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Vida del padre Francisco Varaiz

En una villa cercana a la insigne ciudad de Valencia, llamada Ontiñente, nació de las entrañas de una madre buena el padre Francisco Varaiz, el cual hizo demostración evidente del concepto que tenía de ella en un papel donde guardaba unos cabellos con un letrero de su mano que decía: «Cabellos de mi buena madre». Estos conservaba el hijo, o por tenerlos como reliquias de la santidad de su madre, o para que les sirviesen de estímulo para vivir bien no degenerando de hijo de madre tan buena. Y es cierto que no degeneró vilmente con algún vicio; antes bien se ilustró santamente con las virtudes, de suerte que los que leyeren las que aquí escribo, pueden echar mil bendiciones (como hizo Marcela con Jesús) a la madre que lo parió y también glorificar como Cristo nos enseña al Padre Eterno que lo crió.

Desde su niñez se entregó devotamente por hijo de la Madre de Dios, y viniéndole al tiempo que estudiaba letras humanas en Valencia una inclinación divina de tomar estado de perfección se valió del patrocinio de esta Señora y la obligó frecuentando los Sacramentos, y ella le favoreció guiándole como estrella resplandeciente al puerto de la Compañía de Jesús para que no se anegase su tierna virtud en las olas del siglo. Beneficio que solía agradecido publicar el padre Francisco varias veces diciendo: «La Reina de los Ángeles mi Madre me trajo a la Compañía de su Hijo».

Luego que entró en el noviciado que le tuvo en la ciudad de Tarragona, aspiró ansioso a la perfección religiosa. Sus comodidades eran las mortificaciones en que se suelen ejercitar los no vicios. Su descanso eran los ejercicios espirituales siendo el primero   —168→   que acudía a ellos. Cuando tocaban la campanilla a las distribuciones parecía que él era el eco según la puntualidad con que a lo que le llamaban. Su honra tenía puesta en anticiparse a los ejercicios de humildad y en ser el primero en las acciones de abatimiento, de suerte que por este medio de bajar consiguió el fin de subir a mucha perfección, y tanta, que era el ejemplar de sesenta connovicios que le miraban las acciones y tenían bien que imitar en ellas. Otras tenía interiores que no veían, y estas eran una presencia continua de Dios y una comunicación ordinaria con Su Majestad, así en la oración mental como en la vocal, siendo las jaculatorias del hermano Francisco flechas ardientes de un serafín.

Salió del noviciado a los estudios de facultad, y de tal suerte aplicó el entendimiento a las cuestiones, que no permitió que su voluntad tuviese calma en el ejercicio de las virtudes con que llegó a lograr grandemente los dos intentos; el primero de ser perfecto religioso; el segundo de salir buen estudiante, y entrambas cosas evidentemente se manifestaban a los ojos y a los oídos de los que le trataban. A los oídos porque aunque en su ancianidad después de haber dejado tantos años atrás los estudios se le oían razones muy buenas en las materias escolásticas cuando se ofrecían las ocasiones. A los ojos, porque se venían a ellos los ejercicios y actos de las virtudes en que tenía los hábitos muy antiguos como quien los había adquirido desde su niñez y desde su noviciado.

Por estos pasos de la virtud y por este camino de la ciencia de la teología llegó al estado del sacerdocio, y estando en él, trató de sacrificar a Dios las comodidades de su patria y la cercanía de sus parientes partiéndose tan lejos, como a las Indias, a buscar tesoro de almas para Dios que éste fue siempre su mayor interés. Con este glorioso fin se embarcó y llegó a la provincia del Nuevo Reino y en ella al Colegio de Santa Fe donde no satisfecho con los trabajos de haber estudiado artes y teología, se aplicó al estudio de la lengua de los indios tan dificultosa que muy pocos la saben por más que se den al cuidado de aprenderla; pero el padre Francisco tirado del celo de aprovechar a los indios, la estudió y supo tan perfectamente que pudo ser y de hecho fue maestro de la lengua índica por espacio casi de cuarenta años con gran puntualidad y continuo cuidado teniendo conclusiones y sabatinas   —169→   de sus rudimentos. Ejemplo que hasta hoy siguen los de la Compañía que fervorosos le han sucedido en la cátedra de lengua.

Lo que ha caído en gracia es que el padre Francisco hacía una santa y donairosa ostentación de su cátedra y magisterio, y a título de él pedía a los superiores que le diesen sus vacaciones. Concedíanselas y el padre fervorosamente las empleaba en ir en algún caballo trotador (que los desta ralea eran más de su gusto, y sería porque le mortificaban más) a los pueblos circunvecinos adonde iba como apostólico misionero confesando y predicando a los indios en su lengua. Éstos eran los asuetos, éstas las recreaciones del padre Francisco; trabajar más con las almas después de haber trabajado todo el año con sus discípulos enseñándoles una dificultosísima lengua para que hubiese muchos apostólicos operarios de indios bárbaros. En estas correrías le sucedieron casos dignos de memoria, y ya que es imposible contarlos todos referiré aquí algunos. Caminaba el siervo de Dios para un pueblo llamado Caxicá llevado de un impulso interior que le movía; llegó al pueblo en ocasión que estaba ya en manos de la muerte y casi en las puertas de su condenación una india de muchos años que en todos ellos no había puesto sus pies en la iglesia ni estaba baptizada. Púsole el varón apostólico la mano en la cabeza y hablándola con paternal ternura la ablandó de suerte su obstinación, que ansiosa le pidió el santo baptismo, y habiéndola recebido precediendo los actos de fe, esperanza y caridad en que el padre la instruyó acabó la vida temporal con esperanza de que consiguió la eterna.

En otra ocasión se fue el padre Francisco a otro pueblo llamado Fontibón, y al mismo tiempo que llegó se encontró con un padre de los nuestros que venía de la casa de una india anciana y extranjera de la cual no había podido sacar siquiera una palabra acerca de su baptismo ni acerca de confesarse. Oyendo esto el siervo de Dios encomendó este negocio a la Virgen Santísima y se fue a la casa de la india, que no habiendo querido manifestarse al otro padre, le dijo con toda claridad cómo estaba baptizada y se confesó y recebió a Cristo Sacramentado y la Extremaunción con satisfacción tanta del operario apostólico, que a repetidas veces mostraba el júbilo de su corazón en los labios diciendo: «Una alma para mi Dios, una alma para mi Dios».

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Con el cura de un pueblo de indios empeñó el padre Francisco su palabra dándosela de que iría a predicar en una fiesta que hacían grande. Amaneció el día pactado, y viendo el cura que ya era muy tarde, mandó dar principio a la misa cantada juzgando que el padre Francisco no vendría por no poder pasar un río que a la sazón con las lluvias iba muy crecido. Llegó a las orillas en su caballo el padre, vio que las aguas por muy caudalosas le estorbaban el paso al pueblo; pero sin embargo se arrojó a ellas por donde jamás se había vadeado el río por profundo. Pasole, llegó al pueblo a tiempo que pudo cumplir con la obligación de predicador evangélico. El cura y los demás del pueblo que le vieron, sabiendo cómo estaba el río cuando al padre le dio paso, y más por la parte por donde se había arrojado, se quedaron admirados de que no se hubiese ahogado y perecido en el agua el que tanto bien les venía a hacer en su tierra.

Caminando en otra ocasión de un pueblo a otro en prosecusión del fervoroso ejercicio de misionero, lo que en otros fuera arrojo no lo fue en el padre el arrojarse a las corrientes de un río crecido porque obraba con divino impulso y se manifestó a los ojos de algunos que vieron que habiéndose mojado todo lo superior de la silla por haber corrido por encima de la cabalgadura las aguas, respetaron el cuerpo del padre no mojándolo.

Concurrieron el padre Francisco y el cura de un pueblo en un paraje que distaba media legua de la ciudad de Santa Fe, a la cual deseaba pasar el cura. En esta sazón le avisaron que una india de su pueblo (que estaba distante dos leguas del paraje en que los dos estaban) se hallaba con los aprietos de la muerte sin que hubiese quién le pudiese dar el socorro de los Santos Sacramentos. No quiso el siervo de Dios perder aquesta ocasión que el cielo le ponía en las manos, y así abriendo con dulzura sus labios le dijo al cura: «Vaya vuestra merced a Santa Fe que yo iré al consuelo y remedio de la enferma». Partiéronse a un tiempo, el padre para el pueblo y el cura para la ciudad pero no con igual agilidad, pues habiendo caminado en breve el cura la distancia de la media legua halló impensadamente al padre Francisco que le estaba esperando a la entrada de la ciudad habiendo administrado a su enferma los Sacramentos de la iglesia y caminado cuatro leguas y media de ida y vuelta. No admiró que Dios concediese alas de serafín al padre Francisco, pues acudió con amor de   —171→   serafín al bien espiritual de la enferma. Admirado el cura del dote de agilidad que Dios en esta ocasión le había concedido al padre, derramó devotas lágrimas de ternura y testificó el caso.

La ordinaria habitación del padre Francisco era la casa de Dios (que para tal ángel tal había de ser la casa de habitación), y ésta es un templo que en la ciudad de Santa Fe llaman la iglesia chiquita a distinción de la iglesia grande que tiene nuestro Colegio. Aquí vivió muchos años. Aquí tuvo dos ocupaciones, la una con Dios, con la Virgen y los santos; la otra con sus indios, con sus negros y españoles que le buscaban. Esta casa la adornó su devoción con muchos altares, la enriqueció su solicitud con devotas imágenes, la hermoseó su curiosidad con vistosos adornos, y en su sacristía puso su religiosa diligencia ricos ornamentos, candeleros, vasos de plata y lo demás necesario para el culto divino.

En esta santa casa solía hacer de las noches días gastándolas en oración sin embargo de que las tareas de entre día pedían el descanso de la noche. Allí oraba puesto de rodillas a Dios con mente y labios, los cuales ponía algunas veces en tierra pareciéndose en esto como en otras cosas a su devoto San Francisco de Borja. Allí en distintas ocasiones le obligaba el fervor a prorrumpir (ajeno de que le pudiesen escuchar) en jaculatorias ardientes que pronunciaba en alta voz, siendo las más ordinarias en voz baja y en silencio con especialidad cuando recelaba que alguno le podía oír. Sábese con certidumbre que el cielo no se hacía sordo a sus voces, pues según depuso un religioso de nuestra Compañía, sucedió varias veces que estando el padre Francisco a deshoras de la noche en oración en su iglesia le correspondían voces del cielo. A todo él obligaba haciendo fiestas por el círculo del año, ya a Cristo, ya a su Madre Santísima, ya a los santos y esto con la mayor solemnidad y aparato que podía de luces, música, y adornos.

En la casa de Dios (donde como ya dije) de ordinario vivía, daba lugar a los muertos sepultando los cuerpos de los pobres indios y haciendo decir misas y ganando indulgencias por sus almas. Voz fue común que las ánimas del purgatorio hablaban con el padre pidiéndole socorros. De aquí debió de nacer la devota hermandad de Nuestra Señora del Socorro que sin su nombre proprio hizo imprimir para que las almas fuesen ayudadas con gran número de misas por todo el mundo.

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Jamás permitió que en la casa de Dios le faltase su silla, y así se estaba en la del confesonario muy de asiento a todas horas tratando de resucitar a la vida de la gracia a todos los que llegaban muertos con la culpa, y aunque esto lo hacía con todo género de gentes, especialmente con los morenos y desvalidos indios a quienes por serlo más efectivamente se dedicaba su misericordiosa caridad. Varios casos le sucedieron en la silla del confesonario. Uno o dos referiré. Llegose a confesar con el padre una señora que con alguna atención, aunque no maliciosa usaba de algunos afeites. Hablola el padre con apacibilidad (que suele valer mucho para la corrección) y con palabras de santo le dijo: «¿Qué afeites son esos hija?, ¿he estado yo toda la noche llorando por sus afeites y por ella y ahora viene con ellos?» Luego cogió el fruto destas palabras porque la señora movida de ellas comenzó a derramar por sus ojos muchas lágrimas que lavaron el rostro limpiándole la sobrepuesta hermosura, quedando sin ella más hermosa a los ojos de Dios. Dio principio a su confesión y acabada le dijo al padre que no tenía más qué confesar. Sí tiene, le respondió el siervo de Dios, acúsese de esto y esto, trayéndole a la memoria cosas de que no se acordaba; pero Dios se la comunicó a su siervo para crédito de su virtud y recomendación de su santidad.

Pretendió el demonio sacarle al padre los colores al rostro en venganza de las almas que le quitaba de sus garras por medio del sacramento de la penitencia. Para esto dio en combatir a una persona con una tentación molesta, y fue que le diese al padre de bofetadas. Yéndose a confesar el tentado con él se le hincó el padre de rodillas diciéndole: «aquí me tiene; no deje de darme las bofetadas». Oh humilde Francisco que así dio licencia para su afrenta como otros pudieran solicitar su honra.

Hallábase una señora principal (según ella misma depuso) sin dinero en su casa en ocasión que le instaba un desempeño preciso, y aunque el aprieto discurría varios caminos al desahogo ninguno acabó de elegir su empacho porque su calidad le hacía dificultosa cualquiera diligencia; pero el padre Francisco la redimió de tan molesta congoja. Vino un día a confesarse con el varón de Dios sin haberle dicho su necesidad ni manifestádola a otra persona alguna. Acabada su confesión la dijo: «ya sé hija, que vive desconsolada por falta de dinero; tanto es lo que ha menester;   —173→   envíe luego por él que esta casa que tanto la debe se los prestará». Admirada quedó la señora viendo que le había conocido el padre lo que tenía tan encerrado en su pecho que aun a los labios no lo había permitido.

No pudo decir el padre Francisco que no había pan en su casa: «In domo mea non est panis», como dijo otro de quien escribe el profeta Isaías en el capítulo V, pues no contento con comer cada día el Pan Sacramentado en el altar entabló mucha frecuencia de comuniones en sus indios. Procuraba hacerlos capaces deste soberano manjar dándoles a entender la diferencia que hay entre el pan que de ordinario comían y el Pan consagrado que comulgaban. Para este banquete consagraba muchas formas, les señalaba los días y en ellos les daba la comunión. Quiso el Señor premiarle este fervoroso desvelo concediéndole que muchas noches en su iglesia viese una soberana luz con que estaba más clara que en el más resplandeciente día. Esto le hizo declarar Dios al padre sin detrimento ninguno de su profunda humildad.

De casa le sacaba afuera unas veces el celo; otras la misericordia y otras la caridad; que solas las virtudes tenían poder para sacarlo de su retiro. El celo de salvar las almas por medio del sacramento de la confesión le llegaba tan ágil, aun cuando tenía más de setenta años de edad caminando no sólo por las calles sino también por las cuestas arriba y cerros, que fatigaba a los hermanos más robustos que iban por sus compañeros. La misericordia le guiaba a las cárceles y compasivo aliviaba a los presos, no sólo en lo espiritual, sino en lo corporal también. La caridad le obligaba a andar por los arrabales, por los ranchos y rincones en busca de los pobres indios enfermos a quienes llevaba él mismo en el canto de su manteo el pan, la carne y los regalillos que solicitaba su amor para socorro desta gente tan desvalida. Solía hacerlos llevar al hospital ayudando él mismo y poniéndolos tal vez en sus hombros.

Vayan ahora que no vendrán fuera de propósito dos casos que le sucedieron con enfermos. Fue el padre a visitar a un niño enfermo hijo de uno de los caballeros más principales de Santa Fe llamado don Miguel de Loyola, el cual con amor de padre multiplicó diligencias para restituirle la salud, de suerte que juzgó que ya el niño estaba bueno y así se lo dijeron al padre Francisco, a cuyo semblante atendió su compañero y en la mesura del   —174→   rostro del padre leyó la muerte del enfermo, y fue así que en saliendo de la casa dijo al hermano, bueno me dicen que está, y dicen bien que está bueno para el cielo; y así sucedió, pues muriendo en breve se partió a gozar de Dios. Al contrario pasó con otra muchacha enferma desahuciada de los médicos y llorada ya de sus padres que por instantes aguardaban en la última boqueada su desconsuelo. Dijo sobre su cabeza el padre Francisco un evangelio y luego afirmó con toda seguridad que no moriría, y acreditó Dios la verdad de su siervo librándola de la muerte, y concediéndole la vida.

De las puertas adentro le notaron los de su compañía algunas cosas que no será bien las deje en blanco la pluma. En su aposento tenía un papel fijo en que distribuía varios santos para todas las horas del día y de la noche, y en dando el reloj la hora conversaba con los santos que había señalado su devoción. Lo más de la noche gastaba en oración, y cuando la necesidad del sueño le llevaba a la cama, era a un potro de dar tormento porque jamás se acostó en colchón; vestido se arrojaba sobre la cuja desnuda. En el refitorio se ponía muchas veces a los pies de sus hermanos besándoselos con humildad como quien tenía por honra el estar a los pies de los otros. Todos los sábados confesaba su culpa publicándose no observador de las reglas. Cuando se ocupaba en los ejercicios de nuestro padre San Ignacio salía en público a decir sus faltas y las castigaba delante de todos con una disciplina que se daba en las espaldas.

Por espacio de muchos años ejercitó el oficio de padre espiritual y confesor de los sujetos de nuestro Colegio de Santa Fe, y lo hacía con eminencia, ya serenando con paternal amor los ánimas, ya buscándolos en sus aposentos con el consuelo, ya sacando tal vez a los afligidos al campo. Verle solamente la cara alegraba al más congojado. Una palabra suya hablada con llaneza y sinceridad (aunque era muy entendido) solía dar mucho consuelo. Esta era la raíz de donde brotaba el fruto de ser el padre Francisco querido y estimado de todos los que le conocían.

Pocos años antes que acabase con su vida temporal, quiso Dios que experimentase la de ser superior. Bien descuidado estaba y bien olvidado de superioridades cuando le llamó el padre provincial para encargarle el Colegio de Santa Fe. Cogiole la voz en ocasión que llevaba cargada debajo del brazo una ollita para   —175→   un pobre enfermo. Apenas oyó el nombre de rectorado cuando tuvo su corazón un sentimiento tan extraño que pareció le habían dado sentencia de muerte. Hincose de rodillas a los pies del Padre Provincial, y llenos sus ojos de lágrimas con la retórica santa de su humildad pretendió persuadir su insuficiencia para el oficio. No soy para eso, Padre Provincial, decía, que hasta ahora por inútil y por inepto me han dejado los superiores sin oficio; porque no tengo talento para gobernar no han puesto en mí los ojos; póngalos vuestra reverencia por la sangre de Cristo en otro: y no en mí que lo erraré todo. Enterneciéronse los presentes con este espectáculo tierno de humildad viendo correr las lágrimas por mejillas tan venerables, porque le ponían en lo superior del gobierno. Estas diligencias de humilde fueron nuevos motivos al Padre Provincial para no retroceder de su intento conociendo que el retiro humilde para el mando es grande merecimiento para la superioridad.

No admitida la excusa le fue forzoso al padre Francisco admitir el cargo que ejercitó por espacio de un trienio con amor paternal y ardiente caridad, pero estaba tan mal hallada su humildad con el gobierno, que deseaba que fuese más ligero el tiempo para verse en el término último del oficio como lo indican las palabras siguientes que varias veces repetía: «Si se pudiera cohechar el tiempo, lo hiciera porque pasase más presto». Y cuando vio que ya se le iba acercando el fin del trienio les decía a algunos de sus súbditos: pídanme albricias que ya voy acabando esta tarea.

Esta fenecida salió el padre Francisco como de su purgatorio y se halló (quitados los otros embarazos) solamente con la gloria del trato de sus indios, que el tratar con caballeros, con oidores y príncipes era tormento para su humildad, y deste tormento huía cuanto le era posible. Sólo salía a buscar por arrabales y ranchos a los indios, convidándolos a que acudiesen a las pláticas fervorosas que acostumbraba hacerles todos los domingos por la tarde. Viendo que muchos no acudían al convite, semejantes a aquellos que se excusaron de ir a la grande cena de que hace mención el Evangelio, se entristeció su corazón, y el remedio que tomó para su consuelo fue irse a la capilla de la Virgen y suplicarla que como piedra imán divina atrajese a todos los indios a oír las pláticas. El efecto manifestó que le había otorgado la petición porque el domingo siguiente acudió en grande número   —176→   hasta la gente de los arrabales más apartados. Agradecido el padre Francisco a este beneficio se ofreció nuevamente a esta Señora por su esclavo y prosiguió en la costumbre de hacerle cantar la Salve los sábados, con celebrarla en sus fiestas y con las demás devociones conque solía festejarla.

Entre estas delicias vivía gustoso el padre Francisco Varaiz, cuando el señor oidor don Gabriel Álvarez de Velasco, y habiendo de hacer viaje a la ciudad de Tunja quiso llevar a su lado un ángel de guarda visible (que por tal estimaba al padre) y así pidió al superior que se lo diese por compañero. No pudo negárselo y por eso le ordenó al padre que hiciese el viaje. Entonces él obediente puso en ejecución lo que le mandaban, y preguntándole la curiosidad de algunos a dónde iba. Respondió que a morir. Un sacerdote digno de todo crédito que tenía su vivienda en el camino intermedio que hay de Santa Fe a Tunja, testificó que entrándosele a caballo por sus puertas el padre Francisco Varaiz le echó los brazos al cuello y con alegría en el semblante y dulzura en los labios le dijo: «Yo me voy hijo mío a morir a Tunja, y vengo a despedirme; adiós que en el cielo nos veremos». ¡Oh dichoso hombre que tan segura tenía en el término de su jornada la dicha!

Con la fatiga del camino en setenta y siete años de edad le acometió una ardentísima fiebre acompañada de unos cursos malignos. Con este afán entró en nuestro Colegio de Tunja y no siéndole posible estar en pie le acostaron en la cama, donde viéndole padecer uno de los nuestros le dijo: «Junte vuestra reverencia sus dolores con los de Cristo Señor Nuestro en la cruz». Respondió como humilde: «Vengan más penas, pues soy digno de las eternas». Al oír estas palabras notaron su humildad que le obligó a no mirar los méritos que había adquirido, sino a bajar los ojos a los profundos del infierno. Apretábale cruelmente la sed; pero como era tan grande la que tenía de padecer, no pedía el agua para su alivio. Ofreciole un padre el cordial que por orden del médico se le había preparado y le dijo estaba compuesto de oro, perlas y esmeraldas. Sintiolo su humildad y dio a entender su sentimiento diciendo: ¿Para qué son esas cosas tan costosas ni tan excesivo cuidado con una cosa tan vil y tan pecador como yo? Todos le tenían por santo, pero él en estas y otras ocasiones se tenía por pecador   —177→   con que mostraba no se conocía a sí mismo por sobrado su proprio conocimiento.

Examinó diligentemente su conciencia para dar cuenta della a un confesor con una confesión general, y el que la oyó depuso no haber perdido la gracia baptismal; y otros afirmaron que no había cometido pecado venial con plena advertencia. La que tuvieron los que le asistían fue que de ordinario estaba mirando hacia lo alto donde estaba el cielo, y que por sus ojos derramaba tiernas lágrimas y cogiéndole las palabras al Apóstol decía que deseaba morir por ver a Cristo, y así recebió con muestras de regocijo las nuevas (si nuevas se pueden llamar las que ya el padre sabía y había dicho a los que le preguntaban dónde iba cuando se partió de Santa Fe) que le dieron de que se moría. Conociendo que le iba faltando la respiración pidió le trajesen a Cristo Sacramentado que es el espíritu de nuestra boca como dice el profeta. Recibiole con tiernas lágrimas que conmovieron a llorar a todos los circunstantes; y uno que no había visto al padre en otra ocasión sino en aquella, se tenía por dichoso de haberle visto y conocido a la hora del morir. Luego pidió la Extremaunción, y habiéndosela administrado hizo que le diesen la imagen de un Santo Crucifijo, y abrazándose tiernamente con ella le dijo afectuoso: «¿A dónde iré, sino a vos mi buen Jesús? Recibidme por las entrañas de vuestra misericordia, por vuestras lágrimas y sangre». Entre estos y otros afectos expiró a los once de enero de 1658 habiendo adquirido muchos méritos en sesenta y un años de vida religiosa además de los que consiguió en diez y seis que vivió en el siglo, pues desde su niñez, como queda dicho, comenzó a servir a Dios.

A la misma hora en que el padre murió, a una persona de ejemplar virtud le mostró Dios a nuestro padre San Ignacio en un hermoso cerco de luces vestido de sacerdote que con gozo así suyo como de otros cortesanos celestiales, con amoroso afecto de padre abrazaba a uno de la Compañía, y entendió que era el padre Francisco Varaiz; y no era dificultoso de entender, pues tuvo la visión a la misma hora en que el alma del padre salió de su cuerpo.

Luego que en la ciudad se supo su fallecimiento acudieron muchos a ver el cadáver del siervo de Dios, y como de tal solicitaban   —178→   sus reliquias, unos tiraban de la ropa que le cubría, otros aspiraban a tener siquiera un cabello de su cabeza y todos ansiosos solicitaron tocar sus rosarios al cuerpo, librando su dicha en este piadoso contacto; diligencia a que dieron principio algunos religiosos de otras religiones, que como primeros en la estimación del espíritu quisieron dar al del difunto el primer aprecio. ¿Quién no juzgara en este suceso que Dios quiso premiar con la misma moneda de honra la piedad con que el padre estimó y veneró a la buena madre que lo parió? Él guardó por reliquias los cabellos de su madre por juzgarla santa, y Dios dispuso que solicitasen sus cabellos y otras cosas suyas por reliquias, por tenerlo por santo.

Enterraron honoríficamente en nuestra iglesia de Tunja el venerable cadáver, pero no quiso la ciudad de Santa Fe privarse de tener la dicha de gozar el cuerpo muerto habiendo tenido la ventura de poseerle vivo por espacio de cincuenta años. Apenas se divulgó en la ciudad a voces de los dobles de campanas que el padre Francisco Varaiz había fallecido en Tunja, cuando los señores de la Real Audiencia se juntaron en acuerdo y resolvieron pedir al padre provincial, por vía de ruego y encargo, hiciese traer a Santa Fe el cuerpo del venerable padre. Admitió el padre provincial con el debido agradecimiento tan piadosa demanda, y ofreció que le daría cumplimiento como en efecto se lo dio, y después lo verá el lector.

Las mismas ansias de que se trajese el cuerpo del venerable padre, tuvo el Deán y Cabildo eclesiástico, y uno de los señores prebendados se ofreció a ir con otro compañero suyo hasta la ciudad de Tunja para traerlo, porque juzgaba se debía de justicia a la ciudad de Santa Fe. Pero como era necesario que se pasase algún tiempo para la función de traerlo, lo dilataron mas no el hacerle las honras en nuestra iglesia. Cantó la misa el señor tesorero don Lucas Fernández de Piedrahíta, provisor y vicario general entonces del arzobispado del Nuevo Reino de Granada y ahora obispo de Panamá. Predicó este día las alabanzas del difunto, el señor doctor don Fernando de Castro, canónigo de aquella santa iglesia. Asistió la Real Audiencia y la ciudad con su ilustre cabildo. Todas las religiones le dijeron misa cantada con su vigilia.

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Los indios mostraron con lágrimas en los ojos el amor filial que para con su padre tenían en el corazón; y demás desto hicieron demostración del agradecimiento a los beneficios que habían recebido de su padre, así en lo temporal como en lo espiritual, retornándole unas solemnes honras en su propria iglesia con vigilia y misa cantada que dijo el padre provincial Gaspar de Cugía predicando a ellas el padre Pedro de Salazar los elogios del difunto teniendo por auditorio mucho concurso de nobles y plebeyos porque tan ajustada vida parece que de justicia pedía todos estos aplausos y otros muchos mayores.

Después de muerto ha querido Dios obrar por su siervo algunas maravillas: dejaré algunas por no estar bien averiguadas y sólo referiré dos. Cierto religioso se hallaba combatido de una molesta pasión que le traía en continua guerra el alma, y entre sus fatigas levantó los ojos con el corazón al cielo, y hablando con Dios le dijo: «Señor, si el padre Francisco Varaiz es santo y sus méritos son de vuestro agrado, os suplico por su intercesión me libréis de esta tormenta». Apenas acabó de pronunciar estas palabras, cuando se le acabaron las penas porque se le quitó del todo la tentación.

Hallábase una pobrecita niña muy afligida por habérselo criado en uno de los dos ojos una nube tal, que casi se lo cubría, todo sin que con él pudiese ver aun objetos muy crecidos. Lleváronla los suyos muy lastimados a nuestra casa, y uno de los padres que asistía en ella, movido de compasión le dijo una misa pidiendo al Señor por los méritos del padre Francisco el remedio de aquel mal y dispuso se le aplicase una reliquia suya en la parte lesa, y fue tan eficaz la aplicación que en muy breve tiempo quedó sin rastro de la dolencia y obtuvo tan preciosa joya como lo es la de la vista.

Por satisfacer el padre provincial Gaspar de Cugía al amor y devoción que tenía al padre Francisco Varaiz, y por cumplir la palabra que había empeñado de traer a la ciudad de Santa Fe los venerables huesos, envió por ellos a Tunja y los hizo traer con todo secreto y cautela para evitar con modestia los concursos de gentes que sin duda hubiera grandes en su recebimiento; pues algunos caballeros de los más nobles de Santa Fe habían resuelto y pactado entre sí salir a pie a un pueblo que dista cuatro leguas   —180→   de Santa Fe a recebir el venerable cadáver cuando viniese a su noticia que lo traían.

Determinó el Padre Provincial el día en que se habían de hacer las exequias que fue el séptimo de diciembre, víspera de la Purísima Concepción de la Virgen; que en tal día se había de honrar al que fue tan singular capellán de esta Señora. Fue el padre rector Joseph de Urbina a dar cuenta desta determinación al señor presidente deste Reino (que de suyo se ofreció a ir al entierro) a la Real Audiencia, a los cabildos eclesiástico y secular. Los señores del eclesiástico (sin que se lo suplicasen) se ofrecieron a ir en forma de cabildo a nuestra casa a oficiar la vigilia y misa. Al pueblo se dio noticia con una cédula que se leyó en el sermón del día del apóstol del oriente San Francisco Xavier, para que así fuese honrado otro Francisco imitador suyo.

El jueves seis de diciembre en la noche en nuestra casa empezó el doble al cual hicieron eco la catedral y todos los conventos de religiosos y religiosas. Los venerables huesos estaban en un baulillo aforrado en tafetán negro doble envueltos en un paño de ruán de cofre. El baulillo se puso el jueves en la noche en el lugar ordinario de los difuntos en nuestra iglesia sobre dos cojines de terciopelo en un bufete grande cubierto con un rico paño negro de seda (habiéndose metido el mismo día dentro del cofrecillo una lámina de bronce en que se esculpió el nombre de quien era aquel tesoro) con seis hachas en sus blandones y doce velas grandes alrededor, sin querer poner más por no exceder de la modestia religiosa; pero algunos caballeros que habían pedido que corriese por cuenta de su gasto el funeral, y habiéndole excusado con agradecimiento y modestia el padre rector, repararon que era muy poca la cera y enviaron por muchas hachas y cirios y los pusieron delante del cofrecillo.

Llegado el viernes siete de diciembre de 1663 se abrieron las puertas de nuestra iglesia a que concurrió muchísima gente. Vinieron muchos sacerdotes a decir la misa por el difunto, por la devoción que le tenían, y con ser así que no se había dado parte a ninguna de las religiones, vino la del Glorioso Patriarchia y doctor de la iglesia San Agustín, con el muy reverendo padre provincial fray Luis de Mesa y le cantó su vigilia y misa y se quedó con toda su muy religiosa familia para asistir a la misa en que se había de hacer el entierro, la cual cantó el señor Arcediano   —181→   con toda solemnidad y acompañamiento de todos los señores prebendados. Siguiose luego el sermón que predicó el padre Bartolomé Pérez, en que dijo algo (que todo no pudo) de las religiosas virtudes del difunto, a cuya relación algunos de los oyentes derramaban tiernas lágrimas. Luego se cantaron los responsos con la misma armonía de música que se cantó lo demás. Después desto acudió el cabildo secular diciendo que le tocaba el llevar el baulillo a la sepultura, y así lo llevaron don Francisco Venegas, alcalde ordinario, don Francisco de Colmenares, alférez real y don Antonio de Vergara, del hábito de Santiago, tesorero de la casa de la moneda, y lo colocaron en una caja nueva que estaba dentro de la sepultura en el presbiterio al lado del Evangelio. Y antes que se cubriese con la tierra se fueron llegando bandadas de gentes de todas calidades y las mayores de la república de Santa Fe, hombres y mujeres, y postrándose de rodillas besaban con lágrimas en los ojos la tapa de la caja en que estaban los venerables huesos, y en ella tocaban a porfía sus rosarios, ya que a pesar suyo no podían tocarlos inmediatamente a los huesos del difunto. Pedían también con muchas instancias alguna cosa del padre para llevársela por reliquia. Daban muchos agradecimientos a los padres provincial y rector por haber traído de Tunja a Santa Fe las reliquias del siervo de Dios aclamándole por santo y afirmando que vivían con esperanzas de que teniendo la ciudad de Santa Fe su cuerpo les había de hacer muchas mercedes y beneficios, que con su intercesión les había de alcanzar el alma que gozaba de Dios en el cielo.




Vida del padre Joseph Dadei

Aunque son cortas las noticias que tengo del padre Joseph Dadei, según el gran concepto que tienen de sus virtudes los que le conocieron, no puedo dejar de hacer mención de su vida por ser uno de los primeros que fundaron el Colegio de la Compañía de Jesús de Santa Fe, y tuvo el gozo de verlo fundado de 1604 hasta el de 60 que murió.

Nació el padre Joseph Dadei en Mondoví, ciudad del Estado de Milán. Sus padres como nobles le criaron como convenía a su calidad dándole en su niñez buenos maestros para que aprovechase no menos en virtud que en letras, y con este intento le enviaron a Turín, cabeza del Estado de Saboya. Allí antes de   —182→   cumplir los diez y seis años le llamó Nuestro Señor para que fuese soldado de su Compañía y dejase de ser vano seguidor del mundo. Pretendiola, y los superiores hicieron varias pruebas para ver si convenía recebirlo en su misión, y reconociendo que era a propósito por su constancia le recebieron y alistaron en el colegio de Turín.

Luego que puso los pies en el noviciado y lo supieron sus padres y deudos, trató de hacerle guerra la carne y sangre juzgando de que su victoria consistía en sacar a su hijo de la religión. Instaron como poderosos con instancias grandes que lo sacasen del noviciado y lo pusiesen en libertad, porque juzgaban haber sido sólo niñería la que había sido varonil resolución. Lleváronlo a su casa y en ella atestaron contra él toda la artillería de su natural pasión; mas no hicieron mella en el castillo de su constancia, y viendo que no le podían ni con amenazas ni con promesas obligar a retroceder de lo comenzado se dieron por vencidos y lo dejaron libre para que siguiese su vocación.

Volviose al noviciado tan contento como quien había alcanzado victoria y como quien volvía a coger la presa que le habían querido quitar. Vivió tan gustoso como quien estaba debajo del presidio de Jesús. Después de haberse hecho religioso veterano por medio de los votos le volvieron a tocar a rebato y obligarle a tomar las arreas en su defensa. Fue el caso que el padre Joseph Dadei tenía dos tíos hermanos de sus padres; el uno mayordomo del Sumo Pontífice, deán de Santa María la mayor de Roma; el otro obispo en una de las ciudades del Estado de Milán. Cada uno por su parte solicitaba diligente los aumentos de su sobrino, y para que sin mala conciencia se ejecutasen sus intentos, pretendían alcanzar dispensación del Sumo Pontífice, el uno para ponerle en la dignidad de deán que tenía, y el otro para colocarle en el candelero de su iglesia haciéndole sucesor suyo en el obispado. Mas el verdadero jesuita, como si hubiera hecho el voto de no admitir dignidades, cada vez que sus tíos le proponían sus ascensos y manifestaban las diligencias que hacían, mostraba sus repugnancias y hacía sus resistencias a sus tíos como a enemigos que por tales tenía a los que le querían sacar del presidio de la religión y ponerle en los peligros del mundo donde temía ser vencido de los enemigos del alma.

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Trató con eficacia de poner el mar de por medio para huir de los que le combatían en la tierra, juzgando que le era conveniente el dejar su patria, alejarse de sus tíos y ausentarse de toda Italia. Tuvo noticias de que en estas partes de la América había muchos gentiles sujetos a la tiranía del demonio, y quiso salir al campo con Lucifer para quitarle las almas que tenía cautivas en las sombras de la muerte; con este fin pidió a los superiores y alcanzó pasar a este nuevo y dilatado mundo. Pasó por el mar y por muchas tierras y llegó a esta ciudad de Santa Fe del Nuevo Reino de Granada el año de 1604 en compañía del padre procurador del Perú y primero provincial desta provincia, el padre Diego de Torres Bollo.

Llegado en buen hora a Santa Fe fue uno de los primeros fundadores del Colegio que hoy tiene la Compañía. Fundolo primeramente con el buen proceder de su vida religiosa dando muy buenos ejemplos a los de dentro y a los de fuera de casa. Fundolo dando principio a los estudios de gramática y empezó por una elegante oración latina a que acudió la Real Audiencia, el señor arzobispo, ambos cabildos y un innumerable vulgo atraído de la novedad y del deseo de ver lo que hasta entonces no se había visto ni oído en la ciudad de Santa Fe. Fundolo leyendo juntamente (por ser entonces pocos los sujetos) con la gramática una cátedra de moral, bien necesaria en aquellos primitivos tiempos porque no había quien entonces la leyese y era forzoso dar esta luz para que se desterrasen las confusas tinieblas en que se vivía de ignorancia. No satisfecho con tan trabajosas ocupaciones leía también a muchos que se lo pidieron, los meteoros y esfera del padre Clavio.

No sólo fue fundador haciendo oficio de maestro, también fue uno de los fundadores haciéndose discípulo; aprendió la dificilísima lengua de los indios que llaman mosca, y la supo con gran propriedad, y su diligente estudio compuso en ella varios y muy provechosos papeles. También aprendió y supo otras lenguas de los indios de los llanos. Entre estos lenguajes aprendió el castellano y lo hablaba y pronunciaba con tanta propriedad y buena pronunciación, que parecía haber nacido y criádose en Madrid y no en Mondoví. Por buena cuenta más de cinco fueron los idiomas que supo y por esta ciencia y por su insigne virtud mereció y obtuvo en la Compañía por espacio de 43 años el grado   —184→   de profeso de tres votos ya que no alcanzó el de cuarto voto por no haber estudiado las facultades mayores, las artes y teología. Con la noticia de los idiomas afiló su lengua como espada para hacer guerra al demonio y quitarle las almas que yacían aherrojadas debajo de su tiránico imperio. En lengua española jugaba la espada de la palabra de Dios, ya en el púlpito predicando con grande espíritu y fervor en orden a que sirviese al Rey del cielo; ya en el confesonario en que era continuo sacando las almas de las prisiones del pecado mortal y dándoles avisos para que no volviesen a dejarse aprisionar. En las lenguas de los indios jugó de la misma manera la espada de la palabra de Dios, así en el púlpito como en el confesonario. Hizo correrías por los llanos por estar poblados de infieles bárbaros, y como quien militaba debajo de la bandera de la Compañía de Jesús fue introduciendo en ellos la fe cristiana a costa suya y padeciendo trabajos exponiéndose a peligros de perder la vida, sufriendo temporales; unas veces de calores, otras de aguaceros, tolerando hambres y necesidades. Fundó muchas doctrinas de indios y en ellas ganó muchas almas de niños que por las aguas del baptismo tomaron puerto en el cielo, y también de adultos que por los Sacramentos que les administró el celoso padre se salvaron. Así militó (como aconseja San Pablo) una buena milicia por tiempo de dilatados años. Muy grande sueldo recebirá en el cielo.

Siempre atendió como buen soldado a las órdenes que le daban sus superiores y les obedecía sin repugnancia y con puntualidad. Era vigilante centinela de su conciencia ejercitándose en el examen general y particular. Velaba en la oración con Dios todo el tiempo que podía. Usaba del común arnés contra su cuerpo, que son disciplinas y cilicios que los demás religiosos acostumbran, y esto hasta la misma vejez; pero no usaba de particularidades, tanto que para que tomase en una ocasión un género de regalo se vio obligado a llevárselo el mismo superior compadecido de su necesidad. Con ser un sujeto que había trabajado, no como uno, sino como muchos, le parecía a su profunda humildad que no era para nada y que la Compañía de Jesús le daba lo que había menester sin merecerlo. Andaba como avergonzado no osando parecer delante de la comunidad arrinconándose y buscando el lugar más ínfimo. En su ancianidad pasaba sus achaques procurando no ser cargoso a ninguno.

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Aunque su silencio ocultó muchas cosas suyas, no pudo dejar de manifestarse la devoción especial que tenía con Santa María Magdalena. Hízole en la iglesia de Santa Fe un retablo dorado y en él colocó una imagen muy hermosa de la santa, y a los lados puso dos lienzos de sus dos hermanos Lázaro y Marta, y en la parte superior del altar al Buen Pastor con la oveja perdida en los hombros. Con la Magdalena tenía tiernos coloquios, hacíale fiestas en su proprio día y unas veces predicaba sus alabanzas y otras convidaba para esto a otros predicadores y a mucha gente para que oyese los elogios de su santa y le cobrasen devoción y siguiesen con la imitación su ejemplo.

Casi tres años antes de su muerte padeció el achaque de caducar, que suele acometer a algunos en la vejez; pero como el padre Joseph vivió tan santamente desde los principios de su vida, caducó muy a lo santo a los fines de ella. Murió a los treinta de octubre del año de 1660 teniendo ochenta y seis de edad y setenta de religión. Enterrose su cuerpo en nuestra iglesia de Santa Fe, y como fue tan gran perseguidor de los ídolos que en varios pueblos de este Reino los sacaba de debajo de la tierra para que no fuesen venerados de los indios; esperamos que su cuerpo saldrá resucitado de la tierra en el día del juicio para ser colocado juntamente con su alma en el cielo.

Después de escritas estas cosas topé algunos casos del padre Joseph Dadei en un papel fidedigno, y me pareció conveniente añadirlas aquí. Con grandísimo celo enseñaba y disponía a los indios para hacerlos capaces de la sagrada comunión, y para que se animase más y más al trabajo lo llenaba Dios de consuelo y gusto poniéndole a la vista el mucho fruto que cogía con sus trabajos. En una ocasión en que vio comulgar veinte y cinco indios que había catequizado y dispuesto se puso a llorar de pura alegría y consuelo viendo que los que antes supersticiosamente mascaban el hayo, ya devotamente recebían en su boca el Pan celestial. Vez hubo que habiéndose llegado veinte indios a la mesa del altar, quedó el padre tan gustoso, que los convidó a su mesa siendo superior de la doctrina de Fontibón, y siendo así que fuera acto de humildad el sentarse el padre a comer con los indios en la mesa quiso ejercitarse en mayor acto de humildad haciéndose siervo de los indios y llevándoles como tal a la mesa los platos de la comida.

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A los indios les daba el padre título de hijos suyos y veían todos que iba el título sin la cosa, pues hacía cuanto podía por ellos socorriéndolos en lo temporal con limosnas y mucho más en lo espiritual aplicando todo su paterno celo a procurarles el bien de sus almas. Con intención de ganarlas para Dios les mostraba mucho amor, los regalaba y hacía cariños de padre. En una ocasión se puso a hacer oficio de barbero afeitando y cortando el cabello a unos indios bárbaros porque supo que ellos gustaban de esos y con el cebo de ese gusto quiso pescarlos como apostólico pescador para hacerlos cristianos.

Predicando un domingo en el pueblo de Usaquén a los indios en su materna lengua enderezó todo su sermón a que dejasen su antigua idolatría, y entre otras cosas les dijo que sus dioses no lo eran, pues se asemejaban a los ratones gustando de habitar en los agujeros de piedras y en las cuevas donde los tenían escondidos. Moviéronse de suerte los indios que hablaron a su encomendero pidiéndole que hablase al padre y le dijese que todos ellos estarían juntos en una casa y que en ella le entregarían sus ídolos. Con esta noticia fue el padre gozoso a la casa y los acarició para que cumpliesen su palabra. Así lo hicieron entregándole un ídolo de oro con protestación de que querían ser buenos cristianos, y le pidieron que se fuese con ellos y que le descubrirían tres santuarios que tenían escondidos en el campo. No pudo ir el padre Joseph Dadei por un embarazo que se le ofreció del servicio divino; pero envió al padre Miguel Jerónimo de Tolosa, su compañero, al cual entregaron los indios cuatro ídolos juntamente con algunas piezas de oro y esmeraldas que les habían ofrecido, sacándolo todo de sus cuevas o ratoneras. Ni fue sola esta la presa, pues en este mismo pueblo de Usaquén hizo sacar de la tierra otros quince ídolos con sus ofrendas de oro y esmeraldas.

Del pueblo de Usaquén pasó al de Caxicá donde con el ayuda del padre Sebastián de Murillo, celosísimo ministro de la fe católica, sacó de los santuarios ochenta ídolos de oro finísimo, yendo con los indios a unas y otras partes del campo, y ellos se movían a descubrir su secreto con las palabras eficaces que contra la idolatría les predicaba en su idioma el fervorosísimo padre Joseph Dadei. Después de haber sacado estos y otros ídolos de oro los entregaba a la caja del rey para que sus ministros lo convirtiesen   —187→   en moneda y él quedaba muy contento y se daba por muy bien pagado con haber adquirido el tesoro del mérito de haber servido al Dios verdadero procurando destruir los dioses falsos.

En una misión en que anduvo con algunos españoles hizo con ellos un entable devotamente religioso, y fue el rezar cada noche las letanías haciendo conmemoración de los santos que habían tomado por patrones de la misión, porque como humilde decía que no quisiera que sus pecados estorbasen la cosecha de los frutos espirituales que esperaba hacer. Pactó con ellos que habían de confesarse cada ocho días y comulgar cada quince, y convinieron gustosos en el pacto. Otras muchas cosas de este religioso padre han quedado sepultadas en el olvido, porque es estilo de Dios querer que en esta vida no quede todo en la memoria y por esta causa ignoramos lo más de lo que los santos obraron hasta que se descubran aun los mismos ápices en la eternidad de la patria celestial.




Vida del hermano Rafael Ramírez

Habiendo el hermano Rafael Ramírez nacido en Pastrana y ocupádose en el oficio de albañil, así en España como en las Indias inspirado de Dios hizo en la ciudad de Santa Fe una confesión general de la cual sacó tan buenos propósitos de la enmienda, que para cumplirlos en el lugar donde mejor se cumplen que es la religión, se resolvió a entrar en la Compañía de Jesús y fue recebido en el Colegio de Santa Fe cuatro años después de su fundación; la primera oración que humilde hizo a Dios en el principio de su noviciado, fue esta: «treinta años ha Señor, he gastado mal empleados en el mundo; suplícoos me deis otros treinta para que haga entera penitencia por mis culpas». Concediole nuestro Magnificentísimo y Liberalísimo Dios mucho más de lo que le pedía, pues le dio cincuenta y siete años de vida en la religión. Cuán bien los empleó se verá por la distribución siguiente de su tiempo gastado en ocupaciones del divino servicio con tesón y uniformidad.

Todas las mañanas ocupaba una hora en oración y trato con Dios, y después añadía otra hora; y en esto tuvo tal perseverancia que hasta el fin de su vida no faltó a este ejercicio a que era tan dado, que todo el tiempo que le daban lugar las ocupaciones forzosas   —188→   de obediencia, su recurso ordinario era irse al Santísimo Sacramento y a la capilla interior de nuestra casa donde eran largos los ratos que gastaba con su Señor Dios que para su espíritu era todas las cosas.

Ayudar a las misas era su regalo y entretenimiento dulce todo el tiempo que pudo; y cuando ya en los postreros años no tuvo fuerzas para ayudarlas, era continuo en oírlas. Era tanto el afecto que tenía a este soberano sacrificio, que habiéndole acometido en una ocasión un mal repentino tan grave, que juzgaron se le diesen los Sacramentos de la Eucaristía y Extremaunción por estar en el peligro de muerte, recebió con gran devoción, y cuando todos podían entender que estaba en la cama, le hallaron el día siguiente en la iglesia como a las ocho del día oyendo devoto su misa como si no hubiera tenido achaque alguno.

A todas horas se ocupaba su pronta obediencia en las cosas que le mandaban los superiores. No hubo oficio de los que los hermanos ejercitan que no lo tuviese el hermano Rafael en tanto espacio de tiempo como vivió. En cada uno de los oficios que le encargaban se ejercitaba con puntual exacción. Cuando le ordenaban cosas difíciles por lo trabajoso, y repugnables por lo difícil, su respuesta ordinaria era: «obedezco, obedezco»; y porque no se quedase sólo en palabras pasaba su puntual obediencia con la ejecución a las obras.

A la lición espiritual no le había de faltar su tiempo cuotidiano; y aunque no había aprendido en su niñez a leer bien, fue tal la continuación que tuvo en leer libros espirituales que se mejoró en la lectura y con ella mejoró mucho más su espíritu y procuraba aprovechar a los otros, así de dentro como de fuera de casa hablando con ellos de las cosas que había leído. A escrebir no quiso aprender por cumplir su regla y porque para reglarse en los ejercicios santos de su vida no necesitaba de escrebir, pero sí de leer para imprimir cuidadoso en su alma los documentos que leía impresos en los libros, y para imitar los ejemplos que en las vidas de los santos encontraba.

Por las tardes es loable costumbre de muchos ejercitar la devoción con la Santísima Virgen rezándole su santísimo rosario, pero el hermano Rafael practicaba afectuoso esta devoción, no sólo por la tarde sino muchas veces al día. Y aun cuando salía de casa no soltaba el rosario de la mano rezando y pasando sus cuentas, y para hacerlo con disimulo llevaba las manos cubiertas con el manteo. Las visitas que hacía a Nuestra Señora de Loreto en nuestra iglesia eran muy frecuentes, y una de las peticiones que más de ordinario le presentaba, era que le alcanzase de su preciosísimo Hijo gracia eficaz para observar el voto de castidad con que se había consagrado a Jesús en la Compañía. Otorgole Nuestra Señora lo que su siervo le pedía (que siendo de castidad la petición, cómo no la había de conceder una Purísima Virgen). Y experimentolo el hermano Rafael andando caminos de estancia en estancia y de pueblo en pueblo tan puro como el ángel de su nombre aunque iba solo y le ofrecía ocasiones el demonio. Tenían los superiores gran satisfacción de su pureza y castidad y por eso en viendo necesidades en nuestra casa no recelaban enviarle sólo a pedir limosna y él la pedía entrando y saliendo en todas partes con un proceder tan casto que por él no perdiese un átomo de su buen crédito su madre la religión. Tal vez estando en el campo se atrevió a batallar con el hermano una mujer de prendas solicitándole con halagos de lujuria, pero el casto siervo de Dios y de la Purísima Virgen rebatió sus tiros, alcanzó victoria y la dijo tales palabras de reprensión que la dejó no menos confusa que avergonzada.

En las estancias en que entraba a pedir las limosnas temporales acostumbraba dar limosnas espirituales para conseguir lo eterno. Enseñábales el catecismo para que supiesen lo que habían de creer para salvarse. Íbales dictando las oraciones para que no ignorasen el arte de pedir a Dios las cosas necesarias para esta vida y la otra. Decíales algunas de las cosas espirituales que había oído o leído en los libros devotos. Desta suerte en estas ocasiones era dos veces coadjutor de los padres de su religión. La una en lo temporal ayudándoles con el sustento de limosnas que pedía. La otra en lo espiritual ayudándoles también a encaminar las almas al cielo con el modo que le permitía su estado y alcanzaba su capacidad.

A las noches cuando era forzoso alumbrarse con luz en su aposento lo hacía con los cabos de velas que como pobre recogía de las celdas de los sujetos de casa sin querer jamás encender para sí las velas enteras. Desde el principio de su noviciado se aficionó mucho a la virtud de la pobreza, porque como entró en la Compañía cuatro años después que se fundó el Colegio de Santa   —190→   Fe con gran pobreza y necesidades, sabía padecer necesidades y pobreza. Voluntariamente se aplicaba a sí lo peor de la casa en el vestido, comida y las demás cosas. Cuidaba mucho de que no se desperdiciase lo que parecía poco y así recogía los pedacillos de pan y otras menudencias para que todo se gastase en casa y nada se malbaratase. Superiores hubo que repararon que el hermano con este cuidado de recoger las cosas que se suelen desperdiciar en solo un año, había ahorrado a la casa quinientos patacones de gasto.

Tenía mucha caridad con los padres y hermanos; compadecíase de sus necesidades y así deseaba y procuraba acomodarlos en cuanto podía. Servíalos como a sus señores tratándolos con gran respeto y reverencia. Al contrario no quería él que le tratasen con ella, porque era de verdad humilde. Sirva de prueba este caso: Aconteció llegar al Colegio de Santa Fe un padre que no conocía al hermano Rafael, y viéndole venerable en las canas y con corona por estar ya calvo lo trató de reverencia, y entonces el hermano Rafael con agradable humildad le respondió: «Jesús, Padre mío, yo soy el cocinero desta casa».

De la humildad que tenía arraigada en su corazón brotaron a lo exterior muchos actos de paciencia en varias ocasiones en que algunas personas lo trataron mal de palabra; pero el humilde y paciente hermano juzgando por ventura que merecía ser maltratado, no sólo de palabra, sino también de obra, enmudecía sin atreverse a responder al tono en que desentonadamente le hablablan. En una ocasión siendo el hermano Rafael cocinero se le cayó de las manos una cosa que pertenecía a un negro esclavo de casa, el cual enfurecido contra el hermano le dijo con mucho atrevimiento palabras muy afrentosas, y cuando de un hombre soberbio (aunque no lo fuera mucho) se pudiera esperar que le correspondiera al moreno, no sólo con malas palabras, sino también con un palo, lo que se vio en el hermano Rafael fue una reportación modesta, un callar humilde sin dar muestra ninguna de indignación.

Cada semana de las de su vida se confesaba dos veces, y era tal la pureza de su alma, que su confesor afirmó que el hermano Rafael le ponía en grande confusión porque al confesor como a humilde le pareció que él era el asco y el hermano Rafael la pureza. A las dos confesiones (que eran humilde preparación) añadía   —191→   devotas comuniones sacramentales, y después de ellas gastaba mucho espacio dando gracias al Señor que tenía en su pecho por el beneficio tan soberano de habérsele entrado en él por la puerta de la boca. Desde que entró en la religión tuvo distribuidos los días que en cada semana había de atarse con los cilicios y castigarse con las disciplinas, con orden y dirección de su padre espiritual para no errar faltándole la regla de la prudencia. Los cilicios eran muy ásperos, y como los oficios en que se ocupaba eran corporales le causaban mucha molestia en cada uno de los movimientos del cuerpo. Las disciplinas eran de unas cadenillas de hierro que con el uso de los golpes repetidos por tan largo tiempo, las hallaron ya gastadas los que curiosamente las vieron.

Cada mes leía o oía leer las reglas, cuya observancia constituye religioso a cada uno de los que las guardan, y como el hermano Rafael deseaba tan de corazón el ser religioso, era muy exacto en ponerlas en ejecución. Su modestia especialmente edificaba a los seglares cuando lo miraban en las calles por donde pasaba; y cuando le veían en la plaza y las tiendas haciendo oficio de comprador religioso para dar la provisión necesaria a sus padres y hermanos. Fue el hermano Rafael un siervo fiel y prudente a quien Dios constituyó sobre su familia (que lo es el Colegio de Santa Fe) para que no como superior, sino como hermano coadjutor la proveyese y alimentase con lo necesario para la vida humana, y él dándose por entendido parece que tenía por blasón y era máxima suya el hacer bien su oficio; y se colige de lo que repetía muchas veces: «Fiel a mi Dios y a mi religión»; y como lo decía lo ejecutaba en todas las cosas en que es necesaria la fidelidad.

Cada año celebraba el día de San Hermenegildo por haber tenido en él la dicha de ser recebido en la Compañía el año de 1608. Salía con disciplina pública al refectorio la víspera del santo por la noche, mostrando el agradecimiento interior que tenía en su corazón por haberle Dios sacado del mundo y admitídolo, en la religión. En el mismo día del santo confesaba sus culpas y recebía a Cristo Sacramentado para ofrecerle a Dios agradecido lo que tenía en su pecho, que era no menos que el mismo Cristo. Procuraba y conseguía que en el refectorio se predicasen los elogios de su patrón San Hermenegildo; y para que el olvido no se   —192→   lo quitase de la memoria, hizo a un pintor que se lo retratase y lo puso en su celda para tenerlo siempre a la vista. Estas eran las demostraciones de agradecido que hacía cada año; pero también hacía otras muy de ordinario cada día diciendo: «Gracias a Dios; gracias a Dios que me trajo a la Compañía».

No tenía el hermano Rafael distribución para el ocio aunque daba al cuerpo el tiempo necesario para el descanso. Siempre estaba útilmente ocupado porque era muy enemigo de la ociosidad; y aun cuando los superiores en los últimos meses de su vida le descargaron de los oficios por estar ya imposibilitado a hacerlos, no se permitía al ocio y se empleaba en oír misas, rezar rosarios y tener oración retirada en la capilla, comulgar a menudo y estar dando gracias a Jesús porque le trajo a su Compañía, pidiéndole perseverancia en ella; y en la última disciplina que públicamente tomó en el refectorio la víspera de San Hermenegildo, pidió a los padres y hermanos que lo encomendasen a Dios para que muriese en la Compañía.

Llegose el día, mes y año en que quiso Dios que el hermano Rafael cesase de las distribuciones del tiempo de su ejemplar vida para premiarle en la eterna los 57 años que le sirvió en la Compañía cumpliendo fielmente los propósitos que había hecho de enmendarse y hacer penitencia, cuando teniendo treinta años de vida en el siglo fue recebido en la religión. El día de su muerte fue lunes en que celebraba la iglesia a San Anacleto, Papa y mártir. El mes fue el de julio; el año el de 1665.




Vida del hermano Matías López

El hermano Matías López en su profesión de hermano coadjutor temporal fue un espejo de quien podían retratar mucha perfección los sacerdotes más fervorosos; mucho celo los más ardientes ministros Evangélicos; mucha prudencia los más entendidos, y mucha humildad, caridad y devoción los hermanos coadjutores más fervorosos, pues parece que fue una idea de toda perfección en todos los estados.

Pasó a estas Indias mancebo de veinte años el año de 1612, y como en la navegación y en la ciudad de Cartagena advirtiese bien la modestia y virtud de los padres y hermanos que aquel año trajo de Europa para esta provincia el padre Luis de Santillán y el glorioso fin de su vocación de convertir almas a Dios y conquistar   —193→   el gentilismo de las Indias (más preciosos que los tesoros terrenos a que vienen sedientos otros) le pareció bien gente que se desprendía de su patria para tan arduas empresas, y se fue enamorando de religión tan sedienta de almas. Ni le ayudó poco para esto el haberle salteado entonces en Cartagena un riguroso achaque que lo puso en punto de muerte, cuyo efecto fue que hallándose libre de él pidió ser admitido en la Compañía en donde le recebió el venerable padre Gonzalo de Lira, provincial que a la sazón era desta provincia el mismo año de 1612.

Luego subió a este Reino en donde por siete años le ocupó la obediencia en varias ocupaciones domésticas en que se portó con exacción, puntualidad y edificación, y eran sus empeños más declarados en los oficios en que se ejercita más la caridad y humildad; con una y con otra asistía a los enfermos sirviéndoles con extremado amor y puntualidad, consolándolos no menos con sus buenas obras que con sus palabras dulces y amorosas con un trato lleno de apacibilidad que le hizo amable mucho a todo género de gentes.

Procuraba sin faltar al debido cumplimiento de sus oficios ahorrar mucho tiempo, que lo gastaba retirado en largos ratos de oración y contemplación delante del Santísimo Sacramento del Altar, en cuya divina y real presencia (y cuando servía las misas) estaba con tan reverente composición, con tanta modestia, con devoción tan humilde, que movía a ella a los que le veían. En esta fragua de la oración y al calor de ella refinó mucho nuestro hermano los quilates de sus religiosas virtudes teniendo en cada una muy singulares afectos y sintiendo maravillosos efectos de todas. Su paciencia y sufrimiento en ocasiones arduas fue muy conocido. Harta prueba desto es el haber ésta cincuenta años enteros hasta que murió en el valle de Usaquén, convecino a la ciudad de Santa Fe en donde tiene el colegio una hacienda de la Calera, ocupación que por depender su servicio de gente bronca y de poco discurso y respeto como son indios y negros, lo pierden muchas veces a sus amos; vez hubo que uno destos (no siendo al sabor de su paladar lo que había dispuesto el hermano Matías) le dijo palabras muy pesadas y feas y aun dio demostración de poner en él las manos a que estuvo el hermano tan sobre sí y tan asistido de Dios que sólo le respondió: «Hijo, remediarase eso»; esta tolerancia   —194→   fue la ciencia escondida con que ganó el hermano Matías a esta gente reduciéndolos a amarle con ternura y reverencia extraordinaria, teniéndole juntamente temor y ajustándose a vivir bien y a hacer con puntualidad lo que estaba a cargo de cada uno. Porque aunque por su mano no castigó jamás a alguno, tampoco perdonó castigo que fuese necesario; pero éste lo hacía ejecutar con tal prudencia y con tanta caridad (necesaria mucho una y otra aun para con indios y esclavos) que quedaban bien corregidos y enseñados y con más amor y estimación del hermano.

Al calor de la misma oración y trato frecuente con Dios se encendió el celo que tuvo de estorbar pecados entre esta miserable gente, indios y negros que estaban a su cargo, en que velaba como el más cuidadoso Ministro Evangélico; ya enseñándoles los misterios de la fe, ya declarándoles las obligaciones de la ley de Dios y dándoles a conocer los vicios con que se quebranta; declarábales las penas del infierno, los bienes de la gloria, teniendo para esto hora señalada de parte de noche a que acudía toda la ranchería a toque de campana, y fuera desto que hacía él personalmente hecho un continuo y fervoroso misionero, solicitaba con los superiores que le enviasen las pascuas un padre sacerdote para que los alentase más, los confesase y comulgase, y con tan buenos electos eran muy conocidos los indios del hermano por sus buenas costumbres.

Cuando estos indios que habían gozado su enseñanza iban a Santa Ana y a Las Lajas (Reales de minas de plata en la jurisdicción y territorios de Mariquita) como van por sus turnos los indios deste Reino al beneficio de las minas; eran muy conocidos los indios del hermano Matías en sus buenas conciencias y guarda de la Ley de Dios; y extrañándolo los curas los examinaban en particular en las materias y les preguntaban si habían cometido tales pecados, a que respondían ellos que no les había enseñado aquello el padre Matías sino a apartarse de pecados y ser buenos cristianos; y así se vio siempre en esta hacienda de la Calera que no había indios en mal estado, y para mejor conseguirlo el hermano nunca quiso tenerlos solteros, porque la ocasión de serlo no se la diese a inquietudes con lo cual y con su mucha vigilancia y cuidado vivía bien la gente; ni en sus rancherías se veían borracheras ni bailes descompuestos; cosa bien rara en indios y negros por estar como connaturalizados con estas libertades y embriagueces; y todo lo facilitaba el buen celo de nuestro hermano con discreción, con mansedumbre y caridad, que son los medios más seguros para desterrar culpas y más firmes y durables.

Ni se estrechó su celo apostólico sólo a los términos cortos de la hacienda que gobernaba; difundiose vastísimamente por todo el valle de Ubaque (convecino a nuestras caleras). Este valle es dilatado y copioso de gentes por muchos pueblos de indios que le cercan y muchas estancias de españoles que le avecindan; todos participaron mucha enseñanza de su buena doctrina; todos experimentaron muy buenos efectos de su fervoroso celo; a los señores curas de aquellos pueblos les significaba con humildad y apacible sumisión lo que se podría hacer para el fomento espiritual de sus feligreses, para la reverencia y aumento del culto divino, para enamorarlos a la virtud y apartarlos del vicio; y les rogaba con entrañable afecto fomentasen otros empleos para la propagación y buen logro de la cristiandad, predicándolo vivamente con sus ejemplos y obras.

Íbase a los pueblos cercanos alternativamente los domingos y días de fiesta; en ellos confesaba y comulgaba a la misa mayor de mediodía con extraordinaria devoción y ternura que causaba no poca emoción a los pueblos en cuya estimación fue aclamado siempre por santo. Era de ver a un pobre hermano humilde y silencioso en grande manera, ser tenido por el oráculo de todos los curas doctrineros de aquel contorno acudiendo a su consejo en sus dudas y estimando su dirección en sus dificultades y cuidados. Amábanle con especial ternura los reverendos padres de la sagrada orden de San Agustín que tienen dos o tres doctrinas en aquel contorno; comunicábanle muy frecuentemente saliendo siempre de su trato muy edificados y nuevamente estimadores de sus virtudes que publicaban repetidas veces, cuando iban a la ciudad de Santa Fe especialmente ponderaban la suma pobreza y vileza con que se trataba en su persona, pues su vestido así interior como externo era muy vil y despreciado, sobre que hablándole una vez uno destos religiosos le respondió el desengañado hermano: «para un muerto basta lo peor de casa». Y cierto que no es encarecimiento el decir que se trataba como difunto, no sólo en lo nada que estimaba las cosas temporales para sí, sino en la abnegación total de sí mismo, muerto al mundo y al amor proprio; por no gastar el pobre sombrero que reservaba para cuando iba a   —196→   misa, andaba perpetuamente descubierta la cabeza al sol y al aire y a toda inclemencia de tiempo de que vino a torturarse de manera que en el color no se distinguía del natural de los indios. Muerto verdaderamente a toda comodidad propria, y sólo vivo (y mucho) para trabajar y servir a su religión como lo hizo incansablemente por 50 años en esta hacienda de la Calera, como he dicho.

En ella se hubo con tanto desvelo y actividad que era el socorro más continuo del Colegio de Santa Fe con ingresos muy considerables cada semana; y lo que más se debe ponderar, en esta materia era el silencio con que obraba sin estruendo ni ruido ni dar cuidado alguno a los superiores ni procuradores, antes bien para eximirlos del que debieran tener para sustentarlo a él y dar raciones a los negros e indios hacía sus labranzas de maíz y otras cosas necesarias para el sustento de sus sirvientes y concertados, teniendo particular inteligencia para pagarles a estos sus salarios por no ser cargoso a los procuradores y librarlos deste trabajo con gusto y estimación de los superiores que llevaban a bien estas disposiciones del hermano Matías, por las continuas experiencias que tuvieron de su gran verdad y fidelidad y del especialísimo cuidado y entrañas maternales con que deseaba los acrecentamientos de la casa y procuraba ayudarla en cuanto pudiese, y es cierto que a los desvelos y hábiles trabajos del hermano Matías debe mucho aquel Colegio, siendo muy señalado en los buenos deseos y efectos entre muchos y muy loables hermanos coadjutores que ha tenido; y en suma fue tal la vida del hermano Matías, que en 50 años de campo no dio que decir la menor cosa de nota que se pudiese imaginar de su persona; recabarse sí muchas alabanzas su modestia pureza, humildad y pobreza con las demás virtudes de religioso.

Con este colmo de virtudes y como ya tan bien sazonado para la gloria le cogió la muerte salteándole un agudo dolor de costado de que le llevaron herido ya al Colegio, diciendo el buen hermano cuando los nuestros le consolaban y alentaban con las esperanzas de que no moriría: «A morir vengo padres míos, y no me pesa de morir ahora; pues ella ha de ser en algún tiempo». Acudiósele con presteza con médicos y medicinas, y con las principales de los Santos Sacramentos que recebió con afecto muy particular; y agravándosele el achaque dio su alma a su Criador con un sosiego   —197→   y serenidad tan grande como con el que había vivido toda su vida. Fue su muerte sábado a las siete de la noche y diez y seis de noviembre del año de 1669; pagándole Dios con tan buena muerte lo mucho y fidelísimamente que le sirvió en la Compañía cincuenta y siete años, que con los veinte que tenía cuando fue recebido ajustó los setenta y siete de su vida.




Vida del padre Jerónimo de Escobar

Así como la iglesia católica a San Jerónimo lo llama doctor Máximo, así la Academia y Universidad de Santa Fe debe darle al padre Jerónimo de Escobar título de maestro máximo, porque en cuarenta años que leyó cátedra de teología salieron de su enseñanza muchos doctores y maestros, y así fue el maestro máximo de los doctores deste Reino. Y ya que los venideros no pueden ser discípulos de su teología porque sus papeles no se han dado a la estampa, escribo algunos ejemplos de su vida para que los que quisieren sean discípulos de su espíritu.

El nacimiento del padre Jerónimo de Escobar fue en la villa de Segura, año de 1596, a doce de abril, que fue Viernes Santo en aquel año, disponiendo la Divina Providencia que en el día en que Cristo murió naciera el padre Jerónimo para que con la consideración de los dolores que su Redentor padeció en aquel día, sufriera a su imitación con paciencia los que casi en todos los días de su vida le causaron sus enfermedades. Fueron los padres que le engendraron ilustres ramas de la generosa raíz de los Escobares del Corro. Éstos deseando que su hijo se crease virtuosamente lo entregaron al cuidado y enseñanza de un ejemplar sacerdote, el cual viendo el natural dócil del niño procuró inclinarlo a que fuese religioso de la Compañía de Jesús. Inclinose a esto su buen natural, y para que moviese más velozmente los pies a la entrada en la religión, dispuso el Señor que estándose divirtiendo un día de asueto en las riberas de un río se le entrase una víbora entre el zapato y el pie; pero no permitió que infundiéndole su veneno mortal le quitase la vida. Reconoció el beneficio de haberse escapado de la muerte y agradecido no fue lerdo en acelerar los pasos para entrar en la Compañía y emplear en servicio de Jesús la vida que le había concedido su Providencia.

Diez y siete años aun no cumplidos tenía cuando fue recebido en nuestra sagrada religión. Vistiéronle la sotana parda, que   —198→   estimó más que las galas ricas del mundo. Enviáronle al noviciado de Montilla donde tuvo por padre de su espíritu al venerable padre Alonso Rodríguez, cuya enseñanza practicó con tal fervor, que llegó a ser el gozo de la corona de su maestro.

Habiendo hecho los votos de la religión quiso lograr los fervores que sacó del noviciado desterrándose de su patria (si bien en este mundo aun la patria es destierro) y viniéndose a las Indias. Llegó al Colegio de Quito y en él estudió las artes y la teología con tanto aprovechamiento que le juzgaron suficiente para maestro, y así le encargaron los superiores que leyese la cátedra de artes. Comenzó a leer, pero los achaques que padecía le estorbaron el proseguir, y por eso le mandaron por parecer de los médicos que se partiese a la ciudad de Panamá donde juzgaron que con la mudanza del temple la tendrían también sus achaques. No se mitigaron estos con la mudanza y el padre los toleraba con paciencia, y no obstante sus males procuraba hacer bienes a los prójimos con los ministerios sacándolos del pecado en el confesonario y exhortándolos a la virtud en el púlpito, siendo en los negocios consejero, en las dudas resolutor, en las enfermedades el consuelo y en las aflicciones el alivio.

Al cabo de algunos tiempos le trajo Dios por medio de la obediencia al Colegio de Santa Fe donde dispuso que el padre Jerónimo tuviese por razón de su nobleza espiritual el padecer y el enseñar. Y porque cotejando en su vida el enseñar con el padecer, fue más el tiempo que padeció que el que enseñó; trataré primero de su padecer y después de su enseñar.

Nació para padecer y así lo muestra el haber nacido en el día de la pasión de Cristo Nuestro Redentor, y se verifica con haber padecido lo más de su vida hasta su muerte. Siguiendo a Jesús llevaba cada día (por espacio de muchos años) su cruz fabricada como de dos pesados leños. El uno de los dolores exteriores de sus enfermedades, un dolor continuo de cabeza, debilidad de estómago, un caimiento y amargura con vivo dolor del corazón, dolores insufribles de cólica, ardores del hígado, que derramándose por todo el cuerpo le dejaban sin alivio; un hastío a la comida y bebida, que aunque como viador sentía el hambre y la sed, se doblaba el tormento no arrostrando lo mismo que le pudiera servir de alivio. El otro como leño de su cruz (llamémoslo así) era de tribulación interior que por más sensible pedía más alivio y su   —199→   mortificación se lo negaba, y así le era más pesado y de no menor mérito.

Ya que hemos visto la cruz que llevaba es bien que se vea el espíritu con que la llevaba. Estimaba sus enfermedades por mercedes de Dios, que como Padre amoroso se las enviaba. Decíales: «Señor, más amor, más paciencia y más dolor». Ofrecía toda su voluntad a Dios procurando querer lo que él quería y no querer lo que él no quería, juzgando que la perfección consiste en la unión del alma con Dios por conformidad total de la propria voluntad con la Divina. Deste modo procuraba el padre Jerónimo unirse con Dios, y en cada cosa que se le ofrecía, solía decir: «Fiat Voluntas tua. Non sicut ego volo, sed sicut tua». Quería lo próspero y lo adverso, los dolores, trabajos y enfermedades porque Dios los quería; y en medio de ellos le decía al Señor: «Tua sola voluntas sit mihi solatio». Hablando consigo mismo se exhortaba diciendo: «No haz de rehusar cosa alguna ni pesarte de que suceda, sino querer que sea por el motivo que Dios la quiso. Con esto no te dará nada pena y estarás siempre contento haciendo la voluntad de Dios y queriendo lo que Dios quiera».

Para llevar bien la cruz de sus trabajos y enfermedades tenía escrita de su mano una meditación que trasladaré aquí con sus mismas palabras: El martirio (dice) es una de las más señaladas mercedes que el Señor hace a sus escogidos; pero tiene una cosa que parece que retrae y aparta de él, y es el haberse de hacer con pecado ajeno y ofensa de Dios; pero los trabajos, dolores y enfermedades que Dios nos envía no tienen eso sino son una cruz dada inmediatamente de la mano de Dios, y padecida hasta la muerte por amor de Cristo Señor Nuestro, nos hará en cierto modo mártires. Demás desto el martirio no lo pueden alcanzar todos; pero esta cruz sí, pues no hay quien no la tenga y muchas juntas. Por lo cual así como el martirio lo sufren los mártires con alegría, porque ven que padecen por amor de Cristo y se asemejan a su Majestad puesto en su cruz, así habemos de llevar los trabajos y dolores con alegría por amor del Señor, pues son cruz que nos asemeja a Cristo Señor Nuestro Crucificado. Hasta aquí este gran varón nacido en Viernes Santo para ser crucificado; y no se puede dudar de su espíritu aplicado a todo género de virtud que procuraba hacerse mártir de Cristo con el modo que queda escrito.

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En unos apuntamientos que para provecho de su espíritu tenía escritos de su mano y secreto en su poder, hallé las palabras siguientes que será de edificación el ponerlas aquí: No te quejes de los trabajos que padeces para que no disminuyas el mérito con aquel vil consuelo de que otros sepan tus males. Dios lo sabe que los ha de premiar, si los llevas con paciencia y eso te basta. ¿Nadie gusta de oír males ajenos, pues para qué has de contar los tuyos? Cuando la carne resistiese el padecer o tu propria voluntad repugnare, dile lo que Cristo a San Pedro: «Vade post me Satana, seandalum imihier», porque cualquiera pena y dolor la envía nuestro Padre Dios con amor infinito; y luego será razón aceptarla por su amor.

Viendo los superiores los males que padecía el padre Jerónimo mandaban expresamente al enfermero que le guisase algo de regalo para que pudiese despertar el apetito que tenía postrado con tanto tropel de enfermedades. Agradecíalo el padre, pero teniéndose por indigno del regalo pedía repetidas veces que no se lo diesen porque no quería desedificar a los que vían que no seguía en el comer la comunidad, pero como los superiores no condescendiesen con su petición, se mortificaba lo uno en sufrir el reparo que los otros podían tener; lo otro en comer el manjar que le ponían delante batallando al pasarlo por la garganta tanto como pudieran otros al beber una purga.

Vista ya la primera parte del blasón espiritual del padre Jerónimo, que fue el padecer, resta la segunda que es el enseñar. Cuarenta años ejercitó la obra de misericordia de enseñar a los que no saben, leyendo la teología con primores y realces de catedrático santo. Acudía con grandísima puntualidad al toque de la campanilla que a su hora le llamaba al aula. Era admirable su tesón en dictar las lecciones y cedía un instante del tiempo señalado aunque más instancias le hiciesen, ni por respecto de alguna fiesta de devoción. No perdonaba tiempo ninguno de conferencias por ningún acaso. Para enseñar estudiaba aun en su última vejez como pudiera el discípulo más codicioso de aprender. En bajando de su cátedra se quedaba al poste (que llaman) para responder a las dificultades que sus discípulos le proponían cumpliendo esta distribución con la misma exacción que guardaba en el leer. Al tiempo de pasar los hermanos estudiantes acudía al lugar diputado para este ejercicio y soltaba las dudas que se le ofrecían,   —201→   no sólo a los teólogos sino también a los filósofos, porque a todos ayudaba y enseñaba su caritativa docilitud.

En las materias que dictaba giró siempre a fundar a los estudiantes en los principios más verdaderos y mejores fundamentos de la teología para que saliesen doctos. No cuidaba tanto de lo que parecía sutileza, cuanto de lo que juzgaba que era la verdad porque deseaba más ser útil que sutil. Leyó unas materias de modo cumplidas, que en ellas ni había (al parecer) que quitar ni que añadir. Como era tan estudioso en las materias teológicas, daba noticia en ellas de lo que había disputable y dejaba todo lo superfluo. A todos sus discípulos procuraba animar al estudio y alentar a la virtud porque deseaba más que fuesen santos que letrados. Para conseguir este fin le señalaron los superiores por confesor perpetuo de los hermanos estudiantes. Tomábales a los tiempos señalados cuenta de conciencia y en ella más parecía maestro de novicios que de teología, y a la verdad era para ellos no sólo doctor de facultad, sino también gran maestro de espíritu.

Bien mereció el padre Jerónimo el renombre de luz del mundo que se da a los doctores; no sólo por lo mucho que sacó a luz su enseñanza graduados con este título, sino también porque fue como un sol en este nuevo orden que a todos alumbraba, y como un oráculo a quien preguntaban todos. Concurriendo de todas partes muchos a preguntarle casos de conciencia, ya por sí mismos, ya por terceras personas, y a todos satisfacía con mucha doctitud sin permitirle su caridad a que por muchos achaques se excusase de dar con sus resoluciones el consuelo a los que le consultaban. Al fin toda su vida la empleó en la cátedra de la enseñanza, y así quiso Dios que la muerte le sacase desta vida en el día de la cátedra de San Pedro para premiarle con grados de gloria de catedrático y de doctor en la Universidad del Cielo.

Nunca admitió en sí el vicio de la negligencia; siempre se desveló su solicitud en procurar hacerse docto y santo, y así como para ser docto anduvo apuntando los argumentos que le dictaba su entendimiento y las razones, que hallaba en los libros acerca de las materias escolásticas y morales, así también para hacerse santo tuvo cuidado de escrebir algunas cosas que pensaba y otras que leía escritas en los libros, de las cuales iré poniendo las cláusulas que he escogido para la narración de sus virtudes, dejándome   —202→   otras muchas por evitar la prolijidad que comúnmente desagrada a todos.

Todos los días de su vida anduvo como un reloj bien concertado y se ajustaba tanto y con tal tesón a las horas del reloj, que oía que causaba admiración y pasmo el ver que jamás faltaba a las ocupaciones que había determinado hacer en cada hora, y no sólo a lo principal de los ejercicios espirituales, pero ni aun a la menudencia de cortar una pluma y otras cosas semejantes. Fue el espíritu que Dios infundió en su alma tan constante y tan uniforme, que aun en el ladrillo en que comenzó a hincarse de rodillas para hacer oración antes de subir a la cátedra, le notaron sus discípulos que se hincó siempre y nunca lo mudó. Tanta uniformidad y constancia tenía en todas sus cosas que el que le viera cómo gastaba una semana en sus ejercicios corporales y espirituales, podría por ella colegir sin engañarse lo que en las demás semanas de toda su vida había practicado, porque siempre uniforme y constante siempre en lo que una vez comenzó a hacer y así imitó lo que del Verbo Divino había enseñado en la materia de Incarnatione: «Quod semel assumpsit nunquam dimisit». El alivio y aliento que tomaba de unos trabajos y de unas obras, era el dar principios a otros ejercicios y otras obras.

Su primera y principal ocupación de cada día era la oración y trato con Dios, y para no faltar jamás a ésta tenía escritas en su alma y en su librito estas palabras de oro: «Mira que no veniste a la religión a ser letrado sino a salvarte con perfección; y así tu principal cuidado sea la oración; y a esto da el mejor tiempo de suerte que antes falte para el estudio que no para lo principal, porque no te han de preguntar en la hora de la muerte, ¿cuánto supiste? sino ¿cuánto obraste?». Las cosas que le pasaron en la oración están en secreto, pero el fruto que sacaba de ella es público porque todos vían su ajustado modo de proceder, su observancia religiosa, la pureza de su vida, el buen ejemplo de sus costumbres, la humildad de sus acciones, y por decirlo en una palabra, sus obras todas de perfección y santidad.

También se daba a la oración vocal rezando las horas de precepto a sus horas y tiempo que tenía señalados, y fuera de los salmos y oraciones de precepto tenía sus oraciones de supererogación alegándole a Dios títulos para que lo concediese lo que le pedía porque como el padre tenía escrito: Quiere Dios ser rogado,   —203→   no por escasez sino para que nos hagamos dignos de alcanzar lo que pedimos fundándonos en humildad y reconociendo que somos miserables y que sin muchas intercesiones y plegarias no merecemos ser oídos. Fundado el padre Jerónimo en este principio hacía muchas oraciones de día y de noche a su Dios. Mucho tiempo trajo examen particular y tuvo especial cuidado de decir a cada hora que daba el reloj aquellas palabras del venerable hermano Alonso Rodríguez, que acostumbraba repetir: «Jesús y María mis dulcísimos amores, padezca yo y muera por vuestro amor y sea yo todo vuestro y nada mío». Cada cuarto de hora levantaba el corazón a Dios Uno y Trino y tres veces le hablaba con esta jaculatoria: «Noveum vesin te et noverim me, ut amem te et contemnam me». Conózcate a ti y aconózcame a mí para que te ame a ti y me desprecie a mí. En esta jaculatoria tan estudiosamente repetida se conoce que este espiritualísimo padre pretendía hacerse docto con las ciencias del conocimiento proprio y del de Dios, para ejercitarse en la materia de caridad y la del desprecio proprio. En esto imitó el padre Jerónimo a la luz de los dolores [a] San Agustín; porque pueden aprovechar unas ocasiones vocales del padre Jerónimo que fervorosamente usaba las traslado aquí:

Jesús mío, abogado con el Padre, rogad a la Santísima Trinidad me conceda esta virtud. Sacerdote eterno, ofreced todos vuestros méritos, orad por mí y en mí enseñándome a orar para que por vos alcance lo que pido.

María Madre de Dios rogad por mí; mirad que vuestro Hijo verdadero Salomón os dice con más liberalidad que el otro a su Madre Bethsabé: «Pete mater neque enim fas est avertam faciem tuam». Aprovechaos Señora, de esta promesa y pedidme esta virtud; suplid con vuestros méritos lo que falta a los míos. Abogada sois con los pecadores y cooperadora con vuestro Hijo de nuestra redención; cumplid con vuestro oficio; cooperad a mi salvación con vuestra poderosa intercesión para que vuestro Hijo tenga un hermano más muy semejante a sí, y vos otro Hijo adoptivo más, que todo cede en mayor gloria suya y vuestra: «Monstra te ese Matrem Maria, esto mihi Maria, Jesu ne avertas faciem Matris tuae pro me supplicantis respice faciem Matris tuae». La gloria de vuestra Madre es también vuestra; y gloria suya es que sea oída; y cuanto yo soy más indigno de ser oído, tanto será mayor su gloria si yo soy oído por su intercesión.

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Santos abogados míos y todos los demás que estáis en el cielo, ángeles y almas santas, acordaos del oficio que tenéis de nuestros abogados y cumplid con él abogando por mí. Cuando estabais en este mundo deseabais abogasen por nosotros los santos del cielo; ahora que estáis allá abogad por los que vivimos en el mundo y tenemos los mismos deseos. Cuando estábades acá con necesidad de rogar por vosotros mismos, se extendía vuestra caridad a rogar por otros; ahora que estáis en el cielo sin tal necesidad mejor rogaréis por los que la tenemos. Dados prisa a negociar nuestra bienaventuranza para que la vuestra sea más cumplida.

Padre mío San Ignacio; miradme con ojos de padre y alcanzadme del Señor esta virtud para que yo me parezca a vos como verdadero hijo y ame más vuestra gloria. Si con los extraños sois liberal alcanzándoles de Dios lo que os piden, ¿cómo es posible que no lo seáis con los que somos hijos vuestros y deseamos imitaros?

La acción de su mayor provecho espiritual era ofrecer sacrificio a la Santísima Trinidad como lo hacía todos los días en lo interior con grande espíritu, y en lo exterior con grande exacción en las ceremonias de la misa en que era muy versado y a quien todos preguntaban sus dudas. Preveníase para llegar con toda pureza confesándose la noche antecedente al sacrificio. Rezaba antes de celebrar nueve Avemarías a la Virgen Madre en reverencia de los nueve meses que trajo al Hijo de Dios en sus entrañas y pedíales la disposición que en ellos tuvo para agradarle, y también le pedía la perseverancia en el estado de gracia. Disponíase con otra preparación que pondré con sus mismas palabras: Cuando vayas a decir misa (escribe en sus apuntamientos) suplícale a la Virgen Santísima Nuestra Señora se digne de presentarte las telas ricas de sus virtudes, siquiera por el tiempo que pasa el Rey su Hijo por tu establo, y pídele que le ofrezca a Jesús todos sus méritos con que se cubra la indecencia de la ruin posada de tu corazón. Después de haber dicho devotamente su misa se asemejaba al doctor angélico Santo Tomás oyendo otra misa en que daba las gracias; las que Dios le hacía sólo él sabe y nosotros las ignoramos porque el padre Jerónimo las ocultó. Sabrémoslas en el día en que todo se descubrirá. Una de las cosas que parece ofrecía el padre Jerónimo a Jesús Sacramentado en retorno de haber sido convidado a su mesa sagrada, era la virtud de la obediencia. Colígelo   —205→   de sus mismas palabras que son las que se siguen: Ésta (dice hablando de la obediencia) es el plato regalado de Cristo Señor Nuestro, porque él dijo: «Cibus meus est ut faciam voluntatem Patris mei». Y así si quieres ofrecerle a este Señor alguna cosa que le dé gusto, ofrécele la obediencia. Esta comida de hacer la voluntad de Dios obedeciendo, le daba el padre Jerónimo todos los días a Dios. Al primer toque de la campanilla que le llamaba a las liciones al refectorio y a las otras disposiciones regulares dejaba cuanto estaba haciendo, y aun la letra que había comenzado a escrebir por acudir a obedecer y darle este manjar de obediencia a Dios. El tener tanta exacción en la lectura de su cátedra de Prima en tantos años, no dispensando un punto en el tiempo que habían de durar las lecciones y conferencias, aun cuando sus achaques le podrán obligar a dejarlas, eran platos de obediencia que le servía y ofrecía a Dios, porque todas estas cosas las hacía por cumplir la Divina Voluntad, y aun muchas veces sucedía porfiar santamente en su obediencia hasta que en la misma cátedra le provenían desmayos que le quitaban las fuerzas para proseguir en la ejecución de su obediencia. Aun en las cosas de supererogación quería dar platos y manjares de obediencia a su Creador como lo muestra un propósito que tenía del tenor siguiente: Cada semana fregarás una vez los platos en la cocina si te lo concedieren. No había cosa ninguna que ordenasen los superiores que no la obedeciese con puntualidad porque juzgaba que con obedecer le hacía a Dios sacrificio de su alma, de su voluntad y juicio; y era este buen retorno de agradecimiento al beneficio que nos hace Cristo en el sacrificio santo de la misa cada día.

Para ser tan grande como fue el padre Jerónimo le valió mucho el ser humilde, porque para engrandecerse no hay medio como anonadarse. Fue en lo interior muy humilde, y para serlo profundaba en su proprio conocimiento con la siguiente meditación que tenía escrita de su letra: De tuyo no tienes sino la nada, porque ésa tenías antes que Dios te diera el ser actual. Después de recebido éste, lo que tienes de tuyo es el pecado. De la nada y pecado ¿quién se puede gloriar? Lo bueno que tienes es recebido de Dios; luego no te has de gloriar de ello sino reconocer que lo has recebido de su mano y darle gracias por ello. De lo recebido de otros no nos gloriamos ni desvanecemos, sino decimos: Dios se lo pague a quien me lo dio.

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Para humillarse en comparación de sus prójimos dice así: A ninguno te antepongas. Si ves alguno que hace faltas veniales mayores que las tuyas, piensa que quizá tu estás en pecado mortal. Si antepones a uno solo, aunque le veas en pecado no eres humilde y no sabes si él se salvará y tú te condenarás. Mira a los otros según lo que tienen actualmente de Dios, y a ti según lo que tuvieras; si Dios te dejara de su mano sin duda fueras peor que todos, pues eso tengo de mí y así sois de mi cosecha peor que todos son actualmente. Quita aparte los auxilios eficaces que Dios te ha dado y pon las tentaciones de que te ha librado y verás cómo de hecho fueras peor que todos; porque sin los auxilios eficaces sin duda hubieras caído en todas ellas. Luego el haberse librado de ellas y de todos los pecados en que no has caído, don de Dios es, por el cual le debes dar gracias y no estimarte a ti. Desta suerte se miraba Cristo Señor Nuestro en cuanto hombre según lo que de suyo tenía su naturaleza, y se tenía en poco por el oprobio de los hombres y por lo más objeto de la plebe y por guisa. Así este Maestro de tantos se hizo discípulo de Jesús que dijo: «Aprended de mí que soy humilde de corazón».

En lo exterior ejercitaba algunos actos de humildad con que se abatía. No quería dejarse servir como Señor; antes bien como siervo del Señor y de sus hermanos tenía su día diputado (y nunca faltó a él mientras pudo) para servirles a la mesa y otros para fregarles los platos en la cocina, y en este lugar como en las otras oficinas obedecía a los oficiales porque tenían dislumbres de superiores. Era para admirar ver a un varón tan benemérito y de más a más tan enfermo que no quería consentir que otro le barriese la celda ni le fregase la bacinilla; él mismo en tiempo de fiesta cuando había de dar algún descanso al cuerpo con el sueño llevaba su bacinilla para limpiarla sin faltar jamás en esta distribución como ni en las otras. También permitió la Providencia Divina que le viniesen algunas humillaciones de fuera. Tal vez oyó que decían que era un ignorante por las opiniones que dictaba en el aula y defendía en la cátedra; y aunque esto era tocarle en lo vivo del entendimiento, tenía más viveza en tolerarlo con humildad. Reconocía que algunos lo menospreciaban y pagábales sus desaires a peso de benevolencia y beneficiencia sin permitir se le pasase la ocasión de hacerles algún bien. Cuando no seguían sus opiniones ni ejecutaban sus dictámenes daba las gracias a   —207→   Dios, y el un motivo sería porque era mortificación de su gusto, y el otro motivo porque era humillación de su ingenio. Como el padre Jerónimo procuró ser humilde de corazón, solicitó también el ser pobre de espíritu. Pensaba que cuanto tenía y comía era de limosna y con esa consideración lo recebía y así se contentaba con cualquiera cosa. Holgábase de que sus alhajas y vestidos fuesen de lo más pobre, y lo que es más holgábase de experimentar los efectos de la pobreza que son las necesidades. Por esto rogaba a los superiores que no le diesen por sus achaques cosa particular en la comida, siendo así que le era muy precisa y necesaria. Practicaba lo mismo que tenía propuesto por estas palabras en su librito: Siempre tengo de escoger lo peor y más humilde y pobre en las cosas temporales, porque quien espera riquezas eternas ¿qué mucho que se haga pobre y se prive de las cosas temporales? Esto he de ejercitar, lo primero por ser semejante a Cristo Señor Nuestro y a su Santísima Madre; lo segundo por darles gusto porque se regocijan de ver un alma semejante a sí. Hasta aquí el venerable padre el cual para no aficionarse a cosas desta vida tenía escrito este desengaño: Cierto que sería vergüenza que habiendo dejado todas las cosas del mundo, reparar si el vestido, aposento, comida y las demás cosas no son tan buenas; viniendo a la religión a aficionarse a unos juguetes y a unas honras tan cortas como en ella hay, las cuales si fuera seglar me avergonzara de apetecer.

Como era voluntariamente pobre no se tenía por dueño de cosa ninguna, y así no le daba su licencia, y aun tenía escrito en un papelito que le había dado el superior licencia para dar una manzana o un durazno cuando iba a la huerta con los hermanos estudiantes. Con ser un hombre de tan autorizada gravedad por tratarse como pobre remendaba él mismo sus vestidos sin permitir que otro lo hiciese, y pedía licencia aun para la hebra de hilo con que remendaba y tenía propósito de no pedir otro vestido hasta que no pudiese traerse el que tenía puesto de puro viejo. Por último no quiero dejar de poner un sentimiento de su espíritu acerca de la pobreza. Es nuestra madre (dice) porque así como la madre le quita a su hijo la tierra y carbones que está comiendo, y en su lugar le da alguna cosa buena que coma y le entre en provecho, así la pobreza nos quita las cosas terrenas de nuestro corazón; y como él no puede estar sin amor, en no amando   —208→   tierra y criaturas he de amar a Dios que es manjar que nos entra en provecho.

Procuró el padre Jerónimo ser un San Jerónimo en la penitencia haciendo todas las que prudentemente le permitían los superiores. Cada semana tomaba tres veces disciplina y otras tantas se ponía cilicio con un tesón indefectible y con una perseverancia constante aunque pudiera dejar la perseverancia y el tesón por la acerbidad de sus continuos achaques. De la misma manera hacía cada semana tres mortificaciones en el refectorio sin que jamás faltase a ella en los días que tenía señalados. En la comida deseaba que le cupiese mala porción y le holgaba que los guisos lo supiesen mal; y sin embargo de que tenía mucho hastío y le sabían muy mal los manjares se hacía fuerza por comer, que no era poca penitencia, porque así como el ayunar es penitencia de sanos, el comer es penitencia de enfermos.

En su último achaque, reparando un discípulo suyo en las desganas que tenía de comer, le procuró animar diciéndole que comiese por el amor de Dios. A esto respondió el padre Jerónimo: «muchos años ha que como por amor de Dios». Tanto tiempo había que se sustentaba con hastío a los manjares.

En lo interior se mortificaba y hacía penitencia más sensible, porque cada día deseaba que le sucediesen cosas contrarias a su gusto; y cuando le sucedían, decía: Gracias os doy mi Dios porque me enviáis esto contra mi gusto para que lo padezca por vuestro amor; amareos más y más por esta merced que me hacéis. A este propósito viene bien lo que tenía escrito contra uno de sus propósitos con las palabras que se siguen: las cosas contrarias las he de abrazar por Dios cuando se ofrecieren o buscarlas cuando no se ofrecieren; y cuando otros gustan de algo lo haré aunque sea contra mi gusto; antes bien por el mismo caso que repugne mi gusto lo he de hacer y no me he de oponer a hombre ninguno si no es que convenga para gloria de Dios; y así cuando viere a alguno, le he de mirar como a imagen de Dios, como a hijo suyo y procuraré acudir con caridad a su consuelo. Cuando se ofrecieren cosas de mi gusto las dejaré por Dios, pero si no convine dejarlas las tomaré, no porque son de mi gusto sino porque Dios gusta de ellas. Bien se ve la perfección de estos propósitos y no se puede dudar de su fervoroso espíritu sino que los cumplía.

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En la afectuosa devoción a la Madre de Dios se parecía el padre Jerónimo al gran doctor de la iglesia San Ambrosio. Con carta de esclavitud escrita de su mano y firmada de su nombre la reconoció por su Señora, haciéndole pura y libre donación de su persona y bienes, dejando a la disposición desta su querida Señora todas sus buenas obras para que las aplicase a quien quisiese. En las acciones que obraba como libre quería que se atribuyesen a María como a causa principal y a él como instrumento. En todas sus tentaciones; enfermedades, peligros, sequedades, alegrías acudía a la Santísima Virgen como un niño a su madre y procedía en esto con acierto porque el mirar a esta Señora como a Madre alienta más nuestro ánimo para llegarnos a ella; y el portarnos como niños pequeños inclina más su piedad para que nos favorezca porque es amiga de pequeñeces de humildad. En lo interior le hacía un servicio muy agradable, y era tener una gran voluntad de estar amando, adorando y alabando a Nuestro Señor como la misma Virgen le ama, adora y alaba en el cielo en el cual le quería dar la misma gloria que la Virgen le da. Este interior afecto, y esta buena voluntad renovaba de cuando en cuando. En lo exterior hacía algunos servicios a su Señora. Cada día rezaba su corona de rodillas; los sábados ejercitaba la virtud de la abstinencia en reverencia suya y practicaba la humildad sirviendo a sus hermanos y consiervos desta Señora en el refectorio, y besándoles los pies. En las vísperas de sus festividades añadía a la ordinaria una hora más de oración.

¿Qué diré de la gran pureza de su conciencia? Dígalo el mismo padre en un apuntamiento suyo por donde se podrá colegir su pureza, porque ejecutaba cuidadoso todo lo que proponía hacer en el divino servicio. Cuando quisieres (dice) hacer algo, mira si es pecado por pequeño que sea, y si lo es, no lo hagas porque el día del juicio te ha de pedir Dios estrecha cuenta de ella y serás infaliblemente condenado a la pena que por ella mereces sin valer allí ruegos ni buenos propósitos y promesas de enmienda. Si a una imagen de Cristo Señor Nuestro no nos atreviéramos a echar un borrón por la cara ni a otra de un santo, cuánto más hemos de huir de pecar aun venialmente porque los pecados son borrones y manchas, y nuestra alma imagen viva de Dios. Esto proponía el venerable padre en orden a apartarse de lo malo; pero   —210→   en orden a obrar lo bueno, propone lo siguiente: tengo de servir a este Señor, porque Él me crió para eso y para eso me dio todas las criaturas; y en lo que le he de servir es en hacer su santísima voluntad en todas las cosas, porque servir a uno en lo que Él no gusta, no es servirle y así en las cosas que hago tengo de actuarme que las hago por ser voluntad de este Señor. Cumplió bien el padre Jerónimo lo que propuso, pues en todas sus acciones y ministerios miraba a la mayor gloria de Dios y los hacía por su amor. ¿Quién no ve que este gran catedrático se parecía en esto al seráfico doctor San Buenaventura?

Veamos ahora su porte de vida en la observancia regular. En el librito de sus propósitos hallo que dice: «No he de hacer falta ni quebrantar regla advertidamente por cuantas cosas hay». Es cierto que algunos anduvieron observando con especial estudio si se le podía coger en una falta de observancia de reglas, y lo que repararon fue que no quebrantaba la más mínima y que las guardaba, no sólo con entereza sino con perfección. De aquí se colige cuánta era la perfección con que resplandecía este venerable padre, porque conteniendo nuestras reglas tantas y tan esclarecidas virtudes, las ejercitaba todas no quebrantando ninguna regla con advertencia.

Los más años de su vida había pasado enfermo el padre Jerónimo, pero andando en pie hasta que llegamos a los setenta y siete de edad crecieron sus males de manera que le obligaron a hacer cama. En las unturas que recetaban los médicos era tanto su recato, que huía el cuerpo porque no se lo tocasen los enfermeros. Corrió la voz de que el mal era de muerte y antes que le sobreviniese le fue a visitar como tan piadoso príncipe el señor arzobispo de Lima don Melchor de Liñán y Cisneros que en la ocasión era presidente deste Nuevo Reino de Granada. Lo mismo hicieron todos los señores de la Real Audiencia. Pero la visita que más admiración causó y más ternura fue la del ilustrísimo señor arzobispo deste Nuevo Reino don fray Juan de Arguinao, que entrando por el aposento del padre Jerónimo y careándose con él no pudo contener el sentimiento en el corazón sino que lo brotó en lágrimas por los ojos y también por los labios diciéndole estas palabras: «Cur nos Pater deseris aut cur nos desolatos relinquis!» Respondió el moribundo padre Jerónimo, si no con palabras con tiernas lágrimas admirándose los circunstantes y enterneciéndose   —211→   de ver las lágrimas en las mejillas de dos sujetos tan siervos de Dios y tan respectivos como lo eran el ilustrísimo señor arzobispo y el padre Jerónimo de Escobar.

Al ejemplo de las dos cabezas de la República se conmovió, el numeroso gentío de la ciudad de Santa Fe deseando ver al enfermo, y si se abrieran las puertas a todos, parece que apenas que daba persona en la ciudad que no le viera. Los que tenían la dicha de tener entrada para visitarle se despedían de él, y como si se partiera a la corte celestial con el oficio de procurador de todos le encargaban que solicitase con el Rey del cielo el negocio de la salvación de sus almas. Demás desto se abalanzaban muchos a besarle las manos; pero el humilde padre no se inmutaba con aquellas peticiones ni con estas demostraciones de veneración porque se recogía dentro de sí metiéndose con la consideración en el abismo de su nada.

Acercándole por instantes el mal a su buena muerte, le administraron los dos sacramentos del Viático y Extremaunción y los recebió tan en su entero juicio que los recebió respondiendo a todas las cosas que se suelen responder. Después el venerable padre imitando a algunos de los padres antiguos que solían decir a la hora de su muerte alguna cosa de edificación, por despedida dijo cayéndosele las lágrimas de los ojos y haciéndolas derramar a los circunstantes: «Padres y hermanos míos, yo los he querido como a mis hijos (y por mejor decir) como a hijos de Dios». Y volviéndose al padre rector prorrumpió en estas palabras de seráfico amor: «Ámelos vuestra reverencia como a hijos de Dios y trátelos con toda benignidad y caridad». Luego hizo dos peticiones a los presentes. La primera que le perdonasen, la segunda, que le encomendasen a Dios; y luego añadió otra petición y fue que le ayudasen a hacer actos de contrición, de fe, esperanza y caridad mirándole como a un ignorante.

Habiendo precedido estas cosas, amaneció el día de la cátedra de San Pedro en Roma, y a las cinco de la mañana, hora que todos los días tenía destinada al Santo Apóstol, rogó le llamasen a un padre que le dijese misa, y habiendo devotamente comulgado en ella, estando ocupado en darle gracias al Soberano huésped, y haciendo otros actos de amor divino salió de su cuerpo el alma que Dios había criado para tanta gloria suya, crédito de la Compañía, edificación de la República y enseñanza de   —212→   la teología. Parece que quiso Dios en el día de la cátedra de San Pedro en Roma jubilar en el cielo a este gran catedrático de Santa Fe, a este máximo maestro deste Reino, a este doctor parecido a los Santos Doctores de la iglesia; a San Agustín en la oración, a Santo Tomás en la devoción a la misa, a San Jerónimo en la penitencia, a San Ambrosio en el afectuoso amor a la Virgen y a San Buenaventura en la caridad seráfica.

Como no se pierde sin dolor lo que con amor se posee, dieron luego todas las iglesias de Santa Fe muestras del dolor que tenían por la muerte del venerable padre Jerónimo con el doble triste de las campanas. Fue innumerable el gentío que se entró por nuestras puertas a la capilla interior donde estaba amortajado el cadáver; besándole los pies tocaban en él sus rosarios, cortábanle los cabellos y la mortaja de las vestiduras sacerdotales hasta llegar a la ropa interior, de suerte que fue necesario vestirle y amortajarle de nuevo; y era cosa que causaba devoción y ternura ver que entraban y salían los niños a tropas clamando: «Ya murió el santo, ya murió el santo». Todas las religiones sagradas con sus comunidades de los gloriosos patriarcas Santo Domingo, San Francisco, San Agustín y San Juan de Dios acudieron a nuestra iglesia y cantaron por el venerable difunto vigilia, misa solemne y responso. Entretanto que se hacía esta función general no faltó quien diese orden de que le retratase un pintor para tener siquiera pintada la imagen del que ya no podían gozar en su original.

Dilatose el entierro para el día siguiente a su muerte, y bien temprano se llenó nuestra iglesia de tanta gente, que ni capillas ni tribunas tenían algún vacío, y aun la calle y los claustros de nuestra casa estaban llenos de gente, estando todos deseosos con impulsos extraordinarios de ver o tocar con reverencia el cadáver del venerable padre. El ilustrísimo y juntamente piadosísimo señor don fray Juan de Arguinao quiso hacer el oficio funeral; vistiose de pontifical, y con todo el cabildo eclesiástico precediendo un gravísimo doble de campanas de la catedral con toda su música se empezó el responso para sacar en procesión funeral el cuerpo difunto. Hubo cristianas pretensiones y piadosas competencias sobre quiénes habían de llevar el féretro. Vencieron por eclesiásticos los señores prebendados y lo llevaron en hombros hasta la primera posa. Luego se fueron siguiendo el cabildo secular y las   —213→   demás personas graves de las religiones y caballeros de la ciudad. Pidieron instantáneamente aquellos señores que la procesión funeral saliese por la calle para que la mucha gente que en ella había no podía entrar, gozase de la vista del difunto, y así salió la procesión por la portería hasta llegar a la iglesia. Apenas lo vio la muchedumbre de la gente cuando empezaron a llover manos de rosarios, cintas, colonias y pañuelos para que se tocasen al venerable cuerpo, y esto con tantas lágrimas que se movían a ternura aun los más duros de corazón. Entraron por nuestra iglesia, y como estaba tan llena costaba mucho trabajo el romper por la gente y todos conmovidos de devoción y ternura se empinaban para ver el cadáver; y algunos se encaramaban sobre los bancos y escaños de la iglesia. Púsose el cuerpo en medio del presbiterio sobre una mesa grande que dispuso la piadosa devoción de un caballero vistiéndola decentemente con paños y cojines de seda y rodeándola con cincuenta luces. Mientras se cantó la vigilia y dijo la misa de pontifical el señor arzobispo, asistieron seis sacerdotes para tocar al rostro y manos del difunto innumerables rosarios, cintas y pañuelos.

Acabados los oficios se levantó de su silla el señor arzobispo, don Melchor de Liñán y Cisneros, y con piedad de príncipe católico se llegó al féretro; besó los pies al difunto y quitándose su bonete se lo puso en la cabeza al padre Jerónimo y tomó para sí el que antes tenía el difunto padre. A su ejemplo le fueron besando los pies los señores de la Real Audiencia, los del cabildo y demás caballeros de la ciudad. Y acabada esta función llevaron desde el bufete a la sepultura al cadáver sobre sus hombros el ilustrísimo señor presidente con los señores oidores, y al sacarlo del ataúd para ponerlo en una caja de cedro, que la piedad había prevenido para el efecto, fue tan grande la conmoción de lágrimas y alaridos con que pedían alguna reliquia, que los mismos señores oidores le comenzaron a desnudar, y casi dejaron el venerable cuerpo desnudo y fue menester valerse de toda fuerza para que no llegasen a despedazar el cuerpo y para dar con él en la sepultura. Y lo que antes de entrarlo en ella repararon muchos, fue la admirable flexibilidad de las manos y miembros difuntos, él no despedía mal olor después de tantas horas de muerto y la gravedad del rostro que causaba devoción a los que le miraban. Los días subsecuentes al entierro que fueron nueve, le honraron los   —214→   señores prebendados diciendo por sus turnos con toda solemnidad misa y responso, costeando el gasto la piedad liberal de tan ilustre cabildo. Fue grande el concurso que hubo en nuestra iglesia el noveno día de las honras, porque acudió a ellas el señor presidente y oidores, todas las religiosas y la clerecía con sobrepellices toda. Dijo la misa el señor deán don Juan Bernal de Salazar y predicó el muy reverendo padre maestro fray Bartolomé de Monasterios, lector de prima de la sagrada orden de San Agustín, ponderando la excelencia de virtudes del venerable difunto con mucha gracia y viveza de pensamientos. Siguiose la academia haciéndole otras honras como a catedrático de la teología y como a prefecto y regente de sus estudios.

Asistieron en forma de claustro todos los doctores y maestros, discípulos suyos con borla y muceta en la forma que en las universidades acostumbran en señal de sentimiento; y era muy debido el tenerlo por haberles faltado la columna que tenía en pie la Universidad con el lustre y resplandor que todos vieron. Dijo la misa el doctor don Agustín de Olea, arcediano de la catedral, a quien cedió el padre rector de nuestro colegio a quien competía el cantarla como a cabeza de la academia, y predicó el doctor don Agustín de Tobar, demostrando el sentimiento de la Universidad juntamente con las virtudes del venerable padre, y se mereció el aplauso de todo el auditorio.

Publican que las reliquias que alcanzaron del padre Jerónimo han sido instrumentos de muchas maravillas porque han recobrado con ellas la salud perdida muchos enfermos, y así las estiman personas de mucho porte, y otras de menos calidad creciendo en todos la devoción del venerable padre. Falleció el año de 1673 siendo de edad de setenta y siete y habiendo vivido los cincuenta y nueve religiosísimamente en la Compañía de Jesús y enseñando como maestro toda la sagrada teología por espacio de cuarenta años sapientísimamente.




Vida del hermano Joan de Reinoso, donado de la Compañía de Jesús

No sólo los sacerdotes, no sólo los hermanos coadjutores han honrado con sus virtudes a esta provincia del Nuevo Reino; también han vivido en ella hermanos donados que la han esclarecido con las acciones de sus vidas; y si el descuido no hubiera olvidado   —215→   sus virtudes, se pudiera con ellas ilustrar esta historia. Ha quedado en común la fama de que dos hermanos indios en el Colegio de Quito llamados Bartolomé y Joseph fueron muy virtuosos. La misma ha corrido de que en el mismo colegio fue muy ejemplar la vida de un donado español llamado Baptista, compañero del venerable padre Onofre Esteban. No es menor la fama y nombre del hermano Joan Pascual, de color pardo, en el Colegio de Mérida; pero de todos estos no se han escrito en particular sus acciones virtuosas. Casi lo mismo ha sucedido con el hermano Joan de Reinoso; pero porque han llegado a mi noticia algunas cosas de edificación de sus procedimientos, que afirman personas muy verídicas, me ha parecido conveniente no omitirlas.

En La Palma, que es una de las ciudades de este Nuevo Reino de Granada, nació el hermano Reinoso de padre español y de madre india. Fue recebido para hermano coadjutor en el año de 1617, y estando cumpliendo con grande edificación de todos el tiempo del bienio del noviciado, le remordió el escrúpulo de no haber declarado que era india su madre, y para librarse de su remordimiento consultó a dos hombres doctos; el uno le respondió que no era de importancia el escrúpulo porque no era impedimento dirimente el que le afligía; el otro le dijo que manifestase su congoja al superior. Siguió este segundo parecer de donde se originó que al tiempo de incorporarse en la Compañía con los votos, le dijo el superior que no lo había de incorporar y que por esta causa se podía ir a su patria y a su casa. A la una y a la otra había renunciado de veras por amor de la Compañía de Jesús el novicio fervoroso y así respondió que quería quedarse a servir aunque fuese con la camiseta de un indio. Vista su fervorosa resolución le dejaron en el estado de donado en el cual perseveró por el dilatado espacio de casi cincuenta años. Muchos ha habido que por la estimación que tienen de la Compañía se les ha oído decir, que si los apretasen para salir de ella se quedarían dentro aunque fuese para servirla como donados; pero a todos ellos les ganó la palma (como nacido en ella) el hermano Reinoso, porque a ellos se les oyó ese dicho de voluntad; mas en éste se vio de hecho este heroico acto de la virtud.

Su oración cuotidiana fue la perenne fuente de donde manó el ajustado proceder de todos los días de su vida. Antes que tocasen a que se levantase la comunidad les solían hallar teniendo   —216→   ya su oración. Para emplearse bien en ella leía muy a menudo en un libro de meditaciones y hablaba de ellas en las ocasiones que se le ofrecían, como quien las tenía muy de pensado rumiadas. Por compañera de su oración mental y vocal tenía la mortificación de su cuerpo con disciplinas continuas y cilicios cuotidianos. Fue muy silenciario y recogido; mientras los superiores no le ocupaban parecía que el coro de la iglesia era la celda de su habitación, allí se estaba orando delante de Nuestro Señor Sacramentado. No contento con hacer sus días de fiesta recebiéndole en su pecho los domingos le recebía también los jueves por haber sido éste el día de la institución de este supremo sacramento. También comulgaba en otros días de su devoción cuando ocurrían santos de su especial afecto.

Viendo los superiores la ejemplar vida del hermano Reinoso, le ocuparon por espacio de más de cuarenta años en el seminario de San Bartolomé para que los colegiales, que de los maestros aprendían las letras, aprendiesen de sus ejemplos las virtudes. Servíalos el humilde hermano como quien en ellos servía a Dios. Cuidaba mucho de ellos cuando caían enfermos. A los muy niños los regalaba en los días que ayunaban. Convocaba a los pajes de los colegiales y les enseñaba a menudo la doctrina cristiana, temeroso de que por la ignorancia se condenasen. Procedió muy pacífico con todos los colegiales sin que en tantos años como vivió entre ellos tuviese ruido ninguno con hijos de tantas madres. Y esto, no porque no le daban algunas ocasiones de sentimiento, pero el buen hermano las llevaba con religiosa paciencia. Una vez le cerraron con adobes la puerta y ventana por de fuera, de suerte que no pudo salir a la luz ni tenerla en el aposento; pero luego que le abrieron salió con mucha paz sin dar muestra de sentimiento. A esta traza le hicieron otras burlas, pero lo más ordinario le respetaban todos como si fuera sacerdote, porque miraban en su proceder respetos de santo.

Aunque la sotana de la Compañía (como a otros hermanos donados) le daba licencia para que a segunda o tercera mesa comiese en el refitorio, no le permitía su humildad usar de esta licencia y se contentaba con comer a sus horas en la cocina como si fuera uno de los otros criados; cosa que causó mucha edificación a los colegiales que lo vían. En nuestra casa comió algunas veces en nuestro refitorio, y juzgo sería porque se lo mandó alguno de   —217→   los superiores; y entonces cedía la humildad a la obediencia en la cual fue muy exacto sin haber hecho voto de ella, y por ventura en esta virtud hizo ventaja a muchos que la han ofrecido a Dios con voto.

Era muy amante de la Virgen Santísima, y para avivar las llamas de su amor tenía su imagen en su celda, y como a su querida la comunicaba a menudo. Los colegiales que le habían conocido su devota afición, porque no la podía encubrir, solían a veces pedirle algunas cosas por amor de la Virgen Santísima, y luego él no permitiéndole su amor que las negara se las concedía. Cuando alguno de los colegiales entraba en su aposento y saludaba con alguna oración a la imagen de la Virgen, luego le resaludaba el hermano Joan con alguna cosa de las que tenía en la despensa para socorro de las hambres de los muchachos.

Procuraba tener a lo espiritual buenas pascuas de Navidad. Para este efecto aliñaba su imagen de la Virgen, prevenía las misas de aguinaldo y las iba solemnizando con el mayor aparato que podía; y para que Nuestra Señora tuviese más número de siervos que la festejasen en su sagrado parto, convidaba a los colegiales para que devotamente asistiesen y ofreciesen las misas con seguro de que por aguinaldo recebirían algún favor. No sólo cuidaba de tener y dar a los otros buenas pascuas; también procuraba tener cada año un buen San Joan, y como éste era el santo de su nombre lo celebraba como podía su pobreza en una imagen que tenía su devoción. En reverencia del santo daba según su posibilidad, con licencia de los superiores, alguna cosa de regalo en la comida a los colegiales.

Cada año celebraba a la Reina del cielo el hermano Reinoso como muy devoto suyo, haciéndole novenarios en las festividades que tiene señaladas la iglesia católica. Varios eran los fines a que tiraba su devoción en cada uno de los novenarios, y en el de la Asunción gloriosísima de la Madre de Dios a los cielos, especialmente tiraba a alcanzar de su piedad una buena muerte, y parece que se la concedió esta benignísima Señora, pues pagaba del novenario último con que había prevenido el día de la Asunción gloriosísima, alcanzó de su Hijo que bajando el hermano Reinoso el mismo día desde el seminario a nuestra casa para comulgar, le asaltase la última enfermedad, y que dentro de pocos días cumpliese con el tiempo del destierro en este valle de lágrimas y pasase   —218→   a la patria y reino de Dios donde juzgan que está todos los que conocieron al hermano Reinoso. Su cuerpo difunto se llevó del seminario a nuestra iglesia, con cuya tierra bendita honoríficamente se cubrió.

A este fin dichoso de morir en la Compañía de Jesús llegó el hermano Joan de Reinoso caminando bien por espacio de más de cincuenta años en el estado de donado en que por su mutabilidad pocos han sido constantes. Valiose sin duda para la constancia de un medio que dio a otro. Contome un hermano que hoy vive en este colegio, que en cierta ocasión le preguntó al hermano Reinoso de qué medios se valdría para perseverar en la religión, y que le respondió que para este fin el medio que hallaba era asirse de Dios. Asiose el hermano Reinoso de Dios que como inmutable le participó su inmutabilidad y le concedió la perseverancia. Asiose de Dios con las oraciones que le hacía, con las comuniones en que le recebía, con los otros ejercicios espirituales con que se abrazaba y unía con el mismo Dios. Asiose de Dios, cuidando solícito de evitar pecados que podían apartarle de Dios. Asido de estos modos con Dios perseveró el hermano Reinoso tanto número de años hasta el de su dichosa muerte en el estado humilde de donado de la Compañía de Jesús.







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