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Borges y Bioy Casares. Versiones y diversiones de una confesada confabulación literaria

Lisa Block de Behar





Los discípulos de Paracelso acometieron la creación de un homúnculo por obra de la alquimia; los cabalistas, por obra del secreto nombre de Dios, pronunciado con sabia lentitud sobre una figura de barro. Ese hijo de una palabra recibió el apodo de Golem, que vale por el polvo, que es la materia de que Adán fue creado. Arnim y Hoffmann conocieron esa leyenda. [...] Harta de sonoras noticias militares, Alemania acogió con gratitud sus fabulosas páginas, que le permitían olvidar el presente. [...] Esa figura es a la vez el otro yo del narrador y un símbolo incorpóreo de las generaciones de la secular judería.


(Borges1)                


[...] proyectamos un cuento policial -las ideas eran de Borges- que trataba de un doctor Praetorius, un alemán vasto y suave, director de un colegio, donde por medios hedónicos (juegos obligatorios, música a toda hora), torturaba y mataba a niños. Este argumento nunca escrito, es el punto de partida de toda la obra de Bustos Domecq y Suárez Lynch.


(Bioy Casares2)                


Hace pocos años tuve oportunidad de presentar algunos aspectos de la relación amistosa y literaria que Borges y Bioy cultivaron durante largas décadas, una unidad, tan sólida como sorprendente, establecida por ambos autores a partir de coincidencias y diferencias, siempre en bien templada armonía. Fueron dos de los mayores escritores del siglo XX y si bien cada uno se distinguió por su arte y los artificios3 que sus prácticas requerían, a veces, los dos fueron más y menos de dos. Fundidos en una unidad o fundando una unidad singular y contradictoria, que se integraba o desdoblaba casi sin advertirse en una suerte de simulacro literario y, aunque creada de común acuerdo, semejante a los dos, actuaba como ellos no actuaban, escribía como ellos no escribían, un escritor artificial, otro golem atento a la magia de las palabras.


Otro golem

De procedencia cercana, entre Europa central y oriental, las leyendas del Golem remitieron durante siglos a una entidad extraña, un ser inanimado, arcano y humano a la vez, de nombre hebreo en todas las lenguas, que ha tenido una «figuración» tradicional y esotérica de consecutiva relevancia literaria y cinematográfica, una perduración larvaria y espectral. Prolongado por revelaciones rabínicas y relatos laicos, el mito afincó también en nuestras tierras australes desde donde se propagó hacia otras latitudes, desde páginas literarias al espacio sideral, alcanzando más de un sitio o, con el fin de recuperar los derroteros del origen, errando de Praga a Buenos Aires4 y a la inversa, con el fin de celebrar, hace algo más de un par de años, las alternativas de un imaginario planetario y universal.

Desde el hebreo ancestral hasta las diversas lenguas de la actualidad, golem significa una «criatura humana artificial a la que se dio vida por medios sobrenaturales» o, parcialmente semejante, se define como un «mecanismo que se mueve automáticamente», o un «embrión», así se entiende desde el Génesis hasta el hebreo hablado de hoy en día.

Replicando sus palabras, se ha dicho más de una vez que Borges se enseñó el idioma alemán leyendo El Golem, la novela de Gustav Meyrink, a la que se refiere en un artículo consagrado a ese autor en El Hogar5. Pero con anterioridad, en los años de su adolescencia en Ginebra, Borges ya había descubierto el libro de Martin Buber Die Legende das Baal Shem y atribuyó a ese primer encuentro el aprendizaje de la lengua. Entre los cuentos que Buber reúne en este libro, Borges lee y traduce precisamente «Jerusalem» y, desde entonces, alentó el mayor entusiasmo por las ideas del filósofo y, complacido por las impresiones poéticas de su prosa musical, admiró la obra de quien se encontraba muy próximo, por geografía y afinidades culturales, por su erudición, misión y militancia judías, de esos horizontes de ficción más que de doctrina, de los que Borges nunca más se apartó. Por esa misma vocación, años más tarde, en 1929, tradujo al español un cuento de Meyrink, de su libro Der Fledermäuse, una traducción que, según Borges, el propio Meyrink ponderó, atribuyendo las generosidades del elogio a su total ignorancia del español.

Más de una vez Borges confesó que el único escrito de toda su obra que, a su criterio, merecería perdurar, era «El Golem». Contrariamente a las predicciones que cernía sobre sus escritos, Borges decía (o deseaba) que solo ese poema fuera el destinado a permanecer.

¿Por qué suerte de superstición, al pie de la letra, literal y contradictoria, sería justamente «El Golem», el único texto a rescatar de la espléndida fortuna literaria que sería la suya? ¿Por qué deseaba que solo sobreviviera el poema dedicado a un espectro inhumano, animado por lúgubres ficciones y referencias opuestas, ese «embrión» que existe antes de ver la luz o que deviene «espíritu de los muertos» después de su extinción? ¿Por qué debería durar justo esa aterradora hechura de tiempos medievales creada por un rabino en Praga, un engendro que, según mitos y creencias, fue castigado por desobedecer, como si fuera humano? Si se creyó suficiente la inscripción mágica de una palabra que significa «verdad», en hebreo emet, para darle vida, ¿bastó la supresión de la primera letra de esa palabra para precipitar su muerte y desintegrarse como polvo en el polvo?

Fueron numerosas las conferencias que dio Borges sobre la cábala y frecuentes las referencias al Golem en su obra. En un capítulo de su Libro de los seres imaginarios, entre gnomos y grifos, refiere la afanosa búsqueda de los cabalistas por encontrar en el texto divino la secreta combinación de letras cifradas para la construcción de seres artificiales a los que pretendían inspirar vida y aliento. También visitó a Gershom Scholem en Jerusalén, en procura de la vasta erudición que su «amigo Gerhardt» sabía prodigarle sobre ese universo inquietante y el misterioso engendro que nace en honor a la verdad inscrita en hebreo, letra por letra, sobre su frente, una leyenda que, semejante a los prodigios del Génesis, lo cautivó desde el principio. Por las ambigüedades de esa gestión o gestación verbal de la palabra que tanto instaura como afantasma, «El Golem», mito, novela, film y poema, revista en línea, nombre de otros inventos e iniciativas, deviene el enigma necesario, el emblema que requiere y reitera esa fascinación del misterio, que se resiste a la explicación y, tal vez solo por mantenerlo, sobrevive.

Por su parte, la fantasía de Bioy está llena de seres mecánicos, médicos místicos y perversos, doctores Faustos o infaustos, robots, híbridos que se parecen al Golem, en la medida en que el Golem se parece al hombre y en la medida en que el hombre se parece a D'os. Los siniestros doctores que abundan en sus novelas y cuentos protagonizan personajes y aventuras que no son extraños ni al Golem -aunque no lo mencione- ni a los robots, estas criaturas mecánicas concebidas por Karel Capek6. En realidad fue Joseph, su hermano -con quien compuso el drama Adán, el Creador- el que designó robot a esa invención, recuperando un significativo expediente etimológico, y previendo en parte las trágicas vicisitudes que la historia del siglo XX le deparó.

Borges recuerda esa colaboración literaria, artística y fraternal en la «Biografía sintética» con que presenta a Karel Capek. Al referirse a otros escritores checos, aludiendo a Praga, «la milenaria ciudad donde dos culturas se juntan, no sin discordia y sin milenario rencor: la de Bohemia y la germánica»7, reivindica Borges la pertenencia del autor a la categoría de esos «escritores checos que han renunciado a la (relativa) universalidad del idioma alemán»8. Sus dramas, oriundos de los mismos territorios y de similares desvelos, urden el conflicto de la semejanza que subyace, como en el caso del Golem, en los principios de las mayores construcciones de la estética, y sustenta alternativamente las especulaciones del pensamiento filosófico o las hazañas de la tecnología, desde las seducciones utilitarias de la antigüedad hasta las controversias de la más emergente actualidad.

Cuando Bioy Casares, en su cronología, hace referencia a la decisiva unión literaria y amistosa con Borges, iniciada en la segunda mitad de la década del 30 y mantenida durante las largas décadas de sus fecundas existencias, dice, casi en los mismos términos que se transcriben en el epígrafe:

Planeamos un cuento que nunca escribiríamos, pero que es el germen de Seis problemas para don Isidro Parodi, sobre un filántropo alemán, el Dr. Praetorius, quien por medio de métodos hedonísticos -música, juegos incesantes- logra matar a los niños9.



El humor sarcástico del modelo, el Dr. Med. Hiob Prätorius10, el hecho de que este famoso médico hubiera inventado un suero para combatir la estupidez humana, el carácter policial de la obra, la ironía con que Curt Goetz la elabora y las anticipaciones que en clave paródica su autor sugiere, fueron suficientes para aproximar esos antecedentes a los propios experimentos literarios con el humor que solían hacer ambos escritores argentinos y a su sostenido interés por el ingenio de narraciones policiales propias y ajenas.




Montevideo, of all places!

Entre otras obras de diverso y divertido carácter, Goetz es autor de Das Haus in Montevideo11, que solo conozco por referencias de interlocutores alemanes enterados fortuitamente de mi procedencia rioplatense. Esa coincidencia geográfica lo aproximó más aún a la curiosidad literaria de Borges y Bioy, no solo porque Borges siempre se declaraba menos porteño que «oriental» (el término atávico con que se designa, sin nostalgias, a quienes nacimos en la Banda Oriental, denominación que aún mantiene el extenso nombre oficial del país: «República Oriental del Uruguay»). La «otra Banda» como, con afectuosa confianza, acostumbraba a nombrarla Bioy, quien radicó gran parte de sus narraciones en esta región del universo, atravesando las fronteras de un espacio que, utópico y trascendente, cercano y fantástico, se encuentra Más Allá, con mayúscula (aunque debería escribirse con minúscula en realidad, en esta realidad de vecindad geográfica y rioplatense que visitaba y tematizaba con familiar frecuencia y que sentiría, por más inmediata, más perturbadora).

Desprovisto de cualquier intención realista, Bioy solía procurar, sin embargo, los datos que confirmaran sus andanzas, como si la ficción necesitara legitimar el estatuto fantástico que le es propio a partir de la realidad y las precisiones que la definen. En una carta que dirige a Emir Rodríguez Monegal, en 1952, requiere algunas de las averiguaciones que se constatarán o constarán en sus cuentos:

Querido amigo: Estoy escribiendo un cuento que empieza en Montevideo, a fines de octubre de 1839. [...] Para que todo en mi narración no sea demasiado abstracto, me convendría que el héroe fuera a un lugar apacible y arbolado. ¿Habrá entonces algún parque, alguna plaza arbolada, no lejos de la calle Piedras? Tal vez podrían servir las Orillas del Plata. O si no, porque en el recuerdo todo es poético, alguna calle elegante. ¿Por dónde se paseaba la gente en aquellos años? Pero, realmente, prefiero los árboles y la placidez de la naturaleza. Perdone que lo moleste para algo tan irreal como un trabajo mío12.



Habría que señalar otras coincidencias en relación con esos topoi koinoi y los genii loci que orientan las referencias y preferencias del discurso, pero me limitaré a recordar nada más que una porque en ella se concentran varios aspectos de este mismo tema. Recordaría, entonces, a Jules Laforgue, poeta uruguayo nacido en Montevideo en 1860 y muerto en Francia en 1887, quien viajó en su infancia a los Pirineos para instalarse algunos años después en París, donde padeció la más desventurada miseria hasta que, por arte de magia o por la magia del arte, como en los cuentos de hadas, fue contratado por la Emperatriz Augusta como su áulico Lector privado, convirtiéndose en una especie de príncipe de ficción en un palacio ajeno.

Además de numerosas cartas, de ensayos críticos, de narraciones y de poemas, durante su estadía en Berlín, Laforgue escribió diversas crónicas sobre esta ciudad, publicadas en Berlin, la cour et la ville (1886), donde, al describir l'âme allemande, en el único capítulo que titula en alemán, «Gemüht», se complace en celebrar la manía berlinesa por las asociaciones («Vereine: Berlín cuenta con ocho cientos por un millón de habitantes»). Knauth atribuye parte de las derivas marinas e idiomáticas de Laforgue a esas primeras experiencias montevideanas y transoceánicas:

Innumerables paseos en canoa, barco o balsa -a remo, a vela, a vapor [...] son para él sueños interculturales, donde las voces del agua le hablan a veces en varias lenguas: paso täglich cuatro horas en el lago, solo, en canoa [...] Remo, remo.



Lectores de Laforgue, Borges y Bioy celebraban las audacias intertextuales de sus imitaciones que transgreden con respeto y descaro conjugados los modelos del canon, la ironía con que replica las grandes glorias literarias no solo de Francia, escarneciéndolas. Irreverentes, los versos del poeta tergiversan los versos más célebres de los grandes autores, los más venerados. Citas sobre citas, sus voces revocan los pruritos del establishment, esa sintonía melancómica que lo consagra, modulando el tono Laforgue, al que quizá haya aludido más de un poeta al lamentar haber leído todos los libros:



¡Estoy extenuado de tanto arte!
Repetirme, ¡qué dolor de cabeza...!

[Je suis si extenué d'art!
Me répéter, quel mal de tête!...]13



Intentando descubrir las conformidades que habiliten una interpretación más ajustada de las obras de estos autores y de la singular profesión de amistad que los unía, menciono esas referencias literarias que imponen necesariamente, en virtud de los rituales de la lectura, citas y encuentros en lugares y textos comunes, de un lector «élitéraire» -como diría Knauth retrocando la activa disposición neológica de Laforgue-, de alguien que, «siendo políglota, entrevé el horizonte plurilingüe de la literatura universal»14.

No sería difícil descifrar las claves de afinidad amistosa e intelectual que distinguían la relación entrañable entre Borges y Bioy y aplicarlas según un régimen compartido de lecturas comunes consolidado por ese fervoroso reconocimiento de la irradiación de citas, apreciadas como un procedimiento literario inevitable y primordial:

Por dispares que fuéramos como escritores, la amistad cabía, porque teníamos una compartida pasión por los libros15.



En sus realizaciones literarias, las habituales lecturas e innúmeros escritos, apuntan hacia una poética de la citación, la relevancia de la escritura/lectura, la doble acción de escritores que ceden el espacio a otros escritos o escritos de otros, movidos por la hospitalidad que sus textos actualizan, no solo porque allí proliferan las referencias, las repeticiones sino porque revelan la mera naturaleza del lenguaje que es cita y copia, y no puede ser de otra manera. Siempre lo fue y lo es cada vez más, solo que, desde que la lectura, las citas y las copias son tema de poemas, narraciones y teorías, desde que las reflexiones sobre la multiplicación de las citas se multiplican a su vez en obras que se repiten, es esa repetición la paradójica originalidad que, ante litteram, privilegiaron ambos autores. Citas, copias, réplicas de palabras o de imágenes, de personajes y episodios, la repetición -una suerte de analogía paradójica, que copia y cambia- se impone como condición necesaria de la imaginación y no es posible evitarla.

¿Por qué, según Borges, Pierre Menard no podía haber sido sino un autor francés? ¿Tan notable sería la determinación genealógica de Bouvard o de Pécuchet como para descartar cualquier otra filiación nacional de su célebre personaje? ¿Habrá tenido Borges noticias de Nicolas Bourbaki16, el genial matemático francés de nombre griego y de existencia inventada, un honesto fraude fraguado por un grupo de matemáticos de igual origen a fines de los años treinta? ¿Habrá sido Pierre Menard el extraordinario modelo de ese científico, uno de los más influyentes en las matemáticas del siglo XX? Si algunas décadas antes, un escritor francés inventó la obra de una célebre poeta griega inexistente pero autora de canciones verdaderas, si mucho tiempo atrás, un poeta escocés había inventado a Osian, el poeta celta que necesitaban sus compatriotas para magnificar un pasado desprovisto de héroes nacionales, si los heterónimos no han faltado a las mejores literaturas para ensalzar, mediante el relato de antecedentes históricos verosímiles, una gloria necesaria, ¿por qué Borges no se permitiría inventar a un escritor francés autor de la obra que consagró a un célebre escritor español y los consagró a Borges y a Menard al mismo tiempo? Contemporáneo de otros matemáticos franceses que optaron por el seudonimato, Bourbaki habría sido un precedente cercano bastante probable de Pierre Menard, tan considerado por sus colegas que le atribuyeron, por pura y lúdica generosidad, una teoría de conjuntos que ellos mismos habían realizado en conjunto.

De ahí que no asombre demasiado que el cuento más citado del siglo XX esté centrado en la cita y que tenga por protagonista a un escritor que, deslumbrado por el Quijote, cite un pasaje de la novela letra por letra, palabra por palabra. Ni que el cuento más citado sea el cuento en el que la cita cuenta. Para mejor, para hacerla más fehaciente, las líneas que se transcriben refieren a la verdad y a la historia. En resumen, el autor es inventado pero la cita no lo es, aunque la verdad que declara sea discutible ya que, contingente, sometida a la historia, se altera cada vez.

Entre invenciones y copias, tampoco asombra que la invención literaria más conocida -no solo en español- haya sido la de Morel y, según la novela de Bioy, se entienda que la duplicación o multiplicación técnica de imágenes depredan la realidad hasta hacerla desaparecer para conservarse -una conservación problemática- hasta el infinito en copias que también son infinitas. Como los lugares más citados, las copias de imágenes y las citas textuales devienen los topoi koinoi del discurso, y es previsible que se las prefiera y se sigan reiterando.

Formuladas así estas premisas, no descartaría que esa preferencia por hacer acopio de citas y copias que profesan Borges y Bioy no sea ajena a la afortunada pluralidad de sentidos que tiene cita en español. Cita es una copia textual, es cierto, pero significa, en un ámbito mayor, dentro y fuera de las disciplinas literarias, un encuentro, un rendez-vous amoroso o amistoso, ese appointment que apunta, afectivo, apasionado, hacia una comunidad sentimental o textual: un sentido no puede ocultar otro sentido, más bien lo conserva latente, como si uno guardara los ecos de otro.




De nombres propios o impropios

Bajo la doble y conocida denominación de H. Bustos Domecq y B. Suárez Lynch, Borges y Bioy firmaron varios textos escritos por ambos, de responsabilidad común y compartida. Fue tan estrecho el intercambio que ni uno ni otro podrían reivindicar qué escribió cada uno. Pero los aciertos de la obra que resultan de esa sólida cooperación no se limitan a esa suscripción única y doble que oculta, a medias, un par de autores, ambos a la par o más, al punto que, en este sentido, se podría volver a plantear una «cuestión Borges-Bioy», o una «cuestión Bustos Domecq», y aunque menos filológica, no menos enigmática que aquella que, al dudar de la identidad individual de Homero, quedó instituida acreditando desde entonces una pluralidad antigua y fundacional.

Pero, a diferencia de las vacilaciones establecidas de esa cuestión clásica, es la certeza de la «existencia» de un autor dual -real e imaginario a la vez- la razón de su excepcionalidad. La pluralidad del registro podría asimilarlo a los heterónimos que hicieron célebre a Fernando Pessoa, aunque la verificación biográfica del binomio Borges-Bioy lo diferencia de «la obra [...] del autor "fuera de su persona"»17, como definía Pessoa esa urgencia plural por multiplicarse en la alteridad, sin incluirlo en la categoría de una seudonimia, una falsedad siempre más trivial.




La imaginación del doble

Alguna forma de predestinación, que suele anunciar la escritura, pudo haber determinado esta curiosa dualidad de escritores asociados. Una fatalidad que exigió, a partir del avance de la ceguera de Borges, en 1956, la colaboración de allegados, la asistencia de su madre, en primer lugar, de amigas más o menos íntimas pero siempre consecuentes, de manera que le leyeran o escribieran los textos de los que estaba privado, contrarrestando por «la alegría de la amistad y los hallazgos compartidos»18, por los ejercicios de la memoria, el pesar y las limitaciones de la enfermedad. Por otro lado, en el caso de Bioy (como ya se ha dicho), su propio nombre propio implicaría una dualidad inherente que el autor explica en los conocidos términos:

En cuanto al significado del nombre Bioy, me llegaron diversas versiones: para la que juzgo mejor, Bioy significaría «uno contra dos»19.



Estas disquisiciones, entre biográficas y filológicas, intentan esbozar las tendencias que predominan en sus respectivas obras pero que convergen hacia una (id)entidad conjunta: la constante imaginación del doble, que no disimulan ni el pensamiento de Borges, ni su ficción ni su poesía, se cruza con las duplicidades de las tramas inventadas por Bioy. Ambos autores admiten que las facultades del pensamiento articulan mecanismos no menos fantásticos que la lógica, una reflexión apta para duplicar cosas en la mente, como si se reflejaran en el agua. Para Bioy, como para Borges, «en la vida todo se da en pares»20. Tal vez la presunción de una existencia fantasmal, de su definición imposible, haya determinado la condición ilusoria de una literatura que ignora adrede las fronteras entre uno y otro, donde lo fantástico atraviesa lo cotidiano, en esa zona imprecisa, apta para reservar el suspenso narrativo, que no excluye un suspenso aún mayor.

Un lugar común de la crítica borgiana redunda en señalar la atracción hacia los desdoblamientos de la identidad, como ocurre en «Borges y yo», o su inclinación a asumirlos como paradojas de la alteridad, como en El otro, el mismo (1964), o a sistematizarlos teóricamente como en la conferencia que dictara en Montevideo, en 1949, donde incluyó el tópico como uno de los procedimientos fundamentales de la narración fantástica21:

Sugerido o estimulado por los espejos, las aguas, y los hermanos gemelos, el concepto del doble es común a muchas naciones. Es verosímil suponer que sentencias como «Un amigo es otro yo» de Pitágoras o el «Conócete a ti mismo» platónico se inspiraron en él22.



En Borges et Borges23, Néstor Ibarra, su controvertido traductor, se atreve a clausurar, por la circularidad de la tautología, las aperturas de una cópula demasiado flexible cuya fórmula seguirá tolerando ayuntamientos infinitos: «Borges y …»: Borges and translation, Borges et la métaphysique, Borges y los otros, Borges y la cábala, Borges e il barroco, Borges y el cine, «Borges y yo», Borges y Bioy.

Por eso, interesa insinuar una convergencia entre ambos procedimientos de la imaginación (dobles e híbridos), que no son ajenos a los temores fundados en la acechanza fantasmal de espectros y cruzamientos sobre quien piensa, sabe, imagina, habla: «Viejas como el miedo, las ficciones fantásticas son anteriores a las letras»24. Los miedos a las sombras, a las quimeras, a esas desilusiones diarias y diurnas que los sueños transforman en pesadillas, yeguas opresivas y nocturnas que no son privativas de la literatura ni de la ficción. Acosan a los hombres y abruman sus sueños desde que comienzan a soñar. Bioy recurre -y su recurrencia es tanto recurso como frecuencia- a la imaginación del híbrido, que habilita la reducción de dos en uno.




Un milagro inverso

Son numerosos los encuentros personales y literarios en los que la dualidad de ambos autores se estrecha en una confabulación que, si bien es más fábula que conspiración, no prescinde de ciertas complicidades. No faltan ejemplos de esos entrecruzamientos narrativos y amistosos. Por ejemplo, en 1940, Borges publica «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», donde la ficción se pone en marcha a partir de la conocida discusión sobre una entrada enciclopédica relativa a la región de Uqbar entre el narrador (cuyos atributos coinciden con los de Borges) y Bioy Casares (el amigo, el escritor que en el cuento deviene personaje). En esas circunstancias novelescas Bioy recuerda haber leído, en una edición de «The Anglo-American Cyclopaedia (New York, 1917)», una aserción cuyas precisiones procuran verificar, una cita que, demasiado citada, citaremos una vez más:

Entonces Bioy Casares recordó que uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres25.



El mismo año, en 1940, Bioy publica su novela más famosa: La invención de Morel en la que Borges, de la misma manera que Bioy en su cuento, aparece iniciando la narración; pero prefiere no ubicarse en la trama de la novela sino en el prólogo, una instancia textual previa en la que los espacios intermediarios, biográficos y literarios, se confunden en apariencias de sinceridad al margen de la ficción. En ese vaivén entre el comienzo del cuento y el prólogo, antes del comienzo de la novela, el narrador de «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» da cuenta crítica de la existencia posible de una novela que resume las alternativas de La invención de Morel:

Bioy Casares había cenado conmigo esa noche y nos demoró una vasta polémica sobre la ejecución de una novela en primera persona, cuyo narrador omitiera o desfigurara los hechos e incurriera en diversas contradicciones que permitieran a unos pocos lectores -a muy pocos lectores- la adivinación de una realidad atroz o banal26.



Las coincidencias entre ambos textos, estrictamente contemporáneos, no son solo casuales. Borges, desde el umbral de presunta sinceridad que es el prólogo y Bioy, introduciéndose -o introducido por Borges- en el ámbito de la ficción del cuento, saben atenuar los límites individuales, superponiendo sus diferencias en una continuidad narrativa mayor que las integra.

En muy diversas tareas he colaborado con Borges: hemos escrito cuentos policiales y fantásticos de intención satírica, guiones para el cinematógrafo, artículos y prólogos; hemos dirigido colecciones de libros, compilado antologías, anotado obras clásicas27.



Prácticas de un ritual afianzado durante años, ambos autores propiciaban una suerte de convivialidad que los unía. «Para Borges las conversaciones con Bioy fueron, sin ninguna duda, una manera de hacer mentalmente los borradores de varios de sus cuentos y de sus artículos»28. Muchos años después, en el «Epílogo» a sus Obras completas en colaboración, Borges reconoce no solo esa labor compartida sino, en términos generales, especula sobre ella. No se refiere solo a Bioy sino que, al final del volumen donde reúne los escritos que ha realizado gracias a la leal asistencia de otros amigos, sintetiza el peculiar fenómeno literario que implica, redoblando la farsa con una vuelta paródica más:

Hacia 1884 el doctor Henry Jekyll, mediante un modus operandi que se abstuvo de revelar, se transformó en el señor Hyde. Era uno y fue dos. (Años después, algo muy semejante ocurriría con Dorian Gray). El arte de la colaboración literaria es el de ejecutar el milagro inverso: lograr que dos sean uno. Si el experimento no marra, ese aristotélico tercer hombre suele diferir de sus componentes, que lo tienen en poco. Tal es el triste caso del narrador santafesino Bustos Domecq, tan calumniado por Bioy Casares y por Borges, que le reprochan su barroca vulgaridad29.






El tercer nombre

Las afinidades intelectuales y afectuosas entre Borges y Bioy, las divertidas sátiras compartidas que llevaron a cabo, los magistrales aciertos literarios desde los que intercambiaban señas de complicidad de un texto al otro, justifican esa insólita fusión que la famosa fotografía de Borges, las imágenes de ambos como una sola, en sobreimpresión, contrae en un híbrido paradigmático, anticipando las destrezas de imágenes infográficas corrientes de una actualidad que las corrige según conveniencias menos legítimas.

Los nexos que aproximan sus obras, las oscilaciones entre las oposiciones de una fabulación que imagina el conocimiento y una fabulación que imagina las técnicas, dan cuenta de la naturaleza confabulatoria del doble que identifica y altera, o del híbrido que proyecta una unidad entre especies distintas, una unión previa y profunda que los sueños alimentan, permitiendo entrever una entidad original, anterior a la escisión y el castigo, la dualidad inherente a la condición simbólica.

Sin mayores pretensiones de trascendencia, la confabulación de estos dos autores, las diferentes fantasías de su imaginación favorecen una conciliación complementaria que no omite esa restitución simbólica con la que se tiende, según el mito platónico de los andróginos, a superar la fractura producida por la soberbia y el castigo.




Las ambigüedades de la imaginación: el conocimiento y la máquina

El tema también podría haberse propuesto como un imaginario de la visión que repite y anticipa las alternativas entre la ceguera y la perspicacia (en tanto que «agudeza y penetración de la vista»), las profundidades de una visión interior (insight, como privación de la visión) o de la visión sensorial que aseguran las prótesis mecánicas, extendiendo la fisiología a datos inesperados de la percepción. Son las di/visiones de una misma imaginación, magias y máquinas que, obedeciendo a distintos mecanismos, se complementan recíprocamente.

Lúcido espectador cinematográfico, Borges había consagrado al ejercicio de la crítica de cine una atenta dedicación de años. Si bien cree que la ceguera «debe ser un instrumento más entre los muchos, tan extraños», que el destino o el azar le depara, ese «don» lo aparta del cine. Concluye con un verso de Goethe: «Alles Nahe werde fern»30, el alejamiento progresivo que Borges refiere al lento proceso de la ceguera, una distancia perdida.

Se sabe que Bioy Casares fue toda su vida un cinéfilo fanático, que dedicó a las imágenes fotográficas pero, sobre todo, a las cinematográficas, la pasión de quien asigna a la producción mecánica de imágenes, a las posibilidades de su reproducción tecnológica, una dimensión mucho más trascendente que instrumental, capaz de recuperar la olvidada fusión de arte y técnica y omitir infundadas rivalidades. No solo vivía yendo al cine porque viendo cine vivía, sino que aspiraba a morir en el cine, tal vez para que su muerte formara parte de la ficción o se acabara como un film y recomenzara al iniciarse una nueva proyección en la próxima función.

Las máquinas multiplican y registran la figura, la retienen según un régimen mimético bidimensional que la destruye para que continúe existiendo más allá de la vida: «Avec la Photographie, nous entrons dans la Mort plate»31, en la perpetuación de imágenes, en la eternidad animada o inanimada pero sin vida que fabrica el cine. Si la fotografía muestra una figura, muestra, sobre todo, la figura de la desaparición; al conservar las imágenes, las máquinas fijan la ausencia o la denuncian. A través de la cámara, la mirada se fija, observa; queda fija: no se mueve y, como quien mira a la Medusa, mira y cesa de ser, desaparece32.

Por medio de los instrumentos que los humanos fabrican, las máquinas logran la reproducción interminable de la imagen y habilitan la introducción de un mundo virtual en el mundo real, donde ya no se distinguen: «¿Les cuesta admitir un sistema de reproducción de vida, tan mecánico y artificial?»33 pregunta el narrador de La invención de Morel: «¿y si yo les dijera que están registrados todos sus actos y palabras?»34. Precursora, la conocida novela revisa el íntimo vínculo que el hombre entabla con el cine, en primer lugar, y con las máquinas o con los inventos de técnicas que perpetúan las imágenes, las repiten como si la cantidad de copias imprevisibles contrarrestara la abrumadora nulidad.

En otro capítulo me pareció válido llamar la atención sobre el pacto de Fausto que suscribe Bioy35, convencido del ineludible pacto del cine, donde no escaseaban los doctores que anticiparon las aberraciones de sus feroces colegas, poseídos por la crueldad y la demencia. Administraron el terror, aniquilaron pueblos, individuos e ilusiones, o los que, desplegando una coreografía macabra, arman modelos virtuales, injertos de una anatomía corregida que superan las limitaciones de los sentidos y la coacción de la situación: ni el espacio ni el tiempo ni el crimen los restringen. Las ambivalencias de la reproducción, genética, mecánica, artística, están en juego. Las imágenes se interponen entre una realidad que desplazan y anulan, a la vez que, contradictoriamente, repitiéndola la conservan, una sustitución que no se reduce solo a la animada simulación del cine.




Oscilaciones planetarias

Los fantasmas de la desaparición merodean; las tecnologías andan cerca de las artes y, al mismo tiempo, las determinan. Como la palabra que, por un pase semántico inevitable e inadvertido, al nombrar una cosa, la suspende, los recursos de la reproducción la multiplican y derogan a la vez: «Tanto en Borges como en Bioy, lo fantástico lleva a consecuencias apocalípticas»36. Aún consabidas sus diferencias, una revelación similar mantiene la obcecada disposición que ambos autores prestan a los prodigios o presagios de la repetición.

No está de más una categoría poética pensada a partir de «la imaginación del conocimiento» en la obra de Borges, un imaginario que, por recursos literarios diferentes a los de Bioy, llega a consumar una aniquilación similar. Aquí lo fantástico está, más que en los hechos que se narran, en el razonamiento. En las «fantasías metafísicas» de Borges -como las define Bioy- no aparecen máquinas que depreden la realidad a la vez que la conservan, ni médicos perversos que mutilan y matan para asegurar una inmortalidad ominosa: no hay máquinas, ni médicos, ni híbridos, ni amor, ni variaciones fáusticas en los textos de Borges. Sin embargo, dicciones y contradicciones de la designación y desaparición acosaron su imaginación durante sus largos años y las miles de páginas que escribió.

Adelantándose a las reducciones de un imaginario en crisis de descaecimiento cognoscitivo y estético, en sus numerosos escritos Borges esboza una poética de la desaparición que precipita la palabra en nada, remitiéndola al silencio de sus orígenes. «Le monde va finir» decía Baudelaire y su anuncio, como el de otras desapariciones, reasume la aporía de la repetición. Entre las dos guerras, Borges ya había celebrado la desaparición de la literatura antes que, debido a los desastres totalitarios, fueran sentenciadas, además de la poesía, la historia, la teoría, una desaparición en cadena que suprime a la vez la imagen y la persona, la representación y su referencia, «el lenguaje, esa mentira»37.

Se habló de las oposiciones de un imaginario dual y de las conjunciones, en profundidad, de un pacto contraído por el deseo de conocimiento, el deseo de inmortalidad y sus fraguas, del símbolo que restituye la unidad. Dentro de una lógica literal y consonántica, que la escritura primordial del hebreo habilita, se podría concluir en que Fausto (que representa las tentaciones del conocimiento, del amor, de la juventud, la inmortalidad) y Mefisto (que representa las tentaciones de la aniquilación) coinciden también en una misma serie consonántica: fst, una reducción literal, casi un monograma emblemático, sella, más allá de las dispersiones y diferencias, el entorno fantástico del mito y de los misterios. Una «transluciferação mefistofáustica»38 remite al principio, asimilando las repeticiones, las copias, la desaparición y el silencio.

Como Borges, como Laforgue, como tantos otros poetas, «Blanqui que nunca fue sino Blanqui», un hombre de acción y de coraje, cita, sin embargo, el Fragmento número 72 de Pascal al comenzar L'Eternité par les Astres: «El universo es un círculo cuyo centro está en todos lados y la circunferencia en ninguno»39. Borges cita esa afirmación de Pascal más de una vez, remitiéndola a antecedentes remotos donde su concepción esférica se identifica con la perfección divina.

Ya se hizo el inventario de los cuentos y novelas en los que ese excéntrico libro de Blanqui, la fascinación de sus fantasmagorías espectaculares, el tono escéptico de una ironía más difusa que brillante, modula las ocurrencias fantásticas de Borges y Bioy Casares o de los autores heterónimos con que ambos, como un sólo hombre, cruzan a sus antepasados. Por ejemplo, el libro Seis problemas para don Isidro Parodi de H. Bustos Domecq, que ya mencioné, narra la historia de un detective que resuelve los enigmas policiales desde la prisión, de quien «algunos afirmaban que era ácrata, queriendo decir que era espiritista».

Textos muy posteriores de ambos autores continúan la misma entonación irónica de la escritura de Blanqui40, donde las trampas de la inserción mediática, su intermediación e intercepción, los pliegues y duplicados de mundos paralelos, más o menos pequeños, ocultan y revelan -velan dos veces- en lugar de descubrir.

Fue interesante apreciar algunas huellas del «efecto Blanqui» en cuentos de Borges, sus poemas y sus ensayos, esas obras de la imaginación razonada que Borges considera rarísimas en español. En «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», el cuento que se mencionaba más arriba, hace de esa pluralidad de mundos, del deslizamiento y penetración de uno en otro, de las copias ubicuas, de una contradictoria combinación original, su suspenso y sustancia. Como dice el narrador de La invención de Morel: «Las cosas se duplican en Tlön».

En la novela de Bioy esas repeticiones son su suspenso y sustancia: «No eran dos ejemplares del mismo libro, sino dos veces el mismo ejemplar», dice el narrador de La invención, como solía decir, en términos aproximados, el narrador de L'éternité con respecto a los planetas, los astros, los hombres, sus peripecias y sus guerras. Borges remite a Blanqui en el muy conocido prólogo de esta novela:

Básteme declarar que Bioy renueva literariamente un concepto que San Agustín y Orígenes refutaron, que Louis Auguste Blanqui razonó y que dijo con música memorable Dante Gabriel Rossetti41.



Abundan otras marcas más o menos nítidas de este interés literario compartido, desde la explícita invocación del nombre de Blanqui, sus debatidos enfrentamientos, su resignación hasta el desconcierto que suscita en los lectores de Borges el diálogo final de «La muerte y la brújula»:

-Para la otra vez que lo mate -replica Scharlach- le prometo ese laberinto que consta de una sola línea recta y que es invisible, incesante.



Dadas las ambigüedades literarias, el misterio de la promesa de otra muerte eventual permanecería sin explicación. Sin embargo, aun observando ese misterio, no puede desecharse, a la luz de los mundos alternativos que habilita Blanqui, una opción que hace de la libertad un destino.

En «El milagro secreto», en «La Biblioteca de Babel», «La otra muerte», «Los teólogos», «Tres versiones de Judas», en tantos otros textos, se proyecta sobre su obra la sombra de Blanqui y de sus mundos paralelos. En otro de sus cuentos, en «El jardín de senderos que se bifurcan», dice el narrador:

Creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que solamente se ignoran, abarca todas las posibilidades. No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos. En este, que un favorable azar me depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el jardín, me ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un error, un fantasma42.



El narrador replica, en sus propios términos, las reflexiones que formuló Blanqui en ese pequeño libro:

Tales como los ejemplares de mundos pasados, tales los de los mundos futuros. Sólo el capítulo de las bifurcaciones queda abierto a la esperanza. No nos olvidemos que todo lo que se habría podido ser aquí abajo, se es en alguna otra parte43.



Es profundo y preciso «el acontecimiento Blanqui» en la obra de Bioy Casares: La invención de Morel (1940), «El perjurio de la nieve» (1945), Plan de evasión (1945), «La trama celeste» (1948), «El lado de la sombra» (1962), en numerosos cuentos.

Más que explícita es sospechosa, por precisa y hasta obsesiva por redundante, la invocación de Blanqui y de La eternidad a través de los astros en «La trama celeste» de Bioy Casares donde esas referencias justifican «la razón de ser del cuento»:

El «misterio» de la carta me incitó a leer las obras de Blanqui. Por de pronto comprobé que figuraba en la enciclopedia y que había escrito sobre temas políticos. Esto me complació, en mi plan, inmediatas a las ciencias ocultas, vienen la política y la sociología.

Una madrugada, en la calle Corrientes, en una librería atendida por un viejo borroso, encontré un polvoriento atado de libros encuadernados en cuero pardo, con títulos y filetes dorados; las obras completas de Blanqui. Las compré por quince pesos.

En la página 281 de mi edición no hay ninguna poesía. Aunque no he leído íntegramente la obra, creo que el escrito indicado es L'éternité par les astres, un poema en prosa. En mi edición comienza en la página 307, del segundo tomo. En ese poema o ensayo, encontré la explicación de la aventura de Morris.



Y sigue mencionando, comentando su texto, transcribiéndolo, como procurando asir -si no comprender, por repetición, un más allá que identifica con la muerte- el prodigio, la disposición o aproximación a lo fantástico: «Me pregunto si yo compré las obras de Blanqui porque estaban citadas en la carta que mostró Morris o porque las historias de estos dos mundos son paralelas»; más adelante dice «le recomendó la lectura de L'éternité par les astres»; prosigue: «Alegar a Blanqui, para encarecer la teoría de la pluralidad de los mundos, fue un mérito de [...]» donde el narrador transcribe, con algunas variaciones, el mismo texto al que alude Borges y que también transcribe Walter Benjamin:

Tomé el libro de Blanqui, me lo puse debajo del brazo y salí a la calle. Me senté en un banco del parque Pereyra. Una vez más leí este párrafo:

Habrá infinitos mundos idénticos, infinitos mundos ligeramente variados, infinitos mundos diferentes. Lo que ahora escribo en este fuerte del Toro, lo he escrito y lo escribiré durante la eternidad, en una mesa, en un papel, en un calabozo eternamente parecidos. En infinitos mundos mi situación será la misma, pero tal vez haya variaciones en la causa de mi encierro o en la elocuencia o el tono de mis páginas.



Contra la singularidad perdida de la obra original, derogada por los ejemplares en tiradas, la pluralidad de copias y su diseminación, la estratificación de lecturas comunes, la mecánica de la multiplicación habilita esa incidencia de universos que presumen de su estatuto de realidad o de imaginación, reaniman el conflicto de la verdad y la versión, de la fugacidad conocida, inevitable, expuesta a la eternidad desconocida, deseada, dicha:

La Poesía es lo que hay de más real, aquello que solo es completamente verdad en otro mundo44.



desplazando la historia hacia:

La verdadera vida, [...] la única vida, en consecuencia, realmente vivida es la literatura, esa vida que, en un sentido, habita a cada instante en todos los hombres así como en el artista45.



Apostando a otros mundos, Blanqui solo puede jugar en el que, menos lúdico, más refractario, lo condena. Aquí observa que las endebleces del partido revolucionario solo suscitan «el desaliento, la indiferencia, la abdicación». En su pequeño libro no da tregua a su impaciencia y decreta:

O la resurrección de las estrellas, o la muerte universal... Es la tercera vez que lo repito46.



Impresiona ese contraste de informalidad trascendente, de irónica trivialidad «a la Laforgue», de fatalidad burlona, ese sarcasmo que marcó definitivamente la escritura de Bioy Casares. Como Blanqui, Bioy se aproxima al misterio del espacio infinito con la misma naturalidad con que recorrería a diario la calle Posadas, como si le diera igual el cosmos y sus secretos que las distracciones domésticas y mundanas. El narrador se desespera o se consuela ante la certeza de la fugacidad de tiempos que terminan por volver o nunca terminar. En sus ficciones, en «La trama celeste» sobre todo, Bioy cita extensa, literalmente, a Blanqui; uno de sus personajes se denomina Morris, como en otras narraciones suyas se denominan Moreau o Morel, More and more. Borges lo invoca con frecuencia y encomio. Entre otras numerosas menciones:

Un principio algebraico lo justifica: la observación de que un número n de objetos -átomos en la hipótesis de Le Bon, fuerzas en la de Nietzsche, cuerpos simples en la del comunista Blanqui- es incapaz de un número infinito de variaciones. De las tres doctrinas que he enumerado, la mejor razonada y la más compleja, es la de Blanqui. Este, como Demócrito (Cicerón: Cuestiones académicas, libro segundo, p. 40), abarrota de mundos facsimilares y de mundos disímiles no sólo el tiempo sino el interminable espacio también. Su libro hermosamente se titula L'éternité par les astres; es de 187247.



A propósito de lo que Borges denomina «cierta fantasía de Laplace», vuelve a mencionarlo; aunque tratándose de Blanqui las repeticiones no deberían sorprender:

En aquel capítulo de su Lógica que trata de la ley de causalidad, John Stuart Mill razona que el estado del universo en cualquier instante es una consecuencia de su estado en el instante previo y que a una inteligencia infinita le bastaría el conocimiento perfecto de un sólo instante para saber la historia del universo, pasada y venidera. (También razona -¡oh Louis Auguste Blanqui, oh Nietzsche, oh Pitágoras!- que la repetición de cualquier estado comportaría la repetición de todos los otros y haría de la historia universal una serie cíclica)48.



Convencidos del acierto de búsquedas tan enigmáticas como metódicas, Blanqui aparece una y otra vez, entre libros y estrellas, alternando con la multitud ingrávida de sus sosias, esos seres semejantes que existen en infinito número de ejemplares, con y sin cambios, optimistas melancólicos, creen en sus astros que se multiplican bifurcándose a perpetuidad.

A Bioy, a Blanqui, a Benjamin, a Borges o a sus personajes, los seduce la hipótesis de una salida plural por la proliferación de tiempos que cifran en el espacio su esperanza. Del artículo que Borges había dedicado en Sur a Blanqui, transcribo unas líneas que guardan coincidencias con las citas mencionadas anteriormente y con otras referencias a ese autor/prisionero que figuran en la misma revista:

Blanqui abarrota de infinitas repeticiones, no sólo el tiempo, sino también el espacio infinito. Imagina que hay en el universo un número infinito de facsímiles del planeta y de todas sus variantes posibles. Cada individuo existe igualmente en infinito número de ejemplares, con y sin variaciones49.



Esta serie de duplicaciones y bifurcaciones podría extenderse con uno de los primeros libros de Borges, sometido por él mismo a la más severa censura hasta el fin de sus días, pero reeditado póstumamente, El tamaño de mi esperanza, un libro que replica desde el título El tamaño del espacio (1921), un pequeño volumen que Leopoldo Lugones había escrito unos años antes sobre cuestiones matemáticas y que pocas veces se considera. Tanto como Bioy, en su variada obra, Borges encuentra en los escritos de Blanqui el contrafuerte de una visión estética que va más allá de las disquisiciones matemáticas o de las injusticias políticas o policiales, comprometiendo, literariamente, una especie de eternidad sub specie de espacio, o de repeticiones.

Una constelación de sosias o de copias, de astros o de citas, de criaturas extrañas inventadas a imagen y semejanza de quien las inventa, de encuentros con Bioy y trabajos en colaboración -que Borges recuerda como uno de los principales acontecimientos de su vida- dieron lugar a múltiples confabulaciones narrativas, una proeza literaria que había considerado imposible. A principios de la década del cuarenta, en los mismos años en que Borges y Bioy entrecruzan cuento y novela, cada uno a su manera, consternados -según cuentan- por la reproducción natural o mecánica de los hombres, crean contradictoriamente a un hombre más: Honorio Bustos Domecq, aumentando una superpoblación que deploraban. Desde que descubrieron lo «ridículo de lo serio y su corolario, lo serio de lo ridículo»50, también observaron que ese tercer hombre, como el Golem o los robots de los hermanos Capek, fue adueñándose de la situación «con mano de hierro» y, diferenciándose de quienes lo habían creado, Bustos Domecq decidía y decía según «sus propios caprichos, sus propios juegos de palabras y hasta su rebuscada manera de escribir».

Bioy solía citar de memoria el Fausto de Estanislao del Campo, una comedia argentina que, pasando por el francés, remite a un mito alemán, y del que no se apartó su imaginación. Borges, a propósito de la amistad con su crítico y biógrafo, hace constar la importancia de ese vínculo y, de la misma manera que el célebre autor del ilustre Encomium quien, jugando con la locura de título y nombre, disimulaba el mayor elogio de la amistad, considera que en ese Fausto no importa tanto ni la parodia de la ópera ni la tergiversación humorística del drama sino, realmente, la amistad de dos aparceros, porque «la amistad es realmente una de las pasiones de nuestros países. Quizá la mejor»51. Por la amistad y otras coincidencias, se hacen verdad esos prodigios.







 
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