ellos, pero callados de momento, no estuviesen presentes. El caso más evidente ocurre en el acto primero, tras la entrada de Batín y Lucrecia; hablan, separadamente, los criados, Federico y Casandra, y el Marqués y Rutilio. Pero otro momento más crítico se nos ofrece a comienzos del segundo; Casandra ha estado quejándose a Lucrecia del desprecio y descortesía con que la trató, y Lope quiere, evidentemente, poner ante los ojos del público un ejemplo vivo de ello. Yo entro, hablando con Federico, sin hacerle caso alguno, y ella comenta: «Aun apenas el Duque me ha mirado. / ¡Desprecio estraño y vil descortesía!». «Si no te ha visto, no será culpado», le dice Lucrecia; pero ella responde: «Fingir descuido es brava tiranía», y se marcha, agraviada y pensando vengarse. Dentro de mi papel tendré que saber por supuesto si el descuido es fingido, o si, como parece probable, me preocupa demasiado la «falta de salud» de mi adorado hijo; pero intentaré conseguir que los oyentes sigan dudando. Hay otro momento parecido en el acto tercero. Casandra y Federico están discutiendo, cuando vuelvo con mi séquito de la guerra. Ricardo me dice: «Ya estaban disponiendo recibirte», y yo respondo: «Mejor sabe mi amor adelantarse». Me parece evidente que debo apresurarme a abrazar a Federico, cruzando tal vez por delante de mi mujer sin pensar en ella, porque ella protesta en seguida: «¿Es posible, señor, que persuadirte / pudiste a tal agravio?».

Otros muchos episodios de la obra necesitan movimientos y ademanes apropiados. En la segunda salida, Federico, que acaba de decir, con dos llamativas metáforas, que cree ir «por mi veneno / en ir por mi madrastra» y que ha de «traer en brazos / algún león que me ha de hacer pedazos», sale del escenario «con poco seso y con valiente paso» al oír las voces de una dama, y vuelve en seguida -es la primera vez que el público ve Casandra- con ella «en los brazos». Los oyentes avezados sospecharán que como en tantas otras comedias este abrazo anuncia simbólicamente que estos dos, tarde o temprano, han de llegar (como decimos, por buenos respetos) «a los brazos». Su acción es remedada por el gracioso y la criada, y éste bromea con intención: «Mujer, dime, ¿cómo pesas, / si dicen que sois livianas?» Federico, enterado de ser la dama la prometida de su padre, se arrodilla y pide dos veces su mano a besar en señal de homenaje; pero ella insiste en levantarle y darle otra vez los brazos.

En la salida siguiente, la pantomima se repite: el Duque la sienta bajo el dosel, y le dice que Federico ha de ser el primero de sus deudos en besarle la mano; efectivamente, lo hace tres veces, como testimonio de su respeto para la autoridad de su padre, para ella, y para sí mismo -o sea, el respeto de tres especies cuya pérdida ha de confesar, al final del acto segundo, cuando dice que se ve «sin mí, sin vos y sin Dios»-. Ella, sin embargo, le ofrece de nuevo sus brazos.

Cuando se ven los dos en el segundo acto, Federico se arrodilla de nuevo, y de nuevo pide la mano de «su Alteza»; otra vez más, ella le levanta y le ofrece sus brazos. Le explica, como antes ha explicado a Lucrecia, que el Duque gozó de los suyos una sola noche, que «a los deleites pasados / ha vuelto con más furia, / roto el freno de mis brazos»; y ante tantas provocaciones, tanto físicas como verbales, Federico por poco confiesa que está enamorado de ella. Antes de su próximo y decisivo encuentro, ella recuerda: «Vile turbado, llegando / a decir su pensamiento, / y desmayarse temblando»; y cuando se ven, le impulsa a declararse, definitivamente. Después de hacerlo, él implora una vez más: «Sola una mano suplico / que me des; dame el veneno / que me ha muerto». Ella ahora intenta negársela, pero Lope parece querer que no lo consiga, porque la hace decir: «Ya determinada estuve; / pero advertir es razón / que por una mano sube / el veneno al corazón». Aunque luego salen, como es tan frecuente, cada uno por su lado, el público, tras tanta «pantomima» y tanto simbolismo, sabrá que son inevitables ya los incestuosos y fatales abrazos que Aurora ha de describir a principios del acto siguiente31.

Hay muchas ocasiones en que los personajes, más que conversar, pronuncian discursos más o menos largos, como las arias de las nuevas óperas italianas, a veces en un metro llamativo, distinto de los versos en que se encrustan. Es un recurso que se emplea cada vez más en nuestro teatro, y que Lope satirizó con mucha gracia en La noche de San Juan, que debe de haber sido, por cierto, la última obra que escribiera antes de ésta. Nada más comenzar, la primera dama anuncia a su criada que le ha de decir un romance, y pregunta: «¿Tengo de decir, Inés, / aquello de escucha?» «No», responde la criada, «porque, si te escucho yo, / necio advertimiento es»; y su ama suelta luego una relación de 174 versos. En el segundo acto, piensa pronunciar otro parlamento parecido: «Pues escucha un soliloquio, / de mis desdichas traslado»; pero la criada se impacienta: «No por Dios, que son efetos / de menos satisfacción, / y quitarás de invención / lo que gastes de concetos. / Poco más o menos, sé / cuánto me puedas decir». En la salida anterior, sin embargo, la criada de la segunda dama propone a su ama que imite las relaciones de un libro de comedias. Esta acepta: «Bien dices, tú serás / la criada de la dama.» La criada la alienta: «Di, que ya el vulgo te aclama, / si acción a los versos das»; y efectivamente prorrumpe en romance de 168 versos32.

Semejantes parlamentos, evidentemente, son oportunidades para lucir, alardes de técnica teatral que importa ensayar con cuidado. En el acto primero de la obra que nos ocupa, tenemos que fingir mis criados y yo estar a la puerta de un autor de comedias y escuchar a cierta actriz famosa que está ensayando dentro una canción o madrigal. Yo alabo la técnica con que suele comunicar los sentimientos: «¡Qué acción! ¡Qué afectos! ¡Qué estremos!». Cuando termina, comento: «¡Valiente acción!», y Ricardo la califica de «¡mujer única!» ¡No dudo que este parlamento lo insistirá en hacer mi María! En la segunda salida, cuando Casandra y Federico acaban de conocerse, cada una ha de decir al otro tres décimas, en medio de unos romances; en la tercera, entre unas redondillas, Aurora me dice de repente: «Te diré mi pensamiento», y luego pronuncia seis sextinas. Es de notar también la relación en romances con que ella describe al Marqués, al principio del acto tercero, los amores adúlteros de Federico y Casandra, con un preámbulo parecido: «Está atento».

A mediados del segundo acto, otra vez entre unas redondillas, el Marqués le hace a ella una declaración de amor en tres décimas, y Casandra inicia la jornada con ocho dirigidas a Lucrecia, que ésta califica de «discurso». «Discurso» llama también Federico la glosa de tipo cancioneril en que al final del acto confiesa por fin su desesperado amor a Casandra. Es uno de los momentos más intensos de la obra, y fue sin duda para que resaltara que Lope decidió escribir aquel paso entero en quintillas, un metro que últimamente ha empleado sólo muy de vez en cuando33. Los mosqueteros aplauden estos parlamentos, sin darse cuenta acaso de tales cambios de metro, pero los «doctos y cortesanos» los aprecian, sin duda por estar tan acostumbrados a oír versos, y aun a componerlos ellos mismos. Lope sabe muy bien lo hace, y en el curso de esta obra ha empleado nada menos que once tipos de estrofas; se ve que quería que fuera una de «las que ingenios y señores aprobaren».

Uno de los parlamentos más sutiles lo pronuncia el gracioso a finales del acto primero. Federico le habla de una «necia imaginación» suya, y Batín responde con una lista de siete acciones impulsivas que a él se le ha antojado alguna vez hacer. Son ocurrencias divertidas, que Salinas sabrá acompañar de ademanes y gestos que harán las delicias del vulgo. Federico deja de escucharle para arrobarse en unos «desatinados conceptos / de sueños despiertos». Pero los oyentes no podrán menos de reconocer en ellas caprichos involuntarios que ellos mismos han tenido, y advertirán acaso cuan fácilmente Federico ha podido concebir la tentación incestuosa que a fuerza de pensar en ella ha de convertirse en una obsesión fatal. Es como si el gracioso encarnara al Pensamiento Humano en algún auto sacramental34.

La obra comporta, sin embargo, además de estos monólogos, una cantidad extraordinaria de soliloquios auténticos, que deben ser los momentos de máxima tensión, de comunicación más directa entre nosotros y nuestros oyentes35. Huelga señalar que para mover sus ánimos -que al decir de todos los preceptistas es nuestro fin-, para infundir en ellos las pasiones que sufren los personajes, es imprescindible que sepamos sentirlas nosotros mismos, basándonos en nuestra propia experiencia e imaginación, como también supo sentirlas el poeta. Como lo dijo hace más de 20 años «el mejor representante San Ginés», en la obra más teatral de Lope:

El imitar es ser representante;
pero como el poeta no es posible
que escriba con afecto y con blandura
sentimientos de amor, si no le tiene,
y entonces se descubren en sus versos
cuando el amor le enseña los que escribe,
así el representante, si no siente
las pasiones de amor, es imposible
que pueda, gran señor, representarlas;
una ausencia, unos celos, un agravio,
un desdén riguroso y otras cosas
que son de amor tiernísimos efectos,
harálos, si los siente, tiernamente;
mas no los sabrá hacer si no los siente36.


Esto lo sabían los preceptistas antiguos, como aprendimos en nuestras clases de retórica. Dijo Cicerón, por ejemplo, que «es casi imposible que un orador suscite una pasión en sus oyentes si no es afectado primero por la pasión»; y Quintiliano que «lo más importante, para mover los afectos de otros, es que seamos movidos nosotros mismos». (Incluso aconseja que, si queremos denunciar un asesinato, imaginemos -como en «visiones»- todos los detalles emocionantes de él)37. Yo no sé si Lope ensaya sus propios versos al escribirlos, aunque es normal que lo hagan los poetas dramáticos; las vidas de pícaros están llenas de anécdotas de dramaturgos que espantan a sus vecinos porque gritan «¡Guarda el oso!», o cosas por el estilo38. Pero de todos modos es seguro que se conmueve, y busca conmover al actor para que éste conmueva al oyente. Por aquellos mismos años aconsejó en su Arte nuevo que escribiera comedias:


Describa los amantes con afectos
que muevan con extremo a quien escucha;
los soliloquios pinte de manera
que se transforme todo el recitante,
y con mudarse a sí mude al oyente39.



Esta transformación del actor -y del oyente- depende, evidentemente, del sentimiento interior, pero requiere también un dominio total de su expresión en la acción exterior. El mismo Lope elogió la técnica con que Pinedo solía hacer «altos metamorfóseos de su rostro, / color, ojos, sentidos, voz y afectos, / transformando la gente»40. Pero ningún actor es más capaz de tales «metamorfóseos» que mi mujer María; como es notorio, «es de tan fuerte aprehensión que cuando habla, muda el color del rostro con admiración de todos. Si se cuentan en el tablado cosas dichosas y felices, las escucha bañada en color de rosa, y si ocurre alguna circunstancia infausta se pone punto al pálida. En esto es única, y nadie la puede imitar»41. Me temo incluso que hará el papel de la incestuosa madrastra con tantas veras que le podrá acarrear algún oprobio, a pesar de que con ser tan hermosa es una mujer con mucha virtud y tenida por santa al decir de todos; porque hay oyentes que distinguen mal entre actor y personaje. Como dijo Lope, «si acaso un recitante / hace un traidor, es tan odioso a todos / que lo que va a comprar no se lo venden, / y huye el vulgo dél cuando le encuentren»42.

Esta, evidentemente, es una reacción absurda, aunque la ha compartido y compartirá el vulgo de todos los tiempos, e incluso, hasta cierto punto, alguno que otro crítico o filósofo que se creería mucho más entendido. Los actores sabemos que somos muy conscientes en todo momento de no ser el personaje cuyas palabras y acciones, impuestas por el poeta y estudiadas por nosotros, representamos con tanta verosimilitud como podemos, como también lo sabe cualquier oyente que no esté tan loco como aquel Don Quijote de Cervantes delante del retablo de Maese Pedro. La comedia, como yo he de decir en la primera salida, con palabras de Cicerón glosadas por Lope, no es la vida sino un espejo de ella, que «retrata nuestras costumbres, / o livianas o severas, / mezclando burlas y veras». Lo que pudiera llamase una «suspensión de la incredulidad» es siempre voluntaria y momentánea, nunca total43. La emoción esencial del juego teatral procede, precisamente, de nuestra conciencia del contraste entre lo fingido y lo verdadero.

Los soliloquios tienen en nuestra obra una importancia primordial, porque más que en cualquier otra que yo conozco los personajes principales se caracterizan por su empeño, delante de otros, en representar ellos mismos una figura, un papel, en fingir, en hacer teatro, lo cual no es más que una imitación fiel, pero más densa, de la naturaleza, de lo que hacemos todos en la vida real, cotidiana. Todos tratan de ocultar a los demás sus pensamientos y sentimientos verdaderos, de disfrazarse, aunque a veces no lo consiguen. Muy rara vez comunican auténticamente entre sí. Si se hablan, es para disimular más bien que para descubrirse. Solamente en sus soliloquios se permiten expresar aquellos pensamientos y sentimientos, e incluso en ellos es posible que los oyentes decidan que se están engañando a sí mismos.

Damián, desde su primera entrada, tiene que representar a Federico como consciente de la necesidad de fingir. Si antes le alegraba su amor a Aurora, que era, según ella, «la misma luz de sus ojos», ahora siente un despecho por el casamiento de su padre, que intenta en vano disimular, como confiesa a Batín: «que si voy mostrando / a nuestra gente gusto, como es justo, / el alma llena de mortal disgusto / camino a Mantua, de sentido ajeno». Batín le aconseja que siga fingiendo «contento, gusto y confianza, / por no mostrar envidia y dar venganza»; pero los servidores han de poder observar que «sale a los ojos el pesar que tiene». Claro que para la exhibición de los sentimientos interiores, amén de los exteriores, sabemos todos los recitantes que los ojos son siempre nuestra arma más poderosa44. En ellos ha de ver el público su atracción hacia Casandra desde su primer encuentro, como él supone que la ve, aunque lo disimula, Batín. Le acalla: «No digas / nada, que con tu agudeza / me has visto el alma en los ojos, / y el gusto me lisonjeas [...] / Ven, no les demos sospecha.» Tampoco al final del acto puede soportar que sus pensamientos se digan en voz alta, y le hace callar de nuevo: «Pues mira como lo acierto: / que te agrada tu madrastra, / y estás entre ti diciendo / -No lo digas, es verdad.» En el acto segundo, las melancolías que provocan, y en que se complace, se atribuyen por todos a su disgusto anterior, pero oculta a todos -a Batín incluso- sus motivos verdaderos. «Engaña con la verdad» -«cosa que ha parecido bien» siempre al público45- cuando me dice: «La falta de salud se ve en mi cara, / pero no la ocasión», y finge celos del Marqués; pero su emoción disimulada ha de ser revelada físicamente por Damián en su encuentro con Casandra. «Parece que estás temblando», le dice ella; él confiesa «el sentimiento que miras»; y Batín advierte que está «turbado», diciendo o fingiendo no entenderlo. Al confesar a Casandra que está enamorado, ha de prorrumpir en lágrimas, que si quiere mover a los oyentes tendrán que ser sentidas y verdaderas. Como dice Horacio, «tú mismo, si quieres que yo llore, tienes que sufrir primero». No se atreve todavía, a pesar de sus provocaciones, a decirle que es a ella a quien ama, pero su excitación al salir debe convencer de ello tanto a los oyentes como a Casandra. Aun en el soneto que pronuncia a solas -dirigido, como tantos otros que evocan el consabido mito de Ícaro, a su «pensamiento»- se abstiene de mentar a su objeto. El público se extrañará de oír hasta qué punto se engaña a sí mismo en decir que esta pasión «que naciste de mis ojos» ha de ser «imposible eternamente», y anticipará, cuando entre Casandra, el derrumbamiento total de sus defensas, la pérdida abyecta de su voluntad de fingir ante ella.

En el acto tercero, ha de ser un hombre destrozado. Consumado el adulterio y anunciado el regreso del Duque, muestra su turbación y temor en volver a fingir celos e incluso proponer casarse con Aurora. En una escena magníficamente irónica, consigo despertar su vergüenza, calificando tres veces de «tu madre» a Casandra; finge quejas contra ella, atreviéndose otra vez a «engañar con la verdad», sin saber -como sabrá el público- que yo entiendo esta vez el doble sentido de sus palabras: «aunque es para todos ángel, / que no lo ha sido conmigo. / [...] A veces me favorece, / y a veces quiere mostrarme / que no es posible ser hijos / los que otras mujeres paren». Casandra, en el encuentro que escucho al paño, le tilda cuatro veces, con evidente razón, de «cobarde» (amén de «traidor», «villano», «mal nacido» y «perro») y lo es bastante para comprometerse -sin duda fingidamente- a todo lo que ella quiera, aconsejándole a ella fingir «gusto, pues es justo, / con el Duque». Según dice socarronamente Batín a Aurora: «está endiablado / el Conde; no sé qué tiene; / ya triste, ya alegre viene, / ya cuerdo, ya destemplado». De «cobarde» y «perro» le califico también yo cuando vacila en cumplir mi orden de matar a un traidor; pero acaso exhibe una premonición secreta al responder: «no sé qué me ha dado, / que me está temblando el alma».

Al descubrir que ha matado a su amante, ha de quedar embelesado. Como escribió López Pinciano: «Si el que va a matar [...] mata al que no conoce, siendo pariente o bienqueriente, como padre, hermano o hijo, enamorado, será esta acción la más trágica y aun deleytosa de todas [...] trae más conmiseración que otra alguna»46. Y cuando el padre que tanto le ha querido, y de quien acaba de decir resueltamente: «si hallara / el mismo César, le diera / por ti ¡ay Dios! mil estocadas», ordena que le ajusticien, Damián ha de llenar de patetismo su pregunta final: «O padre, ¿porqué me matan?»

El papel de Casandra ofrece un contraste llamativo, en todos los aspectos, con el de su amante. Toma siempre la iniciativa en sus relaciones; cavila mucho menos y oculta sus sentimientos sólo cuando le resulta imprescindible. Se engaña poco a sí misma; demuestra incluso un extraño conocimiento de causa. Tras su accidente, ocasionado por su propia impulsividad y desenvoltura, no vacila en revelar a Federico su identidad y su placer en conocerle, ni en preguntar a Lucrecia qué le parece. Confiesa, abiertamente, a ella su atracción hacia él y sus recelos en cuanto al Duque. A comienzos del segundo acto, se queja a ella en términos tajantes del desprecio y desatención con que la trata su marido, previniendo ya su propia venganza, si bien reconoce la necesidad de disimular: «mis ojos / sólo saben mi tristeza». Tampoco tiene empacho en quejarse a Federico de los vicios y tiranías de su padre, en un discurso apasionado que acaba en llanto, ni en instarle a declararse a la que ama, sospechando, seguramente, que es a ella, cuando le dice «que el edificio más casto / tiene la puerta de cera». Una vez convencida de ello, revela en su primer soliloquio con cuan poca resistencia cederá a las tentaciones del amor y de la venganza, si bien con clara conciencia de su engaño y desatino, del pecado y del peligro que suponen para su vida y su honra. En el segundo, la conciencia de todo ello parece tan increíble que María acaso se creerá obligada no tanto a identificarse con el personaje como a presentarlo al público a modo de amonestación, «desde fuera», por decirlo así47. «No puede haber contentos / fundados en imposibles. / En el ánimo que inclino / al mal, por tantos disgustos / del Duque, loca imagino / hallar venganzas y gustos / en el mayor desatino [...] / [...] no es disculpa igual / que haya otros males de quien / me valga en peligro tal, / que para pecar no es bien / tomar ejemplo del mal.» A continuación, no duda en valerse de la historia de Antíoco para provocar la confesión de Federico; sólo al final de ella ha de parecer titubear e intentar negarle el nuevo contacto físico que pide. Con la salida de los dos por las dos entradas del fondo, se salva el decoro de nuestro teatro; pero difícilmente hallaríamos en él una escena tan sugestiva, y el adulterio ha de pensarse como inevitable.

En el acto tercero su papel resulta más limitado, ya que el mayor interés se concentra en el Duque y en su relación con su hijo. En todo él se muestra más comprometida que nunca con su pasión. En sus dos encuentros con Federico su propuesta de casarse la ofende hasta tal punto que se muestra incapaz de contenerse, dando voces que amenazan con descubrirlo todo abiertamente, e imponiéndole así su férrea voluntad de seguir traicionando a su marido. La cazuela compadecerá y aplaudirá seguramente a María cuando grite con razón: «¡Ay, desdichadas mujeres! / ¡Ay, hombres falsos sin fe!»

Mi propio papel me parece mucho más complejo y más ambiguo. De la primera salida resulta evidente que el Duque de Ferrara ha sido durante muchos años un libertino notorio, «fábula siendo a la gente / su viciosa libertad», que «no se ha casado / por vivir más a su gusto». Pero se presenta también desde un principio como avergonzado de su «proceder vicioso» y deseoso de cambiar. Los parlamentos de la cortesana y de la actriz que escucha con tanto disgusto, por más que aparenta rebatirlos, le hiere y aleccionan; reconoce que han dicho «claras verdades», que los señores no quieren oír. La misma Cintia y Febo, como también Batín y Federico, suponen que reformará sus costumbres su matrimonio con Casandra, aunque lo ha contraído a la fuerza, para aplacar la inquietud de sus vasallos, con clara conciencia de que dejará desheredado probablemente a su hijo bastardo, «lo que más mi alma adora». Entiendo, sin embargo, que recibe a su esposa, si bien «con muchos cumplimientos», con un mínimo de palabras frías y formularias; y en el segundo acto es evidente que la trata con indiferente desdén. La esperada enmienda no se ha efectuado; después de dormir una sola noche con Casandra, «a los deleites pasados / ha vuelto con más furia»; «la obediencia rota / al matrimonio santo, / va por mujercillas viles / pedazos de honor sembrando». Es «un bárbaro marido». Lope le hace insistir, en cambio, una y otra vez, en su tierno amor a su hijo, lo cual no quiere decir que le comprenda cuando éste insulta a Aurora, para quien también siente afecto. Le abandona enfurecido, y rechaza rotundamente después su deseo de acompañarle a la guerra; «Esto es razón, y basta ser mi gusto.» Pero en esto, y en la presteza con que parte para guerrear contra los enemigos del Papa, demuestra, por otra parte, un alto sentido de responsabilidad.

En el acto tercero, Aurora anticipa su regreso victorioso; el Marqués, sangriento castigo que ha de hacer a los dos adúlteros «el ferrarés Aquiles / por el honor y la fama, / si no es que primero el cielo / sus libertades castigue». Batín, en cambio, subraya su deseo de ver cuanto antes a su amado hijo, «el sol de sus ojos», deseo que demuestra y en que insiste en su primera entrada. Declara otra vez que piensa «trocar de aquí adelante / la inquietud en virtud», y Ricardo lo confirma repetidamente: «ha sido tal la enmienda / que traemos otro Duque [...] el Duque es un santo ya [...] se ha vuelto humilde [...] No hayas miedo tú que vuelva / el Duque a sus mocedades». El gracioso, por cierto, expresa con parecida insistencia el escepticismo que sentirán, sin duda, los oyentes. Para el cínico Batín, «milagro ha sido del Papa / llevar, señor, a la guerra / al Duque Luis de Ferrara, / y que un ermitaño vuelva. / Por Dios, que puedes fundar / otro Camáldula.» Pero él también insiste: «Sepan / mis vasallos que otro soy» y el mismo gracioso, al observar cuan poco ha descansado antes de atender a su oficio, alaba «el cuidado de quien mira / el bien público», aunque esto lo dirá también Salinas, seguramente, con sarcasmo. En esta escena hay preciosos ejemplos, que haremos lo posible para explotar, de «aquella incertidumbre anfibológica» que ha tenido siempre, según el mismo Lope, «gran lugar en el vulgo, porque piensa / que él sólo entiende lo que el otro dice»48, Batín, que según supongo está enterado de todo lo sucedido, dice, irónicamente, de Federico: «Cierto, señor, que pudiera / decir que igualó en la paz / tus hazañas en la guerra», y de Casandra: «No se ha visto, que yo sepa, / tan pacífica madrastra / con su alnado: es muy discreta / y muy virtuosa y santa.» El Duque, inocentemente, le responde que «así en mi casa / hoy dos victorias se cuentan: / la que de la guerra traigo, / y la de Casandra bella, / conquistando a Federico.»

El soliloquio que sigue, de 85 versos, es una de mis mayores oportunidades para lucir. Lope lo ha estructurado en tres tiradas: después de 17 endecasílabos, casi todos rimados, la acusación de adulterio ocupa una octava, y mis «quejas» siete décimas. Empiezo leyendo, prosaicamente y con prisa, mis memoriales, pero me intriga el anónimo misterioso. Al leerlo, acaso emplee la técnica de «la representación turbulenta, que consiste más en hacer que en hablar». De otro actor se cuenta que «en Madrid entró una vez en el teatro leyendo para sí una carta y tuvo largo tiempo suspenso a los oyentes. A cada renglón se espantaba. Últimamente, arrebatado en furia, hizo pedazos el papel y comenzó a exclamar vehementísimos versos. Y aunque fue alabado de todos, consiguió mayor admiración aquel día haciendo que hablando»49. Mi primera reacción es de incredulidad: «¿Qué es esto que estoy mirando?»; pero las restantes han de ser mucho más complejas y diferenciadas de lo que supuso Lope al escribir: «Pregúntese y respóndase a sí mismo»50. Tengo sobre todo un momento de clara anagnórisis, tan propio de la tragedia, cuando compagino mi historia con la consabida del Rey David -con el cual se me comparó antes de muy distinta manera- y comprendo, como el protagonista de La venganza de Tamar y Los cabellos de Absalón, que es el cielo quien ha dado al «vicioso proceder / de las mocedades mías» un parecido castigo sin venganza, como todos los suyos. Si yo soy ya realmente como él un santo, como dijo Ricardo -y no un «santo fingido», como dirá Batín- el mensaje de la obra es semejante y tremendamente irónico: arrepentimos de nuestros pecados de ninguna manera nos exime de su angustiosa expiación51. Pero apostrofo también, con una falta de coherencia muy natural, a las letras del papel, a Federico, y a la ausencia, antes de debatir conmigo sobre la dificultad de investigar lo ocurrido para castigarlo yo mismo.

Empiezo a continuación, sin embargo, como si mi personaje hiciera el papel de un juez pesquisidor, una investigación solapada, pero concienzuda, interrogando primero a Federico mediante frases, como las que aluden a su «madre» Casandra, cuya ironía, si no la capta, le impele a delatarse: «¿Sientes que madre la llame? / Pues dícenme que en mi ausencia, / de que tengo gusto grande, / estuvistes muy conformes ... / [...] Pésame de que me engañen, / que me dicen que no hay cosa / que más Casandra regale.» Interrogo luego a Casandra cuando entra con Aurora, mediante una técnica parecida; cuando ella se atreve a decirme que Federico «un retrato vuestro ha sido», la inquieto con la respuesta: «Ya sé que me ha retratado / tan igual en todo estado, / que por mí le habéis tenido; / de que os prometo, señora, / debida satisfacción.» Le doy también la noticia de que Federico me ha pedido que le case con Aurora, fingiendo que insistiré en ello, y luego -«buscando testigos»- vigilo el encuentro entre mis dos reos, que dan claro testimonio de su culpa, sin el rutinario tormento, como señalo, o más bien atormentándome a mí.

El crimen ha sido plenamente comprobado, y en mi segundo soliloquio largo medito sobre el castigo. Tanto a su principio como a su fin interpelo a los cielos, alegando que he de actuar -como padre, como jefe de estado- siendo un mero instrumento de la justicia divina, si bien la ley del honor exige que se haga de manera que la ofensa no se publique. La muerte de «la infame Casandra» (a quien es evidente que nunca quise) me preocupa poco, pero contemplar la de mi hijo -a pesar de anteriores diatribas- me conmueve profundamente, provocando un estado de turbación. El poeta, como es frecuente en nuestro teatro, detalla los síntomas fisiológicos de dicho estado, que me incumbe remedar: «tiembla el cuerpo, espira el alma, / lloran los ojos, la sangre / muere en las venas heladas, / el pecho se desalienta, / el entendimiento falta, / la memoria está corrida, / y la voluntad turbada, / como arroyo que detiene / el hielo de noche larga. / Del corazón a la boca / prende el dolor las palabras.» Apostrofo durante 32 versos a mi amor paterno, que me impulsa a indultarle; pero alego toda una serie de argumentos en contra, e imagino una sala de justicia, presidida por el honor, en que su abogacía resulta insuficiente.

Habrá sin duda oyentes que juzguen al personaje como realmente vengativo e hipócrita a sabiendas, y yo, evidentemente, pudiera interpretarlo de este modo, como también pudiera sugerir que es sincero o que se engaña a sí en cuanto a sus motivos, pero intentaré dejar abierta la cuestión. Lope quiere quizás que el público, ante este «ejemplo», medite en la posibilidad para los mortales de separar el castigo de la venganza, sobre todo cuando el que castiga, por más que reconozca su propia culpa, y por más que compadezca al reo, ha sido él mismo víctima del delito; acaso quiera poner en tela de juicio las leyes del pundonor y la duplicidad cruel que su «bárbaro legislador» ha impuesto a sus mejores seguidores.

Cuando Federico entra, le engaño otra vez con la verdad, insistiendo en que mate a uno de los traidores. Quedo mirándole cómo lo haré; ¿deleitándome?, no creo; reflexionando más bien tristemente sobre la justicia de mi justicia, para mandar luego que le maten a él por haber causado la muerte de su madrastra. Mi respuesta a su atónita pregunta demuestra que reconozco, como se recuerda en toda la obra, que otra justicia superior espera al delincuente y a su juez: «En el tribunal de Dios, / traidor, te dirán la causa.» Pero la última emoción que represento ha de ser un dolor irremediable, cuando mis ojos, que han sido ellos mismos testigos de la maldad de mi hijo, quieren ver y llorar su desdichada muerte. Los hombres, Casandra ha dicho, una vez sólo pueden llorar, «y es en caso / de haber perdido el honor, / mientras vengan el agravio»; y ahora «llanto sobra, y valor falta». Mis últimas palabras serán mi más amarga ironía, encerrando a la vez la mentira externa y la verdad interior, el pretexto fingido de la muerte de Federico, y mi comprensión de que es un castigo doble, de mi propio pecado y del de mi hijo, que precisamente por serlo cometió otro parecido: «Pagó la maldad que hizo / por heredarme»52. Claro que el pecado lo heredamos todos de nuestros primeros padres, y lo pagó el Hijo de otro Padre.

Es evidente a todas luces que esta magnífica obra, como otras de Lope, no caerá nunca en el olvido. Acaso para rescatarla de él la imprimirá aparte, en una suelta, como ya imprimió personalmente durante ocho años, mientras se lo permitieron, doce partes de doce. Al hacerlo quería que fuesen leídas por los doctos de ahora y del futuro, pero como dijo en su Novena Parte, «no las escribí con este ánimo, ni para que de los oídos del teatro se trasladaran a la censura de los aposentos», y quería también indudablemente que algunos de sus lectores fuesen recitantes como yo, que las hiciesen vivir de nuevo en las tablas. Pero me temo que quien las represente en los siglos venideros se olvidará incluso de los nombres de los que las estrenamos. Sería lástima, creo yo, porque acaso las harían mejor si parasen mentes en la manera en que él las vio representar tantas veces en nuestros corrales. Lope desde luego no querría que se nos olvidara; al actor del futuro, como también al lector de nuestro tiempo se dirigía sin duda cuando escribió en su Dozena Parte: «Bien sé que en leyéndolas te acordarás de las acciones de aquellos que a este cuerpo sirvieron de alma, para que te den más gusto las figuras que de sola tu gracia esperan movimiento».





 
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