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ArribaAbajo Los libros potenciales del maestro Battistessa

Pedro Luis Barcia


Se cumple este año el centenario del nacimiento de don Ángel José Battistessa, uno de los más notables humanistas del país y figura impar de nuestra cultura. Eximio filólogo, matizado y penetrativo crítico, dotado de un verdadero don de lenguas que nos benefició a todos por sus calibradas y poéticas versiones del alemán, inglés, francés, italiano, provenzal. Dámaso Alonso ha hablado de su «argentinidad universal». Y así era, en efecto.

Trabajé junto a Battistessa a lo largo de un cuarto de siglo, desde que fui su ayudante alumno en la cátedra de Literatura Española Medieval hasta que lo remplacé en ella cuando se jubiló, en la Universidad Nacional de La Plata. Tres días a la semana laboré junto a él, escuchándolo, en diálogo provechoso, distendido y bienhumorado, sobre lo divino y lo humano, en sus cursos, conferencias y seminarios, los martes y jueves en la ciudad de los tilos y los sábados, en el Instituto del Idioma, de la Fundación Pedro de Mendoza, entidad compartida por el gobierno de Madrid y de Buenos Aires, por él dirigida desde su origen hasta su clausura por inanición presupuestaria. Ustedes dirán que de poco me ha valido esta frecuentación con el maestro, pero yo me esperanzo en el refrán que dice: «Tanto anda uno con la miel que algo se le pega». Claro, se sabe que cada cual saca del pozo según la capacidad de su balde, y ésta sería mi limitación. De cualquier manera soy un deudor vitalicio de su alto magisterio, desaprovechado tal vez, nunca aprovechador y chapado a la antigua, es decir, con público reconocimiento de esa deuda. Hoy día el discipulado se perfila de otras formas. Cuando, a los veintitantos años, comenté en un librito, de feliz fortuna, el ejemplo onceno de El conde Lucanor, quebrando una caña por don Illán, mágico de Toledo, definía mi opción por la gratitud frente al maestro: por don Ángel, mágico de Barracas, al sur.

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Y cuando concluí mi tesis doctoral que él dirigió, sobre Los «Proverbios morales» del Rabí Sem Tob, en una línea le expresé mi gratitud. Era un verso del Libro de Alexandre que dice: «Maestro, tú me crieste, por tí sé clerecía».

Treinta años después, publiqué, como homenaje a don Ángel en vida, mi libro Ángel J. Battistessa. Semblanza y bibliografía, a él remito como testimonio de mi devoción. Con estas referencias, rescato mi sostenida gratitud, tal vez, el único homenaje que sea capaz de darle.

La vasta obra escrita de Battistessa refleja sus cualidades concertadas y múltiples. Dueño de un fraseo y de una dicción personalísimas, con un gobierno infrecuente de la sintaxis y de un virtuosismo adjetival infrecuente.

Mucho dejó escrito y publicado el maestro. Su bibliografía registra esa diversidad de intereses y saberes que lo caracterizó.

Hoy quisiera, en su memoria, hablar de lo que, a propósito de Darío, en uno de los tomos de sus escritos dispersos, he llamado «bibliografía de sombras» o «bibliografía potencial». Aquellas obras que insinuó, que inició y abandonó sin concluirlas o componerlas, las que imaginó y deseó organizar y no alcanzó a concretarlas, o la obra inédita que no será editada tal vez, pero cuya existencia nos consta.

Comenzaré por ésta. Battistessa se atareaba en la redacción cotidiana, minuciosa, de un diario personal, nulla dies sine linea, a la manera en que alcanzamos a conocer solo en partes o extractos, como el de Charles du Bos. Precisamente, esta vasta obra del autor francés era uno de sus modelos en este terreno de la literatura intimista o egotista. Sólo publicó de este Diario escuetos fragmentos, y fui auditor de varias páginas, que me leía a la sobretarde, sentados en la primera biblioteca y escritorio de su amplio piso en la calle Salta, donde solía recibir, él ante el escritorio antiguo, y yo, en uno de los sillones fraileros que componían el mobiliario del lugar. En esas páginas, evocaba tertulias a las que había asistido, diálogos enteros reconstruidos al hilo de la memoria fresca, pues redactaba cada día, o cada noche, lo de la jornada. Recuerdo, por ejemplo, la primera entrevista con Claudel y la sorpresa de éste al ver que su traductor y estudioso no era un abate ni un clérigo de sotana, como lo había supuesto por el hondo conocimiento que de teología revelaban los escritos prologales de sus versiones de La anunciación a María o Juana   —227→   de Arco en la hoguera. Las demoradas visitas a las galerías de los Uffizzi, con descripciones y comentarios de sus cuadros dilectos; los diálogos con Arturo Farinelli; la exposición de las obras de Pascal; una velada de ópera; las conversaciones con Ortega y Gasset a bordo de un barco que los llevaba a Europa; reflexiones vespertinas mirando el mar desde la playa, desde Benicarló; y tantos momentos, obras, paseos, encuentros, que llenaban varias carpetas y cientos y cientos de páginas. Ese Diario, más que nada, era el cuaderno de bitácora de su espíritu, poroso, inquieto, delicado. Campeaban en sus páginas lo que su querido Du Bos llamaba aproximaciones. Vocablo que le resultaba acertado para expresar ese movimiento envolvente, gradual, curvo por el que se iba acercando, a través de espirales de abarcamiento, al objeto de su consideración. La línea recta le resultaba odiosa, por cartesiana y geométrica. De allí su rechazo por la planta urbana de La Plata, a la que disculpaba gracias a la presencia coposa de los árboles abundantes. En cambio, le placían las callecitas toledanas, tortuosas, y los barrios de la judería de Praga. Las mismas preferencias se advertían en el movimiento de su frase con que se acercaba, cautelosa y gradualmente, a las realidades que comentaba. Si en sus artículos periodísticos se esforzaba por mantener una línea expositiva, dado el destino de esas páginas y su público vasto, centrándose en el desarrollo del discurso crítico que tenía espacio acotado, vasto pero acotado -como lo fue la casi o total plana primera del suplemento dominical de La Nación, en que publicó lo más generoso y frecuente del caudal de sus colaboraciones-, en su Diario personal, en cambio, libre de las restricciones del espacio inicuo y de la voluntad de servicio expositivo para el lector del hebdomadario, se explayaba en sus paseos sintácticos de compleja organización latina y sin prisas. «Hay una sintaxis del alma», decía, y así titulé el artículo que escribí a su muerte en las páginas del gran diario. En este Diario ilímite, donde se movía con la holgada libertad de la expresión y de las asociaciones, gozaba con las correspondencias que descubría entre las realidades y con los puentes que tendía entre un cuadro y una pieza musical, entre un poema y un grabado.

Si este texto se publica -ignoro si ha sido resguardado-, se constituirá en una obra única en la literatura argentina. El que tuvo siempre   —228→   por lema que dio título a dos notables libros suyos: El poeta en su poema y El prosista en su prosa, pudo decir, similarmente, Battistessa en su «Diario», y sería cabalmente ajustado.

Un segundo libro potencial del maestro, para el que había adelantado material abundante, versaría sobre uno de sus autores preferidos, Paul Claudel. Más de dos bibliografías, de ésas confeccionadas con solapas de libros y papeletas, y que no compulsan las obras mismas, le inventaron un nombre y hasta una editorial: La poesía de Paul Claudel, editorial Convivio. Esta obra es inexistente, aunque él proyectaba retomar, algún día, los prólogos a sus versiones del teatro claudeliano, los muchos artículos que le destinó a su poesía, las notas con que enriqueció sus versiones y, quizá, páginas de su Diario y completar, con todo ello refundido, una introducción a la lírica y al teatro de Claudel. Pero no se aplicó a hacerlo, básicamente por dos «distracciones», como él las llamaba, cotidianas suyas: la epistolografía, pues contestaba cuanta carta o esquela recibiera -y ocupaba en ello varias horas al día- y las conferencias casi diarias (llegó a dar dos por día, y aún más de cien sobre distintos aspectos de Dante, en el año 1965, aniversario del florentino), que lo llevaban de aquí para allá, a merced de su generosa vocación de asistencia.

Solía decirle que necesitaba de un curator para que no dilapidara sus bienes espirituales y su tiempo, que debía concentrar en la producción de su obra orgánica. Battistessa necesitaba de los plazos de entrega para concluir sus escritos. Y saben bien los editores lo que penaban con sus correcciones infinitas en cada entrega de pruebas de página. Castigaba sus páginas una y otra vez, buscando una mayor calibración del matiz, orlando la caja tipográfica con su letra pequeña que incluía un nuevo parágrafo, una notícula aclaratoria, un escolio ampliador. Su lema en esto era el que él mismo comentó, a propósito de Lope, dejar: «oscuro el borrador y el verso claro».

Comentaba que su corrección inicial era «amatar el estilo» -así dicho, con arcaísmo gustoso-, pues en su primera versión la frase le nacía demasiado barroca y meandrosa en su textura. Lo hemos visto volver una y otra vez sobre una oración rearmándola y reordenándola. Lo propio hacía en la corrección de las pruebas de   —229→   imprenta de la totalidad de los Cuadernos del Idioma que supo dirigir, mejorando la tropezada dicción de algunos colaboradores novatos, o esclareciendo las de un maestro que no tuvo tiempo de volver al estilo sobre su trabajo. Fue toda una experiencia la vez que tomó -la única, lamentablemente, por eso escribo como lo hago- un artículo mío y lo fue retocando reflexivamente, en voz alta, y explicándome las razones de las enmiendas: «No escriba aquí "manoseado", ni "sobado", diga "manido", que atempera la imagen de lo físico operando sobre la materia». Y así parecidamente, como solía decir, con esa preferencia por los adverbios en «-mente» que fue objeto de un trabajo de una discípula suya.

Una tercera obra potencial de la que me habló varias veces fue Benedetto Croce hispanista. En rigor, ya tenía una buena porción adelantada en la larga monografía que, con ese título, publicó en un tomo de homenaje al polémico napolitano, organizado por la Universidad de Buenos Aires. Incluso, le había prometido a la hija del polígrafo el envío, en un año, del libro en cuestión; pero no logró aplicarse a él, distraído por circunstancias siempre urgentes, pero no esenciales, que lo arrancaban de su escritorio monacal y de su copita de licor.

Una cuarta obra proyectada por él me llevó a secundarlo activamente durante un par de años. Había pensado en la elaboración de una suerte de manual para los profesores jóvenes, un vademécum o enquiridión de bolsillo, portable para que los muchachos tuvieran en su mano una guía para diversas cuestiones fundamentales para su formación y ejercicio crítico: cómo se estudia una época, cuál debe ser el papel y la presencia de lo biográfico, los pasos para el análisis y comentario de textos, los resguardos de la libertad metodológica frente a los objetos estéticos cambiantes que reclaman cada cual su asedio peculiar y no de fórmula dogmática y reductiva, las atenuaciones de la generalización riesgosa, etc., etc. El modelo que había propuesto para este libro era el tomo que había preparado Etienne Gilson sobre el ya citado Charles du Bos. Una selección temática de textos de la propia obra crítica y filológica de Battistessa, ordenadamente dispuestos en sucesión articulada,   —230→   acompañado cada pasaje con comento y explicitación, y apuntes sobre el contexto, que le sirviera de marco para su mejor utilización y un hilván que tendiera arcos entre unas cuestiones y otras, con referencias internas claras y precisas. Tomé a mi cargo la selección de las citas, extractadas de la totalidad de lo escrito por el maestro, es decir, de los libros y de sus innúmeros artículos dispersos en un mar de revistas y periódicos. Todo lo tenía yo registrado en la bibliografía que fui haciendo sin consultarlo y que no le anuncié hasta tenerla lista, y para la que no ayudaba pues seguía publicando incesantemente. Mi método de trabajo era éste: marcaba el pasaje elegido, lo copiaba en un tarjetón y colocaba arriba las palabras clave de referencia (época, estilo, valor del símbolo, etc.) y, al pie, la referencia bibliográfica. Alcancé a entregarle unas ciento cincuenta grandes fïchas, de las que, lamentablemente no preservé copia. Si consideramos la tarea que debía asumir el autor, de contextuar, tejer, acotar, etc., se duplicaba el material y, prólogo y notas mediante, el volumen editado oscilaría en torno a las doscientas cincuenta páginas. Nunca pudo concluir esta labor, pese al entusiasmo que manifestaba en cada entrega de material que yo le hacía, a medida que iba copiando y ordenando. Ignoro dónde quedó este material a su muerte.

Y, en fin, tres potenciales libros más elaborables a partir del material disperso de sus plurales artículos no agavillados en tomo. En dos cumpleaños sucesivos -qué le podía regalar un joven profesor argentino, casado y ya con prole, al maestro, sino su propia obra en nueva presentación-, en sendos cumpleaños, decía, le entregué, fotocopiados y pegados en columnas dispuestas en hojas de ocio, la totalidad de algo más de setenta trabajos dispersos, el grueso de los cual es los había dado a conocer en La Nación, reunidos en dos carpetas, para que los ordenase temáticamente por anidad y dispusiera de tres o más libros, sin mucho esfuerzo.

Como no avanzaba en la organización del material, le solicité las carpetas de las cuales faltaban algunos trabajos pues se ve que los había sacado para alguna referencia o copia. Le propuse, entonces, una distribución en tres tomos: uno dedicado a la literatura española   —231→   y argentina, otro a la literatura francesa y un tercero, a la inglesa y la alemana. Todo, material no reunido en sus libros. A la muerte de Battistessa, la Universidad Católica quiso hacer una edición de dicho material y me convocó para ello, incluso ya había dispuesto de dinero para la empresa, pero hubo dificultades con los herederos, y se anuló aquella posibilidad que nos hubiera permitido recoger la siembra aún dispersa y valiosa del maestro venerado. Allí están las carpetas, como el arpa dormida, esperando la mano familiar que habilite su edición.

Este aspecto desconocido de su bibliografía de sombras quería yo aportar hoy, con memoria agradecida, en este cumplesiglos de don Ángel José Battistessa, Presidente ilustre de nuestra Academia, prestigio para nuestra Corporación, humanista orgullo de nuestro país, y en lo cordial, maestro entrañable. Tuvimos y tengamos el orgullo de que Battistessa haya sido y sea nuestro.