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ArribaAbajoUn baile en Triana


-¡Ay señor mío! -respondió la Rufina
María-; si son de Nigromancia, me
pierdo por ellas, que nací en Triana
y sé echar las habas y andar el cedazo
y tengo otros principios mejores.


(El Diablo Cojuelo, tranco 8)                


En Andalucía no hay baile sin el movimiento de los brazos, sin el donaire y provocaciones picantes,de todo el cuerpo, sin la ágil soltura del talle, sin los quiebros de cintura, y sin lo vivo y ardiente del compás, haciendo contraste con los dormidos y remansos de los cernidos, desmayos y suspensiones. El batir de los pies, sus primores, sus campanelas, sus juegos, giros y demás menudencias, es como accesorio al baile andaluz, y no forman, como en la danza, la parte principal. La Gayarda, el Bran de Inglaterra, la Pavana, la Haya, y otras danzas antiguas españolas fundaban sólo su vistosidad y realce en la primera soltura y batir de los pies, y en el aire y galanía del pasear la persona.

Allí no había pasión, delirio, frenesí, como se pretende pintar en todos los bailes que desde muy antiguo han sido peculiares a España, singularmente en las provincias meridionales. Aquellas danzas tenían su lugar en la gala ceremoniosa del sarao; los bailes para el desenfado del festín, para la libertad del teatro. Sabido es que las saltatrices y bailarinas españolas, singularmente las cordobesas y gaditanas, eran las más celebradas de cuantas se presentaban en los teatros de la gentílica Roma; y tal habilidad y lo picante de los bailes se han ido transmitiendo de siglo en siglo, de generación en generación, hasta nuestros días. Acaso la configuración de la mujer andaluza, de pie breve, de cintura flexible, de brazos airosos, la hagan propia cual ninguna para tales ejercicios, y acaso su imaginación de fuego y voluptuosa, y su oído delicado y sensibilidad exquisita la conviertan en una Terpsícore peligrosa para revelar con sus movimientos los delirios del placer, en sus mudanzas los diversos grados y triunfos del amor, y en sus actitudes los misterios y bellezas de sus formas y perfiles. De cualquier modo que sea, ello es que estos bailes andaluces siempre mueven y fijan la curiosidad del extranjero que una vez los llegó a ver, y jamás sacian la ambición del que, por haber nacido en Andalucía, siempre los tuvo bajo su vista.

Pero de todo aquel país, Sevilla es la depositaria de los universos recuerdos de este género, el taller donde se funden, modifican y recomponen en otros nuevos los bailes antiguos, y la universidad donde se aprenden las gracias inimitables, la sal sin cuento, las dulcísimas actitudes, los vistosos volteos y los quiebros delicados del baile andaluz. En vano es que de las dos Indias lleguen a Cádiz nuevos cantares y bailes de distinta, aunque siempre de sabrosa y lasciva prosapia; jamás se aclimatarán, si antes pasando por Sevilla no dejan en vil sedimento lo demasiado torpe y lo muy fastidioso y monótono, a fuerza de ser exagerado. Saliendo un baile de la escuela de Sevilla, como de un crisol, puro y vestido a la andaluza, pronto se deja conocer y es admitido desde Tarifa a Almería y desde Córdoba a Málaga y Ronda. No por el continuo aluvión de nuevos bailes, ni de la recomposición de los unos, ni de la fusión de los otros, dejan de existir siempre los recuerdos y las imágenes más vivas de la antigua zarabanda chacona, Antón Colorado, y otros mil que mencionan los escritores desde el siglo XVI hasta el presente, desde Mariana hasta Pellicer. En el moderno bolero se encuentran recuerdos de aquellos bailes, y una de sus mudanzas más picantes conserva todavía el nombre de la Chacona. El Ole y la Tana son descendientes legítimos de la Zarabanda, baile que provocó excomuniones eclesiásticas, prohibiciones de los consejos, y que, sin embargo, resistía a tantos entredichos, y que si al parecer moría, volvía a resucitar tan provocativo como de primero. No hace muchos años que todavía se oyó cantar y bailar, por una cuadrilla de gitanos y gitanillas, en algunas ferias de Andalucía.

Estos bailes pueden dividirse en tres grandes familias, que según su condición y carácter pueden ser o de origen morisco, español o americano. Los de origen español pueden conocerse por su compás de dos por cuatro, vivo y acelerado, que se retrae por su aire antiguo al Pasacalle, y que, cantado en coplas octosílabas de cuatro o cinco versos, se parece mucho a la jota de Aragón y de Navarra. Los de alcurnia americana se revelan por su mayor desenvoltura, como provenientes de pueblo en que el pudor tenía pocas o ningunas leyes; pero entre todos estos bailes y cantares merecen llamar la atención (del que al través de estos usos y diversiones trate de estudiar el carácter de los pueblos y las vicisitudes que han corrido) los que conservan su filiación árabe y morisca. Estos se descubren por la melancólica dulzura de su música y canto, y por el desmayo alternado con vivísimos arrebatos en el baile.

Desde luego haremos notar que la Caña, que es el tronco primitivo de estos cantares, parece con poca diferencia palabra gannia, que en árabe significa el canto. Nadie ignora que la Caña es un acento prolongado que principia por un suspiro, y que después recorre toda la escala y todos los tonos, repitiendo por lo mismo un propio verso muchas veces y concluyendo con otra copla por un aire más vivo, pero no por eso menos triste y lamentable. Los cantadores andaluces, que por ley general lo son la gente de a caballo y del camino, dan la primera palma a los que sobresalen en la Caña, porque viéndose obligados a apurar el canto, como ellos dicen, o es preciso que tengan mucho pecho y facultades, o que pronto den al traste y se desluzcan. Por lo general, la Caña no se baila porque en ella el cantador o cantadora pretende hacer un papel exclusivo.

Hijos de este tronco son los oles, las tiranas, polos y las modestas serranas y tonadas. La copla, por lo regular, es de pie quebrado. El acto principia también por un suspiro, la guitarra o la tiorba rompe primero con un son suave y melancólico por mi menor, pasando alternativamente y sin variación la mano izquierda de una posición a otra, y la derecha hiere las cuerdas a lo rasgado, primero por lo dulce y blando, y después fuerte y airadamente, según la intención y sentido de la copla. El cantador o cantadora entra cuando bien le parece, y la bailadora, con sus

crótalos de granadillo o de marfil, rompe también sus movimientos con la introducción que tiene toda danza o baile que allí se llama paseo.

Y son muy de notar, por cierto, los toques y particularidades de este canto que, por lo mismo de ser tan melancólico y triste, manifiesta honda y elocuentemente que es de música primitiva. En él es verdad que no se encuentra el aliño, el afeite o la combinación estudiada e ingeniosa de la nota italiana; pero en cambio, ¡cuánto sentimiento, cuánta dulzura y qué mágico poder para llevar al alma a regiones desconocidas y apartadas de las trivialidades de la actualidad y del materialismo de lo presente! Por eso el cantador, arrobado también como el ruiseñor o el mirlo en la selva, parece que sólo se escucha a sí mismo, menospreciando la ambición de otro canto y de otra música vocinglera que apetece los aplausos del salón o del teatro, contentándose sólo con los ecos del apartamiento y de la soledad.

Al entrar en la copla el cantador, entra en mudanza la bailadora, ya sola, ya acompañada con su pareja, y los tocadores imprimen en las cuerdas aquellos sones que más les sugiere su buen gusto y su sensibilidad. En aquel punto el que baila, el que canta y el que toca se unen en un propio sentimiento, se arroban, se entusiasman, y este con sus trinos, aquella con sus movimientos, y el otro con sus suspiros y gorjeos tristísimos, de tal manera arrebatan a los concurrentes que todos prorrumpen en monosílabos de placer y en gritos de entusiasmo. Acaso algún decano, ya por sus años, o por su voz averiada, derribado de la plaza de cantandor, u otro aficionado que espera su turno para dar vuelo a su copla, con los dedos sobre la mesa, o con las palmas en alto, llevan el compas y medida de la orquesta, no perjudicando lo rústico de la traza al buen efecto y final resultado de aquella singularísima ópera.

Cuando los principales cantadores apuran sus fuerzas, se suspenden las tonadas y polos de punta, de dificultad y lucimiento, y entran en liza con la rondeña, o granadina, otros cantadores y cantadoras, de no tanta ejecución, pero no inferiores en el buen estilo. Después de pasar difíciles y peregrinas centurias, se ameniza de vez en cuando la fiesta con el canto de algún romance antiguo, conservado oralmente por aquellos trovadores no menos románticos que los de la Edad Media, romances que señalan con el nombre de corridas, sin duda por contraposición a los polos, tonadas y tiranas, que van y se cantan por coplas y estrofas sueltas. Acaso en estos romances se encuentran muchos de los comprendidos en el Romancero general, en el Cancionero de romances y otros, y acaso se conservan también algunos, que no se hallan en semejantes colecciones, pero que, a pesar de las mutilaciones y errores que tienen, revelan desde luego pertenecer al mejor tiempo de nuestra poesía peculiar. ¿Por qué se han conservado en Andalucía mejor que en Castilla u otras provincias estos cantares y romances? ¿Cómo es que preciosidades de la literatura y costumbres tan interesantes no se han recogido en las antiguas o modernas colecciones? Una respuesta sola hay para esto: la música oral los ha conservado así como los cánticos de Escocia y la poesía de otros pueblos. El averiguar por qué en Andalucía se conserva más resto de costumbres antiguas, más tradiciones caballerescas que en otras provincias antes restauradas de los moros, fuera asunto para una curiosa disertación.

En tanto, hallándome en Sevilla, y habiéndoseme encarecido sobre manera la destreza de ciertos cantadores, la habilidad de unas bailadoras, y sobre todo, teniendo entendido que podría oír algunos de estos romances desconocidos, dispuse asistir a una de estas fiestas. El Planeta, el Fillo, Juan de Dios, María de las Nieves, la Perla y otras notabilidades, así de canto como de baile, tornaban parte en la función. Era por la tarde, y en un mes de mayo fresco y florido. Atravesé con mi comitiva de aficionados el puente famoso de barcas para pasar a Triana, y a poco nos vimos en una casa que por su talle y traza recordaba la época de la conquista de Sevilla por San Fernando. El río bañaba las cercas del espacioso patio, cubiertas de madreselvas, arreboleras y mirabeles, con algún naranjero o limonero en medio de aquel cerco de olorosa verdura. La fiesta tenía su lugar y plaza en uno como zaguán que daba al patio.

En la democracia práctica que hay en aquel país, no causó extrañeza la llegada de gente de tan distinta condición de la que allí se encontraba en fiesta. Un ademán más obsequioso y rendido de parte de aquellos guapos, llevándose la mano al calañés, sirvió, de saludo, ceremonia, introducción y prólogo, y la fiesta proseguía cada vez más interesante. Entramos a punto en que el Planeta, veterano cantador, y de gran estilo, según los inteligentes, principiaba un romance o corrida después de un preludio de la vihuela y dos bandolines, que formaban lo principal de la orquesta, y comenzó aquellos trinos penetrantes de la prima, sostenidos con aquellos melancólicos dejos del bordón, compascado todo por una manera grave y solemne, y de vez en cuando, como para llevar mejor la medida, dando el inteligente tocador unos blandos golpes en el traste del instrumento, particularidad que aumenta la atención tristísima del auditorio. Comenzó el cantador por un prolongado suspiro, y después de una brevísima pausa dijo el siguiente lindísimo romance, del conde del Sol, que por su sencillez y sabor a lo antiguo bien demuestra el tiempo a que debe ser:


Grandes guerras se publican
entre España y Portugal,
y al conde del Sol le nombran
por capitán general.
La condesa, como es niña,
todo se le va en llorar.
-Dime, conde, cuántos años
tienes de echar por allá.
-Si a los seis años no vuelvo,
os podréis, niña, casar.
Pasan los seis y los ocho,
y los diez se pasarán,
y llorando la condesa
pasa así su soledad.
Estando en su estancia un día
la fue el padre a visitar.
-¿Qué tienes, hija del alma,
que no cesas de llorar?
-¡Padre, padre de mi vida,
por la del santo Grial,
que me deis vuestra licencia
para el conde ir a buscar.
-Mi licencia tenéis, hija,
cumplid vuestra voluntad.
Y la condesa, a otro día,
triste fue a peregrinar.
Anduvo Francia y la Italia,
tierras, tierras sin cesar.
Ya en todo desesperada
tornábase para acá,
cuando gran vacada un día
halló en un ancho pinar.
-Vaquerito, vaquerito,
por la Santa Trinidad,
que me niegues la mentira,
y me digas la verdad.
¿De quién es este ganado
con tanto hierro y señal?
-Es del conde el Sol, señora,
que hoy está para casar.
-Buen vaquero, buen vaquero,
¡así tu hato veas medrar!
Que tomes mis ricas sedas
y me vistas tu sayal.
Y tomándome la mano
a su puerta me pondrás
a pedirle una limosna
por Dios, si la quiere dar.
-Al llegar a los umbrales,
veis al conde que allí está,
cercado de caballeros,
que a la boda asistirán.
-Dadme, conde, una limosna.
El conde pasmado se ha:
-¿De qué país sois, señora?
-Soy de España natural.
-¿Sois aparición, romera,
que venisme a conturbar?
-No soy aparición, conde,
que soy tu esposa leal.
Cabalga, cabalga el conde,
la condesa en grupas va,
y a su castillo volvieron
salvos, salvos y en solaz.

La música con que se cantan estos romances es un' recuerdo morisco todavía. Sólo en muy pocos pueblos de la serranía de Ronda o de tierra de Medina y Jerez es donde se conserva esta tradición árabe, que se va extinguiendo poco a poco, y desaparecerá para siempre. Lo apartado de comunicación en que se encuentran estos pueblos de la serranía, y el haber en ellos familias conocidas por descendientes de moriscos, explican la conservación de estos recuerdos.

Después que concluyó el romance salió la Perla con su amante el Jerezano a bailar. El tan bien plantado en su persona cuanto lleno de majeza y boato en su vestir, y ella así picante en su corte y traza como lindísima en su rostro, y realzada y limpia en las sayas y vestidos. El Jerezano, sin sombrero, porque lo arrojó a los pies de la Perla para provocarla al baile, y ella, sin mantilla y vestida de blanco, comenzaron por el son de la rondeña a dar muestras de su habilidad y gentileza. El pie pulido de ella se perdía de vista, por giros y vueltas que describía, y por los juegos y primores que ejecutaba; su cabeza airosa, ya volviéndola gentilmente aliado opuesto de por donde serenamente discurría, ya apartándola con desdén y desenfado de entre sus brazos, ya orlándola con ellos, como queriéndola ocultar y embozarse ofrecía para el gusto las proporciones de un busto griego, para la imaginación las ilusiones de un sueño voluptuoso. Los brazos, mórbidos y de linda proporción, ora se columpiaban, ora los alzaba como en éxtasis, ora los abandonaba como en desmayo, ya los agitaba como en frenesí y delirio, ya los sublimaba o derribaba alternativamente como quien recoge flores o rosas que se le caen. Aquí doblaba la cintura allí trepaba el talle, por doquier se estremecía, por todas partes circulaba, ora blandamente, como cisne que hiende el agua, ora ágil y rápida, como sílfide que corta el aire. El bailador la seguía menos como rival en destreza que como mortal que sigue a una diosa. Los cantadores y cantadoras llovían coplas para provocar y multiplicar otras mudanzas y nuevas actitudes. Este cantaba aquello de:


Toma, niña, esta naranja,
que la cogí de mi huerto;
no la partas con cuchillo
que va mi corazón dentro.

Otro lo de:


Hermosa deidad, no llores,
de mi amor no tomes quejas,
que es propio de las abejas
picar donde encuentran flores.

El concurso se animaba, se enardecía, tocaba en el delirio. Uno recogía la pandereta, y volviéndola y revolviéndola entre los dedos, animaba el compás, diestra y donosamente. Aquel con las palmas sostenía la medida, y según costumbre, ganábase, para después del baile, con el tocador, un abrazo de la bailadora. Todos aplaudían, todos deliraban.

-¡Orza, orza!» -decía el uno-. ¡De este lado, bergantín empavesado!

Otro, al ver y gozarse de un movimiento picante, en una actitud de desenfado:

-Zas, puñalada rechiquita, pero bien dada.

De una parte exclamaban, pidiendo nuevas mudanzas:

-Máteme vuesa merced la curiana; ¡hágame vuesa merced el bien parado!

De otra, queriendo llevar el baile a la última raya del desenfado:

-¡Eche vuesa merced más ajo al pique! ¡Movimientos y más movimientos!...

¡Quién podrá explicar ni describir, ni el fuego, ni el placer, ni la locura, así como tampoco reproducir las sales y chistes que en semejantes fiestas y zambras rebosan por todas partes y se derraman a manos llenas y perdidamente!

Después de esta escena tan viva cantó el Fillo y cantó María de las Nieves las tonadas y sevillanas; se bailaron seguidilla y caleseras, y Juan de Dios. entonó el Polo Tobalo, acompañándole al final y como en coro los demás cantadores y cantadoras, cosa, por cierto, que no cede en efecto músico a las mejores combinaciones armónicas del maestro más famoso. Después de esta ópera toda española y andaluza, me retiré pesaroso por no haber podido oír los romances de Roldán y de Gerineldos, pues el tiempo había huido más rápidamente que lo que yo quisiera.

Alguno de los del festejo, que por más cortesía quiso venir en mi compañía y conserva, entendiendo mi curiosidad, que para ellos eran una nueva obligación por ver la importancia que yo daba atales cosas, me dijo con desenfado noble y con parla de la tierra:

-Padrino, no tome desabrimiento por tal niñería, puesto que el romance de Gerineldos lo sé de coro, y ya que no con discante y gorjeos, al menos se lo iré relatando al son y compás del pasitrote que llevamos.

-Que me place -dije ansiosamente a mi acompañante.

-Pues óigame, padrinito mío -me respondió con agrado, y así comenzó a relatar:


-Gerineldos, Gerineldos,
mi camarero pulido,
¡quién te tuviera esta noche
tres horas a mi servicio!
-Como soy vuestro criado,
señora, burláis conmigo.
-No me burlo, Gerineldos,
que de veras te lo digo.
-¿A cuál hora, bella infanta,
cumpliréis lo prometido?
-Entre la una y las dos,
cuando el rey esté dormido.
Levantose Gerineldos,
abre en secreto el rastrillo,
calza sandalias de seda
para andar sin ser sentido.
Tres vueltas le da al palacio
y otras tantas al castillo.
-Abráisme -dijo-, señora,
abráisme, cuerpo garrido.
-¿Quién sois vos el caballero
que llamáis así al postigo?
-Gerineldos soy, señora,
vuestro tan querido amigo.
Tomáralo por la mano,
a su lecho lo ha subido,
y besando y abrazando
Gerineldos se ha dormido.
Recordado había el rey
del sueño despavorido,
tres veces lo había llamado,
ninguna le ha respondido
-Gerineldos, Gerineldos,
mi camarero pulido,
si me andas en traición
trátasme como a enemigo;
o con la infanta dormías
o el alcázar me has vendido.
Tomó la espada en la mano,
con gran saña va encendido.
Fuérase para la cama
donde a Gerineldos vido.
Él quisiéralo matar,
mas criole desde niño.
Sacara luego la espada,
entre entrambos la ha metido
para que al volver del sueño
catasen que el yerro ha visto:
recordado hubo la infanta,
vio la espada y dio un suspiro.
-Recordad heis, Gerineldos,
que ya érades sentido,
que la espada de mi padre
de nuestro yerro es testigo.
Gerineldos va a su estancia,
le sale el rey de improviso:
-¿Dónde vienes, Gerineldos,
tan mustio y descolorido?
-Del jardín vengo, señor,
de coger flores y lirios,
y la rosa más fragante
mis colores ha comido.
-Mientes, mientes, Gerineldos,
que con la infanta has dormido,
testigo de ello mi espada.
En su filo está el castigo.

Justamente el último verso lo dijo el bardo de Triana pasando todos la puerta de este nombre para envainarnos por la calle de la Mar, en donde va fue preciso desmoronar la escuadra escogida de mis acompañantes, entrando yo en mi morada con los recuerdos y agradables ideas que estos cantos sugieren a la imaginación amante de tales baladas y tradiciones.




ArribaAbajoLa Celestina

ALICIA. -¡Ay, hermana mía, que mi madre Celestina parece; ay, válame la Virgen María; ay, no sea alguna fantasma que nos quiere matar!

CELESTINA. -¡Ay, bobas, y no hayáis miedo, que yo soy! Las mis hijas y los mis amores, venidme a abrazar y dad gracias que acá tornar me dejó.

AREUSA. -¡Ay, tía! Señora, espantadas nos tienes en ver cuanto dices, sino que vienes más vieja y más cana...

CELESTINA. -Sabed, hijos míos, que no vengo a descubrir los secretos de ella, sino a enmendar la vida de por acá para con las obras dar el ejemplo con aviso de lo que allá pasa, pues la misericordia fue de volverme al siglo a hacer penitencia...


(Segunda comedia de Celestina, escena IX)                




Allá cerca de los muros,
casi en cabo de la villa,
cosas han de maravilla
una vieja con conjuros;
porque tengamos seguros
los placeres cada día,
llámese Mari-García,
hace encantamientos duros.

Una casa pobre tiene;
vende huevos en cestilla;
no hay quien tenga amor en villa
que luego a ella no viene;
hagamos que nos ordene,
pues que sabe tantas tramas,
para que de nuestras famas
que nunca nada se suene.
Está en misa y procesiones,
nunca las pierde contino;
misas de alba yo imagino
jamás pierda los sermones;
son las más sus devociones
vísperas nonas, completas;
sabe cosas muy secretas
para mudar corazones.
Trae estambre de unas casas,
dalo a otras a hilar
y con achaque de entrar
ir preparando las masas;
finge que anda a vender pasas
a las dueñas y doncellas
por tener parte con ellas
con su rostro como brasas.


(RODRIGO DE REINOSA, Coplas de las comadres)                


Si Feliciano de Silva, para llevar a buen cabo los amores del caballero Filides y de la hermosa Poliandria, supo resucitar y tomar al mundo con más caudal de astucias, con mayor raudal de razones dulces y con número más crecido de trazas y de ardides, a la famosa Celestina, para asediar más estrechamente la honestidad y el recogimiento, embebecer y enlabiar la crédula hermosura, y para enredar entre los lazos del amor liviano y desenvuelto la inocencia y la virginidad, antemuradas y defendidas con el rigor de los padres y hermanos, y la vigilancia de las dueñas y madres, no semejará, por cierto, extraño que al cabo los años mil vuelva a dar muestras de sus tocas y de su siniestra persona, la primera y más famosa, comienzo, fin y epílogo de las andantes y tratantes en tercerías y tratos y enredos de amor. Y no diremos, pues, que Celestina ha resucitado, sino que Celestina nunca murió, y que de siglo en siglo, de edad en edad, de generación en generación, la vemos prolongar su endiablada vida, renovando sus trazas y dándoles otros y mejores aliños al son y compás que las costumbres y usos se renuevan. Con efecto, si recordamos todas aquellas aventuras, y el continente y talante de aquellos personajes que con sus apacible estilo nos pone ante los ojos, después de tanto tiempo, la inmortal tragicomedia de Calixto y Melibea, no podremos menos de conferir las unas y cotejar las otras con los sucesos por donde uno ha pasado y con muchas de las personas que en ellos intervinieron, sacando en claro una semejanza admirable, ya que no sea una identidad justa y como de molde. Y no es más sino que tal semejanza está inherente al propio ser y naturaleza de las cosas; porque sí los fuegos nocivos del amor siempre han de mortificar y consumir el pecho de los mancebos, y más de los que divierten la vida en recreaciones y entretenimientos de la vanidad ociosa, y esta enfermedad, como de germen intenso y semilla poderosa, ha de querer contaminar e inficionar a la causa y principio de ella, no hay más que para llegar a tan malvado y punible fin ha de valerse de los mismos medios por donde siempre se comunicó y llegó a inocular su fatal ponzoña; es decir, a emplear y hacer ministros de sus furores y liviana intención a las viejas interesadas, a los aviesos sirvientes y a las criadas más continuas y familiares de las principales damas y doncellas. Y de tan feas cataduras como llevan y parecen estos instrumentos de la liviandad y del desordenado amor, ninguna presenta bulto más siniestro ni rasgos más elocuentemente malvados como la vejez femenil, que apoyando su máquina cascada y su magra y repugnante persona en un bordón encorvado, para no caer en la losa de la sepultura a cada paso, torna placer incalificable y recóndita y maldita voluptuosidad en dar al traste con la entereza de las vírgenes y en descalabrar las honras y la fama de las doncellas.

Sólo en la especie humana es donde se encuentra ese tipo de maldad y de reprobación. Ni en las aves que pueblan los aires, ni en las alimañas que corren por el suelo, ni aun entre los reptiles que se arrastran entre el lodo y el cieno de las infectas lagunas y esteros, se hallará hembra alguna, entre tantas y tan diversas especies, que torne a su cargo el amaestramiento y enseñanza que en la familia humana desempeña tan gustosa cuanto espontáneamente la Celestina. Y es la causa que, como la inteligencia de los animales tiene un límite y un vallado estrecho, impuesto y levantado por la misma naturaleza, también han de ser de reducido alcance y de términos conocidos los instintos de su perversidad; pero como la razón humana, al contrario, abarca esos ámbitos inmensos por donde vuela y campea según sus propias inspiraciones, si estas, por móviles que no son del caso explicar, llegan a contaminarse con los hálitos del mal, son también inconmensurables y no sujetos a dimensión ni cálculo los grados de reprobación y maldad que llena y puede alcanzar. La mujer desenvuelta que en sus primeros años cumplió el oficio vil que sólo puede ser vencido en vileza por el empleo diabólico que ha de ejercer después; que borrando en su ánimo todas las nociones de lo bello y de lo noble no obedece ya más leyes que las impresiones más groseras y feroces; que, familiarizada, en fin, con todos los vicios y con todo el cinismo de la gente más perdida y baladí, de los galeotes, de los rufianes y demás fruta de cuelga que se cría y amamanta en las galeras y cárceles, es de derecho y por juro de heredad la llamada a desempeñar en su vejez el papel de Celestina, si antes la muerte no ha venido a sorprenderla, o con los horrores de enfermedades espantosas, o con la catástrofe del puñal o del cordel, que son las arras y dote que de sus desastrosas y desventuradas amantes suelen alcanzar y poseer. Mas para que la Celestina produzca la fascinación que en sus operaciones y oficios ha menester, para que ejerza ese imperio en la imaginación de los dolientes y rendidos de amor que a ella acudan pidiendo antídoto y consuelo, y para que su autoridad, por una parte, y sus suaves razones, por otra, logren abrirse las puertas de las clausuras, disipar las sospechas de guardianes, porteros, maderas y tías, y ablandar la condición dura y zahareña de las solitarias viudas, de las apartadas esposas y de las recogidas doncellas, se necesita que en el pueblo o ciudad en donde haga teatro de sus artes y hazañas, nadie sepa de dónde vino, nadie pueda fijar fecha a sus bautismos, todos duden si es santa o si es hechicera, cuenten muchas historias fabulosas de ella, diga aquel que una noche la vio cabalgando en una escoba escuadronada entre diez zánganos y cien brujas, refiera, por el contrario, otro que en la ermita del monte la encontró orando en arrobamiento divino a cuatro palmos del suelo y sirviéndole de peldaño y escabel un celaje de gloria y ambrosía, y todos, al encontrarla, salúdenla cortésmente si es de día y prueben un sentimiento indefinible de curiosidad y de horror si de noche la encuentran vagando temerosamente por las calles solitarias, por los atrios de las iglesias y en las afueras del pueblo al rayo de la luna entre alamedas o cementerios.

Establecida de tal manera la opinión y fama de nuestra heroína insigne, es estar ya la miel en su punto y presto el telar para la labor y menester. El tener en el magín los nombres y condiciones de las damas y caballeros principales de la villa, el conocer cuáles sean sus hábitos y flaquezas, el saberles sus aficiones presentes y las inclinaciones de antaño, el no ignorar las historias y aventuras de sus peregrinaciones y mocedades, son aditamentos, noticias y armas auxiliares que no deben faltar nunca de la memoria de Celestina para sacar fruto cumplido de sus trazas y poder llevar a buen cabo sus empresas. La compostura en el rostro y en los ademanes, la humildad en las tocas y sayas, y sobre todo un hablar dulce y compasado, ora amoroso y roncero, ora sentencioso y plagado de refranes y adagios, pusieran el sello de perfeccionar el tipo universal que retratamos, si no se nos quedara en el tintero la parte mecánica y manual de que debe ser diestra operaria y consumada maestra. Hablamos de los afeites, de los untos, de las lejías y de las hierbas que ha de saber confeccionar, de las poderosas artes, suertes y conjuros que ha de echar, y de la habilidad estupenda en que ha de ser sola para retrotraer a virgen la que fue mártir diez veces. Con la baraja en la mano ha de averiguar la vida pasada de cualquiera, los azares y sucesos que le han de sobrevenir, y los toques y encuentros en que al presente se halla, trabajando tales suertes la astuta vieja, bien por la manera del culebrón o bien por el poder de la cruz de Malta. Por el cedazo ha de encontrar y hacer hallazgo de toda prenda que se haya hecho perdidiza entre sus vecinas y comadres, y sendas nóminas y oraciones debe tener en la memoria para los alojamientos, madrejón, mal caduco y otros accidentes y dolencias. En su compañía no ha de ser ni hospedar más que esta o aquella sobrina, que por más estrechar el parentesco, no han de comunicarse sino con el tierno cuanto mentido remoquete de la mi madre, la mi hija. En fin, la casa ha de ubicar un paraje apartado, colindante con los campos y ejidos, y no lejos de las torres y campanarios en donde se dejan sentir a deshoras de la noche el reñir de las espadas y los acentos tristes y siniestros del búho y del cárabo. Supongamos, pues, que a tal nido y con huésped tan endiablado dentro cuanto nos imaginemos a Celestina, dirige sus pasos allá algún mancebo enamorado, de ánimo levantado, de riquezas muchas,, de airosa persona y agraciado gesto, y para quien cada su capricho y fantasía es una ley irrevocable y deuda que trae aparejada pronta e inmediatamente ejecución, sin haber alegatos ni fórmulas que la puedan evitar, entorpecer ni aplazar, aunque quieran hacerlos valer todos los abogados de la chancillería y los más fervorosos predicadores de todas las órdenes mendicantes. Finjamos, pues, que llega a la boca del infierno, queremos decir a la puerta de la caverna en donde reside y tiene asiento el hórrido serpentón de quien hacemos estudio y anatomía. Suenan los golpes repetidos en la puerta, y dice el mancebo:

-Maldición a la vieja. Mucho le dura la audiencia con su amor y señor el que se viste de encarnado y negro, y muy embebecida debe estar con la infernal visión, pues de otro modo la sacarán de su éxtasis los redoblados truenos, que no golpes, con que le bataneo la puerta. Mas apelemos a otro medio. Dejemos el guijarro y los golpes, y hagámosla oír y escuchar el sonido de los reales de a ocho y escudos que en esta bolsa se encubren y disfrazan, que si a su mágico estruendo no despierta y abre la trampa de esta cueva la malvada vieja, cierto es y no dudar que ya bajó a servir de ascua y tizón a la caldera de Pedro Botero, en donde con boca de sierpe morderá los dientes de las ruedas que atormenten, martiricen y dilaceren los miembros malditos de su cuerpo. Sonó el dinero, y ya creo escuchar algo de fragor por dentro.

CELESTINA. -Al punto voy, quienquiera que sea; allá voy, bajo al punto. ¡Qué sueño el mío! Vieja, pobre y sola, sueño de modorra. Entrad, entrad, señor gentilhombre, que la noche es húmeda y las siete cabrillas ya parecieron, y corre un relente que asaz embaraza y entorpece los miembros. Y creí haber escuchado algo del argén que caía. Dejádmelo buscar, señor, ante el lindar de la puerta. Buenas almas, sin duda que habrán querido socorrer a la pobre viuda.

MANCEBO. -Cierra la puerta, maldita que apacible está la noche para recibir el vaho de noviembre con sus nieves y ventisqueros, y más hombre que como a mí me has tenido hincado en el lodo de la rúa como astil de almotacén, y ya sabes tú, brujidiabla, que el dinero no cae ni bulle por los tejados y ventanas como el granizo que nos azota, sino que se encuentra solo en las ahuchas y escondrijos tuyos y de tus iguales o en los bolsillos de los caballeros. Helas, helas aquí esas gallardas piezas de plata y oro que son para ti, si tus servicios me son en ayuda y tan presto como mi voluntad requiere.

CELESTINA. -Líbreme Dios de alboroto de pueblo de ira de señor, y Dios me guarde de lanza de moro izquierdo y de mano de hidalgo de buen talle, y cornudo y apaleado y hacerlo bailar, y como dijo el otro, si os acuden con la vaquilla llegadeis con la soguilla, y blancas manos no ofenden, y de vos no se diga que sois como la zarza que da su fruto espinando, y antes cuéntese de vos que, si abrió la boca, la bolsa no la cerró, y hablad, señor, que, aunque humilde y pecadora, todavía tengo para mis bienhechores muchas romerías que dedicarles y grandes devociones orales y mentales para aplicación suya y de sus pecados, pues...

MANCEBO. -Calla, traidora, y no me mientas ni finjas. Si tengo paciencia para sufrir ante mis ojos tu maldita catadura, ¿no he de tener valor para sufrir en todo su desnudo la fealdad de tu alma? Aparte que no quiero ni pretendo por ahora cosa de mayor marca, pues ni pienso en robar esposa ni otorgada a hidalgo alguno de las cercanías, ni menos el escalar convento ni monasterio en busca de amores místicos. Quiero sólo hablar inocentemente con Teodora, la hermosa hija de Jacinto el labrador, que pronto va a casar con Antón el estudiante.

CELESTINA. -¿Y qué queréis decir a esa paloma sin hiel? Arrullos, sin duda, que ella aprenderá para repetírselos a su prometido después, celando, empero, el nombre del primer maestro. ¡Ah, ah, ah! Es muy picante, en verdad, el pensamiento de endonarle a un estudiante ladino, y con sus bártulos y baldos en la mollera, una esposa ya bien enseñada y amaestrada: esto me indujera a servir a otro cualquier garzón de ingenio vivo y de donaires, cuanto más a caballero que tan de antiguo obligada me tiene con sus graciosas palabras y dádivas ricas. Y no tardaré en visitar a Teodora y en volvérosla flexible como un guante de ámbar y azucarada como manjar de alcorza. ¡La otorgada de Antón! El sabihondo estudiante, el que con sus cálculos y astrolabios pretende defraudar la veracidad a mis pronósticos y buenaventuras, y que sus almanaques y horóscopos tengan más autoridad que mis profecías y conjuros. Allá veremos si su astrología le advierte la flor que le preparo, y si el horóscopo que ha de levantar sin duda la noche de sus bodas, le avisa del anzuelo que va a tragarse y de la obra que va a desbaratar, toda forjada y edificada por las artes, cuidado y traza de su amiga la Celestina. ¡Hi, hi, hi! ¡Qué burla tan extremada, y más cuando nos juntemos en corro a recordarla y reírla los tres personajes de la escena: la Teodora, este su enamorado, y yo, la desventurada vieja, que de tales regocijos sólo puedo haber noticias apartadas y de ningún útil ni provecho para este cuerpo ya desierto y deshabitado para las glorias del amor!...

Y la infernal meguera, dejando desvanecido entre sus imaginaciones licenciosas al desacordado mancebo, se lanza como saeta envenenada a dar en el blanco de su perverso intento.

Y si estos o muy semejantes son los introitos de tales aventuras, y en la que ofreceros por ejemplar hemos visto los pensamientos que animan a Celestina, los móviles que la deciden y los resortes que la disparan, conviene verla cual milano que cierne el vuelo sobre su inofensiva presa, cuál ronda ella también a su presunta víctima, cuál la fascina, cuál la convence y conviene, y cuál, primero con aliento suave, va prendiendo en el pecho de la doncella las primeras llamas del amor, hasta que, viéndolas alzarse con ahínco y cresta encendidas, las atiza y aviva con soplo desesperado y rabioso, hasta convertir en pavesas todos los obstáculos que el recogimiento y la honestidad pudieran oponer a tanto furor, y la conduce paciente y embebecida a la última perdición.

¿Y quién no ha de sentirse aguijado de curiosidad viva por oír a la embajadora de la maldad cuando, puesta en escena, se sabe abrir las puertas de los altos palacios, adormecer la vigilancia de los argos que custodian la honestidad, y acercándose a la hermosura depositaria de tanta virtud y excelencia, primero la hinche con vanagloria y soberbia encareciendo sus perfecciones, después le despierta la compasión por los fingidos tormentos del galán enamorado, luego la escandece y concita maligna y diestramente su rivalidad y femenil orgullo, hablándole de la afición que otras doncellas sus amigas o parientas abrigan por el embaidor temerario, cuya causa desordenada y licenciosa amadrina y procura; y, al fin, cuando observa todas aquellas maquinaciones y trazar a punto en día cierto y a plazo dado, hace hundir en el oprobio y vilipendio todo aquel sagrado, hasta allí inviolable, de altivez, de nobleza, de belleza y de virginidad! Hela aquí a la infernal arpía en su obra de iniquidad, y empleando embelecos de mayor y más subida traza, como que van encaminados a empresa en donde con el riesgo que se corre se pide habilidad grande, secreto mucho y ánimo muy sereno. Camina a hacer su presa en la honestidad de unas grandes señoras, y dice:

CELESTINA. -Allí se parescen y encuentran los palacios encumbrados en donde ha de conquistar ese vellocino que tanto valor tiene para este necio del garzón enamorado, pero gallardo y dadivoso a fe. Mas las puertas me las tienen tomadas aquellos dos sayones de criados, que acaso querrán oponerse a mi pacífica entrada.

UN PORTERO. -Es aquella la mala mujer de quien tantas hechicerías y malas artes se cuentan.

OTRO PORTERO. -¡Cómo mala mujer! Esa es la honra de la villa. Después de vísperas la encuentro todas las tardes encendiendo candelas en los cementerios.

OTRO PORTERO. -Es que va a ejercitar sus horribles misterios rebuscando dientes por la boca de los últimamente ajusticiados y... mas ya llega.

CELESTINA. -Sé de lo que tratabais entre vosotros. Mas la caduca vejez cierto nunca alcanzó loores y de mozos y de rufianes jamás le vino sino males; y en verdad que por eso os huyo tanto a vosotros y a vuestros iguales. Y si hoy toco por estos umbrales, fuérzame la voluntad, el mandato de vuestra señora, que al darme algo de limosna el día de la Epifanía, por mano de su bellísima hija en la capilla, me encargó con mucho encarecimiento ciertos recaudos de que le traigo buena cuenta. Y tú, Sigeril (a un portero), no te andes a deshoras de la noche dando músicas por la calle de San Román a la sobrina de Silveria, que los que mal te quieren arman celada contra tu vida. Y tú, Poveda (dirigiéndose al otro) ten más recaudo en las sisas que haces en la despensa y en las sangrías que cometes en la bodega, que ya el mayordomo tiene ojos fijos en ti, y sus ventores y sabuesos, gente de tu propia ralea y catadura, están ya a tu alcance, y mía fe si muy pronto no te desenzarcen y salteen, con gran placer de Doroteo que avizora tu plaza y ración, y ansía por ser tu sucesor y heredero...

LOS DOS PORTEROS. -Entrad, madre, entrad... ¡Al diablo con la vieja, y qué punto por punto nos sabe la vida, y qué noticias tan cabales tiene para escribir nuestras crónicas!

Y la Celestina, que ya dentro de aquel alcázar de la virtud y la inocencia se considera, prueba él mismo gozo que la garduña cuando a duras penas y trazas se ve y mira poseyendo y dominando un vivar de cándidas palomas; y encontrando en la próxima estancia a la matrona noble que como águila poderosa resguarda y custodia con sus alas el fruto de sus amores de las asechanzas de la sierpe, se arroja a sus pies y la dice:

-¡Ah, señora, báculo de la vejez, apoyo en la orfandad, amparo de los desvalidos y antemural y defensa de las doncellas!, ¿cómo atreverme a ofrecer ante tus ojos personas de achaques tantos como la mía, y vestiduras tan humildes como las que traigo, si tu benignidad de un lado y el traerte ocasión de emplear santamente los raudales de tu liberalidad cristiana no me dieran valor para salvar los umbrales de tu casa y para llegar hasta donde puedan mis labios besar la tierra que tus pies tocan? He aquí, señora -sacando un curioso canastillo de bajo de sus faldas-, de aquí en matizadas madejas de rico estambre el arco iris de todos los colores más vivos y el delgado viento hilado y puesto a punto de ser tejido en telas finísimas y transparentes. Obra es toda ella de dos recogidas y hermosas doncellas que combaten la liviandad y la seducción con el fruto de su rara habilidad y la tarea de sus manos. Y conociendo yo el peligro en que su estrechez ahora las arriesga, y contemplando también la astucia y deshonesta codicia de sus enamorados, que como lobos hambrientos las rodean y acechan para traerlas al trance vil de la deshonra, he querido anteponer y atravesar mis buenos oficios para desviar tamaño mal, y recogiendo de entre su labor y tarea estas ricas muestras de su cuidadosa habilidad, os las traigo para que, adquiriéndolas, amparéis aquellas pobres hermosuras, y se logre con el fruto riquísimo de tanto esmero la sin par beldad de vuestra hermosísima hija.

Y en verdad que estas palabras y sentidas razones hallarán acogida y buen recibimiento del corazón más desabrido, cuanto más de una principal señora tan amorosa y compasiva. Y divertidos sus ojos y embebecida su atención con el dibujo y variedad de los colores o con el artificio y extrañeza de cualquiera presente que le ofreciera aquella mensajera de la deshonestidad, o más bien queriendo hacer partícipe de su maravilla y gusto a la hija de sus entrañas, que por otras estancias más recónditas vagara distraída o recreándose entre las flores de los vergeles y jardines, ¿quién duda que, diligentemente, la hiciera llamar, poniendo así inadvertidamente la simple avecilla a tiro el veneno de la maligna sierpe? Y ya las cosas en tal estado, ¡cuán fácil no debe serle a ella el comenzar su obra de perversidad y producir el efecto que se propuso, fin, blanco y objeto adonde han ido enderezadas todas sus trazas y arterías!

-¡Oh ángel en hermosura -diría-, o cielo estrellado en todas horas, oh sol siempre suave y sereno, oh beldad sobrehumana, oh mujer celestial ante quien son lodo y barro todas las bellezas del mundo, oh flor, en fin, a cuyo lado se mustian y marchitan cuantas otras flores y rosas se mecen y ufanan con su necia hermosura en los demás alcázares de la villa y por los otros ámbitos de esta espaciosa provincia! Y ni el ébano es más negro que estas crenchas que bajan en tan gentil cabeza, y ni los ramos del lloroso sauce bajan con más copia y riqueza que estos rizos que casi quieren besar el suelo, sin reparar los necios que antes han pasado por tal garganta y por tal luciente espalda, de donde nunca debieran desenredarse amorosamente. Y dejadme, bellísima doncella, ya que la importunidad de estas criadas distraídas es ahora menos asidua, que me llegue más de cerca a contemplar tanta belleza, que la hermosura sin ser vista y admirada, loada y apetecida, fuera lo propio que dejar siempre en noche oscura las perfecciones que Dios derramó por la naturaleza. Mas ¡oh qué talle delgadísimo, tomado con tal aire y gentileza, y que descendiendo con perfiles de agradable y voluptuoso incremento hasta llegar a su asiento gracioso y lleno de donaire, conmueve al arrobamiento y a la adoración! ¡Y qué pie tan imposible por breve y tan breve, por su donosa figura y planta, para sostener templo tan arrogante de hermosura; y sin embargo, lo sostienen con señorío tal, que no parece sino que cuando huellan el suelo son emperadores de la tierra! Y no quiero relatar con mi lengua lo que esos nexos de mórbida encarnación me revelan de inefable belleza y de angelical estructura, hasta enlazar miembros tan perfectos con el sagrario divino y con el ser todo de tanta belleza, porque si su visión matara de placer a la mitad del mundo, la relación de tantos misterios matara de envidia a la otra mitad.

Si tales o semejantes razones no hayan de despertar ideas inusitadas en el pecho de mujer que se encuentra en la aurora de su vida, y que percibe vagamente el placer de amar y ser amada, y la satisfacción dulce de oírse celebrada y encarecida, son cosas que pueden dejarse a la consideración de la menos entendida. Y de aquí a deslindar y tocar los primeros propósitos de amor, y a presentar, como visión entre celajes, la imagen de algún noble caballero cuyo nombre sea bien familiar y conocido por su gentileza y gallardía, ya no hay más que un paso, porque tales cosas se tocan como eslabones de cadena eléctrica y como esta, rápidamente comunican sus ideas e impresiones. Por lo mismo no haya miedo que defraude con su pereza la Celestina la buena ocasión que su diligencia supo procurarse.

-Y no fue ciego, no, sino lince y muy lince -proseguiría la vieja- el garzón gentil que os alcanzó a mirar no ha mucho, una de estas mañanas, cogiendo lirios y rosas en el jardín, pues hasta las mínimas y ápices más remotos de tanta hermosura me las supo referir punto por punto el otro día que vino a encargarme algunas sus limosnas que él compasivamente distribuye todos los viernes, siendo yo el indigno instrumento que recoge para hacerlas llegar a los necesitados y cercados de pobreza. Y no sé cómo no le conozcáis, pues es el caballero justeante que tanta gloria y prez ganó en el último torneo, y que después con tanta gala y bizarría rindió dos toros con sus rejoncillos y espada, llevándose el aplauso de la fiesta, concitando la envidia de los caballeros y cautivando la voluntad de las damas. Pero de éstas no hay ninguna que fijar pueda caballero tan cortesano, y que a prendas tan cumplidas añade tanta riqueza y tales mayorazgos, si no es que la celebrada Ramira, vuestra prima, y que locamente presume contender con vos la palma de la hermosura, logra alguna correspondencia y hace venturoso señuelo de su amor del listón verde bordado con su mano, que le dejó caer al caballero cuando desalojaba la plaza.

Desde este punto avanzado, y ya en el interior recinto de la fortaleza, el éxito y final de la aventura ya se deja adivinar, y cualquier cronista podrá poner fin a la historia, sin que nosotros tomemos a nuestro cargo relación tan lastimosa.

Pero allí en donde la Celestina demuestra su condición verdadera, y donde le bulle y salta el gozo infernal que le procura ver la triste condición a que ha reducido sus víctimas, es cuando alguna de estas, recobrada de su sorpresa, burlada acaso en las esperanzas que había concebido de mirarse colmada de preseas y de dádivas, y despechada al contemplarse humillada sin poder salvar del naufragio en que ella misma ha puesto su honra, se presenta rabiosa, en cabellos, mesado el rostro, cárdeno con los golpes con que ella misma lo ha castigado, los ojos encendidos, el llanto convertido en globos de fuego, la vista traspuesta, y torciéndose las manos, se presenta, digo, a grito herido y con sollozos lastimeros delante de la infernal y regocijada vieja, que la recibe con extremos de amor y con palabras de miel que encubren, como ponzoña en flores, la ironía más amarga, así como el placer más diabólico.

-Por amor de mi vida -la dice- que no me llores de tan amarga manera. Mal sientan las lágrimas en las bodas, y bodas tan dulces y regocijadas cual las tuyas lo han sido, que aún todavía recuerdo ayer noche (pues tú me dejaste ver por el horado que para tales casos dejo en la puerta del teatro de tales bodas), todavía recuerdo, loquilla, que andabas colgada de la mano de tu enamorado para que volvieses a halagar los aladares de tus cabellos, que por ser tan rizos y copiosos, tienen gran vanidad y soberbia en ellos. Bien lo provocabas a nuevas obras, sin darte por vencida en tan agradable lucha, y tus ayes y lastimerías de muy diverso son eran, y por distinto tono se dejaban sentir que las presentes. Sin duda, él, desvanecido con su triunfo, no te habrá cumplido la promesa de te volver a ver hoy; pero déjalo llegar, bobilla, que antes ha de tornar a ti que no tú al estado que ayer tenías, que yo por mis artes sé y bien alcanzo que pájara quincena es mejor reclamo que canto de sirena, y los gustos del agraz gustos son para apurar, y lo que bien supo cuando empezó nunca luego ni presto se dejó: conque así, ovejuela mía, paloma sin hiel, toma huelgo y solaz aquí al par mío y al orete del fuego, y oyendo mis buenos preceptos y enseñanza, atiende a tu enamorado, que no tardará en parecer; que gato cominero presto halla al mur en el agujero; y en tanto, asienta bien las crenchas de ese pelo, que por ser tan luengo casi te lo atropellas, mete orden en esas tocas, refresca el rostro con agua de la fuente y toma un continente señoril y reposado para sobresaltar la atención y saltear la voluntad de aquel a quien aguardas, que cierto al verte con tal sosiego y tan lejos de las locuras y graciosidades picantes de la noche, muy mucho se la ha de regocijar la sangre en las venas y muy mucho se le han de despertar mil gustosas imaginaciones; pues a pernil, pernil, múdale la salsa y te sabrá a perdiz, y en tal extrañeza y en hacer la acometida por donde no hay gola ni coracina es como se vence y sojuzga ese capricho voluble de los hombres. Aprende, aprende, la mi hija, que doctrina y ejemplos te lloveré sobre tu cabeza como si fuesen arena; y si de poco acá comenzaste a saber y deprender, bueno es que pronto tomes borlas, si no de Salamanca o de Alcalá, al menos de las que en Sevilla, Valencia, Granada y Madrid Ponen las Garduñas, las Floras, las Elisas y otras doctoras, mis hermanas y mis iguales.

La desconsolada moza, que entre tal oleaje de palabras y malas razones, y por en medio de tanta burla y crueldad, no acierta ni a dar significado a las frases ni a descubrir en dónde está el sarcasmo o la verdad, la flecha envenenada de la burla o el bálsamo consolador de la esperanza, incierta en lo que ha de decir, conociendo su humillación, pero dudando de hallar tanta infamia en mujer, se deja caer sobre el asiento más inmediato, y prorrumpiendo en frenético llanto, exclama:

-¡He perdido mi honra, me han engañado vilmente!...

Innumerables fueran los cuadros que de sucesos tan trágicos y lastimosos pudieran sacarse a luz para escarmiento de los unos y aviso saludable de los otros. Y no nos hemos detenido más en ellos, casi por creerlo, si no de entera superfluidad, al menos de un lujo innecesario e inoportuno; porque felizmente, en los tiempos que alcanzamos, las costumbres han adelantado lo bastante para que la Celestina se considere como un peón que sobra y como pieza que no tiene aplicación. Las negociaciones de amor suelen hacerse ahora directamente y sin necesidad de mandato o procuraduría. Denos Dios larga vida para ver hasta dónde en este ramo podemos llegar progresando.






ArribaAbajoMariano José de Larra


ArribaAbajoEl café


Neque enim notare singulos mens est mihi,
Verum ipsam vitam et mores hominum ostendere.


(PHAEDR, Fab. Prol. I. III)                


No sé en qué consiste que soy naturalmente curioso; es un deseo de saberlo todo que nació conmigo, que siento bullir en todas mis venas, y que me obliga más de cuatro veces al día a meterme en rincones excusados por escuchar caprichos ajenos, que luego me proporcionan materia de diversión para aquellos ratos que paso en mi cuarto y -a veces en mi cama sin dormir; en ellos recapacito lo que he oído, y río como un loco de los locos que he escuchado.

Este deseo, pues, de saberlo todo me metió no hace dos días en cierto café de esta corte donde suelen acogerse a matar el tiempo y el fastidio dos o tres abogados que no podrían hablar sin sus anteojos puestos, un médico que no podría curar sin su bastón en la mano, cuatro chimeneas ambulantes que no podrían vivir si hubieran nacido antes del descubrimiento del tabaco: tan enlazada está su existencia con la nicociana, y varios de estos que apodan en el día con el tontísimo y chabacano nombre de lechuguinos, alias, botarates, que no acertarían a alternar en sociedad si los desnudasen de dos o tres cajas de joyas que llevan, como si fueran tiendas de alhajas, en todo el frontispicio de su persona, y si les mandasen que pensaran como racionales, que accionaran y se movieran como hombres, y, sobre todo, si les echaran un poco más de sal en la mollera.

Yo, pues, que no pertenecía a ninguno de estos partidos, me senté a la sombra de un sombrero hecho a manera de tejado que llevaba sobre sí, con no poco trabajo para mantener el equilibrio, otro loco cuya manía es pasar en Madrid por extranjero; seguro ya de que nadie podría echar de ver mi figura, que por fortuna no es de las más abultadas, pedí un vaso de naranja, aunque veía a todos tomar ponche o café, y dijera lo que dijera el mozo, de cuya opinión se me da dos bledos, traté de dar a mi paladar lo que me pedía, subí mi capa hasta los ojos, bajé el ala de mi sombrero, y en esta conformidad me puse en estado de atrapar al vuelo cuanta necedad iba a salir de aquel bullicioso concurso.

Se hablaba precisamente de la gran noticia que la Gaceta se había servido hacernos saber sobre la derrota naval de la escuadra turcoegipcia. Quién, decía que la cosa estaba hecha: «Esto ya se acabó; de esta vez, los turcos salen de Europa», como si fueran chiquillos que se llevan a la escuela: quién, opinaba que las altas potencias se mirarían en ello, y que la gran dificultad no estaba en desalojar a los turcos de su territorio, como se había creído hasta ahora, sino en la repartición de Turquía entre los aliados, porque al cabo decía, y muy bien, que no era queso: y, por último, hubo un joven ex militar de los de estos días, que cree que tiene grandes conocimientos en la Estrategia y que puede dar voto en materias de guerra por haber tenido varios desafíos a primera sangre y haberle favorecido en no sé qué encrucijada con un profundo arañazo en una mano, no sé si Marte o Venus; el cual dijo que todo era cosa de los ingleses, que era muy mala gente, y que lo que querían hacía mucho tiempo, era apoderarse de Constantinopla para hacer del Serrallo una Bolsa de Comercio, porque decía que el edificio era bastante cómodo, y luego hacerse fuertes por mar.

Pero no le parezca a nadie que decían esto como quien conjetura, sino que a otro que no hubiera estado tan al corriente de la petulancia de este siglo le hubieran hecho creer que el que menos se carteaba con el Gran Señor o, por el pronto, que tenía espías pagados en los gabinetes de la Santa Alianza, riendo estaba yo de ver cómo arreglaba la suerte del mundo una copa más o menos de ron, cuando un caballero que me veía sin duda fuera de la conversación y creyó que el desprecio de las opiniones dichas era el que me hacía callar, creyéndome de su partido se arrimó con un tono tan misterioso como si fuera a descubrirme alguna conjuración contra el Estado, y me dijo al oído, con un aire de importancia que me acabó de convencer de que también estaba tocado de la politicomanía:

-No dan en el punto, amigo mío; un niño que nació en el año 11, y que nació rey, reinará sobre los griegos; las potencias aliadas le están haciendo la cama para que se eche en ella; desengañémonos (como si supiera que yo estaba engañado): el Austria no podrá ver con ojos serenos que un nieto suyo permanezca hecho un particular toda su vida. ¿Qué tal? -como quien dice: ¿he profundizado? ¿He dado en el blanco?

Yo le dije que sí, que tenía razón, y, efectivamente, yo no tenía noticia alguna en contrario ni motivo para decirle otra cosa, y aun si no se hubiera separado de mí tan pronto, y con tanta frialdad como interés manifestó al acercarse, le hubiera aconsejado que no perdiese momentos y que hiciese saber sus intenciones a las altas potencias, las que no dejarían de tomarlas en consideración, y mucho más si, como era muy factible, no les hubiera ocurrido aún aquel medio tan sencillo y trivial de salir de rompimientos de cabeza con la Grecia.

Volví la cabeza hacia otro lado, y en una mesa bastante inmediata a la mía se hallaba un literato; a lo menos le vendían por tal unos anteojos sumamente brillantes, por encima de cuyos cristales miraba, sin duda porque veía mejor sin ellos, y una caja llena de rapé, de cuyos polvos, que sacaba con bastante frecuencia y que llegaba a las narices con el objeto de descargar la cabeza, que debía tener pesada del mucho discurrir, tenía cubierto el, suelo, parte de la mesa y porción no pequeña de su guirindola, chaleco y pantalones. Porque no quisiera que se me olvidase advertir a mis lectores que desde que Napoleón, que calculaba mucho, llegó a ser emperador, y que se supo podría haber contribuido mucho a su elevación el tener despejada la cabeza, y, por consiguiente, los puñados de tabaco que a este fin tomaba, se ha generalizado tanto el uso de este estornudorífico, que no hay hombre, que discurra que no discurra, que queriendo pasar por persona de conocimiento no se atasque las narices de este tan precioso como necesario polvo. Y volviendo a nuestro hombre:

-¿Es posible -le decía a otro que estaba junto a él y que afectaba tener frío porque, sin duda, alguna señora le había dicho que se embozaba con gracia-, es posible -le decía mirando a un folleto que tenía en las manos-, es posible que en España hemos de ser tan desgraciados o, por mejor decir, tan brutos? -en mi interior le di las gracias por el agasajo en la parte que me toca de español, y siguió-: Vea usted este folleto.

-¿Qué es?

-Me irrito; eso es insufrible -y se levantó y dio un golpe tremendo en la mesa para dar más fuerza a la expresión; golpe que hubiera sido bastante a trastornar todos los vasos si alguno hubiera habido; mirele de hito en hito, creyéndole muy interesado en alguna desgracia sucedida o un furioso digno de atar por no saber explicarse sino a porrazos, como si los trastos de nadie tuviesen la culpa de que en Madrid se publiquen folletos dignos de la indignación de nuestro hombre.

-Pero, señor don Marcelo, ¿qué folleto es ese, que altera de ese modo la bilis de usted?

-Sí, señor, y con motivo; los buenos españoles, los hombres que amamos a nuestra patria, no podemos tolerar la ignominia de que la cubren hace muchísimo tiempo esas bandadas de seudoautores, este empeño de que todo el mundo se ha de dar a luz, ¡maldita sea la luz! ¡Cuánto mejor viviríamos a oscuras que alumbrados por esos candiles de la literatura!

Aquí, todo el mundo reparó en la metáfora; pero nuestro hombre, que se creyó aplaudido tácitamente, y seguro de que su terminillo había tenido la felicidad de reasumir toda la atención de los concurrentes, prosiguió con más entereza:

-Jamás, jamás he leído cosa peor; abra usted, amigo, abra usted, la primera hoja; lea usted: «Carta de las quejas que da el noble arte de la imprenta, por lo que le degrada el señor redactor del Diario de Avisos.»¿Qué dice usted ahora?

-Hombre, la verdad: el objeto me parece laudable, porque yo también estoy cansado del señor diarista.

-Sí, señor, y yo también; no hay duda que el señor diarista da mucho pábulo a la sátira y a la cólera de los hombres sensatos; pero si el diarista, con su malísima impresión y sus disparatados avisos, degrada la imprenta, no sé qué es lo que hace el señor S. C. B. cuando emplea ese noble arte en indecencias como las que escribe; lea usted y verá el cuarto o quinto renglón «todo el auge de su esplendor», el sueldo de inválidas que deben gozar las letras, gracia que después nos repite en verso, el país de los pigmeos, los ojos de linces, el anteojo de Galileo para estrellas, los tatarabuelos de las letras, y otras mil chocarrerías y machadas, tantas como palabras, que ni venían al caso ni han hecho gracia a ningún lector, y que sólo prueban que el que las forjó tenía la cabeza más mal hecha que la peor de sus décimas, si es que hay alguna que se pueda llamar mejor; pues entre usted luego... vamos... yo me sofoco... El muy prosaico, ¿pues no se le antoja decir, después de habernos malzurcido un mediano pedazo de grana ajeno entre sus miserables retales, que tiene comercio con las musas, cuando en el Parnaso no le querrían ni para limpiar las inmundicias del Pegaso, no le darían entrada ni aun para recibir sus bien merecidas coces, y nos regala por muestra una cadena de décimas que no tienen más de verso que el estar partidos los renglones, y, después de mil insulseces y frías necedades, le da por imitar al señor Iriarte en el malísimo gusto de sus décimas disparatadas, como si tuviesen algo que ver los delirios de una cabeza enferma con la indolencia del señor diarista, y no ha leído la primera página del Arte poética de Horacio, que hasta los chicos saben de memoria, donde hubiera visto retratado su plan antes de escribirle tan descabelladamente, que no parece sino que se hicieron aquellos versos después de haber leído el folleto, aunque tengo para mí que si el señor Horacio hubiera sabido que tales hombres habían de escribir con el tiempo tales cosas, no la hubiera hecho, porque no está la miel para... etcétera, y ¿hay quien haya dado cerca de un real (ocho cuartos, treinta y dos maravedís) por tal sarta de sandeces? ¿Por qué no le han de volver a uno su dinero? Señores, no puedo más: o ese hombre tiene mala la cabeza, o nació sin ella.

Aquí, el hombre pensó echar los bofes por la boca, y yo me lo temí cuando le interrumpió el que estaba con él.

-Efectivamente, señor don Marcelo, y yo, si fuera usted, escribiría contra esos folletistas y les cardaría las liendres muy a mi sabor.

-¿Qué dice usted? ¿Merece acaso ese hombre que se hable de él en letras de molde? Eso sería, como él dice, degradar aún más que él y el diarista el arte de la imprenta; además, que si yo me pusiera a escribir, ¿dónde habría papel? Pues qué, ¿es el único que merece semejante tratamiento? Hace mucho tiempo que nos infestan autores insulsos; digo, ¡pues, la leccioncita de modestia...! Y, vamos, que siquiera allí hay gracias, hay sales de trecho en trecho; es verdad que, como dice Virgilio, sin que parezca gana de citar, apparent rari nantes in gurgite vasto. Sí, señor, pocas, pero las hay; también hay majaderías; tan pronto dice que no vale nada la comedia, como que es buena; las décimas son poco mejores que las del antidiarista; y, sobre todo, señores, yo no puedo ver con serenidad que haya hombres tan faltos de sentido que se empeñen en hacer versos, como sino se pudiera hablar muy racionalmente en prosa; al menos, una prosa mala se puede sufrir; pero, en materia de verso, lean lo que dice Boileau:


Il est dans tout autre art des dégrés différents,
On peut avec honneur remplir les seconds rangs,
Mais dans l'art dangereux de rimer et d'écrire
Il n'est point de dégré du médiocre au pire.

Y siguió:

-Si yo escribiera no dejaría tampoco en paz al autor de «Clavel histórico de mística fragancia, o, ramillete de flores cogido en el jardín espiritual en el día de San Juan» etc., siquiera por el título estrafalario, por esa hinchada e incomprensible metáfora, que hace cabeza de tanto disparate; y dale que ha de ser en verso, y que hasta los animales van a hablar en verso; y el autor petulante de la tragedia de Luis XVI. ¡Qué bien viene aquí el Quid feret?... de Horacio! ¿Se ha visto nunca modo más arrogante de alabarse a sí mismo en un cartel que forra los edificios de media calle?, y ¿para qué?, para producir versos prosaicos y una tragedia soporífera que debía hallarse en todas las boticas en lugar de opio; no digo nada, el de Orruc Barbarroja, cuyo autor se nos ha querido vender, y no menos petulantemente, por segundo Homero, con decir que es ciego; eso es una lástima; lo siento mucho; pero ¿qué culpa tienen las musas para que las asiente palos talmente de ciego? Pues ¿qué le parece a usted de otro título? No hace mucho tiempo que iba yo por la calle, pensando en cosa de muy poco valor, cuando levanto la cabeza y me hallo con un cartelón más grande que yo, que decía, con unas letras que dificulto se puedan escribir mayores: El té de las damas. ¿Querrán ustedes creer lo que voy a decir? Precisamente yo tengo una mujer demasiado afectada del histérico, y como este mal, es tan común en las señoras, vea usted que el deseo mismo me hizo consentir en que sería alguna medicina para algún mal de las mujeres; de modo, que me puse tan contento, creyendo haber encontrado la piedra filosofal, y sin leer más, ni donde se vendía siquiera, pensando hallarlo en los cafés, me dirigí al primero que encontré, interiormente regocijado de ver los adelantos que hace la Medicina; pregunté por un té que acaba de descubrirse, exclusivamente para las señoras; respondiome el mozo: «Señor, yo le sacaré a usted té; pero hasta la presente, el que tenemos en estas casas puede servir, y ha servido siempre, para señoras y para caballeros.» Creí, pues, hallarlo en alguna lonja, donde se rieron en mis hocicos; salí de aquí, y me Sucedió otro tanto en la droguería, en una botica. y, por último, desesperado de encontrarlo, volví a mi cartel y distinguí, ¡necio de mí!, con la mayor admiración, que era un libro. ¡Oh, cabeza redonda, exclamé, la que produjo este título! En España, donde las señoras ni toman té, si no es cuando se desmayan y no hay por casualidad a mano manzanilla, flores cordiales, salvia o cosa semejante de las que dicen que son buenas para tales casos, ni, por consiguiente, hablan reunidas al tomarle; pues ya que quería poner un título de cosa de comer o de beber, ¿por qué no dijo El chocolate de las damas? ¡Como si fuera preciso que para hablar unas señoras estuviesen tomando algo! ¡Pues no andan por ahí mil títulos rodando, que, a lo menos, no hacen reír y no puede equivocarse lo que pueda dar de sí la obra, como Tertulias en Chinchón, Noches de invierno, y caso que fuese para hablar de personas muertas, llamáralas primero Tertulias en los infiernos o Noches en el otro mundo, y no El té de las damas, título que, después de habernos abierto el apetito, nos deja con una cuarta de boca abierta!

«Pues qué, ¿le parece a usted que si yo me pusiera a escribir dejaría a nadie en paz? No, señor; tengo ya llenas las medidas; y volviendo a la «Carta», mire usted un asunto tan bonito, si podía haber criticado al señor diarista el no pasar la vista por los anuncios que le dan, para redactarlos de modo que no hagan reír, como cuando nos dice que se venden «zapatos para muchachos rusos», «pantalones para hombres lisos», «escarpines de mujer de cabra» y «elásticas de hombre de algodón». Cuando anuncia que el sombrero Fulano de Tal, «deseando acabar cuanto antes con su corta existencia, se propone dar sus sombreros más baratos»; que «una señora viuda quisiera entrar en una casa en clase de doncella, y que sabe todo lo perteneciente a este estado». Y hay más; aquí creo que he de traer una apuntacioncita que he tenido la curiosidad de hacer varios avisos»; lean ustedes:

«El lunes 8 del corriente, por la tarde, se perdió un librito encuadernado en papel de poesías alemanas, titulado Charitas, 20 de octubre.»

«En la posada de la Gallega Vieja, red de San Luis, número 20, hay un coche que caben seis asientos para Vitoria, Bilbao, Bayona, etc., 8 de noviembre.»

«En la calle del Baño, número 16, cuarto segundo, se venden desde hoy hasta el 12 del corriente, desde las diez de la mañana hasta el anochecer, pinturas originales de los pintores más clásicos y de varios tamaños, a precios equitativos.»

«Un matrimonio sin hijos, que saben servir perfectamente bien, y tienen quien les abonen, desean colocarse con un sacerdote u otros cualesquiera señores. 4 de octubre.»

«El día 2 del corriente se han perdido unos papeles desde la calle del Carmen hasta la iglesia del Buen Suceso, que contienen unas fees de matrimonio y bautismo de las parroquias de Santa Cruz y San Ginés.»

«El miércoles 10 del corriente se extraviaron del palco bajo número 8, en el teatro de la Cruz, unos anteojos dobles, su autor Lemiére, metidos en una caja de tafilete encarnado. 16 de octubre.»

«Se venden medias negras inglesas de estambre lisas, de hombre y mujer de superior calidad. Ídem.»

«Y sería nunca acabar; esto sólo es de octubre y noviembre. Lo del dinero está bien criticado, que yo también he tenido que poner algún aviso que otro y lo sé por mí, que no me lo han contado; y aunque no me duele el dinero cuando es preciso gastarlo, no hallo la razón por qué ha de mantener con mi sueldo al señor diarista, y que el tal señor se quede riendo de mí y de cuantos tenemos la desgracia de haber perdido lo que nos hacía falta.»

-Dice usted muy bien, señor don Marcelo, ha hablado usted mucho y muy bueno.

-¡Oh si hablo! Y dijera más si no me llamase mi obligación. (Esto dijo levantándose y sacando el reloj, y yo me hubiera alegrado que hubiera apuntado con una hora de adelanto, que ya me dolía la cabeza, al paso que me gustaba aquel hombre estrepitoso.) Amo - siguió-, amo demasiado a mi patria para ver con indiferencia el estado de atraso en que se halla; aquí nunca haremos nada bueno... y de esto tiene la culpa... quien la tiene... Sí, señor... ¡Ah! ¡Si pudiera uno decir todo lo que siente! Pero no se puede hablar todo... no porque sea malo, pero es tarde y más vale dejarlo... ¡Pobre España! Buenas noches señores.

Entre paréntesis, y antes que se me olvide, debo prevenir que la misma curiosidad de que hablé antes me hizo al día siguiente indagar, por una casualidad que felizmente se me vino a las manos, quién era aquel buen español tan amante de su patria, que dice que nunca haremos nada bueno porque somos unos brutos (y efectivamente que lo debemos ser, pues aguantamos esta clase de hipócritas); supe que era un particular que tenía bastante dinero, el cual había hecho teniendo un destino en una provincia, comiéndose el pan de los pobres y el de los ricos, y haciendo tantas picardías que le habían valido el perder su plaza ignominiosamente, por lo que vivía en Madrid, como otros muchos, y entonces repetí para mí su expresión «¡Pobre España!»... Buenos noches, señores.

Y volviendo a mi café, levanteme cansado de haber reunido tantos materiales para mi libreta; pero quise echar un vistazo, antes de marcharme, por varias mesas: en una se hallaba un subalterno vestido de paisano, que se conocía que huía de que le vieran, sin duda porque le estaba prohibido andar en aquel traje, al que hacían traición unos bigotes que no dejaba un instante de la mano, y los torcía, y los volvía a retorcer, como quien hace cordón, y apenas dejaba el vaso en el platillo cuando acudía con mucha prisa a los bigotes, como si tuviese miedo de que se le escapasen de la cara; hablaba en tono bastante bajo y como receloso de que le escucharan, aunque estaba en un rincón bastante retirado con una que parecía joven, y en cuyo examen no me quise detener mucho porque me hice prudentemente el cargo de que sería prima suya o cosa semejante.

Otro estaba más allá, afectando estar solo con mucho placer, indolentemente tirado sobre su silla, meneando muy de prisa una pierna sin saber por qué, sin fijar la vista particularmente en nada, como hombre que no se considera al nivel de las cosas que ocupan a los demás, con un cierto aire de vanidad e indiferencia hacia todo, que sabía aumentar metiéndose con mucha gracia en la boca un enorme cigarro, que se quemaba a manera de tizón, en medio de repetidas humaradas, que más parecían salir de un horno de tejas que de boca de hombre racional, y que, a pesar de eso, formaba la mayor parte de la vanidad del que le consumía, pues le debía haber costado el llenarse con él los pulmones de hollín más de un real.

Aparteme de él porque me fastidian los hombres vanos y no tenía gana de que me sofocara el humo que despedía; y en otra mesa reparé en otra clase de tonto que compraba los amigos que le rodeaban a fuerza de sorbetes, pagaba y bebía por vanidad, y creía que todos aquellos que se aprovechaban de su locura eran efectivamente amigos, porque por cada bebida se lo repetían un millón de veces; le habían hecho creer que tenía mucho talento, soltura, gracia, etc., y de este modo le hacían hacer un papel ridículo; él no conocía que nunca se granjea sino enemigos el que ofende el amor propio de los demás haciendo siempre el gasto, porque no hay uno que no quiera hallarse en el caso de hacerle para dar a los demás en cara; y como ésta es una situación envidiable, porque todos quieren ajar a los otros, sólo engendra odio hacia aquel que de este modo nos insulta, aunque saquemos partido por el pronto de su largueza; ni preveía que el día en que se le acabara el dinero serían aquellos mismos los primeros a ridiculizarle, a reírse en sus bigotes y a no hacerle más caso que si nunca le hubieran conocido. Vi que hacía ostentación de despreciar la vuelta que el mozo le dio, al mismo tiempo que una pobre anciana se le acercaba, pidiéndole alguno de aquellos cuartos que tanto despreciaba; y, efectivamente, vi que creyó cumplir con lo que debe a la humanidad el que tiene dinero, regalándola con un seco y repetido «perdone usted, hermana»; y dándola un empellón al levantarse, añadió:

Vamos; ya se habrá empezado la sinfonía, y en esta ópera es preciso sacar todo el jugo posible a los 12 reales y dos cuartos. ¡También es desgracia que haya tanto pobre! ¡A mí me parte el corazón; por todas partes no halla usted sino pobres!

Al fin, dije para mí, el otro tenía la cabeza huera, pero éste tiene el corazón en la lengua.

Púseme a mirar en seguida con bastante atención a otro mozalbete muy bien vestido, cuya fisonomía me chocó, y el mozo, que gustaba de hablar a veces conmigo porque le suelo dar algunos cuartos siempre que tomo algo, y que conoce mi curiosidad, se acercó y me dijo:

-¿Está usted mirando a aquel caballero?

-Sí, y quisiera saber quién es.

-Es un joven, como usted ve, muy elegante, que viene a tomar todos los días café; ponche, ron en abundancia, almuerzos, jamón, aceitunas; que convida a varios, habla mucho de dinero y siempre me dice, al salir, con una cara muy amistosa y al mismo tiempo de imperio: «Mañana le pediré a usted la cuenta», o «pasado mañana te daré lo que te debo». Hace ya medio año que sucede esto; yo, todavía no he visto la cruz a la moneda, y le busco, y le hablo, y nada, no consigo nada, y lo peor es que tiene uno más vergüenza que él, porque no me atrevo a decirle: «Págueme usted, o no le sirvo», y resulta que se luce con mi bolsillo; ¡oh!, y si fuera el único; pero hay muchos que, a trueque de conde, marqués, caballero, y a la capa de sus vestidos, nunca pagan si no es con muy buenas palabras. Y ¿qué ha de hacer usted?

-¡Bravo! ¿Y aquel otro que está ahora hablando con él?

-Sí, señor, ya sé... aquél, ¿eh?... Si supiera usted; sólo a usted se lo diría; pero, de todos modos, no le diré cómo se llama, ni quien es, que aunque usted me ve de mozo de café, también tengo mi poquito de miramiento y no quiero ajar la opinión de nadie.

-Diga usted, que si él no cuida de la suya, ¿por qué se la ha de conservar usted, importándole mucho menos?

-Pues aquel sujeto, ahí donde usted le ve tan bien vestido, suele traerme los días que hay apretura para ver la ópera algunos billetes, que le vendo por una friolera: al duplo o al triplo, según es aquélla; da una gratificación por una o dos docenas a quien se las proporciona a poco más del justo precio, y viene a sacar veinte, cuarenta o sesenta reales en luneta; estoy seguro que la Semíramis le ha valido más de tres onzas; luego suena que yo soy el vendedor, porque saca con mi mano el ascua, y él gana mucho y no pierde su opinión, y yo, de quien dicen que no la tengo porque se le figura a la gente que un hombre mal vestido o que sirve a los otros por precisión está dispensado de tener honor, gano poco dinero y no gano nada en crédito.

En esto salía yo ya, y al pasar por un pasillo me quedaba todavía que observar; tuve que hacer la vista gorda porque un mozo, creyendo que nadie le veía, estaba echando un poco de agua en una cafetera de leche, sin duda para quitarle la parte mantecosa, que siempre fastidia al paladar; y al tiempo de salir de un billar contiguo, que atravesé con mucha prisa por el humo del tabaco, la bulla y las malísimas trazas de los que pasan el día en dar tacazos a una bola al ronco y estrepitoso ruido del bombo, acompañado del continuo gritar «El 1, el 2, etc., y en herir los oídos de las personas sensatas con palabras tan superfluas como indecentes, tropecé, por desgracia, con un buen hombre a quien los años no dejan andar tan de prisa como él quisiera, y que, a pesar de eso, sé yo que no deja de ir hace la friolera de unos cuarenta años a su partida de billar o a ser espectador de la de los demás cuando el pulso no le permite jugar a él mismo; el tropezón fue fuerte por su natural torpeza, y no pude menos de exclamar, en la fuerza del dolor: «¿A qué vendrán estos hombres, cargados con tantos años como vicios, al billar, como si no hubiera iglesias en Madrid, o no tuviesen casa y mujer, sobrina o ama de quien despedirse para la otra vida?»

-Seguí quejándome hasta mi casa, sin ninguna gana de reír de mis observaciones como otros días, aunque siempre convencido de que el hombre vive de ilusiones y según las circunstancias, y sólo al meterme en la cama, después de apagar mi luz, y al conciliar el sueño, confesé, como acostumbro: «Este es el único que no es quimera en este mundo.»




ArribaAbajo¿Quién es el público y dónde se encuentra?

(Artículo mutilado, o sea refundido. Hermite de la Chaussé d'Antin.)



El doctor tú te lo pones,
El Montalván no le tienes,
Con que quitándote el don
Vienes a quedar Juan Pérez.


(Epigrama antiguo contra el doctor don Juan Pérez de Montalván)                


Yo vengo a ser lo que se llama en el mundo un buen hombre, un infeliz, un pobrecillo, como ya se echará de ver en mis escritos; no tengo más defecto, o llámese sobra si se quiere, que hablar mucho,. las más veces sin que nadie me pregunte mi opinión; váyase porque otros tienen el de no hablar nada, aunque se les pregunte la suya. Entremétome en todas partes como un pobrecito, y formo mi opinión y la digo, venga o no al caso, como un pobrecito. Dada esta primera idea de mi carácter pueril e inocentón, nadie extrañará que me halle hoy en mi bufete con gana de hablar, y sin saber qué decir; empeñado en escribir para el público, y sin saber quién es el público. Esta idea, pues, que me ocurre al sentir tal comezón de escribir será el objeto de mi primer artículo. Efectivamente, antes de dedicarle nuestras vigilias y tareas quisiéramos saber con quién nos las habemos.

Esa voz público que todos traen en boca, siempre en apoyo de sus opiniones, ese comodín de todos los partidos, de todos los pareceres, ¿es una palabra vana de sentido, o es un ente real y efectivo? Según lo mucho que se habla de él, según el papelón que hace en el mundo, según los epítetos que se le prodigan y las consideraciones que se le guardan, parece que debe de ser alguien. El público es ilustrado, el público es indulgente, el público es imparcial, el público es respetable: no hay duda, pues, en que existe el público. En este supuesto, ¿quién es el público y dónde se le encuentra?

Sálgome de casa con mi cara infantil y bobalicona a buscar al público por esas calles, a observarle, y a tomar apuntaciones en mi registro acerca del carácter, por mejor decir, de los caracteres distintivos de ese respetable señor. Paréceme a primera vista, según el sentido en que se usa generalmente esta palabra, que tengo de encontrarla en los días y parajes en que suele reunirse más gente. Elijo un domingo, y donde quiera que veo un número grande personas llámolo público o imitación de los demás. Este día un sin número de oficinistas y de gentes ocupadas o no ocupadas el resto de la semana, se afeita, se muda, se viste y se perfila; veo que a primera hora llena las iglesias, la mayor parte por ver y ser visto; observa a la salida las caras interesantes, los talles esbeltos, los pies delicados de las bellezas devotas, les hace señas, las sigue, y reparo que a segunda hora va de casa en casa haciendo una infinidad de visitas: aquí deja un cartoncito con su nombre cuando los visitados no están o no quieren estar en casa; allí entra, habla del tiempo, que no le interesa, de la ópera, que no entiende, etc. Y escribo en mi libro: «El público oye misa, el público coquetea (permítaseme la expresión mientras no tengamos otra mejor), el público hace visitas, la mayor parte inútiles, recorriendo casas, a donde va sin objeto, de donde sale sin motivo, donde por lo regular ni es esperado antes de ir, ni es echado de menos después de salir; y el público en consecuencia (sea dicho con perdón suyo) pierde el tiempo, y se ocupa en futesas»: idea que confirmo al pasar por la Puerta del Sol.

Entrome a comer en una fonda, y no sé por qué me encuentro llenas las mesas de un concurso que, juzgando por las facultades que parece tener para comer de fonda, tendrá probablemente en su casa una comida sabrosa, limpia, bien servida, etc., y me lo hallo comiendo voluntariamente, y con el mayor placer, apiñado en un local incómodo (hablo de cualquier fonda de Madrid), obstruido, mal decorado, en mesas estrechas, sobre manteles comunes a todos, limpiándose las babas con las del que comió media hora antes en servilletas sucias sobre toscas, servidas diez, doce, veinte mesas, en cada una de las cuales comen cuatro, seis, ocho personas, por uno o solos dos mozos mugrientos, mal encarados y con el menor agrado posible: repitiendo este día los mismos platos, los mismos guisos del pasado, del anterior y de toda la vida; siempre puercos, siempre mal aderezados; sin poder hablar libremente por respetos al vecino; bebiendo vino, o or mejor decir agua teñida o cocimiento de campeche abominable. Digo para mi capote: «¿Qué alicientes traen al público a comer a las fondas de Madrid?» Y me contesto: «El público gusta de comer mal, de beber peor, y aborrece el agrado, el aseo y la hermosura del local.»

Salgo a paseo y ya en materia de paseos me parece difícil decidir acerca del gusto del público, porque si bien un concurso numeroso, lleno de pretensiones, obstruye las calles y el salón del Prado. o pasea a lo largo del Retiro, otro más llano visita la casa de las fieras, se dirige hacia el río, o da la vuelta a la población por las rondas. No sé cuál es el mejor, pero sí escribo: «Un público sale por la tarde a ver y ser visto; a seguir sus intrigas amorosas ya empezadas, o enredar otras nuevas; a hacer el importante junto a los coches; a darse pisotones, y ahogarse en polvo; otro público sale a distraerse, otro a pasearse, sin contar con otro no menos interesante que asiste a las novenas y cuarenta horas, y con otro no menos ilustrado, atendidos los carteles, que concurre al teatro, a los novillos, al fantasmagórico Mantilla» y al Circo Olímpico.

Pero ya bajan las sombras de los altos montes, y precipitándose sobre estos paseos heterogéneos arrojan de ellos a la gente; yo me retiro el primero, huyendo del público que va en coche o caballo, que es el más peligroso de todos los públicos; y como mi observación hace falta en otra parte, me apresuro a examinar el gusto del público en materia de cafés. Reparo con singular extrañeza que el público tiene gustos infundados; le veo llenar los más feos, los más oscuros y estrechos, los peores, y reconozco a mi público de las fondas. ¿Por qué se apiña en el reducido, puerco y opaco café del Príncipe, y el mal servido de Venecia, y ha dejado arruinarse el espacioso y magnífico de Santa Catalina, y anteriormente el lindo del Tívoli, acaso mejor situados? De aquí infiero que el público es caprichoso.

Empero aquí un momento de observación. En esta mesa cuatro militares disputan, como si pelearan, acerca del mérito de Montes y de León, del volapié y del pasatoro; ninguno sabe de tauromaquia; sin embargo, se van a matar, se desafían, se matan en efecto por defender su opinión, que en rigor no lo es.

En otra, cuatro leguleyos que no entienden de poesía, se arrojan a la cara en forma de alegatos y pedimentos mil dicterios disputando acerca del género clásico y del romántico, del verso antiguo y de la prosa moderna.

Aquí cuatro poetas, que no han saludado el diapasón se disparan mil epigramas envenenados, ilustrando el punto poco tratado de la diferencia de la Tossi y de la Lalande, y no se tiran las sillas Por respeto al sagrado del café.

Allí cuatro viejos en quienes se ha agotado la fuente del sentimiento, avaros, digámoslo así, de su época, convienen en que los jóvenes del día están perdidos, opinan que no saben sentir como se sentía en su tiempo, y echan abajo sus ensayos, sin haberlos querido leer siquiera.

Acullá un periodista sin período, y otro periodista con períodos interminables, que no aciertan a escribir artículos que se vendan, convienen en la manera indisputable de redactar un papel que llene con su fama sus gavetas, y en la importancia de los resultados que tal o cual artículo, tal o cual vindicación debe tener en el mundo que no los lee.

Y en todas partes muchos majaderos, que no entienden de nada, disputan de todo.

Todo lo veo, todo lo escucho, y apunto con mi sonrisa, propia de un pobre hombre, y con perdón de mi examinando: «El ilustrado público gusta de hablar de lo que no entiende.»

Salgo del café, recorro las calles, y no puedo menos de entrar en las hosterías y otras casas públicas; un concurso crecido de parroquianos de domingo las alborota merendando o bebiendo, y las conmueve con su bulliciosa algazara; todas están llenas: en todas el Yepes y el Valdepeñas mueven las lenguas de la concurrencia, como el aire la veleta, y como el agua la piedra del molino; ya los densos vapores de Baco comienzan a subirse a la cabeza del público, que no se entiende a sí mismo. Casi voy a escribir en mi libro de memorias: «El respetable público se emborracha»; pero felizmente rómpese la punta de mi lápiz en tan mala coyuntura, y no siendo aquel lugar propio para afilarle, quédese in pectore mi observación y mi habladuría.

Otra clase de gente entretanto mete ruido en los billares, y pasa las noches empujando las bolas, de lo cual no hablaré, porque éste es de todos los públicos el que me parece más tonto.

Ábrese el teatro, y a esta hora cero que voy a salir para siempre de dudas, y conocer de una vez al público por su indulgencia ponderada, su gusto ilustrado, sus fallos respetables. Esta parece ser su casa, el templo donde emite sus oráculos sin apelación. Represéntase una comedia nueva; una parte del público la aplaude con furor: es sublime, divina; nada se ha hecho mejor de Moratín acá; otra la silba despiadadamente; es una porquería, es un sainete, nada se ha hecho peor desde Comella hasta nuestro tiempo. Uno dice: «Está en prosa, y me gusta sólo por eso; las comedias son la imitación de la vida; deben escribirse en prosa.» Otro: «Está en prosa y la comedia debe escribirse en verso, porque no es más que una ficción para agradar a los sentidos; las comedias en prosa son cuentecitos caseros, y si muchos las escriben así, es porque no saben versificarlas.» Este grita: «¿Dónde está el verso, la imaginación, la chispa de nuestros antiguos dramáticos? Todo eso es frío; moral insípida, lenguaje helado; el clasicismo es la muerte del genio.» Aquel clama: «¡Gracias a Dios que vemos comedias arregladas y morales! La imaginación de nuestros antiguos era desarreglada: ¿qué tenían? Escondidos, tapadas, enredos interminables y monótonos, cuchilladas, graciosos pesados, confusión de clases, de géneros; el romanticismo es la perdición del teatro: sólo puede ser hijo de una imaginación enferma y delirante.» Oído esto, vista esta discordancia de pareceres, ¿a qué me canso en nuevas indagaciones? Recuerdo que Latorre tiene un partido considerable, y que Luna, sin embargo, es también aplaudido sobre esas mismas tablas donde busco un gusto fijo; que en aquella misma escena los detractores de la Lalande arrojaron coronas a la Tossi, y que los apasionados de la Tossi despreciaron, destrozaron a la Lalande; y entonces ya renuncio a mis esperanzas. ¡Dios mío¡ ¿Dónde está ese público tan indulgente, tan ilustrado, tan imparcial, tan justo, tan respetable, eterno dispensador de la fama, de que tanto me han hablado; cuyo fallo es irrecusable, constante, dirigido por un buen gusto invariable, que no conoce más norma ni más leyes que las del sentido común, que tan pocos tienen? Sin duda el público no ha venido al teatro esta noche: acaso no concurre a los espectáculos.

Reúno mis notas, y más confuso que antes acerca del objeto de mis pesquisas, llego a informarme de personas más ilustradas que yo. Un autor silbado me dice, cuando le pregunto quién es el público: «Preguntadme más bien cuántos necios se necesitan para componer un público.» Un autor aplaudido me responde: «Es la reunión de personas ilustradas, que deciden en el teatro del mérito de las producciones literarias.»

Un escritor cuando le silban dice que el público no le silbó, sino que fue una intriga de sus enemigos, sus envidiosos, y éste ciertamente no es el público; pero si le critican los defectos de su comedia aplaudida, llama al público en su defensa; el público le ha aplaudido; el público no puede ser injusto; luego es buena su comedia.

Un periodista presume que el público está reducido a sus suscriptores, y en este caso no es grande el público de los periodistas españoles. Un abogado cree que el público se compone de sus clientes. A un médico se le figura que no hay más público que sus enfermos, y gracias a su ciencia este público se disminuye todos los días; y así de los demás; de modo que concluyo la noche sin que nadie me dé una razón exacta de lo que busco.

¿Será el público el que compra la Galería fúnebre de espectros y sombras ensangrentadas, y las poesías de Salas, o el que deja en la librería las Vidas de los españoles célebres, y la traducción de la Iliada. ¿El que se da de cachetes por coger billetes para oír a una cantatriz pinturera, o el que los revende? ¿El que en las épocas tumultuosas quema, asesina y arrastra, o el que en tiempos pacíficos sufre y adula?

Y esa opinión pública tan respetable, hija suya sin duda, ¿será acaso la misma que tantas veces suele estar en contradicción hasta con las leyes y con la justicia? ¿Será la que condena a vilipendio eterno al hombre juicioso que rehúsa salir al campo a verter su sangre por el capricho o la imprudencia de otro, que acaso vale menos que él? ¿Será la que en el teatro y en la sociedad se mofa de los acreedores en obsequio de los tramposos, y marca con oprobio la existencia y el nombre del marido que tiene la desgracia de tener una loca u otra cosa peor por mujer? ¿Será la que acata y ensalza al que roba mucho con los nombres de señor o de héroe, y sanciona la muerte infante del que roba poco? ¿Será la que fija el crimen en la cantidad, la que pone el honor del hombre en el temperamento de su consorte, y la razón en la punta incierta de un hierro afilado?

¿En qué consiste, pues, que para granjear la opinión de ese público se quema las cejas toda su vida sobre su bufete el estudioso e infatigable escritor, y pasa sus días manoteando y gesticulando el actor incansable? ¿En qué consiste que se expone a la muerte por merecer sus elogios el militar arrojado? ¿En qué se fundan tantos sacrificios que se hacen por la fama que de él se espera? Sólo concibo, y me explico perfectamente, el trabajo, el estudio que se emplean en sacarle los cuartos.

Llega empero la hora de acostarse, y me retiro a coordinar mis notas del día: léolas de nuevo, reúno mis ideas, y de mis observaciones concluyo:

En primer lugar, que el público es el pretexto, el tapador de los fines particulares de cada uno. El escritor dice que emborrona papel, y saca el dinero al público por su bien y lleno de respeto hacia él. El médico cobra sus curas equivocadas, y el abogado sus pleitos perdidos por el bien del público. El juez sentencia equivocadamente al inocente por el bien del público. El sastre, el librero, el impresor, cortan, imprimen y roban por el mismo motivo; y, en fin, hasta el... Pero ¿a qué me canso? Yo mismo habré de confesar que escribo para el público, so pena de tener que confesar que escribo para mí.

Y en segundo lugar, concluyo: que no existe un público único, invariable, juez imparcial, como se pretende; que cada clase de la sociedad tiene su público particular, de cuyos rasgos y caracteres diversos y aun heterogéneos se compone la fisonomía monstruosa del que llamamos público; que éste es caprichoso, y casi siempre tan injusto y parcial como la mayor parte de los hombres que le componen; que es intolerante al mismo tiempo que sufrido, y rutinero al mismo tiempo que novelero, aunque parezcan dos paradojas; que prefiere sin razón, y se decide sin motivo fundado; que se deja llevar de impresiones pasajeras; que ama con idolatría sin por qué, y aborrece de muerte sin causa; que es maligno y mal pensado, y se recrea con la mordacidad; que por lo regular siente en masa y reunido de una manera muy distinta que cada uno de sus individuos en particular; que suele ser su favorita la medianía intrigante y charlatana, y objeto de su olvido o de su desprecio el mérito modesto; que olvida con facilidad e ingratitud los servicios más importantes, y apremia con usura a quien le lisonjea y le engaña; y, por último, que con gran sinrazón queremos confundirle con la posteridad, que casi siempre revoca sus fallos interesados.




ArribaAbajoEl casarse pronto y mal

(Artículo del bachiller)


[Habrá observador el lector, si es que nos ha leído, que ni seguimos método, ni observamos orden, ni hacemos sino saltar de una materia en otra, como aquel que no entiende ninguna, cuando en mala prosa, cuando en versos duros, ya denunciando a la pública indignación necios y viciosos, ya afectando conocimiento del mundo en aplicaciones generales frías e insípidas. Efectivamente, tal es nuestro plan, en parte hijo de nuestro conocimiento del público, en parte hijo de nuestra nulidad.

-No tienen más defecto esos cuadernos -nos decía días pasados un hombre pacato que esa audacia incomprensible, ese atrevimiento cínico con que usted descarga su maza sobre las cosas más sagradas. Yo soy hombre moderado, y no me gusta que se ofenda a nadie. Las sátiras han de ser generales, y esa malignidad no puede ser hija sino de una alma más negra que la tinta con que escribe.

-Deme usted un abrazo -exclamaba otro de esos que por no haberse purificado lo ven todo con ojos de indignación-; así me gusta: esa energía nos sacará de nuestro letargo; duro en ellos. ¡Bribones!... Sólo una cosa me ha disgustado en sus números de usted; ese quinto número, en que ya empieza usted a adular.

-¿Yo adular? ¿Es adular decir la verdad?

-Cuando la verdad no es amarga, es una adulación manifiesta; corríjase usted de ese defecto, y nada de alabar, aunque sea una cosa buena, que ese no el camino del bolsillo del público.

-Economice usted los versos -me dice otro-; pasó el siglo de la poesía y de las ilusiones: el público de las Batuecas no está ahora para versos. Prosa, prosa mordaz y nada más.

-¡Qué buena idea -me dice otro- esa de las satirillas en tercetos! ¿Y seguirán? Es preciso resucitar el gusto a la poesía: al fin, siempre gustan más las cosas mientras mejor dichas están.

-¡Política -clama otro-; nada de ciencias ni artes! ¡En un país tan instruido como éste, es llevar agua al mar!

-¡Literatura -grita aquél-; renazca nuestro Siglo de Oro! Abogue usted siempre por el teatro, que ése es asunto de la mayor importancia.

-Déjese usted de artículos de teatros -responde un comerciante-. ¿Qué nos importa a los batuecos que anden rotos los poetas, y que se traduzca o no? ¡Cambios, y bolsa, y vales y créditos, y bienes N..., y empréstitos!

¡Dios mío! Dé usted gusto a toda esta gente, y escriba usted para todos. Escriba usted un artículo jovial y lleno de gracia y mordacidad contra los que mandan, en el mismo día en que sólo agradecimiento les puede uno profesar. Escriba usted un artículo misantrópico cuando acaban de darle un empleo. ¿Hay cosa entonces que vaya mal? ¿Hay mandón que le parezca a uno injusto, ni cosa que no esté en su lugar, ni nación mejor gobernada que aquella en que tiene uno un empleo? Escriba usted un artículo gratulatorio para agradecer a los vencedores el día en que se paró el carro de sus esperanzas, y en que echaron su memorial debajo de la mesa. ¿Hay anarquía como la de aquel país en que está uno cesante? Apelamos a la conciencia de los que en tales casos se hayan hallado. Que den diez mil duros de sueldo a aquel frenético que me decía ayer que todas las cosas iban al revés, y que mi patriotismo me ponía en la precisión de hablar claro; verémosle clamar que ya se pusieron las cosas al derecho, y que ya da todo más esperanzas. ¿Se mudó el corazón humano? ¿Se mudaron las cosas? ¿Ya no serán los hombres malos? ¿Ya será el mundo feliz? ¡Ilusiones! No, señor; ni se mudarán las cosas, ni dejarán los hombres de ser tontos, ni el mundo será feliz. Pero se mudó su sueldo, y nada hay más justo que el que se mude su opinión.

Nosotros, que creemos que el interés del hombre suele tener, por desgracia, alguna influencia en su modo de ver las cosas; nosotros, en fin, que no, creemos en hipocresías de patriotismo, le excusamos en alguna manera, y juzgamos que opinión es, moralmente, sinónimo de situación. Así que, respetando, como respetamos, a los que no participan de nuestro modo de pensar, daremos, para agradar a todos, en la carrera que hemos emprendido, artículos de todas clases, sin otra sujeción que la de ponernos siempre de parte de lo que nos parezca verdad y razón, en prosa y verso, fútiles o importantes, humildes o audaces, alegres y aun a veces tristes, según la influencia del momento en que escribimos; y basta de exordio: vamos al artículo de hoy, que será de costumbres, por más que confesernos también no tener para este género el buen talento del Curioso Parlante, ni la chispa de Jouy, ni el profundo conocimiento de Addison].

Así como tengo aquel sobrino de quien he hablado en mi artículo de empeños y desempeños, tenía otro [también] no hace mucho tiempo, que en esto suele venir a parar el tener hermanos. Éste era hijo de una mi hermana, la cual había recibido aquella educación que se daba en España no hace ningún siglo: es decir, que en casa se rezaba diariamente el rosario, se leía la vida del santo, se oía misa todos los días, se trabajaba los de labor, se paseaba [sólo] las tardes de los de guardar, se velaba hasta las diez, se estrenaba vestido el domingo de Ramos [se cuidaba de que no anduviesen las niñas balconeando], y andaba siempre señor padre, que entonces no se llamaba papá, con la mano más besada que reliquia vieja, y registrando los rincones de la casa, temeroso de que las muchachas, ayudadas de su cuyo, hubiesen a las manos algún libro de los prohibidos, ni menos aquellas novelas que, como solía decir, a pretexto de inclinar a la virtud, enseñan desnudo el vicio. No diremos que esta educación fuese mejor ni peor que la del día; sólo sabemos que vinieron los franceses, y como aquella buena o mala educación no estribaba en mi hermana en principios ciertos, sino en la rutina y en la opresión doméstica de aquellos terribles padres del siglo pasado, no fue necesaria mucha comunicación con algunos oficiales de la guardia imperial para echar de ver que si aquel modo de vivir era sencillo y arreglado, no era sin embargo el más divertido. ¿Qué motivo habrá, efectivamente, que nos persuada que debemos en esta corta vida pasarlo mal, pudiendo pasarlo mejor? Aficionóse mi hermana de las costumbres francesas, y ya no fue el pan pan, ni el vino vino; casose, y siguiendo en la famosa jornada de Vitoria la suerte del tuerto Pepe Botellas, que tenía dos ojos muy hermosos y nunca bebía vino, emigró a Francia.

Excusado es decir que adoptó mi hermana las ideas del siglo; pero como esta segunda educación tenía tan malos cimientos como la primera, y como quiera que esta débil humanidad nunca sepa detenerse en el justo medio, pasó del Año Cristiano a Pigault Lebrun, y se dejó de misas y devociones, sin saber más ahora porque las dejaba que antes porque las tenía. Dijo que el muchacho se había de educar como convenía; que podría leer sin orden ni método cuanto libro le viniese a las manos, y qué sé yo qué más cosas decía de la ignorancia y del fanatismo, de las luces y de la ilustración, añadiendo que la religión era un convenio social en que sólo los tontos entraban de buena fe, y del cual el muchacho no necesitaba para mantenerse bueno; que padre y madre eran cosa de brutos, y que a papá y mamá se les debía tratar de tú, porque no hay amistad que iguale a la que une a los padres con los hijos (salvo algunos secretos que guardarán siempre los segundos de los primeros, y algunos soplamocos que darán siempre los primeros a los segundos): verdades todas que respeto tanto o más que las del siglo pasado, porque cada siglo tiene sus verdades, como cada hombre tiene su cara.

No es necesario decir que el muchacho, que se llamaba Augusto, porque ya han caducado los nombres de nuestro calendario, salió despreocupado, puesto que la despreocupación es la primera preocupación de este siglo.

Leyó, hacinó, confundió; fue superficial, vano, presumido, orgulloso, terco, y no dejó de tomarse más rienda de la que se le había dado. Murió, no sé a qué propósito, mi cuñado, y Augusto regresó a España con mi hermana, toda aturdida de ver lo brutos que estamos por acá todavía los que no hemos tenido como ella la dicha de emigrar: y trayéndonos entre otras cosas noticias ciertas de cómo no había Dios, porque eso se sabe en Francia de muy buena tinta. Por supuesto que no tenía el muchacho quince años y ya galleaba en las sociedades, y citaba, y se metía en cuestiones, y era hablador y raciocinador como todo muchacho bien educado; y fue el caso que oía hablar todos los días de aventuras escandalosas y de los amores de Fulanito con la Menganita, y le pareció en resumidas cuentas cosa precisa para hombrear, enamorarse.

Por su desgracia acertó a gustar a una joven, personita muy bien educada también, la cual es verdad que no sabía gobernar una casa, pero se embaulaba en el cuerpo en sus ratos perdidos, que eran para ella todos los días, una novela sentimental, con la más desatinada afición que en el mundo jamás se ha visto; tocaba su poco de piano y cantaba su poco de aria de vez en cuando, porque tenía una bonita voz de contralto. Hubo guiños y apretones desesperados de pies y manos, y varias epístolas recíprocamente copiadas de la Nueva Eloísa; y no hay más que decir sino que a los cuatro días se veían dos inocentes por la ventanilla de la puerta y escurrían su correspondencia por las rendijas, sobornaban con el mejor fin del mundo a los criados, y por último, un su amigo, que debía de quererlo muy mal, presentó al señorito en la casa. Para colmo de desgracia, él y ella, que habían dado principio a sus amores porque no se dijese que vivían sin su trapillo, se llegaron a imaginar primero, y a creer después a pies juntillas, como se suele muy mal decir, que estaban verdadera y terriblemente enamorados. ¡Fatal credulidad! Los parientes, que previeron en qué podía venir a parar aquella inocente afición ya conocida, pusieron de su parte todos los esfuerzos para cortar el mal, pero ya era tarde. Mi hermana, en medio de su despreocupación y de sus luces, nunca había podido desprenderse del todo de cierta afición a sus ejecutorias y blasones, porque hay que advertir dos cosas: 1.º Que hay despreocupados por este estilo; y 2.º Que somos nobles, lo que equivale a decir que desde la más remota antigüedad nuestros abuelos no han trabajado para comer. Conservaba mi hermana este apego a la nobleza, aunque no conservaba bienes; y esta es una de las razones porque estaba mi sobrinito destinado a morirse de hambre si no se le hacía meter la cabeza en alguna parte, porque eso de que hubiera aprendido un oficio, ¡oh!, ¿qué hubieran dicho los parientes y la nación entera? Averiguose, pues, que no tenía la niña un origen tan preclaro, ni más dote que su instrucción novelesca y sus duettos, fincas que no bastan para sostener el boato de unas personas de su clase. Averiguó también la parte contraria que el niño no tenía empleo, y dándosele un bledo de su nobleza, hubo aquello de decirle:

-Caballerito, ¿con qué objeto entra usted en mi casa?

-Quiero a Elenita -respondió mi sobrino.

-¿Y con qué fin, caballerito?

-Para casarme con ella.

-Pero no tiene usted empleo ni carrera...

-Eso es cuenta mía.

-Sus padres de usted no consentirán...

-Sí, señor; usted no conoce a mis papás.

-Perfectamente; mi hija será de usted en cuanto me traiga una prueba de que puede mantenerla, y el permiso de sus padres; pero en el ínterin, si usted la quiere tanto, excuse por su mismo decoro sus visitas...

-Entiendo.

-Me alegro, caballerito.

Y quedó nuestro Orlando hecho una estatua, pero bien decidido a romper por todos los inconvenientes.

Bien quisiéramos que nuestra pluma, mejor cortada, se atreviese a trasladar al papel la escena de la niña con la mamá; pero diremos, en suma, que hubo prohibición de salir y de asomarse al balcón, y de corresponder al mancebo; a todo lo cual la malva respondió con cuatro desvergüenzas acerca del libre albedrío y de la libertad de la hija para escoger marido, y no fueron bastantes a disuadirla las reflexiones acerca de la ninguna fortuna de su elegido: todo era para ella tiranía y envidia que los papás tenían de sus amores y de su felicidad; concluyendo que en los matrimonios era lo primero el amor, que en cuanto a comer, ni eso hacía falta a los enamorados, porque en ninguna novela se dice que coman las Amandas y los Mortimers, ni nunca les habían de faltar una sopas de ajo.

Poco más o menos fue la escena de Augusto con mi hermana, porque aunque no sea legítima consecuencia, también concluía de que los padres no deben tiranizar a los hijos, que los hijos no deben obedecer a los padres: insisía en que era independiente; que en cuanto a haberle criado y educado, nada le debía, pues lo habla hecho por una obligación imprescindible; y a lo del ser que le había dado, menos, pues no se lo había dado por él, sino, por las razones que dicenuestro Cadalso, entre otras lindezas sutilísimas de este jaez.

Pero insistieron también los padres, y después de haber intentado infructuosamente varios medios de seducción y rapto, no dudó nuestro paladín, vista la obstinación de las familias, en recurrir al medio en boga de sacar a la niña por el vicario. Púsose el plan en ejecución, y a los quince días mi sobrino había reñido ya decididamente con su madre; había sido arrojado de su casa, privado de sus cortos alimentos, y Elena depositada en poder de una potencia neutral; pero se entiende, de esta especie de neutralidad que se usa en el día; de suerte que nuestra Angélica y Medoro se veían más cada día, y se amaban más cada noche. Por fin amaneció el día feliz; otorgóse la demanda; un amigo prestó a mi sobrino algún dinero, uniéronse con el lazo conyugal, estableciéronse en su casa, y nunca hubo felicidad igual a la que aquellos buenos hijos disfrutaron mientras duraron los pesos duros del amigo.

Pero ¡oh, dolor!, pasó un mes y la niña no sabía más que acariciar a Medoro, cantarle una aria, ir al teatro y bailar una mazurca; y Medoro no sabía más que disputar. Ello sin embargo, el amor no alimenta, y era indispensable buscar recursos.

Mi sobrino salía de mañana a buscar dinero,cosa más difícil de encontrar de lo que parece, y la vergüenza de no poder llevar a su casa con qué dar de comer a su mujer, le detenía hasta la noche. Pase. mos un velo sobre las escenas horribles de tan amarga posición. Mientras que Augusto pasa el día lejos de ella en sufrir humillaciones, la infeliz,consorte gime luchando entre los celos y la rabia. Todavía se quieren; pero en casa donde no hay harina todo es mohína; las más inocentes expresiones se interpretan en la lengua del mal humor como ofensas mortales; el amor propio ofendido es el más seguro antídoto del amor, y las injurias acaban de apagar un resto de la antigua llama que amortiguada en ambos corazones ardía; se suceden unos a otros los reproches; y el infeliz Augusto insulta a la mujer que le ha sacrificado su familia y su suerte, echándole en cara aquella desobediencia a la cual no ha mucho tiempo él mismo la inducía; a los continuos reproches se sigue en fin el odio.

¡Oh, si hubiera quedado aquí el mal! Pero un resto de honor mal entendido que bulle en el pecho,de mi sobrino, y que le impide prestarse para sustentar a su familia a ocupaciones groseras, no le impide precipitarse en el juego, y en todos los vicios y bajezas, en todos los peligros que son su consecuencia. Corramos de nuevo, corramos un velo sobre el cuadro a que dio la locura la primera pincelada, y apresurémonos a dar nosotros la última.

En este miserable estado pasan tres años, y ya tres hijos más rollizos que sus padres alborotan la casa con sus juegos infantiles. Ya el himeneo y las privaciones han roto la venda que ofuscaba la vista de los infelices: aquella amabilidad de Elena es coquetería a los ojos de su esposo; su noble orgullo, insufrible altanería; su garrulidad divertida y graciosa, locuacidad insolente y cáustica; sus ojos brillantes se han marchitado, sus encantos están bajados, su talle perdió sus esbeltas formas, y ahora conoce que sus pies son grandes y sus manos feas; ninguna amabilad, pues, para ella, ninguna consideración. Augusto no es a los ojos de su esposa aquel hombre amable y seductor, flexible y condescendiente; es un holgazán, un hombre sin ninguna habilidad, sin talento alguno, celoso y soberbio, déspota y no marido... en fin, ¡cuánto más vale el amigo generoso de su esposo, que les presta dinero y les promete aún protección! ¡Qué movimiento en él! ¡Qué actividad! ¡Qué heroísmo! ¡Qué amabilidad! ¡Qué adivinar los pensamientos y prevenir los deseos! ¡Qué no permitir que ella trabaje en labores groseras! ¡Qué asiduidad y qué delicadeza en acompañarla los días enteros que Augusto la deja sola! ¡Qué interés, en fin, el que se toma cuando le descubre, por su bien, que su marido se distrae con otra...!

¡Oh poder de la calumnia y de la miseria! Aquella mujer que, si hubiera escogido un compañero que la hubiera podido sostener, hubiera sido acaso una Lucrecia, sucumbe por fin a la seducción y a la falaz esperanza de mejor suerte.

Una noche vuelve mi sobrino a su casa; sus hijos están solos.

-¿Y mi mujer? ¿Y sus ropas?

Corre a casa de su amigo. ¿No está en Madrid? ¡Cielos! ¡Qué rayo de luz! ¿Será posible? Vuela a la policía, se informa. Una joven de tales y tales señas con un supuesto hermano han salido en la diligencia para Cádiz. Reúne mi sobrino sus pocos muebles, los vende, toma un asiento en el primer carruaje y hétele persiguiendo a los fugitivos. Pero le llevan mucha ventaja y no es posible alcanzarlos hasta el mismo Cádiz. Llega; son las diez de la noche; corre a la fonda que le indican, pregunta, sube precipitadamente la escalera, le señalan un cuarto cerrado por dentro; llama; la voz que le respondele es harto conocida y resuena en su corazón; redobla los golpes; una persona desnuda levanta el pestillo. Augusto ya no es un hombre, es un rayo que cae en la habitación; un chillido agudo le convence de que le han conocido; asesta una pistola, de dos que trae, al seno de su amigo, y el seductor cae revolcándose en su sangre; persigue a su miserable esposa, pero una ventana inmediata se abre y la adúltera, poseída del terror y de la culpa, se arroja, sin reflexionar, de una altura de más de sesenta varas. El grito de la agonía le anuncia su última desgracia y la venganza más completa; sale precipitado del teatro del crimen, y encerrándose antes de que le sorprendan, en su habitación, coge aceleradamente la pluma y apenas tiene tiempo para dictar a su madre la carta siguiente:

«Madre mía: Dentro de media hora no existiré; cuidad de mis hijos, y sí queréis hacerlos verdaderamente despreocupados, empezad por instruirlos... Que aprendan en el ejemplo de su padre a respetar lo que es peligroso despreciar sin tener antes más sabiduría. Si no les podéis dar otra cosa mejor, no les quitéis una religión consoladora. Que aprendan a domar sus pasiones y a respetar a aquellos a quienes le deben todo. Perdonadme mis faltas: harto castigado estoy con mi deshonra y mi crimen; harto cara pago mi falsa preocupación. Perdonadme las lágrimas que os hago derramar. Adiós para siempre.»

Acabada esta carta, se oyó otra dotación que resonó en toda la fonda, y la catástrofe que le sucedió me privó para siempre de un sobrino, que, con el más bello corazón, se ha hecho desgraciado a sí, y a cuantos le rodean.

No hace dos horas que mi desgraciada hermana, después de haber leído aquella carta, y llamándome para mostrármela, postrada en su lecho, y entregada al más funesto delirio, ha sido desahuciada por los médicos.

«Hijo... despreocupación... boda... religi... infeliz... « son las palabras que vagan errantes sobre sus labios moribundos. Y esta funesta impresión, que domina en mis sentidos tristemente, me ha impedido dar hoy a mis lectores otros artículos más joviales que para mejor ocasión les tengo reservados.

[Réstanos ahora saber si este artículo conviene a este país, y si el vulgo de lectores está en el taso de aprovecharse de esta triste anécdota. ¿Serán más bien las ideas contrarias a las funestas consecuencias que de este fatal acontecimiento se deducen las que deben propalarse? No lo sabernos. Sólo sabemos que muchos creen por desgracia que basta una ilustración superficial, cuatro chanzas de sociedad y una educación falsamente despreocupada para hacer feliz a una nación. Nosotros declaramos positivamente que nuestra intención al pintar los funestos efectos de la poca solidez de la instrucción de los jóvenes del día ha sido persuadir a todos los españoles que debemos tomar del extranjero lo bueno, y no lo malo, lo que está al alcance de nuestras fuerzas y costumbres, y no lo que les es superior todavía. Religión verdadera, bien entendida, virtudes, energía, amor al orden, aplicación a lo útil, y menos desprecio de muchas cualidades buenas que nos distinguen aún de otras naciones, son en el día las cosas que más nos pueden aprovechar. Hasta ahora, una masa que no es ciertamente la más numerosa, quiere marchar a la par de las más adelantadas de los países más civilizados; pero esta masa que marcha de esta manera no ha seguido los mismos pasos que sus maestros; sin robustez, sin aliento suficiente para poder seguir la marcha rápida de los países civilizados, se detiene ijadeando, y se atrasa continuamente; da de cuando en cuando una carrera para igualarse de nuevo caminando a brincos como haría quien saltase con los pies trabados, y semejante a un mal taquígrafo, que no pudiendo seguir la viva voz, deja en el papel inmensas lagunas, y no alcanza ni escribe nunca más que la última palabra. Esta masa, que se llama despreocupada en nuestro. país, no es, pues, más que el eco, la última palabra de Francia no más. Para esta clase hemos escrito nuestro artículo; hemos pintado los resultados de esta despreocupación superficial de querer tomar simplemente los efectos sin acordarse de que es preciso empezar por las causas; de intentar, en fin, subir la escalera a tramos; subámosla tranquilos, escalón por escalón, si queremos llegar arriba. «¡Qué otros van a llegar antes!», nos gritarán. ¿Qué mucho les responderemos, si también echaron a andar antes? Dejadlos que lleguen; nosotros llegaremos después, pero llegaremos. Mas si nos rompemos en el salto la cabeza, ¿qué recurso nos quedará?

Deje, pues, esta masa la loca pretensión de ir a la par con quien tantas ventajas le lleva; empiécese por el principio: educación, instrucción. Sobre estas grandes y sólidas bases se ha de levantar el edificio. Marche esa otra masa, esa inmensa mayoría que se sentó hace tres siglos; deténgase para dirigirla la arrogante minoría, a quien engaña su corazón y sus grandes deseos, y entonces habrá alguna remota vislumbre de esperanza.

Entretanto, nuestra misión es bien peligrosa: los que pretenden marchar adelante, y la echan de ilustrados, nos llamarán acaso del orden del apagador, a que nos gloriamos de no pertenecer, y los contrarios no estarán tampoco muy satisfechos de nosotros. Estos son los inconvenientes que tiene que arrostrar quien piensa marchar igualmente distante de los dos extremos: allí está la razón, allí la verdad; pero allí el peligro. En fin, algún día haremos nuestra profesión de fe: en el entretanto quisiéramos que nos hubieran entendido. ¿Lo conseguiremos? Dios sea con nosotros; y si no lo lográsemos, prometemos escribir otro día para todos.]




ArribaAbajoEl castellano viejo

Ya en mi edad pocas veces gusto de alterar el orden que en mi manera de vivir tengo hace tiempo establecido, y fundo esta repugnancia en que no he abandonado mis lares ni un solo día para quebrantar mi sistema, sin que haya sucedido el arrepentimiento más sincero al desvanecimiento de mis engañadas esperanzas. Un resto, con todo eso, del antiguo ceremonial que en su trato tenían adoptado nuestros padres, me obliga a aceptar a veces ciertos convites a que parecería el negarse grosería, o por lo menos ridícula afectación de delicadeza.

Andábase días pasados por esas calles a buscar materiales para mis artículos. Embebido en mis pensamientos, me sorprendí varias veces a mí mismo riendo como un pobre hombre de mis propias ideas y moviendo maquinalmente los labios; algún tropezón me recordaba de cuando en cuando que para andar por el empedrado de Madrid no es la mejor circunstancia la de ser poeta ni filósofo; más de una sonrisa maligna, más de un gesto de admiración de los que a mi lado pasaban, me hacía reflexionar que los soliloquios no se deben hacer en público; y no pocos encontrones que al volver las esquinas di con quien tan distraída y rápidamente como yo las doblaba, me hicieron conocer que los distraídos no entran en el número de los cuerpos elásticos, y mucho menos de los seres gloriosos e impasibles. En semejante situación de mi espíritu, ¿qué sensación no debería producirme una horrible palmada que una gran mano, pegada (a lo que por entonces entendí) a un grandísimo brazo, vino a descargar sobre uno de mis hombres, que por desgracia no tienen punto alguno de semejanza con los de Atlante?

[Una de esas interjecciones que una repentina sacudida suele, sin consultar el decoro, arrancar espontáneamente de una boca castellana, se atravesó entre mis dientes, y hubiérale echado redondo a haber estado esto en mis costumbres, y a no haber reflexionado que semejantes maneras de anunciarse, en sí algo exageradas, suelen ser las inocentes muestras de afecto o franqueza de este país de exabruptos.]

No queriendo dar a entender que desconocía este enérgico modo de anunciarse, ni desairar el agasajo de quien sin duda había creído hacérmela más que mediano, dejándome torcido para todo el día; traté sólo de volverme por conocer quién fuese tan mi amigo para tratarme tan mal; pero mi castellano viejo es hombre que cuando está de gracias no se ha de dejar ninguna en el tintero. ¿Cómo dirá el lector que siguió dándome pruebas de confianza y cariño? Echome las manos a los ojos y sujetándome por detrás: «¿Quién soy?», gritaba alborozado con el buen éxito de su delicada travesura. «¿Quién soy?» «Un animal [irracional]», iba a responderle; pero me acordé de repente de quién podría ser, y sustituyendo cantidades iguales:«Braulio eres», le dije.

Al oírme, suelta sus manos, ríe, se aprieta los ijares, alborota la calle y pónenos a entrambos en escena.

-¡Bien, mi amigo! ¿Pues en qué me has conocido?

-¿Quién pudiera sino tú...?

-¿Has venido ya de tu Vizcaya?

-No, Braulio, no he venido.

-Siempre el mismo genio. ¿Qué quieres? es la pregunta del español. ¡Cuánto me alegro de que estés aquí! ¿Sabes que mañana son mis días?

-Te los deseo muy felices.

-Déjate de cumplimientos entre nosotros; ya sabes que yo soy franco y castellano viejo; el pan pan y el vino vino; por consiguiente exijo de ti que no vayas a dármelos; pero estás convidado.

-¿A qué?

-A comer conmigo.

-No es posible.

-No hay remedio.

-No puedo -insisto ya temblando.

-¿No puedes?

-Gracias.

-¿Gracias? Vete a paseo; amigo, como no soy el duque de F..., ni el conde de P...

¿Quién se resiste a una [alevosa] sorpresa de esta especie? ¿Quién quiere parecer vano?

-No es eso, sino que...

-Pues si no es eso... -me interrumpe-, te espero a las dos: en casa se come a la española; temprano. Tengo mucha gente; tendremos al famoso X. que nos improvisará de lo lindo; T. nos cantará de sobremanera una rondeña con su gracia natural; y por la noche J. cantará y tocará alguna cosilla.

Esto me consoló algún tanto, y fue preciso ceder; un día malo, dije para mí, cualquiera lo pasa; en este mundo, para conservar amigos es preciso tener el valor de aguantar sus obsequios.

-No faltaré -dije con voz exánime y ánimo de caído, como el zorro que se revuelve inútilmente dentro de la trampa donde se ha dejado coger.

-Pues hasta mañana [mi Bachiller] -y me dio un torniscón por despedida.

Vile marchar como el labrador ve alejarse la nube de su sembrado, y quedeme discurriendo cómo podían entenderse estas amistades tan hostiles y tan funestas.

Ya habrá conocido el lector, siendo tan perspicaz como yo le imagino, que mi amigo Braulio está muy lejos de pertenecer a lo que se llama gran mundo y sociedad de buen tono; pero no es tampoco un hombre de la clase inferior, puesto que es un empleado de los de segundo orden, que reúne entre su sueldo y su hacienda cuarenta mil reales de renta; que tiene una cintita atada al ojal y una crucecita a la sombra de la solapa; que es persona, en fin, cuya clase, familia y comodidades de ninguna manera se oponen a que tuviese una educación más escogida y modales más suaves e insinuantes. Mas la vanidad le ha sorprendido por donde ha sorprendido casi siempre a toda o a la mayor parte de nuestra clase media, y a toda nuestra clase baja. Es tal su patriotismo, que dará todas las lindezas del extranjero por un dedo de su país. Esta ceguedad le hace adoptar todas las responsabilidades de tan inconsiderado cariño; de paso que defiende que no hay vinos como los españoles, en lo cual bien puede tener razón, defienda que no hay educación como la española, en lo cual bien pudiera no tenerla; a trueque de defender que el cielo de Madrid es purísimo, defenderá que nuestras manolas son las más encantadoras de todas las mujeres; es un hombre, en fin, que vive de exclusivas, a quien le sucede poco más o menos lo que a una parienta mía, que se muere por las jorobas sólo porque tuvo un querido que llevaba una excrecencia bastante visible sobre entrambos omoplatos.

No hay que hablarle, pues, de estos usos sociales, de estos respetos mutuos, de estas reticencias urbanas, de esa delicadeza de trato que establece entre los hombres una preciosa armonía, diciendo, sólo lo que debe agradar y callando siempre lo que puede ofender. Él se muere por plantarle una fresca al lucero del alba, como suele decir, y cuando tiene un resentimiento, se le espeta a uno cara a cara. Como tiene trocados todos los frenos, dice de los cumplimientos que ya sabe lo que quiere decir cumplo y miento; llama a la urbanidad hipocresía, y a la decencia monadas; a toda cosa buena le aplica un mal apodo; el lenguaje de la finura es para él poco más que griego: cree que toda la crianza está reducida a decir Dios guarde a ustedes al entrar en una sala, y añadir con permiso de usted cada vez que se mueve; a preguntar a cada uno por toda su familia, y a despedirse de todo el mundo; cosas todas que así se guardará él de olvidarlas como de tener pacto con franceses. En conclusión, hombres de estos que no saben levantarse para despedirse sino en corporación con alguno o algunos otros, que han de dejar humildemente debajo de una mesa su sombrero, que llaman su cabeza, y que cuando se hallan en sociedad por desgracia sin un socorrido bastón, darían cualquier cosa por no tener manos ni brazos, porque en realidad no saben, dónde ponerlos, ni qué cosa se puede hacer con los brazos en una sociedad.

Llegaron las dos, y como yo conocía ya a mi Braulio, no me pareció conveniente acicalarme demasiado para ir a comer; estoy seguro de que se hubiera picado: no quise, sin embargo, excusar un frac de color y un pañuelo blanco, cosa indispensable en un día de días [y] en semejantes casas; vestime sobre todo lo más despacio que me fue posible, como se reconcilia al pie del suplicio el infeliz reo, que quisiera tener cien pecados más cometidos que contar para ganar tiempo; era citado a las dos y entré en la sala a las dos y media.

No quiero hablar de las infinitas visitas ceremoniosas que antes de la hora de comer entraron y salieron en aquella casa, entre las cuales no eran de despreciar todos los empleados de su oficina, con sus señoras y sus niños, y sus capas, y sus paraguas, y sus chanclos, y sus perritos, déjome en blanco los necios cumplimientos que se dijeron al señor de los días; no hablo del inmenso círculo con que guarnecía la sala el concurso de tantas personas heterogéneas, que hablaron de que el tiempo iba a mudar, y de que en invierno suele hacer más frío que en verano. Vengamos al caso: dieron las cuatro y nos hallamos solos los convidados. Desgraciadamente para mí, el señor de X, que debía divertimos tanto, gran conocedor de esta clase de convites, había tenido la habilidad de ponerse malo aquella mañana; el famoso T se hallaba oportunamente comprometido para otro convite; y la señorita que tan bien había de cantar y tocar estaba ronca, en tal disposición que se asombraba ella misma de que se la entendiese una sola palabra, y tenía un panadizo en un dedo.¡Cuántas esperanzas. desvanecidas!

-Supuesto que estamos los que hemos de comer -exclamó don Braulio-, vamos a la mesa, querida mía.

-Espera un momento -le contestó su esposa casi al oído-, con tanta visita yo he faltado algunos, momentos de allá dentro y...

-Bien, pero mira que son las cuatro.

-Al instante comeremos.

Las cinco eran cuando nos sentábamos a la mesa.

-Señores -dijo el anfitrión al vernos titubear en nuestras respectivas colocaciones-, exijo la mayor franqueza; en mi casa no se usan cumplimientos. ¡Ah, Fígaro!, quiero que estés con toda comodidad; eres poeta, y además estos señores, que saben nuestras íntimas relaciones, no se ofenderán si te prefiero; quítate el frac, no sea que le manches.

-¿Qué tengo de manchar? -le respondí, mordiéndome los labios.

-No importa, te daré una chaqueta mía; siento, que no haya para todos.

-No hay necesidad.

-¡Oh!, sí, sí, ¡mi chaqueta! Toma, mírala; un poco ancha te vendrá.

-Pero, Braulio...

-No hay remedio, no te andes con etiquetas.

Y en esto me quita él mismo el frac, velis nolis, y quedo sepultado en una cumplida chaqueta rayada, por la cual sólo asomaba los pies y la cabeza, y cuyas mangas no me permitirían comer probablemente. Dile las gracias: ¡al fin el hombre creía hacerme un obsequio!

Los días en que mi amigo no tiene convidados se contenta con una mesa baja, poco más que banqueta de zapatero, porque él y su mujer, como dice, ¿para qué quieren más? Desde la tal mesita, y como se sube el agua del pozo, hace subir la comida hasta la boca, adonde llega goteando después de una larga travesía; porque pensar que estas gentes han de tener una mesa regular, y estar cómodos todos los días del año, es pensar en lo excusado ya se concibe, pues, que la instalación de una gran mesa de convite era un acontecimiento en aquella casa; así que, se había creído capaz de contener catorce personas que éramos una mesa donde apenas podrían comer ocho cómodamente. Hubimos de sentarnos de medio lado como quien va a arrimar el hombro a la comida, y entablaron los codos de los convidados íntimas relaciones entre sí con la más fraternal inteligencia del mundo. Colocaronme, por mucha distinción, entre un niño de cinco años, encaramado en unas almohadas que era preciso enderezar a cada momento porque las ladeaba la natural turbulencia de mi joven adlátere, y entre uno de esos hombres que ocupan en el mundo el espacio y sitio de tres, cuya corpulencia por todos lados se salía de madre de la única silla en que se hallaba sentado, digámoslo así, como en la punta de una aguja. Desdobláronse silenciosamente las servilletas, nuevas a la verdad, porque tampoco eran muebles en uso para todos aquellos buenos señores a los ojales de sus fraques como cuerpos intermedios entre las salsas y las solapas.

-Ustedes harán penitencia, señores -exclamó, el anfitrión una vez sentado-; pero hay que hacerse cargo de que no estamos en Genieys -frase que creyó preciso decir. Necia afectación es ésta, si es mentira, dije, yo para mí; y si verdad, gran torpeza convidar a los amigos a hacer penitencia.

Desgraciadamente no tardé mucho en conocer que había en aquella expresión más verdad de la que mi buen Braulio se figuraba. Interminables y de mal gusto fueron los cumplimientos con que para dar y recibir cada plato nos aburrimos unos a otros.

-Sírvase usted.

-Hágame usted el favor.

-De ninguna manera.

-No lo recibiré.

-Páselo usted a la señora.

-Está bien ahí.

-Perdone usted.

-Gracias.

-Sin etiqueta, señores -exclamó Braulio, y se echó el primero con su propia cuchara.

Sucedió a la sopa un cocido surtido de todas las sabrosas impertinencias de este engorrosísimo, aunque buen plato; cruza por aquí la carne; por allá la verdura; acá los garbanzos; allá el jamón; la gallina por derecha; por medio del tocino; por izquierda los embuchados de Extremadura. Siguiole un plato de ternera mechada, que Dios maldiga, y a éste otro y otros y otros; mitad traídos de la fonda, que esto basta para que excusemos hacer su elogio, mitad hechos en casa por la criada de todos los días, por una vizcaína auxiliar tomada al intento para aquella festividad y por el ama de la casa, que en semejantes ocasiones debe estar en todo, y por consiguiente suele no estar nada.

-Este plato hay que disimularle -decía ésta de unos pichones-; están un poco quemados.

-Pero, mujer...

-Hombre, me aparté un momento, y ya sabes lo que son las criadas.

-¡Qué lástima que este pavo no haya estado media hora más al fuego! Se puso algo tarde.

-¿No les parece a ustedes que está algo ahumado este estofado?

-¿Qué quieres? Una no puede estar en todo.

-¡Oh, está excelente! -exclamábamos todos dejándonoslo en el plato- ¡Excelente!

-Este pescado está pasado.

-Pues en el despacho de la diligencia del fresco dijeron que acababan de llegar. ¡El criado es tan bruto!

-¿De dónde se ha traído este vino?

-En eso no tienes razón, porque es...

-Es malísimo.

Estos diálogos cortos iban exornados con una infinidad de miradas furtivas del marido Para advertirle continuamente a su mujer alguna neglicencia, queriendo darnos a entender [a todos ] entrambos a dos que estaban muy al corriente de todas las fórmulas que en semejantes casos se reputan finura, y que todas las torpezas eran hijas de los criados, que nunca han de aprender a servir. Pero estas negligencias se repetían tan a menudo, servían tan poco ya las miradas, que le fue preciso al marido recurrir a los pellizcos y a los pisotones y ya la señora, que a duras penas había podido hacerse superior hasta entonces a las persecuciones de su esposo tenía la faz encendida y los ojos llorosos.

-Señora, no se incomode usted por eso- le dijo el que a su lado tenía.

-¡Ah!, les aseguro a ustedes que no vuelvo a hacer estas cosas en casa: ustedes no saben lo que es esto: otra vez, Braulio, iremos a la fonda y no tendrás...

Usted, señora mía, hará lo que...

-¡Braulio! ¡Braulio!

Una tormenta espantosa estaba a punto de estallar; empero todos los convidados a porfía probamos a aplacar aquellas disputas, hijas del deseo de dar a entender la mayor delicadeza, para lo cual no fue poca parte la manía de Braulio y la expresión concluyente que dirigió de nuevo a la concurrencia acerca de la inutilidad de los cumplimientos, que así llamaba él a estar bien servido y al saber comer. ¿Hay nada más ridículo que estas gentes que quieren pasar por finas en medio de la más crasa ignorancia de los usos sociales; que para obsequiarle le obligan a usted a comer y beber por fuerza, y no le dejan medio de hacer su gusto? ¿Por qué habrá gentes que sólo quieren comer con alguna más limpieza los días de días?

A todo esto, el niño que a mi izquierda tenía, hacía saltar las aceitunas a un plato de magras con tomatey una vino a parar a uno de mis ojos, que no volvió a ver claro en todo el día: y el señor gordo de mi derecha había tenido la precaución de ir dejando en el mantel, al lado de mi pan, los huesos de las suyas, y los de las aves que había roído; el convidado de enfrente, que se preciaba de trinchador, se había encargado de hacer la autopsia de un capón, o sea, gallo, que esto nunca se supo: fuese por los ningunos conocimientos anatómicos del victimario, jamás parecieron las coyunturas. «Este capón no tiene coyunturas», exclamaba el infeliz sudando y forcejeando, más como quien cava que como quien trincha. ¡Cosa más rara! En una de las embestidas resbaló el tenedor sobre el animal como si tuviera escama, y el capón, violentamente despedido, pareció querer tomar su vuelo como en sus tiempos más felices, y se posó en el mantel tranquilamente como pudiera en un palo de un gallinero.

El susto fue general, y la alarma llegó a su colmo cuando un surtidor de caldo, impulsado por el animal furioso, saltó a inundar mi limpísima camisa: levántase rápidamente a este punto el trinchador con ánimo de cazar el ave prófuga, y al precipitarse sobre ella, una botella que tiene a la derecha, con la que tropieza su brazo, abandonando su posición perpendicular, derrama un abundante caño de Valdepeñas sobre el capón y el mantel; corre el vino, auméntase la algazara, llueve la sal sobre el vino para salvar el mantel; para salvar la mesa se ingiere por debajo de él una servilleta, y una eminencia se levanta sobre el teatro de tantas ruinas. Una criada toda azorada retira el capón en el plato de su salsa;al pasar sobre mí hace una pequeña inclinación, y una lluvia maléfica de grasa desciende, como el rocío sobre los prados, a dejar eternas huellas en mi pantalón color de perla; la angustia y el aturdimiento de la criada no conocen término; retírase atolondrada sin acertar con las excusas; al volverse tropieza con el criado que traía una docena de platos limpios y una salvilla con las copas para los vinos generosos, y toda aquella máquina viene al suelo con el más horroroso estruendo y confusión. «¡Por San Pedro!», exclama dando una voz Braulio, difundida ya sobre sus facciones una palidez mortal, al paso que brota fuego el rostro de su esposa. «Pero sigamos, señores, no ha sido nada», añade volviendo en sí.

¡Oh, honradas casas donde un modesto cocido y un principio final constituyen la felicidad diaria de una familia, huid del tumulto de un convite de día de días! Sólo la costumbre de comer y servirse bien diariamente puede evitar semejantes destrozos.

¿Hay más desgracias? ¡Santo cielo! Sí, las hay para mí, ¡infeliz! Doña Juana, la de los dientes negros y amarillos, me alarga de su plato y con su propio tenedor una fineza, que es indispensable aceptar y tragar, el niño se divierte en despedir a los ojos de los concurrentes los huesos disparados de las cerezas; don Leandro me hace probar el manzanilla exquisito, que he rehusado, en su misma copa, que conserva las indelebles señales de sus labios grasientos; mi gordo fuma ya sin cesar y me hace cañón de su chimenea; por fin, ¡oh última de las desgracias!, crece el alboroto y la conversación, roncas ya las voces, piden versos y décimas y no hay más poeta que Fígaro.

-Es preciso.

-Tiene usted que decir algo -claman todos.

-Dese pie forzado; que diga una copla a cada una.

-Yo le daré el pie: A don Braulio en este día.

-Señores, ¡por Dios!

-No hay remedio.

-En mi vida he improvisado.

-No se haga usted el chiquito. -Me marcharé.

-Cerrar la puerta.

-No se sale de aquí sin decir algo. y digo versos por fin, y vomito disparates, y los celebran, y crece la bulla y el humo y el infierno.

A Dios gracias, logro escaparme de aquel nuevo Pandemonio. Por fin, ya respiro el aire fresco y desembarazado de la calle; ya no hay necios, ya no hay castellanos viejos a mi alrededor.

¡Santo Dios, yo te doy [las] gracias, exclamo respirando, como el ciervo que acaba de escaparse de una docena de perros y que oye ya apenas sus ladridos; para de aquí en adelante no te pido riquezas, no te pido empleos, no honores; líbrame de los convites caseros y de días de días; líbrame de estas casas en que es un convite un acontecimiento en que sólo se pone la mesa decente para los convidados, en que creen hacer obsequios cuando dan mortificaciones, en que se hacen finezas, en que se dicen versos, en que hay niños, en que hay gordos, en que reina, en fin, la brutal franqueza de los castellanos viejos! Quiero que si caigo de nuevo en tentaciones semejantes, me falte un roastbeef, desaparezca del mundo el beefsteak, se anonaden los timbales de macarrones, no haya pavos en Perigueux, ni pasteles en Perigord, se sequen los viñedos de Burdeos, y beban, en fin, todos menos yo la deliciosa espuma del Champagne.

Concluida mi deprecación mental, corro a mi habitación a despojarme de mi camisa y de mi pantalón, reflexionando en mi interior que no son unos todos los hombres, puesto que los de un mismo país, acaso de un mismo entendimiento, no tienen las mismas costumbres, ni la misma delicadeza, cuando ven las cosas de tan distinta manera. Vístome y vuelo a olvidar tan funesto día entre el corto número de gentes que piensan, que viven sujetas al provechoso yugo de una buena educación libre y desembarazada, y que fingen acaso estimarse y respetarse mutuamente para no incomodarse, al paso que las otras hacen ostentación de incomodarse, y se ofenden y se maltratan, queriéndose y estimándose tal vez verdaderamente.