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Anzuelos para la lubina

Manuel Arce




Prólogo a la segunda edición

Escribí Anzuelos para la lubina en los dieciséis últimos días del mes de febrero de 1958. Una semana antes había puesto fin a mi anterior novela La tentación de vivir1. De no haber escrito primero La tentación de vivir es muy posible que jamás hubiera tenido necesidad de plantearme -de un modo concreto y público- ciertas preguntas que en Anzuelos para la lubina se adelgazan y retuercen, en el clima gris de una atardecida junto al mar cantábrico, entre dos mujeres y un niño anormal.

Herbert Read dice que cada flor nace con su propia arquitectura. Pero lo curioso para un escritor es comprobar cómo de la semilla de un libro propio -de las preguntas que muchos personajes nos obligan a enfrentar- pueden nacerle, más tarde, obras tan diferentes. Resulta esto tan chocante como si de la semilla de una rosa, que por nosotros mismos hubiere sido plantada, brotase un día algo tan inesperado como un almendro o una diminuta margarita.

La cosa es que el protagonista de La tentación de vivir no sólo me planteó los problemas propios a la naturaleza de su realidad dentro de ese relato, sino que, con una total falta de piedad, me encarceló en una sospecha -como entre dos interrogantes- que, aunque sólo con débil tacto tembloroso, yo venía palpando desde tiempo atrás: ¿Y si la esperanza no fuera otra cosa que una manera de sobornar nuestra actuación en la vida?

Intentaba responderme a esta pregunta escribiendo Anzuelos para la lubina. Y entre los dos modos de conciencia que Antonio Machado distingue en uno de sus poemas elegí la de la luz: una conciencia que estriba en alumbrar -como él dice- un poquito el hondo mar. O sea: la conciencia del visionario.

Debo confesar, no sólo para tranquilidad del lector que siente amparado su ser en la idealidad de los eternos esquemas míticos, sino también para quienes han sustituido éstos por otros que les dicta la realidad del mundo actual, que no hallé respuesta a esta pregunta ni tampoco a algunas otras que, causualmente, el carácter del libro motivaba. Pero fue apasionante -eran apasionantes los silencios que sucedían a cada pregunta- y muy hermoso el simple hecho de preguntar.

Creo que Anzuelos para la lubina es el libro más autobiográfico que he escrito. No entendiendo esto en el sentido anecdótico que ciertas gentes estiman como autobiografía, sino en el esencial e íntimo. Quien lo lea sabrá mucho más de mí -aceptando este saber por cuanto encierre de aportación al conocimiento del ser humano- que si una tarde, entre whisky y whisky, le contase mi ir y venir por la vida, ya que el relato es, a mi juicio, la consecuencia de ese vivir mismo. Esto último puede parecer bastante pedante aunque sólo sea una manera de decir. Pero viene a cuento para señalar cuánto me inquietaba, mientras Anzuelos para la lubina iba naciendo, escribir sobre cosas que me concernían -que en mí hacían crisis- tan íntimamente.

Recuerdo que, una vez acabado el libro, un impreciso temor pudoroso me sobrecogió. Temía que alguien llegara a leerlo. Consideraba lo escrito como algo tan sentido que me inquietaba pensar en ese asalto a la intimidad que supone siempre, para un escritor, ponerse en manos del público. También pensaba si me asistiría algún derecho, como hombre que escribe, que me autorizase a dar la lata a los demás con mis preocupaciones metafísicas. Tampoco estaba nada seguro de que el relato tuviera algún interés.

En el fondo, tales dudas obedecían, más que a una postura de inaceptable egocentrismo, a simple ingenuidad. El lector juzgará, cuando acabe de leer estas líneas, la ejemplar experiencia que puede suponer para un escritor las previas gestiones que la publicación de un libro lleva implícitas... algunas veces. Sobre todo para un escritor que, violentando su intimidad, decide entregar la obra al editor.

Anzuelos para la lubina había sido escrita en dieciséis días. Luego tardé un mes en corregirla. Siempre trabajo directamente a la máquina. Después de las correcciones a mano, el original pasa a la mecanógrafa. El primer lector del libro una vez las copias a punto fue el crítico Ricardo Gullón, a quien me une una amistad de veinte años. Por aquella época, Ricardo Gullón estaba a punto de marcharse a Puerto Rico. El libro le gustó y se lo dediqué. Otro de los primeros lectores, con grato juicio para la novela, fue Alonso Zamora Vicente. Recuerdo que Ricardo Gullón me instaba a que lo publicase cuanto antes. Animado por ésta y otras opiniones que recibía, decidí entregar el libro a mis editores. Mis dos anteriores novelas2 habían sido publicadas por Ediciones Destino y la tercera, La tentación de vivir, se hallaba en curso de publicación. Tanto el señor Vergés como al poeta Joan Teixidor el libro les gustó. Pero, ¡lástima!, era excesivamente corto para ser incluido en la «Colección Áncora y Delfín». El señor Vergés me propuso que escribiera otros dos relatos de una extensión semejante a fin de poder sacar en un volumen las tres narraciones. Mi criterio era que el libro, dado su extraño clima, se publicase de un modo independiente. La cosa quedó en el aire.

Alguien que asistió a una lectura privada que del libro di en Barcelona3 por aquellos días -lamento no recordar ahora de quién partió la idea- sugirió, al final de la misma, como idónea para mi narración la «Colección Biblioteca Breve». El libro fue a parar a Joan Petit, quien lo leyó aquella misma noche y a la mañana siguiente me llamó al hotel entusiasmado. Pero la Editorial Seix y Barral desestimó su publicación por parecerse a Le Square, de Marguerite Duras. Según Carlos Barral4 tenía un grave inconveniente para su inclusión en «Biblioteca Breve», ya que contradecía la misión de «Antología de Experimentos Literarios» que la serie se proponía.

Leí Le Square y pude comprobar que las intenciones de Marguerite Duras y las mías eran substancialmente opuestas. Y así, con estos dos primeros pasos, comenzó la aventura editorial de Anzuelos para la lubina.



Un mes más tarde, Ricardo Gullón, ya en América, me pedía una copia del libro. Esto era en julio de 1958. Se la mandé. La copia pasó al novelista Manuel Lamana, de quien recibí una larga y elogiosa carta hablándome del libro. Manuel Lamana la presentó a la Editorial Losada, de Buenos Aires. Mes y medio más tarde era rechazada su publicación. El peso argentino comenzaba a flaquear -tal era la opinión del editor- y resultaba arriesgado lanzar a un autor desconocido. Sé que en esta intentona sin éxito intervenía también, a favor del libro, Guillermo de Torre.

Mientras tanto, Ricardo Gullón, que había acudido a Buenos Aires a dar unas conferencias, habló de la novela con H. A. Murena, director literario de la Editorial Sur, de quien recibí una atenta carta en la que me pedía una copia del libro. Durante todo un año, y aun después de una primera negativa, H. A. Murena hizo todo cuanto pudo para que la Editorial Sur publicase el relato. Pero tampoco hubo suerte. Las copias no regresaron.

Decididamente, no se ponía muy bien la cosa. Podía seguir viviendo tranquilo: mi intimidad no sería fácilmente asaltada por el ávido lector.



Anzuelos para la lubina me había sido solicitada también desde Francia por Roger Noel-Mayer, traductor ya anteriormente para Pierre Seghers de mi libro de poemas Lettre de paix a un homme étranger5. El optimista Roger Noel-Mayer, movido sin duda por un rapto de entusiasmo, me aseguró que antes de un año el libro estaría traducido y en los escaparates de las librerías francesas. No cabía duda de que Noel-Mayer era un hincha digno de tener muy en cuenta. Anzuelos para la lubina tal vez no encontrase editor, pero sí contaba ya con unos cuantos admiradores. Esto era una alegría, claro.

Mi mecanógrafa, con esa pulcritud que tanta admiración me causan quienes escriben a máquina con todos los dedos de las dos manos (yo sólo empleo los índices), hizo cuatro nuevas copias.

Roger Noel-Mayer hacía gestiones. Y lo que ya no recuerdo exactamente es si Noel-Mayer buscó ayuda para el libro a través de Alain Bosquet. Lo que sí sé es que Alain Bosquet, quien me conocía personalmente y había publicado uno de mis poemas6 en el diario Combat, entró en contacto con el ensayista Roger Munier -traductor de algún libro de Heidegger al francés- que era depositario de otra copia de la novela. Roger Munier y Alain Bosquet hablaron del relato y decidieron hacer lo posible porque se publicara en Francia. Munier -él mismo se había ofrecido a hacer la traducción- entregó el original en Gallimard, pero la publicación de Anzuelos para la lubina fue desestimada.

De todos modos la aventura editorial francesa de mi breve libro no había hecho sino empezar. Roger Munier, con un empeño digno de mejor causa y suerte, entregó el relato a Maurice Nadeau, pero era demasiado corto para su colección; lo intentó con Esprit, pero era demasiado largo para la revista...

Todo escritor conoce el significado verdadero de estas amables respuestas. No es aconsejable la irritación. En semejantes casos debe uno hacerse el loco y aceptar como ciertas las amables respuestas. Pues la amabilidad no es moneda de uso frecuente en la vida y sirve, a veces, para financiar el revoco de una vanidad visiblemente desconchada.

Por su parte, Alain Bosquet había hablado del libro a E. M. Cioran, amigo común, a quien debía hacerle llegar otra copia para que lo conociera. A Cioran le gustó el libro. Iba a entregárselo personalmente a su editor -Plon-, pero yo no debía confiar, en absoluto, en tal recomendación. Dotado de una insobornable sabiduría, E. M. Cioran aceptaba como timbre de gloria -ya lo había experimentado en alguna otra ocasión- que bastaba su gusto y su consejo hacia un libro para que éste fuese mal visto. «Soy el autor menos vendido de la casa -me decía con irrefrenable delectación- y los libros que recomiendo resultan siempre un significativo fracaso editorial».

Plon no desmintió a E. M. Cioran: mi libro fue delicadamente rechazado y yo se lo comuniqué, casi con júbilo, a mi recomendador. Estoy seguro de que si Plon hubiera aceptado el libro, E. M. Cioran se habría visto obligado a dudar de sí mismo e incluso de su postura filosófica ante la vida.

Una nueva experiencia y otra copia que no regresaba a su base. Con el ejemplar que pasó por Esprit hubo, sin embargo, una gran suerte: consiguió, siempre bajo el brazo del incansable Roger Munier, cruzar primero el umbral de Éditions Du Seuil y medio año después el de Julliard. A unos «comités de lectura» la novela les había parecido demasiado subjetiva y decadente -léase naturalismo idealista-; a otros, poco representativa de la situación española. Y a Michel Chodkiewicz, por ejemplo, de Éditions Du Seuil, le parecía encontrar en ella una cierta distorsión entre el tema y la técnica surrealista que yo había utilizado (!).

Para ser sincero debo confesar que en diversas ocasiones me encontré en París, fortuitamente, con personas que -¡quién lo podía sospechar!- habían leído mi novela y me hablaron de ella más o menos elogiosamente. Porque París es todo él como un gran comité de lectura y quien más y quien menos informa para alguna editorial. Claude Couffon, por ejemplo, había informado para una editorial; Manuel Tuñón de Lara, para otra... «Lástima que a la gente, sobre todo aquí en París -me decía Elena de la Souchère, quien había sido uno de los asesores favorables de mi libro para Gallimard- y en relación con la novela española, lo que menos les preocupe sea la calidad literaria». En relación con mis metas no era un decir mucho -aunque sí era un mucho decir en relación con otras cosas-, pero en la vida todo es relativo y nos vale en la medida que necesitemos de ello. Y al cabo de dos años de tener un libro en danza hasta el más pintado halla consuelo -ese otro cruel apéndice de la esperanza- allí donde lo busca.

En el intervalo de este pulular del libro por París, alguien, ignoro qué angelical mensajero, había hablado de Anzuelos para la lubina a un editor holandés.

Con los holandeses tuve mejor suerte. El holandés, por lo que he podido apreciar cuando he viajado por allí y por otras muchas cosas, he llegado a la conclusión de que son gentes eficientes, amables y serios. Les admiraré siempre, aparte otras virtudes, por la rapidez de actuación con Anzuelos para la lubina. Una vez remitida la copia a la editorial, el traductor hizo un resumen del asunto. El editor le telefoneó a los pocos días para decirle que se había equivocado con el libro: él pensaba que la novela tenía un fondo político. Al parecer, el traductor insistía en la calidad literaria, cosa con la que el editor no estaba del todo en desacuerdo, pero ¡si al menos el seductor de la muchacha hubiera sido un militar! Fue una pena. Nunca sabrá uno dónde puede anidar la gloria.

Acaso algún lector un tanto impaciente sospeche que yo me enfadaba mucho con todas estas cosas. No, no... No me enfadaba lo más mínimo. Asistía desde el primer momento, con igual despiste que un turista inglés en una corrida de toros, a tan aburrido espectáculo. Lo único que me tenía preocupado eran las copias. No por tacañería -la mecanógrafa ya había iniciado la tercera «edición» de la obra-, sino por temor a quedarme, finalmente, sin ninguna. Además, con tanto entretenimiento, había ido olvidando aquellas tontas preocupaciones del principio: cuando temía por mi intimidad asaltada.

Después de estos dos años de repetido viajar -Puerto Rico, Buenos Aires, París, Amsterdam- el libro se tomó un merecido descanso de tres meses. Estaba contento con este merecido descanso para mi libro. Tenía cinco copias en mi poder y tan pronto se presentase la ocasión volverían al combate. Tampoco perdía el tiempo: viajaba, escribía otra nueva novela y trabajaba para ganar más y más dinero (pretensión también un tanto utópica, puesto que soy librero) y poder, llegado el momento, hacer tantas y tantas copias de Anzuelos para la lubina como me fueran pedidas.

De todo cuanto hacía lo que más me gustaba era viajar. Y en uno de estos viajes el doctor Umberto Silva, editor de mi novela en Italia, Amara e la speranza (Testamento en la montaña), me tropezó casualmente en Milán y comimos juntos.

Debo confesar que acudí aterrado a la cita. Era la primera vez que veía al doctor Silva desde la publicación del libro y dudaba un tanto, por no decir un mucho, de su éxito de venta. «Me reclamará las 200.000 liras del adelanto», me dije. Es de señores dar la cara. Además, el doctor Silva siempre comía en los mejores restaurantes. Cosa también de señores. Acudí valerosamente y pude comprobar que el editor estaba muy contento con la marcha del libro: en un año se habían vendido -o esfumado por los estantes de las librerías italianas- unos seiscientos ejemplares. Le dije, sinceramente, que lo sentía. Pero para él, aquella venta, suponía algo así como poner una pica en Flandes. Aseguró que de Canaima, de Rómulo Gallegos, no había colocado, en cambio, más que doscientos. No había duda que el doctor Silva se estaba comportando muy sensitivamente. Conocía el corazón de los escritores. He de advertir que, pese a todo y hasta que no me propuso ser él en Italia el editor de Anzuelos para la lubina, apenas probé bocado. (Es humillante estar a la mesa de alguien que ha hecho un mal negocio con un libro de uno).

El doctor Silva, que siempre se había portado muy bien conmigo, después de aquella inesperada propuesta empezaba a parecerme un mirlo blanco. Quedamos que el libro lo tradujera Elisa Aragone, que era quien había hecho tan magníficamente la versión del anterior, y nos dimos un gran abrazo. ¡Al fin! Aquella misma noche escribí a la traductora a Florencia comunicándoselo y tan pronto regresé a España la hice llegar la novelita.

La felicidad, sin embargo, sólo es un accidente en la vida del hombre. Cosa sin importancia que jamás ha merecido la atención de ningún historiador de la humanidad. (¿Quién fue el que dijo, y creo que seriamente aunque la cosa parezca una broma, que la Historia era la narración de los hechos que nunca debieron haberle sucedido al hombre?)... Elisa Aragone, sincera amiga, se negó a hacer la traducción de un libro que, al parecer, iba en contra de su idea de la religiosidad.

El tropiezo, según el doctor Silva, no tenía mayor importancia. Se encargaría de la versión otro traductor. Era un contratiempo tener que prescindir de la señorita Aragone, pero no un mal irremediable... Pasaron algunos meses. Transcurrió un año. Silva Editore ya no respondía a mis cartas. Mis actividades en el mercado de cuadros (había organizado una exposición en la Gallería Del Millione a un pintor español) me llevaron a Milán una vez más. Y un pintor italiano que conocía al doctor Silva -el editor tiene en su residencia genovesa una magnífica colección de pintura: Scanavino, Sironi, Rosai, De Pisis...- me enteró del fracaso económico de la Editorial. Aquello resultaba duro, demasiado duro de admitir. ¿Qué había ocurrido? Mi editor era un conocido hombre de negocios, inteligente y dinámico trabajador -en cierta ocasión salimos de una boîte a las cinco de la mañana y me citó en su despacho para tres horas más tarde- y por muchas locuras editoriales que hubiera cometido era imposible... ¿En qué medida mi Amara e la speranza era culpable de aquel desastre económico. ¿Se había cansado de editar libros invendibles? Me hacía a mí mismo preguntas semejantes. Así que a la mañana siguiente me presenté en la delegación milanesa de la editorial -instalada en uno de los lujosísimos edificios de Corso Europa- y me informaron que desde hacía meses ya no existía aquel despacho. Obtuve como pista, en cambio, un número de Via Pergolesi. Pero en Via Pergolesi la portera, luego de un hábil interrogatorio, me hizo saber que, dos veces a la semana, un muchacho pasaba a retirar la correspondencia.



Creo que fue en 1951 cuando el novelista italiano Cario Coccioli, quien residía ya en París desde tiempo atrás, se cruzó, epistolarmente, en mi camino. El contacto fue motivado por la traducción que él hizo, del italiano al francés (para uso privado de una amiga común) de varios de mis poemas publicados en una revista italiana. Nos escribíamos de vez en cuando. Un buen día, Cario Coccioli, reapareció en Méjico al tiempo que la edición en castellano de su famoso Fabrizio Lupo. Desde Méjico, Cario Coccioli escribía sus cartas en un español ágil y encendido contándome de su recién descubierto paraíso. En una carta la hablé de Anzuelos para la lubina. Me pidió el libro y le gustó. Iba a entregárselo a su editor mejicano, el español Giménez Siles, de la Sociedad General de Publicaciones. Estaba seguro de que a su editor le gustaría también. Puse en contacto a Coccioli con un periodista asturiano, Francisco Ignacio Taibo, recién llegado a Méjico y nos cruzamos algunas cartas más. Si era necesario, Coccioli escribiría un prólogo. Pasaron algunos meses. De Giménez Siles no me llegaba la menor noticia... Y Cario Coccioli, incansable viajero, había desaparecido, según investigaciones del periodista Taibo, tras uno de sus sueños hacia la costa del Pacífico. ¿Llegó a entregar Coccioli la copia mecanográfica de mi novela a su editor? Resultaba demasiado aburrido iniciar las gestiones.



«No hay mal que cien años dure...»: He aquí otro slogan de la pérfida esperanza. En enero de 1962, un amigo de muchos años, J. Bedia Cano, que conocía los más o menos divertidos avatares de Anzuelos para la lubina, quiso que le dejara una copia de la novela. Tenía contactos profesionales con Méjico, y cuatro meses más tarde, a través de Samuel Rubinstein Williams, consiguió que la obra se editase bajo la firma de la «Compañía Litográfica Panamericana». Se trataba de hacerme un favor. La tirada fue pequeña y la edición feísima. Como derechos de autor percibí trescientos ejemplares. Tampoco era cosa de pedir peras al olmo, digo yo.

Al fin el libro estaba en la calle. Veía la luz a los cuatro años y dos meses de haber sido escrito. Anzuelos para la lubina, cien holandesas justas a dos espacios, me había obligado a escribir cerca de cuatrocientas cartas. No podía perder más tiempo. Tan pronto tuve ejemplares en mi poder comencé a hacer envíos a los críticos, a los amigos. Pasaron de cien ejemplares los regalados. Al año había conseguido reunir ocho críticas. En una de ellas, acaso la más inteligente, publicada por J. R. Masoliver en La Vanguardia, de Barcelona7, se estudiaba su paralelismo con la obra de Marguerite Duras, Una tarde de M. Andesmas, publicada en París el mismo mes, me parece, que la mía en Méjico.

Tal vez el lector se pregunte, una vez concluida la lectura de Anzuelos para la lubina, si merecía la pena tomarse tanto trabajo por ver una cosa así publicada. Al margen de cualquier juicio -positivo o negativo- sobre el libro, yo le diría al lector que no. Pero su historia fue esa: la historia de un reiterado soborno. De un soborno al cual el hombre parece estar condicionado. Una historia larga y trabajosa porque en el envés de cada gestión, de cada carta -como en el envés de cada pregunta- siempre cabía aguardar algo. Cada carta reclamaba -como cada día de la vida- cortas esperas que se iban enlazando unas con otras. Son cosas que pasan. Si me propusieran nacer otra vez, diría que no. Si me dijeran que iba a ocurrirme lo mismo con otro de mis libros, cosa que, sin duda alguna, ocurrirá), lo guardaría, sin más, en el cajón más bajo de mi mesa. Pero la esperanza posiblemente sea eso: un ir dejándonos sobornar por las pequeñas metas de cada día -con lo que se sufre y con lo que se goza, que todo hay que aguantarlo- hasta descubrir, al final, que nada vale la pena.

M. A.

Marzo, 1965




Hay dos modos de conciencia:
una es luz, y otra, paciencia.
Una estriba en alumbrar
un poquito el hondo mar;
otra, en hacer penitencia
con caña o red, y esperar
el pez, como pescador.
Dime tú: ¿Cuál es mejor?
¿Conciencia de visionario
que mira en el hondo acuario
peces vivos,
fugitivos,
que no se pueden pescar,
o esa maldita faena
de ir arrojando a la arena,
muertos, los peces del mar?


Antonio Machado                






El niño caminaba al borde del acantilado.

A ninguno de los cuatro o cinco pescadores que, generalmente, se entregaban a lo largo de aquel trecho de costa a la pesca de la lubina les hubiera asombrado o atemorizado ver caminar al niño por un lugar tan peligroso. Le habían visto más veces hacer aquel mismo recorrido y no temían ya que pudiera caer desde lo alto y se estrellara en las abruptas escolleras que el mar alfombraba de espuma.

Además, esta tarde los pescadores no miraban hacia el caminillo de la costa, sino que tenían clavados los ojos en la liña que remataba, inquieta, aquellos tres metros de catgut negro en cuya punta el anzuelo se hallaba fuertemente empatado y listo para la lubina. En tardes así, bastante grises y con la mar rizada, los pescadores sólo atendían al flotador balanceo incesante de sus liñas.

El niño, al andar, arrastraba los pies e iba con la cabeza un poco inclinada hacia adelante, como mirando al mar, o como si un peso especial le obligara a llevar el pescuezo en aquella incómoda posición. La madre del niño caminaba detrás y lo iba observando inquieta; con todos los rasgos de las facciones muy tensos, como esperando que en cualquier momento el niño resbalara y cayese al vacío... Porque el niño, al andar, se bamboleaba pesadamente hacia los lados.

La madre del niño le veía caminar y su mirada, expectante y dura, sin duda tenía relación con el nerviosismo que le obligaba a estrujar entre las manos el bolso de la labor, del cual sobresalían dos agujas de hacer punto.

El camino costero discurría paralelo a un alto muro que delimitaba las propiedades de terrenos baldíos. El camino iba serpenteando sobre el acantilado hasta muy cerca del faro.

La madre del niño vio cómo su hijo doblaba un nuevo recodo del sendero y suspiró. Sus facciones se relajaron; todo en ella cedió al interés que antes demostraran sus ojos, y la mirada se le tornó descansadamente dulce.

Sin embargo, cuando la madre del niño llegó a aquel recodo del camino se detuvo de pronto, sorprendida, y tuvo un momento de indecisión: su hijo se hallaba sentado sobre la hierba, junto a una muchacha desconocida. Los ojos de la madre pasaron de la sorpresa a la contrariedad, sin la menor transición, y luego giró la vista por los alrededores como esperando encontrar por allí a alguna otra persona. Después avanzó unos pasos, recelosa, y como ni el niño ni aquella muchacha desconocida se habían percatado aún de su presencia, dijo:

-Buenas tardes.

La joven desconocida se volvió sobresaltada. Las dos mujeres se midieron entonces de un modo seco, silencioso, con la mirada. La muchacha tenía los ojos húmedos y unas pronunciadas oscuridades en los párpados.

-Buenas tardes -respondió la desconocida.

El niño había sacado una cajita de hojalata del bolsillo del pantalón y trataba de abrirla desmañadamente.

La madre del niño escudriñó a la desconocida en rápido ojeo y la muchacha quiso ocultar un pañuelito que tenía en el regazo. Después, un tanto azarada, acercó hacia sí una pequeña maleta que se hallaba al lado, y quiso sonreír.

-Nosotros -comenzó la madre del niño acercándose un poco y colgando el bolso en el brazo- todas las tardes nos sentamos en este lugar.

-¡En ese caso...! -se disculpó la muchacha, buscando el asa de la maleta-. ¡Me extrañó tanto que el niño se sentara precisamente aquí, junto a mí!...

-¡No, por Dios; no se levante! -protestó la madre del niño, alzando los hombros-. Encontraremos otro sitio -agregó, mirando hacia el sendero que se alejaba.

-¡No, no! -replicó la joven desconocida-. Seré yo quien se marche -dijo, incorporándose sobre las rodillas y alisando su falda con la mano-. En realidad -meditó-, me da lo mismo estar en cualquier parte.

-¿Está usted sola? -indagó la madre del niño.

-Sí -respondió la muchacha al tiempo que ceñía un poco más la cinturilla de la falda.

-Acaso deseaba estar sola -opinó la madre del niño-. ¡Miguelito! -llamó-. ¡Miguelitooo...! El niño tenía abierta la cajita de hojalata y se entretenía, ajeno a la conversación, en ordenar unos cuantos anzuelos que guardaba en ella.

-¡Quédense ustedes! -insistió la muchacha.

-¡Miguelito! El niño volvió la cabeza y, al hacerlo, todo su cuerpo giró un poco en aquel esfuerzo por mover el pescuezo rígido, atrofiado. La boca del niño, sin labios apenas, se estiró en una neutra sonrisa, y sus ojos, semiocultos por los párpados, buscaron como miopes en el aire de la tarde gris la figura de su madre.

-Tiene que perdonar al chiquillo -dijo la madre. Y su boca se frunció, sólo un segundo, en un rictus amargo: inmediatamente una dulce sonrisa le ascendió de los labios hasta los ojos-. ¡Es tan distraído...! Y como siempre, todos los días, nos sentamos aquí... -se disculpó.

La joven se había incorporado y observaba aquel estúpido mirar de los ojos mogólicos del niño.

-¡Oh, no importa! Puedo buscar otro sitio... Si me senté aquí fue por lo resguardado y solitario que estaba este lugar... Pero no importa: iré a otra parte -agregó haciendo un gesto de desamparo con sus manos blancas, largas y delgadas-. ¡No importa! Me da lo mismo ir a cualquier parte -su voz tembló ligeramente y agachándose a recoger la maleta quiso ocultar el llanto que se le venía a los ojos.

La madre del niño se inclinó hacia ella, inquisitiva.

-¿Le ocurre algo?

-No; nada.

-¿De verdad no le ocurre nada? -insistió la madre del niño con voz muy baja y protectora, mirando inquieta hacia los lados, como si buscase por los alrededores la justificación del porqué la muchacha se encontrara allí, con su maleta-. ¿No le ocurre nada grave?

-De verdad, nada me ocurre -aseguró la desconocida. Pero le tembló la barbilla y dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas.

-¿Qué le pasa? -quiso saber el niño-. ¿Por qué llora? -y su voz sonó profunda y grave como la de un hombre.

-¡Oh, no se alarme! -se apresuró a tranquilizarla la madre del niño-: ha sido Miguelito quien ha hablado.

La muchacha se pasó el pañuelo bajo las pestañas, cuidadosamente, y luego se lo llevó a la punta de la nariz y se sonó con discreción, pero sin ocultarse.

-¿De verdad ha venido usted sola?

-Sí, yo sola.

-Entonces, si no le importa, me quedaré aquí con usted.

La madre del niño abrió el bolso de la labor y sacó un pañito oscuro, festoneado de rojo, que extendió cuidadosamente sobre la escasa hierba. Luego se sentó sobre él.

-No; no me importa -accedió, distraída, la joven aún secándose las lágrimas con el pañuelo.

La madre del niño posó, con amabilidad, una de las manos sobre el hombro de la muchacha.

-¿Por qué llora?

-¡He sido tan tonta, tan tonta! -gimoteó la desconocida.

La madre del niño abrió el bolso e hizo como que buscaba algo en el interior.

-En principio pensé -confesó la madre del niño, con la vista entretenida en el fondo del bolso- que había venido aquí con algún hombre.

La muchacha negó con la cabeza.

El niño las miraba ahora sonriendo sin sentido. Tenía entre las manos la cajita de hojalata, ya abierta, y parecía feliz.

-¡Es usted tan joven, tan jovencísima! -exclamó la madre del niño, enternecida. E indagó-: ¿Ha tenido algún disgusto?

-¡He sido tan tonta, tan tonta! -sollozó de nuevo la joven.

El niño se puso en pie con torpeza.

-¿Cuántos anzuelos bajo? -inquirió.

-Puedes bajarlos todos -repuso su madre inquieta.

El niño se quedó contemplando los anzuelos que guardaba en la cajita. Al fondo, entre las escolleras, el rumor del mar subía y bajaba de tono.

-¿Por qué no los bajo en tres veces, como otros días? -preguntó el niño.

-No; puedes bajarlos todos y ten mucho cuidado -recomendó, impaciente, la madre-. Ya sabes que tus zapatos resbalan sobre las rocas.

El niño cerró la cajita y la guardó en el bolsillo del pantalón. Después dio media vuelta y se encaminó hacia el acantilado arrastrando torpemente los pies sobre la hierba. Las dos mujeres le seguían con la mirada. Al llegar al corte de la vertiente, el niño se sentó dejando que sus piernas, atrofiadamente uniformes y blanquecinas, colgasen en el vacío. Y en seguida hizo girar su cuerpo sobre el trasero y ayudándose con las manos comenzó a dejarse resbalar con lentitud.

La muchacha se llevó la mano a la boca, a punto de gritar, asustada por la temeridad que suponía descender hasta el mar por una escarpadura tan abrupta. Pero se contuvo.

La madre del niño seguía la operación expectante y pálida. Contenía la respiración.

Ya a ras de tierra la cabeza, el niño las observó todavía un segundo dejando escapar de sus labios una sonrisa de dientes pequeños y puntiagudos antes de desaparecer.

La joven miró confusa, aturdida, a su compañera.

-¿No teme que se mate? -indagó sobrecogida.

La madre del niño, sin volver la cabeza, le puso una mano sobre la pierna, como para imponerle silencio; y cuando la muchacha miró de nuevo hacia la escarpadura el niño ya había desaparecido. Ambas mujeres se quedaron calladas.

Las escolleras se adivinaban al fondo, batidas por la mar picada, y llenas de espuma en la cual el aire se humedecía. Tal rumor taladraba el silencio de la tarde gris con una especie de profundo hueco.

La desconocida tuvo un ligero estremecimiento.

-No sé cómo consiente que su niño baje a las rocas por un lugar tan peligroso -aventuró con timidez.

Entonces la madre del niño dejó escapar la respiración que había retenido y se llevó una mano a la frente.

-¡Oh, no tema! -suspiró.

La joven la observó intrigada.

-He pasado un gran susto -confesó la muchacha, sobándose las mejillas con las manos.

-¡Ha bajado ya tantas veces! -informó la madre del niño-. Conoce bien el camino.

-Sin embargo -atajó la joven-, es un descenso difícil... Y el chiquillo ¡parece tan apocado!

-Acaso parezca torpe -accedió la madre del niño-, pero no lo es tanto en realidad. Además, ¡es muy fuerte...! Por otra parte -agregó con gesto resignado-, él se empeña en bajar por ahí. Lo mejor es dejarlo. Estos niños así, como Miguelito... En fin, usted ya ha visto cómo es... Estos niños son muy testarudos y fácilmente irritables. ¡No puede imaginarse cómo se pone cuando se le lleva la contraria...! Se pone hecho una fiera. Grita. Patalea... A mí me entra verdadero terror cuando le veo enojado... -suspiró.... ¡A nadie le desearía un hijo semejante!

-Sí... -convino la muchacha-; tiene que ser muy triste tener un hijo así -y bajó los ojos, evasiva, acercándose el pañuelito a la punta de la nariz.

-Al final, una se resigna -advirtió patéticamente la madre del niño-. Porque Dios, cuando quiere una cosa, la quiere, sin duda, por algo, yo pienso. ¿Quién sabe de sus designios?... ¿Quién puede protestar? Una no tiene ni derecho a eso. ¿Por qué vamos a tener derecho?... Cuando nos entra el hijo en el cuerpo, ¿pensamos acaso en él? No tenemos ningún derecho. ¿Pensamos en su felicidad entonces o sólo en nosotras?

Por los ojos de la muchacha cruzó, fugacísima, una profunda sombra.

-No siga.

-¿Qué le ocurre? -indagó la madre del niño escrutando el semblante de su compañera-. ¿He dicho algo que le haya molestado?

-No siga, ¡por favor! -imploró de nuevo la muchacha mirando hacia otro lado para ocultar el rostro.

-Ya sé -dijo la madre del niño inclinándose con ánimo de verle la cara-. Ya sé: le ha molestado lo que he dicho de Dios, ¿verdad?

-Sí -afirmó la desconocida.

-¡Ay, es usted tan joven, tan jovencísima! -suspiró, pensativa, la madre del niño. Y posó una mano sobre la maleta de la muchacha-. ¿Cómo se llama?

-Carmen.

-¡Es usted tan joven, Carmen, tan jovencísima! -repitió la madre del niño-. Y me sorprendió tanto, ¡tanto!, encontrar a una muchacha de su edad en un lugar tan apartado y extraño como éste... Pensé que había venido acompañada. Pero no es así, ¿verdad?

-No; he venido sola.

-¿Y qué pensaba usted hacer aquí, Carmen, tan sola?

La muchacha ordenó su melena con un grácil movimiento de cabeza.

-No sé... Nada.

-¿Vino a pasear?

-Sí -afirmó la desconocida fijando sus ojos en el horizonte.

-Es lo que había pensado -dijo la madre del niño recogiendo el bolso y sacando de él la labor-. La comprendo. ¡Es éste un lugar tan silencioso y recogido!... ¡Se piensa tan a gusto aquí! ¡Se piensa tan cómodamente, verdad? Aquí todo es silencio y tranquilidad. Este mar y este cielo forman un paisaje tan tremendo y tan indiferente que una se sabe, verdaderamente, sola... Y después, este muro que tenemos a las espaldas ¡es tan largo!... Yo, créame, cuando me siento aquí y me pongo a hacer punto, tengo la impresión de que este muro divide al mundo en dos y que a la otra parte queda un mundo pequeño y gastado, una vida raquítica y vieja que ya no sirve para nada, pese a ser siempre lo único que importa... A mí me parece que aquí, amiga Carmen... ¿Me permite que la llame amiga, verdad? -preguntó la madre del niño al tiempo de iniciar su trabajo con las agujas, mas sin aguardar respuesta-... Pienso que aquí, amiga Carmen, una empieza a ver las cosas por segunda vez, que es cuando se ven desde adentro y con un nuevo sentido. ¡Es una sensación nueva e indescriptible! También me parece que el silencio que se escucha aquí, junto a la mar tan ruidosa, es el silencio nuestro: el de nuestra soledad de madres. El silencio de nuestro ser mujeres...

¡Ay, amiga mía!, ¿por qué el mundo tendrá que empezar y terminar en nosotras?... ¡Qué culpa tenemos!... Usted es tan joven todavía, ¡tan jovencísima!, que acaso no me comprenda. Pero es del modo que le digo. Nos pasamos la vida arropando este silencio vacío que somos; el hueco que llevamos dentro... A veces pienso que no somos más que este profundo hueco y que a él y a la soledad pertenecemos. Y también pienso que, en esto, tenemos algo de común con Dios, sumido en su propio e insondable abismo. Como nosotras, Él crea la vida desde sí mismo, pero tiene un consuelo que nos está negado a las mujeres: la vida que crea es algo que se adhiere a Él, y le reclama, y se le debe... ¡Sin embargo, nosotras!... Al principio los hijos son como un trozo de carne que se nos hubiera arrancado; luego, un poco de aliento que se aleja y, al final, sólo el vago recuerdo de un parto más o menos doloroso... ¡Nada, a fin de cuentas! Nos quedamos solas otra vez. Completamente solas... ¡Ay, amiga mía, es usted tan joven aún que acaso no llegue a comprenderlo!... ¡Pero qué quiere que le diga!... Mire, escuche, amiga Carmen; ese rumor que hace el mar, ¿de quién es?... ¿Pertenece al mar, o a las rocas, o sólo es un rumor que se oye y pertenece a sí mismo?... Con los hijos ocurre otro tanto: una les trae al mundo y luego...

La madre del niño se quedó callada.

La mar batía sordamente el acantilado y la joven, pensativa, parecía escuchar aquel bisbiseo que la espuma hacía al escurrirse sobre las rocas después del choque de cada ola.

La madre del niño posó una mano sobre la pierna de la muchacha, casi cerca de su ingle, y la desconocida tuvo un repentino sobresalto.

-Perdóneme -se disculpó la muchacha-; me había asustado -y suspiró hondamente, acongojada-: ¡He sido tan tonta, Dios mío, tan tonta!

-¿Por qué lo dice? -reprochó la madre del niño-. ¿Por qué? Sincérese conmigo. Escuche lo que le digo: yo también me he sincerado con usted... ¡Cuénteme qué le ocurre!... ¡Dígame por qué está aquí, en un lugar tan apartado, con su maleta! Sincérese, Carmen. ¿Ha tenido algún disgusto?... ¡Es usted tan joven! Pero, tonta, ¿por qué?... ¡Oh, todas las mujeres somos, a veces, un poco tontas!... ¡Dígame la verdad! Vea, yo también soy desgraciada. ¿Es ésta la causa?... Ya ve usted: yo tampoco soy feliz... Ha conocido a mi Miguelito. ¿Cree usted, Carmen, que una madre puede ser feliz con un hijo así?... Y además, debo decirle otra cosa: soy una madre falsa... No tengo marido. Murió. ¡Sin un hombre al lado una ya no se siente madre!... Sí; se puede una sentir madre en sus hijos, ¡pero ya es muy distinto! Es el hombre que tenemos al lado quien nos hace sabernos madre. Y mi marido murió. Dejó de vivir sin conocer a su hijo... Ya ve si soy desgraciada... Por otra parte, con este hijo, no me queda ni el consuelo de considerarme un poco madre... No sé cómo explicárselo... Yo pienso que otras mujeres, cuando se miran en los ojos de sus hijos, se saben madres aunque sólo vean en los ojos que miran su propia mirada amorosa y materna... Mirando a los ojos de sus hijos se pueden ver madres desde afuera con los ojos de ellos... Pues bien: cuando yo quiero mirarme en los ojos de mi hijo, no me veo. Nada reflejan. Son como dos trochos redondos de crespón negro. Opacos. Son como un luto vivo por mí misma: no devuelven mi mirada... ¿Comprende usted, Carmen?... ¡Ay, es usted tan joven, tan jovencísima todavía!... No puede comprenderlo. Pero piense en ello y hágase una idea... Usted, Carmen, es muy bonita y tal vez un hombre ya se lo haya dicho. Pero si ese hombre muere y usted, al mirarse en un espejo no se ve reflejada en el cristal, ¿qué pensaría de todo cuanto aquel hombre le dijo?... Es terrible... Habría de sentirse tan sola... ¿De qué le serviría ser bella si usted no podía verse?...

... Yo me siento falsamente madre cuando miro esos dos trocitos opacos y diminutos de crespón negro que son los ojos de mi hijo, vacíos de mí. ¡Y me causa tan honda tristeza! A veces miro al niño y me resulta como si hubiese echado al mundo un organismo que estaba destinado a ser algo diferente y en otra parte. ¿Qué le hizo nacer así? Yo me había preocupado de su nacimiento con gran mimo. Le hice unas lindas sábanas de Holanda para su cuna; unas botitas para arropar la gracia pequeña de sus pies; delicadas camisitas... ¡Oh, todo cuanto se hace en estos casos! ...Y además, sufrí mucho en el parto por ser primeriza y algo estrecha... Ya ve: ahora tengo un hijo que sólo es como un trozo de carne repleto de una fortaleza oculta e incomprensible...

Muchas veces pienso si Dios, Nuestro Señor, lo quiso así a modo de castigo. Sí, Él lo quiso así efectivamente... Pero si lo quiso de este modo, ¿por qué razón?... Esto es lo que desde hace mucho tiempo quisiera saber. ¿Por qué? Se lo he preguntado a Dios infinidad de veces. Y nada. Créame, amiga Carmen, en esos momentos terribles que siguen a cada una de mis preguntas, y en los cuales ni siquiera el silencio de Dios me parece lo definitivamente callado como para tomarlo por respuesta, yo he llegado a pensar que ha sido injusto conmigo castigándome de semejante modo... Nunca le di motivo para ser tan cruel... Y también he pensado, a veces, que si el niño era así, acaso sólo se debía a que Dios había querido jugar un poco. Porque sospecho que Dios, cansado de no poder equivocarse nunca, ya que su Infinita Sabiduría le veda la equivocación, juega con un solo dedo al «quiero y no puedo» de su Omnipotencia, divertidísimo de la cruel paradoja que los hombres han hecho de Él. Y Dios se ríe sin duda con este juego. Y yo pienso, amiga mía, que los seres así, como Miguelito, son como un pálido reflejo de esa sonrisa de Dios. Pero yo no protesto por esto -suspiró-. Yo acepto a Dios con todo cuanto de terrible pueda tener para nosotros y le comprendo a veces vagamente como si me encontrase iluminada, y sé que también Él tiene que sonreír de vez en cuando y que por esto juega. Y que puede equivocarse si le da la gana. Pese a su Sabiduría. Porque para algo es Omnipotente. Sí, esto es lo que sospecho a veces. Y sé, por esta razón, que todo viene de Dios: lo bueno y lo malo. Sí, lo malo: los hombres perversos, que son como el estallido de sus carcajadas de Omnipotente... Los niños así, como mi hijo, amiga Carmen, sólo son una débil sonrisa equívoca. Una sonrisa que se queda en nada. Tal vez por ello esta clase de niños no llegan jamás a ser hombres. No le van ni le vienen a Dios. No le interesan demasiado. Son apenas nada. Por el contrario, he llegado a pensar que Dios se hace más Dios en los hombres perversos, que son como las grandes risas de sus juegos hechas sangre y pregunta de rebelión en el mundo. Dios se hace más Dios con ellos todavía...

¡Ay, amiga Carmen, he pasado tantos años sola pensando únicamente en estas cosas!... ¡Haciéndole a Dios preguntas y preguntas!... ¡Tantos años de soledad!... Porque a mí, lo único que me interesa es saber si he pecado y Él ha querido castigarme con esta simple sonrisa que es mi hijo. Porque yo me sé castigada, pero desconozco el motivo. Y mi castigo es este: preguntarme y preguntarme sin cesar, ¿cuál fue su pecado? ¿Por qué Miguelito ha nacido de ese modo?... ¿Quién es el que en realidad está sonriendo desde el fondo oscuro de su extraña boca de pez?... Y nunca una respuesta. Dios ha inventado el infierno de las preguntas para castigar los pecados que le inferimos. Pero ¡qué podemos hacer para remediar pecados que ni siquiera conocemos!... Es inútil protestar, amiga mía, inútil. A una madre le surge de las entrañas un hijo así; un organismo medio prohibido; un ser extraño y sonriente que parecía ir para otra parte y se ha torcido hacia el mundo, y no puede hacer nada. Tiene que aceptar el hecho; dejarse vivir condenada a la inquietud de las preguntas infernales si pretende indagar el porqué de tal oscuro nacimiento...

A las madres como yo, amiga mía, ni el consuelo les queda de saber si sus hijos son felices... Pregunta tras pregunta. Sólo eso. Y las preguntas son como un abismo: atraen y atemorizan al mismo tiempo... Y cuando una está sola, amiga Carmen, sola como yo estoy desde hace muchísimo tiempo se resiste la tentación. Se pregunta. Una se quema, como en un infierno, mientras se siente la necesidad de preguntar y luego, cuando la pregunta ha quedado hecha, se llena el alma de una inquietante felicidad... Algo semejante a la sensación que puede producirnos el caer en un abismo sin fondo. Siente una el temor y el gozo de llegar a Dios; de ir a chocar con Dios, irremisiblemente, ya en segundo inmediato, sin que suceda así... Es un dolor y un gozo incomparable el de las preguntas; un continuo morir y renacer; un fuego que atormenta y no consume... Algo que duele y se desea gozosamente por ese mismo dolor... Pero nunca se llega al fondo. Nunca acaba una de caer, de llegar al abismo de la pregunta: allí, en ese choque, donde tiene que estar forzosamente la respuesta. No... Dios nada dice... Se calla... Las preguntas de una nunca llegan, al parecer, hasta su fondo... Y sin embargo, yo sé que Él sonríe desde esa boca oscura que mi hijo tiene guardada por dientes pequeñitos... Sonríe como invitándome a las preguntas: atrayéndome como pudiera atraerme un abismo... ¿Cuál fue mi pecado?... Esto debiera responderme.

La joven rompió en un lloro convulso.

-No siga, ¡no siga!... ¡Por favor! -imploró-. ¡Habla usted de cosas tremendas! Me asusta. ¡Dice usted cosas tremendas! -sollozó mirando a todas partes, nerviosa, como un animalillo acorralado-. ¡No siga!

-¡Pero, Carmen! -protestó la madre del niño a punto de ofenderse-. Nada hay de tremendo en lo que he dicho. ¿Qué le da miedo?... ¿Qué puede asustarle?... ¡Hablaba de Dios!... Acordarse de Dios siempre es mejor que ignorarlo. Los que no le sienten son los que jamás hablan de Él. Y a mí me gusta hablar de Dios porque de este modo me parece tenerlo más cerca. Me parece sentirle más en mí... Es una necesidad el querer sentir a Dios en uno mismo. Por esto le pregunto. Llena mi soledad. Llena toda esa soledad que los demás seres hacen cada vez mayor alrededor mío. Le hago una pregunta y yo sé que Él está a la otra parte. ¡Es un hermoso consuelo para un corazón solitario como el mío! ¿No le parece?

-¡Oh, no sé! -protestó la muchacha-. Me parece tremendo hablar así de Dios.

-¡No, no! -atajó la madre del niño-. ¡No hay nada de tremendo!... Pero ¡es usted tan joven, tan jovencísima!... Nada hay de tremendo y sí, por el contrario, mucho de confortante, aunque Dios sea doloroso y crea la gente otra cosa... Pero usted lo dice, amiga Carmen, porque es muy joven y bella todavía y no se atreve a hacer estas preguntas... No; no hay nada de malo. Dios está, yo bien lo sé, en el envés de cada pregunta. Y calla. Calla siempre, pero yo sé que está ahí y me basta y es lo mismo... Pero usted es muy joven aún, amiga Carmen, y no se atreve a hacer preguntas. ¿Para qué?, pensará sin duda. ¡Sí, es verdad!: ¿para qué? Usted no tiene necesidad. Para hacer ciertas preguntas hay que estar madura y tener valor. El suficiente valor para aguantar que Dios nos tiemble adentro. Porque a Dios, amiga mía, no se le quiere o se le teme: únicamente se le tiembla... ¡Él es capaz de consumirnos con sus preguntas...! Sí: hay que estar madura para hacer tales preguntas y que Dios nos tiemble en ellas. Y también haber sufrido. Porque la sabiduría de cada pregunta nos llega con la madurez del sufrimiento...

-¡Oh, cállese, cállese! -atajó entre sollozos la desconocida-. ¡No siga usted hablando! ¿Qué sabe de mí? Me hacen daño sus palabras... ¡Me hacen sufrir y no quiero!... ¡No quiero sufrir más!... Yo también he sufrido. Mucho. ¡Mucho!...

-¡No diga usted tal cosa! -protestó, maternal, la madre del niño-. Es usted muy joven y no ha tenido tiempo para sufrir, por suerte para usted... No se queje... -y pasó su mano sobre la melena de la muchacha.

La desconocida esquivó la caricia y la madre del niño, tornando a su labor, hizo sonar metálicamente las agujas entre sus dedos.

El rumor del mar parecía irse a perder allá, en el lejanísimo horizonte. Tal vez por esta razón la tarde era como una gran caracola arrimada al oído de aquellos dos corazones: callaba tenebrosamente desde el ensordecido batir de las olas.

La madre del niño, lejana y contumaz en el trabajo, parecía de piedra. Sólo sus dedos, ayudando rítmicamente a que el hilo de lana fuese pasando de una a otra aguja, delataban vida.

La muchacha se había puesto a mordisquear la punta de su pañuelito finamente bordado.

-Sí, amiga Carmen, sólo a mi edad se comienza a sufrir verdaderamente -dijo de pronto la madre del niño-. Es una suerte que sea usted joven y sin experiencia; que no sepa nada de la vida y que, por lo tanto, no pueda comprenderme.

A la desconocida le resbalaron las lágrimas a lo largo de las mejillas y no hizo nada por contenerlas: se dejó llorar con desconsuelo. Retenía el pañuelito entre las manos que posaba en el regazo y lloraba con la cabeza alta. Lloraba de un modo tan silencioso que su compañera no lo había advertido.

-¡He sido tan tonta, tan tonta! -gimoteó al cabo de un rato con amargura-. ¡Soy tan tonta!

-¿Por qué? -quiso saber la madre del niño sin levantar la cabeza del trabajo-. ¿Por qué lo dice?

-¡Oh, no podría contarlo! -sollozó la joven-. No me pregunte.

-¿Por qué dice que no podría, amiga Carmen, por qué? -inquirió la madre del niño dejando la labor a un lado y pasando su brazo en torno a los hombros de la desconocida-. ¿Qué es lo que le ha ocurrido?

-¡Me hace usted daño! -se quejó la muchacha débilmente tratando de evitar el abrazo, mas sin atreverse a levantar los ojos del pañuelo que nerviosamente arrugaba entre sus dedos largos, blancos y delgados-. ¡Me lastima!

La madre del niño dejó que su mano cediese un poco y la fue bajando suavemente hasta coger a la muchacha por la cintura.

-¿Le da miedo sincerarse?

-¡Oh, no es miedo precisamente!

-¿Entonces?

-Me avergüenza -susurró alzando los ojos y clavando su vista en un incierto punto del horizonte.

La madre del niño, muy sorprendida, buscó los ojos de su compañera y luego siguió la dirección señalada por el mirar de la joven. Y cuando las dos miradas se cruzaron en aquel mismo lugar del horizonte, la madre del niño preguntó con infinita dulzura:

-¿Qué es lo que le avergüenza?

-Cierta cosa que me ha ocurrido.

-¿Es algo muy íntimo?

-Sí.

-Y es la causa de que se encuentre hoy aquí, ¿verdad?

-Sí.

-Y, dígame, amiga Carmen, cuando usted vino aquí, con su maleta, ¿qué era lo que pensaba hacer?

Ambas miraban fijamente hacia aquel punto del horizonte, como si fuese allí, y no en el rinconcito del acantilado, donde estuviesen hablando.

La joven tardó un rato en contestar.

-No sé -dijo.

-¿Algún disgusto con la familia? -inquirió persuasiva la madre del niño-. ¿Con sus padres...?

-No.

-¿No me lo quiere decir?

-¡He sido tan tonta, Dios mío, tan tonta! -se lamentó la muchacha-. ¡Ahora todo me parece una cruel pesadilla!... ¡Algo que no ha podido ocurrir de verdad!... ¡Algo que sólo ha podido suceder en sueños!... Algo que no puede ser verdad... ¡Que no puede!... -y la voz le fluía de un modo sonámbulo: como si le fuese dictada desde aquel lejanísimo lugar del horizonte.

La madre del niño fijó con más fuerza su mirada en aquel límite celeste y marino donde tenía posados los ojos.

Durante varios minutos, sólo el rumor del mar, arrastrando su rosario de agonías contra las rocas, fue algo vivo. Las dos mujeres parecían hechizadas. Al fin, la madre del niño palmoteo delicadamente el costado de la muchacha e hizo la nueva pregunta sin apartar los ojos de aquel lejano lugar del horizonte donde el corazón de la desconocida, al parecer, nada tenía que ocultar.

-¿Se trata de un hombre?

-Sí.

La afirmación de la joven atravesó, como una flecha, la gris caracola de la tarde y fue a perderse allá entre el rumor infinito.

A la madre del niño le brillaron los ojos y prontamente les rescató de la lejanía para posarlos sobre el rostro serenísimo de la muchacha. La observó atentamente y pudo ver que, bajo aquellas largas pestañas, un oculto fuego había secado la humedad de los párpados y dejado sobre la piel el ceniciento cerco de su brasa. La desconocida ni siquiera advirtió que estaba siendo observada. Miraba, como fascinada, al horizonte.

-¡Ay, amiga Carmen, es usted tan joven, tan jovencísima! -suspiró la madre del niño ciñendo un poco más su abrazo y acariciando el costado de la muchacha casi debajo mismo de la axila-. ¡Tan jovencísima!

La desconocida tuvo entonces un ligero temblor y miró asustada a su compañera.

-¿Por qué se lo he dicho? -preguntó asombrada-. ¡Por qué! -protestó. E hizo un intento para liberarse del brazo que la mantenía fuertemente ceñida. Pero dejó caer, de pronto, las manos sobre la falda.

-Apenas me ha dicho nada -advirtió la madre del niño.

-¡He sido tan tonta, Dios mío, tan tonta!

-¡No lo lamente! -dijo la madre del niño mirándola con dulzura.

-No debí decírselo -meditó la muchacha.

-Al contrario -opinó su compañera-, son cosas que deben decirse.

La joven se llevó las manos a la cabeza y comenzó a arreglarse el cabello.

-Pero yo no quería -dijo al poco rato haciendo un mohín de contrariedad-. Había hecho promesa de no decírselo a nadie y, sin embargo -meditó pensativa al tiempo que dejaba caer las manos sobre el regazo-, se lo he dicho a usted... A la primera persona a quien he encontrado.

La madre del niño volvió a su labor y se puso a contar los puntos.

-En realidad -dijo poco después la madre del niño- ni siquiera sé lo que ha pasado.

-Fue algo terrible -susurró la joven.

-¿Era su novio?

-Sí.

-Y... ¿la ha abandonado?...

-Pasamos la noche juntos, ¿sabe usted? -sollozó la muchacha implorando con los ojos a la madre del niño-. Y me dejó... Luego me dejó... Era casado... Tenía mujer. Me dejó... Me dejó sola...

La joven no pudo seguir. Parecieron faltarle fuerzas y se quedó con la cabeza caída sobre el pecho, llena de abatimiento.

Entonces la madre del niño la abrazó por el hombro, obligándola a que hiciera descansar la cabeza sobre su pecho. Así la tuvo buen rato, en silencio, acariciando el pelo de la joven con su mejilla.

-No tiene tanta importancia -opinó la madre del niño- Puede ocurrirle a cualquiera.

-Pero ¿ahora?... -balbuceó la muchacha desprendiéndose de su compañera y posando los ojos en el mar-. ¿Ahora?...

-Ahora se sentirá mejor -dijo la madre del niño cogiendo de nuevo la labor-. Ocurre siempre así -aseguró-: una se encuentra mucho mejor después de hablar de ciertas cosas que creía inconfesables. Además, es usted tan niña, amiga Carmen, ¡y sabe tan poco de la vida!

La muchacha se echó de nuevo a llorar.

-¡No! -negó tercamente con la cabeza-. Ahora ya es todo distinto. ¡Ahora ya sé lo que es la vida!... Me había escapado con él y me abandonó... Era casado... Me había mentido desde el primer día... Estaba casado y yo...

-Tranquilícese, amiga Carmen -aconsejó la madre del niño-. No debe llorar. Ni preocuparse demasiado... Ya le digo que son cosas que le pueden pasar a cualquier mujer. Y tampoco debe avergonzarla el habérmelo contado. Soy una mujer como usted y lo comprendo. Pero... ¿cómo pudo ocurrir?... Explíquemelo. ¿Le quería?... ¿Estaba enamorada de él?... ¿Estaba muy enamorada, amiga Carmen, muy enamorada?... Cuénteme.

-¡No! -negó la muchacha-. No quiero hablar de ello... No quiero contárselo a nadie...

-Mal hecho, amiga Carmen -atajó la madre del niño cesando en la labor y mirando a la muchacha con frialdad-. Hace usted mal queriéndoselo callar. Estas cosas sólo dejan de atormentarnos cuando se hacen realidad. Pero es necesario echarlas fuera de una. Mientras la pena la llevamos adentro, sólo es una pesadilla que no nos deja vivir. Y esa irrealidad, esa pavorosa incertidumbre de nuestra conciencia, es más cruel que el pecado que damos al mundo para que éste le cuelgue una etiqueta con su peso exacto... La conciencia, amiga Carmen, es menos sobrecogedora si la dejamos rozarse con la indiferencia de aquellos a quienes no le pertenece. A veces nos asustamos de cosas que no tienen una mayor trascendencia. Es lo corriente. Sí, amiga mía, hace usted mal, porque nuestra conciencia carece de fiel para señalar el peso del pecado: sólo en la realidad ajena, en la distancia que hay entre dos conciencias, la aguja marca el peso exacto. Por otra parte, usted nada ha hecho que no pueda confesar a un sacerdote. Todos nos equivocamos muchas veces, pero lo suyo es algo perfectamente confesable. Ya verá, amiga Carmen, cómo ahora, que me lo ha dicho a mí, se ha de sentir más aliviada.

La joven había escuchado pensativa.

-Ya nunca seré feliz -meditó con tristeza contemplando el esmalte de sus uñas.

-¿Por qué?

-Ya nunca podré serlo -replicó como muy absorta en sí misma la desconocida.

-¿Piensa en su novio? -inquirió persuasiva la madre del niño.

-Sí; pienso en él -confesó la muchacha. Y sus mejillas, pálidas hasta este momento, se tornaron rojas.

La madre del niño cerró los ojos para hacer su nueva pregunta:

-¿Le quería mucho?

-Creo que sí -titubeó la joven-. Sí; tal vez sí -se aventuró a afirmar. Pero añadió seguidamente, como con rabia-: ¡Era tan feliz a su lado!... Tan feliz me parece ahora que yo era a su lado que no acabo de comprenderlo... ¡No, no puedo comprenderlo!... -meditó la joven. Luego tornó el rostro y se quedó mirando con fijeza a los ojos de su compañera-. Sí -afirmó convencida-: estaba enamorada.

La madre del niño desvió la mirada y reanudó la labor a un ritmo más veloz, casi frenético, al tiempo que sus labios se fruncían en un rictus amargamente perverso.

-¿Cómo puede asegurarlo? -preguntó al cabo de un rato la madre del niño-. ¿Cómo puede decir, con tanta certeza, que estaba enamorada?... ¿Por qué lo sabe?... ¡Cómo puede saberse tal cosa! -exclamó casi con violencia-. ¡Dígamelo!, ¿cómo puede saberse?

La joven se contempló nostálgicamente las uñas.

-Son cosas que se saben.

-¿Cómo? -quiso saber la madre del niño.

La joven se alzó de hombros.

-Porque sí.

-¿No quiere decírmelo? -dijo la madre del niño casi en tono de súplica. Luego la miró fijamente-. ¡Dígamelo, Carmen!... Necesito saberlo... Créame, necesito que me lo diga. ¡Por favor! -exclamó casi con ira.

La muchacha la miró asombrada. Sus ojos parpadearon primero atónitos y luego una nube de incomprensible temor, muy fugaz, les sobrecogió.

La joven esquivó la mirada de su compañera.

-No sabría... -se disculpó. La madre del niño puso una mano encima de las manos de la muchacha.

-¡Dígamelo! -rogó-. Es un favor que le pido, amiga Carmen. Nunca he tenido oportunidad de hablar de este tema con nadie. ¡No sabe cuánto me interesa!... Quiero saber qué es estar enamorada y lo que se siente... Y no sabe usted, amiga Carmen, hasta qué punto necesito saberlo... Usted es joven y ha estado enamorada... ¿Cómo?... ¿De qué modo?... ¿Cómo una puede saber que está enamorada?... Es esto lo que quiero que me diga. Nada más que esto. Ya ve: puedo ser su madre y ahora le estoy hablando como una chiquilla... Como una muchachita que no sabe lo que es el amor, o como una anciana que lo hubiera olvidado... Necesito que me lo explique... Necesito que me diga por qué era feliz y de qué modo... ¿No quiere?

-Me parece que era feliz porque estaba enamorada -balbuceó confusa la muchacha.

-Pero ¿cómo?... ¿De qué modo era feliz? -atajó la madre del niño apretando fuertemente las manos de la joven entre las suyas.

-No sé... Tal vez... titubeó la desconocida-, acaso no existan palabras para decirlo... Acaso sea esto una cosa que no necesita... Algo que no se sabe explicar... No sé... ¡No sé! -protestó súbitamente liberando sus manos de las de la madre del niño-. ¡No sabría decirlo!

El mar resonó ásperamente entre las escolleras. Un pájaro negro surcó el gris de la tarde.

La madre del niño se mordió los labios con rabia. Sus pómulos empalidecieron y contuvo la respiración. Luego cerró los ojos y se llevó la mano a la frente, buscando a tientas, con la otra, la bufanda que estaba confeccionando.

-Perdóneme -musitó al cabo de unos segundos rehaciéndose en un hondo suspiro.

-¿Le ocurre algo? -preguntó inquieta la joven-. ¿Se encuentra mal?

Estaba muy pálida la madre del niño.

-No; no es nada. Gracias... La desconocida la observó entonces con cierto temor compasivo en la mirada.

-Pienso que acaso nadie acertase a decir el porqué de la felicidad -meditó la joven al cabo de unos segundos, como encontrándose obligada a reparar algún daño ocasionado por su silencio anterior.

-Pero... ¿se sigue sintiendo enamorada? -quiso saber la madre del niño al tiempo que comenzaba a mover las agujas.

-Ahora me siento desdichada.

-Y él... Él ¿dónde se encuentra?

-No lo sé. Se fue... Él se marchó dejándome sola. Ya se lo dije.

-Pero usted le sigue queriendo, ¿no es así? -dijo la madre del niño acrecentando el ritmo de sus dedos, mas sin levantar la cabeza del trabajo-. Él la abandonó, pero usted le sigue queriendo, ¿verdad?

-No, ya no.

-Entonces ¿qué le impide hablarme con sinceridad? -atajó la madre del niño.

-No sé -respondió la joven..., no creo que haya nada que me lo impida... Tampoco sé qué puedo decirle que le interese... -se disculpó alzando levemente los hombros.

Los ojos de su compañera se encendieron febrilmente.

-Es muy sencillo, amiga Carmen -dijo la madre del niño posando la labor sobre el regazo y clavando su mirada en la joven- Muy sencillo: sólo quiero saber qué sentía cuando él estaba a su lado... ¿Le gustaba que la acariciase?... ¿Le deseaba?... ¿Se sabía turbada?... Esto es lo que quiero saber. Sólo esto.

El rostro de la muchacha se ensombreció.

-Son cosas tan íntimas...

-Pero yo soy una mujer como usted, amiga Carmen, ¿qué puede avergonzarla? Además, yo también me he sincerado. Por otra parte -agregó la madre del niño nostálgicamente-, estoy segura que me daría una respuesta a ciertas cosas que no he logrado entender de mi vida.

-Es todo eso tan íntimo -objetó la desconocida. Después se observó un momento las yemas de los dedos y agregó-: Y, además, es una intimidad que ni siquiera me pertenece en exclusiva... Usted debe comprenderlo: hay cosas que avergüenzan aunque sean habladas entre mujeres. Usted ha estado casada y lo sabe.

La madre del niño suspiró hondamente.

-¡Ojalá fuese como usted dice! -exclamó su compañera reanudando la labor-. A mí me parece que ni siquiera he gozado de esa intimidad compartida e inconfesable.

-Pero ¿su marido? -indagó la muchacha.

-Mi marido... ¡Ah, sí, claro: mi marido -dijo la madre del niño pensativa-. Mire usted, Carmen: llevo muchos años sospechando si acaso no habré confundido desde el principio toda una serie de emociones torpes e inexpertas con eso otro que se llama amor... ¡Ay, amiga mía!... ¡Es usted tan joven y ha vivido tan poco que no sé si llegará a comprenderme!... Tendría que contarle aún tantas cosas de mí misma.

-Me parece que, en el fondo, todas somos iguales -reconoció la muchacha.

-En el fondo del fondo, sí -opinó la madre del niño escrutando a su compañera como si quisiera penetrar hasta lo más íntimo de su corazón-. Pero luego hay otras cosas... Otras cosas que le hacen a una saberse distinta aunque no quiera... A mí me gustaría comprobar que en el fondo del fondo soy igual que todas... ¡De verdad! O que todas son como yo, pero... Usted, amiga Carmen, ha tenido suerte. No tuvo que inventarse el amor: lo encontró por las buenas. Es usted joven y el amor le salió al paso... Yo también fui joven, naturalmente, pero...

-El amor nos coge siempre desprevenidas, me parece -terció la joven-. Importa poco la edad. Una está tan tranquila, sin esperarlo, y ¡de pronto!... ¿Por qué tiene que ocurrir así?

-No a todas les ocurre de igual modo -dijo la madre del niño-. Ya le digo: yo también fui joven. Pero mis tiempos eran otros tiempos. En aquella época todo era distinto. Había terminado la guerra civil y los hombres escaseaban... Desde el alimento hasta los hombres, todo resultaba entonces inasequible. Lo recuerdo... Yo nunca he sido una mujer guapa; lo que se dice guapa. Mis amigas, sí... Yo no... Incluso entre ellas me sentía de no sé qué modo diferente. Entonces para nosotras el amor consistía en estar casada con un hombre. ¡Ya puede figurarse! Tuve que actuar a ciegas; sin hacer demasiado caso de los deseos que hubieran colmado mi naturaleza. ¿Qué puedo contarle?... Elegí a un empleado de nuestro almacén de vinos. Mi madre y yo vivíamos solas. Ella enviudó muy joven y se quedó al frente del negocio. Todo funcionaba y sigue ahora, después de tantos años, funcionando bajo sus órdenes. Así que en nuestra propia casa conocí al que habría de ser mi marido...

Yo, desde muy niña, frecuentaba el almacén. Pero nunca, ¡jamás, me había fijado en Miguel! Lo veía, eso sí, ir de una a otra parte con su delantal de cuero; rodando cubas; lavando y encorchando las botellas; trajinando de una a otra parte de la bodega. Pero era como si no lo viese. Para mí sólo significaba un bulto más allá adentro, en el fondo oscuro del local. Ni siquiera me parece que lo saludaba... Nunca recuerdo haber hablado con él...

Antes de la guerra, a mis amigas y a mí, no nos preocupaban los hombres. Éramos felices solas, a nuestro modo. Luego la guerra nos dispersó. Y cuando todo hubo concluido, a los meses siguientes, ya había algo entre nosotras que nos impedía ser como antes habíamos sido... Todas habían cambiado. Todas menos yo... Hablaban mal de los hombres como en aquella época en que nos parecían seres oscuros y repulsivos, pero perseguían solapadamente, individualmente, sus compañías. Después, una tras otra, todas se fueron casando; y todo concluía entre las que se habían casado y las que permanecíamos solteras... Me quedé sola. Me quedé sin amigas y llena de preocupaciones... Y un día, estando a la entrada del almacén -recuerdo que era la hora del cierre- pasó Miguel junto a mí. Llevaba una jaulita en la mano. Una jaulita con un canario adentro. Quise ver el pájaro y él me lo mostró muy satisfecho. Entonces me explicó que, en los ratos libres, se dedicaba a la cría de canarios. Tenía doscientos. Él mismo les emparejaba estudiando cuidadosamente la selección de razas... Parecía Miguel un hombre feliz con sus pájaros. Más tarde supe que verdaderamente lo era...

Aquel encuentro, ¡tan normal pudiera pensarse!, dejó en mí una profunda huella. Durante la noche me sentí llena de tristeza. No acertaba a comprender lo que me ocurría. Pensaba más que nunca en mis amigas y las echaba en falta. Días antes había visto a una por la calle, del brazo del marido, y ella también me había visto, pero se hizo la desentendida y se apretó un poco más al brazo de su hombre... Me encontraba llena de tristeza aquella noche; también herida y confusa. Entonces me dio por pensar en Miguel y en sus pájaros, y ni siquiera lograba ni conseguía imaginarme su cara de un modo físico. No acertaba a precisar sus facciones. ¡Así de poco había reparado en él!... Advertí entonces que llevaba muchos años trabajando para nosotras, para mi madre y para mí, y que siempre había sido leal y laborioso. Nunca habíamos sabido nada de él. Nunca nos habló de sus padres o hermanos. ¡Jamás supimos cómo era su vida y si se había sentido en algún momento desgraciado y solo!... En una palabra, amiga Carmen, nunca lo habíamos tenido en cuenta.

Durante la guerra, igual que los demás, estuvo en el frente. Yo ni siquiera me enteré. Tampoco creo que mi madre lo echase en falta en el negocio... Un día volví a verlo, con su mugriento delantal de cuero, cargando cajas en el carro de repartir y ni siquiera tuve la impresión de que hubiera faltado un solo día del almacén...

Ya digo: sólo más tarde, exactamente aquella noche en que una inquietud desconocida me mantuvo tristemente desvelada, comprendí hasta qué punto me había sido ajena la existencia de aquel hombre... Sí, aquella noche comencé a pensar qué sería de su vida. Me había hablado de los pájaros con una voz impersonal y monótona, sin el menor atractivo, pero que parecía brotar de un espíritu lleno de paz, de tranquilidad, de sosiego... Y así le recordaba: como muy rodeado de pájaros. Aquella noche, en la oscuridad de mi alcoba, aquel hombre no era otra cosa que esto: una voz rodeada de pájaros; de jaulas y de pájaros... Una voz suave y monótona que me hablaba y me hablaba de un mundo de pájaros; de enfermedades y de cuidados; de machos en celo; de selecciones fisiológicas, y de la mezcla de huevo y pan rayado que los canarios comían... Recordaba a aquel hombre hablándome de un mundo que yo desconocía y que, además, me traía muy sin cuidado. Y, sin embargo, le pensaba como una posibilidad... Durante la noche aquel hombre insignificante, mínimo y vulgar, comenzó a despertar en mí una impalpable esperanza. No sé cómo, pero de pronto tuve conciencia de esta esperanza y mi desvelo se tornó desesperado, casi agónico. Era una angustia tremenda en la que se quemaba el aire de la habitación. Pensaba en él intensamente y me hubiera gustado saltar de la cama e ir en su busca. Verlo de una vez; fijarme en él; saber cómo era. ¡Fue algo terrible para mí aquella noche!... Recuerdo que hacía unos angustiosos esfuerzos para mantener la voz de aquel hombre en mis oídos, queriendo oír una y otra vez, sin desvirtuarlas, sin que perdieran el acento preciso de su monotonía e impersonalidad, cada una de las cosas que me había dicho sobre la cría de los canarios...

Así me vi aquella noche: tiranizada por la esperanza de un hombre gris, vulgar, en el que jamás había reparado. Le soñaba como marido. Y no se me ocurrió pensar que él había de aceptarme rápidamente, no. En mi atormentado duermevela me veía despreciada por este hombre y ridiculizada frente a mis antiguas amigas.

Los días que siguieron fueron horrorosos. Tenía que disimular ante él. ¡Figúrese, amiga Carmen; disimular frente a un hombre así de vulgar e insignificante; frente a un hombre en quien jamás me había dignado posar los ojos!... No sólo había que disimular, sino que también había que ganarlo; conseguir el compromiso diario de su palabra y el del gesto de su semblante. Y tenía que hacer todo esto no pensando en la finalidad de algo ya próximo, por cuya consecución había que seguir en el empeño, sino por la esperanza que aquel hombre me había clavado en el corazón; por el alimento diario que la malvada esperanza exigía con el mismo hambre de una oscura bestia insatisfecha. Todos los días, a todas horas, a cada minuto, a cada segundo, yo tenía que alimentar esta esperanza. Y me ardía en ella. Me sentía devorada por su llama lenta, inextinguible y poderosa. Y la luz amarillenta, casi de candil, que aquel hombre había clavado en la inmensa soledad de mi corazón, siempre se mostraba distante, inalcanzable y abrasadora, aunque fuese tan mínima, tan vacilante... Me daba cuenta de que era yo quien tenía que mantener forzosamente aquella lucecita de la esperanza, y que ello requería el irme consumiendo en el empeño. Consumiéndome en ella para permanecer con ella; para que no se apagase. Aquella lucecita era como un hambre insaciable: me devoraba sin hartarse; sin darme nada a cuenta... Se nutría de mi presente sin dejar nunca de ser lo que era: la esperanza de un futuro indeciso. Y a mí me parecía errar por la oscuridad desolada de mi corazón en pos de una luz que sólo en mis ojos existía. Sucedía como en esos cuentos que hemos escuchado de niñas, en los que un caminante marcha perdido por el bosque en busca de aquella ventana que él cree ver iluminada en la oscuridad sin luna y sin referencia... ¡Algo tremendo, amiga Carmen!... La esperanza jamás se hace presente y en cambio se goza alimentándose de nuestra mediana dicha. Es perversa. Este fue el calvario de mi espera. De este modo aguardé la señal del amor... Pero ¿cree usted, amiga Carmen, que el amor se manifiesta de este modo? Dígame la verdad: ¿es así como el amor prende entre un hombre y una mujer? Necesito saberlo. Y necesito saber si el amor es, por el contrario, algo muy diferente y por este motivo yo...

Necesito saber si mi hijo sólo es fruto de un desamor...

La muchacha permaneció pensativa.

-Sin embargo -opinó al cabo de un rato-, ésa es una pregunta a la que tuvo que responderle él..., el hombre, su marido.

La madre del niño hizo un gesto de desamparo.

-¿Por qué? -protestó sin excesivo coraje-. ¿Qué saben los hombres de nosotras, amiga Carmen, qué saben?... Ni siquiera llegan a conocernos. Los hombres son como un paisaje inédito, desconocido, misteriosamente erizado e incitante. Pero ¿qué más sabemos de ellos? Entre nosotras todo es diferente. Entre mujeres no será posible el amor, pero sí la dicha, la pasión, el placer... El amor debe ser muy diferente, puesto que tiene un límite, una consecuencia que altera y modifica nuestro ser femenino. Ya ve usted lo que ocurrió con mis amigas: todas, sin excepción, cambiaron; se hicieron diferentes. ¿Por qué? ¡Qué otra causa que el amor pudo contribuir a ello! Los hombres nos pueden ser toda la vida unos desconocidos, y nosotras a ellos, pero presiento que son los únicos que tienen el secreto de ese conjuro mágico que hace posible el amor. Y que cuando esto ocurre, cuando se hace posible, el amor ha de tener algo especial que le diferencia a todo... Esto es lo que me gustaría saber de usted...

Mi marido no respondió a nada de esto. Me preguntará que por qué... ¡Ay, es largo de explicar, pero es la verdad!... Además, he llegado al convencimiento de que, aunque el hombre posea el secreto de ese conjunto mágico que hace posible el amor, los hombres son incapaces de explicarlo: en ellos es algo nato que no tiene explicación, ni la pretenden. En esto son como animalitos. No, mi marido no respondió a mi pregunta. ¡Qué quiere que le diga: hasta mi propia naturaleza me dejó a medias!... Conoce a mi hijo. ¿Por qué?... ¿Cuál fue mi pecado?... ¿Qué fue lo que me indispuso con Dios o con el mismo amor?

Sólo usted, que es joven, amiga Carmen, joven y bella, es quien puede ayudarme.

Las pestañas de la muchacha, hasta este momento inmóviles, parpadearon como alas de mariposas negramente aterciopeladas.

El mar bramó quejumbroso entre las gargantas de las rocas.

-Aunque así fuera -objetó la muchacha-, no comprendo de qué puede servirle lo que yo le diga.

-¡De tanto puede servirme! La desconocida clavó sus ojos en el horizonte y así se quedó unos segundos, como ajena. Luego gruesas lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas.

La madre del niño, aún con la cabeza baja y acariciando la bufanda, no se apercibió del llanto callado de su compañera.

-Usted me aseguró que olvidaría pronto lo ocurrido -dijo, quejosa, la muchacha- y, sin embargo, ahora me está hablando de su pasado tan triste...

La madre del niño levantó la cabeza sorprendida.

-¡Llora! -increpó dolida.

-¡He sido tan tonta, tan tonta! -se reprochó con acritud la desconocida-. Me dejé engañar estúpidamente... Pensé que él era todo para mí y le creí... Desoí a mis hermanas... ¡Ellas tenían razón!... Y luego -gimoteó llevándose el pañuelo a la nariz-, luego, cuando me enteré de que estaba casado, sólo pensé en huir... Jugó conmigo miserablemente y me abandonó... ¡Ya no soy más que una perdida!...

A la madre del niño se le llenaron los ojos de un secreto júbilo. Observaba el llorar de la desconocida y su rostro se iba tornando alegre, como rejuvenecido. La respiración se le hizo extrañamente sonora, casi silbante, cuando volvió a pasar el brazo en torno a la cintura de la muchacha. Con los dedos de su mano libre comenzó a secar delicadamente las lágrimas que descendían por la mejilla de su compañera.

-Su rostro adquiere una belleza turbadora con las lágrimas -musitó al oído de la muchacha-. Es, ¿cómo diría yo?..., semejante a esas flores llenas de color y de vida que luego de una noche amanecen perladas de rocío... Cuando usted llora, amiga Carmen, déjeme que se lo diga, me siento oscuramente perturbada... No debe llorar, sin embargo. No tiene motivo, créame.

-¡He sido tan tonta, tan tonta! -exclamó la desconocida una vez más sonándose ruidosamente y arrugando después el diminuto pañuelo de batista tan finamente bordado.

-Así es mejor -aceptó la madre del niño-. Usted y yo nos entendemos. Somos mujeres y sabemos comprendernos. Hizo usted bien en no implorar al hombre que la engañó. Jamás la habría comprendido. ¿Qué le hubiese dicho? Los hombres no son como nosotras. Entienden y hablan otra lengua. Nos escuchan, nos aceptan casi siempre, pero no nos comprenden. Y es que nuestro corazón habla siempre un lenguaje silencioso y subterráneo. Algo que no queda traducido en las palabras. Yo sé que un hombre y una mujer pueden poseerse arrebatadamente, pero sólo de una manera muda, como dos seres de distinta lengua. Sólo en estos momentos una sabe lo realmente ajenos que nos son los hombres y el abismo insondable que nos separa de ellos a pesar de los abrazos. Usted ya ha pasado por esto, amiga Carmen, y puede comprenderme, ¿verdad?

La muchacha asintió con la cabeza.

-Sí.

-¿Qué pensaba usted mientras él la poseía? -quiso saber la madre del niño tratando de volver la cabeza de la desconocida para mirar en sus ojos-. ¿Pensaba usted en algo concreto?

La muchacha procuró liberarse de aquella mano.

-No; en nada.

-¿Por qué me miente? -se condolió la madre del niño sin soltar la barbilla de la joven-. ¿Por qué?... ¡Sin duda pensaba en algo!

La desconocida cerró los ojos.

-Pensaba en mis hermanas.

-Y ¿en qué más?

-En nada más.

-¡Es extraño! -meditó la madre del niño-. ¡Es muy extraño que sólo pensase en sus hermanas!

La muchacha se alzó de hombros.

-¿Por qué pensaba en sus hermanas?

-No sé... Me encontraba muy sola y pensaba en ellas. No me parecía tener otra cosa en qué pensar. Además... -la muchacha hizo un brusco movimiento con la cabeza y se desprendió de la mano que la sujetaba-. Además...

-¿Qué?

-Además, me aburría.

-¿Se aburría?

-Sí -afirmó la muchacha-. Sentía mi cuerpo extrañamente tenso, casi a punto de quebrarse, como agarrotado, pero yo no sabía qué hacer. Miraba hacia la pantallita roja de la mesilla de noche, porque me asustaban sus ojos, y me aburría y pensaba en mis hermanas de un modo vago pero obsesionante. Y también...

-Y también, ¿qué?... ¿Qué otra cosa le ocurría? -quiso saber la madre del niño respirando con dificultad.

-Pensaba también que aquello tendría que terminar de una vez y esperaba, con cierta curiosidad, qué podía ocurrir... Luego pasó todo lo demás.

-¡Cuénteme!

La muchacha hizo un tremendo esfuerzo.

-Sentí un gran dolor y creo que le golpeé. Apenas si lo recuerdo vagamente... Fue como si la pantallita roja dejase de alumbrar. Era tremendamente doloroso... Pienso que me desmayé. Cuando volví a abrir los ojos que el dolor me había obligado a cerrar, el cuerpo me pesaba enormemente... Me parece que si una pudiera sentirse muerta, el cuerpo le pesaría a una de aquel modo... También recuerdo que el brazo de él me producía un gran dolor bajo la nuca y que lo evité. No sé por qué hundí mi cabeza en la almohada y me puse a llorar como una tonta. Sentía el calor de su cuerpo junto al mío... Y cuando no me quedó ni una sola lágrima que verter, volví la cabeza y lo descubrí sentado al borde de la cama, de espaldas, fumando. La luz de la pantallita le recortaba en silueta y el humo de su cigarrillo ascendía lentamente hacia las sombras del techo.

-¡Pobrecilla! -murmuró compasiva la madre del niño. Su mano se retiró con suavidad de la cintura de la muchacha y cogió nuevamente, temblorosa y como ciega de tacto, aquel trocito de bufanda con las agujas a él prendidas-. Pobrecilla.

-¡Oh, he sido tan tonta, Dios mío, tan tonta! -dijo la joven. Y se quedó mirando a aquel lejano punto del horizonte.

Los ojos de la desconocida comenzaron a verter lágrimas. No sollozaba. Sólo se dejaba llorar. Sus facciones eran dulces y serenas, como llenas de paz. Estuvo así un momento. Luego recogió su mirada y fue a posarla, a través de las pestañas enlagrimadas y temblorosas, sobre el pañuelo que mantenía arrugado entre sus dedos largos, blancos y delgados. El pañuelo estaba completamente húmedo y la desconocida meneó graciosamente la cabeza y las lágrimas se desprendieron de sus pestañas como gotas de una lluvia nocturna al agitar el tronco de un árbol joven muy de mañana. Después la muchacha miró en torno y abriendo la maleta sobre las rodillas hurgó en el interior.

La madre del niño dejó el trabajo para echar una ojeada al contenido de la maleta.

-¿Es su ropa interior?

-Sí; cuatro cosillas que metí adentro, entre prisas -respondió con tristeza la muchacha al tiempo que ordenaba cada una de las prendas. Algunas piezas no las he estrenado todavía. Son nuevas.

-Déjeme ver -rogó la madre del niño cogiendo una de las prendas-. ¡Es hermosa! -dijo poniendo su palma bajo el calado de los encajes-. ¡Son de auténtica novia! Tiene usted que estar bellísima, amiga Carmen, con una ropa interior así -afirmó arrimando la tela a la mejilla y acariciándose dulcemente con ella-. Además, ¡están tan finamente trabajadas! -opinó pasando los dedos sobre el pasacintas que dividía la cintura de los encajes destinados a envolver los senos-. ¡Tan finamente cosidas! Nadie diría que se han posado manos sobre esto. Es una labor de ángeles.

-Me han ayudado mis hermanas -informó la desconocida secándose las pestañas con su nuevo pañuelito.

-¿Cosen?

-Sí.

-¡Ay, si los hombres supieran apreciar estas cosas!... Y, sin embargo, ya ve usted, querida mía, no es así... A mí estas ropas interiores tan finas y hermosas me enloquecen. Siento al tocarlas un algo especial. Cuando yo era una muchacha como usted y alguna de las amigas se hacía una prenda así, íbamos a su casa y nos la probábamos todas y gozábamos sintiendo la liviandad de su peso sobre nuestro cuerpo desnudo o simplemente viéndola tan suave y transparente en las demás... ¡Cuando una es joven encuentra placer en las cosas más tontas!... ¡Estará usted tan hermosa cada vez que se la ponga!

La muchacha arrebató la combinación de manos de su compañera.

-No volveré a ponerme estas prendas jamás -dijo con rabia al tiempo que cerraba la maleta-. ¡Jamás!

La madre del niño la miró sorprendida y luego alzó los hombros.

Las dos mujeres se quedaron calladas.

Del fondo de la vertiente ascendía el rumor incansable del mar. Un bisbiseo espumoso sucedía a cada embestida de las olas contra las escolleras. El fragor de los embates crecía y decrecía como una música brutal pero atrayente; como una música que fascinase los oídos de todos los corazones solitarios. La gran caracola de la tarde transformaba aquella música en un expectante y magistral silencio.

La muchacha parecía como raptada por el sonoro vértigo del mar. Sus ojos negros se perdían en el horizonte.

La madre del niño se hallaba abstraída en el trabajo. La lana pasaba de una a otra aguja anudándose a sí misma en cada uno de los rítmicos movimientos a que era sometida. Y la bufanda se iba haciendo lentamente, a cada vuelta, un poco más larga.

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