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Otros desarrollos: la imagología, el viaje como imagen de la vida y la música


Imagología

Edward Said es autor de Orientalismo55 un libro excepcional, de enorme repercusión en la historia de los estudios literarios de finales de siglo. El pensamiento occidental, dice Said, es el creador de una tradición de pensamiento, de un discurso al que llama orientalismo, a través del cual la cultura europea ha interpretado y manipulado Oriente desde el punto de vista militar, ideológico y científico. El orientalismo abarca campos de trabajo muy diferentes: las tierras y los textos bíblicos, los países del Mediterráneo Oriental, India, un conjunto inmenso de textos, entre los que los libros de viaje no ocupan un lugar pequeño. Said estudia, además, literatura de diferente naturaleza, desde algunos cantos de la Commedia de Dante, libros de viajeros románticos o discursos de parlamentarios británicos. El orientalismo es un ejemplo de cómo la cultura se convierte en un instrumento de la dominación política. La idea que subyace a esta práctica es la convicción de que Occidente es superior a todos los pueblos y culturas. No estamos ante una simple disciplina que se apoye pasivamente en la erudición, ni tampoco ante una larga serie de estudios que versen sobre Oriente, sino ante una conciencia geopolítica que inspira numerosas acciones y estudios. Oriente, decía el gran intelectual palestino, es una entidad que se enseña, se investiga y se administra, y de la que se opina de acuerdo con unos patrones muy claros56.

La tesis de Said es que durante los siglos XIX y XX Occidente consideró que Oriente era una civilización imperfecta y que para mejorarla y dominarla era menester conocerla a fondo. Oriente se examinaba en un aula, un tribunal, una prisión o en un manual, y el orientalismo se convertía en una ciencia sobre Oriente que juzgaba los asuntos para analizarlos y gobernarlos. Said inauguró con su libro una serie de estudios que han repensado la idea de la imagen del otro, de lo ajeno, de lo que no soy yo. Quisiera destacar el énfasis que ponía Said en los libros de viajes para estudiar cómo se refleja en ellos no la realidad, sino lo que se desea ver de ella.

Desde un punto de vista completamente distinto, la profesora Esther Ortas57 ha demostrado con una erudición extraordinaria que los libros de viaje son una atalaya privilegiada para el estudio de la conformación y difusión de una imagen del otro. La observación es válida lo mismo para la imagen de la peregrinación a Santiago que ofrece la medieval Guía del peregrino, la idea de París que presenta Emilia Pardo Bazán o la de Alemania de Julio Camba. El padre Batllori señaló oportunamente que la visión que se tenía en Europa de la España setecentista procedía fundamentalmente de la lectura de libros de viaje 58 Muchos viajeros contemplaron la realidad española desde una óptica llena de prejuicios, pero es indiscutible que la abundante producción extranjera de viajes por España constituye un arsenal de noticias para los historiadores, especialmente para aquellos que están más atentos a aspectos sociales, etnográficos o de la vida cotidiana. Los relatos y las novelas inspiradas en viajes están siempre presentes. Ni Said, ni Esther Ortas ni el padre Batllori han partido de los presupuestos teóricos de la imagología (el padre Batllori, uno de los hombres más sabios de la España del siglo XX, daría un respingo si alguien lo calificase de imagólogo), pero han insistido en la importancia que tiene la génesis de la imagen de un país o una región a partir de lo que escribieron los viajeros.

Se trata de recordar ahora la imagología, uno de los campos de estudio de la literatura comparada, que comenzó a desarrollarse en Francia gracias a un libro de Jean-Marie Carré titulado Les écrivains français et le mirage allemand (1800-1940), publicado en 1947. A partir de este trabajo, los estudios se multiplicaron, pero no siempre gozaron del beneplácito de algunos críticos. René Wellek acusaba a los estudios de imagología de ser muy poco literarios y de centrase en cuestiones extraliterarias y no respetar los límites entre los estudios literarios y otra clase de trabajos. Pero las propuestas de Wellek no frenaron el desarrollo de la disciplina, porque uno de los rasgos que caracterizan a la imagología es que se sirve, precisamente, de investigaciones realizadas por antropólogos, sociólogos e historiadores de las mentalidades. Son muchos los testimonios que no provienen de la gran literatura, sino de la prensa, de ilustraciones, del cine. Su testimonio resulta imprescindible para conocer la imagen de cualquier realidad o ficción. La imagología es interdisciplinar por esencia y sus objetivos son los de otras disciplinas.

La imagen no es un doble de lo real. La imagen de un colectivo, sea un pueblo, una literatura o un continente, nace de una ideología, de tomar conciencia de unjo en relación con un otro, de un aquí frente a un allá. Por eso, la imagen de lo extranjero dice muchas cosas de la cultura de origen. Yo miro al otro y su imagen es también imagen del yo que mira, habla o escribe. La imagología nos ayuda a explicar cómo funciona la imagen del otro en el interior de una sociedad y de su literatura.

Uno de los primeros pasos que suelen darse en esta clase de estudios es identificar un conjunto más o menos amplio de palabras que, en una época y en una cultura dadas, permiten la construcción y después la difusión de la imagen del otro. Las palabras constituyen un universo común al escritor y al público. Este léxico cambia con los años, y permite explicar cómo cambia la idea que se tenía de un país o una época, según se fue plasmando en imágenes y en palabras. La encuesta será más fecunda todavía con las palabras no traducidas, porque se refieren a una realidad extranjera absoluta, un elemento inalterable de alteridad59. Creo, en definitiva, que los libros de viaje ofrecen, como decía Esther Ortas, una atalaya excepcional para comprender cómo se forja y modifica la imagen de un país o una región.




El viaje como imagen de la vida

Viajar es una de las actividades que diferencia al hombre del animal. Al igual que otras creaciones estéticas e intelectuales del hombre, el arte de viajar es indisociable del progreso humano. El ser que ha transformado el instinto gregario en política, la madera o la piedra en arte, el sonido en música o el lenguaje en literatura, ha transformado también el movimiento en viaje. Al viajar, el hombre se somete a una necesidad que comparte con numerosos animales, pero es indiscutible que sublima esta función y supera en su ejercicio a todas las otras especies. Al ser humano le gusta contar sus viajes y les atribuye a menudo un significado que los trasciende. En torno al viaje se han construido símbolos muy profundos del estar y ser en el mundo60.

Para las culturas occidentales de la Antigüedad, el libro de viajes era, entre otras cosas, el relato de un regreso. El caso de la Odisea es paradigmático. Pero antes de que tuvieran lugar los hechos que inspiraron a Homero, el pueblo hebreo había partido ya de Egipto. La Biblia relata este viaje, este regreso memorable, lleno de hechos trascendentes (la salida de Egipto, la larga travesía del desierto hacia la tierra prometida) y cargado de un simbolismo profundo.

Pero también en el mundo musulmán el viaje (en este caso a La Meca) es una experiencia trascendente. He aquí lo escribía Ibn Battuta:

Entre los portentos que dios hizo se cuenta haber grabado en los corazones humanos el deseo de acudir a estos sagrados santuarios y el ardiente anhelo de hallarse en sus augustos lugares. Insufló en los corazones un amor poderoso hacia ellos, pues nadie pasa por aquí sin quedar prendado de todo corazón, ni marcha sin tristeza por deber partir, apenado por alejarse. [...] Aquel a quien Dios obsequia permitiéndole llegar a tales sitios y personarse en esa explanada, desde luego que recibe la mayor de las gracias, al otorgarle la posesión de lo mejor de las dos mansiones, ésta del mundo y la otra61.



He relacionado en este epígrafe el viaje y la vida. Sabido es que la pregunta por el sentido de la vida no permite respuestas sencillas. A falta de definiciones concluyentes, tanto el arte como la literatura han ofrecido imágenes y metáforas, entre las que ha gozado de lugar preferente la idea de la vida como viaje, como camino o peregrinación. El vínculo que relaciona el viaje con la vida es antiguo y lo han expresado la ficción y el pensamiento en diferentes grados. Los distintos episodios o etapas del viaje muestran una analogía evidente con los avatares de la existencia humana. Occidente escogió el viaje como una de sus metáforas más queridas, y adquirió un significado que trascendió su materialidad, y se transformó en símbolos e imágenes. El viaje invita a rituales de partida y de llegada, pero también idealiza y mitifica las tierras que están más allá. Todas las sociedades tienen un Ulises y un Jasón particular, un Moisés o un Abrahán, un Cristóbal Colón o un Robinson Crusoe, y en tomo a estos personajes surgen relatos cargados de hondo significado62.

La imagen medieval de la vida humana más recurrente y poderosa, tanto en el arte como en la literatura y el pensamiento, fue la del peregrino. Su potencial simbólico es verdaderamente enorme, porque encierra numerosos significados y comprende tanto la importancia del camino como la del rito. Pero aunque la peregrinación define una parte esencial de la cultura y el pensamiento medievales, no es exclusiva de este período. La peregrinación es una práctica religiosa universal, cultivada en las culturas paganas y en las religiones asiáticas, y aunque en el caso medieval posea algunas características propias, mantiene puntos en común con otras religiones.

El cristianismo medieval responde a las mismas llamadas de otras religiones, como el budismo, el hinduismo -peregrinación al río Ganges-, el judaísmo, el islamismo -es una de sus prácticas fundamentales-, que convierten el viaje a un lugar sagrado en un itinerario que hace posible el encuentro con una realidad trascendente y purificadora. Hay muchos exvotos paganos que atestiguan que tanto Grecia como Roma conocieron las peregrinaciones votivas a templos de divinidades taumatúrgicas. La peregrinación cristiana coincide en más de un punto con prácticas religiosas muy antiguas, pero renovó esta herencia y ofreció a la veneración no un templo vacío, un río o un monte, sino lugares que evocaban el lugar del nacimiento, pasión y muerte de Cristo, así como de los mártires, los apóstoles y los santos. La peregrinación trajo consigo una permanente movilidad en el seno de la sociedad occidental.

El cristianismo presenta unas peculiaridades propias que provienen de personajes modelos bíblicos, a los que se unen después elementos particulares de la espiritualidad medieval. En primer lugar, la figura de Abrahán, cuyo ejemplo se extendió a través de la literatura religiosa de Oriente y también de Occidente. También debemos tener en cuenta la figura del pueblo judío que se nos presenta en el Éxodo. El pueblo tomó el camino del desierto por orden divina, y durante la marcha se benefició de la proximidad del creador. Es la imagen de la futura Iglesia peregrina, la Peregrinans civitas Dei. La figura de los profetas, vestidos con pieles, oprimidos y maltratados, que iban de allá para acá, fueron también un atractivo poderoso para la mentalidad medieval, pues desarrollaba la imagen del cristiano como viajero y extranjero en la tierra. Finalmente, es esencial el poderoso ejemplo de Cristo y los Apóstoles, que iban de aldea en aldea, sin morada propia. El modelo de la itinerancia de Cristo y de los discípulos fue muy influyente. En algunos pasajes de los Evangelios leemos invitaciones a abandonar la patria y a llevar una vida errante. Estos ejemplos dominaron los orígenes del peregrinaje cristiano, le dieron caracteres específicos y otorgaron al camino una dimensión muy profunda. La idea de la vida como camino forma parte, como dice el profesor Plötz, del alfabeto ético del hombre, y no sólo del cristiano.

Estos textos y estos modelos bíblicos crearon una influyente imagen de la vida. Los conceptos de «via» y «viator» o los de «peregrinus» o «peregrinatio» son capitales en el pensamiento y la vida del cristianismo temprano y del medioevo. El seguimiento literal, estricto, de un modelo de vida apegado a la literalidad del Evangelio, movió a numerosos monjes de Oriente y Occidente a emprender la misma vida errante que se describía en la Biblia. Me refiero a los peregrini iro-scotli. El status viae se convirtió para ellos en una imitación de Cristo, en la mejor expresión de la vida del hombre sobre la tierra. Estos monjes dejaron la patria terrenal «pro patria aetema», y se lanzaron a vivir por los caminos. Columbano el Mayor (543-615) abandonó Britama con este fin.

Para los peregrinos que emprendían el camino en busca de una experiencia profunda, la peregrinación suponía un acto definitivo de su vida personal, y no es raro que tras la vivencia se produjera una conversión, un radical cambio de actitud ante el mundo. La peregrinación implicaba abandonar el espacio de lo cotidiano y dejar atrás unas prácticas religiosas rutinarias. El investigador Paolo Scarpi (1992) ha destacado la importancia de un movimiento dialéctico de fuga y ritorno, presente en numerosos relatos de viajeros y peregrinos. La fuga implica el deseo de desprenderse del ambiente familiar, del terruño, mientras que el ritorno trae consigo una vita nuova, un enriquecimiento del alma. La verdadera espiritualidad del camino se forja en la carencia y la resignación, pero también en el fortalecimiento ante las contingencias. No es de extrañar que el peregrino fuera considerado miembro de un ordo particular, no muy lejano al de las grandes órdenes monásticas.

A partir del siglo XII, en el que se inicia la gran época de las peregrinaciones, era costumbre que el peregrino recibiera en el templo su Viaticum, una impedimenta esencial para el camino que lo caracterizaba externamente y permitía reconocerlo. El señor Santiago aparece revestido muchas veces con los hábitos, e incluso Jesucristo aparece con la característica concha sobre su túnica en el claustro de Silos. Peregrinos encontraremos en pórticos y claustros de iglesias románicas y góticas, y en miniaturas, como las que aparecen en Las Cantigas de Alfonso X. Su imagen es inconfundible: amplio sombrero para protegerse del sol, una esclavina o medio manto, túnica corta y desceñida para comodidad de la marcha, una bolsa o zurrón, la calabaza para el agua y el característico bordón ferrado en la contera. El difundido uso del bastón es indicio de que la mayoría de los peregrinajes se hacían a pie. Caminar se consideraba el modo más virtuoso de viajar. El retrato también se conserva en textos literarios, guías de viaje y otros documentos escritos en numerosas lenguas: Libro de Buen Amor, Liber Sancti Jacobi, o en Piers Plowman.

El rito del peregrino aparece en la bendición de los útiles para la marcha y en la despedida, en las visitas a santuarios y, sobre todo, en la llegada al lugar de destino. Pero era mucho más profunda la experiencia del iter. El peregrino es alguien que parte de un espacio homogéneo, conocido, que realiza un trabajo cotidiano y casi rutinario, y que, al viajar, se adentra en la heterogeneidad de lo desconocido. La experiencia del camino es esencial, porque implica apartarse del mundo cotidiano, e invita a entender la vida como un simple tránsito para la morada definitiva. El viaje se convierte en signo de provisionalidad, de desarraigo de la tierra, y adquiere una dimensión simbólica que se carga de imágenes, hasta convertirse en un activo del imaginario medieval.

La dimensión espiritual es uno de los rasgos que mejor define la peregrinación, pero no es el único. A la experiencia del camino y del rito se unen otras prácticas no precisamente espirituales. Por otro lado, las rutas fomentaron la construcción de ciudades, hospitales y puentes. La peregrinación se convirtió en un fenómeno de masas. Pero es indiscutible que su dimensión espiritual moldeó una imagen de la vida como camino e influyó de manera definitiva en la literatura y las artes plásticas63.




Libros de viaje e imagen del mundo

Durante siglos, los libros de viaje han sido una de las fuentes de reflexión sobre el hombre y la naturaleza. Recordaré algunos ejemplos de su influencia y difusión. El Libro de las maravillas de Jean de Mandeville es unos de los libros más leídos e influyentes de los siglos XV y XVI. Los lectores encontraban en él información sobre prácticas y costumbres religiosas, geografía, historia de los países que recorría el (fingido) viajero, los lugares de Tierra santa y los monstruos de oriente. Fue escrito en francés a mediados del siglo XIV y traducido a todas las lenguas continentales antes de finales del siglo XV (inglés, latín, castellano, italiano, holandés, checo, danés, etc.), y es un testimonio excepcional para entender cómo se concebía el mundo. Las Cartas edificantes y curiosas de los jesuitas, publicadas en 1702, fueron leídas en los colegios de la congregación y formaron parte del bagaje intelectual de sus alumnos, entre los que figuraron algunos filósofos de las Luces. Los Grandes Viajes, editados por Teodoro de Bry y luego por sus hijos, entre 1591 y 1634, influyeron de manera decisiva para construir la imagen europea de América (en particular para los europeos protestantes). A de Bry acudían los lectores para conocer la geografía del Nuevo Mundo, la descripción de las costumbres de los indios o los avatares de la conquista española. Lo mismo puede decirse de la fama que gozó la Histoire générale des voyages del abate Prévost, iniciada en 1744 y traducida después al inglés. Otro caso, y podría seguir enumerando títulos, es la Histoire des Navigations aux Terres australes de 1756.

Michèle Duchetha encontrado muchos títulos de libros de viajes en la biblioteca de los ilustrados franceses. De los casi cuatro mil volúmenes que había en la biblioteca de Voltaire, ciento treinta y tres estaban relacionados con la literatura de viajes: relatos, viajes alrededor del mundo (Bouganville, Dampier, Hawkesworth, La Barbinais, Woodes, Rogers), obras sobre las tierras australes, las Indias Occidentales, las Molucas, las Indias orientales, China, etc. Este catálogo permite comprender la influencia de esta literatura en la reflexión filosófica de una época. Los relatos de viajes alimentaban la reflexión sobre el buen salvaje y las ventajas de la civilización, el primitivismo y el antiprimitivismo, así como la reflexión sobre las colonias. Los autores que se interesaron por estas cuestiones son muy numerosos: Buffon, Diderot, Rousseau, Hobbes, Locke, y un largo etcétera.

Mientras que antaño el viaje evocaba la debilidad del hombre que vive a merced de un destino impenetrable, en el siglo XIX pasó a relacionarse con el poder de una criatura que aspiraba a dominar el tiempo y el espacio. Julio Verne exploró casi todos los caminos de este viaje triunfante tanto por los aires (Cinco semanas en globo) como por las aguas (Veinte mil leguas de viaje submarino). Este sentimiento llevó a algunos escritores a imaginar viajes extraordinarios, como el que proponía Wells con su máquina de viajar por el tiempo. La realización de viajes de todas clases, el auge de la novelas inspiradas en ellos, el cruce de géneros literarios (en el cine también) a caballo entre la ciencia ficción y las viejas gestas medievales, caracterizan un parte de la cultura del siglo XX. Todo ello deberá tratarse en el máster.

Para terminar este apartado quisiera recordar que el tema del viaje atraviesa la obra de numerosos pensadores. Sirvió de reflexión a Locke y a Montaigne, a Spengler y a Voltaire. Ortega le dedicó algunas páginas. El filósofo español consideraba que el viaje suponía una renovación espiritual para el hombre, porque viajar despertaba para él nuestra ingenuidad, nuestra curiosidad: «Allá donde nacimos y donde vivimos, las cosas y las personas han gastado para nosotros su fisonomía, como monedas muy corridas. Lo habitual es imperceptible e insignificante»64. La esencia del viaje es «ir y estar», dos actividades que no pueden practicarse en nuestra patria. Para Ortega la celeridad de los medios de comunicación nos ha hecho olvidar que lo propio del viaje no es correr tierras, sino «la demora que en cada una se hace». Cuando se lleva una cosa hasta su forma extrema, acaba anulándose, y por ello consideraba que las agencias de viaje y el turismo habían vaciado el viaje de contenido, «quedándose sólo con el pellejo», e ignorando de tan jugosa aventura como es el viajar «su porción abstracta y material: el paso ante las cosas»65.

Según Eugenio Trías66, el viaje despierta el «nervio filosófico», nuestra capacidad para el asombro. El asombro, que tan fácilmente se pierde en la vida cotidiana, se recupera en el viaje, porque uno se halla cerca y lejos de sí mismo. No es infrecuente que las grandes preguntas sobre el mundo, sobre la vida, provengan, en el siglo XX, de viajeros, de escritores de la periferia, no del centro. El centro es el lugar de la academia, la escuela. El centro es el lugar del poder y las influencias, el mundo del que irradia la seguridad. La vida y la literatura se ven de otra manera desde los márgenes. La nómina de autores que han escrito su obra fundamental en el exilio, en el viaje permanente, es abrumadora.

La ciudad, el agora, han cambiado de manera radical en los últimos cien años. La ciudad medieval poseía individualidad, nombre propio y por ello, como dice Trías, rezumaba aura en el sentido benjaminiano del término. Subrayaba su singularidad mediante el trazado de la muralla que marcaba el abismo existente entre el interior y la intemperie. El individuo poseía un nombre propio, que cobraba relieve en virtud del hecho de pertenecer a una estirpe, a una ciudad o a otra. Se era ante y sobre todo florentino y veneciano, ateniense o rebano. Primero era el nombre de la estirpe, luego el propio. Pero hay muchos escritores del siglo XX que no deben entenderse a partir de este modelo. Las guerras, la miseria, las dictaduras han forzado a muchos escritores al exilio. Es bien sabido que varios escritores hispanoamericanos han escrito el grueso de su obra fuera de su país de nacimiento.

En la trayectoria vital y en la literatura de Rilke se percibe que no hay estirpes o ciudades que especifiquen su individualidad67 . Al igual que tantos autores del siglo XX, Rilke necesitó viajar para sentirse en contacto con las cosas, consigo mismo. Tal es su paradoja, y también la de muchos que vivimos en urbes que no significan absolutamente nada. El llamado hogar de la ciudad significaba para este poeta extravío. Los griegos filosofaban en el agora, los florentinos junto al río Amo. Lo mismo puede decirse de los filósofos que pensaban en Heidelberg, en Weimar, en Tubingen. Pero se filosofa también en el exilio y desde el exilio. El pensador que se exilia, el que viaja y pierde el centro, el poder, no es infrecuente. Al igual que en el caso del pensador, pienso en el viajero. Algunos se extravían en una selva selvaggia, pierden o ignoran el hogar, el centro de gravedad. Beckett o Rilke son los vates que nos cantan esa modalidad trágica de vate y viajero.




La música como viaje

Siempre me llamado la atención la clamorosa ausencia de la música en las facultades de letras españolas. Se entiende que a pintar se enseña en la facultad de Bellas Artes, pero existe una especialidad de historia del arte, en la que se dedica un espacio a la historia de la pintura. Los arquitectos aprenden su oficio en la Escuela Superior, pero la arquitectura del renacimiento, por ejemplo, se enseña en la especialidad mencionada. Sin embargo, parece que la música es sólo materia que pueda enseñarse en los conservatorios, aunque no sé cómo puede explicarse el romanticismo literario sin dedicar horas al papel que cumple la música entre los escritores románticos o el arte abstracto sin explicar a fondo algunas composiciones de la segunda escuela de Viena. Estoy seguro de que impartir en un máster sobre el viaje una asignatura que relacione música y viaje le resultará extraño a más de uno, pero para mí, la relación entre una y otro es evidente. No voy a recordar aquí las consideraciones que se hacía Lessing sobre el carácter espacial y temporal de las Bellas Artes, ni a glosar las miles de páginas dedicadas a discutir sus fundamentos. Pero sí recordaré algunas de sus ideas a la hora de hablar de la importancia del tiempo y la música.

Música y viaje necesitan tiempo. Las piezas musicales comienzan, continúan y acaban, y algo parecido puede predicarse de los viajes. Pero la identificación entre música y tiempo es más profunda que la establecida entre viaje y tiempo. El viaje necesita tiempo para desarrollarse, la música es tiempo, porque notas, pausas, compases, respiraciones, duraciones, etcétera, sólo existen en el tiempo. Conviene distinguir, en este punto, entre música y partitura. La partitura no es tiempo, sino un objeto codificado que representa los sonidos. Tampoco es tiempo un cuadro o una escultura (o es un tiempo que nada tiene que ver con el que medimos), que son entidades espaciales, no temporales.

Partiendo de esta base, puede decirse que el carácter viajero de la música presenta diversos grados. En un primer escalón situaríamos las obras cuyo programa es un viaje. Me refiero a los poemas sinfónicos, tan apreciados por nacionalismos de toda época y cuño, cuyo hilo argumental es realizar un viaje por las diferentes zonas o lugares que se quiere describir. El prototipo de esta obra sinfónica es El Moldava de Smetana, un viaje por el río que evoca desde las fuentes donde nace el río hasta las sensaciones que suscitan las orillas y las zonas recorridas.

A veces, los compositores describen ambientes más o menos exóticos, sin que estén unidos por las etapas de un viaje, pero que actúan como guía de viaje de estos lugares. Una obra característica es Escalas de Jacques Ibert (1890-1962), en la que se nos hace viajar a algunos puertos mediterráneos (Palermo, Nefta en Argelia y Valencia) en un crucero imaginario. En una suite sobre su ópera Aladdin, Nielsen pinta con vivos colores y osadas técnicas, la vida hormigueante de una Persia imaginada desde Dinamarca. En la misma línea, Ketelbey compuso En un mercado persa. España de Chabrier ofreció una curiosa imagen de nuestro país. Puesto que hemos hablado de imágenes y de imagología, conviene pensar en el interés que tiene reflexionar sobre la imagen de un país creada por la música. España está en Chabrier, en Debussy, pero también en Albéniz. La Suite Iberia merece capítulo aparte por su renovada escritura musical, mediante la que el autor pinta su viaje por la España que ya había descrito antes en su Suite española. En realidad se trata de un viaje andaluz más que ibérico, pues incluso Lavapiés, la única escena no andaluza de la obra, se basa en «Campana sobre campana» un villancico andaluz. Pero el gran mérito de Albéniz es traspasar lo anecdótico, el pintoresquismo al uso, y proponer un viaje a lo que consideraba la esencia española. Y lo mismo que aparece el nombre de España o Finlandia (en el caso de Sibelius) en los títulos de obras musicales, aparecerá Oriente más o menos disfrazado (piénsese en Rimsky Korsakoff y Sheherezade).

Pero no todo es pintoresquismo en estos viajes. Schubert y Wagner comenzaron a expresar el viaje interior. Schubert lo interioriza en los Heder que forman Viaje de invierno. El caminante transita por diferentes lugares y paisajes, pero lo verdaderamente importante es su viaje interior. Merece la pena recordar las palabras de Federico Sopeña:

[Winterreise] es un viaje por los aspectos más tristes, más desoladores del invierno, pero ese viaje externo se convierte en un viaje interior por el invierno del espíritu, un invierno en el que se sabe que el paréntesis es más dolor, imposible en lo externo el recuerdo- y en el que se sabe también que está como prohibido el camino hacia la primavera68.



Wagner narra algunos viajes en su Tetralogía: los de Wotan y Loge al país de los Nibelungos (El oro del Rin, Viaje de Sigfrido por el Rin), o el de Sigfrido. Son viajes diametralmente opuestos al del Moldava. El Anillo es un inmenso viaje desde el viejo orden al nuevo, fundamentado en la idea de la redención y conquista de otro estado espiritual. Tampoco olvidemos que Tristán e Isolda comienza con un viaje en barco o que El holandés Errante alude constantemente al viaje como maldición, Tanhäuser propone la vivencia del peregrinaje como viaje iniciático y místico, algo muy querido para romanticismo musical, pictórico y literario.

La ópera ofreció desde sus inicios un buen marco para viajes. Basta recordar el viaje al infierno en el Orfeo de Monteverdi, que inspiró a centenares de libretistas y compositores, entre los que Gluck y Stravinski ocupan lugares destacados. También Caronte y su barca inspiran otra obra viajera, La isla de los muertos, la mejor obra sinfónica de Rachmaninov, un viaje de ida y vuelta a la soledad y a la oscuridad, vividamente pintado por una gran orquesta romántica.

Mahler reconoció en Beethoven y Wagner las dos claves en las que se cimentó su creación. En ambos percibió algo que para él es consustancial al acto compositivo: el programa interior. Como es sabido, la música de programa adquirió un gran auge durante la vida de Mahler. Dvorak, Smetana, Borodin o Mussorgsky necesitaban un argumento para concatenar una serie de vivencias musicales que hicieran eficaz el mensaje. Ya fuera para expresar el viaje por un río, para relatar viejas leyendas o describir la erupción de un volcán, la música debía ajustarse a un guión reconocible por el que transitar y que permitiera comprender los avatares relatados. Otros compositores utilizaron el programa para afinar su virtuosismo y contar historias más o menos fantasmagóricas (Danza macabra) o filosóficas (Así hablaba Zaratustra). Pero Gustav Mahler percibió como pocos que toda música romántica respondía a un programa, a un viaje interior, y llevó a cabo uno de los más emotivos de la literatura sinfónica. Mahler intuyó de manera particular este programa interior en la música de Beethoven. No me refiero a su Sinfonía Pastoral, cuya relación con el texto es más evidente, sino a la Tercera, Quinta, Séptima y Novena sinfonías. Mahler percibía en el interior de estas obras experiencias personales, viajes espirituales que tenían lugar en un tiempo distinto al de la «duración» o «historia». Al dirigir la Quinta confesaba que «vivía una vida entera».

En todas las sinfonías de Mahler existe un argumento. Cierto que no puede narrarse, como el caso de Don Quijote de Strauss, porque de trata de un argumento sentido, de una evolución de emociones. Pero queda claro que en todas sus sinfonías pasa algo. El compositor siempre quiso recurrir a un texto que sirviera de cauce a esas emociones, como en las sinfonías Segunda, Tercera, Cuarta, Octava y Das Lied von der Erde. En todas encontramos mucho o poco texto. Pero ello no quiere decir que la Primera, Quinta, Sexta, Séptima o Novena no respondan también a ese deseo de contar y hacer sentir unas vivencias. Sus referencias, conscientes o inconscientes, a Beethoven delatan esta necesidad de viajar, de vivir una vida en cada sinfonía.

Mahler, además, recogió el testigo del valor simbólico de la música, referido a intervalos, ritmos, tonalidades y temas, esas «concordancias simbólicas» tan wagnerianas. El pensamiento que inspira sus sinfonías tiene mucho de panteísmo y de cierto sentido redentor del arte, tan propio de la Alemania romántica, que ayuda a concebir sus sinfonías como vivencias, como una especie de obra de arte total sin escenario. Para ello necesita viajar, establecer un tiempo y una historia propios. Tras escuchar cualquiera de las sinfonías (pero también de sus ciclos de canciones), se tiene la sensación de haber vivido una vida. Es cuestión de saber vivir al mismo tiempo, de viajar en el tiempo y en el espacio siendo música. La música, escribía Rilke, nos traslada a otro espacio. Extraño viaje el de la música, el arte más inefable, que se fundamenta en el tiempo, pero posee el suyo propio, su tempo.






Una propuesta final

Creo haber demostrado en estas páginas que el estudio de la literatura de viajes ofrece un campo enorme tanto para la investigación como para la didáctica. Los profesores pueden explicar capítulo a capítulo el Libro de Marco Polo, los Naufragios de Cabeza de Vaca, los textos de Alexander von Humboldt, Robert Kaplan o Julio Verne. Es posible escoger relatos de ficción, libros de viaje y literatura espiritual del siglo XVIII inglés y estudiar cómo se relacionan, pero puede también explicarse la imagen del mundo a través de las crónicas de Indias, las ilustraciones en los libros de viajes del Romanticismo o la relación entre el viaje y la ciencia ficción. Los temas y planteamientos son inagotables y son permanentemente renovados por diferentes disciplinas, desde la historia de las ideas a la antropología. Los desarrollos de los estudios coloniales y poscoloniales y el auge de la literatura comparada han puesto sobre la mesa nuevos temas de investigación y han ampliado nuestro punto de vista sobre la idea del otro. En el fondo, todo viajero que escribe su relato es, por definición, un comparatista. La variedad de asuntos y problemas que plantea el estudio de esta literatura afecta a varias áreas de conocimiento e invita a organizar un máster. Historiadores de todas las épocas, estudiosos de la literatura de todas las tendencias y orientaciones, antropólogos, historiadores del arte y del libro deben participar en la empresa. El viaje es interdisciplinar por naturaleza.

La metamorfosis de los relatos de viaje es una buena muestra de que la literatura no es mera compilación de textos, sino cambio permanente. Estudiar la literatura de viajes significa estudiar sus cambios, sus diferentes orientaciones. Desde la Odisea a Ulyses de Joyce, desde el libro de Marco Polo a Las ciudades inventadas de Ítalo Calvino, desde los relatos de piratas y aventureros a la ciencia ficción, desde Vol de nuit a On the road, la literatura de viajes es, como dice Brunel69, una inmensa reserva para la literatura. Las posibilidades de investigación que ofrecen los viajes a la teoría literaria y la literatura comparada, la imagen del mundo que presentan, las informaciones de tipo histórico y antropológico que suministran, así como la apasionante relación con la literatura, son sólo algunos acicates para quienes se decidan a organizar un máster específico sobre este universo.








Bibliografía


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