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ArribaAbajo Acto III

 

En 1605. Salita pobre; un bufetillo en que se pueda escribir. Al levantarse el telón, la escena está desierta. Se oye el ruido de un martillo que golpea un caldero. A intervalos, gritos, vociferaciones. Después, el disputar furioso de dos o tres mujeres en la vecindad. Luego, una canción. Entra un caballero vestido con traje del siglo XVII. Cincuenta y ocho años. Barba entre rojiza y blanquecina. El brazo izquierdo y la mano, insensibles, inútiles. El caballero parece profundamente cansado. Entra con lentitud, da unos pasos por la sala, se deja caer en una silla, se quita el sombrero y lo pone en otro asiento. Continúan en la vecindad la algazara, el estrépito: martillazos en el caldero, vociferaciones, cantos. El caballero se levanta y se dirige hacia el bufete; pero reflexiona, con hondo gesto de laxitud, y torna a sentarse. Después, al cabo de un instante, torna a dirigirse al escritorio y lo abre. Se sienta ante él, saca unos papeles y se dispone a escribir. Redobla el estruendo en la vecindad. La gritería de las comadres es más estrepitosa. Ladra un perro; se oye un coro de niños. La tonadilla vuelve a dejarse oír. El caballero torna a inclinar, cansado, triste, la cabeza en la mano. Se oye una voz que dice: «¡Miguel! ¡Miguel!» El caballero vuelve a escribir. «¡Miguel! ¡Miguel!» El caballero se levanta y avanza hacia una de las puertas. Aparece en ella una mujer que lleva un cestito de costura.

 

ANDREA.-  ¿Es que no puedes contestarme, Miguel? ¿No me oías? ¿No me estabas oyendo?

MIGUEL.-  Sí, te oía, Andrea; sí, te oía; iba a contestarte.

ANDREA.-  Ibas a contestarme, Miguel; pero no me contestabas.

MIGUEL.-  Eres un poquito impaciente.

ANDREA.-  ¡Si esta impaciencia mía la tuvieras tú!

MIGUEL.-  ¿Yo? ¿Para qué? Yo deseo siempre un poco de serenidad, de sosiego.

ANDREA.-  ¿Crees tú que con el sosiego, con la serenidad, vamos a ganar mucho?

MIGUEL.-  No se trata de ganar, Andrea.

ANDREA.-  Y si no ganamos nada, ¿cómo vamos a vivir, Miguel?

MIGUEL.-  Ya vivimos, ya vivimos.

ANDREA.-  ¿Cómo vivimos?

MIGUEL.-  Van pasando los días.

ANDREA.-  Van pasando los días... ¿Es que es vida, Miguel, el vivir en esta casita tan estrecha, en que no podemos revolvernos, tú, nuestra hermana Magdalena, mi hija Constanza, tu hija Isabel y la criadita María? Nadie vive como nosotros en Valladolid.

MIGUEL.-  Nadie lo siente más que yo.

ANDREA.-  ¿Qué sientes tú, querido Miguel?

MIGUEL.-  Siento vivir en una casita en que apenas puedo trabajar.

ANDREA.-  Y por la noche no podemos dormir con el trajín de la taberna de abajo. La noche pasada, yo no he podido pegar los ojos. ¿Has podido dormir tú?

MIGUEL.-  No he podido dormir. Y apenas se ha hecho de día, he salido a pasear por el campo.

ANDREA.-  ¿Te molesto si trabajo aquí? Yo no te hablaré; puedes trabajar tú también. ¿Vas a trabajar? ¿Estabas trabajando?

MIGUEL.-  Me disponía a escribir.

ANDREA.-  Pues anda, escribe. Tu hermana Andrea no te dirá nada.

MIGUEL.-  Mi hermana Andrea me hará el favor, el ligero favor, sí, de callar un poquito.

 

(MIGUEL se sienta ante el bufete y va escribiendo. Pausa. DOÑA ANDREA hace labor.)

 

ANDREA.-  Miguel..., Miguel..., no te has enterado.  (Pausa.)  ¿No te has enterado, Miguel?

MIGUEL.-  ¿De qué quieres que me haya enterado, Andrea?

ANDREA.-  ¡Ay! Nosotros no podremos salir nunca de pobres. Juan Merino, ¿sabes?, Juan Merino, el que vivía en las casas de Pablo... ¿No conoces a Juan Merino? Aquel que una vez... Sí; te acuerdas de él. ¡No te has de acordar!  (MIGUEL sigue escribiendo en silencio.)  ¿No me atiendes, Miguel? ¿No sabes lo que le ha pasado a Juan Merino? Sí; te acuerdas de él... ¡Ay! Esa suerte no podremos tenerla nunca nosotros.

MIGUEL.-  ¡Andrea, por Dios!... ¡Si hicieras el favor un momento!

ANDREA.-  Es que quisiera contarte lo que le ha ocurrido a Juan Merino.

MIGUEL.-  Bien, bien.

ANDREA.-  ¡Qué suerte! Todos tienen suerte, menos nosotros. Le han dado un destino soberbio en la Corte. ¡Claro, para tener suerte es preciso moverse! Y estando en casa escribiendo no se pueden tener destinos de esos.

MIGUEL.-  Bien, bien... Pues enhorabuena a Juan Merino.

ANDREA.-  ¿Por qué tú, Miguel, no haces lo que ha hecho Juan Merino?

MIGUEL.-  Yo soy Miguel de Cervantes y no Juan Merino.

ANDREA.-  ¿Y para qué te sirve ser Miguel de Cervantes, querido hermano?

MIGUEL.-  No lo sé; no me lo he preguntado. ¿Qué quieres que te conteste, Andrea?

ANDREA.-  ¿No te gusta oír estas cosas, querido Miguel? ¿No nos dijiste que ibas a procurar que te dieran un destino? ¿Vas a hacer algo? Dime, ¿no vas a procurar que salgamos de esta situación? No; yo no te digo que lo que haces no debes hacerlo. Sí, sí; lo que escribes es muy bonito. Tienes mucho talento, Miguel. Lo dicen todos. Pero ¿es que nos ha producido mucho esa historia de Don Quijote que has publicado?

MIGUEL.-  ¡Pero, Andrea; pero, Andrea!

ANDREA.-  ¿Te disgusta que te diga estas cosas? Trabaja, trabaja, no quiero estorbarte. Yo trabajaré también y no te diré nada.  (Pausa. MIGUEL vuelve a escribir. Ruido de martilleo; vociferaciones; gritos de niños; cantos.)  ¡Ay, qué estrépito de vecindad! Magdalena ha salido muy de mañana. ¿Dónde estará? ¿Dónde estará Isabel? ¡Qué estrépito, Miguel! ¿Me perdonas? Unas palabras nada más y te dejo... ¿Sabes que ayer tarde encontré a María Santos y me dijo que su marido ha encontrado una colocación magnífica? ¡Y llevaba una saya de raso! Hablo de María. Y al cuello, un sartal de corales precioso. Todos prosperan, medran, suben, y nosotros... En el mundo no hay más que el dinero. Tanto tienes, tanto vales. Yo he visto arrastrándose por el suelo a esa María Santos. Y ahora ya ves con qué lujo va vestida. Si al menos pudiéramos desenvolvernos un poquito... Todos suben, todos medran...

MIGUEL.-  ¡Deja que suban, que medren, que se encumbren, que ganen, que se encaramen, que hagan lo que quieran hacer y lo que los otros quieran hacerles!

ANDREA.-  ¿Es que te molesta que te hable de estas cosas? No, si yo no te digo nada a ti. Tú tienes mucho talento; escribes cosas muy bonitas; lo dicen todos. Yo digo sólo que no tenemos suerte; que hay gentes que lo encuentran todo hecho, todo fácil, y otras...

MIGUEL.-  Bien, bien. ¿Y qué?

ANDREA.-  No; nada. Yo no te digo nada.

MIGUEL.-  ¿Y qué me quieres decir a mí? ¿Es que yo no hago todo lo que es posible hacer? ¿Es que es posible hacer más de lo que yo hago?

ANDREA.-  ¡Cómo te pones! No te pongas así, Miguel.

MIGUEL.-  No te pongas así... ¿Cómo me voy a poner? ¿Es grato todos los días, a todas horas, este sonsonete?

ANDREA.-  ¿Qué sonsonete, Miguel? ¡Porque queremos que mejores, que mejoremos todos, para que tengas comodidades y puedas escribir mejor!...

MIGUEL.-  Y entretanto, ¿cómo voy a escribir? ¿Es tolerable este machacar de todos los instantes?

ANDREA.-  ¡Por Dios, hermano!

MIGUEL.-  ¡Ni que fuera yo de piedra!

ANDREA.-  ¿Quién te dice nada?

MIGUEL.-  ¡Es insoportable!

ANDREA.-  ¡Jesús, cómo se pone por nada que le he dicho!

MIGUEL.-  ¡Es insoportable!

ANDREA.-  ¡Pero, Miguel, por Dios!

MIGUEL.-  ¡No es posible trabajar así!

ANDREA.-  Hoy no se te puede hablar. Me voy, me voy; no quiero que descargues conmigo. ¡Qué horror! Dé usted buenos consejos y se lo agradecerán. ¡Ya, ya! ¡Jesús, Jesús!

 

(MIGUEL torna a escribir Y vuelven los ruidos mil de la casa y de la calle; se oyen gritos, charlas acaloradas. MIGUEL se detiene; deja la pluma; medita con la frente en la mano. Después intenta escribir otra vez, y de nuevo se para. Se oye una voz que dice: «¡Miguel! ¡Miguel!» Pausa. La voz repite: «¡Miguel! ¡Miguel!» Otra pausa. Entra DOÑA MAGDALENA, señora con tocas de beata.)

 

MAGDALENA.-  Pero, Miguel, ¿no me oías? ¿No me estabas oyendo? ¡Qué cansada vengo! Estoy cansadísima. ¿No te molesto?

MIGUEL.-  No.

MAGDALENA.-  Procuro siempre no molestarte.

MIGUEL.-  Es posible.

MAGDALENA.-  ¿Lo dudas? Lo que más siento es causarte alguna molestia.

MIGUEL.-  Sí.

MAGDALENA.-  Y, además, cuido siempre de que nadie te moleste.

MIGUEL.-  Sí.

MAGDALENA.-  Porque, Miguel, yo lo sé, lo sé. Los hombres que trabajan con el cerebro, lo que más sienten es que se les moleste.

MIGUEL.-  Y los otros.

MAGDALENA.-  Sí, y los otros; pero los escritores, mucho más. ¿No te molesto? Con tu permiso, querido hermano, voy a terminar aquí mis oraciones. ¡Qué cansada vengo! He estado en la Catedral, en San Pablo, en las Angustias, en San Martín, en San Benito... A San Salvador no he podido ir. Lo siento mucho. Tenía que ver allí al padre Fulgencio... ¿No te molesto, Miguel? Puedes seguir trabajando. Trabaja. Yo aquí, con mi rosario... No te diré nada.  (Pausa.)  ¿Conoces tú al padre Fulgencio? Es el primer predicador de Valladolid. ¡Qué pico tiene! No, no; ahora estás trabajando. Cuando termines te contaré. Tú me dirás tu opinión. El padre Fulgencio es un gran poeta. ¿Has leído tú su libro Huerto de flores celestiales? La poesía debe ocuparse en esos asuntos. No en asuntos frívolos, mundanos. ¿No opinas tú lo mismo, Miguel? ¡Cuidado que hay poetas ligeros, licenciosos, por ahí! Debieran prohibir otras materias que estas que trata el padre Fulgencio. ¡Vaya un poeta! Éste, éste sí que es poeta, y no los que hablan de amores, de aventuras, de lances profanos. ¿Te molesto, Miguel? Ya me dirás tu opinión. ¿Es que crees tú que la poesía profana vale algo en comparación con ésta? ¿Lo crees tú? Di, responde.

MIGUEL.-  Yo no creo nada.

MAGDALENA.-  No, tú quizá creas lo contrario. ¿Lo crees, Miguel?

MIGUEL.-  Yo no creo nada.

MAGDALENA.-  Ingenios como éstos, como el padre Fulgencio, digo, son los que honran la república de las letras. Ya quisiera yo, no te incomodes, ya quisiera yo que tú... Sé lo que me vas a decir... Ya quisiera yo que tú...

MIGUEL.-  ¿Qué es lo que quisieras? Vamos, habla, acaba, termina, desembucha.

MAGDALENA.-  ¡Hombre, Miguel, no vale ponerse así! No te pongas así. ¿Es que yo te ofendo? Yo hablo en términos generales. Me gusta la poesía del padre Fulgencio. ¿Es que no te gusta a ti también?

MIGUEL.-  No.

MAGDALENA.-  Si no la conoces, Miguel.

MIGUEL.-  Entonces, si no la conozco, ¿cómo me va a gustar?

MAGDALENA.-  Eso digo yo; si la conocieras, te gustaría.

MIGUEL.-  O no me gustaría.

MAGDALENA.-  ¿Qué sabes tú? ¿Es que puede darse una cosa más fina, más delicada, que la poesía del padre Fulgencio?... Oye, oye: me han hablado del libro que acaba de publicar Francisco Pujalte. ¡Oh, Pujalte! ¡Qué gran sabio! Se titula ese libro Disquisiciones de natural filosofía. ¿Lo has leído? ¿Te han hablado de él? Yo soy profana. Pero me gustan, vaya, me gustan esos libros sólidos, bien hechos, escritos por hombres que tienen genio y preparación... Cuidado, Miguel, cuidado, que yo no digo que las historias de aventuras, las novelas, sean cosa baladí; todo tiene su mérito; pero Pujalte, hay que reconocerlo, es de los hombres que más valen en España. Hombres así ya pueden escribir. ¿No es cierto, Miguel?

MIGUEL.-  Que escriban.

MAGDALENA.-  ¿No quieres tú que escriban?

MIGUEL.-  Que escriban.

MAGDALENA.-  ¿Y no crees tú que para escribir se necesita tener esa preparación sólida, honda, que tiene Pujalte?

MIGUEL.-  Que la tenga.

MAGDALENA.-  Digo yo que eso es lo que ha de quedar, lo que ha de perdurar, y no las frivolidades, chanzas y burlerías de otros escritores.

MIGUEL.-  ¿Qué escritores? Vamos, sí. ¿Qué escritores? ¿Quiénes son esos escritores?

MAGDALENA.-  ¡Por Dios, Miguel! ¡Por Dios! ¿Es que te incomodas? ¿Pero cómo ha de pasar por mi imaginación el aludir para nada a lo que tú escribes? ¿No soy yo la primera admiradora de todo lo tuyo? ¿No le digo a todo el mundo que tú tienes mucho talento?

MIGUEL.-  Bien, bien; conformes; de acuerdo. Bien, bien.

MAGDALENA.-  ¡Qué sequedad! ¡Qué brusco eres algunas veces, Miguel! Perdona que te lo diga. ¿Así tratas a quien tanto te quiere?

MIGUEL.-  Si quien tanto me quiere, es decir, mi hermana Magdalena, quisiera quererme un poquito más...

MAGDALENA.-  ¿Qué haría tu hermana Magdalena, qué haría yo?

MIGUEL.-  Dejarme trabajar en paz, con tranquilidad, con sosiego, con reposo, con serenidad.

MAGDALENA.-  ¡Jesús, Jesús! ¡Eso es decirme que me vaya, eso es echarme! Me voy, me voy. ¡Dé usted consejos a estos escritores! ¡Ándese usted con finuras con estos novelistas! ¡Jesús, Jesús!

 

(Se marcha DOÑA MAGDALENA. MIGUEL se pone a escribir. Pausa. Aparece en la puerta CONSTANZA, pazguata y zoncita; habla desde el umbral.)

 

CONSTANZA.-  Tío.

MIGUEL.-  Sobrina.

CONSTANZA.-  Tío.

MIGUEL.-  Constancita.

CONSTANZA.-  Tío, que dice mi madre...

MIGUEL.-  ¿Qué dice tu madre?

CONSTANZA.-  Dice mi madre...

MIGUEL.-  ¿Qué dice mi hermana Andrea?

CONSTANZA.-  Dice mi madre...

MIGUEL.-  Acaba de decir lo que dices que dice tu madre.

CONSTANZA.-  Dice mi madre que...

MIGUEL.-  ¿Qué?

CONSTANZA.-  Que...

MIGUEL.-  ¿Acabarás?

CONSTANZA.-  Tío.

MIGUEL.-  Sobrina...

CONSTANZA.-  Tío...

MIGUEL.-  Por cuarta, quinta o sexta o décima vez: sobrina.

CONSTANZA.-  Que dice mi madre...

MIGUEL.-  ¿Qué dice tu madre?

CONSTANZA.-  ¿Me permite usted que lo diga, tío?

MIGUEL.-  Te perdono que lo digas, sobrina.

CONSTANZA.-  ¿Se incomodará usted, tío?

MIGUEL.-  No me incomodaré, sobrina.

CONSTANZA.-  ¿De verás no se incomodará usted?

MIGUEL.-  Lo que va a pasar es que voy a incomodarme por no incomodarme.

CONSTANZA.-  Pues no se lo digo a usted.

MIGUEL.-  Ya estoy incomodado.

CONSTANZA.-  Pues desincomódese usted, tío.

MIGUEL.-  Ya estoy desincomodado.

CONSTANZA.-  ¿Tranquilo del todo, tío?

MIGUEL.-  Tranquilo del todo.

CONSTANZA.-  ¿Se lo digo a usted?

MIGUEL.-  Dímelo.

CONSTANZA.-  Es que es una cosa muy delicada.

MIGUEL.-  Pues espera que no esté tan delicadita esa cosa para decírmela.

CONSTANZA.-  ¡Ay, ay! Yo no quiero que mi tío se burle de mí.

MIGUEL.-  Pues acaba, ¡caramba!, y dime lo que dice tu benditísima madre, mi hermana.

CONSTANZA.-  Dice que por qué no hace usted algo para que salgamos de esta situación.

MIGUEL.-  Lo que voy yo a hacer es tomar la puerta y marcharme con cincuenta mil diablos.

CONSTANZA.-  ¡Jesús, Jesús, Jesús!

 

(Se marcha CONSTANZA.)

 

MIGUEL.-  ¡Habrase visto! ¡No, y parece tan zoncita y para poco! Si no fuera porque en el fondo es buena... Buenas son todas, sí, en el fondo. ¡Lástima que se tenga que rascar y hurgar un poco para llegar a ese fondo!  (MIGUEL permanece un momento con la frente reclinada en la mano; luego escribe; después, como no cesa el estrépito, torna a meditar con el codo en la mesa. Entra en silencio ISABEL; se va acercando de puntillas al caballero y le da un beso en la cabeza.)  ¡Ah, Isabel!

ISABEL.-  ¿Estás triste? ¿Tienes alguna pena?

MIGUEL.-  Ahora ya no.

ISABEL.-  ¿Antes sí?

MIGUEL.-  Antes no podía trabajar.

ISABEL.-  ¿No podías trabajar por estos ruidos de la casa?

MIGUEL.-  Por estos ruidos y por todo.

ISABEL.-  ¿Ha estado aquí la tía Andrea? ¿Ha estado tía Magdalena?

MIGUEL.-  Han estado las dos.

ISABEL.-  ¿Y han vuelto a sus temas de siempre?

MIGUEL.-  Y no les he tirado una silla a la cabeza...

ISABEL.-  ¿Por qué les haces caso?

MIGUEL.-  No les hago caso.

ISABEL.-  ¿Por qué te entristeces?

MIGUEL.-  Si todas las mujeres fueran como tú, como mi hija Isabel, yo no me entristecería.

ISABEL.-  ¿Quieres que todas sean como yo?

MIGUEL.-  Y yo te querría..., te querría, Isabel, querida Isabel, te querría un poco más cerca de mí.

ISABEL.-  ¿No estoy cerca? ¿No estoy junto a ti?

MIGUEL.-  No es eso, Isabel. ¿Dónde fuiste anoche? Te oí; estaba yo desvelado; te oí salir.

ISABEL.-  Fui a casa de Leonor Acosta.

MIGUEL.-  ¿Por qué vas a casa de Leonor Acosta a esas horas?

ISABEL.-  Eran las diez; tú te acostaste muy temprano. Las diez en mayo, en este tiempo, es una hora temprana. ¿No quieres que vaya a casa de Leonor Acosta?

MIGUEL.-  Quiero, Isabel, tenerte siempre junto a mí. Soy un poco egoísta. Como la dicha para mí es tan deleznable, tan fugaz, quiero tener prisionera entre mis manos la poquita dicha que tengo, y esa dicha, Isabel, eres tú. Y no quiero, no quiero verte por ahí, fuera de casa. Me entran, al pensarlo, pensamientos muy tristes.

ISABEL.-  ¿Te entristeces otra vez? Ten confianza; sé fuerte; fuerte, animoso, te quiero yo.

MIGUEL.-  ¡Ah, Isabel! ¡Cómo me alienta el oírte así! Tú quieres que sea animoso.

ISABEL.-  ¡Animoso, muy animoso!

MIGUEL.-  ¿Para qué?

ISABEL.-  Para que escribas muchos libros como esa historia de Don Quijote tan bonita.

MIGUEL.-  ¿Te gusta a ti ese libro?

ISABEL.-  Lo sé de memoria... ¿Quieres que te diga algún capítulo? ¿Qué capítulo quieres que te diga?

MIGUEL.-  ¡Bah, bah! Retrechera, zalamera... Con esa labia, ¿cómo no has de cautivar a todos?

ISABEL.-  ¿Tú crees que tengo yo simpatía?

MIGUEL.-  ¿Que no tienes tú simpatía?

ISABEL.-  ¡Oh, si yo la tuviera! Yo quisiera tenerla para...

MIGUEL.-  ¿Para qué quisieras tener lo que tienes?

ISABEL.-  Para hechizar a mi querido padre y decirle: No hagas caso de parlerías y cuentos. Tú vales más que todos. Esas historias y novelas tuyas son como el oro al lado de la escoria. Y la escoria son todos los librotes sabios, macizos, eruditos, que escriben los que no te llegan a ti ni a la suela del zapato.

MIGUEL.-  ¿Lo crees tú eso?

ISABEL.-  Y tú también.

MIGUEL.-  ¿Yo?

ISABEL.-  Sí; pero muchas veces dudas de ti mismo, y eso es lo que yo no quiero.

MIGUEL.-  Pues asísteme tú a todas horas y no te separes de mí.

ISABEL.-  ¡Nunca, nunca! ¡Siempre a tu lado! Y la prueba de que te quiero...

MIGUEL.-  ¿Qué?

ISABEL.-  La prueba de que te quiero es que...

MIGUEL.-  Lo sé...

ISABEL.-  ¿Quién te lo ha dicho?

MIGUEL.-  Te he sorprendido; tú no me has visto.

ISABEL.-  ¡Ah, no; eso no vale! ¡Yo estaba haciendo en secreto esa labor para regalártela el día de tu santo, y ahora resulta que tú estabas enterado!

MIGUEL.-  Perdona mi indiscreción; es muy bonita.

ISABEL.-  ¿Quieres ver cómo la llevo?

MIGUEL.-  Vamos a tu cuarto.

 

(Se marchan los dos. Pausa. Asoma por la puerta del fondo la cabeza de VÍCTOR. Cautelosamente, VÍCTOR observa el cuarto, y después entra, seguido de POSTÍN.)

 

VÍCTOR.-  Sí; esta es la casa; aquí trabaja Cervantes. Esta es la casa, pequeñita, angosta, pobre. En el primer piso viven la viuda de un historiador y un niño, su hijo. Al lado, Cervantes. Luego, en el segundo, otra viuda, con dos hijos y su madre; también en el mismo piso, otra viuda...

POSTÍN.-  ¡Pues es la casa de las viudas!

VÍCTOR.-  ¡En guardia, Postín!

POSTÍN.-  Ya lo sé.

VÍCTOR.-  Como decíamos, en el segundo también la viuda de un poeta, con dos hermanas de la tal viuda; otra señora y un escudero con su mujer.

POSTÍN.-  ¿No quedan más viudas?

VÍCTOR.-  ¿Cómo que no? En el otro cuarto alto, otra viuda, la viuda de un doctor. Y en el piso bajo, una taberna.

POSTÍN.-  Me voy al piso bajo.

VÍCTOR.-  Sí, aquí vive Cervantes con su hija, su hija natural, Isabel; dos hermanas, una sobrina y una criadita. La mujer de Cervantes está en su pueblo.

 

(Siguen los ruidos, cantos, disputas, gritos, martillazos.)

 

POSTÍN.-  ¿Aquí trabaja Cervantes?

VÍCTOR.-  Aquí debe de trabajar.

POSTÍN.-  ¿Con ese estrépito?

VÍCTOR.-  No sé cómo puede escribir.

POSTÍN.-  ¡Pues me río yo de la otra casita!

VÍCTOR.-  Ese será su escritorio; ahí tendrá guardadas sus cuartillas... Parece que no hay nadie en la casa; la puerta estaba abierta. Hemos entrado y aquí estamos.

POSTÍN.-  ¿Y qué vamos a hacer aquí?

VÍCTOR.-  Observarlo todo. No sé dónde darán estas puertas.

 

(Observan el interior; por una de las puertas entra Cervantes en silencio; VÍCTOR y POSTÍN están de espaldas. Al volverse VÍCTOR, se encuentra frente a Cervantes.)

 

VÍCTOR.-  ¡Ah, perdone usted!

MIGUEL.-  Señor...

VÍCTOR.-  ¿Don Miguel de Cervantes?

MIGUEL.-  Sin don; no lo tengo.

VÍCTOR.-  No lo necesita usted, querido maestro.

MIGUEL.-  Eso es otra cosa. (¡Qué tipo tan raro! ¡Debe ser un loco!) ¿Y usted?

VÍCTOR.-  Yo me llamo Víctor Brenes.

MIGUEL.-  ¡Ah, Víctor Brenes! (Pues no es un loco, es un poeta; poco más o menos, lo mismo.) ¿Es usted poeta?

VÍCTOR.-  Yo soy quien ha mandado a usted...

MIGUEL.-  Quien me ha mandado ese fragmento tan bonito de su libro inédito La casa encantada.

VÍCTOR.-  ¿Bonito?

MIGUEL.-  Hermoso, fino, original...

VÍCTOR.-  ¡Qué emocionado estoy!

MIGUEL.-  ¿Es usted forastero?

VÍCTOR.-  Forastero en el espacio y en el tiempo.

MIGUEL.-  (Es un loco.) Ya veo que está usted emocionado.

VÍCTOR.-  Perdóneme, perdóneme.

MIGUEL.-  Tranquilícese usted; hablemos como dos antiguos amigos.

VÍCTOR.-  ¡Qué felicidad, qué felicidad!

MIGUEL.-  ¿Cuál?

VÍCTOR.-  La de haber escrito ese libro tan bello, tan soberanamente hermoso, del Quijote.

MIGUEL.-  ¡Qué felicidad... cuando yo esté muerto!

VÍCTOR.-  ¡Oh, no, la gloria es la gloria!

MIGUEL.-  Sí, sí, la gloria es la gloria.

VÍCTOR.-  ¿Trabaja usted mucho, querido maestro?

MIGUEL.-  ¡Y cómo no trabajar!

VÍCTOR.-  Terrible cosa el trabajar continuamente.

MIGUEL.-  Los que trabajamos con la pluma no podemos descansar. El ejercicio continuado es lo que da al cerebro la tensión necesaria para la obra creadora. Detenerse es perder esa tensión, esa fluidez, ese equilibrio tan necesario. Durante veinte, treinta años, hemos ido creando en nosotros un ritmo interior. Trabajamos según ese ritmo. Cuando nos encontramos en ese estado de tensión, la obra se produce con una facilidad y una rapidez que de otro modo no tendríamos.

VÍCTOR.-  Yo lo siento también así, querido maestro.

MIGUEL.-  Y así nosotros, amigo mío, trabajadores infatigables, en el cerebro, trabajadores dolorosos, no podemos, aunque nos veamos prósperos, aunque seamos ricos, detenernos en la tarea.

VÍCTOR.-  Exacto, exacto, querido maestro.

MIGUEL.-  ¿Me permite usted ahora una indiscreción?

VÍCTOR.-  No la habrá en sus palabras.

MIGUEL.-  Cuando le he visto a usted con ese traje, he tenido una impresión extraña.

VÍCTOR.-  ¿Con ese traje? Es el traje del siglo XX, ¿verdad, Postín?

POSTÍN.-  No faltaba más.

MIGUEL.-  ¿Es éste su escudero de usted?

POSTÍN.-  ¿Yo escudero?

MIGUEL.-  Tiene cara de buenazo, como Sancho.

VÍCTOR.-  Es muy bueno Postín.

POSTÍN.-  Muchas gracias, muchas gracias...

MIGUEL.-  ¿Decía usted que ese traje es del siglo XX? A un poeta le está permitido todo. ¡Qué bonito es su poema de La casa encantada!

VÍCTOR.-  ¿De verás lo ha leído usted?

MIGUEL.-  Fino, original.

VÍCTOR.-  ¿Me permite usted una pregunta?

MIGUEL.-  Hágala usted.

VÍCTOR.-  ¿Desearía usted trabajar en una casa más tranquila que ésta?

MIGUEL.-  Ansío el silencio.

VÍCTOR.-  No escribiría usted mejor que aquí.

MIGUEL.-  ¿Lo cree usted?

VÍCTOR.-  No, no; escribiría usted mejor.

MIGUEL.-  El medio en que se desenvuelve el artista influye mucho en su obra.

VÍCTOR.-  Según y cómo.

MIGUEL.-  Lo difícil para un escritor es dar a su obra un tono de serenidad, de bello equilibrio. El ambiente en que el artista se mueve penetra en su obra. Un artista que viva en un medio pobre ha de tropezarse diariamente, en cada momento, con la violenta realidad del ambiente.

VÍCTOR.-  ¿Me permite usted, querido maestro?

MIGUEL.-  ¿No lo ve usted así?

VÍCTOR.-  Ese ambiente de que usted habla es doloroso, sí. La pobreza es terrible. Y es terrible principalmente para quien ha de realizar una obra de serenidad, de alteza espiritual, de finura. Pero ¿y la reacción del artista contra ese ambiente? La obra nacida en ese ambiente bronco y áspero tiene un tono de serenidad y de finura que acaso no tendría nacida en otro. Usted, querido maestro, ha hablado repetidas veces del maravilloso silencio, y en sus libros ha dado la impresión honda y gratísima de ese silencio. Y yo pensaba, al escuchar el estrépito de esta casita -perdóneme usted-, que esa impresión no hubiera podido darla, por ejemplo, otro artista que escribiera en un lugar profundamente plácido y silencioso.

MIGUEL.-  ¿Dice usted que ese traje es del siglo XX?

VÍCTOR.-  Del siglo XX.

MIGUEL.-  ¿Es usted poeta? ¿Verdad?

VÍCTOR.-  Lo pretendo.

MIGUEL.-  ¡Qué genialidades tan raras tienen los poetas!

VÍCTOR.-  Me hace usted sonreír, querido maestro.

MIGUEL.-  Del siglo XX. ¿Cree usted que una obra escrita en el siglo XVII será enteramente comprendida al cabo de tres siglos?

VÍCTOR.-  Enteramente.

MIGUEL.-  Hay siempre en una obra de arte matices finos, estados espirituales, que apenas podemos expresar y que seguramente, en el correr del tiempo, han de quedar desvanecidos.

VÍCTOR.-  La inteligencia va afinándose a lo largo del tiempo.

MIGUEL.-  ¿Qué será de mi obra dentro de cuatro siglos?

VÍCTOR.-  Es usted, maestro, un poderoso creador. Su obra es admirada universalmente. La creación, en arte, es lo supremo. No hay nada, en arte, superior a la creación. ¿Qué valen los recios y profusos y pedantescos tomos de todos los pensadores al lado de la página alada, sutil, de un novelista o de un poeta?

MIGUEL.-  Sí, es verdad; la cuestión no es saber, sino sentir. Si yo fuera creador no me importaría a mí el no ser pensador. No me importaría a mí que me dijeran: «No sabe». Lo que me importaría sería que me dijeran: «No siente».

VÍCTOR.-  Sentir es lo supremo.

MIGUEL.-  ¡Poeta, poeta, un abrazo, un abrazo!

VÍCTOR.-  ¡Qué emocionado estoy!

 

(Se oyen fuera las voces de altercado de DOÑA ANDREA y DOÑA MAGDALENA, y otra voz sonora grita: «¡Ah del castillo! ¿No está nadie en esta mansión señorial? ¡Ah del castillo!»)

 

MIGUEL.-  Ya está aquí Don Quijote.

VÍCTOR.-  ¿Don Quijote?

MIGUEL.-  El propio Don Quijote de la Mancha.

POSTÍN.-  ¿Viene también Sancho Panza?

MIGUEL.-  ¿Postín está enterado? ¿Conoce la historia de Don Quijote?

POSTÍN.-  ¡Anda, ya lo creo!

VÍCTOR.-  Me ha oído a mí tantas veces hablar de Don Quijote...

MIGUEL.-  Ya..., ya... Ya me parecía a mí que este Postín era una persona digna de aprecio.

POSTÍN.-  ¡Y que no me gusta a mí poco la historia de Don Quijote!

MIGUEL.-  Ya lo decía yo: este escudero es un hombre estimable.

VÍCTOR.-  Es un hombre buenísimo.

POSTÍN.-  Muchas gracias.

 

(Vuelven a sonar voces. Una voz grita: «¡Ah del castillo! ¿No hay nadie en esta mansión señorial?»)

 

VÍCTOR.-  ¿Es Don Quijote? ¿Existe Don Quijote?

MIGUEL.-  ¿Lo pregunta un poeta? ¿No sabe el señor poeta que los entes de nuestra imaginación son más reales que la misma realidad?

VÍCTOR.-  El ensueño es la realidad; las ficciones del arte son la más viva realidad. Pero ¿existe Don Quijote?

MIGUEL.-  Don Quijote va a entrar dentro de un momento. ¿No lo oyen ustedes?

POSTÍN.-  ¿Y Sancho Panza?

MIGUEL.-  Sancho Panza está labrando las hazas de una huerta. Don Quijote estará aquí en seguida.

VÍCTOR.-  Deseo contemplarlo; tengo ansiedad por verlo.

POSTÍN.-  Ya está aquí.

 

(Entran DON JACINTO, DOÑA ANDREA y DOÑA MAGDALENA; vienen enzarzados en una disputa. Al entrar como vienen, no reparan en la presencia de VÍCTOR y POSTÍN. Éstos se retiran discretamente a un rincón.)

 

JACINTO.-  ¡Ah del castillo! ¿Y las gentiles y bellas damas?

ANDREA.-  Sí, sí, Jacinto; es usted, es usted quien saca de sus casillas a Miguel.

MAGDALENA.-  Sin usted no estaría él tan alucinado como está.

JACINTO.-  ¿Yo, yo? Vamos, Andrea, Magdalena. ¿Y los donceles y pajes de este castillo? ¿Y el señor magnífico de esta mansión? No tiene usted razón, Andrea, ni usted, Magdalena...

ANDREA.-  Sí, sí; es usted.

MAGDALENA.-  Usted es quien tiene la culpa.

JACINTO.-  ¿Me río? ¡Ja, ja, ja! Aquí está el señor de esta mansión; él podrá contestarles a ustedes.

 

(Se vuelven los tres y reparan en VÍCTOR y POSTÍN.)

 

ANDREA.-  ¡Jesús!

MAGDALENA.-  ¿Qué es esto?

JACINTO.-  ¿Un encantador?

MIGUEL.-  Les presento a ustedes a un poeta.

MAGDALENA.-  ¿Un poeta?

ANDREA.-  ¡Qué raro!

JACINTO.-  ¡Qué extraño!

MIGUEL.-  Perdóneles usted, amigo Brenes. Lo dicen por el traje.

JACINTO.-  Pero ¿es un poeta?

MIGUEL.-  ¡Un poeta del siglo XX!

JACINTO.-  ¡Oh, un poeta del siglo XX!

MAGDALENA.-  ¡Pero, Miguel, tú sueñas!

ANDREA.-  Deliras.

MIGUEL.-  Un poeta, ni más ni menos, del siglo XX.

MAGDALENA.-  ¡Cómo va vestido!

ANDREA.-  ¡Qué traje tan raro!

JACINTO.-  Pero, ¿es de veras?

VÍCTOR.-  Veo la extrañeza de todos ustedes. Sí, vivo en el siglo XX.

JACINTO.-  No pueden remediar su extrañeza.

VÍCTOR.-  ¿Y usted?

JACINTO.-  A mí me parecen naturales todas las genialidades de los poetas.

POSTÍN.-  Acérquense ustedes, acérquense, tóquenle; no hace nada.

MAGDALENA.-  Es verdad.

ANDREA.-  Tiene cara de bueno.

POSTÍN.-  Ya lo creo que es bueno.

MIGUEL.-  ¿Qué le parece a mi señor Don Quijote?

VÍCTOR.-  ¿Es usted Don Quijote?

JACINTO.-  El mismo.

MIGUEL.-  No he hecho la debida presentación. Querido Brenes: nuestro convecino, nuestro amigo don Jacinto Martín.

VÍCTOR.-  ¿Y por qué le llaman a usted Don Quijote?

JACINTO.-  Porque la gente supone en mí un optimismo, un entusiasmo, una perpetua ilusión y una generosidad que yo, desgraciadamente, no tengo.

MIGUEL.-  Sí, sí; la tiene usted.

MAGDALENA.-  Es usted bueno y generoso.

ANDREA.-  ¡Ya lo creo que es bueno!

MIGUEL.-  Bueno, generoso y entusiasta como habrá pocos en el mundo. Y por todo esto, y porque Jacinto trae siempre a esta casa una ráfaga de confianza, de fe y de esperanza, es por lo que todos aquí le llamamos Don Quijote.

JACINTO.-  Y yo lo tengo a mucha honra. ¡Ah, si me pareciera yo un poco a Don Quijote!

VÍCTOR.-  Ya se parece usted.

POSTÍN.-  Ya lo creo.

JACINTO.-  Claro, a fuerza de oírme llamarme Don Quijote, y llevado por mi amor a ese gran personaje, he ido poco a poco, sin darme cuenta, acomodando mi figura a la del caballero inmortal. ¡Si me pareciera yo un poquito por dentro a Don Quijote!

MIGUEL.-  ¡Y tanto como se parece!

MAGDALENA.-  Salvo que con sus cosas hace que Miguel...

ANDREA.-  Si no fuera porque a Miguel...

MIGUEL.-  ¿Qué queréis decir? ¿Que Jacinto alienta en mí el ensueño y la quimera novelesca? Yo se lo agradezco.

MAGDALENA.-  Pero Miguel...

ANDREA.-  Querido hermano...

JACINTO.-  Vamos, Andrea, Magdalena, vosotras sois buenas; reparad en que todo no es materia en la vida... ¡Ah del castillo! ¿Y las damas gentiles de esta mansión señorial? No todo es materia en la vida; hay que poner la mente en cosas más altas... ¿No es verdad, señor poeta?

VÍCTOR.-  Así pienso yo.

JACINTO.-  ¿Dónde esta Isabel?

MIGUEL.-  ¡Por ahí dentro anda!... ¡Isabel, Isabel!

 

(Entra ISABEL.)

 

ISABEL.-  ¡Ah!

VÍCTOR.-  ¡Oh!

MIGUEL.-  Un poeta del siglo XX.

VÍCTOR.-  ¿Se llama usted Isabel, señorita?

ISABEL.-  Ese es mi nombre.

VÍCTOR.-  ¡Qué raro!

ISABEL.-  ¿Raro que me llame Isabel?

VÍCTOR.-  Raro el que yo haya conocido a otras dos jóvenes que se llamaban así.

ISABEL.-  ¿Y ahora siente usted conocer a la tercera?

VÍCTOR.-  Ningún sentimiento.

ISABEL.-  ¡Como lo dice usted con ese tono!

VÍCTOR.-  El tono, señorita, no era de tristeza.

ISABEL.-  Si fuera de tristeza, no me extrañaría; los poetas son un poco tristes.

VÍCTOR.-  Lo han sido en todo tiempo.

ISABEL.-  ¿Lo son más en el siglo XX que en el XVII?

VÍCTOR.-  El corazón de los poetas es igual en todos los tiempos.

ISABEL.-  ¿Le gustan las flores a los poetas del siglo XX?

VÍCTOR.-  Le gustan las flores.

ISABEL.-  ¿Y las mariposas que vuelan por el azul?

VÍCTOR.-  Y las mariposas.

ISABEL.-  ¿Y las nubes que caminan blancas por el cielo?

VÍCTOR.-  Y las nubes.

ISABEL.-  ¿Y el agua cristalina, corriente?

VÍCTOR.-  Y el agua.

ISABEL.-  ¿Y los árboles frondosos?

VÍCTOR.-  Y los árboles.

ISABEL.-  Entonces, los poetas del siglo XX son iguales a los del siglo XVII.

VÍCTOR.-  Exactamente iguales; pero se ha olvidado usted de una cosa, señorita.

ISABEL.-  ¿De qué me he olvidado?

VÍCTOR.-  De los ojos grandes, bellos y ensoñadores.

ISABEL.-  Es porque deseaba saber si lo olvidaba usted también.

VÍCTOR.-  Yo no podía olvidar lo que tengo presente.

ISABEL.-  En el siglo XX los poetas son tan lisonjeros como en el XVII.

VÍCTOR.-  Y en el XVII hay mujeres tan agudas como en el XX.

ISABEL.-  ¿No lo imaginaba usted así?

VÍCTOR.-  Yo me imaginaba encontrar en el XVII una mujer entusiasta.

ISABEL.-  Las hay entusiastas.

VÍCTOR.-  ¿Y despreciadoras del dinero?

ISABEL.-  Y despreciadoras.

VÍCTOR.-  ¿Y amigas de los hombres infortunados?

ISABEL.-  De los hombres infortunados.

VÍCTOR.-  ¿Y alentadoras de las ilusiones?

ISABEL.-  Y alentadoras.

VÍCTOR.-  ¿Y apasionadas?

ISABEL.-  Apasionadas.

VÍCTOR.-  ¿Y cordiales?

ISABEL.-  Cordiales.

VÍCTOR.-  ¿Y exaltadas?

ISABEL.-  Exaltadas.

VÍCTOR.-  Así quieren los poetas a las mujeres.

 

(MIGUEL va rápidamente hacia VÍCTOR y le da un fuerte abrazo; permanecen abrazados un momento.)

 

MIGUEL.-  Víctor Brenes se queda hoy a almorzar con nosotros.

ANDREA.-  ¿Cómo?

MAGDALENA.-  ¿Qué?

MIGUEL.-  Se queda hoy a almorzar con nosotros.

ANDREA.-  ¡No querrá hacer penitencia!

MAGDALENA.-  ¡Pasará un mal rato!

VÍCTOR.-  Gracias, gracias; no se molesten ustedes.

MIGUEL.-  Almuerzo modesto, sí; pero ofrecido de todo corazón.

ANDREA.-  Pero, Miguel...

MAGDALENA.-  Miguel, repara...

MIGUEL.-  Brenes no es hombre exigente.

JACINTO.-  El señor Brenes se queda a almorzar con nosotros; pero quien invita soy yo. Yo invito a todos. Todos vamos a comer a mi casa del Sotillo. Está cerca de aquí, señor Brenes, a diez minutos. Comeremos todos en el campo, entre los árboles. Voy a prepararlo todo. ¡Ah del castillo! ¿Dónde están las gentiles damas de esta mansión señorial?

ANDREA.-  ¡Qué hombre, qué hombre!

MAGDALENA.-  ¡Qué iluso!

ANDREA.-  ¿Y Constancica? ¡Constanza, Constanza!

 

(Entra CONSTANZA; se detiene en la puerta, con los ojos bajos.)

 

CONSTANZA.-  ¿Qué manda, madre?  (Levanta la vista y ve a VÍCTOR.)  ¡Me valga Dios!

JACINTO.-  ¡Un poeta del siglo XX! Y de todos los siglos. En marcha. ¡Viva la poesía! ¡Viva la vida!

MIGUEL.-  Este Don Quijote...

VÍCTOR.-  ¡Viva Don Quijote!

TODOS.-  ¡Viva, viva!


 
 
TELÓN
 
 

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