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Azorín y Miró

Mariano Baquero Goyanes





Me propongo realizar en estas páginas un breve estudio paralelo de dos grandes prosistas levantinos, Azorín y Miró. Intentaré analizar algunos aspectos temáticos y estilísticos de ambos escritores, comparados y estudiados conjuntamente, no porque quepa considerar gemelas sus creaciones, sino porque, a despecho de las grandes diferencias, cabe buscar en ellas aproximaciones y contactos. Por otra parte, el estudiar conjuntamente a Azorín y Miró no supone una excesiva novedad. Otros críticos lo han hecho antes, entre ellos Jorge Guillén.


ArribaAbajoCastilla y Levante

Suele aceptarse como diferenciación previa entre Azorín y Miró la de que, sin ser el primero infiel a su tierra, en el amor y en la expresión literaria, se convirtió -hombre típico de la generación del 98- en descubridor y cantor del paisaje de Castilla, en tanto que Miró apoyó sus descripciones siempre en la geografía alicantina. Entiéndase bien que esta diferenciación, muy al uso, no supone en las páginas azorinianas olvido o ausencia del paisaje levantino, sino únicamente su no exclusividad, su convivencia afectiva, literaria, con el paisaje castellano, que, en la obra del autor de Los pueblos, es el paisaje clave, el más cargado de resonancias históricas, el más susceptible de ser interpretado noventayochistamente. Castilla para Martínez Ruiz, levantino, como para Antonio Machado, andaluz, no es un paisaje más; es el paisaje español, esencial, puro y trágico. Andalucía, para Machado, es casi, en su poesía, un recuerdo de niñez, de rumores de fuentes, de canciones infantiles, de olor a limonero y patio fresco; como el paisaje levantino, para Azorín, es también una estampa llena de luz y de gracia, de bellos recuerdos de las tierras monoveras, de Elda, de Petrel, de los naranjos de la huerta valenciana: un colorido conjunto que contrasta con el más escueto en color y duro en líneas de Castilla. Ésta, para el otro Machado, Manuel, será, vista a través de Rodrigo Díaz de Vivar, «polvo, sudor y hierro». Valencia, en cambio, será para Azorín, vista a través del mismo héroe, «la Valencia del Cid y de las flores». Frente al paisaje del destierro, el de la huerta florida. Son dos claves españolas, dos claves de Azorín y de Miró, dos claves de la generación del 98. Es cierto que no todo son flores en el paisaje levantino, y por eso Sigüenza -sensibilidad y voz dolorida de Miró- va recogiendo en su caminar estampas de crueldad, de sufrimiento, de miseria moral y física. Ese dolor de Sigüenza -con una raíz noventayochista- resalta vivamente sobre un paisaje de signo casi paradisíaco, que parece oponerse a toda idea de angustia o maldad. Paisaje levantino y sufrimiento humano se oponen en un contraste violento y significativo como el de la delicia de la naranja que un legionario romano muerde en las Figuras de la Pasión, goteando su zumo sobre la úlcera de un niño. Llaga y fruta aparecen contrapuestas con una intención semejante a la que mueve a Miró a situar el dolor de El Obispo leproso frente a la intensa fragancia de los limonares de Oleza, o, en general, a disponer escenas de crueldad, de miseria humana -pastores lascivos y sanguinarios, leprosos, ruralismo hosco- sobre un paisaje que se diría hecho para el amor y la alegría. De esos contrastes extrae Miró gran parte de su fuerza expresiva.

El Levante de Azorín, como la Andalucía de Antonio Machado, por estar vistos literariamente, más desde el recuerdo que desde la inmediatez temporal-espacial, aparecen cargados de un cierto sentido mágico; paisajes adheridos afectivamente a ideas de niñez y adolescencia, y, por lo tanto, depurados de excesivos asideros reales. No es que éstos falten en Azorín, que tan bellas, nítidas, concretísimas descripciones nos ha dejado del paisaje y los pueblos levantinos. Lo que quiero decir es que, frente a éstos, la afectividad del escritor parece estar dispuesta siempre a proyectarse en un sentido positivo, amoroso, embellecedor. En cambio, frente a Castilla, frente al paisaje y los pueblos castellanos, aunque no falte amor en Azorín, lo encontramos mezclado a la angustia y al sentido crítico. Castilla es España, la doliente España que ven los hombres del 98, y es también encarnación poética del misterio del tiempo. Son preferentemente los paisajes castellanos, las viejas ciudades y pueblos castellanos, los que parecen invitar a Azorín a meditar sobre el tiempo y la eternidad.

Azorín se sirve de los dos paisajes-claves de sus obras, el natal levantino y el castellano, incorporado por razón de amor y de historia, de una manera tan lírica, subjetiva, afectiva como pueda servirse de motivos y temas literarios -Calixto y Melibea, Tomás Rueda, Don Juan- o como pueda servirse, incluso, de colores, de palabras, de determinados giros expresivos. Todo es estilo en Azorín; es decir, todo es vivencia afectiva, intimidad, persona.

El paisaje -ha dicho Azorín- somos nosotros; el paisaje es nuestro espíritu, sus melancolías, sus anhelos, sus tártagos. Un estético moderno ha sostenido que el paisaje no existe hasta que el artista lo lleva a la pintura o a las letras. Sólo entonces -cuando está creado en el arte- comenzamos a ver el paisaje en la realidad. Lo que en la realidad vemos entonces es lo que el artista ha creado con su numen.



Levante y Castilla son, por tanto, Azorín mismo; son dos expresiones, dos modos de mirar azorinianos dentro de una compacta unidad afectiva, estilística. Un mirar -el levantino- tiende hacia el recuerdo, la evocación mágica, la delicia de lo pulcro, lo luminoso, lo casi paradisíaco. Otro mirar -el castellano- tiende hacia otras bellezas, otros valores, descubre otros rincones de la intimidad del escritor, proyectada ahora no hacia el pasado suyo, personal -infancia, adolescencia-, sino hacia el pasado en sí, abstracto, encarnado en las viejas lomas, las viejas piedras de Castilla, hacia la inquietud del tiempo y de España. El paisaje de Levante es más Azorín. El de Castilla, más España. Uno y otro son expresión de la personalidad de Martínez Ruiz; pero en tanto que el primero expresa fundamentalmente al propio Martínez Ruiz, el ligado a su tierra, la de sus padres, a su yo más íntimo y familiar, el otro paisaje, el castellano, expresa la personalidad de Azorín en conexión con la historia de su Patria y con el presente mismo de ésta, con su generación; la personalidad de un Azorín maduro, que ha sabido encontrar su destino y el de la España de su tiempo en el latido profundo de cualquier viejo pueblecito castellano.

Este desdoblamiento visual que, como ya he dicho, no excluye una última unidad temática, estilística, contrasta con el exclusivismo paisajista de Miró. En su obra, el paisaje levantino lo es todo: decorado, tema, hombres, estilo. Y hasta un punto tal que, cuando el escritor quiere saltar a un paisaje nuevo, distinto, lejano geográficamente, el de la Palestina de las Figuras de la Pasión del Señor, se sirve, como es sabido, del paisaje oriolano. («Jerusalén, tostadita de sol como su Oleza», dice en El Obispo leproso.)

En esta metamorfosis levantino-palestiniana hay que ver algo más que un truco o artificio de escritor intuitivo y sensible. Miró identifica las palmeras y los blancos terrados de su paisaje, de los pueblos alicantinos, con las palmeras y las blancas azoteas de Jerusalén, no sólo para obtener así un efecto de verosimilitud geográfica, descriptiva. La verdad es que Miró lleva en su retina incorporado el paisaje alicantino. No fue únicamente la mirada sensible y alerta la que enseñó a Miró a identificar el rostro de su tierra con el de Palestina. Fue fundamentalmente su corazón. Las palmeras, el vuelo de unas palomas, el sol ardiendo en la blancura de unas casas o en el espejeo de unas cúpulas, fueron sólo plásticas incitaciones que actuaron sobre el corazón del escritor para moverle a una transposición de paisajes y hacer que, sobre el recuerdo de unas procesiones, de una doliente y encendida Semana Santa levantina, pudiera surgir el drama mismo de la Pasión entre el rumor de las palmeras y de las acequias de su tierra.

Ha sido el propio Azorín el que, en un inolvidable capítulo de Superrealismo, ha identificado bellamente al autor de Años y leguas con el paisaje levantino:

Gabriel Miró -dice Azorín-, atento y meditativo; Gabriel Miró, que es como una montaña, como un río, como un valle de la provincia de Alicante; Gabriel Miró, elemento geográfico de esta tierra. Su atención, su escrupulosidad. Elemento geográfico; la geografía sentimental, subjetiva, tan diversa de la objetiva, la científica, la que reduce todo a cifras, diagramas y cuadros de líneas horizontales y verticales. La geografía de la provincia de Alicante; dividida en dos regiones la provincia: una, la lindante con Valencia; otra, la que está en los confines de Murcia y Albacete. La de Gabriel Miró es la primera; lo que se llama la Marina. El Alicante que primero se ve llegando de Madrid, en tren y en automóvil, es la parte donde están Villena, Sax, con su castillo; Elda, dominada por la sierra del Cid; Monóvar, Novelda. Castillo en Villena; castillo en Sax, de paredones dorados, de un oro coronado, intenso, de un oro rojo; castillo en Elda; castillo en Monóvar, restos de castillo, muros recios, obrados por los moros; castillo en las proximidades de Novelda. ¡Qué lejos está la Marina! Tan cerca de esta parte de Alicante y tan remota. Esta parte con emanaciones de Castila, a través de la Mancha; la Mancha quijotesca muy próxima.



(Obsérvese en estas líneas la impregnación castellana de Azorín, tan intensa, que le lleva a destacar en tierra alicantina como lo más notable una enumeración de castillos, y a ver en toda esa geografía, distante y próxima a la Marina, una emanación, una prolongación de Castilla. Azorín, nacido en Monóvar, en esa zona que él considera fronteriza, tránsito entre la austeridad castellana -simbolizada en el ademán bélico de las fortificaciones- y la sensualidad levantina -significada en la blandura azul del mar-, pudo llegar a ser el admirable cantor de dos paisajes. Sólo el segundo, el de la Marina de Alicante, es el que parece definir a Miró.)

La Marina -sigue diciendo Azorín- con efluvios de la querida Valencia; la Valencia del Cid y de las flores. A lo lejos, el gesto lento de Miró [...]. Alicante, con la banderita blanca y azul de su matrícula es Gabriel Miró. Benidorm, Altea, Villajoyosa, toda la Marina, es Gabriel Miró. Y la mano de Miró que se ha extendido también hasta Orihuela. Orihuela y su huerta. Opulenta y religiosa. Calles estrechas y catedral diminuta. Naranjales; follaje oscuro y bolitas múltiples de oro.



Concluye Azorín este capítulo de Superrealismo diciendo:

En la capital, la banderita blanca y azul. Gabriel Miró, ensimismado allá lejos; lejos de la Peña del Cid. Gabriel Miró que, en silencio, como en un sueño, va pasando las manos por su querido Alicante. En las blancas páginas, que poco a poco dejan de ser blancas, la letrita menuda, fina, letra del siglo XVI, de Gabriel Miró. Todas las cosas de Alicante, del Alicante de la Marina, depositadas con amor en esas cuartillas. Y un estilo sabroso, suculento, sensual. Estilo que es la sensualidad del paisaje de la Marina; paisaje mediterráneo, en que la sensual Valencia ha puesto su sello, dulce y blandamente. Con la caricia del deseo y del amor.



No cabe más estrecha compenetración entre paisaje y hombre que la que Azorín ve entre Alicante y Miró. El autor de Superrealismo pone toda su levantina emoción en ese recuento de pueblos, en esa evocación de una tierra que es la suya y a la que ahora se siente ligado no sólo por ese lazo natural, sino también por el literario, artístico de la obra mironiana. En ésta, cualquier lector podrá descubrir, tras el brillante incendio de luces, colores, sensaciones táctiles, olfativas, auditivas, un cierto repertorio de preocupaciones éticas, nacionales, religiosas, que, sin ser suficientes para incluir de lleno a Miró en una línea ideológica noventayochista, sí hacen de él algo más que ese hombre de una sola pieza llamada sensorialidad, en el que algunos, tal vez, crean aún. No; Miró no es sólo un haz de sentidos vigilantes y temblorosos ante las sensaciones, ruidos, caricias que emanan de un paisaje. Miró es también ese preocupado Sigüenza, un poco quijotesco, que constantemente choca con la realidad y que, sobre todo en Años y leguas, siente la angustia y la inquietud del tiempo, acercándose, pues, al que es bien conocido «leit-motiv» de la obra azoriniana.




ArribaAbajoCampo y ciudad

De una u otra manera, siempre cabrá percibir, en la obra de Azorín y Miró, afán de belleza y gran amor por la tierra, profundo sentimiento del paisaje. Es precisamente este sentimiento el que explica la presencia en algunas páginas de Martínez Ruiz, y sobre todo de Miró, de un tono calificable casi de fernancaballeresco.

El gran amor de Cecilia Böhl de Faber, Fernán Caballero, por la tradición, la vida campesina, la contemplación de la naturaleza no invadida por la mano y la técnica del hombre, hizo que en el siglo pasado, desbordada por el positivismo al uso la nostalgia casi romántica de Cecilia, pudiera usarse el término fernancaballerismo para designar, como la Pardo Bazán hizo alguna vez, ciertas ideologías o actitudes sentimentalmente retrógradas. Maldecir del arado porque arrancaba las florecillas azules del campo era, según la Pardo Bazán, un fernancaballerismo.

Fernán defendió y exaltó la vida campesina -cayendo en la idealización excesiva- porque vio representadas en ella virtudes raciales en trance de desaparecer. Fernán recelaba de la civilización, del progreso, no sólo desde el punto de vista moral, sino también desde el estético, el que más nos interesa ahora con relación a Azorín y Miró. Así, en el relato Promesa de un soldado a la Virgen del Carmen, la autora comenta:

Esta nueva era acabará con el silencio y soledad del lugar, sustituirá en muchas casas techumbres de tejas a las de aneas; pondrá todo bonito, simétrico, renovado, pero el pueblo dejará de ser tan sencillo, campestre y rústico como hoy lo es, y, por lo tanto, no será ya tan poético para aquellas mentes que hallan la poesía y lo pintoresco campestre en lo natural, sencillo y rústico y no en lo ataviado.



Resulta curioso comprobar cómo, con una sensibilidad distinta, opuesta casi, y con distintas preocupaciones también, Azorín, y especialmente Miró, inciden, en ciertas ocasiones, en actitudes fernancaballerescas, al preferir el encanto de un paisaje no alterado por la técnica o la civilización, a la rotura de ese encanto provocada por la mano constructora del hombre, por la presencia de la carretera, del automóvil, del chalet burgués.

Ya en La voluntad, Azorín, por boca de Yuste, lanzaba estas lamentaciones tan próximas en su sentido a las de Fernán:

Y las viejas nacionalidades se van disolviendo..., perdiendo todo lo que tienen de pintoresco, trajes, costumbres, literatura, arte..., para formar una gran masa humana, uniforme y monótona... Primero es la nivelación en un mismo país; después vendrá la nivelación internacional... Y es preciso..., y es inevitable..., y es triste. (Una pausa larga.) De la antigua Yecla vieja, ¿qué queda? Ya las pintorescas espeteras colgadas en los zaguanes van desapareciendo..., ya «el ramo» antiguo, las azucenas y las rosas de hierro forjado se han convertido en un soporte sin valor artístico... Y este soporte fabricado mecánicamente, que viene a sustituir una graciosa obra de forja, es el símbolo del industrialismo inexorable, que se extiende, que lo invade todo, que lo unifica todo, y hace la vida igual en todas partes... Sí, sí, es preciso... y es triste.



Azorín, hombre de su generación, da un nuevo sesgo a la actitud nostálgica, tradicional, de Fernán Caballero, al admitir la inevitabilidad del progreso, de la unificación mecánica de todo. Es triste, pero es preciso. Si la sensibilidad del artista liga a Azorín a ese viejo mundo repleto de bellezas y de tradiciones a punto de desaparecer, la nota europeísta y abierta de la generación del 98, heredada de Costa, lleva al escritor a no hacer excesivos aspavientos frente a lo que viene de fuera. Pues -y en esto Azorín, como hombre del 98, se aparta totalmente de Fernán Caballero- no todo es belleza, bondad y pintoresquismo en la vida tradicional del campo, de los pueblos españoles. Hay también atraso, miseria, dolor, ignorancia, merecedores de queja y de condena.

Gabriel Miró gusta de los paisajes limpios, quietos, y por eso sufre al verlos desgarrados o alterados por la presencia de la ciudad en ellos en forma de balnearios, chalets, coches, excursionismo, carreteras...

En Dentro del cercado, se duele el autor, por boca de Laura, de la transformación de un bello paisaje, un denso bosque, en sanatorio-balneario. Lo que más duele a Miró -se ve en seguida- en esa transformación es el cautiverio del agua. El agua, uno de los grandes amores mironianos.

El pasaje de Dentro del cercado es el siguiente. Laura escribe a Librada, y le dice:

La sobrina heredera de este noble y grandísimo solar ha sido una vulpeja para los negocios. Vendió muy bien la herencia, y una compañía yanki ha trocado el señorío en sanatorio. Estas sociedades o compañías extranjeras son de una omnipotencia encantadora; lo mismo hacen maquinaria que salud... Estos bosques, que serían bravíos y libres, como los del Paraíso de nuestros primeros padres, están ahora muy podados y los han abierto para hacer avenidas enarenadas, donde hay bancos de piedra que llevan el nombre de algún médico famoso o amigo que aconseja estas aguas y este hotel a enfermos ricos. Las fuentes que antes correrían entre peñas y hierbecitas haciendo ese estruendo, o ese rumorcito de palabras encantadas que nos hacen sentir mejor el silencio del campo, las pobrecitas fuentes tienen ahora un grifo terrible con llave y guarda jurado, y tubería que llega a los baños de pila y a las inhaladoras americanas, y allí han de curar con mucha obediencia y método y horario los males del hígado, de los bronquios, el reuma, la tisis.



Es fácil observar cómo, frente al tema del agua en cautiverio, el lenguaje mironiano se carga de diminutivos -hierbecitas, rumorcito, pobrecitas-, expresión de la densa afectividad latente en esas líneas.

En Años y leguas, el escritor lanza una queja semejante ante la contemplación de Benidorm, convertido en lugar de veraneo elegante:

Le parece a Sigüenza un pueblo reciente de pabellones de altos empleados de grandes fábricas. No hay fábricas; pero sus dueños han venido desde las ciudades después de la guerra europea, atravesando en sus automóviles los collados bravíos y las hoces abruptas de Aitana. Benidorm es el baño disantero de ricos en vacaciones. Delante del baño abren sus residencias de verano como una sombrilla de membranas recortadas; residencias que han trastornado la fisonomía originaria de Benidorm y la lengua de las gentes con las líneas apócrifas y el concepto de «chalet» de «t» repercutida entre los dientes lugareños.

La felicidad y la inocencia se han roto.



Pero son, sobre todo, las carreteras las que, en la obra mironiana, dan lugar a más lamentaciones y condenas de tono fernancaballeresco. Miró ve en las carreteras una ruptura del paisaje en un doble aspecto: el puramente visual y el simbólico. La carretera ensucia con su asfalto y el ruido de los coches la dulzura y la serenidad de la naturaleza. La carretera conduce a la ciudad, es decir, a la negación del campo, a su muerte. Por la carretera entra la ciudad en la naturaleza, conquista valles y bosques, mancha cielos limpios y verdes ternuras vegetales.

Ya en Del vivir asoma el odio de Sigüenza-Miró por las carreteras:

Despedazaban la piedra para la carretera que se construía; franja polvorienta que serpeando por el valle, subiendo el carrascal, precipitándose por las otras haldas, se arrastraría entre pueblecitos humildes, tan bellos ahora en su soledad y apartamiento.

Y Sigüenza creyó que el paisaje le miraba entristecido, como quejándose por anticipado de los rumores plebeyos, de las voces brutales, del chirriar de los viejos carros, del estruendo de la diligencia, crujiente, loca, cubierta con el descomunal sombrero de la baca... Sí, el paisaje mirábale pesaroso; iban a quitarle su calma, su distinción, su sueño.



En Años y leguas la amenaza latente se ha cumplido. Por la carretera ha entrado la ciudad en el paisaje, arrebatándole su calma, su distinción, su sueño:

Del turismo ha brotado el excursionismo. El pueblo más escondido, los campos más silenciosos, ya están a merced de un Ford bronquítico. Un día de fiesta, un automóvil de familia o de amigos, y ya la comarca que Sigüenza caminó a pie o en jumento y que le acogió en toda su pureza se queda desgarrada de bulla de ciudad; delante de todos los ojos jarana, júbilo colectivo, emoción en mangas de camisa o con guardapolvos de dril.



Y de Años y leguas es también este otro encendido pasaje:

Porque nada rae y encallece tanto el paisaje como las carreteras. La carretera es gente y arrabal, aunque esté solitaria. La carretera ya no es distancia, sino la medida de la distancia. Suprime un concepto de silencio, de clausura, de pureza que tenía cada rodal, cada instante del campo, siendo como era, guardado en sí mismo. Un tren interrumpe menos y promete más. Los carriles transpasan los campos con prisa y sutilidad. Brota la hierba, más dulce junto a las vías. Cuando el tren desaparece deja una emoción de países remotos. Es como una leyenda de civilizaciones, de hermosuras, que se comunica de cualidades agrestes. Después se queda el campo más hondo, más callado, más estático. La carretera siempre es la misma; es vecindad, y nada más promete el pueblo inmediato. De modo que, para Sigüenza, ese ruralismo de las carreteras con automóviles quita la intimidad de los lugares que vio, en otros tiempos, sin carretera.



En Azorín, el desdén por las carreteras va unido al amor por los viejos caminos rurales, elogiados así en el libro España:

Los caminos, los viejos caminos, hacen revueltas y eses entre los bancales. Viejos caminos, caminos angostos y amarillentos, ¿cuántas veces nos han llevado de niños por vosotros? ¿Cuántas veces, ya hombres, hemos ido por vosotros, y por vosotros hemos llevado nuestra tristeza, nuestras ansias y nuestros desengaños? Las carreteras son modernas y ruidosas, no tienen fisonomía, no tienen carácter. Vosotros, caminos estrechos, tortuosos y amarillos; vosotros, que lleváis en España -en la España castiza- la denominación de «caminos viejos» («el camino viejo de tal parte», «el camino viejo de tal pueblo»), vosotros sois un complemento de las viejas y nobles ciudades, de los viejos caserones, de las catedrales, de las colegiatas, de las alamedas umbrías y seculares, de los huertos cercados y abandonados.






ArribaAbajoElogio y reproche de la vida campesina

Tal es la doble actitud azoriniana frente al campo y la vida tradicional española. Por un lado, elogio unido a la lamentación de ver cómo se van perdiendo muchas de esas bellas tradiciones; por otro, crítica actitud noventayochista, que le lleva a desear aires nuevos, redención de la barbarie y el atraso, de todas las lacras y miserias del ruralismo español.

En Miró hay también elogio y reproche, ya que las bellezas del paisaje no ciegan al escritor para la percepción en él y en sus hombres, del dolor, de la miseria, de la crueldad, de la barbarie.

Ya aludí antes a cómo Miró encarece constantemente la belleza de la tierra levantina, no sólo por descripción directa de ésta, sino también por un procedimiento negativo, de contraste, al presentar leprosos, tullidos, seres deformes, moviéndose sobre esos cielos, esos verdes, esas aguas limpísimas, más entonces que nunca al resaltar su fresca, impoluta belleza junto al horror de la llaga o el gesto atroz. Lo humano es, en Miró, el contrapunto estético de lo paisajístico. Esa extraña simbiosis, tan frecuente en las obras mironianas, de naturaleza deslumbradoramente bella y hombres de piel corroída, de fealdad o de deformidad abominable, es la expresión de una sensorialidad exacerbada, agudísima, tanto para la percepción de lo feo como de lo bello, en apretado círculo, contradictorio y coherente a la vez, puesto que uno y otro valor, opuestos, quedan acendrados y exaltados por la misma fuerza del contraste.

Y esto ocurre en la obra mironiana, no sólo en un plano puramente físico, plástico, sino también en un plano ético, moral. La trágica paradoja que persigue Sigüenza, ya desde las páginas de Del vivir y luego en El libro de Sigüenza y Años y leguas, es la de cómo bajo cielos bellísimos, sobre tierras con aire y color de paraíso, cabe encontrar tanta miseria, tanta maldad, tanto dolor. Sigüenza tropieza constantemente con la desilusión, nuevo Don Quijote al que la belleza del contorno empuja a la persecución de la belleza total, ideal, fracasando en su empeño al chocar siempre con el dolor, la perfidia o la tristeza. Unas veces, esa desilusión es producida por el choque del afán de belleza con la realidad de la piel consumida del leproso; otras, por el incesante topar con la crueldad humana. Recuérdense en Del vivir escenas como la del suplicio del alacrán o la historia del padre que mata a su hijo. En El libro de Sigüenza encontramos episodios de crueldad como los del tiro de pichón, la muerte de un perrito ahogado, la de una rata, la de un cordero, etc. En Años y leguas, la muerte de unos aguiluchos, la de una tortuga, etc. Y fuera de estas obras, aún cabría recordar escenas muy significativas de crueldad humana para con los animales en cuentos como El señor maestro y Las águilas. En Las cerezas del cementerio se describe una pelea de gallos, la quema de un murciélago, etc. En El abuelo del rey, un palomo muere apedreado y unos polluelos de gavilán son quemados vivos. En Figuras de la Pasión se describe la crueldad de Barrabás con una araña.

Sigüenza parece fracasar siempre frente a ese mundo de la crueldad y de la barbarie campesina. Algunas de sus aventuras, de sus desilusiones, tienen evidente color quijotesco. Piénsese, por ejemplo, en aquel episodio de Años y leguas en que Sigüenza pretende capturar a alguno de los roders o bandidos, y cuando ha creído conseguirlo descubre -grotesco desenlace- que el capturado es un anormal, un pobre tonto.

De manera casi quijotesca parece comportarse también en alguna ocasión otro significativo personaje mironiano, el Félix de Las cerezas del cementerio. Hay en esta novela un pasaje revelador de la actitud fernancaballeresca que vengo comentando en Miró, referida ahora al choque -de raíz cervantina- del tema de la edad de oro con la brutal realidad cotidiana. Félix, entre los pastores, es -como el propio Miró declara- un recuerdo de Don Quijote entre los cabreros. Pero los pastores mironianos, más que a los atentos cabreros -quijotizados momentáneamente por la magia verbal del hidalgo-, se acercan a los pastores cervantinos -ladrones, groseros, gente brutal- del Coloquio de los perros. Véanse algunas líneas del pasaje de Miró con esa tan clara resonancia cervantina del choque entre idealismo y realidad, entre bucolismo utópico y ruralismo bárbaro:

Allegóse Félix y partió sus viandas con los rústicos. Ellos le dieron de su sopada, sentándole en una limpia piedra que tenían para majar el esparto de sus hondas y de sus rudas sandalias. Félix prefirió un dornajo, y parecióle que se alzaba una ideal figura mostrando un puño de bellotas a los hermanos cabreros. ¡Oh, poderoso ingenio, aquel que supo trazar la vida con tanta sencillez y verdad, que cuando nos hallamos en momentos que tienen semejanza a los del peregrino libro, acudimos al sabroso recuerdo de sus páginas para sentir la hermosura que vemos!

Durante el yantar estuvo Félix muy callado; pero no sosegaba de decirse que si la rusticidad de que participaba tenía siempre la gracia, la alegría y nobleza que allí había, por fuerza resultaba la «Cumbrera» una bienaventurada Arcadia. ¡Y sí que lo sería! Estos hombres se alimentaban de leche recién ordeñada, crasa, blanquísima, que no parecía sino hecha de pedazos de nubes. Emblandecían el pan dentro de esas celestiales espumas. Les rodeaban miles de corderos, blancura viva y donosa; los hondos pozos les deparaban la cuajada y deliciosa pureza de la nieve. No estaban de tránsito o de excursión en la montaña, sino que moraban sosegadamente en las soledades; y desde las eminencias y desde sus majadas, sin prisas ni recuerdos pecheros de la vida lugareña, podían contemplar las abiertas lontananzas, gozosas y magníficas de sol o bañadas de luna, que irá dejando prendido en las laderas un vaho misterioso de torrente. Estos hombres respiran los aires vírgenes, recién llegados del infinito, llenos del germen de la virtud y del olor de las matas de la sierra... ¡Oh, hermanos pastores, sanos, empapados de alegría, de inocencia, pujantes, bruscos, ásperos como los roquedales; pero, lo mismo que la peña, tendrán sus vetas, que dan jugo a las plantas y dulzura al arroyo que destila!...

Pues los hermanos pastores, después que saciaron su vientre con toda aquella blancura tan alabada de Félix, y avezados a su presencia, comenzaron a menudear chanzas y malicias. Hasta sus visajes más eran de plazuela y figón que de cumbre...



Tras describir Miró la baja lascivia, la torpe malicia de los pastores, completa la ruptura del sueño idílico de Félix con la aparición de la crueldad y de la barbarie:

Las risas se hicieron tabernarias; las voces, rugidos. De súbito, dos perros corpulentos se arrufaron siniestramente, disputándose las roeduras y los papeles pringosos del almuerzo de Félix. Se acometieron levantándose y abrazándose como dos hombres; aullaban de dolor al clavarse los pinchos de las carlancas. Los pastores les enardecían azuzándolos, les golpeaban con guijarros, ladraban broncamente los otros mastines; se oía el crujir de quijadas; plañían los ganados y la montaña semejaba trepidar.

Félix se maldecía, sorprendiéndose gustoso y conmovido de esa lucha. Les pidió que la acabasen. Entonces, aquel mozallón rijoso precipitóse rebramando sobre los mastines; sus zarpas agarraron la cabezota del más bravo; se la acercó; y abrióse la boca del hombre, profunda y horrenda como una cueva; sus dientes mordieron en las fauces y encías de la bestia, y la levantó zamarreándola espantosamente del morro.

Acudieron para arrancársela. Los labios y la barba del pastor manaban sangre de perro.



El sueño bucólico de Félix, el tema de la edad de oro, ha desembocado en una escena sangrienta, de corte casi naturalista.

Los narradores naturalistas destruyeron el viejo tópico, horaciano en su raíz, del menosprecio de corte y alabanza de aldea, al revelar que la maldad, los más perversos instintos, no son patrimonio del hombre ciudadano, sino que se dan también en el campesino en igual o mayor proporción.

Fue, sobre todo, La tierra, de Zola, la novela más revolucionaria en este sentido. En España, doña Emilia Pardo Bazán, que tantos cuentos gallegos escribió con campesinos bárbaros y crueles, expresó, sin embargo, su repugnancia ante los increíbles monstruos rurales que Zola presentó en la citada obra.

Parece evidente, en el caso de Miró, que, junto a su tonalidad impresionista o neomodernista, habría que señalar ciertos rasgos propios del naturalismo. La descripción en El libro de Sigüenza del sacrificio de un cordero sería un buen ejemplo:

Se oía el ruido de pellejo, de carne, de garganta, de tendones rotos, y en el lebrillo empezó a humear la sangre silenciosa y apretada. El recental tuvo una convulsión crispadora horrenda; aún quiso incorporarse con la cabeza caída, colgando, ensangrentada. Después se derribó y le rugía el resuello por la herida.



Hay en Del vivir descripciones de leprosos que cabría también considerar dignas de un escritor naturalista. Y lo mismo podríamos decir de comparaciones aisladas. Por ejemplo, ésta que se encuentra en Niño y grande: la de una «mano enorme y sudada como un trozo de res muerta».

Con todo esto no quiero decir que Miró sea un escritor encuadrable en una línea naturalista, pues en lo sustancial está en el polo opuesto de tal modalidad literaria. Lo único que pretendo insinuar es que, incorporados a la textura de su obra, a sus temas, a sus procedimientos descriptivos, cabe percibir rasgos y escenas naturalistas, como esa de la disputa de los perros separados por el pastor. Miró rompe el tema de la edad de oro, la ideal estampa bucólica soñada por Félix, con una violenta pelea que va a dar lugar a una confusión de hombres y animales muy intencionada y expresiva. Obsérvese que Miró señala bien explícitamente que los perros combaten de pie, «levantándose y abrazándose como dos hombres», primer indicio éste de la citada confusión. Después, al hacer uso el pastor de sus «zarpas» y de sus dientes para separar a los animales, la confusión y la pesimista intención mironiana quedan completadas al presentar al hombre bestializado, hecho un perro, luchando entre las bestias humanizadas en su actitud combatiente. La alusión al goce involuntario que Félix, el refinado y soñador Félix, experimenta ante la sangrienta lucha, acentúa más aún, exasperadamente, el total proceso de bestialización, en el que los perros, los pastores y el hombre ciudadano y artista quedan violentamente mezclados, como expresión del desengaño y del pesimismo mironianos.

El fernancaballerismo de Miró es, por tanto, esencialmente estético, ligado al paisaje campesino y no a sus hombres, a diferencia del legítimo fernancaballerismo, es decir, el de Cecilia Böhl de Faber, apoyado en el amor de la escritora por las virtudes raciales, campesinas.

A Miró le producen dolor las carreteras, los automóviles ruidosos, los modernos chalets de veraneo, porque ensucian y quiebran la belleza del paisaje, su intimidad, su dulzura, su silencio. Es decir, son los propios hombres los enemigos de todo ese mundo delicado -ternura de las hierbas, de los árboles, de los manantiales- cantado por Miró. Son los propios pastores los encargados de destruir ante el hombre de la ciudad la imagen bucólica que en éste suscitan un paisaje, unos sonidos, un tono de vida.

Azorín y Miró tienen para el paisaje, las cosas y los hombres una mirada atenta, atentísima, en la que amor y dolor se entrecruzan. Es el mismo caso de Antonio Machado cuando canta los campos de Castilla. Para la tierra, desnuda, enjuta, humilde, tiene su amor y su queja. Para el hombre de esa tierra, su mirada noventayochista:


Abunda el hombre malo del campo y de la aldea,
capaz de insanos vicios y crímenes bestiales,
que bajo el pardo sayo esconde un alma fea,
esclava de los siete pecados capitales.



Este hombre alienta también en las páginas de Miró y deja en ellas, junto a toda la gracia, la belleza de un mundo, de un paisaje paradisíaco, un signo doliente cuya raíz más próxima es inequívocamente noventayochista.




ArribaAbajoEl tema del tiempo en Azorín

Todos sabemos cuál es el principal personaje de las novelas, de los ensayos, del teatro de Azorín: el tiempo. Se ha escrito y hablado ya tanto acerca de este tema, el de la preocupación temporal en la obra azoriniana, que todo nuevo acercamiento al mismo levanta en seguida el fantasma del tópico. Pero es preciso atreverse a desafiar a ese fantasma para tratar ahora de percibir algunos rasgos del tema, vistos a través de la comparación Azorín-Miró. Quizá así, al ampliar las posibilidades de estudio, al conectar la inquietud azoriniana con el motivo del tiempo en Miró, podamos conseguir nuevas piedras de toque reveladoras de semejanzas y diferencias entre los dos escritores levantinos.

En las obras de Azorín, el tema del tiempo suena con muchos y muy variados acordes. Ya La Voluntad presenta alguno de esos acordes. Naciendo morimos, piensa Azorín en un capítulo de ese libro, al considerar la fugacidad del vivir, el correr del tiempo. Es, en definitiva, el viejo motivo de la cuna y la sepultura, tratado ascéticamente por Quevedo, cantado en versos como los de aquel soneto que concluye:


En el Hoy, y Mañana y Ayer, junto
Pañales y Mortaja, y he quedado
Presentes sucesiones de difunto.



El sentido y el dolor del tiempo en esta obra azoriniana, La Voluntad, parecen, pues, enlazar con la manera tradicional de tratar el tema. Pero aún hay más. En una página se lee: «¡Esos interminables minutos de los pueblos!» Esta frase, insignificante en apariencia, significa, sin embargo, otro de los acordes con que el escritor expresa y matiza su sentido del tiempo: éste es no sólo dolor, sino también relatividad. El fluir del tiempo es distinto, según los hombres rellenemos su pulsación de gozo, de angustia, de inquietud, de hastío. Los minutos de los pueblos pueden ser interminables para Azorín, porque el tiempo no es una fluencia abstracta, sino un relevo de horas, de minutos, de segundos que resbalan unos tras otros sobre las realidades cotidianas del vivir, sobre el tedio de los hombres... Azorín, como Miró en Años y leguas -título expresivo-, conjuga el tiempo con el espacio, y sabe extraer de esa conjunción delicados hallazgos estéticos, al plasmar visualmente la inexorabilidad del fluir del tiempo, no ya en el pasar de las manecillas del reloj, sino en la emoción del farolillo rojo del tren, que una y otra vez, indiferente a los dolores de los hombres, aparece entre la noche para hundirse luego en ella hasta el día siguiente. La emoción del tiempo, en páginas como esas, tan conocidas, nos es transmitida entonces espacialmente, nos quema a través de ese rasgo luminoso que palpita unos instantes en la distancia para perderse y reaparecer al día siguiente a la misma hora. Si el tiempo aparece relativizado en Azorín -«¡ Esos interminables minutos de los pueblos!»- es porque el escritor nos presenta siempre su vibración encajada en el resonador de un espacio dado: un pueblo, la habitación de Doña Inés, el sonar de una flauta en el balcón, la inmensidad misma del cielo de fray Luis de León repleto de estrellas y de emoción temporal. Todo un mundo muy complejo de luces, de sonidos, de gestos, de matices, de palabras, sirve a Azorín para expresar su gran inquietud del tiempo. Digo inquietud, porque no siempre el tema del tiempo es dolor en Azorín, o de serlo, aparece, en ciertos casos, suavizado por alguna conclusión tenuemente esperanzadora.

Así, el motivo de las ruinas en el capítulo XXXVII de Una hora de España aparece expresado por Azorín en función del tiempo y de la muerte, como en nuestros clásicos, pero modificado por una leve añadidura final que es como un delicado alentar de vida junto a la pesadumbre de tanta piedra muerta.

Ahora sus piedras -se refiere Azorín a los viejos palacios- nos dicen lo que antes no podían decir: la tragedia del tiempo que se desvanece. Viajero: es la hora de meditar ante las ruinas, y este paredón ruinoso de un palacio que fue, aquí en la campiña solitaria, nos da tema para nuestras meditaciones. Los siglos han transcurrido. El antiguo palacio se ha desmoronado; pero aquí, al lado de las ruinas, como una sonrisa expirante en la eternidad, está este grupo de finos chopos que tiemblan levemente en sus hojas al soplo de la tarde expirante.



Ante las ruinas del palacio, Azorín parece comportarse como Rodrigo Caro ante las de Itálica; Quevedo, ante las espirituales de su patria y de él mismo; Calderón, Góngora o Rioja, ante la ruina tempranísima escondida tras el frescor de la rosa; Lope, ante la impresionante ruina de belleza que es la calavera de una mujer. Todas esas barrocas ruinas -anfiteatros, patria, flor, mujer- suscitan en sus contempladores del XVII ascéticas lecciones de desengaño, pensamientos de muerte y caducidad, apetencia de salvación extraterrena, eterna. En Azorín, la asociación de ruinas con tiempo, muerte y desengaño, es idéntica a la de esos escritores barrocos. Pero hay en la sensibilidad del escritor noventayochista algo nuevo que faltaba en la de aquéllos, e incluso en la de los escritores románticos, para los cuales la ruina, antes que expresión de la victoria del tiempo sobre el orgullo de las construcciones humanas, lo es del triunfo de la naturaleza, de la roedora y demoledora vegetación.

En la descripción azoriniana hay árboles junto a las ruinas, pero no como expresión del triunfo de éstos, de la vegetación sobre la obra del hombre, sino más bien como imagen de esperanza, como milagrosa compensación. Obsérvese la conjunción adversativa de que Azorín se sirve para saltar de la estampa de las ruinas a la de los chopos:

El antiguo palacio se ha desmoronado; pero aquí, al lado de las ruinas, como una sonrisa expirante en la eternidad, está este grupo de finos chopos...



Los chopos simbolizan en la descripción azoriniana el flujo indetenible, inagotable, de la vida. Junto a la muerte encarnada en las piedras del palacio, los finos chopos tiemblan, es decir, se mueven, emanan vida. Al adherir Azorín al tema de las ruinas, del tiempo implacable, su profundo sentimiento del paisaje -¡esos tan castellanos, finos chopos!-, nos da la medida de su fe en lo vital, fluir mágico que escapa a la muerte y al tiempo. Podrán morir esos chopos, ser derribados, ¿pero es que no surgirán otros en otra parte como expresión del poder misterioso de la vida, de las resurrecciones primaverales, del incesante bullir y crear de las fuerzas germinales del mundo? Los chopos azorinianos junto a las ruinas del palacio no son sólo un plástico contrapunto -esbeltez, elevación de los árboles junto a la pesadumbre de las piedras caídas-; son también, con su temblor, el temblor mismo de la vida, el temblor de los manantiales que nacen misteriosamente entre las peñas, el temblor amoroso de Alisa, la imaginada hija de Calixto y Melibea, ante el galán que entra en la huerta persiguiendo a su halcón. Muy conocidas son esas bellas páginas de Las nubes, en las cuales el autor, dando un desenlace personal a La Celestina, presenta a Calixto, casado hace años con Melibea, sumido en meditaciones sobre el tiempo, sugeridas por el pasar de las nubes. Éstas son siempre distintas y son siempre las mismas, como distinto es el halcón que entra ahora en el huerto, y distinto es el joven que se dirige a Alisa, hija de Melibea. Distinto todo, pero todo igual; repetición de la vida, repetición de la lucecita roja en la noche. Parece como si, a despecho de la muerte, del paso del tiempo, de los desengaños, de las ruinas, la vida fuera una inapagable, siempre encendida antorcha que el corredor que está a punto de caer, con sus fuerzas exhaustas, pasa al que las tiene intactas. Por eso en la obra de Azorín encontramos nuevos equivalentes de personajes ya desaparecidos, nuevas figuras cervantinas, un nuevo Don Juan, una nueva Melibea... La vida es repetición, el tiempo es un continuo presente.

De ahí el gusto azoriniano por ese tiempo verbal. Sería prolijo recoger ejemplos, hasta tal punto abundan en toda su obra. Así, en La Voluntad creo que casi todos los verbos aparecen empleados en presente; v. gr.:

A lo lejos, una campana toca lenta, pausada, melancólica. El cielo comienza a clarear indeciso. La niebla se extiende en larga pincelada blanca sobre el campo.



El gusto por el orden, la delimitación de momentos -uno tras otro- y colores, convierte la descripción azoriniana en un bello sucederse de luces, de sonidos, todos en presente. Miró gusta de ver el paisaje y los seres quietos, con inmovilidad de estampa o de retablo. Azorín parece preferir el movimiento, el eterno fluir del presente, perceptible no sólo en los verbos, sino también en los demostrativos. De las formas éste, ése y aquél, es la primera la más empleada por el escritor; es decir, aquella que indica una mayor inmediatez, proximidad espacial y, en consecuencia, temporal también. Se lee, por ejemplo, en La Voluntad: «Esta peregrinación de iglesia en iglesia, en este día solemne, en esta noche tranquila de esta vetusta ciudad sombría.» Todo está ahí, ahora, en este momento del presente, ante nuestros ojos.

Incluso para la evocación del pasado se sirve Azorín de verbos en presente. En La Voluntad:

En las viejas edades, el pueblo fervoroso abre los cimientos de sus templos, talla las piedras, levanta los muros, cierra los arcos, pinta las vidrieras, forja las rejas, estofa los retablos, palpita, vibra, gime en pía comunión con la obra magna.



En España, libro en el que tanto pasado, tanta evocación hay, la tonalidad de presente es la dominante. Así, en un capítulo evocador de Berceo, se lee: «Éste es un labrador», fórmula presentativa muy del gusto azoriniano. Lo mismo ocurre en Una hora de España y en Al margen de los clásicos, en cuanto a la metamorfosis pasado-presente. Azorín, para dar vida a los clásicos -autores, libros, romances, personajes-, lo primero que hace es sacarlos de su alvéolo temporal -el pretérito- y lanzarlos a la movilidad continua de un nuevo presente.

En el libro Madrid, ha dicho el autor: «Tengo la certidumbre honda, inconmovible, de que todo es presente. No hay más que un plano del tiempo, y en ese plano -presente siempre- está todo.» Y en sus Memorias ha insistido: «Para mí -y para muchos- no hay presente, ni futuro, ni pasado: todo es presente.»

El sentirlo todo como presente podría ayudar también a explicar algún rasgo del peculiar estilo de Azorín, su gusto por las oraciones cortadas, por las estructuras sintácticas ágiles y fluidas.

En uno de los artículos que componen el libro El artista y el estilo, dice Azorín, refiriéndose a Hernando del Pulgar, que éste, «como sus congéneres, es un prosista estático y nosotros necesitamos de una prosa dinámica.» Esa defensa del dinamismo sintáctico lleva al escritor a combatir y rechazar los incisos, la lentitud; a preconizar el uso de la elipsis para obtener la máxima agilidad sintáctica. Habla también de la supresión de las transiciones, defendiendo así el estilo, la modalidad expresiva que manejó, sobre todo, en Félix Vargas y Superrealismo.

Y en el libro Madrid, al hablar de Baroja y hacer observaciones generales sobre el estilo, llega a ver la esencia de éste en el tiempo, es decir, el tempo. «Con tiempo lento -señala Azorín- no puede haber gran escritor. Ni aunque sea puro y propio y elegante.» Frente a estos ataques azorinianos contra el tempo lento, contra los incisos, habría siempre que recordar el nombre de Proust, extraordinario, maravilloso escritor, precisamente por su dominio de la lentitud expresiva, captadora de todos los matices, de todas las sensaciones.

Creo además -y lo creo pensando en el caso del propio Azorín- que una prosa rápida, de sintaxis ágil, de oraciones aisladas, como es la suya, no siempre está al servicio de una técnica impresionista, en la que todo -personajes, acciones, ambientes, colores- está visto y expresado también con rapidez, sino que, en otros muchos casos, ese mismo tipo de prosa se adecúa -por paradójico que parezca- a un propósito de lentitud descriptiva. Es más, creo que, apurando la cuestión, resultaría que en Azorín, tan enemigo del tiempo lento, hay más casos de lentitud que de rapidez descriptiva. El ir colocando y enumerando unas cosas tras otras, un gesto tras otro, podrá hacerse a través de una prosa cortada y rápida. Pero el efecto que tales enumeraciones y descripciones comportan es de lentitud, ya que, referidas a la mirada del escritor y, en consecuencia, a la del lector, sucede que esa mirada no lo ve todo de una vez para, impresionistamente, describirlo todo de una vez también. Por el contrario, la mirada va lentamente recorriendo una estancia, todos los detalles de la estancia, el movimiento de un personaje, todos los detalles de ese movimiento.

Creo, pues, que es preciso separar como cosas distintas el tiempo sintáctico, que en Azorín es ágil, rápido, y el descriptivo -en su doble plano sensorial-psicológico-, cargado casi siempre de lentitud.

Son muchos los ejemplos que podrían transcribirse. Quiero tan sólo recordar aquí algunos significativos. Véase esta descripción del capítulo II de La Voluntad, realizada con una técnica de mirada lenta, desplazándose de objeto en objeto, próxima a la manera del travelling cinematográfico. De la fachada de la casa a su interior, de la escalera a los pisos, etc.:

La casa fue terminada el día de la Cruz de Mayo. En la fachada, entre los dos balconcillos de madera, resalta en ligero relieve una cruz grande. Dentro, el porche está solado de ladrillos rojos. Las paredes son blancas. El zócalo es de añil intenso: una vira negra bordea el zócalo. En el testero fronterizo a la puerta, la espetera cuelga. Y sobre la blancura vivida de la cal resaltan brilladores, refulgentes, áureos, los braserillos diminutos, las chocolateras, los calentadores, las capuchinas, los cazos de largas raberas, los redondeles... Ancho arco divide la entrada. A uno de los lados destaca «el ramo». El ramo es un afiligranado soporte giratorio. Corona el soporte un ramillete de forjado hierro. Cuatro azucenas y una rosa, entre botones y hojarasca, se inclinan graciosamente sobre el blanco farol colgado del soporte.

A la izquierda, se sube por un escalón a una puerta pintada de encarnado negruzco. La puerta está formada de resaltantes cuarterones, cuadrados unos, alargados y en forma de T otros, ensamblados todos de suerte que en el centro queda formada una cruz griega. Junto a la cerradura hay un tirador de hierro: las negras placas del tirador y de las cerraduras destacan sus calados en rojo paño. La puerta está bordeada de recio marco tallado en diminutas hojas entabladas. Es la puerta de la sala. Amueblan la sala sillas amarillas con vivos negros, un ancho canapé de paja, una mesa. A lo largo de las paredes luce un apostolado en viejas estampas toscamente iluminadas, etc.



Una descripción semejante en el ritmo lento, en la técnica de travelling, de mirada morosa y ordenadamente viajera, se encuentra en Antonio Azorín:

La entrada de la casa principal es ancha. Está enladrillada de losetas amarillentas. Hay una puerta a la derecha y otra a la izquierda; una y otra están ceñidas por resaltantes cenefas lisas. Recia viga, jaharrada de yeso blanco, sostiene las maderas del techo. A los lados, dos ménsulas entesadas adornan la jácena. Sobre la pared, bajo las ménsulas, resaltan los emblemas de Jesús y María.

Al piso principal se asciende por una escalera oscura. La escalera tiene una barandilla de hierros sencillos; el pasamanos es de madera; en los ángulos lucen grandes bolas pulimentadas.

La primera puerta del piso principal da paso a dos claras habitaciones; una es un cuarto de estudio, la otra sirve de alcoba.

El estudio tiene el techo alto y las paredes limpias. Lo amueblan dos sillones, una mecedora, seis sillas, un velador, una mesa y una consola. Los sillones son de tapicería, a grandes ramos de adelfas blancas y rojas sobre fondo gris. La mecedora es de madera curvada. Las sillas son ligeras, frágiles, con el asiento de rejilla, con la armadura negra y pulimentada, con el respaldo en arco trilobulado. El velador es redondo; está cargado de infolios en pergamino y pequeños volúmenes amarillos. La mesa es de trabajo; la consola, colocada junto a la mesa, sirve para tener a mano libros y papeles.

La mesa es ancha y fuerte; tiene un pupitre; sobre el pupitre hay un tintero cuadrado de cristal y tres plumas. Reposan en la mesa una gran botella de tinta, un enorme fajo de inmensas cuartillas jaldes, un diccionario general de la lengua, otro latino, otro de términos de arte, otro de agricultura, otro geográfico, otro biográfico, etc.



El tono de estas descripciones, en su lentitud pormenorizadora, es casi de inventario, y recuerda, en cierto modo, las detalladísimas descripciones de las novelas realistas del pasado siglo. Por ejemplo, algunas de Pereda y de la Pardo Bazán.

La diferencia fundamental perceptible entre las descripciones naturalistas y los inventarios azorinianos reside, quizá, en que en estos últimos hay movimiento, el dado por ese lento ir y venir de la mirada desde la puerta de la casa al interior del portal, a la escalera, a la sala, a las paredes y mobiliario de ésta, etc. El tiempo fluye por las descripciones de Azorín. El sucederse de oraciones breves transmite ese latir del tiempo, ese viajar de la mirada atenta y escrutadora. Algún caso hay, sin embargo, en que la descripción se asemeja en su quietud a las de Pereda o la Pardo Bazán. El escritor está ante su mesa, y sin salir de su habitación deja que su mirada vaya inventariando todo el quieto y pequeño mundo que le rodea. Así, leemos en Los pueblos:

Yo estoy sentado ante una mesa ancha, blanca, de pino; esta mesa está colocada junto a la pared, en una anchurosa estancia; la estancia se halla en el último piso de la casa, y es tan grande como todo el edificio; las paredes son ásperas, grises, sin estucar; el piso es de yeso; el techo, en dos marcadas pendientes, aparece con sus vigas retorcidas, rojizas, llenas de nudos. Y hay junto a las paredes, en los rincones de esta espaciosa estancia, cajones vacíos, arcaces grandes, toscos; palmas secas de Ramos, un torno vetusto, una tablilla de contar la ropa, sacos de lana, maletas viejas -que en sus días corrieron por el mundo-, sillones desfondados, cojos; madejas de cuerda, cajas de cartón, braseros manchados de verde cardenillo, velones arcaicos -que fueron vencidos por el petróleo-, quinqués polvorientos -que han sido derrotados por la luz eléctrica-, marcos negruzcos de cuadros, vidrieras rotas [...]



Éste es un quieto inventario de cosas, realizado casi a la manera descriptiva naturalista. Y digo casi porque hay algo en el enumerar azoriniano que falta en el de los novelistas del siglo pasado, que gustaron de tan prolijas descripciones. Ese algo es el toque sentimental, afectivo, que se infiltra entre el recuento de objetos. Junto a la pura intención descriptiva se percibe la matización de ternura, el tema de las lágrimas de las cosas, la nostalgia por el tiempo ido, simbolizado en esos objetos derrotados por otros que un día también irán a parar al desván de lo inservible.

La lentitud descriptiva de Azorín no siempre encarna en descripciones de interiores, de objetos, sino que, en ciertos casos, la vemos aplicada a gestos, actitudes, movimientos humanos. Nada más expresivo a este respecto que los capítulos IV y V, La espera y La carta, de Doña Inés. El escritor emplea en ellos una técnica de cámara lenta, próxima casi a la de Proust, al desmenuzar todos los gestos, las actitudes, en sus detalles más ínfimos. Con tal lentitud, Azorín quiere conseguir un efecto sentimental, temporal, el de la emocionada espera de Doña Inés, que desea la llegada de una carta. Véase el comienzo de La espera, perfecta expresión de la contenida impaciencia de la dama, del valor relativo que el tiempo tiene ahora para ella, deseosa de imprimirle velocidad para que con su paso rápido pueda llegar antes la ansiada carta:

Doña Inés está en el cuartito de la costanilla. No sucede nada; todo está tranquilo. Ha salido la dama por la puerta de la derecha y traía en la mano un plato con un vaso de agua. Al llegar frente al balcón, se ha detenido. Ha levantado el vaso y lo ha mirado a trasluz. Ha dudado un momento y ha vuelto a entrar por donde había salido. Al cabo de un instante, ha tornado a salir con otro vaso de agua -o el mismo con otra agua- y ha desaparecido por una de las puertas de la izquierda. No sucede nada; Doña Inés está tranquila. ¿Está tranquila del todo la señora? Hay momentos en que estamos tranquilos y en que, sin embargo, sentimos allá dentro de nosotros una levísima turbación. No nos sucede nada; repasamos mentalmente todos los sucesos que pudieran desazonarnos; no existe en ellos nada anormal. Y con todo, diríamos que en el remotísimo horizonte de las posibilidades ha aparecido una nubecilla -no es nada- que ha de ir avanzando hasta convertirse en tormenta. El tiempo pasa. Con la punta aguda de los dedos, la mano derecha extendida, se arregla doña Inés, con toquecitos rápidos, la negra onda de pelo que baja desde la crencha hasta el rodete.



En el capítulo V, la lentitud descriptiva, conseguida nuevamente a través de una sintaxis paradójicamente rápida, expresa no ya la espera, sino la vacilante actitud de Doña Inés entre el temor y la esperanza, entre el deseo de abrir la carta, recibida ya, y el de mantenerla cerrada por miedo a sentirse defraudada por su lectura, tal como sucede. Esa incertidumbre, ese titubeo volitivo reflejado en los vacilantes gestos y movimientos, dan lugar a otra morosa descripción azoriniana. Del choque de tal morosidad, del orden puesto en la descripción, con el apasionamiento subyacente en el episodio, saca Azorín un gran efecto estético, emocional. Tras la tersa, mesurada, lenta descripción; tras la aparente serenidad y sosegados gestos de Doña Inés vibra un momento decisivo en su vida:

Una carta no es nada y lo es todo. Cuando doña Inés ha penetrado de nuevo en la salita, traía en la mano una carta. Una carta es la alegría y el dolor. Considerad cómo la señora trae la carta; el brazo derecho cae lacio a lo largo del cuerpo; la mano tiene cogida la carta por un ángulo. Una carta puede traer la dicha, puede traer el infortunio. No será nada lo que signifique la carta que doña Inés acaba de recibir; otras cartas como ésta, en este cuartito, ha recibido ya. Avanza lentamente hacia el velador que hay en un rincón y deja allí pausadamente la carta. Una actriz no lo haría mejor.



(Obsérvense los adverbios: lentamente, pausadamente, y esa última observación alusiva a la compostura, al dominio del gesto. Quizá estos capítulos de Doña Inés nos ayudaran a comprender el descubrimiento del cine por Azorín. En él debe haber encontrado el escritor muchos de los recursos expresivos que había manejado literariamente, sobre todo el acercamiento a las cosas, a los objetos, a los gestos. Y también el valor dramático, visual, de la lentitud.)

En toda la persona de la dama se nota un profundo cansancio. Sí; está cansada doña Inés. Cansada, ¿de qué? En el canapé se ha sentado una vez más, y en su mano derecha, extendida sobre el muslo, refulge el celeste zafiro. La mirada va hacia la carta. La carta será como todas las cartas. Con el cabo de los dedos sutiles -los de la mano derecha- se alisa la señora el negro pelo. La mano izquierda estira el corpiño. Y ahora, al realizar este ademán, al enarcar el busto, surge del pecho, de allá en lo hondo, un suspiro. La carta no dirá nada; será como otras tantas cartas. En el velador espera a que su nema sea rasgada. Va declinando la tarde; el crepúsculo no tardará en llegar. La región penumbrosa -levemente penumbrosa- de la inquietud en el espíritu comienza a extenderse. En la zona indecisa entre la salud y la enfermedad se va operando un cambio; lentamente, con una fuerza que nos arrastra desde la eternidad, sin que todas las fuerzas del mundo -¡oh mortales!- puedan impedirlo, principiamos a entrar en la tierra del dolor y las lágrimas. La carta está en el velador; blanquea su sobre en la luz desfalleciente del crepúsculo que se inicia. No dirá nada la carta; será como otras cartas. La dama la tiene ya en sus manos. ¿Cruz o cara? ¿Cuál será nuestra suerte? El sobre ha sido roto. La mirada de la dama va pasando por los renglones. ¿Habéis visto la lividez de un cuerpo mortal? Así está ahora el rostro de la señora; mortal ha quedado doña Inés. Y con movimiento lento, lentísimo, como lo haría una consumada actriz, ha dejado otra vez doña Inés la carta en el velador. Y al momento siguiente, con brusquedad, la ha cogido otra vez y la ha estrujado fuertemente con el puño. Se ha vuelto a sentar abatida en el canapé. Respiraba jadeando.



Es indudable que algo de ese jadeo, de esas crispaciones, de esa lentitud nerviosa que encubre acelerado latir de los pulsos, apasionada tensión, algo de todo eso ha quedado apresado en la sintaxis, en el alentar de oración tras oración breve en ese capítulo que concluye con la visión de la caída lenta de la carta rota en pedazos:

La mano, fuera del balcón, lanzaba los cien pedacitos de papel blanco. Los múltiples pedacitos de papel caían, volaban, revoloteaban en la luz penumbrosa del crepúsculo, y una encendida estrella rutilaba en el azul diáfano.



Obsérvese la triple gradación verbal «caían, volaban, revoloteaban», cuya lentitud expresiva refleja bien la visual del blando derramarse de los papelitos desde el balcón. La estrella que se enciende en el cielo invadido ya de noche, da -visualmente también- la medida del tiempo transcurrido en esos dos capítulos. Recuérdese que hay unas líneas en que se lee: «Va declinando la tarde; el crepúsculo no tardará en llegar.» El lento oscurecimiento de la tarde actúa como de acorde suave y diluido que acompaña el lento moverse de doña Inés.

¿Puede Azorín, realmente, combatir el gusto por el tempo lento? ¿Es que no lo ha utilizado él en páginas tan bellas, tan emocionantes, tan delicadas como estas de Doña Inés?

En la prosa de Azorín se produce, pues, la paradójica unión de un tempo psicológico lento y una expresión de ritmo sintáctico rápido. Si la prosa de Azorín presenta estas características, si su estructura rítmica es rápida, quizá sea porque el presente es también un rápido fluir, porque ningún momento, ningún latido del tiempo en marcha puede quedar congelado, detenido, al ser empujado por el que inmediatamente le sigue. Un presente sentido así explica el vivo, agilísimo fluir de la cortada prosa azoriniana. Si el escritor repudia los incisos es porque éstos suponen, en definitiva, una detención del tiempo, una paralización más o menos larga del presente.

Azorín acompasa el ritmo, los latidos de su prosa, a los del tiempo en movimiento, a los del tiempo sentido en presente. Pero como el escritor no quiere dejar escapar ninguno de esos latidos, como desea captar todo el cálido fluir del presente, sin intermitencias, sin interrupciones, tiene forzosamente que incurrir en las descripciones lentas, aquellas en que todos los objetos van siendo enumerados unos tras otros, en el orden en que la mirada en movimiento los va percibiendo y seleccionando. Si así no fuese, si en las descripciones azorinianas algo resultase escamoteado, tendríamos como consecuencia la del escamoteo del presente mismo, la de su falso recorte o compresión. Y no es que esto excluya en la obra azoriniana las descripciones sintéticas o impresionistas. No; Azorín no es un escritor farragoso. Su lentitud es, en cierto modo, normal, la de un ser que quiere ajustar el ritmo de su mirada, de su sentir, de su prosa, al ritmo mismo del tiempo.




ArribaAbajoEl tema del tiempo en Miró

En unas páginas de La Voluntad, de Azorín, se lee: «El humo blanco de las mil chimeneas asciende lento en derechas columnas.» Humo en movimiento frente al Humo dormido, al humo quieto de Gabriel Miró.

Éste -en otra parte lo he estudiado- tiende a la estampa, al cuadro estático, a la descripción que es un lienzo de retablo donde todo -aire, gestos, ademanes- aparece inmovilizado, casi petrificado. Un mundo, el mironiano, en el que se diría que los seres humanos se han trocado en imágenes, en compensación de la humanización que frecuentemente afecta a éstas. (Recuérdese el tema del enamoramiento de María Fulgencia por el ángel de Salzillo en El obispo leproso.)

El gusto por la técnica descriptiva inmovilizadora es claro reflejo o expresión de la manera mironiana de sentir el tiempo, de vivir el problema.

Sin que, naturalmente, este tema ocupe en las páginas de Miró tanto espacio y tanta atención como en las de Azorín, sí cabe decir que hay en la obra del autor de Años y leguas una cierta angustia o preocupación temporal que convendría estudiar. Aquí sólo puedo ofrecer algunos ejemplos expresivos, pocos tal vez, pero suficientes para mi actual propósito.

En el cuento El reloj, liga Miró el tema del tiempo, visualizado y audible en el latir de la máquina, al tema de la muerte. El reloj familiar se para. Y cuando llega reparado, el padre ha muerto. «Y del pecho de ébano salieron profundas y templadas las horas, derramándose en todos los recintos y dejando fugaz ilusión de padre vivo [...]»

Tiempo, muerte y eternidad parecen entrecruzarse en ese misterio del reloj que ha robado horas a los humanos al pararse, y que, una vez en marcha, al recuperar su latido, hace revivir con él, ilusoriamente, el del ser que desapareció. La muerte temporal, pasajera, del reloj se cruza con el vivir y el morir de los hombres. El reloj es la plástica imagen del tiempo, de la vida, de la muerte. De ahí su importancia en las páginas de Miró, en las que tantas veces está presente, quieto o con incesante tic-tac.

En El abuelo del rey aparece otro reloj cargado de simbólicas resonancias, como un objeto misterioso que, al ser cifra del tiempo y de su discurrir, lo es también de la muerte y de la eternidad. Recuérdese a este respecto el valor simbólico -ascesis, desengaño- que el reloj tiene tantas veces en la literatura barroca española. Recuérdese asimismo el capítulo El pez y el reloj de Los pueblos, de Azorín.

Si en el cuento El reloj extrae Miró un efecto emocional del contraste entre la vida de la máquina y la muerte de los hombres, en El abuelo del rey el secreto del reloj que siempre está parado parece residir en su calidad de triunfador, de vencedor del tiempo. Cuando el abuelo le regala al nieto un reloj que no anda, le dice:

Ni le hace falta, hijo mío. Es el más precioso de todos los relojes del mundo; el primero que llevó mi padre y el que yo usé a tu edad. Este reloj no es como los otros, sino al contrario; mira: los relojes sirven para averiguar las horas que pasan, para saber el momento del tiempo en que estamos cuando se nos ocurre mirar sus saetas; pues éste, no, señor; éste señala las horas que han pasado, y hace meditar más; es el Kempis de los relojes. Te prevengo que estoy repitiéndote las mismas palabras que le pronuncié a tu padre y que me dijo el mío; y para que me entiendas, he de añadirte que este reloj no puede andar ni debe hacerlo. Cuando salgas de casa o te dispongas a cumplir o a hacer algo que requiere estudio, meditación, etc., antes colocas las agujas en la hora que entonces sea; ¿ya regresas o terminas el asunto?, pues bonitamente sacas tu relojito, y sabes el tiempo que has invertido... Claro que necesitas otro reloj que ande; pero, vamos, aquí, en la sala, tienes uno de consola, y en el corredor otro de pesas, muy hermoso y seguro, que nunca necesitó que las manos de ningún mecánico le remendasen ni nada.



El nieto no se conforma con la explicación, y dice:

-¡Abuelo, este reloj está roto! ¿De qué sirve?

Vióse que el abuelo sufría, que se le mojaban los ojos, que miraba compasivamente al bachiller, su nieto, en quien siempre se recreó su alma.

-¡Valiera más que hubieras tenido la fe que yo tuve! Sí, ¡este reloj está roto! Dos años me costó averiguarlo; dos años pasé atento a esas horas paradas que decías. ¡Y aquella simplicidad de entonces hoy me procura el tiempo pasado que tú nunca verás en el pobre reloj roto!



El reloj quieto es más bello para Miró que en movimiento; como más bello es también el humo dormido, el paisaje quieto o el gesto humano inmovilizado pictóricamente.

Contrástese el pasaje que acabo de transcribir de El abuelo del rey con este otro de El libro de Sigüenza, muy expresivo en cuanto a la predilección mironiana por el tiempo detenido, por los relojes parados. Dice Sigüenza:

Tiene ese amigo mío una felicidad irresistible para los que no pueden ser particioneros: la de la exactitud del tiempo. Si un reloj oficial tañe horas, consulta el suyo, y si la hora que trae es la misma de las campanadas, su gozo llega a ostentar una sonrisa de acusación contra mí. Le he visto acercarse con avidez a la vidriera de los doradores de relojes para consultar el cronómetro coronado por el rótulo que dice: «Hora exacta». Delante de ese cristal, frío y austero como la frente del «Kempis», tomaba su reloj y lo acariciaba, y parecía que le instase a seguir las enseñanzas infalibles del tiempo sabiamente medido. Comunicándosele la hora exacta, sentíase poseído de todas las exactitudes biológicas y éticas. Tuve el prurito de esta posesión, y con el fervor honrado del que copia la virtud sin remedar al virtuoso, cotejé mi hora con la del cronómetro y la acomodé a la suya. Pero no todos hemos nacido con la misma capacidad de disciplina para las perfecciones. Ya era yo dueño, como él, de la hora exacta. ¿Qué haría yo con ella? ¿Para qué la quería? Cuanto pensase y acometiese se hallaba bajo los rigores de la hora exacta. Comencé a vivir con una pesadumbre, con un agobio del tiempo implacable. La hora exacta corre; yo la tengo, y desbordo de su órbita y me oprimo en su medida; me estaba ancha y corta; hasta que se me paró mi reloj, y tomé el cauce del tiempo, que corría según mi sangre.



Vemos, pues, que el valor, la emoción del reloj parado, son consecuencias de desear Miró vivir, no el tiempo, sino su tiempo, el que fluye en su sangre; no el que percute en un horario o un minutero regidos por un frío mecanismo. Miró vive y expresa su tiempo, su tendencia a la quietud, al sueño, a quedarse inmóvil ante la mágica intemporalidad del reloj roto, del paisaje no alterado por el trasiego y la suciedad de una carretera, de la delicia de un manantial fluyente siempre, pero con tan suave, escondido ademán que las aguas nunca se ven turbias, agitadas por el movimiento del fluir, sino que siempre ostentan la tersura y la serenidad de lo inmóvil, lo perenne, lo eterno.

En alguna ocasión, bellísima ocasión, el tiempo adquiere plástica carnadura para Miró, no sólo en los relojes, sino también en las campanas. En ellas, en sus sonidos, en su temblor, ha ido quedándose el rumor del tiempo ido. Las campanas tienen también algo de reloj, al derramar sus sones a determinadas horas desde la aguja del campanario. Miden, cantan o lamentan el nacer, las alegrías, los terrores, el morir de los hombres. Miró parece tocar el pálpito del tiempo en el temblor sonoro de las viejas campanas. Véanse estas líneas de El Ángel, El molino, El caracol del faro:

Oyéndolas [las campanas] se alcanza la plenitud evocadora del lugar, de su óptica y hasta de su tacto, porque vibra en ellas el tiempo; el tiempo inmóvil de atrás, de las generaciones acostadas inmensamente entre los cuatros cipreses que arden en el oro de la puesta del sol; el tiempo del instante de ahora, estremecido como un pájaro invisible que toca nuestras sienes; y el tiempo que ha de venir por el horizonte como una brisa nueva, y ha de hilarse en la rueca del campanario.



Pasado, presente y futuro se anudan en el campanario, convergen casi en un punto, en una dimensión extratemporal de eternidad, de quietud, la de ese «tiempo inmóvil» que Miró dice ser el de atrás, el del pasado, pero que realmente, para él, lo es todo.

La consideración del pasado, del fluir del tiempo, arrastra a Miró, por boca de D. Magín, en El obispo leproso, a consideraciones ascéticas, manriqueñas:

Don Magín penetró en la segunda morada de su conciencia.

-¡Era verdad; todo pasaba volando después de haber pasado! Pero ¿y antes de pasar? En las delicias y en las adversidades pocos escapan de decirse: ¡Eso no lo pude gozar! ¡Esto no lo podré resistir! Pues aguardemos, y dentro de algunos años: diez, quince, veinte años, todo se habrá derretido. Escondida tentación de mujer. ¿Es aquella? ¿Es esta mujer? -¿Pensaría entonces don Magín en doña Purita?-. Ella tiene treinta años y yo cincuenta. ¡Dentro de veinte más! Todo pasado, incluso lo que no pasó.


Pues que vemos lo presente
Que en un punto se es ido
Y acabado,
Si juzgamos sabiamente
Daremos lo no venido
Por pasado.

¿También lo no pasado lo daremos por pasado? Todo pasa. ¿Todo? ¿Pero qué es lo que única y precisamente pasará sino lo que fuimos, lo que hubiéramos gozado y alcanzado? Y si no pudimos ser ni saciar lo apetecido, entonces, ¿qué es lo que habrá pasado? ¿No habrá pasado la posibilidad desaprovechada, la capacidad recluida? ¿Y nuestro dolor? También nuestro dolor. ¿Y no quedará de algún modo lo que no fuimos ni pudimos, y habremos pasado nosotros sin pasar? Dolorosa consolación la de tener que decir: ¡Todo pasa, si morimos con la duda de que no haya pasado todo: la pasión no cumplida, la afición mortificada!



Los transcritos versos manriqueños llevan a D. Magín -y a Miró- a ver el futuro -el que ha de realizarse y el que será posibilidad perdida- como pasado, cumplido ya, es decir, transformado en tiempo inmóvil, tiempo quieto, puesto que, como hemos visto en el pasaje de las campanas, eso es el pasado para el escritor. (Recuérdese que Juan de Mena presentaba, en las tres ruedas de la Fortuna, inmóvil la del pasado.)

Siempre, de una manera o de otra -el reloj parado, el tiempo pretérito detenido, recogido en las viejas campanas-, llegamos a la misma conclusión: Miró tiende a inmovilizarlo todo: gestos, paisajes, alentar del humo o del agua. Esa tendencia inmovilizadora le lleva a querer parar el tiempo, a suspender, a paralizar su fluir o, por lo menos, a verlo como tiempo pasado ya, tiempo quieto, hecho latido que sonó, convertido en estampa, en estática fotografía.

Tiempo y espacio -Años y leguas- se conjugan en quietud en la obra mironiana. Una y otra dimensión se sostienen y complementan entre sí. Por eso la quietud, la inmovilidad, la inalterada ordenación de un paisaje, no es sino un eco mágico de la inmovilidad temporal. Por eso provoca dolor, en definitiva, toda alteración del paisaje, en cuanto supone alteración del inmóvil tiempo en él entrañado. Véase cuán significativo resulta el siguiente fragmento de Años y leguas, la contemplación de un abismo, por Sigüenza:

Inmóvil, asomado a la hoz, miraba Sigüenza el hondo, miraba las agujas de las cúspides. Después, lo primero que pensó, lo primero que quiso fue soltar una piedra. Soltar una piedra desde el borde de aquel puente resultaba una acción definitiva. Además del tiempo que tarda en caer, además de sus retumbos, de sus chasquidos entre los cantales, de las inesperadas parábolas que traza ella sola, chocando y desviándose en un plano, en los cortes de las peñas; además, y antes de todo, la piedra todavía entre los dedos, en el momento de desprenderse, atrae nuestra vida con boca que oprime, que aspira la mano que la tuvo, y desde que principia a bajar y nos encogemos nosotros mirándola, resulta de una tendencia emocional tan delirante como si, en vez de caer al azul del abismo, prorrumpiese al azul de lo alto. Sigüenza siente su cabeza y sus pulsos en cada roca. La piedra elegida por su mano estaba en una hendedura de la inmensidad. ¿Cuánto tiempo? Siglos. Todo el tiempo que pensara Sigüenza. Y cuando caiga, y llegue, y se articule a su fondo, se habrá enmendado para nuestra sensibilidad la arquitectura de estas desolaciones. Y Sigüenza contempló sus dedos y el paisaje cavado que se enfila en una exaltación como si siempre acabara de rasgarse y de quedarse inmóvil.

Si pudiese bajar y recoger la piedra, la dejaría en su antiguo alvéolo. Pero esto ya no tiene remedio. Y lo pronunció: «No tiene remedio, no tiene remedio.» Esas palabras, tan lisas en la desgarradura del monte, sin concepto, sin referencia de humanidad, adquirían un valor objetivo de fidelidad y eternidad.



Pocas descripciones de Miró tan reveladoras de su sentido del tiempo, de su tendencia a la inmovilidad, como esta que acabo de transcribir. Nos presenta el narrador a Sigüenza, inmóvil, ante un paisaje inmóvil también. Pero pronto, por obra y gracia de la mano de Sigüenza, va a ser rota esa inmovilidad, va a ser destruido el mágico tono extratemporal que pesa sobre el paisaje y el hombre. Al arrojar Sigüenza una piedra al fondo del abismo, al trastrocar la ordenación del paisaje, rompe el encantado círculo de eternidad en que estaba encerrado y provoca la angustia del tiempo. La caída de la piedra percute en los pulsos, en la sangre de Sigüenza. Tiempo y espacio se van conjugando en ese caer que es como una desgarradura por la que brota con dolor el fluir de la sangre del tiempo, el presente que es la piedra cayendo velozmente en la sima para inmovilizarse otra vez allá, para, en su nuevo alvéolo, entrar otra vez en la quietud, en esa especie de eternidad mironiana que es la inmovilidad. Entre dos inmovilidades, entre dos quietudes, al lanzar Sigüenza la piedra de una a otra, ha provocado y sentido en su misma piel la herida, el desgarrón del tiempo.

El movimiento destruye la belleza, la paz. Cuando ese movimiento cesa, amanece otra vez sobre el paisaje una luz de infinito sosiego.

Por eso Miró gusta del pasado, tiempo quieto, capaz, sin embargo, de dar sentido al presente mismo. En Años y leguas, Sigüenza se siente, en una ocasión, vivir en el pasado. Así como Proust puede lanzarse a la busca del tiempo perdido desde las asociaciones, los recuerdos suscitados por el sabor de una magdalena mojada en té, de la misma manera unos olores, unos sonidos devuelven a Sigüenza el tiempo inmóvil, alojan su pasado en la dimensión del presente, hacen casi de éste pasado también, lo congelan, lo aquietan.

Las frondas reciben y se envían la circulación de los aires de ruidos marineros de espumas, y huelen a pueblo, a reposo de hace veinte años. Se le acerca su pasado a Sigüenza respirando en la exactitud de su conciencia de ahora. Otra vez.

Sentirse claramente a sí mismo, ¿era sentirse a lo lejos, o por su actualidad? Pero sentirse en su actualidad, ¿no era sentirse a costa de entonces, de entonces que iba cegado por el instante? Y al inferirse y al extraerse de él, saciándose de su imagen desaparecida, ¿no alcanzaba una predisposición a la felicidad que no fue entonces, cuando pudo ser, ni es ahora, porque ya pasó y sin realidades, y por no tenerlas, encontraba una forma de plenitud?

Así, el arte, para Sigüenza, es un estado de felicidad que se crea en nosotros sin motivos concretos de nuestra vida; es apoderarse de una parcela del espacio, de una hora, ya permanente por la gracia de una fórmula de belleza; es no perdernos del todo para nosotros; reacción y compensación de las realidades.



Miró, de sensibilidad próxima a la de Proust en ciertos momentos, descubre en esas líneas el sentido del pasado, de la memoria, del arte, como el escritor francés, con más amplitud, lo descubre también al final de su ciclo novelesco.

Si Azorín atiende al presente por creer que es lo único que existe, Miró fija su mirada en el pasado. Cree -como dice Sigüenza- que el instante ciega, obstaculiza nuestro conocimiento de nosotros mismos. El hombre halla su imagen en el quieto espejo del pasado, en el reflejo del tiempo inmovilizado que quedó atrás, pero que es susceptible de ser evocado, traído a la memoria voluntariamente o involuntariamente, por una asociación sensorial-psicológica. El arte es para Sigüenza, para Miró, el poder de evadirse del tiempo, de huir del presente, de sumergirse en la quietud. Por eso Sigüenza piensa que el arte «es apoderarse de una parcela del espacio, de una hora, ya permanente por la gracia de una fórmula de belleza». Eso es lo que intenta Miró en sus obras: captar espacio y tiempo, inmovilizar paisajes y horas, darnos la magia y la belleza del humo dormido o del reloj parado, buscar acuciantemente la huella, la vislumbre de lo eterno, a través de lo terreno y temporal. Miró quisiera destemporalizar el mundo, y cree que para ello la única fórmula es la de la inmovilización. Mover algo, mover una piedra y arrojarla a un abismo, es crear dolor al permitir al tiempo levantar su vuelo heridor y quemante.

Azorín pretende huir de la angustia del tiempo adhiriéndose con todas sus fuerzas a la fluencia ininterrumpida, siempre en movimiento, del presente. Miró, que coincide con el autor de Los pueblos en sentir el tiempo como angustia y herida, pretende huir de él inmovilizándolo, haciéndolo pasado, buscando el encanto de los paisajes quietos para percibir a través de su quietud, la del tiempo, es decir, su ausencia.

Hay casos -en otra parte he estudiado algunos- en que Miró describe la quietud de esos paisajes con una peculiar manera inmovilizadora, consistente en la supresión de todo verbo en forma personal. Pero en otros, sin faltar los verbos, se percibe la misma sensación: quietud, o, por lo menos, angustioso forcejeo de quietud y movimiento, de gozo y angustia, de eternidad y temporalidad. En la siguiente descripción, tomada de las Estampas del río, describe Miró el fluir del río hacia el mar, como en los versos de Jorge Manrique. En ese fluir, el río, mirada atenta y sensible, mirada mironiana, va recogiéndolo todo en el temblor de sus aguas, ojo movible y límpido, captador de paisajes y seres, de gestos de dolor y de alegría:

Surgía una ciudad. Muros vetustos, campanarios joviales, obradores foscos, llamas de naranjas, de panojas y trigo, cuévanos de verdura, mercaderes detrás de sus oleajes de paños, artesanos y caballeros, quietud de callejas, una forja, un pórtico, una hornacina, rejas, balcones, solanas con niños merendando, con gallinas y palomos enjaulados, con abuelos dormidos, con mujeres llorando y rezando, con novios besándose, con geranios y rosales, con ropas de cama de un muerto, con un capellán y un escolar dando lección, con un enfermo contemplando su dolor en toda la tierra... Todo se quedaba espejado y estremecido dentro del río.



Tan apretada, impresionista descripción, en la que el movimiento de una ciudad y el de un río aparecen conjugados, se resuelve casi en una quieta estampa, un retablo de inmovilizadas actitudes. Miró expresa el dolor del fluir del tiempo, el río, indiferente a los sufrimientos y goces de los hombres, y expresa también su deseo de quietud al darnos la emoción de la ciudad, con todos sus seres y calles, reflejada en el fondo, dentro del río. Es un reflejo móvil, puesto que móvil es el mundo reflejado y móviles son las aguas que lo reflejan. Pero, sin embargo -y de ahí la emoción mironiana-, algo hay de quieto en ese reflejo. Su calidad de estar dentro del río, de no ser arrastrado por sus aguas, de resbalar éstas por él, es la que comunica una cierta quietud al mundo de la ciudad hecho líquida imagen.

Y hay también que tener en cuenta el papel que dentro de la simbología mironiana desempeña el agua. Miró es un escritor levantino y, como tal, conocedor de un paisaje, de unas tierras de huertas, sabe del gran valor del agua, de manera en cierto modo semejante a la de Santa Teresa. La visión de su seca tierra castellana agudizó en la Santa el fervor por el agua, término predilecto de sus comparaciones e imágenes. Bien lo ha observado Menéndez Pidal, al decir:

Aquella monja andariega, al apagar la sed en sus fatigosos viajes, había meditado ante la varia manera de brotar los fontanares. El borbollear del agua en los manantiales arenosos representa la inquieta solicitud del alma enamorada.



A Miró no es la sequedad de su contorno geográfico la que le hace valorar la delicia del agua. Por el contrario, la verde humedad vegetal de la huerta levantina, la presencia sonora del agua en acequias, ríos y manantiales, el horizonte luminoso y vibrante del mar alicantino, actuaron sobre su prodigiosa sensibilidad como finos acicates que le impulsaron a cantar acendradamente la maravilla, el milagro del agua.

Azorín canta también levantinamente, con gran amor, la delicia del agua. En Antonio Azorín, y por boca de Verdú, gran enamorado del agua, se describe bellamente el encuentro de este elemento y de la planta, una casi erótica fusión:

El agua ama la sal; es un amor apasionado y eterno. Cuando se encuentran, se abrazan estrechamente; el agua llama hacia sí la sal, y la sal, toda llena de ternura, se deshace en los brazos del agua... ¿No has visto nunca en el verano cómo desciende la lluvia en esos turbiones rápidos que refrescan y esponjan la tierra? El agua cae sobre las anchas y porosas hojas y busca a su amiga la sal; pero la sal está aprisionada en el menudo tejido de la plata. Entonces el agua se lamenta de los desdenes de la sal, y le reprocha su inconstancia, o la amenaza con olvidarla, Y la sal, enternecida, hace un esfuerzo por salir de su prisión y se une en un abrazo con su amada.



En la obra de Miró aparece el agua cantada tantas veces y de tan bellas maneras, que se hace difícil escoger algún ejemplo. Los ríos, los manantiales, la ternura y la caricia del agua en todas sus formas, han merecido los más precisos adjetivos mironianos. Quiero aquí recordar tan sólo algunos fragmentos del capítulo Agua de pueblo, de Años y leguas:

¿Quién recogió las aguas entre sus brazos como una túnica?

Únicamente Dios. Ya lo sabe Sigüenza.

Sigüenza y muchos quisieran gozar del agua, cogiéndola, ciñéndola, modelándola como una ropa dócil a nuestros dedos. Se le hace decir a Salomón en sus Proverbios que sea el agua tan infinita en sí misma, tan incorpórea en su cuerpo, y la codicia de tenerla y de romperla en su unidad fugaz y perdurable.

Si ve, Sigüenza, bullir el agua en la sierra o en la vera, la sentirá con los ojos, con las manos, con la boca, con el pecho, aspirándola desde la superficie al fondo. Si pasa Sigüenza por los secanos, se incorporará su carne la sed de los terrones. Y en la sed se le aparece el agua en todas sus imágenes: agua de hontanado, delgada y virgen; agua despedazada por los berrocales; agua de rambla, con guijas tibias de sol y adelfos rojos; agua celeste de albercón; agua de pozo, que siempre está esperando nuestra mirada; agua de surtidor, que sube soltándose entera en cada gota, cada gota cerrada con luz y júbilo de ser ella hacia el cielo, y arriba se dobla el tallo de toda el agua y cada gota vuelve a ser agua lisa de balsa; agua hacendosa de molino; agua que se aprieta en los alcorques, calando las cepas y los troncos; agua de lluvia; agua cogida viva dentro de la mano; agua de la peña a la boca, como una miel mordida en la bresca y como una fruta en la rama; agua recién nacida, que se arranca con cantarillo de lo más profundo del origen, que todavía sale con el helor duro de la piedra, y viene sin sol, sin cielo, sin campo encima y dentro de ella; agua afilada y desnuda; agua de roca... ¡Quién la recogerá y torcerá como un paño precioso!

Dios.



El ritmo retórico, la adjetivación, el tono bellamente reiterativo, están expresando la sensualidad mironiana ante el prodigio del agua. El agua cantada sensualmente.

Pero si el agua es sensualidad, es también pureza. Por eso Miró, a propósito del lavatorio de manos de Pilatos, recuerda:

Concepto de pureza inspiró siempre el agua. El sabio de Mileto la puso sobre todos los orígenes de las cosas; y el cantor tebano la ensalzó como gracia primera de la vida.



Sensualidad y pureza, de la misma manera que tiempo y eternidad. Tal es la doble condición del agua: por un lado, halago de los sentidos; por otro, incorpórea cifra de pureza. Por un lado, fluencia, movilidad, expresión del tiempo; por otro -y en paralelismo con su pureza-, expresión de lo quieto, de lo eterno. De ahí que al cantar Sigüenza la sensualidad del agua, el placer de la sed detenida para mejor gozar luego, no se olvida, sin embargo, de señalar su condición de eterna. Tiempo y eternidad, movimiento y quietud, presente y pasado, dolor y gozo se mezclan una vez más en esta descripción de Años y leguas sobre la voluptuosidad de saciar la sed:

Las mejillas, los dientes, la lengua, la garganta, reciben una claridad, un goce, una inocencia de infancia fugazmente recuperada y, a la vez, nos penetra un viejo dolor humano. Nos sentimos pasar dentro de la hermosura del agua tan eterna.



Proustianamente, el frescor del agua trae el recuerdo de la bebida en la infancia, trae el dolor del paso del tiempo y el contraste de nuestra finitud, nuestra temporalidad, con la «hermosura del agua tan eterna».

Por eso el río, que en la descripción anterior refleja el movimiento de la ciudad, comunica, al hundir esa imagen en el agua, sabor de quietud, de eternidad, a lo instalado en el plano del tiempo. Las aguas del río son a la vez tiempo y eternidad, fluencia y quietud. Todo lo reflejado en ellas participará de ese toque eternal que el agua conlleva en la simbología mironiana.

Creo que no es casual, sino intencionadamente significativo, el que Miró cerrara sus Figuras de la Pasión con la de la Samaritana.

Quiero recordar nuevamente a Santa Teresa. Ésta, ante el bullir de los manantiales, piensa en el agitarse del alma enamorada de Cristo y exclama: «¡Oh qué de veces me acuerdo del agua viva que dijo el Señor a la Samaritana!» (Vida, XXX).

Esa agua viva es eternidad. Por eso Miró concluye sus Figuras de la Pasión con la estampa de la Samaritana que dio de beber, que calmó la sed de Nuestro Señor:

Y el extranjero la había mirado como enlazándola con la emoción de la tarde, y la había escogido para recibir de sus manos la inocencia del agua.



Tiempo y eternidad, entrañados en el agua; movilidad y quietud, como en toda la obra de Miró. Por eso Azorín, en el homenaje a Miró, titulado In memoriam, y en el que es su tercer capítulo, publicado en 1933, tercer aniversario de la muerte del escritor, puso un epígrafe que viene a confirmar todo lo dicho, que es como el emblema y resumen de la obra mironiana, de su sentido, de su belleza. Ese epígrafe es Eternidad y fugacidad.

Describe Azorín una casa rural, y en ella a Asunción, mujer símbolo de la tierra alicantina. En el zaguán hay un reloj de cuco. Entra Miró en la casa:

Miró está un tanto pálido; camina lentamente; parece que hace mucho tiempo, miles y miles de años, que ha estado en esta casa. Como si fuera un extranjero, lo va examinando todo. Asunción lo ve ir de una parte a otra, y no dice ni hace nada. Lo único que ha hecho es parar en su faena, poner el codo en la mesita, reclinar la mejilla en la mano y estar así contemplando a Miró, que va y viene por el zaguán. Todo lo quiere tocar Gabriel Miró; coge un cacharrito de loza que hay puesto en el cantarero y lo tiene en la mano un rato. Pasa su mano por la curva de un cántaro rezumante de agua fresca. En la tinaja, con su tapadera de pino, se ve el reborde de un acetre, que está metido dentro; Miró quita la tapadera, coge el acetre, lo saca y lo mira con atención. Diríase que sus manos, manos que han estado mucho tiempo inactivas, tienen un gusto especial, hondo, en ir tocando todas las cosas de esta casa campesina.



Y unas líneas abajo escribe Azorín, cerrando el artículo:

Pienso en el reloj; medito en el Tiempo; pasa por mi conciencia, como un velocísimo relámpago, el concepto de eternidad. Aquí, en este punto, cruce de dos o más caminos, me paro, absorto en la contemplación de lo infinito. Y quisiera dar la sensación de tiempo y de eternidad, de cosas efímeras y de cosas perennales. Gabriel Miró es como una leve sombra. Y Asunción es la realidad del mundo. Miró es la eternidad, lo que no acaba, y Asunción, con sus bellos ojos serenos, es lo perecedero, que es un grano de arena, rodando por lo infinito, espera, sin pesar, sin tristeza, el tránsito a lo inmortal. El reloj, cuando Gabriel Miró ha entrado en la casa, marcaba las once y quince minutos; Miró ha hecho en la casa muchas cosas; parece que han transcurrido muchas horas. Y, sin embargo, en este momento, después de haber hecho tantas cosas Gabriel, el reloj señala la misma hora. La misma, no: ha transcurrido un segundo. Y esto es lo que, después que se ha marchado Miró, tiene admirada y suspensa a Asunción. Tiene Asunción la vista fija en el reloj y no puede convencerse de que en un segundo hayan pasado tantas y tantas cosas.

Mañana es el aniversario -concluía Azorín, en 1933-, tercer aniversario de la muerte de Gabriel Miró; en esta fecha cojamos un libro de Miró y vayamos leyendo. Leamos con la serenidad de esta hermosa y limpia mujer que acabamos de esbozar. Y de cuando en cuando, dejemos el libro y tengamos un pensamiento, aunque sea ligero, para lo que es eterno e infinito.



¡Qué gran emoción la contenida en estas páginas azorinianas en memoria de Miró! ¡Qué bien captó el autor de Los pueblos la tonalidad que el tiempo, el problema del tiempo, tuvo para Miró! Por eso Azorín, en la casa de Asunción, supo colocar un reloj, un mironiano reloj que parece pararse en su latir al contacto del escritor, que deseaba impregnarlo todo de quietud y de eternidad. Miró el gran inmovilizador, pasa por ese mundo levantino de Asunción acariciando y mirando todas las cosas, dejando en ellas, tan fugaces, tan frágiles, un deseo, una esperanza de eternidad. De la eternidad que él veía en el agua salida de las manos de Dios, de la eternidad que palpita en el significado cristiano de las campanas. En su canto, en el del agua, el fino oído del gran prosista levantino pudo oír y supo transmitirnos la promesa de que hay para el hombre una vida libre de la mordedura del tiempo.




ArribaAbajoLos diminutivos

De lo expuesto hasta ahora cabría deducir que, pese a ser Azorín y Miró dos escritores difícilmente reducibles a un denominador común, hay entre ellos, a despecho de las evidentes disparidades, una cierta tonalidad próxima, la dada por algunos misteriosos rasgos que podríamos llamar levantinismo, sensibilidad, sensorialidad aguzadísima, impresionismo literario, preocupaciones y temas semejantes, etc.

Son los dos, Azorín y Miró, escritores de estilos inconfundibles. Sin embargo, yo creo que en algún caso, dentro de esa su personalidad estilística, los acentos se entrecruzan, y el deleite sensorial de Azorín trae resonancias mironianas, de manera semejante a cómo, en algún momento, el tierno detallismo de Miró, su captación de lo sencillo y lo cordial suscita un eco azoriniano.

Recuerdo, entre otros ejemplos, dos muy bellos de El libro de Sigüenza, que podrían servir para hacernos ver el azorinismo de Miró. Léase este fragmento del capítulo Pastorcitos rotos, en el cual unas viejas figurillas de nacimiento evocan dolientemente un tiempo ido. Es el viejo tema de las lágrimas de las cosas. Es -para utilizar la certera definición de Ortega, refiriéndose a Azorín- un bello ejemplo de primores de lo vulgar:

Toda esta diminuta Arcadia fue derramada sobre los libros de Sigüenza, y unas manos femeninas van curando dulcemente con el dorado bálsamo de la goma: picos, alas, testuces de bestezuelas, dedos cortados, descalabraduras de villanos, de reyes y hasta de santos; y la misma solicitud y paciencia hacendosa llenan, con sabio artificio, las tinajitas de riquísimos presentes y tiñen un cuero, el manto de un rey, y hasta la buena estrella de Oriente ha sido menester enlucirla.

Y después de curar tantas heridas y de enmendar tantas mutilaciones, ¡cuántos muertos todavía, Dios mío! ¡Y qué perdición en el Nacimiento!: las fuentes cegadas y la arboleda, seca; los pastos, raídos; el camino de los Magos, hecho ramblizo fragoso, y el santo establo devorado por la carcoma. ¡Todo esto ha sido derruido por la ferocidad de un año de vejez!

[...] Pastorcitos nuevos y la mula y el buey querían los hijos que les mercara Sigüenza, y que se buscara un Niño de fina estirpe de porcelana y que se le labraran otros pañales.

Y fueron los padres a la tienda para traerlo todo. Y en la mesa de trabajo se ha mezclado lo flamante y lo viejo.

Las manos infantiles han preferido las figuritas recientes, y la mirada de los padres acaricia las lisiadas.

¡Qué tristeza tienen los pastorcitos hendidos, ciegos, mutilados, los pastorcitos rotos! ¡Cuántas evocaciones de ternura inspira una mano adherida a una orcita vidriada llena de brescas que rueda al lado de un trozo de ala del ángel que bajó a la majada para anunciar que naciera el Mesías a los hombres de buena voluntad! ¡Y la abuela del corpiño negro y de la basquiña roja, la abuela sin cabeza!... ¡Cuánto pesar, Señor, dice su rendida espalda y su cuello segado!

Y los padres se miran en silencio y se empañan sus pupilas. Es que saben ahora por qué antaño amaban los suyos las figuritas viejas de Bethlem, que todo el pasado va emergiendo melancólicamente entre los corderitos rotos.

[...] ¿Verdad que al acabarse la tarde de los domingos, en las tardes de los días de fiesta, sentís algo muy hondo y muy dulce, pero muy triste, que algunos hombres distraídos lo toman por aburrimiento? Pues ese «algo», pero más intenso viene delante de Navidad y hace morada en nosotros cuando Navidad se va perdiendo y alejando entre una fragancia de recuerdos dejados por las figuritas rotas del Nacimiento.

Ellas han renovado intimidades, escondidas ternuras de nuestra vida, de otras vidas, de otras figuras rotas, desaparecidas o desventuradas...

Ahora estamos sólo nosotros con los pastorcitos viejos, que son nuestro ayer y los pastorcitos nuevos, que serán mañana los rotos por nuestros hijos.



La ternura, la gran emoción mironiana que se percibe en estas líneas, son el resultado del encuentro del escritor, a través de las rotas figurillas del belén, con el gran tema del tiempo. Pero aquí interesaba apuntar el tono azoriniano de esas líneas con interrupciones sentimentales como «¿Verdad que al acabarse la tarde de los domingos, en las tardes de los días de fiesta, sentís algo muy hondo y muy dulce...?», muy parecidas a las que tanto abundan en las obras del autor de Los pueblos. Sí, auténticos primores de lo vulgar son los conseguidos por Miró en su delicada elegía a los Pastorcitos rotos.

Color azoriniano hay también en otra bella estampa de El libro de Sigüenza, en el capítulo titulado Un domingo. La sensibilidad de Miró coincide con la de Martínez Ruiz en ir a buscar el agridulce sabor de un día dominical en la paz y la sencillez de un lugar pueblerino. El capítulo abunda en toques azorinianos. Por ejemplo:

Sigüenza y sus amigos fuman contentos y habladores. Viajan sólo por pasar el día siguiente del domingo en la paz de los campos; no se proponen nada. Les aguarda la emoción de un pueblo y de un paisaje desconocidos. Dormirán en el lugar. Han de recorrer sus calles; de las casas sale la claridad de una alcoba de enfermo o de deleite, de una sala de viejecita que reza y pasa el rosario de su recuerdo, de un escritorio de hidalgo que cavila en su hacienda empeñada o piensa en el hijo que partióse desgarradamente por ese mundo. Atravesando una fosca rinconada, verán un muro enrojecido por el hogar de una tahona frontera. Oirán sus pisadas sobre las losas de una calleja donde ruge el agua de una escondida acequia. Llegados a la plaza, los envuelve la áspera negrura de los muros de la iglesia; encima de la torre, en los claros de las espadañas, palpitan limpias, desnuditas y frías las estrellas. ¿No están al pie de los palacios de Aldonza Lorenzo? Y aunque lejos del Toboso, ha de surgir para su mirada la figura larga, cansada, estrecha del valiente y enamorado caballero, transido de emociones, guiado por el embuste y bellaquería.



Hasta la sintaxis parece hacerse azoriniana en trozos como el transcrito, lleno de la emoción de los pueblos, sentida y expresada ésta casi a la manera de Martínez Ruiz, incluso en esa final evocación de Don Quijote en la quijotesca imaginación de Sigüenza. Al mismo capítulo, Un domingo, pertenecen las siguientes líneas:

Los niñitos van mudados, muy alegres porque no hay escuela, pero andan encogidos y medrosos dentro de sus galas. Al salir les advirtieron a gritos terribles que no podían comer, ni revolcarse, ni tocarse siquiera, y si comen una confitura, una fruta que les zuma, se miran con espanto las manos, se tuercen, se doblan para que el gotear caiga en la tierra... Esos niños cuyas morenas mejillas parecen erisipeladas, desolladas por los relumbres del jabón «del» domingo, se van observando las medias gordas, las gorritas con un áncora bordada, un poco morenita..., y hablan de un hermanito muerto, y dejan en el día inmenso y luminoso del domingo un sentimiento de la alegría que nos entristece.



Cualquier lector de Azorín, sin necesidad de buscar pasajes equivalentes, habrá percibido en los que he transcrito de Miró, un tono calificable de azoriniano. Esos domingos de pueblo, esa alegría sencilla que desemboca en la tristeza, las viejecitas rezadoras, los viejos hidalgos, el recuerdo de Don Quijote, el caminar de los niños en la tarde... Todo ello compone un mundo de una gran ternura, acentuada por la abundancia de diminutivos: niñitos, gorritas, hermanito.

Los diminutivos, tanto en Miró como en Azorín, antes que pequeñez o desprecio, expresan fundamentalmente ternura, matizan ciertos estados afectivos, sentimentales. Generalmente, los escritores castellanos que más se han caracterizado por el uso del diminutivo son escritores afectivos, prontos a la ternura, almas sencillas como la de Berceo, que hablaba de la mi almiella, que llama pastorciello a Santo Domingo y serraniella a Santa Oria; almas tan ricas en ternura femenina como Santa Teresa, prodigadora de bellos diminutivos, cargados de expresividad.

Fernando de Herrera decía en sus Anotaciones a Garcilaso que:

La lengua toscana está llena de deminutos con que se afemina y hace lasciva y pierde la gravedad, pero tiene con ellos regalo y dulzura y suavidad; la nuestra no los recibe sino con mucha dificultad y muy pocas veces.



Idéntica doctrina es la de Capmany en su Filosofía de la Elocuencia, al afirmar que «los diminutivos afeminan y hacen lascivo el lenguaje, y le hacen perder toda gravedad».

Pese a esto, la presencia de los diminutivos no siempre significa blando o sensual afeminamiento del austero castellano. Precisamente la flexibilidad de éste le permite soportar la presencia de diminutivos, expresión tantas veces del afecto, del amor, de la ternura, tal como ocurre en muchas canciones y coplas populares.

Que el diminutivo, en la prosa contemporánea, es con frecuencia resorte de emoción y de ternura lo revela bien su presencia en Miró y Azorín. Del primero son líneas como éstas de Dentro del cercado:

Se ahondaba la quietud del paisaje. Entre la menuda hierbecita de la empalizada estriduló un grillo con timidez, blando, indeciso, como si balbuciera.

-¿Aún cantan esos animalitos? -murmuró Laura, recordando las noches estivales en que resonaban con un ludir finísimo de campanillas de plata todos los campos dormidos bajo el tenue claror de las estrellas.

Todo lo pasado, todo lo lejano, volvía a dejarle su miel y su amargura dentro de su vida.

Nos quedábamos escuchándolos..., y me parece que Luis se asomaba y les sonreía como si estos bichitos lo supiesen y le mirasen.



Y unas líneas adelante:

Por todo el reposo de la noche temprana se fue propagando el trémulo y limpio latidito de los grillos.

Comenzó a subir el honrado olor de la leña del horno.

Mucho tiempo estuvo Laura entretenida en la aparición de cada estrella nueva. Las mismas debían de verse desde Alcera y no descubría tantas ni le daban esta serena alegría que ahora recibía de estos ojitos de luz que iban abriéndose en el cielo.



Hierbecita, animalitos, campanillas, bichitos, latidito, ojitos, expresan no sólo pequeñez de cosas, seres y ruidos, sino también intimidad, acercamiento, esa emoción que la noche va poniendo en los sentidos y en el alma de Laura, removiendo en ella sentimientos e imágenes. En la inmensidad, en la infinitud de la noche quieta y estrellada, Miró pone la nota emocional de los diminutivos. La pequeñez de seres, acciones y ruidos en ellos significados, al contrastar con el vasto espacio nocturno, despoja a éste, para Laura, de toda idea de desamparo, de humana soledad, llenando ese amplio espacio de familiar ternura, la que irradia desde los diminutivos.

Del mismo relato, Dentro del cercado, son estas líneas:

Estaba naciendo la mañana, muy pálida, quietecita, blanda y húmeda de nieblas. Era una mañana recogida, reducida bajo un finísimo nublado; y había más quietud, más silencio que en la noche, porque no se oía ningún rumorcito ni cántico de esas menudas criaturas que viven al amor de las estrellas y la luna.



La pequeñez aquí -quietecita, rumorcito, menudas criaturas- expresa el silencio, la delgadez, el limpio perfil de la mañana naciente, su quieta virginidad. El diminutivo actúa como de punto de referencia con el que ponderar el milagro de belleza, no empañado por ruidos ni movimientos, del día que nace entre las húmedas nieblas nocturnas.

También en Azorín el diminutivo es, las más veces, emblema de ternura. Así, en el capítulo XXXII, El niño descalzo, de la obra Don Juan:

Por un caminito de la montaña iba don Juan. La ciudad se veía a lo lejos; por un caminito hacia la ciudad iba un niño descalzo. El niño trae sobre las espaldas un haz de leña; va encorvadito. Al oír pasos ha levantado la cabeza. Camina despacito el niño. No puede llevar la carga que le abruma. ¿Son las iniquidades que cometen los hombres con los niños lo que lleva sobre sus espaldas este niño? Son los dolores de todos los niños: de los niños abandonados, de los maltratados, de los enfermos, de los hambrientos, de los andrajosos. Son los dolores del niño que duerme aterido en el quicio de una puerta; del niño alimentado con leches adulteradas; del niño inmóvil en las escaleras hoscas; del niño encarcelado; del niño sin alegría y sin juguetes... El niño del haz de leña ha hecho un esfuerzo para levantar la cabeza. Sus pies descalzos estaban sangrando. Don Juan ha cogido al niño y lo ha sentado en sus rodillas. Don Juan le va limpiando sus piececitos. El niño tenía al principio la actitud recelosa y encogida de un animalito montaraz caído en la trampa. Poco a poco se ha ido tranquilizando; entonces el niño le coge la mano a don Juan y se la va besando en silencio. ¿Qué le pasa al buen caballero que no puede hablar? A lo lejos, sobre el cielo azul, destaca la ciudad. Se ve el huertecito de un convento, la casa del maestre.



Caminito, encorvadito, despacito, piececitos, animalito, huertecito. La piedad de Azorín ante la niñez pobre y sin alegría ha cristalizado en una serie de diminutivos cargados de ternura y de compasión. El tema infantil, la presencia de un niño, parece empequeñecerlo todo para agrandar el dolor, la emoción del caballero que limpia los pies a la criatura. Todo el paisaje parece quedar tocado de esa ternura, de esa pequeñez: caminito, huertecito. El diminutivo azoriniano se adecúa perfectamente al tema, va de trecho en trecho, a través de la limpia, cortada prosa del escritor, acentuando una insistente nota emocional, percutiendo en la sensibilidad del lector con la fuerza de su sufijo empequeñecedor, con la paradoja de su disminuir acrecentando, su empequeñecer los objetos y las acciones para ensanchar la veta de la compasión, el generoso fluir de la ternura.




ArribaAbajoLa adjetivación

Creo que la consecuencia más importante que cabe extraer del estudio de los diminutivos en Azorín y Miró es la de que ambos son dos escritores fundamentalmente afectivos. Esta consideración provoca en seguida otra de tipo primariamente estilístico: el manejo de la adjetivación es el más expresivo índice de la temperatura afectiva de un texto, de un escritor.

Hay escritores de adjetivación precisa, sobria. Así, el mundo afectivo de Garcilaso aparece expresado a través del equilibrio renacentista en series de muy bellos y muy exactos epítetos:


Por ti el silencio de la selva umbrosa,
por ti la esquividad y apartamiento
del solitario monte me agradaba;
por ti la verde hierba, el fresco viento,
el blanco lirio y colorada rosa
y dulce primavera deseaba.



Cada ser, cada objeto, lleva un único adjetivo, el insustituible. Garcilaso nos da así un renacentista paisaje de esencias, un paisaje esencial en el que cada cosa aparece etiquetada con toda precisión, con su más adecuado marbete. De la misma manera, Fray Luis de León, apoyándose en un concreto paisaje salmantino, nos da, en Los nombres de Cristo, otro paisaje esencializado, hecho de purísimas cualidades, casi duramente cristalino en su limpia integridad:

Era la huerta grande, y estaba entonces bien poblada de árboles, aunque puestos sin orden: mas eso mismo hacía deleite en la vista, y sobre todo la hora y la sazón.

Pues entrados en ella, primero, y por un espacio pequeño, se anduvieron paseando y gozando del frescor, y después se sentaron junto a la sombra de unas parras y junto a la corriente de una pequeña fuente, en ciertos asientos. Nace la fuente de la cuesta que tiene la casa a las espaldas, y entraba en la huerta por aquella parte, y corriendo y tropezando, parecía reírse. Tenía también alameda. Y más adelante, y no muy lejos, se veía el río Tormes, que aun en aquel tiempo, hinchiendo bien sus riberas, iba torciendo el paso por aquella vega. El día era sosegado y purísimo, y la hora muy fresca.



Pocos adjetivos, pero los esenciales, los necesarios para impregnarnos del frescor y la pureza de un paisaje renacentista.

Frente a estos escritores de parca, muy medida, refrenada adjetivación, están los de signo contrario, barroco-romántico o impresionista, caracterizados por el verter adjetivos a manos llenas. Así, Espronceda, entre otros muchos poetas románticos, los acumula uno tras otro, en inacabables series, reveladoras de un temperamento pasional, de una expresividad desbordantemente afectiva. De El estudiante de Salamanca es esta estrofa de muy densa adjetivación:


El carïado, lívido esqueleto,
Los fríos, largos y asquerosos brazos
Le enreda en tanto en apretados lazos,
Y ávido le acaricia en su ansiedad:
Y con su boca cavernosa busca
La boca a Montemar, y a su mejilla
La árida, descarnada y amarilla
Junta y refriega repugnante faz.



Miró, levantino, tendente a las formas barrocas, a la expresión plástica y sensual, es, naturalmente, escritor de muchos, pero muy bellos y precisos adjetivos. Se lee, por ejemplo, en El humo dormido:

Todos los caminos de Jerusalén vienen henchidos y tronadores de caravanas blancas, fastuosas, joyantes, como navíos gloriosos; caravanas foscas de dromedarios flacos y peludos, de gentes mugrientas.



Los adjetivos mironianos encienden delicada y sensualmente las descripciones del autor, ya sean amplias, ya apretadas. En Del vivir se habla de «una gallina, quieta, observadora, reverenda». En Las cerezas del cementerio la presencia del agua cantada en su manantial atrae inmediatamente la afectividad del autor a través del latir de una serie de adjetivos: «encima del peñascal, sin verdor, sin abrigo de arboleda, sola, desnudita, desamparada, palpitante, luminosa, encontró Félix el agua». En El abuelo del rey, la dulzura de un paisaje nos es ofrecida a través de una densa adjetivación, reforzada afectivamente por una construcción polisindética en su primera parte.

El herreñal tierno, mullido, donde duerme el viento y se tiende el sol ya cansado y se oye siempre un idílico y dulce sonar de esquilas, y los chopos finos, palpitantes, de un susurro de vuelo, dejan en el paisaje una emoción de inocencia, de frescura, de alegría tranquila.



La adjetivación mironiana adquiere a veces una prodigiosa calidad de nitidez y precisión dentro de su abundancia. Así, en esta descripción de El libro de Sigüenza:

Era un paseo largo, antiguo y desamparado; tenía las empalizadas podridas; las pilastras, grietosas; el piso, agreste; los bancos, rotos, con hierba en sus heridas; la fuente, seca; los árboles, polvorientos... Había dos edificios grandes, amarillos y decrépitos: el Hospital y el Hospicio... Es que en muchos pueblos los casones viejos, opresores, húmedos, son para las criaturas frágiles, doloridas y tristes.



En este último ejemplo se descubre en Miró el gusto por la triple adjetivación que D. Julio Casares ha estudiado como un recurso estilístico propio del modernismo, concretamente de Valle-Inclán.

Creo que con anterioridad a éste y al modernismo puede encontrarse el artificio de la triple adjetivación en el verso y la prosa de Bécquer. Ejemplos muy abundantes podrían ser transcritos aquí, pero no es éste el tema que ahora nos ocupa.

Romántica o modernista, la triple adjetivación se encuentra no sólo en Miró, sino también en Azorín. El hecho ofrece un cierto interés, sobre todo si tenemos en cuenta que, teóricamente, Azorín preconiza un estilo exento, en lo posible, de adjetivos.

Ya en La Voluntad defendió su autor la sencillez y repudió el llamado estilo brillante: «El escritor [brillante] es esclavo de la frase, del adjetivo, de los finales». Sin embargo, creo que, pese a tal condena, Azorín no se ha librado del todo de esa servidumbre. Por lo menos yo le veo muchas veces sujeto a la estructura rítmica de la frase, al gusto por la acumulación de adjetivos, al musical cierre de los períodos, de los capítulos, tantas veces concluidos en perfectos, sonoros endecasílabos italianos.

No obstante, Azorín, en múltiples ocasiones, ha teorizado sobre el estilo como eliminación. Así, en Pensando en España, y refiriéndose a Cervantes, dice: «El secreto del arte de escribir consiste en eliminar». Y en sus Memorias, hablando de su propio estilo, cree haber alcanzado «un mayor dominio de la técnica y una mayor eliminación de lo accesorio». Se lee también en esas Memorias: «Procuraba escribir, ahora, setentón, de modo más claro que antes. Evitaba el doblar adjetivos.» E insiste: «Hay que cepillar de adjetivos embarazosos el estilo.» Y en otras páginas de El artista y el estilo ha dicho: «Si un sustantivo necesita de un adjetivo, no le carguemos con dos.» Y también: «Huyamos de la duplicidad de adjetivos cuando es innecesaria», comentando que ahora él, Azorín, está «cual en sus mocedades, probando a escribir sin adjetivos». ¿Es que realmente Azorín escribía sin adjetivos en sus primeras obras? Creo que no, y que, por el contrario, a lo largo de toda su producción literaria, siempre podrá percibirse la presencia de una cordial y abundante adjetivación.

Es cierto que Azorín, en bastantes ocasiones, ha elogiado pasajes de la literatura castellana, precisamente por su sobria y escueta adjetivación. Así, en Don Juan se elogian unos versos quevedescos:

Quevedo, en su silva «El sueño», ha dado en dos palabras [dos adjetivos] una sensación profunda de la noche:


      [...] Ciega y fría
cayó blandamente de las estrellas
a noche [...]



Y asimismo, en Al margen de los clásicos, elogia Azorín un pasaje cervantino por la presencia en él de dos precisos y definidores adjetivos:

Don Quijote hállase paseando por el porche -«fresco y espacioso»- de una venta.



Es cierto también que en algún caso consiguió Azorín en la práctica lo preconizado en la teoría: escribir sin adjetivos o, por lo menos, con muy pocos. Véase, por ejemplo, este pasaje de Una hora de España:

El hijo ha salido esta tarde a dar un paseo por el campo; de un momento a otro va a volver. Ya se escuchan pasos en el corredor. El viejo comisario se estremece. No son éstos los pasos de su hijo. Torna el silencio. Poco después resuenan otros pasos. Y éstos, sí, éstos son los de su hijo. El viejo caballero, instintivamente, sintiendo una dolorosa opresión en el pecho, se levanta. Una mano acaba de posarse en el picaporte de la puerta. La puerta se está abriendo...



Sólo dos adjetivos calificativos: viejo y dolorosa. Véanse asimismo estas líneas de Las confesiones de un pequeño filósofo, libres de adjetivos calificativos:

¿Cuándo jugaba yo? ¿Qué juegos eran los míos? Os diré uno: no conozco otro. Era por las noches, después de cenar; todo el día había estado yo trafagando en la escuela a vuelta con las cartillas, o bien metido en casa, junto al balcón, repasando los grabados de un libro. Cuando llegaba la noche, se hacía como un oasis en mi vida [...]



Pero junto a estos relativamente pocos pasajes caracterizados por la nula o escasa adjetivación, cabría citar los muy abundantes, en todas las obras y épocas de Azorín, caracterizados por la acumulación de adjetivos. Ya en La Voluntad, primera obra en la que se perfila el más característico Azorín, cabe percibir una densa adjetivación desde las páginas iniciales:

A lo lejos, una campana toca lenta, pausada, melancólica. El cielo comienza a clarear indeciso. La niebla se extiende en larga pincelada blanca sobre el campo. Y en clamoroso concierto de voces agudas, graves, chirriantes, metálicas, confusas, imperceptibles, sonorosas, todos los gallos de la ciudad dormida cantan.



Del lenguaje de Puche se dice:

Sus frases discurren untuosas, benignas, mesuradas, enervadoras, sugestivas.



Y el de Yuste aparece así descrito:

La palabra enérgica, pesimista, desoladora, colérica, -en extraño contraste con su beata calva y plácida sonrisa.



De Ortuño se lee que «es un clérigo joven, fervoroso, verecundo, ingenuo». Hay, pues, una adjetivación que rebasa la triple enumeración modernista y que en algún caso adquiere un aire barroco, un brillante ritmo orquestal:

Yo admiro las ambarinas, escolopendras, buscadoras de la oscuridad; las arañas tejedoras, tan despiadadas, tan nietzschianas; las libélulas, aristocráticas y volubles; los dorados cetonios, que semejan voladoras piedras centelleantes; los anobios, que corean la madera y nos desazonan por las noches, en las solitarias cámaras, con su cric-crac misterioso; los grillos poemáticos, cantores eternos en las augustas noches del verano...



En Antonio Azorín abundan los ejemplos de triple adjetivación modernista: «Remedios es una moza fina, rubia, limpia»; «una modalidad enfermiza, malsana, abrumadora»; «un agua menudita, cernida, persistente».

En Los pueblos hay acumulaciones de adjetivos como éstas: «unos dedos largos, finos, blancos, sedosos, puntiagudos, guarnecidos de simétricas uñas combadas y rosadas»; «unas notas lentas, lejanas, suaves, amorosas»; «la llanura inmensa, monótona, gris, sombría»; «manos finas, blancas, tenues»; «diminutas iglesias toledanas, blancas, silenciosas»; «lienzos viejos, patinosos, negruzcos»; «rizados, sedosos, deliciosos aladares rubios»; «con voz bajita, dulce, suave, acariciadora, insinuante».

De Los pueblos es aquella descripción del saludo de un buen hidalgo español ante unas damas, descripción rica en adjetivos:

Este gesto supremo, rendido y altivo al mismo tiempo, sobrio, sin extremosidad molesta, sin la puntita de afectación francesa, discreto, elegante, ligero, este gesto único, maravilloso.



La lista podría hacerse innumerable, agotadoramente prolija. El interés de un mayor acarreo de ejemplos radicaría en demostrar que, contra sus propias teorías estilísticas, Azorín se ha servido siempre de una abundante adjetivación. En obras muy posteriores a las que hasta ahora he citado podrían encontrarse ejemplos muy significativos. Así, en Cavilar y contar:

Y luego, de pronto, la música de un caramillo, dulce, melódica, ensoñadora, sugestionadora, resuena en el silencio bajo el fulgor misterioso de los astros perennales.



La adjetivación azoriniana es a veces plena y típicamente romántica. De la misma obra, Cavilar y contar, son estos ejemplos:

Y unos ojos anchos, melancólicos, me miraban con una mirada larga, larga, acariciadora. Y sus ojos me miraron por última vez con una mirada larga, acariciadora. Y en sus labios se dibujó una sonrisa inefable, divina.



En Blanco en azul:

De pie sobre el alto escalón, silenciosa, enlutada, erguida, parecía la misma figura fantasmática, misteriosa. Contemplábamos el titileo brillante, misterioso, de las perennales luminarias sidéreas; un ser inmaterial, etéreo, impalpable.



En Valencia hay pasajes de adjetivación tan exuberante como éste:

Hay una cabeza que se inclina atenta y un cuerpo desnudo, tendido, inerte, blanco, con la faz pálida y los ojos cerrados. Brillo vivo de metales pulidos y blancura inmaculada en las amplias y limpias vestes.



En Félix Vargas:

Y por la noche, apenas acaba el crepúsculo, no rojizas bombillas eléctricas; no la violenta luz eléctrica; anchos y redondos y blancos globos de gas; el resplandor mate y suave del gas; el fulgor sedante del gas, que envuelve la figura grácil y esbelta de la dama y se desliza por la ancha y noble frente de Ayala.



Si es verdad que en ciertos casos tal abundancia de adjetivos queda justificada por la función matizadora, calificadora, especificadora de éstos, otros hay también en que la sucesión de adjetivos, más que acumular diferentes notas calificadoras, sirve para insistir en una sola, intensificándola. Así, en Superrealismo se habla de un «ángel claro, luminoso, radiante». La triple adjetivación indica no diferentes cualidades, sino distinta gradación de menor a mayor de una sola.

No se crea, sin embargo, que la adjetivación azoriniana es superflua y arbitraria. En general, tiene un sentido rítmico, afectivo, es fruto y expresión de ciertas actitudes emocionales. Escojo un solo ejemplo de Antonio Azorín. Es la descripción de una visita a Petrel, pueblo de la madre del escritor:

Azorín ha continuado su viaje hacia Petrel. De Elda a Petrel hay media hora; el camino corre entre grata y fresca verdura.

Petrel es un pueblecito tranquilo y limpio. Hay en él calles que se llaman de Cantararias, del Horno, de la Virgen, de la Abadía, de la Boquera; hay gentes que llevan por apellidos Broqués, Boyá, Bellot, Ferriz, Guill, Merí, Mollá. Hay casas viejas, con balcones de madera tosca, y casas modernas con aéreos balcones, que descansan en tableros de rojo mármol; hay huertos de limoneros y parrales, lamidos por un arroyo de limpias aguas; hay una plaza grande, callada, con una fuente en medio y en el fondo una iglesia. La fuente es redonda; tiene en el centro del pilón una columna que sostiene una taza; de la taza chorrea por cuatro caños perennemente el agua. La iglesia es de piedra blanca; la flanquean dos torres achatadas; se asciende a ellas por dos espaciosas y divergentes escaleras. Es una bella fuente que susurra armoniosa; es una bella iglesia que se destaca serena en el azul diáfano. Las golondrinas giran y pían en torno de las torres; el agua de la fuente murmura placentera. Y un viejo reloj lanza de hora en hora sus campanadas graves, monótonas.



La adjetivación es aquí precisa y abundante a la vez, Azorín describe desde la emoción, desde el cariño por el pueblo de su madre. Pero al mismo tiempo el prosista va frenando, limitando esa emoción. Por eso las primeras líneas del pasaje son puramente informativas, enunciativas. Excepto un adjetivo -grata- puede decirse que los restantes empleados en esas primeras líneas se limitan a presentar, con una técnica, es cierto, que tiende a resaltar los valores de pulcritud y limpieza del pueblo levantino: «un pueblecito tranquilo y limpio»; «huertos de limoneros y parrales, lamidos por un arroyo de limpias aguas».

Pero tras esas primeras líneas de adjetivación puramente presentativa, descriptiva, algo sucede al llegar Azorín a la plaza de la iglesia y la fuente. Un estremecido acorde de grandeza y de emoción irrumpe en la hasta ahora fría adjetivación informativa. Parece que en un principio continúa el mismo tono adjetivatorio:

Hay una plaza grande, callada, con una fuente en medio y en el fondo una iglesia. La fuente es redonda; tiene en el centro del pilón una columna que sostiene una taza, de la taza chorrea por cuatro caños perennemente el agua. La iglesia es de piedra blanca; la flanquean dos torres achatadas; se asciende a ella por dos espaciosas y divergentes escaleras.



Y de repente, Azorín cambia su tono: de presentar pasa a emitir juicios de valor, la descripción se torna elogio, se hace canto. Lo enunciativo, explicativo, cede el puesto a lo emocional, lírico. ¿Qué ha sucedido? Un adverbio nos da tal vez la clave: «chorrea por cuatro caños perennemente el agua». Azorín ha encontrado en una plaza grande, silenciosa, de Petrel, con una iglesia y una fuente, el latir del tiempo, la presencia del agua -símbolo en Miró de fluencia temporal y de quieta eternidad-, del agua que fluye perennemente. La descripción se llena ahora de movimientos y de sonidos, de adjetivos que indican ya, no una fría y distante actitud de espectador, sino una afectiva, apasionada inmersión de Azorín en este escenario de la plaza, en esta profunda emoción del tiempo latiendo en el fluir de la fuente, en el sonar del reloj de la torre.

Es una bella fuente que susurra armoniosa -canta ahora Azorín, con un perfecto alejandrino-; es una bella iglesia, que se destaca serena en el azul diáfano. Las golondrinas giran y pían en torno de las torres; el agua de la fuente susurra placentera. Y un viejo reloj lanza de hora en hora sus campanadas graves, monótonas.



Compárese esta sentimental, apasionada adjetivación de ahora con la heladamente descriptiva de la primera mitad del trozo: casas viejas, madera tosca, limpias aguas, plaza grande, etc. Al contacto del tiempo, el estilo, la prosa de Azorín, se ha encendido líricamente, se ha cubierto de adjetivos, que, a diferencia de los anteriores, nacen, no ya de la mirada del viajero, sino de su estremecido corazón. Tiempo y eternidad -sonar de campanas, fluir perenne de una fuente- se han cruzado en las torres, asediadas de golondrinas, de un bello pueblo levantino. Tiempo y eternidad, una vez más en Azorín, han quedado latiendo en su prosa a través de la cálida presencia -voz empañada emocionalmente- de unos adjetivos, de unos admirables, precisos adjetivos azorinianos.




ArribaProsa musical

Dice bastante de la riqueza y calidad literaria de Miró y Azorín el que yo ahora, al concluir estas páginas en torno a su obra, sienta el desconcierto y la desilusión de quien sabe que, pese al amor puesto en el empeño, muchas cosas han quedado sin decir, muchos temas e incitaciones por examinar.

Al llegar al final, es preciso escoger un último aspecto que complete el anteriormente estudiado. Me refiero a la calidad rítmica, al valor sonoro, musical, de dos de los más bellos modelos de prosa española contemporánea.

En otra publicación mía traté de encuadrar ciertos aspectos musicales y plásticos del lenguaje de Miró en una tendencia neomodernista, próxima, aunque distante a la vez, a la de Valle-Inclán, y entroncables ambas con la obra, con el arte verbal de Rubén Darío.

La agudizada sensorialidad mironiana, orientada literariamente bajo un signo modernista, puede percibirse en mil aspectos. Por ejemplo, en la eufonía de los nombres. Miró se deja atraer por seductoras cortezas verbales. Hay nombres -de personas, de pueblos, de cosas- cuyo sólo enunciado, cuya sola agrupación misteriosa de vocales y consonantes, provocan en el escritor sensual deleite.

Recuérdese el tan conocido y comentado capítulo Toponimia, de Años y teguas, en el que Miró glosa la belleza de los nombres de pueblos alicantinos.

Agres, Ondara, Alcalalí... ¿Es la delicia de la palabra por ella misma? Pero es que la palabra sería deliciosa si no significase una calidad, y estos nombres rurales en boca de sus gentes dejan un sabor de fruta, que emite la de todo el árbol con sus raíces, y su pellón de tierra, y el aire, y el sol y el agua que lo tocan y calan.



Y en la misma obra se lee, a propósito del nombre de un pueblo, Tárbena:

Ahora se daba cuenta de la feminidad del nombre y de la imagen que siempre le inspiró este pueblo; y lo cotejaba y lo hallaba dentro de la palabra Tárbena de antaño, que le producía un cóncavo abejeo de caracol marino.



Recuérdese asimismo cómo en Las cerezas del cementerio el nombre de Beatriz «dio a Félix sabor y perfume de mujer patricia y romántica».

En menor escala, con más adelgazada sensualidad, algo de esto se da también en Azorín, tan atento a veces al puro goce del sonido, de la música entrañada en los topónimos y onomásticos.

Así, en el capítulo XVI de Superrealismo, cuando el narrador vacila, pensando en cómo ha de llamar al protagonista de su novela, desfilan diversos nombres propios, cargados de asociaciones e incitaciones:

Su nombre; dificultad del nombre; el personaje que no surge en tanto no tenga nombre. El nombre de Federico Bustos, que rueda, va, viene y torna a vagar. Federico Bustos, que no es Alicante; que puede ser Zamora, o Palencia; acaso Valladolid. Obsesión de un apellido significativo. Fuerza de los nombres que leemos en los rótulos de las tiendas; ningún novelista puede inventar un nombre que posea la vitalidad del más vulgar nombre que leamos en la muestra de una abacería. Federico Bustos, desechado. Otros nombres, docenas de nombres que vuelan y revuelan. Tomar uno y dejarlo; cazarlos como mariposas, al vuelo. Ir dejándolos todos. Necesidad apremiante de un apellido con color, con expresividad; el personaje que desea salir de lo increado; el personaje que ya está definiéndose, y que, sin embargo, no tiene todavía nombre. Emilio Caicedo. Caicedo es Galicia; prados húmedos y niebla en las peñas. Jorge Olloqui, expresivo, pero no alicantino; Jorge Olloqui, Guipúzcoa. Surge típico Bendaña. Bendaña impera y Bendaña se impone. Bendaña, recto y sonoro. Valentín Bendaña; puede ser un poeta; un músico; un músico, sobre todo. Bendaña, la Giralda. Bendaña, como bandera que flamea al viento en la Giralda; [Obsérvense las asonancias puramente acústicas, sonoras. Bendaña es asonante de Giralda, aa. Bendaña, recto y sonoro, se asocia, pues, a Giralda por razón visual y de rima, y a bandera por razón de semejanza consonántica] que flamea y chasca al flamear. No es lo que se necesita ahora. Otra cosa. Apellidos corrientes en Monóvar. Repasarlos. Verdú, Albert, Vidal, Navarro, Cerdá, Calpena, Brotons, Alfonso, Sogorb, Bellod, Mallebrera, Arnal [...] Arnal, Cerdá, Brotons, Navarro, Calpena, Mallebrera, Verdú. Toda la ciudad que surge con plasticidad recial, viril, ante estos nombres.



Y en Félix Vargas hay un diálogo que nos da la medida del goce azoriniano ante los nombres de los pueblos, semejante al de Miró:

-La duquesita de Brandilanes.

-Brandilanes... Parece esa palabra un cascabel de plata. ¿Qué es Brandilanes?

-Un pueblo de la provincia de Zamora.

-Brandilanes...

-Faramontanos, Moldoras, Navianos de Valverde, Manzanares del Barco, Poblidora de Aliste, Vegalatrava.

-¡Oh, lo que le gustaría eso a Víctor Hugo!

-Casaseca de Campeón, Cerecinos de Carrizal, Monfarracinos, Morezuela de los Infanzones.



La preocupación de Miró por los sonidos, por los nombres de personas y de pueblos ayuda a entender la contextura sonora de su prosa, una prosa muy trabajada estilísticamente, en la que todo tiende hacia un logro de belleza: adjetivos, yuxtaposiciones o períodos con polisíndeton, juegos de vocales y consonantes, presencias o ausencias de verbos, e incluso repeticiones rítmicas.

Véase, por ejemplo, qué alta calidad poética, qué tono de poema en prosa tienen estas líneas de El caracol del faro, con la rítmica repetición de un motivo, de un vocablo:

Era la mujer del torrero; semejaba a una hermana suya, viejecita; una niña arrugada, y toda de plata; la piel, el pelo, los ojos, los labios, todo pálido y frío como la plata; una niña frágil de plata antigua.



Repeticiones de este tipo, más simétricas aún, abundan en la prosa de Azorín.

Así, en Antonio Azorín se lee: «con su eterno gesto de displicencia, que perpetuó Velázquez, que perpetuó Carreño, que perpetuó Del Mazo».

Recuérdense en la misma obra unas líneas del capítulo X: «Este viejo tiene un bigote blanco, recortado, como un pequeño cepillo; viste un pantalón a cuadritos negros y blancos; lleva unos lentes colgados de una cinta negra; se apoya en un bastón de color avellana»; líneas repetidas sin apenas variación tres capítulos adelante, en el XIII: «Hace un momento ha llegado un viejo que tiene un bigotito blanco en forma de cepillo, que viste un pantalón a cuadritos negros y blancos, y se apoya en un bastón de color de avellana.»

Un caso semejante se encuentra en Los pueblos, en el artículo Un trasnochador, con una descripción repetida en el intervalo de unas pocas páginas. En una se lee: «La luz de la luna, suave, plateada, baña las fachadas de las casas; de los aleros, de los balcones, caen unas sombras largas, puntiagudas, sobre los blancos muros.» Y más adelante: «La luz de la luna baña suave, plateada, las anchas calles; de los aleros, de los balcones, caen unas sombras largas, puntiagudas.»

En muchos casos la repetición rítmica azoriniana va unida a la cadencia de una amplificación retórica. Contra lo que algunos creen, no siempre es Azorín parco en palabras y en giros retóricos, sino que en muchos casos prodiga unas y otros. Ya en La Voluntad se encuentran trozos como éste: «llenan los estantes de oloroso alerce, libros, muchos libros, infinitos libros, libros en amarillo pergamino, libros pardos». O como este otro captador, en sus insistentes repeticiones, del sonoro volar de una abeja: «una abeja revolotea en torno a un romero, zumbando leve, zumbando sonora, zumbando persistente». Todo es sonoridad aquí, reforzada por la asonancia leve-persistente.

Recuérdense en Los pueblos amplificaciones retóricas como ésta: «Y las rejas, estas vetustas rejas de Lebrija, estas rejas anchas, estas rejas nobles, estas rejas soberbias.» O en La ruta de Don Quijote: «La llanura ancha, la llanura inmensa, la llanura infinita, la llanura desesperante.»

Se ve, pues, que Azorín no dice las cosas de la manera más directa posible, sino buscando un bello y sonoro rodeo amplificador. Así, en Tomás Rueda se lee: «¿Qué impresión os producen los tejados, los tejados de una vieja ciudad, de una populosa ciudad?» Esta pregunta retórica podía haber sido expresada así: «¿Qué impresión os producen los tejados de una vieja y populosa ciudad?» Si Azorín ha preferido la amplificada repetición retórica es porque con ella, con sus pausas y sus cadencias, ha querido expresar una gran emoción, una de esas grandes emociones que cortan la elocución, la fragmentan, la cargan de lentitud sentimental.

La fascinación y el encanto entrañados en el período breve azoriniano, de oraciones cortadas y escuetas, ha hecho olvidar que no toda la prosa de Martínez Ruiz se caracteriza por esa estructura sintáctica. Y, sobre todo, que aun dentro de ella, del período breve, subyace una determinada retórica, una muy clara y fina musicalidad.

No es cuestión ahora de plantear en todo su alcance el problema del período breve en la historia de la prosa castellana. Quiero tan sólo recordar que no es el de Azorín el único o primer intento.

Antonio de Capmany, en su Filosofía de la Elocuencia, en la edición de 1812, dedicó cierta atención a este problema:

De la cortedad de los períodos se forma el otro estilo [el opuesto al oratorio o de período amplio] que se llama «truncado». Este se compone de proposiciones breves, que no tienen enlace unas con otras, pues cada cual forma un sentido perfecto. Esta manera de composición tiene más viveza y energía que la rotunda y numerosa; y pertenece a ciertos asuntos como a los didácticos y doctrinales, y a las sentencias morales y políticas, y no sienta mal a los festivos y jocosos. Pero sólo debe reinar este estilo donde la calidad de la composición lo pida; pero mezclándolo alguna vez con el rotundo en los casos y lugares que piden esta unión, para huir de la cansada uniformidad.



Creo que cuando Capmany decía que el estilo cortado conviene a asuntos didácticos, doctrinales, morales y políticos, pensaba tal vez en Quevedo, que, por ejemplo, en su Marco Bruto, llega a escribir así:

Mugeres dieron a Roma los Reyes, y los quitaron. Diólos Silvia, virgen deshonesta; quitólos Lucrecia, muger casada y casta. Diólos un delito; quitólos una virtud. El primero fue Rómulo, el postrero Tarquino.



Incluso lo de que tal estilo «no sienta mal a los [asuntos] festivos y jocosos», pudo ser dicho por Capmany pensando también en Quevedo, que en algunas de sus obras satíricas empleó un estilo cortado. De El sueño de las calaveras es este pasaje:

El trono era obra donde trabajaron la Omnipotencia y el Milagro. Júpiter estaba vestido de sí mismo, hermoso para los unos y enojado para los otros; el Sol y las Estrellas, colgando de su boca. El viento, tullido y mudo. El agua, recostada en sus orillas. Supensa la tierra, temerosa, en sus hijos, de los hombres.



El período breve sirviendo a un estilo cortado y conciso tiene, pues, una tradición nacional y hasta una ascendencia clásica en cierto tipo de prosa latina. Hubo, sin embargo, en el siglo XIX español, un tipo de prosa cortada extranjerizante, la que Agustín Bonnat y, sobre todo, Pedro Antonio de Alarcón, manejaron en ciertos relatos breves, e incluso en El final de Norma y otras novelas extensas, imitando el estilo del escritor francés Alfonso Karr. La Pardo Bazán, dura censora de estas narraciones de Alarcón, hablaba de «un prurito de disparar paradojas inocentes, derrochar humorismo de café, convertir en pirotecnia las ideas», y se refería a «los parrafitos desmenuzados» y al «chisporroteo de la frase».

No ha sido Azorín, por tanto, el primer prosista español que ha empleado un período breve, de oraciones aisladas, de muy sencilla estructura sintáctica. Y tampoco ha sido el primero en ser acusado de extranjerizante por tal tipo de prosa. Pero habría que recordar que en bastantes ocasiones, llevado Martínez Ruiz de su ya estudiado gusto por la repetición y la amplificación, se lanza a construir períodos de gran cadencia retórica, extensos y complejos, como esta invocación sentimental con que se cierra musicalmente -último gran acorde- el libro Los pueblos:

Cipreses centenarios, cipreses inmóviles, cipreses que os levantáis en la desolación castellana, cipreses que habéis escuchado tantas voces y lamentos, tantas súplicas salidas de humildes corazones, cipreses que habéis oído las plegarias de nuestros abuelos y de nuestros padres, yo tengo para vosotros, para vuestro tronco desnudo y seco, para vuestro follaje rígido, inmóvil, un recuerdo de simpatía y de amor.

Yo veía también esos humilladeros, esas cruces de piedra puestas en los aledaños de una vieja ciudad. En las gradas sobre que la cruz se levanta, o en el basamento que las sostiene, ¡cuántas veces nos hemos sentado un momento para reposar de un largo paseo! De lejos, al volver a esta vieja ciudad, ¡cuántas veces hemos columbrado llenos de emoción los brazos de esta cruz!

Yo veía los conventos silenciosos y retirados, con sus huertos amenos, las pequeñas y claras celdas con su estante de libros, los claustros largos y sonoros. Yo veía las ermitas que se levantan en las fragosidades de una montaña o en la monotonía de un llano. Yo veía, en fin, todos los parajes y lugares que en nuestra España frecuentan la devoción y la piedad. ¿No está en estas iglesias, en estas columnas, en estas ermitas, en estos conventos, en este cielo seco, en este campo duro y raso, toda nuestra alma, todo el espíritu intenso y enérgico de nuestra raza?



La cadencia reiterativa y amplificadora, el movimiento de admiraciones e interrogaciones, la recapitulación afectiva simbolizada en la fórmula de cierre «en fin», están indicando la presencia de una gran retórica, semejante a la que se percibe en otro capítulo de ese mismo libro, Los pueblos, el capítulo En Urberuaga, donde se encuentra un período tan largo como éste:

Si vosotros amáis a esas muchachas. románticas de pueblo, tan suaves, tan tristes, tan delicadas, tan fantaseadoras, que gimen, que lagrimean, que pasan súbitamente de una alegría a un desconsuelo, que guardan en el fondo de un cajoncito un retrato desteñido y unas cartas con timbres de un café o una fonda, que tienen una enredadera, que tocan en el piano «La marcha fúnebre de una muñeca», que leen a Campoamor y a Bécquer en un libro forrado con un periódico, que se miran al espejo de pronto para ver si se han puesto feas, que aguardan tras los visillos, en los días foscos del invierno, el pase de un transeúnte desconocido, que tal vez es un galán que puede revolucionar su vida...; si vosotros amáis a estas muchachas, venid a Urberuaga.



Obsérvese la estructura sintáctica y se verá que, dentro de un período de bastante extensión, está constituida por un imperativo, «venid a Urberuaga», enlazado a una condicional, «si vosotros amáis a estas muchachas», que abre el período retórico y se repite al final. «Muchachas» es el antecedente de una serie de oraciones subordinadas de relativo que van sucediéndose una tras otra. Es, dentro de su sencillez, una estructura retórica al servicio de un propósito sentimental.

Construcciones de este tipo retórico, invocaciones, interrogaciones, prosa toda impregnada de afectividad, abundan en la obra azoriniana. Recuérdese el siguiente pasaje de Al margen de los clásicos:

¿No es verdad que, al lado de los dos viejos ríos tan españoles -que pasan bajo seculares puentes romanos; que retratan paisajes áridos, parameras, pueblecillos de adobes, milenarias ciudades llenas de conventos y de caserones de hidalgos; que son cruzados por carromatos con largas ringleras de mulas, y por cosarios con sus recuas-; no es verdad que nos produce una indefinible sensación el ver al lado de estos ríos, este otro río tan lejano, tan remoto, que lleva sus aguas a un mar que no es ni el Mediterráneo ni el Atlántico, y que bordea ciudades misteriosas y extrañas para nosotros?



Hay casos en que la función musical de la amplificación retórica se percibe tan claramente como en este pasaje de Valencia, en el que se alude al instrumento musical llamado charamita. A su contacto, al de su cálida música de signo árabe, las oraciones se alargan y amplifican, el período se mueve perezosa, blandamente, como la misma música bajo el sol levantino:

Ahora, las diez de la mañana, en un día ardiente de julio, bajo el vivísimo sol, los trillos van dando vueltas por la era. Todo a esta hora está quieto en la campiña. La viva luz del sol se come el escaso color del paisaje valenciano. Y en el sopor del momento, una voz larga, inacabable, como llorosa, se deja oír en todo el contorno. La monorrítmica melopea dice siglos y milenios. Sube de las entrañas profundas de un pueblo y de las simas del tiempo. El trillo va dando lentamente la vuelta y la canción se alarga, se alarga, se alarga, como un quejido, como una súplica, como un lamento de los millones y millones de antecesores, que en esta tierra valenciana vuelven un instante a la vida y nos reprochan nuestro olvido.



La prosa de Azorín es, pues, una prosa musical a despecho de su cortada apariencia. En un estudio publicado en otra parte he tenido ocasión de examinar con algún detalle ciertos aspectos o elementos rítmicos en el lenguaje de Martínez Ruiz, la presencia en su prosa de sonoridades reducibles a muy conocidos versos españoles.

De la musicalidad de la prosa azoriniana dice también bastante un examen del valor plástico y rítmico de los vocablos, del juego de vocales y consonantes expresando ciertos efectos descriptivos o emocionales.

De Antonio Azorín es esta descripción, un paisaje de sol, de luminosidad, de blancura, en el que, expresivamente, son las vocales de la serie anterior las más abundantes:

El sol blanquea las quebradas de las montañas y hácelas resaltar con aristas luminosas; el cielo es diáfano; los pinos cantan con un manso rumor; los lentiscos refulgen en sus diminutas hojas charoladas; las abejas zumban; dos cuervos cruzan aleteando blandamente.



En estas líneas, la vocal a aparece 33 veces; la e, 19; la i, ocho; la o, 16, y la u, nueve. Es decir, 60 vocales blancas frente a 25 oscuras. Además, la presencia de 27 consonantes nasales añade un blando zumbido, el de las abejas, el de los cuervos que van «aleteando blandamente».

De una manera semejante, 13 consonantes nasales dan humedad umbría a estas otras líneas de la misma obra, Antonio Azorín: «mientras el huerto se sume en la penumbra y suenan lentas, son a son, las campanas del Ángelus».

De La Voluntad es este pasaje en el que domina -11 veces- la vocal i, la de sonido más agudo y penetrante, como corresponde al efecto, a la sonoridad implicada en la descripción:

Y suenan silbidos ondulantes, silbidos repentinos, bocinas, ruido de engranajes, chirridos, rumor de carretillas.



Añádase al efecto estridentemente sonoro de la i el de la abundancia de erres, comunicadoras de tremenda vibración al apretado pasaje descriptivo.

En ocasiones no son las vocales o consonantes las que transmiten un efecto sonoro, emocional, sino la misma estructura sintáctica. De Antonio Azorín es este bello ejemplo de polisíndeton:

Y se ha hecho un gran silencio. Y en el aire parece que había sollozos y lágrimas. Y han sonado lentas, una a una, las campanas del Ángelus.



Esas tres oraciones que se abren con Y nos dan algo así como los latidos del silencio, la tirantez del silencio roto por un sonido.

¡Qué bello mundo sonoro el de Miró y Azorín! Vibran las palabras, las vocales, las consonantes; las oraciones aparecen distribuidas rítmica, cadenciosamente; los períodos, la estructura sintáctica fluye suavemente sonora.

Cuando Miró dice, en las Figuras de la Pasión: «¡Cómo debieron vibrar los dedos del Creador cuando hicieron el germen de la abeja!», parece, en su admiración, casi en su envidia, estarnos dando la clave de su estilo, y también, en cierto modo, del de Azorín. A los dos prosistas levantinos también han debido de vibrarles los dedos de la creación literaria a la hora de escribir sus más bellas páginas, como si la vibración del corazón pasara a la mano y de ésta a la escritura y a las páginas, para quedar en ellas viva, permanente, esperando el sólo contacto de una sensibilidad -la del lector- que la movilice.

La vibración de Miró es más apasionada y cálida, más sensual y prolongada. La de Azorín es más suave, más tenue. Pero si por tantos caminos hemos ido uniendo, temática, estilísticamente, a estos dos grandes prosistas levantinos, unámoslos también ahora, para concluir, en nuestra vibración de lectores: la de nuestra admiración y nuestro afecto.







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