Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —137→  

ArribaAbajoEl «misterio escondido» en El celoso extremeño152

Helena Percas de Ponseti


On the traditional theme of the jealous old husband and his adolescent wife, Cervantes builds a gripping story of universal scope. Leonora, the wife, entrapped in a bedroom with a youth, struggles to overcome her sexual impulses and free herself from the evil forces that surround her. The seemingly omniscient narrator who confidently offers abundant detail about the unfolding of events, becomes involved in the characters' emotions, morally confused about Carrizales' reactions, and baffled by Leonora's failure to exculpate herself before her grief-stricken, dying husband. Cervantes's narrative technique of turning his omniscient narrator into an unreliable character forces the reader to reconsider words and facts, and to reflect on the underlying motivations of the main characters' decisions as each struggles with self-justification and guilt. The present article addresses the legitimate but conflicting ways of reading the same clear data owing to the narrator's built-in contradictions.



Madre, la mi madre
guardas me ponéis
que si yo no me guardo
mal me guardaréis


(Coplas cantadas por Loaysa)                


La ficción poética «tiene en sí encerrados secretos morales dignos de ser advertidos, y entendidos, e imitados»


(Palabras de Lotario en la historia de
El curioso impertinente, Quijote, I, 33)
               


Mi propósito en este trabajo es desgajar esquemáticamente lo que hay de eterno humano en El celoso extremeño, (1613)153 y poner de relieve la imposibilidad de llegar a una verdad incontrovertible por la palabra debido al abismo que existe entre la verdad absoluta y la   —138→   verdad individual. Se trata de una novela «abierta» -como la ha calificado Juan Bautista Avalle-Arce154- cuya técnica de la ambigüedad mantiene intacta la autenticidad de la naturaleza humana, incomunicable mediante los datos, la lógica o el razonamiento, pero asequible por el entendimiento. La manera en que está escrita la historia El celoso extremeño nos indica que ha sido concebida desde la premisa que nada hay de definitivo en la naturaleza humana aun cuando parezca predecible y que el ejercicio de iluminarla hasta el último resquicio resulta fútil además de innecesario para entender el trasfondo del espíritu humano.

Es de rigor recordar que existen dos versiones notablemente distintas de El celoso extremeño, la del manuscrito de Porras de la Cámara presentado al arzobispo de Sevilla en 1606 (transcrita en la segunda mitad del siglo XVIII por Isidoro Bosarte) y la incluida en la colección de Novelas ejemplares de Cervantes de 1613. La versión manuscrita ha sido considerada primitivo borrador de Cervantes para la refundición definitiva de 1613. Tras meticulosas consideraciones estilísticas y cronológicas, Geoffrey Stagg dedujo en 1984 que tanto el tenido por borrador (la versión de Porras) como la supuesta refundición derivarían de un borrador cervantino previo a ambas versiones155.

Sea cual fuere lo cierto, la versión del manuscrito de Porras, con la que se suele comparar El celoso extremeño de 1613, es menos ambigua, menos sutil y compleja que la novela impresa de Cervantes. Por mi parte estoy convencida que ésta es una joya literaria claramente superior a la versión del manuscrito (lo cual se ha puesto alguna vez en duda hasta 1956)156, y que las diferencias entre ambas versiones ponen de manifiesto la clara afinidad de la novela ejemplar de Cervantes con el resto de su producción novelística. Por otra parte, los diversos estudios de eminentes cervantistas basados en comparaciones entre ambas versiones157, hechas con motivo de   —139→   aclarar lo inaclarable en El celoso extremeño de 1613, contribuyen a poner de manifiesto el talento artístico de Cervantes al presentar los hechos con todo el enigmático verismo de la vida real. Yo sólo voy a considerar la novela ejemplar de 1613 así como la técnica de la ambigüedad, para lo cual haré alguna referencia a deducciones sacadas por otros de la comparación entre la versión de Porras y la versión impresa de Cervantes.

Recordemos la trama en breves palabras. El viejo Carrizales, tras rehacer en América su fortuna despilfarrada, regresa a España a los 68 años de edad para encontrarse solo, sin amigos ni parientes. A pesar de su avanzada edad y de sus celos extremos («extremeño» conlleva este sentido), que le disuaden a cada momento de pensar en contraer matrimonio, se enamora, unos años más tarde, de una doncella de 13 o 14 primaveras, Leonora, a quien ve sentada a una ventana. Fantasea que aún puede tener un heredero a quien dejar su fortuna, aunque le asaltan dudas, justificadas por cierto, sobre su fortaleza a la que se refiere finamente Cervantes con una imagen poética: «tomaba el pulso a su fortaleza» pero al asaltarle los celos con sólo pensar en el matrimonio «se le desbarataba y deshacía como hace a la niebla el viento» (p. 92). En todo caso, confía poder manipular a la esposa niña y hacerla «a sus mañas», palabras cuya vaguedad erótica encierra toda una gama de posibilidades. La pide a sus padres, nobles pero pobres, y éstos la venden, por decirlo así, no sin remordimientos de conciencia, vertiendo abundantes lágrimas porque «les pareció que la llevaban a la sepultura» (p. 99).

Carrizales adereza una casa con naranjos en el patio. Tapia las ventanas que miran a la calle. Levanta las paredes de las azoteas de modo que sólo pueda mirarse al cielo. Instala un torno para impedir que nadie vea dentro. Compra cuatro jóvenes esclavas blancas que yerra en el rostro, dos otras negras, un viejo eunuco negro, Luis, para ocuparse de la caballeriza y habitar el pajar encima de ella, y una venerable dueña, Marialonso, para cuidar de la joven esposa. Como bien declara el narrador, «no se vio monasterio tan cerrado, ni monjas más recogidas, ni manzanas de oro tan guardadas» (p. 104). La analogía con el monasterio persiste en el lenguaje relativo a las habitantes de la casa quienes, tras un año de «noviciado», «hicieron profesión en aquella vida». El noviciado ha consistido en regalar   —140→   Carrizales a la esposa con vestidos, joyas, dulces y golosinas; y en acariciar a las criadas. El sentido simbólico de este noviciado nos dice que los regalos son compensación por la privación de los derechos de naturaleza de esposa y acompañantas, y las caricias señales de la impotencia de Carrizales en busca de excitación erótica. Todo este artificio, va gobernado por una llave maestra que Carrizales guarda debajo de la almohada o entre el colchón y el somier después de encerrarse con Leonora en la alcoba matrimonial. Ha dicho Joaquín Casalduero que la casa es la protagonista de la novela158. Es, en efecto imagen gráfica del alma de Carrizales cuyo egocentrismo va de la mano con sus celos enfermizos159. Informa la maliciosa voz de Cervantes por detrás de la del narrador, que comenzó Carrizales «a gozar como pudo los frutos del matrimonio». Así transcurre un año.

A pesar de todas sus precauciones, un ocioso soltero de Sevilla, Loaysa, se las ingenia para entrar en la casa gracias a una serie de intrigas en que colaboran consciente e inconscientemente todos sus habitantes inclusive la «cauta» e «inocente» Leonora con la cual acaba encerrado en la propia alcoba de la dueña por artimaña de ésta. Carrizales despierta inesperadamente, descubre a Leonora y a un apuesto mancebo enlazados «en la red de sus brazos» y a «entrambos dormidos». Muere de dolor (la descripción es de un típico ataque cardíaco a consecuencia de una fuerte emoción)160 no sin antes   —141→   reconocerse culpable del desvío de Leonora y doblarle la dote para que se case con su amante. Pero Leonora, contra toda expectativa, se refugia «en uno de los más recogidos monasterios de la ciudad» dejando a Loaysa «despechado y casi corrido» (p. 17).

Los personajes presentados casi sin desarrollo son las esclavas, aburridas de verse encerradas, y con deseos de divertirse, de «darse un verde», viendo y oyendo tañer y cantar a Loaysa disfrazado de músico. El narrador las llama «rebaño» de mujeres, «caterva», «banda de palomas» que acuden «al reclamo de la guitarra» fascinadas por el gentil y emperifollado mozo (pp. 127, 131,132, 147) quien con su voz, su música y su apariencia a la luz de un torzal de cera encendido que el negro le pasea de arriba abajo, despierta en ellas la lujuria traducida en un desenfrenado baile que Alban K. Forcione califica de orgiástico161. El viejo eunuco negro es otro personaje de fácil caracterización. Siente una pasión avasalladora por la música que le hace olvidar por momentos el terror que le inspira Carrizales cuando se ve en posesión de una guitarra. Es a través de él que Loaysa encuentra el punto vulnerable de la fortaleza-monasterio-Leonora, que piensa expugnar «por fuerza o por industria» (p. 107). La dueña, Marialonso, tercera perversa y sin escrúpulos, de rasgos prototípicos, es una encarnación diábolica del mal. Con sus malas artes de persuasión, recurriendo a explícita información sobre el acto sexual, y «casi por fuerza» arrastra a Leonora de la mano para encerrarla en su habitación con Loaysa, echándoles «la bendición con una risa falsa de demonio».

Los tres personajes principales del drama, Loaysa, Leonora, Carrizales, son mucho más complejos. Loaysa es un gallito sevillano de esos que llaman virotes. En jerga, virote significa flecha desbocada asociada con el órgano viril; etimológicamente, la raíz vir del latín virilis, masculino, fuerte, y la terminación -ote aumentativo jergal, proyectan la imagen de una sexualidad bien definida. En germanía, nos informa Molho, «virote designa la cuchilla del matarife, de lámina larga y penetrante, proyección metafórica del miembro viril» («Aproximación», p. 783). Esta es la primera imagen de Loaysa que   —142→   nos sugiere el texto. Se vuelve, sin embargo, un tanto ambivalente una vez en la alcoba con Leonora. El celoso Carrizales, reconoce haber sido arquitecto de su desventura y, como el Anselmo de El curioso impertinente, Carrizales toma sobre sí la responsabilidad del adulterio de su mujer y, como el curioso impertinente, paga su error contra la naturaleza con la muerte, analogía varias veces repetida por la crítica. Leonora es un personaje complejo, ambiguo a través de su caída e insondable en el adulterio. Se define en el desenlace al tomar en sus manos las riendas de su vida en medio de un silencio sepulcral y llevándose con ella el misterio de su interioridad, como se ha dicho en repetidas ocasiones. Veamos estos tres personajes más de cerca.

Loaysa accede a jurar, «por la vida de sus padres», «por la cruz» y por «todo aquello que bien quiere» que no hará otra cosa que la que le pidieren si le dejan entrar en la casa. En fe de su palabra besa la cruz «con [su] boca sucia», y aunque la expresión es corriente frase vulgar, como informa Rodríguez Marín (p. 136, n. 3), no deja por ello de atestiguar su hipocresía, sobre todo cuando la segunda vez que jura, después de protestar que debieran fiarse algo más de su palabra -señal inequívoca de falsedad- lo hace con una alusión blasfema a la Virgen al invocar -dice Forcione («El celoso», p. 48)-la «intemerata eficacia donde más santa y largamente se contiene». Jura, también, «por las entradas y salidas del santo Líbano monte», alusivas a la facilidad con que entra y sale de la guardada casa-fortaleza de Carrizales, y por la «verdadera historia de Carlomagno, con la muerte del gigante Fierabrás», alusivas a la mercenaria estrategia amorosa del emperador y al milagroso bálsamo de Fierabrás, que luego será ungüento cuya virtud sumirá en profundo sueño a Carrizales. Y si «otra cosa hiciere o quisiere hacer -sigue Loaysa- lo doy por nulo y no hecho ni valedero». Lo que da por nulo es el juramento. Pero con tantas palabras, las presentes quedan alucinadas sin comprender o pensar en su verdadero sentido. Una de las doncellas encuentra el juramento enternecedor y afirma que con él se pudiera entrar en la misma sima de Cabra (p. 147). Si la doncella alude a la infranqueable caverna por estrecha, profunda y oscura, con sus palabras alude Cervantes al abismo de la oscura y ciega fortificación de Carrizales, matizando tácitamente la personalidad burlona e irresponsable de Loaysa.

Una vez encerrado con Leonora en la alcoba de la dueña no sabemos otra cosa sino que Loaysa «se cansó en balde», que Leonora demostró su valor «en el tiempo que más le convenía» y «quedó   —143→   vencedora» «contra las fuerzas villanas de su astuto engañador, pues no fueron bastantes a vencerla» (p. 158). ¿Se cansa Loaysa en balde por impotente, como se ha dicho desde que así lo concibió Américo Castro tras un razonamiento razonable?162; y como también deduce, con otro razonamiento bien documentado, José Luis Álvarez Martínez, quien coteja el texto con el del manuscrito de Porras en que Loaisa (el nombre del mismo mocito de barrio) muere de un arcabuz -símbolo fálico bastante común en el s. XVII- que le explota en las manos?163 La interpretación opuesta es igualmente válida: pagó los excesos fálicos de su vida con su muerte. ¿O se cansó en balde, sin cobro, porque no logró seducir a su víctima cuyo «valor» fue mayor que la «astucia» del engañador al recurrir a la «industria» antes que a la «fuerza» para rendir la voluntad de Leonora, por vanagloria, y -según Zimic164- contando con las noches siguientes para gozarla? ¿Y qué significa eso de convenir? Es que estaba ya dispuesta Leonora a rendirse y ceder al placer del desenlace sexual pero reaccionó en ese instante? ¿O es que el narrador, que no es Cervantes, interpreta el valor de Leonora como resistencia siendo que no fuera necesaria si Loaysa fuera, en efecto, impotente? El narrador, aunque parece haber estado presente en la alcoba del adulterio y ser omnisciente, no es tal. Admite al final no saber por qué Leonora no insistió frente al marido «cuán limpia y sin ofensa había quedado». Con el «sin ofensa» del narrador, ¿pudiera inferir Cervantes que Leonora no fue ofendida porque Loaysa, el ofensor, el agresor, era, en efecto, impotente, antes que inferir que Leonora quedó sin ofensa porque supo defenderse con las mismas armas del agresor y rendirle por el cansancio, o aun -y esto parece menos verídico- porque sin comprender las limitaciones físicas de su amante creyó haberse defendido y, por tanto, haber quedado «limpia y sin ofensa»? Pero no olvidemos que lo de «limpia y sin ofensa» es atribución del narrador; no son palabras pronunciadas por Leonora. Lo que ella le dice a Carrizales es que le ha faltado «sólo con el pensamiento». Y ese adulterio del pensamiento ¿no es su manera de decir que no cedió a la posesión? Sea cual fuere el caso, ha habido infidelidad y ha habido adulterio, y como bien dice Edwin Williamson, Cervantes nos indica «cierta complicidad» por parte de

  —144→  

Leonora al escribir, «Llegóse en esto el día, y cogió a los nuevos adúlteros enlazados en la red de sus brazos»165.

Se ha dicho en varias ocasiones que la novela es circular, que Loaysa empieza donde Carrizales acaba, en la impotencia, y que al igual que Carrizales huye a las Indias, calificadas por Cervantes de «refugio y amparo de los desesperados de España [...], engaño común de muchos y remedio particular de pocos» (p. 88). Otra lectura circular igualmente razonable es que el «astuto engañador», no habiendo logrado «expugnar» la fortaleza (Leonora) por «la industria», quedó tan «despechado y corrido» al verse despreciado por Leonora que siguió el mismo camino que Carrizales hacia el «refugio y amparo de los desesperados de España».

En cuanto a Leonora, después de llevarla Carrizales a su casa, en sus horas de ocio se entretiene en «hacer muñecas», cosa que el narrador interpreta como «simplicidad» reveladora de «la llaneza de su condición y la terneza de sus años». Pero eso de «hacer muñecas» -no de jugar a las muñecas- ¿no pudiera ser testimonio de su despertar a la sensualidad de la maternidad frente al frustrante contacto erótico-licencioso de Carrizales que, según imagina el narrador, tal vez equivocadamente, no le resultó «ni gustoso ni desabrido», dada su inexperiencia? (p. 101). El narrador habla insistentemente de la «tierna», «simple e incauta» niña, de su «corazón tierno y poco advertido», de la «pobre» e «ignorante señora», de su «inadvertencia» (pp. 99, 131, 156, 158), palabras sugerentes de la total inocencia de Leonora aun cuando los hechos lo puedan poner a veces en duda. La línea divisoria entre la inocencia y la malicia de la adolescencia se vuelve muy sutil en esta novela porque el narrador ha condicionado la opinión del lector en favor de la total inocencia de Leonora. En la historia de Leandra y Vicente de la Roca/Rosa (Quijote 1, 51) en que se nos dan los hechos a secas, sin comentario alguno del autor, el desliz de la joven lo ve el lector a través de la polarización de opiniones del vecindario: para unos, «los pocos años de Leandra [dieciséis] sirvieron de disculpa de su culpa», mientras que quienes «conocían su discreción y mucho entendimiento no atribuyeron a ignorancia   —145→   su pecado, sino a desenvoltura». Leonora demuestra no poca desenvoltura en los preparativos para el engaño del marido.

En varios momentos sugiere el narrador la maleabilidad de Leonora mediante la imagen recurrente de la cera (pp. 104, 133, 135, 37, 156)166. Leonora tiene una personalidad sin formar que, en efecto, se pliega al marido, a la dueña, a las circunstancias pero no se sigue necesariamente que carezca de toda inocencia167 a menos que redefinamos la inocencia en términos de desconocimiento del mundo e ignorancia en vez de en términos de instinto y de temple moral. Ya antes de casarse estaba sentada en el balcón de su casa, soñando con la vida, el amor, el príncipe mágico o bien a la espera o a la pesca de marido. Maurice Molho trae a colación ejemplos de esta práctica social de sentarse al balcón para ser vista168. Una vez asediada por la dueña y por Loaysa su inocencia o ingenuidad se confunde con el diabolismo en sus recursos para engañar al marido, alcanzar la libertad y dejar entrar al músico en la casa. Cierto que insiste en que primero haga juramento, pero es una de las doncellas quien advierte que, por mucho que jure, una vez dentro... (p. 145).

  —146→  

Se trata de sacar en cera la llave maestra para hacer otra igual que abra las puertas de la casa. El sentido sexual de la llave ha sido apuntado por varios críticos169. Advierte otra doncella que «en sacar esa llave se sacan las de toda la casa, porque es llave maestra». Simbólicamente, todas las habitantes de la casa quedan a la merced del músico charlatán. «No por eso será peor» replica Loaysa con malicia desde detrás de la pared. Y Leonora acepta en seguida. «Así es la verdad». ¿Inocencia, inconsciencia, o impaciencia y anticipación por ver a Loaysa dando al traste con su sentido instintivo de recato? Cuando le ve, le va «pareciendo de mejor talle que su velado» (p. 149). Sus sentimientos son conflictivos.

Es Leonora la primera en poner manos a la obra en el engaño al marido. Llegada la noche, ya tiene preparada y blanda la cera para sacar el molde de la llave y entregárselo a Loaysa y espera tendida en el suelo de largo a largo, puesto el rostro en la gatera, la llegada de la dueña quien le ha de traer el ungüento mágico para narcotizar al marido y facilitar la sustracción de la llave.

Leonora unta a su marido en los pulsos, en las ventanas de las narices, y por «todos los lugares que le dijeron ser necesarios» que si no se nos identifican se nos sugieren rabelaisianamente, al añadir «que fue lo mismo que haberle embalsamado para la sepultura» (140). A ras del suelo, como Marialonso al otro lado de la gatera, Leonora se pone al mismo nivel que la dueña, representación gráfica de la bajeza del engaño170. En ese momento son hermanas espirituales. «Dáme albricias, hermana» le dice Leonora a Marialonso cuando le ha aplicado el ungüento al marido, «que Carrizales   —147→   duerme más que un muerto» (p. 141). «Espera, hermana» añade cuando va a por la llave maestra. El llamar «hermana» a la dueña es lo propio en el lenguaje familiar. El hacer coincidir con el sentido corriente familiar un sentido ulterior implícito es recurso frecuente en Cervantes (como antes en el caso de «mi boca sucia»). Lo mismo cuando, poco después, dice Leonora que Carrizales, su «velado» (la palabra es del narrador en discurso indirecto), sinónimo de marido pero también de muerto, «ronca como un animal». Estas referencias despectivas al marido hablan de insensibilidad e inconsciencia así como también el «gran regocijo» con que «se abrazan» ella y su dueña tras la falsa alarma de que Carrizales ha despertado. El narrador lanza una invectiva contra la «malicia de una falsa dueña» y «de un mozo holgazán» frente a la «inadvertencia de una muchacha rogada y persuadida» pero intuimos que Leonora lucha entre dos tendencias antagónicas en su personalidad, la de librarse de la autoridad restrictiva del marido siguiendo sus impulsos naturales y la de obrar de acuerdo con su deber de fidelidad al marido prescrito por la ley moral cristiana. En ese momento predomina la primera. Cuando Marialonso la toma de la mano para empujarla hacia donde está Loaysa lo hace «casi por fuerza» lo que significa que Leonora apenas opone resistencia. Sus ojos «preñados de lágrimas» dicen que más pueden su curiosidad erótica que su recato y su deber. También dicen que sabe que va a ceder a la aventura amorosa.

Una vez encerrada con Loaysa, ¿le resiste para incitarle, para ser más preciada -como táctica demostrada con varias referencias literarias por Martínez Álvarez171- o porque no sabe hasta el último momento si va a dar o no el paso definitivo del adulterio («cuando   —148→   más le convenía»)? Esa lucha íntima tan real para ciertos lectores172 es inverosímil para otros173.

El no saber un momento antes de obrar en qué dirección se va a obrar es un rasgo femenino de otras mujeres cervantinas. Pongo por caso Camila, Luscinda, Quiteria. Camila se clava un puñal al no poder clavárselo a Lotario, y ni Lotario ni el narrador están seguros de cuál fue su intención primera o verdadera. Luscinda promete matarse antes que dar el sí a Don Fernando. Pero llegado el momento da el sí y se desmaya aunque lleva una daga escondida bajo las ropas para quitarse la vida. Quiteria, a punto de desposarse con Camacho el rico, da el sí a su antiguo prometido Basilio el pobre, quien pretende mediante una estratagema estar a punto de morir, y ni el narrador ni los vecinos del pueblo saben a ciencia cierta si hubo concierto entre los dos o si la estratagema de Basilio, a quien verdaderamente quería Quiteria, la hizo cambiar al instante de intenciones. Cualesquiera que sean los pensamientos o sentimientos que cruzan por el espíritu de Leonora en la lucha amorosa del abrazo adúltero, si no la redimen de infidelidad, tampoco amenguan el   —149→   valor de haber renunciado al placer final que tan vivamente le había pintado la dueña. El trasfondo de la feminidad de Leonora permanecerá siendo un enigma porque es irreductible por la lógica y la causalidad como reconocerá quien (hombre o mujer) haya experimentado algún traumático dilema.

Cuando recobra Carrizales el sentido y se lamenta de su fortuna, Leonora pone su rostro contra el de él, teniéndole «estrechamente abrazado» y haciéndole «las mayores caricias que jamás le había hecho». Le pregunta con gran solicitud qué siente y por qué se queja, cuando aún no sabe que el marido la ha visto dormida en brazos de Loaysa. El marido considera «la falsedad de las lágrimas» de Leonora y se angustia «por ver cuán fingidamente» las derrama. Eso nos dice el narrador aunque él juzga que las derrama «con no más ocasión de verlas derramar al esposo», aunque poco antes nos ha dicho que Leonora lloraba «por verle de aquella suerte». ¿Falsedad y fingimiento, como cree Carrizales? ¿Impresionabilidad como juzga el narrador? ¿Ternura y piedad al contemplar el dolor y la angustia del marido? ¿Sentimiento de culpabilidad? ¿Todo esto junto174? Lo cierto es que la escena tiene todas las apariencias de la autenticidad sin que podamos llegar a acertar el grado de espontaneidad o de cálculo instintivo (no es contrasentido) en Leonora. Cuando oye Leonora que su esposo la ha sorprendido en brazos de Loaysa se desmaya en las rodillas de él. Pero al volver en sí y oír el generoso testamento de Carrizales se arroja a sus pies y le dice: «Vivid vos muchos años, mi señor y mi bien todo; que puesto que no estáis obligado a creerme ninguna cosa de las que os dijere, sabed que no os he ofendido sino con el pensamiento». ¿La enmudece el instantáneo reconocimiento de la ineficacia de las palabras para comunicar complejos e inexpresables sentimientos íntimos más verdaderos que las acciones, y por eso vuelve a desmayarse? ¿O es que ha comprendido en ese momento que no tiene disculpa y que ninguna filigrana explicativa puede justificarla, porque faltar con el pensamiento es mayor agravio todavía que haberse dejado arrastrar al abismo por la dueña y por sus impulsos175? Leonora ha madurado en pocos instantes a través del dolor. Sus propias lágrimas y palabras ¿no habrán inclinado la balanza entre   —150→   libertad y sumisión hacia el amor y veneración por un marido cuyas canas le parecieron un día «de oro puro»? ¿No será cierto que la acción precede al sentimiento como afirmaban Ignacio de Loyola («ponte de rodillas y creerás en Dios») y un siglo más tarde Pascal? Y ¿no será, también, que de todas las ceras para sacar impresión de llaves y moldear sentimientos o pensamientos la que mayor huella deja en las doncellas es la del primer amor, como creyó un día Carrizales? Quien no ha comprendido nada de todo esto es el narrador. Se hace cruces de por qué Leonora «no puso más ahinco en desculparse y dar a entender a su celoso marido cuán limpia y sin ofensa había quedado», comentario que resulta cómico después de todo lo sucedido, dicho y visto. El narrador, cuya objetividad, como hemos visto, se ha vuelto problemática desde el momento que interviene comentando sobre la inutilidad de tanta precaución por parte de Carrizales, y lanza una invectiva contra un «mozo holgazán y vicioso» y contra «la malicia de una falsa dueña», y se duele «de la inadvertencia de una muchacha rogada y persuadida!» (p. 157-58), ahora se desprestigia con esta inesperada salida. En retrospecto, induce al lector a reconsiderar cuanto ha dicho antes176.

Llegamos a Carrizales. Al descubrir la infidelidad de Leonora la cólera se apodera de él y va en busca de una daga con que vengarse sacando «las manchas de su honra con sangre de sus dos enemigos» (p. 159). Pero se desmaya de dolor en su aposento y cuando vuelve en sí, «como atónito y embelesado» (p. 161), «clavados los ojos en su esposa, a la cual [tiene] asida de las manos» pasa un buen trecho mirándola, ¿con deseos de aniquilarla?; ¿con un naciente amor verdadero si herido en lo más hondo, pero tierno y comprensivo? La intensidad con la que contempla en silencio a la infiel Leonora, la ternura con que poco después la besa en el rostro, son testimonio   —151→   del intenso conflicto interior177. De este estado de lucha interna emerge con una generosidad extrema (otra vez «extremeño»). Ante los padres de Leonora, la esposa y la dueña, declara que toma venganza de sí mismo «como del más culpado en este delito» por no considerar que mal podían compaginarse los «quince años desta muchacha con los casi ochenta» suyos. Es la admisión de que ha ido en contra de la naturaleza y en contra de «la voluntad divina» por no poner en ella «sus deseos y esperanzas» (pp. 166-67,165).

Tal magnanimidad no deja de tener sus ambivalencias y puntas malévolas. Va precedida de reproches. Habla de su «liberalidad» para con Leonora, de la «diligencia» que puso «en vestirla y adornarla». Como pruebas de amor y de celo en protegerla del mundo describe en detalle la prisión-monasterio en que la ha tenido encerrada, sin comprender o admitir que antes que pruebas de amor son pruebas de abuso. Cuenta como mérito que la hizo su igual comunicándole sus «más secretos pensamientos». ¿Hemos de creer que le reveló que la encerraba para «gozarla sin sobresalto» privándola de sus derechos naturales? La excesiva generosidad y desprendimiento con que la trata en su testamento doblándole la dote y, sin declarar el yerro de ella ante el notario, rogándole por escrito que cuando él muera se case con el mancebo que ella sabe, ¿no obstaculizaría para Leonora el goce sosegado de un amor, si es que le tuviera, nacido en el adulterio y causante de la muerte del marido? Y ¿no entraña una última tentativa de apoderarse del alma de Leonora dirigiendo su vida más allá de la muerte al tiempo que deja una imagen noble de lo que, en realidad, fue un atropello? El arrepentimiento de Carrizales acusa una angustiosa lucha interior de raíz trágica, como tan acertadamente ha visto Alison Weber («Tragic reparation», p. 50), entre la necesidad de venganza y el tardío reconocimiento de su culpa, nobleza que no deja de resultar menguada al hacer pública la deshonra de Leonora178. En última instancia, sin embargo, la confesión pública es un descargo de conciencia por razón de que la acción acompañada de la exterioriación del error tiene virtud redentora y ennoblecedora al rectificar la desviación.

  —152→  

Para que no se me tache de eludir mi conclusión sobre el sentido que ha puesto Cervantes en esta excepcional novela ejemplar diré que, en el momento de la verdad, Leonora opta por seguir fiel al marido. «Viuda, llorosa y rica» toma su primera decisión libre. Escoge la misma esclavitud que le había impuesto Carrizales, recluyéndose en el monasterio más recogido de la ciudad, pero de espaldas a las sombras del falso paraíso del marido. Sustenta así su inocencia a posteriori con la tácita pero elocuente resolución moral y espiritual de su vida. La psicología tanto de Leonora como de Carrizales, tan verídicamente reflejadas en la invención novelística, precisamente por dársenos desprovistas de explicaciones puntualizadoras y por mantener en pie el misterioso mecanismo de la interioridad humana, constituyen la base de la proyección moral de la novela. Son precisamente las ambivalencias y los misterios irresueltos179 en El celoso extremeño los que nos conducen a una meditación iluminadora cuyo proceso y resultados no son necesariamente los mismos para todos, pero que tampoco nos llevan a la deriva en el mar del relativismo180. La metamorfosis del narrador de omnisciente a perplejo, junto con los abundantes detalles que nos da, multiplica los horizontes de posibilidades sugestivas. Así, también, sucede en el Quijote. Y, como en el Quijote, no se trata de desorientar al lector -ninguno está desorientado- sino de reflejar la vida novelada mediante sugerencias metafórico-simbólicas que le dan el relieve significativo capaz de encender en el lector un criterio iluminado para evaluarla. Y, como en la vida, el lector evalúa los datos novelísticos de manera personal y única porque la ejemplaridad de la literatura que refleja la vida es de naturaleza inductiva y no deductiva. Cobra sentido, no al declarar Carrizales que su venganza la toma de sí mismo «como del más culpado» para que «quede en el mundo como ejemplo, si no de bondad, al menos, de simplicidad jamás oída ni vista» -lo cual, como bien nota Alban K. Forcione no aclara nada181- sino al meditar el lector sobre el misterio del mecanismo   —153→   psíquico relacionado con los secretos morales revelados en la ficción poética «dignos de ser advertidos, y entendidos, e imitados» El «misterio escondido» que encierra y «levanta» la novela, como nos advierte Cervantes en el prólogo a sus Novelas ejemplares, nos lleva a meditar sobre la impredecible naturaleza humana: cada ser humano tiene la capacidad de escoger entre los dilemas que le presenta la vida y de redefinirse a cada paso mediante la acción redentora o condenatoria así como la de reconocer el error moral. El error moral trae consigo el castigo desde dentro cualesquiera que sean las circunstancias o el origen del error. Pero el aspecto redentor de la transgresión moral apunta al potencial de la frágil condición humana de elevarse por encima de sí misma mediante la voluntad y el libre albedrío. No hay para qué querer «llegar al fin de este suceso» (p. 171) como quiere el narrador, porque el fin del suceso no tiene que ver con ningunos datos sino con los resortes del mecanismo interno de los personajes entre los vaivenes de su naturaleza. La acción final es su última palabra. Loaysa huye de sí mismo. Carrizales reconoce su error. Leonora escoge su castigo. Remedando las palabras de Don Quijote: más vale «que el que es valiente toque y suba al punto de temerario que no que baje y toque en el punto de cobarde» (II, 17 al final) y aceptando el supuesto de la bondad potencial inherente al ser humano182, esta novela ejemplar nos dice que más vale que el que es noble toque y suba al punto de leal que no que baje y toque en el punto de traidor, o bien, que toque y suba al punto de generoso que no que baje y toque en el punto de vengativo. Pero todo el angustioso camino hacia la definición final es un misterio que permanece recóndito tal vez hasta para el sujeto mismo que lo recorre. Si el ser humano nace esclavo de su naturaleza, de sus circunstancias y de su acondicionamiento, la verdadera libertad tal vez consista en ejercer el libre albedrío en sentido ético-moral.