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Tratado cuarto

De la elocución


El que hubiere estudiado retórica exactamente, y supiere bien la elocución del orador, tiene muy poco más que saber para la del predicador, y así se debe estudiar esta parte por algún autor. Y en verdad que es bueno Francisco Sánchez Brocense, siquiera por su gran brevedad, que poco ha alabamos. San Agustín, IV De Doctrina Christiana, dice que más aprovecha para ser uno elocuente predicador oír o leer a los que lo son y han sido que muchos preceptos o documentos enseñados por arte. Con todo eso diremos algo.


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Capítulo I

Qué tal ha de ser la elocuencia del predicador


San Pedro Crisólogo, al principio de su sermón cuarenta y tres, entra diciendo: Populis populariter est loquendum, communio compellenda est sermone communi, omnibus necessaria dicenda sunt more omnium, naturalis lingua cara simplicibus, doctis dulcis. Muy bien dijo, por cierto, que la elocuencia y lenguaje del predicador ha de ser natural y común manera de hablar. Y en esto hay grande engaño, pues piensan algunos que se ha de hablar por vocablos y artificio exquisito, con muchas flores de elocución. Si una ciudad estuviese cercada de enemigos y dándole asalto, tirando los enemigos pelotas de artillería, y los de dentro tirasen flores, ¿sería ésta buena defensa? Los vicios acometen, como enemigos, a asaltar a las almas; los predicadores, son sus defensores; mejor harían de arrojar pelotas contra los vicios que flores para las orejas del auditorio. Un predicador, harto espiritual, dice, aunque místicamente, que aquel castigo que hizo Dios a Acán, porque hurtó la regla de oro del despojo de los enemigos y se la trajo al pueblo fiel, se puede entender del predicador (porque donde leemos regla, dice el hebreo lengua), porque castiga Dios al predicador que hurta de los retóricos profanos la lengua de oro, que ellos llaman aureum eloquentiae flumen, y la traen para hablar en ella al pueblo fiel. Juntemos con esto aquellas palabras de Nazianceno, Oratione tertia de Theologia: Quaemadmodum aqua, quae non certis canalium marginibus dirigitur, sed per areae diffunditur planitiem, evanescit, ita res, per sermonis vastitamen diffusa, lectorem fallit. ¡Qué bueno es esto para los habladores que, con elocuencia vana y gran follaje de palabras, hacen perderse lo que quieren decir, desvaneciéndose la sustancia y derramándose por el multiloquio! San Jerónimo, escribiendo a Dámaso Papa: Non decet ex flumine tulianae eloquentiae rivulos ducere, sed pedestris et quotidianae similitudinis, et nulla locutione redolens oratio necessaria est. La mucha elocuencia y arte, aun en Sócrates, fue condenada por los atenienses, que decían dél que a poder de retórica pejorem causam meliorem faciebat. Y San Buenaventura dice, cerca desto, que hasta hoy día nos cubrimos con las hojas del árbol de la ciencia, como hicieron Adán y Eva; porque del saber no tomamos más que hojas de palabras y elocuencia, con que cubramos y demos color a lo poco que sabemos. Que, ordinariamente, el que no sabe muchas cosas de sustancia que decir en el sermón, llénalo de palabras y hojas retóricas, y, cuando mucho, de flores. Quid est enim tan furiosum, dijo Tulio, I De Oratore, quam verborum vel optimorum atque ornatissimorum sonitus inanis nulla subjecta sententia neque scientia. Y en el libro 3 dice que como el cuerpo sin el alma queda muerto, así lo es la oración verbosa, si no va llena de sentencias, que son el alma. Et qui, tanquam ab animo corpus, sic a sententiis verba sejungunt, quorum sine interitu fieri neutrum potest, etc. Y va tratando largamente cómo el que estudia bien, y tiene mucha sustancia que decir, no ha menester estudiar palabras, que ellas se le vienen, como dijo Horacio:


Cui lecta potenter erit res
Nec facundia deseret hunc, nec lucidus ordo.



Y en caso que hubiere de faltar una de dos, o elegancia o sustancia, cierra Tulio diciendo: Malim equidem indisertam prudentiam quam stultitiam loquacem. Y Agustín, cuarto de Doctrina Christiana, capítulo quinto, responde por Tulio en lo de inventione: Sapientiam sine eloquentia parum prodesse civibus, eloquentiam vero sine sapientia obesse plerumque, prodesse numquam. Y un poco más abajo dice: Qui eloquenter dicunt, dicunt suaviter, qui sapienter salubriter audiuntur. En el capítulo sexto dice que hay elocuencia de mozos y otra de viejos, y ésta es la del púlpito, y de la que tiene mucha y con excelencia la Sagrada Escritura, que, leída y observada con atención, tiene verdadera y propia elocuencia en propiedad, fuerza y gala de palabras y razones. Aun a Hércules con sus cadenas de oro, que le salían de la boca y con que llevaba preso el mundo tras de sí, que quieren decir su gran elocuencia, siempre le pintaban viejo, y a Néstor, vejísimo, que dicen que vivió tres generaciones, porque era elocuentísimo; enseñándonos que la verdadera elocuencia está en los viejos que hablan cuerdo, eficaz y despacio, y no en los mozos, luxuriantes in sermone.

Pero no por esto se ha de despreciar la moderada elocuencia, pues sabemos que, a fuerza de elocuencia, se han hecho grandes efectos, como poco ha decíamos de Hércules. San Jerónimo y San Crisóstomo con mucha elegancia y elocuencia escribieron; y Crisóstomo tenía tanta en sus sermones que por eso le llamaron boca de oro; pero ambos con gravedad, sin verbosidad ni rebosando retóricas. De manera que no han de ser tan secos los predicadores que se contenten con lo que dijo el otro versillo:


Ornari res ipsa negat contenta doceri
Sermone.



Ni, por el contrario, han de ser como el que reprehendió Horacio:


Projicit ampullas et sexquipedalia verba.



De los muchos provechos que hace la elocuencia cuerda escribe largo pero discretísimamente Pedro Gregorio en el libro 17 de su República, cap. II. Hase de leer, sin dejar renglón dél. Solamente queda que advertir aquí que, ya que se procure alguna elocuencia y artificio en el púlpito en disponer y decir las cosas, no vaya descubierto de manera el artificio, que todos echen de ver que lo es, sino como que ello se viene dicho así naturalmente. Sed lateant artes, dijo un poeta a otro propósito. Y es la razón deste precepto, porque, en descubriéndose la arte, se nos va allí el entendimiento y el gustillo, y se atribuye a ella la fuerza de lo que se dice, y no a la fuerza de las razones, y así se pierde el fruto. Consejo es también de Tulio, II De Oratore.

De lo dicho queda condenada para el púlpito la elocuencia poética y de los tablados: «La hierba verde y aljofarada, matizada con la roja sangre que la cruda mano, que la sobrehumana ninfa derramó, etc. Esto mejor es para farsa que para sermón. El sustancial lenguaje del púlpito es el que dijo arriba Quintiliano, propria verba. Y en otra parte dice que han de ser ex sellectissimis vocabulis vulgi. De manera que el lenguaje no ha de ser curioso, poético, profano, afectado, muy compuesto y numeroso, sino, de los vocablos del vulgo, los mejores y más propios; pero, al fin, del vulgo, pues los ha de entender el vulgo. Tulio, I De Oratore: In dicendo autem vitium vel maximum sit a vulgari genere orationis atque a consuetudine communis sensus abhorrere.

De lo dicho y probado se sigue, lo primero: que no se han de decir muchos sinónimos; basta un vocablo o dos para una cosa; endemás, si no hay sinónimos en el mundo, como prueba harto bien el Maestro Francisco Sánchez en sus Paradoxas. Algunos hay muy usados como culpas y pecados, mercedes y beneficios, útil y provechoso, quieto y sosegado, etc., que, verdaderamente no son dos sinónimos, sino un vocablo latino y otro castellano que dice lo mismo. No hay sino guardarse dellos. El rey, que esté en el cielo, solía decir de cierto predicador, a quien gustaba de oír: «Fulano no sabe más de un vocablo para cada cosa, pero es el propio». Parece que había leído lo de Quintiliano: propria verba. Síguese lo segundo: que mucho menos se han de decir en el púlpito vocablos apicarados, como dijo un predicador, que «acabando de beber Noé, se quedó hecho X, uñas arriba». Y otro dijo de San Andrés, que «poniéndose en su aspa, quedó hecho X, del vino del amor». Por decir cuchillada, dicen «decendimiento de manos»; dicen: «No lo conocerá Galván»; dicen: «A lo de vive Cristo», y otras maneras de hablar que, por hablar agora en ellas mismas, las quiero llamar más de la seguida, que lenguaje cuerdo, cuánto más cristiano, grave y religioso, cual ha de ser el del púlpito.

También se sigue de lo dicho, que mucho más se han de huir los vocablos lascivos, no digo deshonestos, que decir los tales ya sería sacrilegio, sino vano o cosquilloso. No ha sido posible acabar conmigo que dixese en el púlpito «una dama, un galán», con haber traído mil ejemplos de lo que significan. No digo sino «un loco» y «una loca». En el Evangelio de la Circuncisión se ha de prevenir mucho el lenguaje honesto, si se ha de tratar de aquella santa ceremonia, por huir todo olor de lascivia. No se ha de decir «el deleite carnal», sino «su antojo sucio y torpe», o cosa semejante. Pudiéramos traer cuentos de predicadores que en esto han hocicado; pero, aun por escrito, no se sufre referirlo. Yo me hallé un día de Santa Águeda muy atajado, predicando lo que el Evangelio de aquel día dice de los eunucos, de quien traté gran parte del sermón; y, porque este vocablo no lo entiende el vulgo, no hallando otro como yo quisiera, hube de decir «capón» (aunque hablando del que se come honesto vocablo es); pero hícelo, habiendo dicho antes dos o tres veces «eunuco», para que la necesidad de no haberme entendido, me obligase y excusase de decirlo. Pero dixe: «Esto quiere decir 'eunuco'; y entendedlo así para todo el sermón». Y con esto, de allí adelante siempre dixe «eunuco».

Cerremos este capítulo con el último documento: o que no se ha de tomar libertad en el púlpito para forjar vocablos nuevos, ni usar de los muy recientes, especialmente, si el predicador no es muy anciano; que los que lo son, alguna vez tienen licencia de formar un vocablo nuevo, para declararse; pero los no tan maestros viejos, ni hagan vocablos nuevos, ni, en naciendo el vocablo nuevo en el pueblo, luego le suban al púlpito; ni resuciten los vocablos antiguos del tiempo del Conde don Peranzules, que ya están desusados; que, en esto de vocablos, el uso los engendra y los quita, como refiere Horacio.


ita verborum, interit aetas,
...........................................................
Multa renascentur, quae jam cecidere, cadentque
Quae nunc sunt in honore vocabula, si volet usus,
Quem penes arbitrium est et jus et norma loquendi.



Tulio, III De Oratore, da licencia y forma como se pueden formar nuevos vocablos; pero ha de ser por predicadores ya graves, y pidiéndolo la necesidad, como dijo Horacio y fingió:


Fingere cinctutis non exaudita Cethegis
Continget






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Capítulo II

De la claridad que necesariamente ha de tener el predicador


El lenguaje y estilo de decir sea claro, conforme a aquella autoridad tan insigne de Quintiliano, que arriba se citó: Prima nobis virtus sit perspecuitas. Bien creo y veo que el lenguaje y estilo subido o extraordinario levanta a las cosas humildes y las hace parecer altas; y que lo que uno dice claro y llano, por el mismo caso, parece ordinario; y lo mismo, dicho por otro predicador, por lenguaje oscuro y extraordinario y remontado, parece otra cosa más subida; pero, aunque esto es bueno con algunos para el crédito del predicador, porque con esto se hace tener por de alto ingenio, y los que se pican de resabidos y resabidas le siguen por esto sólo, quizá por ser ellos tenidos por tales, y porque hay hombres que estiman sólo lo que les admira, y admírales sólo lo que se les va por alto, despreciando a lo que dan alcance, contra lo que dijo Tulio, III De Oratore: Neque vero qui non dicat quod intelligamus, hunc posse quod admiremur dicere. Si en el auditorio no hubiera sino don fulano y doñas fulanas (que siempre son ellas más) que lo entienden, mejor y más levantado estilo y más honroso es el dificultoso; pero, como en el auditorio, por grande que sea, los menos tienen ingenios delgados, y los más son de ahí para abajo, sálense los más, ayunos del sermón, donde se predica remontado, y nuestro oficio es enseñar y aprovechar a todos. Por donde tengo por más justo y provechoso el estilo llano y claro, como las cosas no sean rateras, que el levantado. Miren al lenguaje del Espíritu Santo en los libros sagrados y al de los santos que escribieron sermones (salvo San Ambrosio a ratos) y aprenderán a predicar claro.

Piensan los simples, que oyen al predicador de claro entendimiento predicar claramente cosas dificultosas, que no ahonda, y que el otro, que aun las cosas claras y fáciles dificulta y encarama, va muy subido; y dicen del claro, que aquello cada cual se lo diría, sin mucho trabajo; y si probasen a decirlo ellos así, por mucho que sudasen y trabajasen, no harían nada, como dijo el otro en su Arte Poética:


Ut sibi quivis
Speret idem: sudet multum, frustraque laboret
Ausus idem.



Como si no fuese de mayores ingenios y mayor trabajo facilitar lo dificultoso y entricado, que entricar y obscurecer lo claro, de que podríamos poner hartos ejemplos, aunque vulgares. ¿Cuál es más dificultoso: aclarar una fuente turbia, o enturbiar la que está clara? ¿Desmarañar una madeja muy revuelta o enmarañar una bien aspada? Pero concluyamos con Tulio, I De Oratore: Oratio sit gravis, et ornata et hominum sensibus ac mentibus acommodata. De manera que, si los más no la entienden, no es buena. Agustín, IV De Doctrina Christiana, capítulo VIII, dice que se ha de predicar tan claro, ut aut multum tardus sit qui non intelligat, o sea la materia tan dificultosa que de suyo no se deje entender. Y cierra: Non sic dicat ut a doctis, sed potius ut ab indoctis dici solet.

Para esto puede ayudar el no decir de ninguna manera vocablos o términos escolásticos, que este daño suele hacer el curtirse los ingenios de los moços en aquella herrería de las súmulas y lógica, etcétera; que no pueden desechar después el mal pelo en el púlpito ni aun en conversaciones vulgares. Nunca dije en el púlpito «la visión beatífica», sino «el ver a Dios en la gloria»; no dije «el objeto de nuestro entendimiento», sino «el cebo y de lo que trata el entendimiento»; no dije «desde ab aeterno», sino «desde que Dios es Dios»; no dije «los atributos divinos», sino «las excelencias y propiedades de Dios»: al fin, vocablos y frases que las entendiese el más zafio labrador que allí estuviera.

De lo dicho se sigue que, fuera de los sermones de oposición, no se han de traer en otros versos griegos ni hebreos, sino, cuando mucho, una palabra; ni se ha de citar palabra o texto latino, chico ni grande, sin que lo uno y lo otro se declare luego inmediatamente en romance, porque los menos son los que saben latín.




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Capítulo III

De los tropos y figuras que puede usar el predicador


Aunque es así lo que queda dicho, que el lenguaje y elocuencia del púlpito es propiedad, claridad y llaneza; pero no se han de echar a mal algunos tropos y figuras que adornan y ilustran mucho el razonar. Pero estas figuras se han de hacer casi naturalmente. El que hubiese de andar estudiando: aquí haré apóstrofe, acullá ironía, acá sinécdoque, allá perífrasis, mucho trabajo tendrá, y lo peor es que será trabajo perdido; porque todo razonamiento figurado, cuando mucho, deleita, y casi nunca aprovecha. Al fin, ha de ser retórica natural lo que importa; pero todavía es bueno saber estos ornatos retóricos y usar algunas veces dellos, especialmente los siguientes:

Metáforas, como cuando decirnos que se seca o florece un alma, que se conciben buenos pensamientos y se paren buenas obras, los cuales vocablos se trasladan de su propia significación a la metafórica. Pero en esto de las metáforas y comparaciones, adviértese que no se han de tomar muy lejos, de manera que sea menester traerlas y aplicarlas con muchos presupuestos o discursos, sino de cosas que luego se entiendan y apliquen, como lo enseña Tulio, III De Oratore: Deinde videndum est ne longe simile sit ductum. «Syrtim patrimonii, scopulum» libentius dixerim; «Charybdim bonorum, voraginem» potius. Facilius ud ea quae visa, quam ad illa, quae audita sunt, mentis oculi feruntur.

Ironía, como decir: «Holgaos ahora, y paseaos, y reíos y idos a vuestros banquetes y regocijos», que poco importa la cuaresma ni la cuenta estrecha de la muerte.

Hipérbole. «Desgarróse el cielo; desquiciáronse sus umbrales», etc. Esto es propio para los epílogos.

Perífrasis, como decimos «el Redentor del mundo», para decir Cristo; «la Reina de los ángeles», para decir Santa María.

Simplex repetitio. «¡Oh, si os viese, cristianos, en vuestro seso! ¡Oh, si se os cayesen esas cataratas de los ojos!»

Apóstrofes. «Oyeme, tierra; oídme, ángeles; oídme vos, Señor, dende esa cruz, pues los hombres son sordos», etc. Esta figura y toda exclamación, ya queda dicho al principio, que cae muy fría, si sale de sola la boca, y es menester no usar della, sino cuando el mismo sentimiento del coraçón la arroja por los labios. No se han de hacer exclamaciones, sino cuando las pide el caso de que se va tratando; que por cosas medianas, como porque el otro no hinca más que la una rodilla en la iglesia, no se han de dar luego voces al cielo y al crucifijo, que es el yerro que, a otro propósito, reprendió Horacio:


Nec deus intersit, nisi dignus vindice nodus.
Inciderit.



Addubitatio. «¿Es posible que queréis esto? ¿Estáis en vos? ¿Adónde vas a parar, hombre?»

Communicatio vel colloquium. «Estemos en razón. O piensas morir, o no. Dilo. Si dices que sí, dime cuándo», etc.

Prosopopeya es cuando se inducen otras personas, como que ellas hablan en el sermón: «Arrebatará el soberano Juez a un perdido destos, al arrancarse el alma de las carnes, y le dirá: Daca cuenta, traidor, de cincuenta años de vida de cristiano. Dame cuenta de mi sangre, derramada por ti, y pisada por ti», etc. Pero adviértase mucho que el usar esta figura sea pocas veces, y mírese muy mirado la persona que se induce, para que se le den sus palabras a su modo; que, si no se acierta en la propiedad, mejor es dejarlo.


Intererit multum divusme loquatur an heros.
Maturusne senex an adhuc florente juventa
Fervidus, et matrona potens an sedula nutrix,
Mercatorne vagus cultorne virentis agelli,
Colchus an Assyrius, Thebis nutritus an Argis



Y un poco más abajo:


Sit Medea ferox invictaque, flebilis Ino
perfidus Ixion, Io vaga, tristis Orestes.



Cuando se representa que Cristo, recién resucitado fue a visitar a su Madre, suele referirse lo que le diría, y lo que ella le respondería. ¿Cómo sabe el predicador qué palabras se dirán el uno al otro, o qué palabras diría la Magdalena en su coraçón, cuando, sin hablar con la boca, regaba los pies a Cristo con sus lágrimas? Pues, si no sabemos lo que dirían, mejor es no componer estos coloquios, de nuestras cabeças, que no dar sobre la cuerda y decir cien impropiedades, que de ninguna manera las dijeran Cristo ni su Madre ni estos santos. Al fin, ya que se diga algo desto, sea en pocas palabras, muy propias, muy medidas, devotas y graves, y que salgan de coraçón caliente; o callar.

Preteritio. «Dejo de decir vuestras locuras destas carnestolendas; callo vuestros bacanales; no quiero decir que parecéis más profesores de Baco y Venus, que de Jesucristo desnudo y crucificado». Esta figura es a ratos buena, cuando se dice la cosa, pareciendo que no la queremos decir.

Reticentia vel aposiopesis es, cuando començamos la razón y la dejamos imperfecta. «¡Holgar toda la vida y querer paraíso en la otra! ¿Qué dices, loco?, y ¡qué loco! Día vendrá... Dejémoslo».

Digressio. Esta figura ha de ser muy rara. Cuando nos divertimos de lo que vamos diciendo, y no para cosas impertinentes, sino para algún bocado curioso o provechoso, dicho de paso; que en tal caso, aun San Gregorio aconseja que se hagan digresiones, en la Epístola ad Leandrum Episcopum, que está al principio de los Morales, cap. II, en el fin. Y trae este ejemplo. Como el río que va corriendo por dentro de su madre, si halla que le han hecho algún vacío a la orilla, sale de la madre y hinche aquel vacío de agua; pero, en llenándole, se vuelve a su curso y vientre de su madre; así el predicador, si la ocasión o sazón le ofrece algún punto provechoso, orilla de lo que va diciendo, diviértese a tratarlo, y cuando lo ha llenado, acaba su digresión, y vuélvese a su hilo. Y lo mismo es si se ofrece algún bocado dulce; que San Gregorio Niseno dice que los predicadores, que son los dientes de la esposa, se comparan, en los Cantares, al rebaño de ovejas recién lavadas, y no estériles; y que el sermón, que no lleva algún fruto y flores, es muy estéril, que también hay su esterilidad de flores, como de fruto. Advierto también, en el uso desta figura, que, si la digresión hubiere sido algo larga, cuando el predicador vuelve al hilo, se ha de desculpar con una palabra, como lo hizo San Jerónimo, habiendo hecho una digresión larga en la carta ad Laetam, que se excusó diciendo: Currente rota, dum urceum facere cogito, anphoram finxit manus. A esta figura se reduce la hypotiposis o descripción, que muchas veces se hace por digresión. Estas descripciones dan mucha luz y ornato al sermón, si se hacen con propiedad y con gracia, de manera que nos pongan presente y viva, como si la viésemos, la cosa que se pinta.


Semper in adjunctis aevoque morabimur aptis.



Y en el verso antes:


Ne forte seniles
Mandentur puero partes, pueroque viriles.



Léanse veinte versos, antes desto, o más; que habla muy discretamente Horatio a este propósito.

Sustentatio, para ir suspendiendo los oyentes y hacerlos que vayan esperando una cosa, y luego salir con otra inopinada, que por esto se llama paradoxo. «Toda la vida hurtar, matar, perjurarse, vida desgarrada y perdida ¿en qué había de parar? Pues sabed que paró en morir, como un Apóstol, al lado de Jesucristo, en la cruz». «Hijo de padres tan santos, enseñado de buenos maestros, toda la vida rezador y ayunador, engáñalo a la vejez una mozuela loca, y llévalo al infierno».

Gradatio, donde siempre se va, o subiendo, o bajando. «¿Qué es un clérigo deshonesto? Bruto, bestia, sierpe, demonio». «El pecho de Jesucristo es humano, es blando, es de cordero, es de paloma».

Todas las demás figuras, que consisten, no en las sentencias, como las que quedan dichas, sino en jugar de las palabras o trovallas de manera que cada coma de la cláusula se comience en la misma palabra, o demedie, o acabe, y así otras maneras de correspondencias de palabras, ellas se hacen sin pensar. No hay que advertir en ello, sino saber todas las figuras y tropos de la retórica y usarlas pocas veces, cuando se vinieren nacidas, y sin afectación, guardándonos siempre de decir consonantes, sino en caso muy a pelo y muy gravemente. En esto tuvo gracia y frecuencia San Agustín.




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Capítulo IV

De la pronunciación o acción


La segunda parte de la elocución es la pronunciación o acción, cosa necesaria en el sermón; que no es como lo de las figuras que, ora se hagan, ora no, no importa; aunque, hechas a tiempo, deleitan. Pero el que predicare con malas acciones de voz o de cuerpo, borraría gran parte de lo que dice; enfadaría al auditorio y lo despegaría de sí, con que le haría perder el provecho del sermón. Tiene, pues, esta parte dos miembros: el primero la voz y el segundo el gesto, porque con dos sentidos percibimos al predicador: con los ojos, y para esto son necesarios buenos meneos y acciones del cuerpo, que es lo que llamamos el gesto; y con los oídos, para que es necesaria la voz conveniente.

Cuanto a la voz, cada uno use de la suya natural, sin fingir ni imitar la del otro que le contentó; que se perderá, sin falta, y parecerá perversamente, como yo he visto a algunos, por querer contrahacer en la voz a otros. Tulio, III De Oratore, dice que la voz agradable importa mucho; pero que primum est optanda nobis, deinde quaecumque erit, ea tuenda.

Usando de la voz natural, ha de haber en ella sus quiebros o modulación, conforme al afecto de que se va vistiendo el predicador, y que quiere excitar en los oyentes. Si quiere reñir, alce la voz, esfuércela, pronuncie más fuertemente y hiera los vocablos con rigor; si quiere amenazar, sostenga más la voz y pondérela; si entristecer, quiébrela y ablándela.


Tristia maestum
Vultum verba decent, iratum plena minarum.



Tulio, III De Oratore: Ad vocem [in dicendo] obtinendam nihil est utilius quam crebra mutatio; nihil pernitiosius quam effusa, sine intermissione contentio. Todo un tono, fa, fa, fa, fa, es muy desabrido negocio. Al fin, como si el predicador hablase acá en su casa, o con sus amigos o enemigos. Mire con qué tono diría cada cosa, que ése mismo le ha de dar en el púlpito, hablando y sonando naturalmente, sin ficción ni violencia, a su natural modo de afectuar la voz fuera del púlpito.

No es bueno predicar a gritos. Yo, a lo menos, no me he podido acomodar a darlos, sino, con mi entonación natural, ir hablando más baxo o más alto, conforme la iglesia en que predico es más grande o más pequeña y el auditorio mayor o menor. Porque en iglesia pequeña o con poca gente, veamos ¿para qué es dar voces que se oigan en la calle ni en el cabo de la iglesia, donde no hay gente? Con solos los oyentes se habla, luego a los no oyentes no hay para qué hablarles. Al fin, el predicar es hablar con los oyentes, y no más. Los gritos no son oídos de los ausentes y cansan a los presentes. Tulio, II De Oratore: Haec adjuvant in oratore lenitas vocis, vultus pudorio significatio, verborum comitas. Si quid persequare acrius, ut invitus et coactus facere videare. San Agustín, IV De Doctrina Christiana, caps. XVII y XVIII, refiere por de Tulio que, cuando enseñamos, ha de ser en voz baja, como narrando, cum aliquid laudatur aut vituperatur, temperate [con voz moderada]; pero cuando se han de reprender vicios rebeldes, dicenda sunt granditer et ad flectendos animos congruenter [hay que levantar el tono de la voz y hablar con imperio para rendir los corazones]. Léanse estos dos capítulos citados de San Agustín con los tres que se les siguen. A lo menos en tiempo del rey, que está en el cielo, o porque la capilla era pequeña, o porque así su Majestad como sus privados todos acostumbran a hablar pasito, o por las razones que quedan dichas, siempre vi que cansaban los predicadores que daban gritos; y del que ni gritaba ni hacía meneos vehementes, solía decir una persona real: «Fulano ni nos cansa ni se cansa».

Al principio del sermón, començar la voz algo baja, parece bien, porque parezca que se entra con temor y vergüenza, que desto se preciaba Tulio, y a veces fingía que se turbaba, enseñando que los oradores, nisi timide ad dicendum accedunt et in a exordienda oratione perturbantur, paene impudentes videntur. Tómense ésta los que entran deslavados y sin paño o como atruhanadamente. Hasta dos o, a lo menos, tres períodos se ha de ir subiendo la voz poco a poco, hasta quedar en el punto que ha de durar por todo el sermón. Tulio, III De Oratore, dice: In omni voce est quoddam medium, sed suum unicuique voci. Hinc gradatim ascendere vocem utile et suave est, nam a principio clamare agreste quiddam est. Al acabar del sermón, se han de apresurar y levantar y avivar las acciones y tonos algo más, con que las últimas cuatro o seis palabras han de ir quebrando y blandeando, de manera que se conozca que ya para la carrera; y, diciendo gracia y gloria, se ha de decir en tono muy bajo: Quam mihi et vobis, etc., o Ad quam nos perducat, etcétera. De manera que se acabe en el tono que se comenzó a proponer el tema, y no, quedando el grito alto y ahorcado. Cuando el organista va acabando, aunque yo no soy músico, luego lo echo de ver, porque va haciendo ciertas cláusulas, que ellas mesmas dicen que ya va parando. Y aun al acabar una consideración y un punto della, tampoco se ha de quedar la voz colgada en punto alto, sino tener, siquiera en la última sílaba, un poco de quiebro, que sirva de punto y señal que aquello se acaba y quiere entrar otro.

Cerca del torrente o priesa o espacio con que se ha de predicar el sermón, se ha de advertir que, como en el escrebir hay sus puntuaciones: coma, collón, periodus; así ha de pausar también la voz entre una consideración y otra, hasta tres o cuatro compases; entre un lugar y otro, o una razón y otra, de las de cada consideración, un compás, porque ir el sermón de todo tirado, como oración de ciego, y de carretilla, sin pausas ni descansos, aunque lo haga un buen predicador que tiene buen lugar, no se sufre hacer. Y quien quisiere ver esto excelentemente tratado y probado, lea toda la epístola 40 de Séneca, que trata de sólo este argumento; y no la quiero trasladar por no hacerle agravio; pero diré dos o tres bocaditos della. Dice, pues, que la oración perennis sit unda, non torrens, y de Fabiano, gran orador, dice: Disputabat expedite magis quam concitate, ut posses dicere facilitatem esse illam non celeritatem. Y cierra la epístola diciendo: Summa ergo summarum haec erit, tardiloquentem esse jubeo. Vale.

No puedo dejar de poner aquí una advertencia del Padre Francisco de Borja, que habiendo sido Duque de Gandía, fue después General de la Compañía de Jesús, en un tratado que hizo de enseñar a predicar, y es: que en las reprehensiones, aunque muchos proceden excitando la cólera y riñendo; pero es más acepto y acertado proceder por vía de lástima y como condoleciéndose, como, para reñir a un ambicioso, un predicador diría: «Lucifer, loco, mal cristiano, ¿en qué andas perdiendo tiempo sirviendo al mundo? Él te entregará al demonio. Aquí quieres lugares altos; en el infierno te verás pisado y arrastrado», etc. Otro diría, por vía de lástima: «¿En qué andas, cristiano? Profesor de la ley de Cristo humilde, nacido en un pesebre y muerto en una cruz, ¿cómo traes ocupada en viento y burlerías un alma capaz de ver a Dios y reinar con Él? ¿Cómo, habiendo honra, te andas tras de hojarascas?, etcétera. La primera manera de reñir es mejor para gente popular, que se asombra con enojo, cólera y voces. La segunda es mejor para palacio, para auditorios de consejeros y gente por la mayor parte noble y de buenos entendimientos. Una palabra áspera, cuando se viene nacida, no ha de faltar de cuando en cuando; pero, de ordinario, mejores son, para auditorios nobles, razones lastimeras, sin cólera, sino con quiebro y mansedumbre de voz.

Confieso que esto de predicar sesgo y manso, sin levantar voces ni hacer vehementes meneos, no es para todos naturales. Unos tienen gracia y energía, hablando manso; otros, si hablasen así, se les helaría todo en la boca, y no habría quien los oyese. Paréceme, pues, que se probase cada uno primero a predicar así pacífico y sosegado, y, si perseverando en esto, todavía pareciere frío, anden las acciones vehementes de voz y cuerpo.

Téngase gran cuenta con la calidad del auditorio para el modo de decir con áspera o blanda voz, áspero o blando, suave y sumiso modo de reprehender; que en este sentido declara un hombre muy docto aquello de Esaías: Quasi tuba exalta vocem, tuam, donde el hebreo, en lugar de exalta, pone un verbo que quiere decir entonar. Pues luego, como la trompeta no se tañe siempre en un punto y tono, que diferentemente suena para el juego de cañas o para un rebato, que en una procesión de disciplinantes; así, conforme el auditorio, se ha de templar la voz y modo de reprehender. Al vulgo, a gritos y porrazos; al auditorio noble, con blandura de voz y eficacia de razones; a los reyes, casi en falsete y con gran sumisión.




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Capítulo V

De las acciones del cuerpo, o gestos o meneos


Ha de estar el cuerpo del predicador derecho, y no echado de pechos sobre el púlpito; vuelto el rostro al medio del auditorio, si es posible de medio a medio, porque desta manera le oyen los de los lados, y si se vuelve a uno de los extremos, le pierden los del otro. Bien se sufre ladear a veces la cabeza a un lado y a otro, como quien vuelve los ojos; y se debe hacer porque parezca que se habla con todos, y no como ciego, mirando de hito en hito a sola una parte; mas hase de hacer, sin volver todo el cuerpo ni las espaldas, sino templadamente los ojos y cabeza, teniendo la principal mira al medio.

Las acciones no han de ser vehementes ni descompuestas, hundiéndose en el púlpito, braceando apriesa, etc.; ni han de ser muy tibias, sino medianas, graves y naturales, como cuando se habla por acá fuera de negocios de veras, procurando persuadir o declarar algún negocio en que nos va mucho. Tulio, III De Oratore, trae un ejemplo: que como el color que parece bien no es del arrebol que se pone postizo, sino el de la sangre interior que naturalmente parece que quiere reventar, de manera que por medio de la tez blanca hace color de rosa; ita venustatis oratoriae color, non fuco illitus, sed sanguine diffusus esse debet. Los colores retóricos y acciones son hermosos, si son naturales o casi naturales; pero, si parecen afectados, también los predicadores parecen afeitados. No se hagan gesticulaciones menudas, como si decimos que uno se rascaba, no se ha de rascar el predicador, para darlo a entender. Si decimos que llegó a Cristo un cojo a pedir salud cojeando, no ha de hacer el predicador meneos de cojo. Si se trae una comparación de los que se acuchillan, no se han de dar tajos ni reveses, ni abroquelarse en el púlpito. Diciendo: «No se les da una castañeta o una higa para vuestra hermosura» ni ha de sonar la castañeta ni parecer la higa, conforme al precepto de Horacio:


Non tamen intus
Digna geri promes in scenam multaque tolles
Ex oculis [quae mox narret facundia praesens].



De manera que no se han de hacer acciones de representantes, sino representar grave y modestamente. Tulio, I De Oratore: Nemo suaserit studiosis dicendi in gestu, dicendo histrionum more laborare.

La cabeza nunca se ha de menear, que desvanece al predicador, y a veces al que mira, y aun le divierte. A mí me maravillaba mucho un predicador que, dende el principio al fin del sermón, siempre estaba meneando y doblegando la cabeza de un hombro a otro. No se han de jugar los artejos de los dedos, que a veces se hacen señales harto feas meneándolos, sino toda la mano junta, salvo, cuando mucho, para una aseveración, alzar el dedo índice solo. Tulio, III De Oratore: Manus minus arguta, subsequens verba, non exprimens. Las manos han de estar abiertas, nunca a puño cerrado, si no fuese para significar algo, como a un hombre duro y avariento. Todas las acciones se han de hacer con el brazo y mano derecha. Las exclamaciones y admiraciones se pueden hacer con ambos brazos abiertos o ambas manos juntas. El brazo izquierdo nunca ha de hacer acción, sino cuando repudiamos o desechamos alguna cosa; que semejantes razones se suelen decir y señalar con un desvío del brazo izquierdo. Jamás se han de dar coces ni sonar los pies en el púlpito. Con las manos se puede dar una palmada, una con otra, o dando con la derecha en el púlpito. Pero esto de las palmadas ha de ser de cuando en cuando, cuando se hace el fin de la cláusula con admiración, o se acaba de decir alguna cosa dificultosa o espantosa, o cuando parece que concluisteis al auditorio con una razón sin respuesta. No es uso plático, cada vez que se nombran JESÚS o MARÍA, quitar el bonete, porque hacen lo mismo los oyentes, o suelen divertirse los unos y los otros. Basta la primera vez que se nombran al principio, hacer esta justa y devota ceremonia.

No toser, ni escupir o limpiar el sudor en medio del sermón, suele ser alabado en algunos predicadores; y, en verdad, que parece bien, porque lo contrario, especialmente, si es a menudo, interrumpe y divierte o cansa. Pero, como la necesidad del natural de cada uno le obligue a acudir a ella, no se puede dar en esto regla cierta. Yo debo de haber predicado más de cuatrocientos o quinientos sermones, y no debo de haber escupido en los diez dellos, porque no he tenido necesidad. Antes me ha acontecido muchas veces subir al púlpito con catarros o corrimientos y purgación dellos, y, en començando a predicar, suspenderse el purgar, como con la mano. Por ventura, con el movimiento o calor, se baja todo al estómago. Pero habiendo necesidad, cada uno acuda a la suya; y el que suele padecerle, debe, antes de comenzar el sermón, tener sacado el pañuelo; que después, a medio predicar, embaraça el sacarlo y a veces el buscarlo. Tengo por buen remedio, para no escupir, predicar en ayunas; que habiendo almorçado (harto pocas veces tengo experimentado) luego es el corrimiento.

Aunque no se sude mucho, es menester mucho abrigo, al mismo punto que el sermón se acaba, cuando están los poros abiertos; y de ahí a medio cuarto de hora ya es tarde. Yo, con no sudar casi nada, si no me abrigo luego y aun si por todo aquel día me da aire conocido, de contino me acatarro. Por esto dice bien Crisólogo, al principio del sermón cincuenta y uno, que no se ha de predicar en el estío, hasta el otoño que ya se suda menos y hay menos peligro; aunque el santo da otra causa: que, con el concurso de gente en tiempo caluroso, se suelen engendrar enfermedades; pero yo digo que por lo menos al predicador sudado, y no abrigado, se le pueden temer un catarro y un costado, y aun yo he visto perlesía repentina.




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Capítulo VI

De la memoria


Muy necesaria es al predicador la buena memoria, a lo menos aprehensiva; que la retentiva para mucho tiempo no importa tanto. Tratan desta parte los retóricos, de quien se pueden tomar las reglas necesarias; aunque, como refiere Tulio, III De Oratore, Temístocles prometió a uno darle una arte de memoria, y preguntando ¿cuál era?, respondió, que acordarse de todo. Porque, realmente, la mala memoria es una llaga incurable; aunque está menos enconada y dañosa con algunos documentos. El mismo Tulio dice que Simónides inventó la arte de la memoria y las reglas para tenerla. Las principales son las siguientes.

La memoria, como todas las demás cosas, crece cultivándola y ejercitándola; y, si se pasa mucho tiempo sin tomar de memoria, suele después ella dar una coz o hacer un tiro.

El buen orden y distinción metódica en lo que se ha de decir ayuda mucho, así a la memoria como al entendimiento. Y en esto de la distinción, advierto que no se divida una cosa en muchos miembros, a lo menos no se proponga: «trataré cinco cosas o seis puntos», etc; o, «esto probaré por cuatro razones»; o, «tal animal, o tal cosa tiene siete propiedades»; porque, si se propone esto así, va la memoria cuidadosa de llenar el número propuesto, y suélese olvidar algún miembro del número que se propuso, y con el olvido túrbase el predicador o piensa en ello, y con esto suele huir de la memoria todo lo demás. Hasta dos o tres, a lo más, pueden ser los miembros que se proponen, porque hasta ese número casi nunca se olvidan.

Ayuda mucho a la memoria el escrebir el sermón por su orden, y mucho más por sus pulgares; que los que no escriben o escriben en cifras, y no con distinción, no puedo entender cómo lo recogen en la memoria, para decirlo por orden. Tulio, I De Oratore: Caput autem est quam plurimum scribere, stilus optimus ac praestantissimus dicendi effector ac magister. Y más abajo: Qui a scribendi studio ad dicendum venit, hanc habet facultatem, ut etiam si subito dicat, tamen illa quae dicantur similia scriptorum esse videantur, atque etiam, si quando in dicendo scriptum attulerit aliquid, cum ab eo discesserit, reliqua similis oratio consequetur. Y trae ejemplo del barco que, movido con los remos, aunque se deje un poco de remar, anda el barco un rato sin ellos.

La hora de la mañana, en ayunas, antes de entender en cosa temporal ni hablar con nadie, es la mejor para decorar.

También es bueno poner en las márgenes alguna señal, como cifras de lo que va escrito en frente dellas, como echar unas rayas por debajo de los latines; a cada principio de consideración ponelle su señal; alguna vez los nombres de los autores que se citan; el nombre del animal o cosa de quien se trae comparación. Hase de escribir dividido por párrafos, cuando mucho, de quince o veinte renglones. Y yo he hallado por muy provechoso para mí memoria escrebir en planas grandes de medio pliego y no en cuartilla, porque vienen a ser pocas las hojas escritas, y la memoria, al decorar y al repasar y al decirlo, claro está que va volviendo entre sí sus planas y sus hojas, y si son pocas, no se confunde, como lo hace mi memoria, si son muchas.

Al decorar el sermón, es bueno leello una vez todo entero muy despacio, que suele durar más de hora y media; y luego en una cuartilla de papel sacar los latines más largos, porque se puedan leer más veces de por sí, pues tienen más dificultad de aprenderse. Después se va leyendo, por párrafos, sola la introducción, y pónense, casi en cifra, los puntos della en un papel aparte; y luego se va haciendo lo mismo en las demás consideraciones, decorándolas y cifrándolas una por una. Esto es lo que a mí me basta para que luego al punto lo repase, como recogido todo en la memoria. Vuelvo a ver por la cifra si se me olvida algo, y hago reflexión para encajarlo en su lugar en la memoria. Con esto lo dejo olvidar hasta la madrugada antes de predicallo; que entonces lo digo con sola la imaginación muy distinto y despacio, y allí se perficionan y conciertan mejor las palabras y razones, y se afina el acomodarlas al auditorio. Sobre esto, conforme al consejo de Aristóteles, es bueno dormir un poco, y en dispertando, no curar más del sermón, que luego él se viene en el púlpito; que, si se va con algún miedo de olvidarlo, el mismo miedo turba, divierte y suele causar olvido; y si se va con descuido, se dice, como si se leyese por el papel, representándose allí, casi visiblemente, los párrafos, las señas, las vueltas de planas y hojas, sin errar palabra.

Mejor es decorar leyendo y viendo el papel que no oyéndole leer a otro, porque son dos a fijarlo en la memoria, ojos y oídos, entrando especies de lo escrito por ambos sentidos.

Sumamente importa haber muy bien entendido, y penetrado y héchose señor de las cosas que se han de decir, para que no se olviden; que, si se aprende una metafísica o sutileza de medicina o astrología, que no se entiende, nunca se fija bien en la memoria.

Daña a la memoria y cánsala decorar los sermones de verbo ad verbum, como lo hacen algunos a quien tengo harta lástima. Yo en un año entero no tomaría un sermón por este camino. San Agustín, IV De Doctrina Christiana, cap. X, prueba que no se han de llevar de memoria las palabras formales, porque, como el auditorio, por la mayor parte, es rudo, es menester decirle la cosa con muchas maneras, hasta que con algún ademán, que suelen hacer, echa el predicador de ver que lo han entendido. Y dice San Agustín discretísimamente que, si el predicador está atento, luego echa de ver que no entienden lo que se dice, en ver que están suspensos; tienden lo que porque dice que, en sosegándose con acabarlo de entender, naturalmente hacen alguna seña, por donde se echa de ver que se ha quietado por haberlo entendido. Esta repetición de decir las cosas por varias maneras, para que se entiendan, advierte allí el Santo Doctor que ha de ser en pasos delicados, sutiles y dificultosos; que en cosas claras es cosa cansadísima, cuando se hace más que proponerlas media vez. Harto pocas veces son las que yo he procurado llevar algunas palabras formales de memoria, porque parecían bien así compuestas; pero nunca jamás las he podido decir arreo, sin que se me trastrueque alguna. Y así no hay sino decorar las cosas escribiendo, leyendo y pasando con la imaginación las palabras mejores y más compuestas que se pudiere, y con esto ir sin cuidado, sino sólo de decirlas con las que allí se ofrecieren; y con esto casi las mismas que se leyeron e imaginaron se vienen a decir y pocas más o poco diferentes.

Últimamente ayuda a la memoria ir muy atento y dentro de lo que se ya diciendo, cuando se predica, de manera que vayan todas las potencias actualmente atentas e intentas sin atender al auditorio, si nos oyen, si nos aplauden, si se van contentando o no; y mucho menos irnos escuchando y haciendo actos reflejos el predicador sobre si o sobre lo que va diciendo, que todo esto divierte y hace olvidar, como lo afirma San Agustín, IV De Doctrina Christiana, cap. III. Yo suelo ir, tan intentas todas las potencias en lo que voy haciendo, que rarísimas veces oigo si llora el muchacho, si ladra el perro, si tañeron la campana o dieron un golpe; y si veo que el auditorio se inquieta con algún ruido destos, desto no me inquieto yo, y suelo decirles: «Sosegaos, no os alborotéis, que yo no me alboroto de aquello». Y es así; porque si acontece algún ruido, yo le llevo mayor metafísicamente con mis potencias y atención, y así no oigo lo de fuera ni me divierto. Verdad es que, si veo que hablan o se duermen, esto, por ser culpable, me inquieta un poco; que los ruidos naturales, o acaso, no los oigo, y no curo dellos, y con esta gran atención de potencias e intensión de sus actos, que llevo; aunque piensan, y parece y dicen que no me canso, quedo, cuando acabo, tan laso y molido, como si hubiera dado muchas voces y hecho grandes meneos. Y cierto que, aunque no lo quieren creer, quedo cansadísimo en el cuerpo del cansancio y fuerza que han hecho las potencias intelectivas y sensitivas. Y porque agora también voy ya cansado de escrebir este tratadillo, y también lo irá quien lo hubiere leído, quiero cerrarlo aquí con una advertencia sola, y es: que después de todo cuanto queda dicho, lo que importa es tener natural de predicador, y con el natural a propósito, estudiar el arte y reglas que se han dicho o que mejor parecieren, no fiándose de lo uno sólo.


Ego nec studium, sine divite vena
Nec rude quid prosit video ingenium,



dijo Horacio.

Preguntó una persona a otra, que traía muy lindas manos, qué se ponía en ellas. La otra le respondió, y no de ignorante, que anillos y guantes. Y preguntándola más claro, qué se hacía para tener buenas manos; respondióla refiriéndole algunas diligencias que hacía para el propósito, diciéndola: «Esto es lo que vuesa merced ha de hacer y, sobre todo, tener buenas manos, porque, si no las tiene buenas de suyo, con todo esto y otro tanto no se le pondrán buenas; pero, siendo ellas buenas, con esto se le pondrán mejores». Así digo yo que, para predicar bien, es menester salir un hombre del vientre de su madre con don de predicador, y si no, toda esta arte ni cuantas hay escritas le pueden hacer buen oficial; pero al que naciere con ella le harán mejor, y al que no, menos malo. Tulio, I De Oratore: Sunt autem quidam ita naturae muneribus in iisdem rebus habiles, ita ornati, ut non nati, sed ab aliquo deo ficti esse videantur. Estos tales habían de ser buscados y, aunque les pesase, hacerlos predicadores; que es lastimosa cosa ver lindos naturales mal empleados, como los de algunos representantes perdidos en aquella burlería. Vuelvo a Tulio, que refiere de Roscio: Caput esse artis «decere», quod tamen unum id esse, quod tradi arte non potest.






 
 
LAUS DEO
 
 


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