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La mar sonaba.

De pronto los ojos de la muchacha parecieron volver a la realidad. La joven inclinó la cabeza, como queriendo arrimar su oído a la vertiente que se encontraba frente a ellas, y todo su cuerpo adquirió una extraña tensión.

-¡Qué ha sido ese grito! -exclamó sin despegar el oído del rumor que llenaba el aire de la tarde.

La madre del niño alzó aturdida la cabeza.

-¿Qué grito?

-¡Ese grito!

La madre del niño empalideció.

El mar se lanzó una vez más contra el acantilado. Las olas lijaron, silbantes, los salientes de las rocas; chapotearon en las gargantas cavernosas. Luego las olas se replegaron gorgoteantes y misteriosas y su sordo rumor pareció alejarse hasta el infinito.

Entonces, en el vacío tenso de aquel silencio, sonó una voz casi inhumana. Desde el fondo del acantilado se elevó un grito prolongado. Pero el zumbido de las olas comenzó nuevamente a avanzar, a crecer...

La madre del niño se quedó súbitamente rígida. Un sudor frío comenzó a perlar su frente. Los labios se le contrajeron, y, sin embargo, aquellos labios parecían sonreír extrañamente. Una expectante inquietud había engrandecido sus ojos. Estaba lívida.

-¡Es él! -chilló la muchacha-. ¡Es su hijo! -gritó mirando a su compañera y sacudiéndola por el brazo como para rescatarla de aquel aturdimiento en que parecía hallarse-. Es él... Su hijo... ¡Vamos!

La madre del niño agarró fuertemente la mano de la muchacha para impedir que se levantara.

-¡Aguarde! -ordenó apagadamente.

Otra vez la llamada les llegó desde el fondo del acantilado y quedó ahogada por el crecido estrépito de las olas que se abalanzaban.

La muchacha se sobrecogió. Dio un fuerte tirón de su brazo y se puso en pie, tambaleante, horrorizada. Luego se acercó cautelosamente, con las manos muy cerca de los ojos, hasta el borde del acantilado, por el lugar donde había descendido el niño.

Se quedó allí, indecisa, sin atreverse a mirar.

La madre del niño pareció recuperarse y se lanzó en pos de la muchacha. Cuando se acercó al borde de la vertiente, la joven ya volvía la cabeza. La madre del niño quiso indagar, anhelante, en los ojos de la desconocida, pero la muchacha les tornaba cerrados. La madre del niño dudó unos segundos. Estaba desencajada y sus labios, obligados por una violenta mueca, tenían el color de la ceniza.

La madre del niño se agarró a la muchacha, cerró un momento los ojos y, cuando los abrió, de nuevo su pecho se asomaba al vacío.

Abajo, sobre una gran roca plana cubierta hacia el extremo por una albísima espuma, su hijo la llamaba dando saltos de júbilo.

La madre del niño retiró la cabeza casi desmayada por el vértigo y se abrazó a la desconocida. Temblaba.

-¡Cálmese! -dijo la muchacha mirando en derredor y sin saber qué hacer con las manos-. Ha sido un gran susto, pero nada ha pasado, gracias a Dios... ¡Cálmese!

Las dos mujeres volvieron sobre sus pasos, en silencio, y la madre del niño se dejó caer, lívida aún y enervada, sobre el oscuro pañito festoneado de rojo. Después hundió la cabeza entre las manos.

La muchacha tuvo un repentino estremecimiento y se frotó las mejillas con las manos. Luego respiró hondamente y se sentó junto a la maleta.

Al fondo de la escarpadura la mar seguía orquestando, en un extraño diapasón, las sonoridades de sus golpeteos contra las rocas.

-No sé cómo consiente que su hijo baje a un lugar tan peligroso -dijo, muy impresionada todavía, la muchacha-. Todos los años, por estas fechas, la mar se lleva a alguno de los pescadores.

La madre del niño ordenó sus cabellos y alcanzó el ovillo de lana que había rodado un poco lejos. Parecía cansadamente serena. Cogió las agujas entre sus manos y, silenciosamente, se puso a rehacer unos puntos que se le habían soltado.

-¡Es tan feliz cuando viene aquí! -exclamó la madre del niño al cabo de mucho tiempo. Y suspiró-. ¿Cómo voy a negárselo? ¡Cómo voy a negarle esta única posibilidad que al parecer tiene de ser feliz!... Mi madre dice que hubiera sido mejor para el chico haber muerto. Yo no me atrevo siquiera a pensar que esto pueda ser cierto... No sabe usted, amiga Carmen, lo que es verle a todas horas ir de una a otra parte de la casa, como un animal torpe; como un bicho absurdo que le hubieran raptado de entre los suyos. A veces, amiga Carmen, el niño se interna por lo oscuro del almacén, entre las cajas y los toneles y se pasa horas allí. Yo no sabría decir lo que hace. No me atrevería a asegurar que esté jugando. A través de las mamparas del despacho nos llegan sus ruidos: los frufrús y torpe arrastrar de sus pies y nunca puedo imaginar lo que está haciendo... No son ruidos normales. Son susurros y gorgoteos apagados; golpes secos y misteriosos, muy semejantes a los que podemos imaginar que hiciera un pequeño animal encerrado en aquellas oscuridades. Mi madre y yo nos miramos aterradas cuando esto ocurre... No se lo puede imaginar: todo resulta dolorosísimo. Y yo me pregunto: ¿qué mundo es el suyo? Y mi madre siente tanta piedad por él que le preferiría muerto...

Mi madre no hace más que reprocharme el que me haya casado. Me reprocha el haberme casado y el haber traído al mundo un ser así, destinado únicamente a la infelicidad... Ella me pregunta que qué hace en el mundo una criatura semejante... Todo esto es para mí un tormento continuo...

Cuando vengo aquí y me siento al resguardo de este muro -de este muro que parece dividir el mundo en dos- no hago otra cosa que hacer a Dios estas mismas preguntas. Él, que es infinitamente Todopoderoso, amiga Carmen, ¿no puede hacer que lo que es no sea?... Tal vez le parezca a usted demasiado simple todo esto y sin razón. Pero yo me pregunto: ¿existe para Dios esta misma razón que nos pone límites a nosotros los humanos?... ¿Existen para Él, que es Todopoderoso, estas barreras que nos atan a nosotros a lo puramente lógico y pensable? Yo sé que no, amiga Carmen; que para Dios no existe eso que a nosotros puede resultarnos absurdo. Porque si es Todopoderoso, como creemos, está dentro y fuera de lo pensable: está también a la otra parte de cuanto es absurdo para la razón del mundo. Él puede hacer que mi hijo no haya nacido, o al menos, puede hacer que deje de ser como es y vuelva a nacer de otra forma. Pero Dios no quiere. No contesta a mis preguntas. Yo le siento muy cerca de mí cada vez que le hago una de estas preguntas; le siento en el envés de cada una, como escondido, agazapado, sonriendo calladamente. ¿Por qué no contesta?... ¿Cuál ha sido mi pecado?...

El mar batía a zarpazos las escolleras.

-No debería decir tales cosas -aconsejó la muchacha.

-¿No?

-No; no son normales -dijo azorada la desconocida, alzándose de hombros.

-¡Sí que lo son -replicó la madre del niño-, sí que lo son! No sabe usted bien hasta qué punto son normales estas preguntas. Lo que pasa es que todo el mundo se las hace en silencio, calladamente, sin atreverse a convertirlas en palabras. Pero todo el mundo se las hace. ¿Por qué cree usted que se reza?... ¿Qué piensa que significan las oraciones, los ruegos y todo ese gran temor de Dios? Cada uno pregunta por sí a su modo. De una o de otra forma todos preguntamos. Sin embargo, no sé por qué, Dios calla para todos.

-Tal vez... -titubeó la muchacha-. Pero me da usted miedo. Me confunde y me llena de miedo...

-¡Es usted tan joven, amiga Carmen, tan jovencísima!

-Además, pierde usted el tiempo: nada puede hacer para que vuelva a ser feliz.

-Lo sé -afirmó descorazonada la madre del niño.

-¡Entonces! -increpó la muchacha-. Entonces, ¿por qué se empeña en venir cada tarde aquí y sigue haciéndose preguntas tan inútiles?... No lo comprendo... ¿Por qué deja que su niño baje a las rompientes siendo un lugar tan peligroso?

La madre del niño no respondió en seguida. Su compañera la miraba seriamente, inquisitiva.

-Acaso... -titubeó la madre del niño-. Es algo que no sé muy ciertamente. A mí me parece que Miguelito sólo es feliz cuando viene aquí y baja a las rocas y contempla a una lubina con quien ha hecho amistad... -suspiró la madre del niño-. Ya ve qué cosa tan extraña. Eso tampoco lo comprendo. Miguelito trae anzuelos para la lubina... Me dice que hay una lubina que viene a su roca cada tarde y que habla con él... Pensemos que sea una estupidez de su naturaleza enferma... Pero lo cierto es que él parece sentirse muy feliz. Y cuando alguna tarde la lubina no acude a la roca, él regresa desesperado y zapatea y no quiere volver a casa. Me cuesta gran trabajo sujetarlo. Usted no puede hacerse una idea de la fortaleza que tienen estos niños.

Pues bien, Miguelito se siente tan feliz aquí y quiere tanto a la lubina que yo le tengo que comprar anzuelos. Una cajita cada día. Tienen que ser anzuelos precisamente de los que se emplean para pescar lubinas, y no de otros cualesquiera más pequeños o más grandes... Entonces, según él mismo me ha contado, cuando llega la lubina arroja la cajita al mar al lado de donde ella se encuentra, para demostrarle que no viene a pescarla, como tantos; que no la quiere mal; que sólo desea estar junto a ella...

Y yo me imagino que mi hijo desea esto porque ha descubierto en esa extraña y estúpida simplicidad la razón de su dicha; de su única dicha. ¿Qué puedo hacer, amiga Carmen, sino dejarlo? Sí: sé que su empeño es, si usted quiere, absurdo, pero ¿qué voy a hacerle?...

Por este motivo vengo aquí cada tarde; dejo que mi hijo se exponga a ese peligroso riesgo que exige su felicidad y me siento a rumiar, junto a este muro, cada una de mis preguntas. Ya no puedo pasar sin ellas. Hago una y otra, y otra, y otra, cada vez con más pasión; cada vez más delgadas; más abstractas de forma y más livianas de razón. Y en esas preguntas, apenas sin sentido, es donde más certeramente me parece que Dios se halla oculto. Y sólo con esto, amiga mía, con su callada respuesta, ¡me parece que comprendo tantas cosas!... Y, en cierto modo, me considero feliz; con una felicidad muy diferente a la que es necesaria a la otra parte de este muro, donde el mundo se muestra raquítico y mezquino.

Lo malo, amiga Carmen, es que esta felicidad ni siquiera es pensable: se escapa al menor esfuerzo de razón... ¡Ah, no sé por qué le digo estas cosas!... Terminará usted pensando que estoy loca y que mi hijo también lo está... Y no es así, amiga mía: tan sólo soy una pobre mujer que se consume en soledad. Y Miguelito, ¿qué quiere que le diga?, Miguelito es un ser en quien Dios satisfizo un diminuto capricho... No puedo hacer otra cosa, bien lo sé, que resignarme. Un hijo así le puede nacer a cualquiera.

La muchacha desconocida pareció quedar muy afectada por las últimas palabras de su compañera. Ambas se quedaron calladas. La madre del niño reanudó, a ritmo más veloz, su quehacer. De vez en cuando se detenía y contaba los puntos. Luego tornaba a pasar el hilo de lana alrededor de la aguja, ayudada por su dedo ágil y maestro.

La muchacha miró atemorizada hacia el horizonte y, seguidamente, recogió sus piernas contra el vientre y enlazó en torno a ellas los brazos, quedando en una actitud de recogimiento. Parecía abrazarse a sí misma; ampararse de algún mal desconocido y acechante. Así se mantuvo un buen rato, pensativa. Después volvió con lentitud la cabeza hacia su compañera y sus labios se movieron repetidas veces antes que la pregunta llegara a formularse.

-¿Cree usted que estaré embarazada? -balbuceó apenas sin voz.

La madre del niño clavó los ojos en la faz de la muchacha, escrutadoramente.

-¡Quién puede saberlo! -meditó haciendo un signo de impotencia con las manos-. ¿Cómo quiere que yo lo sepa?

-¡Sería tan tremendo! -se condolió con un sollozo la muchacha-. Sería espantoso. ¡Mis hermanas jamás me lo perdonarían!... Ellas me aconsejaban que le dejase. Interceptaban sus cartas y me hacían la vida imposible. ¡He sido tan tonta, Dios mío, tan tonta! No podré regresar donde ellas... ¡No quiero regresar a casa!... Me humillarían y me avergonzarían hasta verme consumida como ellas... Además -meditó-, se alegrarían al enterarse de lo ocurrido... Se cebarían en mi tristeza... Ellas jamás pudieron perdonarme que me hubiese echado novio.

-Pero ¡por qué! -protestó la madre del niño-. ¿Qué podía importarles a ellas que usted tuviese novio?

-Es tan largo de explicar -sollozó la muchacha-. Y, por otra parte, tampoco yo logro entenderlo. Eso es lo que me decía a mi misma: ¿qué les puede importar a ellas?... ¿Qué mal les hago?... Pero era así: me odiaban.

-Tendrían sus razones.

-Sí -meditó la muchacha-, posiblemente las tenían.

-¿Qué razones?

-La envidia -dijo con firmeza la desconocida-. No se comprende otra razón que ésta: la envidia.

-Y, sin embargo -observó la madre del niño-, la ayudaron a confeccionar el equipo.

La joven miró a su compañera con desdén.

-Eso fue antes -informó con rabia-. Mucho antes de que yo le conociera. También ellas tienen su equipo. Ángela lo tiene desde hace quince años. Y Rosa ya va para diez que lo terminó... Yo ni siquiera me acuerdo de ver a Rosa haciéndose el equipo. Entonces yo era una niña... Tal vez le parezca extraño, pero es así: se hicieron sus equipos, sin tener novio, hace ya mucho tiempo... Yo tampoco lo comprendía en aquella época... Pero ellas eran así.

-Ciertamente es algo extraño -convino pensativa la madre del niño, dejando un momento el trabajo para mirar con más atención a su compañera-. No veo la explicación -meditó al reanudar la labor.

-Es una cosa a la que no hay que buscar explicación -objetó la muchacha-. Es simplemente así. Yo entonces tampoco llegaba a entenderlo y después, ¡bueno!, después he visto que era algo que se podía aceptar sin tener que explicárselo una... Recuerdo que un día, yo acababa de cumplir los diecisiete años, fue Ángela y me dijo:

«-Cualquier tarde tenemos que comenzar tu equipo.

»-Pero ¡si ni siquiera tengo novio! -dije yo muy divertida-. ¡Si nadie se ha fijado todavía en mí!... ¿Para qué quiero el equipo?

»-Tampoco en tu hermana Rosa se ha fijado nadie aún -afirmó Ángela. Y añadió-: Ni en mí tampoco. Y, sin embargo, las dos tenemos nuestro equipo desde hace tiempo... Conviene estar preparada. Hay hombres que no les gusta esperar».

A mí aquello -prosiguió la muchacha- me parecía una estúpida preocupación, pero, por otra parte, el hecho de tener un equipo de novia y de poder probármelo alguna que otra noche, como sabía que hacían ellas, no dejaba de ilusionarme. En realidad, aunque lo eché a risa, no puse ningún inconveniente... Sí, recuerdo que algunas tardes, cuando las tres cosíamos en mis prendas de futura novia, yo hacía alguna que otra gracia, pero esto no les gustaba nada a mis hermanas, que se enfurecían cuando bromeaba y llegaban a ponerse nerviosas e insoportables. Así que pensé que lo mejor era callar y no exponerme a que acabasen enfadándose y se negaran a proseguir cosiendo para mí. Comencé a tomar la cosa muy en serio, tanto como ellas la tomaban, y no volví a decir una sola palabra que pudiera molestarlas. Trabajamos varios meses, a ratos libres y en los días en que el quehacer de la clientela no era muy abundante...

La joven se quedó pensativa.

-Siga, siga -rogó la madre del niño.

-¡Para qué!

-Me gustaría tanto conocer algo de su vida.

-No creo que mi vida tenga el menor interés -meditó la muchacha.

-¿No somos amigas? -dijo la madre del niño sonriendo dulcemente-. Esto nos ayudaría a conocernos mejor... A comprendernos... A mí me encantaría saber todo de usted: cómo era de pequeña; qué hacía...

-Todo cosas sin importancia.

-Aunque así fuese, amiga Carmen, cuénteme.

-Si se empeña -dijo la joven alzando los hombros-. Pero si la aburro me lo dice...

-Yo soy la más pequeña -comenzó la desconocida luego de un breve silencio-. Vine al mundo en compañía de un niño que murió al nacer. Mi madre también murió a los pocos días y a consecuencia del parto. Así que Ángela y Rosa han sido siempre para mí como dos madres. Mi padre sólo era feliz a mi lado... Llegaba a casa por las noches, luego del trabajo, y me cogía entre sus brazos y así me tenía tiempo y tiempo pasando su cara áspera por la mía. Mi padre me miraba en silencio, como pensativo, y a veces sus ojos se llenaban de lágrimas y corría a ocultarse en la habitación. Yo siempre le he recordado mirándome muy pensativamente. Murió cuando cumplí los catorce años... Fue algo tremendo: le había dejado en la cocina, sentado en su silla de mimbre, fumando un cigarro y mirando fijamente hacia el vasar... Cuando regresé seguía en la misma postura. El cigarro le quemaba los dedos, pero él ya no podía darse cuenta: estaba muerto. Sus ojos eran aún unos ojos muy pensativos, pero tremendamente fríos. Fue cosa del corazón. ¿En qué estaría pensando cuando murió?... Me sentí muy desgraciada aquellos días y mis hermanas temían que enfermase e hicieron lo imposible por consolarme... Así pasó algún tiempo. Algunas veces, al cabo del año, trataba de evocar a mi padre pensando muy seriamente en que había muerto, como para saber hasta qué punto me sentía entristecida, pero me distraía con cualquier cosa sin darme tiempo a sentir pena por él...

Ángela y Rosa siempre me quisieron mucho. Me quisieron hasta que llegó él... Sí, cuando él llegó todo fue ya, no sé por qué, diferente para mí.

Recuerdo que lo nuestro empezó un sábado por la tarde. Yo había cumplido dos meses antes los diecinueve años. Aquella tarde habíamos planchado todas las prendas de mi equipo y nos fuimos al baile del Casino. Mis hermanas iban todos los sábados. Yo era la cuarta vez que las acompañaba. El sábado anterior me habían dicho que desde que yo iba con ellas lo pasaban mucho mejor. No sé cómo lo pasarían ellas sin mí. Pero sí puedo decir que yo me divertía y que desde el primer día que entré en el casino nunca faltaron muchachos que nos invitasen a bailar o a beber una cerveza o una coca-cola. Después nos acompañaban hasta casa.

Ángela y Rosa parecían conocerles a todos y siempre tenían algo que decir o que murmurar de ellos. Les ponían verdes tan pronto entrábamos en el portal. A mí me entretenían. Pero para ellas todos estaban llenos de defectos. La verdad era, pese a todo, que ellas parecían ser muy dichosas sólo con que ellos las invitasen a bailar. Porque en el Casino había mujeres de sobra y no todas tenían suerte... Yo era la que no perdía un baile. Los muchachos se mostraban conmigo tan pesados e insistentes hasta el extremo de prometerles un baile siempre que sacaran primero a mis hermanas. Siempre aceptaban...

Aquel nuevo sábado no hacía ni cinco minutos que habíamos entrado al Casino cuando apareció él. Ni Ángela ni Rosa lo conocían. Bailamos juntos toda la noche. Era alto, guapo, con un bigotillo muy pequeño bajo la nariz, y fuerte. Sobre todo, era muy fuerte. Todo el mundo nos miraba. Hacíamos una buena pareja. Él tenía una manera nueva de bailar; una forma de bailar que no se usaba entre los habituales al Casino: apretaba muy fuerte por un poco más abajo de la cintura, cosa que me hizo ruborizar durante el primer baile, y con la otra mano le acariciaba a una la nuca, bajo el pelo... Bailaba muy bien y, sin duda por esto, todo el mundo nos miraba. Yo nunca me había sentido llevar de aquel modo. Me sabía dulcemente perturbada y ajena en cuanto él ponía sus brazos en torno a mi cuerpo y comenzábamos a girar entre las demás parejas... Todo era como en un sueño... Nunca había sospechado que una caricia semejante en la nuca le pudiera trastornar a una sacándola de sí misma de tal modo que la hiciera saberse tan alejada de todo... ¡Era hermoso!

Aquella noche nos acompañó hasta el portal. Hablaba poco. No sé por qué causa, otras noches tan charlatana, yo tampoco despegaba los labios. En cambio, Ángela y Rosa fueron todo el camino charlando por los codos y riendo sin el menor motivo. Les brillaban extrañamente los ojos y no decían sino tonterías y simplezas. Hablaban de muchachos y repetían, como muy indignadas, las procacidades que les habían dicho en ocasiones. Se empeñaban en repetir una y otra vez que los hombres eran unos maleducados; que todos eran lo mismo y que sólo iban a lo suyo y que luego, ¡si te he visto, no me acuerdo!... Y se guiñaban el ojo con aire de complicidad... Él las escuchaba muy tranquilo y respondía con monosílabos. De vez en cuando me miraba de un modo especial, como diciéndome: «No te preocupes: yo sé que eres distinta». Al menos esto era lo que yo hubiese querido encontrar en su mirada... La verdad es que me sentía muy molesta y como entristecida y, por encima de todo, avergonzada de mis hermanas. Ellas no se daban cuenta del ridículo... Me sentía rabiosa. Cuando llegamos al portal se despidió primero de Ángela y de Rosa y retuvo mi mano entre la suya.

Yo le dije que los domingos no íbamos al baile, porque había demasiada gente, y que nosotras lo aprovechábamos para ir al cine. Él me dijo que qué podía importarnos la gente; que cuando se bailaba era como si nadie existiera alrededor y que él y yo estábamos hechos para bailar juntos. Yo no sabía qué decir. Me quedé dudosa, en espera de algo más. Pero él no insistió. Se limitó a decir aquello y luego se quedó callado y yo le dije que sí, que iría. Y él, entonces, bajando un poco la voz para que no le oyeran mis hermanas, que me aguardaban en el descansillo de la escalera, me dijo que nos veríamos en el Casino y que me esperaba a mí sola. Yo le dije que bueno.

Aquella noche hablamos poco durante la cena. Tanto Ángela como Rosa parecían profundamente enojadas. A mí me dolía. Me sentía tan dichosa que me dolía el silencio de ellas, taciturno y pretendido. Dos o tres veces traté de romper el hielo, pero ambas me respondieron siempre con monosílabos y como rencorosas. Al final, y antes de retirarnos a nuestros cuartos, les enteré de mis planes para el domingo y les dije que no contasen conmigo.

«-No me gusta nada ese hombre» -dijo huraña Ángela.

«-Ni a mí tampoco» -añadió Rosa. Les pregunté que por qué no les gustaba. «-¡Qué sé yo! -dijo Ángela con fastidio-. Pero no me gusta nada... Además, es mayor que tú. Te saca lo menos diez años y parece muy seguro de sí... No me gustan los hombres que el primer día que están con una mujer parece como si la conociesen de toda la vida».

Yo le defendí preguntándolas si todo aquello era lo que tenían en su contra.

«-Baila de una manera provocativa -conminó Ángela-. Como si estuviera acostumbrado a bailar con muchachas poco decentes.

«-Tampoco sabemos quién es» -remachó Rosa. Yo me mantuve en mis trece.

«-No puedo comprenderos -les dije llena de rabia-: a unos les conocéis demasiado y por este motivo parecéis odiarles, aunque bien he observado que hacéis todo lo posible porque os saquen a bailar y os acompañen a casa. Y ahora me decís que él es un desconocido; que es mayor que yo y que baila no sé cómo... A mí todo esto me importa un pito. Además -grité furiosa-, mañana he quedado con él y acudiré a la cita...».

La joven se calló de pronto.

-Y ¿qué pasó? -quiso saber la madre del niño.

La muchacha desconocida suspiró hondamente.

-Cuando al día siguiente, por la tarde, llegué a las proximidades del Casino, él ya me estaba esperando. Estrechó mi mano sin decir palabra, simplemente sonriéndome, y luego me cogió ligeramente del codo como para ayudarme a subir las escaleras que conducían a la terraza por la que se entra a la sala de baile. En la parte alta de la escalera se hallaba el portero picando las contraseñas.

«-Te olvidas de las entradas» -le dije.

«-No, por cierto» -respondió mostrándomelas en la mano.

De momento no reparé en este detalle, pero luego, mientras bailábamos, me dio por pensar en ello.

«-Estabas muy seguro de que acudiría a la cita -reproché. Recuerdo que en aquel momento la orquesta tocaba Las hojas muertas-. Ya habías comprado hasta las entradas».

«-¿De verdad lo piensas así?» -me preguntó, separando la cabeza de la mía y sonriendo anchamente.

Yo le dije que sí.

«-Pues te equivocas -me replicó-: no estaba nada seguro».

«-¿Entonces?» -le dije.

Él volvió a sonreír, mirándome aún a los ojos y luego, haciéndome apoyar la cabeza sobre su hombro al tiempo que me acariciaba la nuca, dijo:

«-Siempre hubiera encontrado otra muchacha. Pero esto no debe molestarte. Con las chicas nunca puede estar uno seguro de nada y yo ya no soy un hombre que pueda perder el tiempo tontamente».

A mí la respuesta me disgustó, pero él supo hacérmela olvidar muy pronto. Bailamos toda la tarde y de regreso dimos un largo paseo y él me habló de su vida. Era viajante de maquinaria industrial. Conocía muchas ciudades y había vivido durante años en unas y otras. Me aseguró que estaba cansado de aquella vida, siempre de la Ceca a la Meca, que no le dejaba echar raíces en ningún sitio. Decía que aquella vida y aquel trote estaba bien para un muchacho, puesto que se encontraban muchas ocasiones de diversión, pero que para él ya resultaba aburrido todo... Que él ya había vivido demasiado y que lo único que deseaba era encontrar una buena mujer, montar un hogar y tener hijos. Me dijo que tal vez todo lo que me estaba diciendo me pareciesen cosas de viejo, pero me aseguró que la vida no era otra cosa que aquello: una mujer, una casa y unos hijos. Me advirtió que, naturalmente, aquella manera de pensar era algo personal, fruto de una experiencia de muchos años, y que yo, con mi juventud no tenía por qué compartirla; pero que la juventud pasa, y luego... Yo me apresuré a asegurarle que estaba de acuerdo con su manera de ver las cosas y que aunque fuese joven no era, ni mucho menos, una de esas muchachas alocadas llenas de sueños estúpidos. A él le agradó mucho que pensara de tal modo y siguió hablando y hablando. Yo le escuchaba embelesada. Nunca había oído hablar a un hombre con tanto sentido común...

Además, me di cuenta de que hablaba de todo entristecido y como sin ilusión. Como si su ideal de una vida tranquila estuviese aún muy lejos o fuera muy difícil de ser realizado. Viéndole tan sereno, tan grande y tan preocupado, una se llenaba de terneza. Cualquier muchacha que le hubiese visto bailar aquella tarde conmigo habría pensado que era un hombre feliz; un hombre a quien todo le sería fácil en la vida con semejante tipo. Y sin embargo, yo, que le conocía ya un poco, sabía que no era de ese modo. En el fondo comprendí que no era más que un pobre hombre que necesitaba los cuidados de una mujer tanto como cualquier otro... Le tuve hasta pena. Y mientras él me hablaba y hablaba, yo iba pensando en mis hermanas y en todo cuanto me habían dicho. Y me decía a mí misma: «¡Es así como conocen a los hombres!». Y casi me entraban ganas de reír.

De pronto él se calló y continuamos un buen trecho en silencio. Íbamos por una calle solitaria. Yo no sabía qué decir. Me resultaba tan hermoso cuanto me había contado y también el simple hecho de ir caminando a su lado, suavemente cogida por el brazo, que no me atreví a decir nada por miedo a romper el encanto que a ambos parecía rodearnos. Pero él se detuvo y me miró hondamente a los ojos.

«-Voy a besarte, Carmen» -dijo, cogiéndome sus dos manos por cerca de los hombros y arrimándome al quicio de una puerta.

«-¿Por qué?» -pregunté tontamente.

Pero él no respondió. Inclinó su cabeza sobre la mía y sentí todo el calor de su cuerpo en mis labios. Era la primera vez que un hombre me besaba... Nunca había sospechado que el beso de un hombre pudiera trastornar de tal modo... A pesar de todo yo me eché a llorar, pero a él no pareció extrañarle ni siquiera importarle lo más mínimo, puesto que me abrazó por la cintura y me besó otras muchas veces seguidas. Yo continuaba llorando sin ton ni son, a lo tonto, y cuando él me alzó la cabeza sujetándome por la barbilla, le sonreí.

«-¿No te han besado nunca, verdad?»

Yo negué con la cabeza, avergonzadísima.

«-Una mujer como tú -dijo él entonces- es lo que yo necesito».

Me acompañó hasta casa hablándome con naturalidad, no mucho, pero sí lo suficiente como para que el camino se hiciese cortísimo. Yo no me atrevía a mirarlo y asentía con la cabeza a sus palabras, azorada. Recuerdo que incluso me costaba respirar. Pero él iba a mi lado como si entre nosotros nada hubiera ocurrido y esto, al final, me llenó de tranquilidad. «En realidad -me dije-, ¿qué cosa de mal hemos hecho?»

Cuando llegamos al portal cogió mi mano entre las suyas.

«-Quiero decirte algo importante, Carmen -empezó-. Sabes ya cuál es mi vida y si te intereso y crees que entre nosotros es posible llevar esta amistad hasta el fin, dímelo seriamente...».

Quise hablar, pero él me puso los dedos sobre la boca y continuó:

«-No; no quiero que me contestes ahora, aquí, precipitadamente. Tengo más edad que tú y no quisiera comprometerte de ningún modo. Piénsalo un poco... Eres joven y guapa y encontrarás un buen muchacho de tu edad que te quiera y pueda hacerte feliz... Mi caso es diferente... Debes meditarlo... Te escribiré y tú me contestarás con lo que decidas... En caso afirmativo yo procuraré venir siempre que mis viajes me permitan una escapada...».

A mí me parecía increíble cuanto estaba oyendo. Él continuó un buen rato en aquel tono. Aseguró que no deseaba un noviazgo muy largo, y que si yo pensaba que podía sentir algo por él, más que un simple capricho pasajero, habría de tomar en serio nuestras relaciones y guardarle las ausencias, pues él ya no era ningún chiquillo para andar jugando a novias...

Esperaba que allí, en el portal, me besase de nuevo, pero no lo hizo.

A partir de aquel día la vida en casa comenzó a hacérseme insoportable. Todo parecía haber cambiado. Ángela y Rosa esquivaban mi charla y yo me sentía alejada de ellas y en desamparo. Apenas hablábamos lo imprescindible y cuando yo entraba al cuarto de costura callaban su conversación. Éramos como extrañas... Resultaba todo aquello como si un abismo se hubiera hecho entre nosotras...

Al cabo de una semana, que se me hizo interminable, recibí su primera carta... Era breve... Yo había soñado aquella carta enormemente larga y cariñosa... Pero no. En ella sólo me preguntaba si había meditado sobre cuanto él me dijo, y añadía que celebraba de veras haberme conocido y saber que yo era la única mujer que podía colmar los más altos anhelos de su vida... Poco más venía a decir. Ahora bien: todo estaba expresado con gran formalidad y sentido, cosa que reconocí en seguida, y nada había en ella que no pareciese ser fruto de una gran madurez y conocimiento de la vida... No; no era la carta de un muchachito apasionado, sino la de un hombre hecho y derecho... Yo le contesté inmediatamente una larga carta de cuatro pliegos que me ocupó toda la tarde y en la que le decía lo que había significado para mí aquella larga semana en espera de su anunciada carta... También le hablé de mis hermanas y de la situación incomodísima en que, sin saber por qué, me encontraba ante ellas... Pero era un placer poder contarle todo esto y hacerle ver que cuanto me sucedía era por culpa de habernos conocido... Creo que pasé la tarde más emocionada de mi vida, mientras iba dejando mi corazón desnudo sobre el papel. Luego, casi temblándome las piernas, fui a Correos a depositar aquella primera carta de amor...

Desde entonces nuestra correspondencia se hizo casi diaria. Yo le escribía siempre muy de largo y le contaba lo que pensaba e incluso mis sueños... Él me hablaba de sus viajes, trabajo y proyectos...

Al mes vino a verme. Sólo estuvo un día, y yo, que ya creía conocerlo y disfrutar de una gran intimidad con él (al menos así ocurría por correspondencia), estuve torpe y azorada; casi como si me hallase frente a un desconocido... Él, sin embargo, se comportaba como si no se diese cuenta de mis timideces y preocupaciones de chiquilla...

Naturalmente, fuimos al Casino y a mí me parecía algo así como si celebrásemos la confirmación de nuestro amor acudiendo allí, que fue donde, por primera vez, nos habíamos visto y hablado.

También regresamos luego por las calles solitarias y apartadas del primer día y me besó de nuevo junto al hueco de aquella puerta... Creo que fui dichosa a su lado. Pero de esta primera visita no conservo otra cosa que el recuerdo de una desasosegada inquietud y la vergüenza de haberme portado, sin duda, muy tontamente. Al día siguiente le escribí y se lo dije de este modo. Por carta me atrevía a contarle muchas cosas. No tenía más que desatar mi corazón, contenta de saber que el papel se llevaba hasta su lado mis sentimientos más profundos.

En cambio, su presencia, verdaderamente, me intimidaba. Era muy hombre. Sin duda, por esto, me intimidaba su presencia. Él era muy hombre y yo demasiado chiquilla... ¡Me hubiera gustado tanto tener a alguien en quien confiar mis sueños, mis ilusiones, mis esperanzas!

La muchacha dio un largo suspiro. Luego prosiguió:

-... Pero Ángela y Rosa estaban cada día más insufribles. Además, por primera vez, advertí lo vieja que Ángela era. Nunca hasta entonces me había fijado. Ángela estaba a punto de cumplir los cuarenta y cinco y se la veía consumida; con profundas arrugas en los ojos y en las comisuras de los labios descoloridos y delgados, que ella agrandaba con exageración a fuerza de carmín. También su pescuezo parecía acartonado y como si fuese un puro nervio. Además, estaba muy delgada y era totalmente lisa de pecho. Me dio por imaginar, desde mi felicidad, que Ángela tenía que padecer mucho cada vez que se acordase de su equipo de novia... Rosa, en cambio, no me despertaba tanta pena... Rosa era una de esas mujeres más bien bajas y regordetas que siempre tienen buen ver. Rosa es cinco años menor que Ángela y se conserva. Nunca me ha parecido una mujer con motivos para sentirse desgraciada. Cierto que el bocio, en los años últimos se le ha marcado más y que, a causa del bocio, sus ojos son abultados y poco gratos de ver. Pero, pese a todo esto, ella se ha mostrado siempre más bien tranquila. Como si no la importase demasiado. Y en lo tocante a hombres, siempre ha ido un tanto a la zaga de los gustos, criterios y chismorreos de Ángela. Rosa siempre hizo, ya desde niña, lo que Ángela consideraba mejor. No parecía ser infeliz por ella misma. Yo, desde muy pequeña, estaba acostumbrada a oír defender a Rosa lo que Ángela defendía y a oír criticar a Rosa lo que Ángela criticaba. Por todo ello, entre las dos, me hacían la vida imposible...

Así pasó un año. Durante este tiempo él vino a verme otras tres veces. Se había comprado un cochecito de segunda mano. Yo le seguía escribiendo a diario, siempre a lista de correos y a los lugares que me indicaba de antemano y que debía visitar. Y cada vez que venía a verme, aunque sus estancias eran muy breves (dos días a lo sumo) yo era la mujer más feliz del mundo. No sabría decir por qué, pero así era. Sin embargo, las despedidas cada vez me resultaban más dolorosas. Y a cada nueva marcha de él la hostilidad de mis hermanas se acentuaba. Parecía como si el odio que nos envolvía cada día fuese mayor. Me abrían las cartas y en dos o en tres ocasiones sé que las destruyeron para que no llegasen a mis manos. Así que a cada visita de él sucedía una tormenta inaguantable que duraba quince o veinte días...

Yo me sentía feliz cuando venía a verme, pero también un poco entristecida de saber que aquella felicidad no era aceptada por mis hermanas. Era la mía como una felicidad a medias. Para saberme verdaderamente dichosa hubiera necesitado proclamar mi felicidad a los cuatro vientos y saber que era oída por alguien. Pero me encontraba obligada a llevar callada mi felicidad... Sí: por el contrario, era una felicidad la mía que debía ocultar como una falta y esto acaso la hiciera más hermosa, profunda y seria, tal como él me decía, pero, en cambio, la limitaba desconsoladoramente. Me sabía feliz, eso era cierto. Pero presentía mi felicidad encerrada en la jaula de mi propio cuerpo... Tal vez sólo era tristemente feliz... O acaso es que el amor es triste de por sí y duele tanto como pesa la felicidad que sueña... Yo me preguntaba todo esto...

No pude resistir más. Un día le escribí diciendo que deseaba dejar aquella odiosa casa; que tenía que abandonar a mis hermanas antes que ellas concluyeran por enterrar nuestro amor... Fue una carta larguísima y suplicante. Como no podía esperar menos tratándose de él, siempre tan comedido y lleno de juicio, me rogó que lo pensara bien; que tuviera paciencia y que, en el fondo, se alegraba mucho de mi determinación, puesto que probaba que mi cariño era verdadero y grande...

Yo ya estaba decidida. Sabía que a la semana siguiente acudiría a verme, y estaba decidida.

...Tan pronto como nos saludamos él me pidió toda clase de explicaciones. Tuve que enterarle de pe a pa de las disputas con mis hermanas; de aquel odio que desde el mismo día en que nos habíamos conocido se metió entre nosotras; de la actitud de Ángela y de Rosa hacia él y de lo desgraciada que me sentía estando lejos de su lado...

Me escuchó en silencio, con el semblante muy grave, pensativo y sereno. Se quedó callado todavía unos segundos luego que yo terminé de contarle todas aquellas cosas. Después me besó con gran ternura; con igual ternura que un padre puede besar a su hija. Y me dijo:

«-¿Has pensado...?»

No le dejé proseguir. Lo atajé diciendo que no deseaba pensar; que lo único que quería era estar a su lado y amarle; protesté con ardor y le hice saber que él era quien debía pensar por mí; que yo no quería pensar en nada y que estaba decidida a todo.

Nos hallábamos sentados en un banco del parque. Se quedó callado mucho tiempo y yo no me atreví a romper aquel silencio. Tenía conciencia de que aquel momento iba a ser decisivo... Él sin duda meditaba muy seriamente la solución que podíamos dar a nuestra vida futura. A mí no me importaba. Lo único que quería era estar a su lado. ¿Qué podía preocuparme el futuro si estaba con él? Lo dejé pensar a gusto...

«-¡Bien! -dijo al cabo de mucho tiempo-. Mañana al mediodía te diré qué podemos hacer... Sin embargo -opinó-, procura convencer a tus hermanas para que te dejen hacer tu voluntad. No debes olvidar que eres menor de edad».

Yo afirmé con la cabeza, preocupada.

Aquella noche, después de una escena espantosa, Ángela, medio histérica, acabó diciéndome que hiciese lo que me diera la real gana, asegurando que había terminado para ellas.

«-¿Acaso sabes quién es él?» -me conminó todavía Rosa segura de poder volverme atrás.

«-Es un hombre -respondí furiosa-. ¡Un hombre! ¡Lo que vosotras habéis buscado toda la vida: un hombre!»

Rosa se echó a llorar.

«-¡Un hombre... Un hombre!» -se fue sollozando por el pasillo hasta encerrarse en su cuarto.

No pude dormir aquella noche. A las seis de la mañana ya estaba vestida y dando vueltas por a alcoba como una fiera enjaulada. La espera fue mortal. Llegó a las doce. Bajé como loca al portal y me dijo:

«-Esta tarde, a las cinco, pasaré a recogerte con el coche».

Se me quedó mirando a los ojos y sonrió. Entonces a mí me entró un miedo desconocido y sin medida. Algo que jamás había experimentado. Se me escaparon las lágrimas y tuve que volver la cabeza. No llegaba a hacerme idea de que todo iba a ser así de rápido. Y lo que más me acongojaba era verlo tan decidido y tan sereno.

«-Hasta luego entonces» -dije.

Subí a casa y comencé a sacar mi equipo del armario. Abultaba demasiado para llevarlo todo y sólo tenía esta maleta... No sabía qué hacer... Iba de una a otra parte del cuarto con la ropa en la mano; lo dejaba aquí y allá: primero sobre la cama y luego encima de la cómoda, aturdida. No sé cuánto tiempo perdí. Acabé guardando en la maleta lo imprescindible: cuatro cosillas... Y me senté en la cama, a llorar, con la maleta al lado... No me acordé de comer ni mis hermanas me llamaron. El tiempo no sé cómo pasó... Cuando se llora porque una piensa marcharse para siempre, el tiempo pasa muy de prisa. Luego -continuó la muchacha al cabo de una corta pausa- apenas me enteré de nada. Fui llorando un largo trecho de carretera. Él, a mi lado, conducía sin decirme nada. Incluso llegué a pensar que se había olvidado de mí... Creo recordar que, en algún momento, me pareció que iba silbando levemente. Acaso por esto me encontré más tranquila y mis lágrimas se secaron. Pero ya había anochecido. En un momento determinado él dijo que pasaríamos la noche en el primer pueblo que hubiera fonda. Me noté enrojecer en la oscuridad, pero nada dije...

Así fue: cenamos en el bar de la propia pensión y luego subimos al piso.

«-Desde ahora -afirmó él cuando la puerta quedó cerrada a nuestras espaldas- todo será ya como si fuéramos marido y mujer» -y me abrazó.

No pude contener las lágrimas. Él me acariciaba con cariño la espalda, desde la nuca a la cintura, y yo no cesaba de llorar.

«-Si estás arrepentida -susurró en mi oído-, no tienes más que decírmelo. Sé que estás sufriendo mucho».

Yo negué con la cabeza. En aquel momento pensé en mis hermanas y me sentí llena de valor.

Lo otro -añadió la muchacha, conteniendo el temblor de su barbilla-, lo otro, ya se lo he contado.

La mar seguía, incansable, azotando las escolleras.

-La envidio -dijo la madre del niño al cabo de un rato, suspendiendo la labor-. Siempre había sospechado que el amor tenía que ser así de bello y triste.

-¡He sido tan tonta, tan tonta!

-Pero ¿cómo pudo enterarse que era casado?

-Me dejó un papelito.

La madre del niño acarició la melena de la muchacha.

-¡Cuénteme!

-Fue algo terrible.

-¡Pobrecilla!

-Verá -dijo la joven como dispuesta a terminar de una vez su historia-: yo, después de tanto llorar sobre la almohada, me quedé como vacía... Me dolía el pecho de congoja, pero no me quedaba ni una sola lágrima que verter. Así que me quedé callada, muy callada, contemplando su espalda y el humo pajizo del cigarro que ascendía, con gran lentitud, hacia el techo... Me parecía inverosímil encontrarme allí con aquel hombre, en una alcoba desconocida y extrañamente alumbrada por aquella pantallita roja... No sabía dónde estaba, pero tampoco quería preguntármelo. Me daba miedo pensar en la menor cosa que guardara relación con nuestra huida. Por esto no quería pensar y me limitaba a mirar absorta aquel humo que subía... Al cabo de un momento él aplastó la punta del cigarro en el cenicero que había sobre la mesilla y se volvió hacia mí. Noté un estremecimiento. Ambos nos mirábamos, por primera vez desde que habíamos entrado en aquella alcoba, a los ojos. Yo aparté los míos avergonzada. A pesar de ello creí advertir en los suyos un brillo poco común... Todavía no sé, sin embargo, si creía advertirlo entonces, o sólo fue algo que sospeché más tarde, cuando me supe totalmente abandonada. Lo que sí es cierto es que, en aquel momento, yo le encontré como desconocido, y que pensé que ello se debía sin duda a que sus cabellos, siempre correctamente peinados, se hallaban en grotesco desorden. Sólo este detalle le hacía parecer otro...

Recuerdo que me dijo:

«-No tengas prisa por levantarte. Es pronto. Voy a vestirme, a bajar mi maleta al coche y a ver cómo andamos de gasolina. Subiré pronto».

Y pasó sus dedos por mis pelos como si fueran las púas de un peine.

Lo vi ir de una a otra parte de la alcoba; sentarse al borde de la cama para anudarse los zapatos y luego abrir la puerta y cerrar con suavidad. Yo me hacía la dormida. En cuanto hubo salido me incorporé y vi su chaqueta, su camisa y la corbata. Todo colgado del respaldo de la silla. Había ido a lavarse. Tardó un siglo en regresar. Cuando lo hizo entraba silbando. Parecía muy contento. Me miró y nos sonreímos. Me guiñó el ojo. Me sentí otra vez avergonzada y él dijo:

«-Tendré que afeitarme el bigote. Lleva mucho tiempo su arreglo y, desde ahora, me gustará menos madrugar».

Al fin salió con su maleta. Le oí recorrer el pasillo y comenzar a bajar las escaleras. Todo quedó después silencioso en torno mío. Volví a mirar hacia la luz de la pantallita y me abandoné dulcemente. Pensaba en mis hermanas. Pensaba en Ángela y Rosa, pero sin el menor rencor. Acaso un poco tristemente, aunque ya me encontraba más tranquila. Recuerdo que, al pensar en ellas, me agazapé sobre mi vientre y me puse las manos en las ingles. Noté una pizca de dolor y un gran fuego me encendió los carrillos al comprobarlo. Aquel dolorcillo acusante hizo que me levantara...

Entonces sentí una gran alegría. Estaba sola. Me entró una gran prisa. Tenía que vestirme antes que él regresara. Alcancé con presteza la ropa y me la fui poniendo. Luego cogí el bolso y salí al pasillo en busca del cuarto de baño. Me lavé por encima y me peiné y arreglé lo mejor que pude. Inmediatamente regresé a la habitación. Nadie me había visto. Estaba contenta...

Luego... -prosiguió la muchacha haciendo un gran esfuerzo-, luego, fui a abrir la maleta para ordenar todo en su interior y, sobre las prendas que había adentro, vi un papel. Era una cuartilla escrita de su puño y letra... Comencé a leer intrigada... En aquella nota me decía, lacónicamente, que era casado; que lamentaba no haberme conocido primero, puesto que me había llegado a querer de verdad, y que le perdonase segura de que me abandonaba con la tristeza de saber que no me olvidaría nunca...

Las últimas palabras de la muchacha apenas si fueron dichas, sino susurradas, y el ruido de la mar se las tragó.

Las dos mujeres permanecieron un momento calladas. La muchacha con los ojos clavados en el horizonte; la madre del niño estirando, pensativa, el trocito de bufanda que había confeccionado.

Las olas del mar se sucedían.

-¡Qué iba a hacer yo! -protestó con ira la muchacha-. ¡Qué era lo que podía hacer!... De momento -meditó-, pensé que se trataba de una broma. Pero rápidamente comprendí que todo era verdad... Cerré anonadada la maleta y bajé con ella al bar... El dueño, en quien ni siquiera había reparado la noche anterior, me saludó con una amabilidad excesiva y cómplice, y me hizo saber que tenía pagado el desayuno y que la estación quedaba al final de la calle. También me dijo que pasaría un tren al cabo de media hora... Ni siquiera le respondí. ¡Para qué!... Llegué este mediodía y no he comido. Me vine aquí, desesperada... ¿Cómo puedo volver a casa?... ¿Qué digo?... Y menos, ¡cómo volver en pleno día!... Tal vez cuando anochezca... ¡Dios mío!... -sollozó sin ocultar el llanto-. ¡Rosa tenía razón!... ¿Qué sabía yo de él?... ¿Quién era?... ¡Estuve ciega, ciega!... ¡Tan tonta, tan tonta he sido!... Tenían ellas razón: era un desconocido...

-¡Cálmese! -consoló la madre del niño pasando de nuevo su brazo en torno a la cintura de la muchacha-. Cálmese. Ellas no tenían razón: era un hombre. Usted lo dijo. Al final todos nos son igualmente desconocidos. ¡Ah, pero esto es lo que menos importa! Él era un hombre y usted le quería... Es usted tan joven, tan jovencísima, que acaso no lo comprenda del todo: los hombres siempre nos son desconocidos... ¡Si viera cómo la envidio!... En el fondo sabe usted lo que es el amor: ha vivido enamorada... La suya es una historia muy triste, pero es una tristeza de amor. ¡De veras! Sin embargo, yo...

-Pero ¿y si estoy embarazada? -quiso saber, trémula, la muchacha.

-¡Oh! -exclamó la madre del niño-. Tendrá que esperar para saberlo. Esa es una pregunta a la que sólo Dios puede responder... Sólo Dios, amiga mía... Dios que es quien crea la vida.

-¡Pero es que yo no lo quiero! -gritó la joven-. ¡Yo no quiero tener un hijo!

Y ocultó la cara entre las manos.

La madre del niño contempló el mar anchuroso.

-Eso no le importa a Dios en absoluto -replicó pensativa-. Nuestros deseos le traen a Dios sin cuidado. Él sopla -afirmó la madre del niño ayudando la intención de sus palabras con un seco golpecito en la cadera de la muchacha- y la vida surge de un modo total. Nosotros no somos nada... O casi nada... Él hace la vida sin grandes preocupaciones: algo así como si estuviera dando vueltas al manubrio de una pianola: la música fluye... Primero surge una nota y luego otra, y otra, y otra... Todas ellas encadenándose en un conjunto armónico... Esta es la vida... Y una nota es una flor; otra un ser humano; otra una simple y vulgar lagartija... Nada más que eso: notas que se saca Dios del arcón vacío de Sí Mismo porque quiere darles un rato de vida... Estas notas, amiga mía, duran más o menos, pero acaban disolviéndose en el aire para dar paso a otras que continuarán la melodía al cubrir, con su simple garabato, el pentagrama... Sí; el pentagrama... Esa cadena sin fin de lo único que de verdad no muere: la Vida misma...

Dios nos ha concedido la gracia de sacarnos de su vacío para que sepamos un poco de esta eternidad. Porque lo eterno es esto: la vida... Lo eterno es el sonido de nuestra persistencia en el mundo... El vibrar quejumbroso de nuestra agonía... Sí -concluyó la madre del niño muy pensativa-: algo semejante a ese ininterrumpido rosario de olas que fatalmente mueren hechas espuma, segundo a segundo, al fondo del acantilado...

¿Quién puede responder a su pregunta sino Él? Tal vez tenga usted un hijo -meditó con gravedad-, porque el amor es una especie de ligazón entre dos notas... Es, ¿cómo diría yo?... Es... ese silencioso vacío que va de nota a nota..., que no es vida, pero que también es música..., porque es la medida, la regla del gran juego que Dios se trae entre manos... Sólo depende de cómo Dios quiera construir su melodía.

-¡No! -protestó la muchacha agitando violenta la cabeza-. ¡No quiero tener un hijo!... ¡No puedo!... ¡Qué dirían Ángela y Rosa!

-Pero eso no debe importarle. ¡Un hijo siempre es un hijo! Algo que le sale a una de las entrañas. Fíjese en mí: yo también tengo uno. La muchacha la miró horrorizada.

-¡No; eso no!: no soportaría tener un hijo semejante.

La madre del niño retiró su mano presurosa de la cintura de la joven.

-No pretendí insinuarle tal cosa -objetó con voz ahogada.

La muchacha parpadeó y comenzó a estrujar el pañuelo entre sus dedos blancos, largos y delgados.

La madre del niño contenía la respiración. Su mirada era dura.

-¡Perdóneme!... No he querido ofenderla... ¡Soy tan desdichada...! Debe usted perdonarme. Casi no sé lo que digo... He pasado un día tan angustioso, tan tremendo...

El mar se azotó en lúgubre embestida. La madre del niño, con los ojos cerrados, buscó a tientas la labor abandonada en el regazo.

Cuando alzó los párpados su mirada era agresiva. También sus facciones permanecían rígidas, pero, al hablar, la voz le brotó de los labios de un modo sereno.

-Dígame: si a usted le naciera un hijo así, parecido a Miguelito, ¿qué haría?

-No sé -dijo la muchacha clavando sus uñas largas y rojas en la tela del pañuelito-. No sé...

-¿Se atrevería a desear su muerte? La desconocida permaneció tercamente callada.

-Dígame la verdad -insistió la madre del niño al poco rato, aún con las facciones tensas y la respiración medio contenida-. Si supiera que su hijo no hace en el mundo otra cosa que sufrir, ¿pensaría que era mejor que muriese?

-¡No sé, no sé! -protestó molesta la muchacha-. No puedo decirle... No tengo ningún hijo... No tengo ese hijo al que usted se refiere.

-Eso quiere decir que si tuviera un hijo así, como Miguelito, posiblemente...

-No; no he dicho tal cosa -atajó la joven indignada-. Tan sólo he dicho que no tengo ese hijo...

-Posiblemente usted, amiga mía -prosiguió la madre del niño sin hacer el menor caso a la interrupción de su compañera-, usted pensaría que era mejor que muriese. ¿No es así?

-No; nunca podría pensar eso... Sería -balbuceó la muchacha-, sería cruel... Inhumano...

El rostro de la madre del niño se relajó.

-¡Inhumano! -parodió. Y miró a su compañera de un modo salvaje-. Y lo dice usted, amiga mía; usted que está negando la vida a un ser que todavía no ha nacido... A un hijo que ni siquiera ha comenzado a nacer. ¿No ha pensado que acaso opina usted de ese modo porque es muy humana..., tal vez excesivamente humana y nada más?

-¿Por qué me dice esas cosas? -suplicó la muchacha-. No he querido ofenderla y usted lo sabe.

-Sí; lo sé -admitió afligida la madre del niño-. ¡Pero es tan doloroso soportar ciertas palabras!... Sólo pretendía hacerle una pregunta. Además -agregó cogiendo de nuevo la labor-, además, tengo que estarle agradecida. Sí: agradecida. ¡Y ha sufrido usted tanto, amiga mía, tanto en tan poco tiempo!... No crea que no me hago cargo... Pero ya le dije antes que la envidiaba. Al menos usted ha vivido el amor... ¡No sabe cuánto le agradezco que me haya contado su historia!; que con su historia haya respondido a las preguntas que tantas veces me he hecho... Ahora ya sé lo que se siente cuando se está enamorada... Nunca lo he sabido hasta hoy... Nadie me habló nunca como usted... Soy yo quien debe pedirle perdón...

La muchacha miró a su compañera conmovida.

-Me he portado estúpidamente. Lo sé.

-No; no... -rogó la madre del niño-. ¡Olvídelo todo, todo! -terminó sin levantar la vista de su trabajo.

-¡Soy tan tonta, tan tonta!

-¡Y qué mujer no lo es! -suspiró la madre del niño-. Todas somos bastante tontas.

-No; usted no. Usted es muy diferente. Ha vivido y sabe lo que es la vida. Tiene una gran experiencia.

La madre del niño miró a su compañera con ternura.

-¡Si viera lo que entristece la experiencia! -se condolió-. Sí; antes le dije que usted tenía muy poca experiencia de la vida... Pero ¿para qué sirve, a fin de cuentas, la experiencia? No sirve para nada- Lo comprobará algún día... Una mira al frente, a la vida, y todo cuanto le placería encontrar más hermoso, se convierte en ceniza. ¡Nada hay como ser joven y un poco tonta, si se quiere! ¡Ah, cuando una es joven mira con los ojos de la ilusión! Y ¿qué le importa que su novio fuese un farsante? Usted ha tenido un amor. Le ha vivido con ilusión. Con una experiencia a cuestas ello le hubiera sido imposible. Él la engañaba, pero para el amor ese engaño no tenía importancia... Porque el amor no estaba en él, ni siquiera en usted, amiga mía..., sino entre ambos... Era ese silencioso vacío que le decía antes; esa ligazón entre nota y nota lo que hacía posible el ritmo: la ilusión... En cambio la experiencia sólo es el arma de los vencidos. ¡Ay, la ilusión!...

-Sí: ¿de qué sirve también la ilusión? Un golpe de mar humedeció la tarde con la espuma que se deshacía. El rumor de las aguas pareció sumergirse hasta lo inconocido y retornó, en alocada barahúnda, dando zarpazos con las garras de sus olas.

-Ayuda a vivir -meditó la madre del niño cuando el fragor de las aguas decreció-. Vivir: esto es lo único que importa... Importa tanto, amiga mía, que hasta yo misma busco todavía, bajo el fondo de esa ceniza en que se me tornan las cosas, el rescoldo, no ya rojo de la ilusión, sino tan sólo su tibieza... Cierto calorcillo... Y muchísimas veces creo palpar aún tal rescoldo... Ni siquiera palparlo: tenerlo próximo... Saber que existe cerca de mí... Y de verdad que esta simple creencia justifica el que yo siga alimentando al cruel gusanillo de la esperanza... No sé... Acaso sea un afán terco y vano este querer esperar todavía..., todavía..., todavía... -concluyó con nostalgia la madre del niño.

-Sabe de sobra que lo dice para engañarme -reprochó con desaliento la desconocida-. Ya nada puede tener importancia para mí.

-Es usted muy joven, amiga mía... Muy joven y bella. Míreme usted: yo soy quien no puede esperar nada, y, sin embargo, vengo aquí cada tarde, llena de una imprecisa expectación, no sé por qué, y le pregunto y le pregunto a Dios un sinfín de cosas...

-Y Dios ¿qué le dice? -inquirió la muchacha mirando con desdén a su compañera-. ¿Qué es lo que le dice Dios?

La madre del niño, muy confusa, levantó la vista y dudó un momento bajo la mirada irónica y escrutadora de la muchacha.

-Nada.

-¡Nada! -exclamó la desconocida. Y jijeó nerviosa.

-Eso es: nada.

-Entonces ¿por qué pierde el tiempo? -gritó histérica la muchacha-. ¿Por qué viene aquí y pierde el tiempo inútilmente?

-Se lo dije antes: me parece que Dios está en el envés de cada pregunta. Acaso no sepa usted comprenderlo. Pero es para mí suficiente... No se trata de obtener una respuesta, sino simplemente de preguntar... Pensará que estoy un poco trastornada... No; no lo estoy... Se encuentra usted junto a una mujer perfectamente normal, sólo que madura. No hace falta que se enfurezca ni se ría... Se está usted quejando sin razón... Habla de experiencia... ¡Y es todavía tan joven!... Le parece que esa experiencia de su aventura es definitiva... No, amiga mía: tan sólo es vulgar. Puedo asegurarle que el que un hombre juegue entre nuestras piernas a cierta edad acaso sea algo que nos deja atónitas de momento, pero nunca anonadadamente maduras... No, amiga mía, su experiencia no le ha revelado lo vacío y absurdo de la vida: sólo le ha descubierto el vacío de su propio sexo. ¡Y no puede hacerse idea qué poca cosa es eso! Aún no tiene derecho a quejarse. Yo me he pasado muchos años de soledad descubriendo el vacío de mis propias preguntas, y, a pesar de ello, me las sigo haciendo con una necesidad cada vez más imperiosa.

Una gaviota, solitaria y tensa, planeó blanquecina sobre el fondo gris del cielo.

La muchacha comenzó a gimotear. Ocultó el rostro entre las manos.

-Ya nada podrá ser igual -dijo secándose al cabo de un rato las lágrimas-. Lo peor es que resultara casado... Sí: eso es lo peor... Pensar que hay una mujer... ¿Cómo cree usted que será? -inquirió con presteza.

La madre del niño miró a la joven con apenado afecto.

-Será una mujer como nosotras. ¿Qué puede importarle? Una mujer más o menos desdichada.

-Pero está casada con él -atajó la muchacha.

-No debe creer que porque sea su esposa ha de ser ya feliz.

La joven se mordió los labios, pensativa, y levantó la mirada al encapotado cielo.

-Se está haciendo de noche -advirtió con cierto temblor en la voz-. No puedo volver a casa. ¡Sería terrible! Me lo dijeron... Rosa tenía razón: sólo era un desconocido. ¡Si al menos no hubiera estado casado!... Yo habría ido tras él...; le hubiera implorado..., y algún día, aunque de momento no me quisiera, algún día, siendo mi marido, nos hubiéramos llegado a conocer y a querer... Pero así... Cuando se está casada todo tiene que ser más fácil... Usted lo sabe... Usted ha estado casada y sabe que tengo razón.

-Para mí ¡ha sido todo tan diferente! Hasta esta tarde no he sabido que nunca estuve enamorada... Presentía que el amor había de ser así, tal como usted lo ha sentido por ese hombre, y sin embargo... Del amor sólo tenía esa noticia que se tiene de todo cuanto se echa en falta por creerlo necesario... Ocurre con Dios lo mismo, pero en mucha mayor medida...

-¡Oh, no me entiende! -protestó impaciente la muchacha-. Pero ¿después?... El matrimonio... Sin duda el trato de cada día hace posible... -no acertó a proseguir.

-¿Después?... ¿El matrimonio? -repitió la madre del niño alisando sobre su pierna el trocito de bufanda y deteniendo la mano de pronto, como muy pensativa.

-Sí... Con el tiempo...

La línea del horizonte se había acercado considerablemente. El mar no parecía tan grandioso a aquella hora del atardecer, mas su rumor era mucho más profundo.

-Ya sabe cómo conocí a Miguel -dijo la madre del niño contemplando aquella mano que había posado sobre el trabajo-. Él no era otra cosa que un oscuro empleado de mi madre, pero desde el día en que lo vi salir con la jaulita de su canario y nos hablamos, la cosa varió... Mis amigas se habían casado y yo me imaginaba que el amor era esto: estar casada...

-¿Por qué no sigue?

-¿Qué quiere que le cuente?

-De algún modo comenzarían sus relaciones... Siempre se empieza de alguna manera...

-Le entristecería conocer mi vida -advirtió la madre del niño.

-Yo le he contado a usted todo lo que me ha pasado.

-Sí, es cierto... Pero ¿qué quiere que le diga? Mi historia es muy diferente a la suya... Más vulgar todavía que la suya... Ningún hombre se había fijado en mí... Ni siquiera aquél: nuestro gris empleado...

-Pero después de aquella mañana ¿qué ocurrió?

-¡Ah! -exclamó nostálgica la madre del niño-. Al día siguiente volví a verlo trajinando de una a otra parte de la bodega, con su delantal de cuero, como siempre... Sí; de una a otra parte silencioso y muy ajeno. No se dio cuenta de que lo espiaba... Porque yo lo espiaba... Desde aquella mañana lo estuve espiando... Y él, sin darse cuenta... Hasta que un día me hice la encontradiza y le pregunté, un poco azorada, que qué tal seguían sus canarios.

De momento se me quedó mirando aturdido. Luego se sobó las palmas de las manos a las caderas, como molesto por tenerlas sucias...

Dijo:

«-Anoche he tenido un gran disgusto» -y sus ojos parecieron entristecerse.

Al oír aquello, no sé por qué, me llené de inquietud.

«-¿Por qué?» -quise saber al cabo de un segundo, que se me hizo eterno.

Él ni siquiera se atrevía a mirarme a la cara. Su vista iba a perderse, por encima de mi hombro, a la mampara del despacho, detrás de cuyos cristales se hallaba mi madre.

«-Bueno... -dudó entonces Miguel-, no es que tenga gran importancia para nadie... Pero para mí... Para una persona a quien le gustan los pájaros..., sí que la tiene, ¿sabe usted, señorita?... Sí que la tiene... Se me murió una hembra... Una hembra preciosa, fina...».

Le dije cuánto lo sentía.

«-Los pájaros no deberían morir» -agregué.

Él pareció sorprenderse.

«-No sabía que le gustasen los pájaros».

Añadí que sí, que me gustaban; que me gustaban mucho, aunque la verdad era que jamás había tenido ninguno.

Miguel se quedó callado, asintiendo, y yo volví a repetir aquello de que los pájaros no deberían morir. Recuerdo que dije: «Tampoco los niños deberían morir. Los pájaros, como los niños, son tan delicados y sin culpa». Pero él permaneció callado, como muy pensativo, y yo tuve que decir que me esperaba mucho trabajo en la oficina.

Aquella noche me dije: «Parece un buen hombre». Y así supe que me casaría con él.

Durante varios días no volví a dirigirle la palabra. Cuando nos cruzábamos en la bodega hacía como si no lo viese. Yo sabía que él siempre me saludaba inclinando un poco la cabeza, con gran respeto, y que luego proseguía el trabajo sin darse por enterado de mi indiferencia... Lo espiaba... De este modo fui advirtiendo que llevaba unos enormes rotos en los calcetines y la bragueta de su pantalón sucia y descolorida... También algunos de sus gestos más frecuentes. De vez en cuando se ponía en jarras y movía los labios como si hablase solo. Luego, indefectiblemente, se pasaba una uña bajo el pelo, por detrás de la oreja y permanecía unos instantes pensativo...

Cuando comprendí que mi espionaje no iba a descubrirme nada nuevo, lo abordé. Le dije que me gustaría comprar un canario para tenerlo en el despacho. No pareció gustarle mucho mi propuesta.

«-La atmósfera del almacén no es nada sana para un canario»-. Meditó mirando al despacho preocupado.

Decidí entonces que lo colgaría en casa, en una hermosa galería acristalada, y añadí que tenía gran interés en ver sus jaulas.

Fue de este modo como entré por vez primera en el piso de Miguel. Viva solo. Su madre había muerto tres años antes. La casa olía mal y yo sospeché un desmayo tan pronto se hubo cerrado la puerta a mis espaldas. Sí; olía mal... Muy mal... Había allí un olor que ya nunca he olvidado... Un olor que, aun ahora al recordarlo, todavía me parece que lo noto... Un olor que producía náuseas... Era como un aroma espeso y difícilmente discernible... Una mezcla a colchón sin ventilar, cocido recalentado y excremento de pájaro. Aunque el piso era muy pequeño, en la mejor alcoba tenía instaladas las jaulas. La habitación estaba pintada de blanco...

Miguel me explicó un sinfín de cosas sobre los pájaros. Cosas a las que apenas atendí, preocupada únicamente en respirar lo menos posible... Parecía muy alegre. Me mostraba los canarios y me iba diciendo sus nombres... «Es una hembra. Bonita, ¿eh?... La hembra del canario no canta... Tampoco es tan esbelta como el macho ni tiene un plumaje semejante, pero su misión, ¡ya lo creo que es de interés! Ellas son las que hacen el nido, señorita... A las hembras hay que cuidarlas con gran esmero; con muchísimo mimo... No son lucidas para las visitas, pero hay que cuidarlas y mimarlas lo mejor posible, porque llevan en ellas la garantía de la especie. ¡Y esto sí que es importante! Curioso, ¿verdad, señorita? Pues así es: si la hembra es hija de buen canario y tiene en las puestas machos, éstos le salen a uno cantores de categoría. Por esto se cotiza la hembra. El macho es más como de adorno. Curioso, ¿verdad, señorita?... Yo me paso aquí las horas muertas... La vida de los pájaros tiene tanto de común como la nuestra. Es una lección. Los canarios son unos fanfarrones y unos presumidos... Más brillantes... A nosotros, los hombres, nos pasa otro tanto. Los hombres somos más brillantes que las mujeres en nuestras cosas y creo que es porque nos cuesta muy poco trabajo asegurar la descendencia. Así que la vitalidad restante la tenemos que emplear en algo...; en lo que sea... En cambio la labor de la mujer es más comprometida. Es como la de una canaria. La hembra tiene toda su naturaleza condicionada a la gestación y a la cría... Sí; todo esto se ve bien claro observando cómo se comportan los pájaros...».

Miguel me regaló un hermoso canario a quien llamaba El Moña, porque le caía una especie de flequillo sobre la frente. Desde entonces, todas las mañanas, cuando me veía llegar al almacén, acudió a preguntarme por la salud del canario.

«-Si no canta en estos primeros días es porque desconoce su nueva residencia».

También me aconsejaba lo que debía darle de comer y en qué proporciones. Al mismo tiempo me enteraba del estado de sus pájaros. Operó a una hembra de apoplejía haciéndole una pequeña fisura en la uñita, junto a la transparentada media luna exactamente, a modo de sangría. Todas estas cosas me las contaba cada mañana... Teníamos algo de que hablar...

Pasaron los meses de invierno. Mi madre no podía comprender la afición que, de pronto, me había entrado por la canaricultura. Además protestaba de nuestro canario. El Moña salpicaba el suelo del mirador con el alpiste o la yema de huevo, o la escarola. Y también con el agua de su baño. Yo procuraba mantenerlo todo tan limpio como de costumbre, pero era inevitable no notar bajo la planta de la zapatilla, en el lugar más insospechado de la casa, algún grano que otro de alpiste...

También durante aquellos meses del invierno llegué a saber todo lo que hoy día sé: que era descuidado en el vestir; que repetía de continuo: «¿verdad?», y también: «¿eh?»; que tenía el trasero más bien regordete y caído; los muslos potentes bajo los pantalones sin planchar; que cuando nos cruzábamos con algún afeminado sentía un placer especial en aquel desprecio que le producía, y que su mayor experiencia de la vida la constituían los catorce meses que pasó en el frente durante la guerra... Cuando no hablaba de pájaros, lo hacía de su vida de soldado. Y toda conversación tenía para él un ejemplo o una anécdota que servía de precedente para cualquier hecho, por mínimo que fuese... Todo guardaba siempre alguna relación con algo acaecido a cualquier compañero de su batallón. Por estos compañeros había sabido lo que era la vida, el mundo y las mujeres... Ya le digo, amiga Carmen, que después de casada no logré conocerlo mejor. Todo lo que sé de él, lo sé desde aquel entonces... No debo ocultarle que también leía alguno que otro libro. Tenía una pequeña biblioteca, cuyos volúmenes conservaba perfectamente forrados y rotulados con letra redondilla, que puso a mi disposición desde el primer momento. Pero la mayoría de ellos no me atraían. Tú y la ciencia; Tú y la vida; Tú y la astronomía... La mayor parte eran de esta colección.

La madre del niño hizo una breve pausa y continuó:

-Como le había dicho, amiga mía, pasó el invierno, y un buen día, estábamos finalizando marzo, quiso que viese los jaulones de boda. Había emparejado a los canarios que destinaba aquel año a la cría...

La madre del niño se quedó, de pronto, callada. El mar seguía piafando ásperamente, sobre las rocas, al fondo del acantilado. El gris del cielo se había vuelto plomizo.

-¿Qué le ocurre? -inquirió la muchacha con un susurro apenas-. ¿Por qué no continúa? -y miró inquieta hacia el caminillo que se alejaba por el promontorio paralelo al muro.

La madre del niño suspiró.

-Hace tanto tiempo que ocurrió todo. Y sin embargo, cada vez que lo recuerdo, el corazón parece verlo como sucedido ayer... Miguel había blanqueado la habitación de los pájaros. El cuarto olía insoportablemente a zotal. Me fue mostrando cada una de las jaulas. Yo no lograba soportar tal hedor. Miguel parecía muy contento. Yo aguantaba la respiración y lo observaba. Había estrenado una corbata. También comprobé que su alegría era un tanto nerviosa. Miguel hablaba y hablaba mientras yo hacía esfuerzos por respirar lo menos posible. Me iba explicando cómo se encelaban los pájaros y su mirada, de habitual huidiza, se detenía sobre mí más que de costumbre. Yo lo notaba. Además, aquel día, los ojos de Miguel tenían un brillito como falso o alocado... A mí me costaba mucho respirar aquella atmósfera...

Creo, amiga mía, que el olor a zotal tuvo la culpa de todo. Fue en el momento de sentir una náusea cuando me agarré a su brazo. A través de aquel aire con olor a excremento y zotal su voz me llegó increíblemente hueca y emocionada.

«-Si supiera cuánto me alegra que le gusten los pájaros» -dijo.

Yo estaba a punto de desmayarme.

Miguel comenzó a acariciar con la punta de un dedo una varilla del jaulón.

«-Por simple que parezca -le oí decir- estas aficiones unen a las personas muchas veces por encima de... -agitó la mano en el aire, embarazado-. ¿Comprende?... Sucede lo mismo que con los pájaros: algunas parejas se detestan, y si se les dejara solos, se herirían de muerte... Otras, en cambio, ya ve... Se conoce que tienen algo de común... Cuando la guerra, conocí a un soldado que se enamoró de una muchacha del pueblo porque a los dos se les había muerto un ser querido que se llamaba igual... Curioso, ¿verdad?... Y es que hay vidas que se cruzan, ¿eh?...».

En ese preciso, momento decidí terminar de una vez. Seguía agarrada a su brazo, medio desvanecida.

Puse una de mis manos sobre la suya y le dije:

«-Miguel, ¿quiere casarse conmigo, verdad?».

El olor a zotal es lo único que recuerdo después de mis palabras...

Siguieron días tremendos. Días que nunca he logrado reconstruir de un modo lógico, normal, ordenado. Mi madre puso el grito en el cielo. No podía creerme. Le hablé a mi madre como creo que cualquier mujer, en mi edad y circunstancia, lo habría hecho. Aceptó mis razones sin reconocerlas. Miguel pasó al despacho. Colgó el delantal y se dedicó a despachar los pedidos de provincias, que eran los que más desesperaban a mi madre. Yo no acudía al almacén nada más que por las tardes. Iba a recogerlo y dábamos un paseo. Pero cada tarde, antes del paseo, habíamos de ir a su casa a ver cómo seguían los pájaros.

«-Les estoy descuidando últimamente» -se reprochaba.

El noviazgo fue corto. ¿Para qué más? Algunas tardes íbamos al cine. Él cogía mi mano, muy cariñoso, pero luego se embebía en la película de tal forma que parecía vivirla intensamente olvidado de mí. Otras veces paseábamos. A Miguel le preocupaba nuestra diferente situación económica. Me confesó que los canarios no sólo eran un gran entretenimiento, sino que, además, como ciertas razas de buenos cantores que él tenía se cotizaban bien, había logrado reunir algún dinero.

Fue un domingo de septiembre cuando nos casamos. Un domingo a primera hora, sin banquete y sin nada, y salimos de viaje...

No he olvidado nunca aquella primera noche. No habíamos hecho más que acostarnos cuando, inopinadamente, Miguel se echó sobre mí, azorado y lleno de fuerza, y comenzó a mordisquearme el cuello de un modo frenético, convulso... Inmediatamente lo noté torpe entre mis piernas, como poseído de un afán inaplazable, sin acertar... Aquella fogosidad tan imprevista me asustó... Me hacía daño y quise ayudarlo con el deseo de que todo concluyera lo antes posible. Recuerdo que el corazón me latía aceleradamente y nunca he llegado a saber si su pálpito lo provocaba el miedo o mi pasiva expectación. Sin embargo, antes que consiguiera orientar su ciego instinto, todo su cuerpo pareció caérseme encima blandamente pesado y desde una altura tremenda. Se quedó entonces quieto, muy quieto, con la respiración jadeante y profunda junto a mi oído... Así estuvo un buen rato: pesando sobre mi cuerpo más y más, hasta que, al cabo, ya cansada, me lo quité de encima... Cuando lo escuché roncar me levanté al cuarto de baño. Después no pude dormir, y muy de mañana, me vestí y me senté a esperar que el tiempo fuera pasando...

Pensaba que nada de aquello había ido como debiera, pero no se me ocurría otra cosa... No me encontraba descontenta o decepcionada, sino indiferente y aburrida. Acaso por esto me puse a revolver en las maletas. Hallé en la suya un libro titulado: Tú y la mujer de tu vida. Pertenecía a su biblioteca. Había sido escrito por un doctor alemán. Allí en la solapa se decía que «un doctor muy célebre».

Nuestro viaje no fue muy largo. A los diez días ya estábamos en casa. Tanto él como yo nos sentíamos cansados y nerviosos. Sobre todo él estaba muy cansado y nervioso: durante los diez días de viaje no había logrado hacer de cuerpo. También le preocupaban los pájaros. Los habíamos dejado al cuidado de mi madre, quien debía acudir cada día al piso para darles de comer. Pese a todo, durante aquellos diez días, Miguel tuvo horas de gran felicidad: visitamos a gran número de canaricultores, con quienes había mantenido en ocasiones correspondencia, y todos los cuales nos invitaban a admirar sus jaulas. Entre ellos vimos a un viejecito; uno de los más importantes canaricultores de España.

Miguel y el viejecito hablaron y hablaron durante toda la mañana. El olor que había en aquel inmenso cuarto era muy similar al de la habitación donde Miguel tenía sus canarios, pero hedía menos a zotal.

«-No ponga nunca cañas en los columpios -le aconsejaba el viejecito-. El piojillo le anidará por el interior y acabará con sus pájaros. Es peligroso. ¡Vea, vea los míos! Columpios de plástico. Renovarse o morir. ¿Qué le parecen? Les vi en una revista americana».

«-Últimamente compré un cantor a un catalán que es una maravilla -dijo Miguel.

»-¿A quién, a Robira?

»-Sí, efectivamente; a Robira el de Gallifa.

»-Entonces el padre o el abuelo de ese canario ha salido de mis jaulas» -advirtió el viejecito muy dichoso.

Miguel hablaba cosas semejantes con cada canaricultor que visitábamos. Durante las dos horas que permanecíamos entre los pájaros parecía pasarlo muy bien, pero luego salía entristecido. Añoraba sus jaulas.

«-¿Qué hará tu madre con los pájaros?» -me preguntaba de continuo, lleno de inquietud.

Por otra parte, cada noche se repetía la misma escena amorosa. Miguel me abrazaba con un ardor inusitado y se quedaba lánguido de súbito sin hacer otra cosa que humedecer mi entrepierna. Luego se dormía como un tronco.

¡Ay, amiga Carmen!, a los dos meses de estar casada aún era yo tan virgen como el día de nuestra boda. Pero ni siquiera era esto lo que me preocupaba, sino el hecho de mi propia frialdad. Cada noche comprobaba que me hallaba al margen de aquella pasión que enardecía a mi marido hasta agotarlo en su propio fuego. No lograba comprenderme ni comprenderlo. Lo tenía junto a mí, acariciándome el pelo, pero apenas me turbaba su caricia. Y yo le escrutaba cuando andaba de una a otra parte de la alcoba, como si fuera un extraño con quien, sin embargo, me había acostumbrado a repartir la cama... Al cumplirse el cuarto mes de nuestra boda yo supe, vagamente, tengo que confesarlo, lo que era acostarse con un hombre. Desde entonces nuestros encuentros se normalizaron, pero no caía embarazada.

Así pasaron tres años.

Vivíamos en casa de nuestra madre. Miguel disponía para sus pájaros de la galería acristalada. Terminó haciéndose cargo él solo del negocio y nosotras no aparecíamos siquiera por el almacén. Era serio. Regresaba del trabajo y se dedicaba a sus pájaros. Salía muy poco. Sólo conmigo. No tenía amigos. A veces venía gente a casa. Le compraban algún canario. Él lo vendía con dolor, por compromiso... Había llegado a los trescientos y mi madre al colmo de la desesperación. Debo confesar que hasta yo misma había cogido un gran odio a los pájaros. Llegué a soñar que les envenenaba o que se habían muerto. Mi odio tenía puesta una secreta esperanza en el carácter endiablado de mi madre y el resultado que pudiera acaecer al final de cualquiera de aquellas enormes peloteras que Miguel tenía con ella siempre por culpa de los canarios... La tormenta, amiga Carmen, se desencadenó en el peor momento. Yo había caído, por fin, embarazada. Estaba ya de cuatro meses... Aquel día salí de casa con Miguel. Él se levantaba muy pronto, arreglaba sus jaulas y acudía a abrir la bodega. Yo le acompañé aquella mañana. Tenía que hacer unas compras y bajé con él. También pasé a recogerlo y regresamos juntos... Aún me parece que le estoy viendo... Lo primero que hacía Miguel al entrar en casa era ir a ver a sus pájaros. Así que lo vi entrar en la galería y salir tambaleante, descompuesto...

¡Qué quiere que le añada!... Mi madre había abierto las puertas de las jaulas y los canarios habían volado. ¡No quedó ni uno solo!... ¡Fue algo tremendo! Mi madre lo hizo sin ningún motivo. Hacía cuatro o cinco días que no discutían por culpa de los pájaros. Miguel no levantó cabeza de este golpe... Recuerdo que se sentó en la mecedora del salón, sin decir palabra, y allí estuvo llorando de rabia, en silencio. No quiso comer, ni cenar, ni se acostó aquella noche... Al día siguiente bajó al almacén como de costumbre... Cuando regresó al mediodía no era la misma persona... No parecía el mismo... A la semana de esto cayó enfermo. Tenía fiebre. De vez en cuando se le escapaba el nombre de algún pájaro. El médico no acertaba con su enfermedad. Nos miraba perplejo. Miguel murió a los dos meses. Le vieron muchos médicos. Ninguno supo decir qué enfermedad le llevó a la tumba... Murió tres meses antes de nacer su hijo...

La madre del niño dio un largo suspiro.

Es todo lo que puedo decir de mi marido. Ni una palabra más. Yo me apené con su muerte. Me había acostumbrado a él. Me seguía siendo tan desconocido como el primer día cuando me fijé que salía del almacén con una jaulita en la mano, pero me había acostumbrado a su presencia. Le tenía apego. Ya estaba habituada a su manera de hablar, siempre monótona; a sus recuerdos de soldado; a sus pájaros incluso, aunque les odiase... Si se hallaba en casa, yo lo sabía inmediatamente por sus ruidos, por su manera de andar en chancletas... Si le veía en la calle desde lejos y de espaldas, yo lo reconocía en seguida por su trasero un poco bajo marcándosele dentro de la chaqueta... Sí; esto sí, amiga mía, pero ¿quién era Miguel?... No habíamos sido otra cosa que dos desconocidos que se habituaron a compartir el mismo lecho... Esto fue mi matrimonio. ¿Qué más quiere que le diga? -concluyó preguntando la madre del niño buscando la mirada de su compañera con ojos interrogantes.

La muchacha agachó la cabeza y se puso a contemplar sus uñas esmaltadas de rojo muy brillante.

-Nunca debió casarse con un hombre a quien no quería.

-Sí -afirmó la madre del niño pesarosa-. Todo ha sido fruto del desamor.

La gran caracola de la tarde, ligeramente empañada por la anochecida, hizo llegar hasta aquel promontorio de la costa los más profundos embates de las olas.

Las dos mujeres permanecieron varios minutos con la vista puesta en el mismo lugar del horizonte.

-¿En qué piensa? -quiso saber la madre del niño.

-Cuando llegué aquí pensaba arrojarme al mar.

-¿Qué fue lo que le contuvo?

-Creo en Dios.

-¿Cree usted de un modo absoluto?

-¡Absoluto! -repitió la muchacha, sorprendida-. ¡Oh, no sé si de un modo absoluto!... Pero creo en Dios. Nunca se me ha ocurrido no creer.

-¡Ya! -meditó la madre del niño.

-No sé cómo pudo ocurrírseme. Fue una tontería.

-Yo también pensé una vez en matarme -confesó en voz muy baja la madre del niño.

-¿Usted?

-Sí... Hace ya tiempo.

-¿Cuándo él murió?

-No, no: más tarde. Cuando me nació el niño.

-¿No se atrevió, verdad?... ¿Tuvo miedo?

-Si entonces hubiera creído en Dios -dijo la madre del niño con nostalgia-, tal vez lo habría hecho.

-Sólo quienes no creen en Dios se suicidan.

-Si en aquella época yo hubiera creído en Él un poco más me hubiese suicidado.

-¡Oh, sólo los que no creen en Dios se suicidan! ¿Por qué dice usted eso?

-Estaba furiosa contra la vida -confesó la madre del niño-. Pero no creía en Dios. ¡En aquel momento me hubiera hecho mucha falta creer!... Creer de un modo ciego, absoluto. Sin preguntas. Sin nada. Creer como usted dice que cree... Estaba furiosa contra la vida. Me habría suicidado y habría acudido a Dios, y Él, ante el peso de mi dolor de madre, hubiese juzgado justa mi protesta... Hubiera ido a Él con la razón del maltratado por una vida a la que, en protesta, se niega a pertenecer... Una denuncia ante Él, Supremo Juez... Pero yo no creía en Dios, y, por lo tanto, ¿para qué el suicidio?... ¿Ante quién elevar una protesta?

La muchacha miró a su compañera, confusa.

-Y ahora, ¿cree usted en Dios? -se aventuró a preguntar.

-Sí: ahora ya creo en Dios.

-¿Entonces?...

-¡Entonces!... Ahora vengo aquí y le hago preguntas. Él nunca me responde, pero yo sé que está en el envés de cada pregunta... Además, desde hoy ya sé que mi único pecado ha sido el desamor... Acaso Dios me ha contestado por boca de usted... ¡Quién puede decir que no!... Dios está en el envés de cada pregunta y...

-¡Sí, sí!, me lo ha dicho ya antes -atajó impaciente la muchacha, clavando la mirada en el perfil de su compañera-. Pero ahora, ahora que cree en Dios, ¿no piensa ya en matarse?

-Ahora sería inútil el suicidio. Una protesta ante nadie también. Porque he llegado a saber, amiga mía, que donde verdaderamente existe Dios es aquí, en la Vida... En ciertos momentos, luego del silencio que sigue a cada una de mis preguntas, no sé por qué comprendo que es aquí en nuestra vida donde Dios es Eterno, Omnipotente y Justo. Aquí, en la Vida que fluye del vacío intemporal de su gran pianola. Por esto pienso ahora que es en la misma vida donde debe permanecer, por todo el tiempo posible, mi protesta...

-¡Por Dios, cállese!

-¿Qué le ocurre?

-Terminará enfermando. No debe hablar de ese modo. No debe hacerse más preguntas... -la muchacha miró como aterrada en derredor-. Es peligroso hablar así -cogió temblorosamente el asa de la maleta-. Me da miedo este lugar... Nunca debí venir... Me asusta... Está muy cerca el mar y hay una gran altura... Usted tampoco debería venir más veces... Un día su niño terminará cayéndose al mar... Lo arrebatará una ola... No le permita bajar esos anzuelos a la lubina. Aunque él se lo pida, aunque proteste, debe usted prohibírselo... Es un capricho terco... Sí, éste es un lugar peligroso -aseguró la muchacha, mirando nerviosa en torno-. A mí siempre me han dado miedo estos lugares... Siempre me han dado miedo...

-Pero ¿qué es lo que le ocurre?

-No sé, no sé -negó la muchacha, llevándose las manos a la cara y prorrumpiendo en llanto. Su compañera se alzó levemente de hombros, muy perpleja, y luego clavando las agujas en el ovillo de lana guardó la labor en el bolso.

La muchacha lloraba convulsamente.

-¡Vamos, vamos! -calmó la madre del niño pasando el brazo en torno a la cintura de la desconocida-. ¿Qué es lo que le pasa? No tiene motivo para llorar. Está un poco nerviosa; eso es todo.

-Me parece que ocurrirá cualquier cosa tremenda de un momento a otro.

La madre del niño sonrió.

-Pero ¡qué cosas dice! ¿Qué puede ocurrir?

-No sé. Cualquier cosa -gimoteó la joven-. Fíjese cómo suena el mar.

La madre del niño puso atención unos segundos.

-El mar suena como todos los días. Hoy está un poco picado, pero nada más. Ha estado así toda la tarde.

-Sin embargo -insistió la muchacha-, tengo miedo. No debe dejar que su hijo baje a las escolleras.

-Pero ¿por qué?

-Usted lo sabe de sobra: es peligroso, y además..., todo eso de los anzuelos y de la lubina es una tontería... Una invención del chiquillo.

-¡No lo comprende! -protestó la madre del niño-. Lo que menos importa es que sea una invención al fin y al cabo. Miguelito es feliz ahí abajo, junto al peligro ése que usted supone... ¡No importa que sea una invención lo de la lubina!... Él es dichoso de este modo. ¿Cómo negarle esta felicidad?... Piense usted bien, amiga mía, ¿cómo negárselo?...

-¡No, no!... Me confunde usted con sus palabras y no sé que decirle... Lo único que sé es que ahora tengo miedo... Miedo de sus preguntas y de que a su niño le arrastre una ola mientras estamos aquí...

-¿De veras siente usted miedo? -quiso saber la madre del niño, buscando los ojos de la joven con un extraño brillo en la mirada-. ¿Miedo como si fuera una niña?

-Sí...

La madre del niño acarició con la mano el costado de su compañera, allí, bajo la axila. La acariciaba amorosamente. La mano subía y bajaba con dulzura desde la cadera de la joven hasta aquella súbita ondulación, tersa bajo la blusa, que señalaba el nacimiento del pecho.

-¿Es posible que tema por mí?

-Es peligroso este lugar -balbuceó confusa la muchacha.

-Pero mi hijo es dichoso aquí -aseguró la madre del niño-. Y yo también, con mis preguntas, soy feliz en este lugar. Siento una profunda emoción cuando vengo aquí... Así como si estuviera pendiente de algo. Y nada espero. Lo sé de sobra. Pregunto y nada espero. Y sin embargo, estoy aquí como pendiente de ese no esperar nada... Y hoy ha llegado usted... Me dice que lo de la lubina es una invención de mi hijo... Puede ser... Tal vez sea una invención... Sin duda lo es... Pero ya ve: Miguelito no quiere pescar esa lubina amiga suya. Trae los anzuelos y los arroja, al agua, sin más, sin otro oculto deseo, nada espera... No la quiere muerta, sino que ella viva entre las aguas. ¡Una invención!.... ¿Qué importa si él es feliz?... Ya ve usted, ahora que le digo esto, amiga mía, me parece que a mí me ocurre algo por el estilo con las preguntas... Las preguntas que se le hacen a Dios son como anzuelos. Pero los anzuelos que arroja Miguelito al mar son como mis preguntas: yo tampoco espero ver cuándo la liña se hunde para tirar rápidamente de la caña. ¡No quiero el pez muerto!... ¡No quiero una respuesta disecada! Yo arrojo al mar mis preguntas sin mal propósito. No quiero atrapar a Dios en ellas. Mis preguntas no están disfrazadas, como las de la mayoría de la gente... No tienen adornos... Le llegan a Dios como anzuelos sin carnada... Las hago porque sé que Él está en el envés de cada uno... Por esto lo único que deseo es hacer y hacer preguntas. Para que Dios esté más y más próximo y llene el vacío de mi existencia... Usted no puede comprenderlo, amiga Carmen, es demasiado joven... Me he pasado la vida a solas dentro de esta naturaleza a la que nunca he logrado satisfacer en una mínima medida... Y estos últimos quince años, ¡qué brutales han sido para mí!... Siempre viendo a Miguelito como el fruto de un amor que no tuve... Y soportando las lamentaciones de mi madre...

A veces me parece que el aliento de mi hijo hiede remotamente a zotal... Pero ¿para qué le digo todas estas cosas? ¡Es usted tan joven, amiga Carmen, tan jovencísima y tan bella!

La muchacha se revolvió dentro del abrazo que le aprisionaba la cintura.

-¡Suélteme usted! -rogó apenas sin voz.

La madre del niño ciñó más el abrazo y su mano buscó un poco más arriba de aquella súbita ondulación donde el pecho de la muchacha se iniciaba bajo la blusa.

-¿Le hago daño? -indagó afablemente.

-¡¡Suélteme!! -gritó la joven desprendiéndose con brusquedad del brazo que la oprimía-. ¡Suélteme!

-No he querido ofenderla -replicó con engolado tono de reproche la madre del niño.

-No quiero que me toque -afirmó tercamente azorada la muchacha. Se arregló el cabello y evitó que sus ojos se encontrasen con los de la madre del niño-. Estoy nerviosa -se disculpó-. Me pongo nerviosa cuando alguien me toca.

Una ligera neblina ascendía de las rompientes humedeciendo las primeras oscuridades. La marea estaba subiendo. El límite del horizonte se hallaba más cerca; casi al alcance de un grito. La claridad disminuía por segundos.

Allí, entre las dos mujeres, el silencio se hizo delgado y frío como un vidrio.

-Pensé que ya éramos amigas -dijo la madre del niño.

Su compañera no respondió.

La muchacha miraba hacia el mar con una fijeza tercamente ofensiva.

De pronto, por el borde del acantilado, apareció la cabeza del niño. Miguelito miró atentamente a las dos mujeres con sus ojos de miope semiocultos por los párpados y sonrió sin sentido. Luego, ayudándose con las manos, escaló aquel último repecho de la escarpadura y se acercó a ellas tambaleándose con pesadez.

-¡Vamos! -dijo el niño chancloteando los pies dentro de sus zapatos churretosos.

-Estás calado -regañó la madre-. Completamente calado.

El niño giró el pescuezo con torpeza y posó sus ojos sobre la muchacha.

-¡Vamos!

-¿Cómo no has tenido más cuidado?

-¡Vamos!

-Está bien -consintió la madre-. Ahora nos iremos- y buscó la mirada de su compañera-. ¿Viene usted?

La muchacha no respondió.

El niño comenzó a andar por el borde del acantilado.

-¿No viene?

La desconocida se cruzó de brazos y buscó una postura más cómoda para sus piernas.

La madre del niño guardó el pañito festoneado de rojo en la bolsa de la labor, junto a las agujas, y se puso en pie.

-¡Bueno! -suspiró mirando a la muchacha.

-¡Adiós! -dijo la joven.

-¿Se queda entonces?

-Sí, me quedo -respondió secamente la desconocida.

La madre del niño miró de soslayo hacia el camino a tiempo de ver cómo su hijo desaparecía ya por un recodo.

-Si llegara a tener un hijo -dijo nerviosa la madre del niño-, ¿qué nombre le pondría?

La muchacha clavó una mirada de odio en su compañera.

-¿Por qué quiere atormentarme? -preguntó con voz ronca.

-No quiero atormentarla, ¡créame!

-Márchese entonces.

-Quería darle un consejo: no le ponga el nombre de su padre. Terminaría odiando a su propio hijo por algo tan simple como eso: un nombre... Un poco de aliento que se le escapará de los labios sin quererlo.

-¡Márchese!... ¡Márchese! -gritó enfurecida la muchacha. Y comenzó a morderse los puños.

La madre del niño se quedó, sin embargo, frente a ella unos segundos, admirándola. Luego volvió inquieta la mirada hacia el caminillo de la costa y arrugó el bolso de la labor entre las manos.

-¡Es usted tan joven, tan jovencísima! -dijo la madre del niño con voz velada-. ¡Adiós!

La muchacha oyó alejarse las pisadas de su compañera. Entornó de pronto la cabeza, como si quisiera llamarla, pero la madre del niño ya había desaparecido por el recodo. Entonces la joven giró una mirada de desamparo en derredor suyo.

-¡He sido tan tonta, Dios mío, tan tonta!

Estaba sola.

El niño caminaba por el borde del acantilado.

A ninguno de los cuatro o cinco pescadores que, generalmente, se entregaban a lo largo de aquel trecho de costa a la pesca de la lubina les hubiera asombrado o atemorizado ver caminar al niño por un lugar tan peligroso y a la luz confusa de la anochecida. Le habían visto más veces hacer aquel mismo recorrido y ya no temían que pudiera caer desde lo alto y se estrellara en las abruptas escolleras que el mar alfombraba de espuma. Su madre, por cierto, siempre iba detrás, atenta, con el alma en vilo...

Además, los pescadores esta tarde no miraban, como otras veces, el caminillo de la costa. Porque en tardes así, plomizamente grises y con la mar picada, tan sólo atendían, con perversa impaciencia, al balanceo incesante y engañador de sus liñas.





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